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Carta séptima a Irénico escrita en defensa del apéndice II de las Observaciones pacíficas sobre la potestad eclesiástica y en continuación de las seis contra los libros Dei diritti dell'Uomo

Fèlix Amat de Palou i Pont



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Índice

1. Se responde a un censor del Apéndice II de las Observaciones. 2 Se da razón de otro censor; 3 se vindica la competencia de las Cortes con el Rey en la supresión de gobiernos de provinciales y de generales sobre los regulares de España. 4 Réplica del censor: 5 en la que se nota confusión de ideas, o y falta de exactitud en algunas especies. 8 Se le agradecen varias expresiones, 9 y se admira su insistencia en equivocaciones evidentes. 10 Se trata de la intervención de la autoridad eclesiástica, y en particular de la del Papa. 11 Se aclaran algunas ideas confusas o equivocadas de este censor, quien por fin se manifestó completamente satisfecho. 13 Tales censuras del Apéndice son resultas de la exaltación de los partidos opuestos sobre potestad y subordinación, 14 contra cuyas ilusiones se escribieron las Seis Cartas a Irónico, 15 y las Observaciones pacíficas: 16 escritos que disgustan a los fanáticos de todo partido.

17 En España es extrema la necesidad de luchar contra todo fanatismo con las luces de la razón, y con las de la revelación. 18 Con ellas deben disiparse las ilusiones que nacen del de la anarquía y de la impiedad, 19 y con más cuidado las del fanatismo de la superstición. 20 Se propone la ilusión más perjudicial y se hacen sobre ella tres observaciones. 21 La urgente necesidad de la reforma general de España es la verdadera causa de la particular del clero. 23 Método y armas con que los ministros de la Iglesia deben defenderla.

24 Querer defenderla o dilatarla como se defienden o dilatan los reinos terrenos, es atacarla y confederarse con sus enemigos. 25 Los ilusos que así obran, aumentan ahora los males de la España. 26 Nueva ilusión que confunde la infalibilidad de la Iglesia con la soberanía de las naciones: 27 ilusión fatal que con las acaloradas disputas en orden a soberanía, 28 ha de envenenar y exaltar las antiguas sobre autoridad eclesiástica, 29 y ha de fomentar otras ilusiones nuevas muy fatales. 30 Pero la Iglesia es sociedad divina, y no debe defenderse como las de este mundo. 31 Sean nuestras armas defensivas el sufrimiento y la humildad de los tormentos y de las ignominias de la cruz; 32 y siendo la Iglesia de España defendida por sus ministros con la fe animada de la caridad, nada podrá contra ella el infierno entero.






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Mi estimado Irénico: Al mismo tiempo que Vm. también otro amigo me envía un escrito contra el Apéndice II de mis Observaciones pacíficas. A ambos quedo igualmente agradecido, y de nuevo suplico que me digan con franqueza cuantos reparos les ocurran, o sepan haber ocurrido a otros sobre la exactitud de las noticias, la justicia de las Máximas, y la claridad y propiedad de las cláusulas y expresiones; pues sabe Vm. que oigo con gusto cuanto pueda servirme para corregir o aclarar lo que escribo, sin desatender el aviso oportuno, por más que venga acompañado con censuras acres, violentas e injustas. Porque desde el principio de las Observaciones hasta ahora me he propuesto siempre escribir contra las opiniones extremadas de dos partidos opuestos, cuyos focos son los dos fanatismos de superstición y de impiedad. Y por lo mismo no debo admirar que en los escritos contra el Apéndice publicados en este tiempo de particular agitación o fermentación de tales partidos, se den golpes eléctricos y se disparen chispas, de que los escritos que me impugnan no sean más que conductores inocentes.

Vm. me dice que el Censor cuyo papel me remite, no sólo es buen católico, sino varón de conducta muy arreglada y de singular piedad. Lo creo fácilmente y con gusto; y en el papel observo que en nada desfigura mi modo de pensar; pues presenta con exactitud lo que digo tanto sobre el derecho de alto imperio en el Rey con las Cortes, como sobre el derecho de propiedad en las corporaciones civiles y eclesiásticas, y el derecho de libertad así en las personas físicas como en las morales para disponer de lo que es propio suyo. Reconozco pues que este Censor examinó el Apéndice muy a sangre fría, a pesar del extraordinario ardor con que impugna la propiedad de las corporaciones que yo defiendo, y quiere limitar la libertad de los propietarios, muchísimo más de lo que permiten los principios que yo he adoptado. En todo su papel veo cuanto distamos en el modo de pensar sobre estos dos puntos; pero ni veo equivocación suya en la idea que da de mis opiniones, ni que él haya notado equivocación mía en lo que digo en el Apéndice. Y esto es lo único que debo decir a Vm. en contestación al papel del Censor; pues ni deseo ni sería del caso entrar en la disputa principal sobre propiedad o sobre libertad.




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Aunque no podré ser tan breve, deseo dar también a Vm. razón de la censura que me envió el otro amigo, quien igualmente me   —2→   informó de que el Autor es hombre sabio y piadoso. Lo mismo que el papel dice lo demuestra; al paso que demuestra también que a pesar de sus buenos deseos cayó en notables equivocaciones en el concepto que formó de mi modo de pensar. No lo admiro, porque el hombre de vista más perspicaz tal vez se equivoca en medio del día en orden a los objetos que tiene cerca, y tal vez no ve siquiera donde pone los pies, cuando se halla en medio de una densa niebla agitada de un torbellino. Esta censura recae principalmente sobre la proposición del Apéndice: El fallo está dado por autoridad sin duda competente, que se halla n. 95 hablando de la supresión de los gobiernos provinciales y del general de las órdenes regulares en España: contra la cual he recibido dos papeles y he dado dos respuestas.

El papel primero dice en substancia: «Ha sido importuno y escandaloso persuadir y querer convencer que las Cortes no han salido de sus atribuciones, y que está en su competencia en uno con el Rey el revocar los privilegios de las órdenes religiosas concedidos por los papas para su gobierno interior y exterior... Proposición que hasta el día no se ha visto en boca de ningún escritor católico, ni aun de los llamados malamente jansenistas; pues tan atrevida opinión hace ver hasta la evidencia que fuera del dogma, todo, todo en la Iglesia ha podido y puede disponer la potestad secular, aunque peque en ello




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Mi respuesta fue la que sigue: Que está en la competencia de las Cortes con el Rey el revocar los privilegios de las órdenes religiosas concedidos por los papas &c. es una proposición que yo no sé hallar en el Apéndice. Y creo que ninguna hay que no sea clara consecuencia de los principios sentados en la primera parte de las Observaciones impresa en 1817, donde se trata de las dadas de competencia entre las dos potestades en las materias llamadas mixti forti. Haga Vm. que el censor lea despacio desde n. 246 hasta 253. En el 252 se trata en particular de los institutos religiosos, reglas de vida, constituciones &c. y se distingue lo que en tales cosas es propio de la potestad eclesiástica, de lo que en orden a ellas puede disponer la secular. Preciso es que cierren los ojos los que no quieran ver la gran diferencia que hay entre la potestad y juicio de la Iglesia sobre conceder o revocar privilegios a las órdenes religiosas, y el juicio y la potestad de la soberanía civil sobre promover o prohibir en sus dominios el uso de este o de aquel privilegio eclesiástico, como útil o perjudicial al buen orden y bien temporal del estado en estos o en aquellos tiempos y circunstancias.

Es cierto que en el Apéndice n. 95 hablándose de la supresión de los gobiernos provinciales y del general de las órdenes regulares en España, se dice que el fallo está dado por autoridad sin duda competente. Antes n. 22 y 23 se había tratado de propósito el punto con   —3→   más generalidad; y mucho antes en el lugar citado de las Observaciones se había dicho que la potestad civil, aun extrañando de sus estados algún instituto entero, no sale de su competencia. Esta competencia de la potestad civil no creo que pueda negarse, sino renovando la opinión de que la cima de la potestad temporal está en el Papa, no menos que la cima de la potestad espiritual. Y me parece que los que nieguen ahora tal competencia, o confunden la potestad espiritual con la temporal, o a lo menos la justicia de la ley con la competencia en darla.

Justicia digo, no del legislador (en el examen de cuya conciencia, o de cuyos fines e intenciones no debemos meternos los súbditos) sino justicia de la ley: la cual tienen derecho de examinar todos aquellos a quienes se manda obedecer. Porque es muy cierto que si la ley es notoriamente injusta, ya por sí misma no tiene fuerza de obligar (Obser. n. 51. p. 49: n. 163 B: 349). Pero no lo es menos que en los casos de duda la presunción está a favor de la ley; y que aun siendo notoriamente injusta, hay muchas veces obligación en conciencia de hacer aquello que el hombre superior manda injustamente; pues la hay en fuerza de la ley natural que manda evitar los peligros y los escándalos (Obser. ib.). Y esta clase de obediencia ¿cómo podrá negarse ahora en España a la ley consabida? ¿Y cómo pueden dejar de ser oportunos los deseos e insinuaciones de que las potestades eclesiásticas, a quienes toque, faciliten a los regulares la tal obediencia con el menor gravamen posible, y los ayuden a preservarse del peligro inminentísimo de que la inobediencia los obligue a emigrar del reino, o a lo menos a andar dispersos fuera de sus conventos? De cualquier modo deseo muy de veras que me diga Vm. en qué página y línea del apéndice hay alguna proposición, de la cual pueda decirse que hace ver hasta la evidencia, que fuera del dogma, todo, todo en la Iglesia ha podido y puede disponer la potestad secular.




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Tal fue mi respuesta. En la carta al amigo con que la acompañé, di gracias al Censor, añadiendo que recibiría como fineza particular el que con igual severidad examinase a lo menos el cap. 3.º de la primera parte de mis Observaciones, en que se proponen máximas para la buena armonía de las dos potestades; y le expresé mis deseos de que se note la página y línea de cada una de las proposiciones sobre que recaiga la censura. El amigo que desea complacerme, me ha enviado después otro papel en que se confiesa que no están literalmente en el Apéndice las proposiciones con que comienzan y acaban la primera censura y su respuesta. Pero se pretende que ambas son consecuencias de la proposición, el fallo &c. Voy a dar a Vm. un extracto, copiando sus principales cláusulas, y añadiendo a cada una mi respuesta; pues creo que éste es el método más oportuno para que se halle y se manifieste la verdad.

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Censura segunda. Comienza así: «Es un hecho que no hay en el Apéndice la proposición: Que está en la competencia de las Cortes el revocar los privilegios de las órdenes religiosas... Pero no es menester ser tan lógico como Condillac para deducirla como una consecuencia necesaria de la que estampa el Apéndice en el n. 95. (Esta proposición dice: El fallo está dado por autoridad sin duda competente.) La palabra sin duda y por autoridad competente supone toda la autoridad para poder variar esta disciplina eclesiástica: de cuya variación o revocación de privilegios está tan seguro el autor del Apéndice, que exhorta a los regulares a la observancia de esta nueva disposición.»




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Respuesta. La autoridad que las palabras sin duda, y por autoridad competente suponen en quien dio el fallo, es la autoridad de darlo: es suponer como cierta en las Cortes con el Rey la autoridad de hacer los artículos 9 y 10 de la ley de 25 de octubre sobre regulares. Pero pretender que la autoridad de hacer esta ley ha de ser autoridad de variar la disciplina eclesiástica y de revocar privilegios eclesiásticos: o decir que en esta ley y en dichos artículos se revocan los privilegios de los regulares, y los derechos a jurisdicción a ellos dada por la Iglesia, es confundir la potestad, el derecho o la jurisdicción con el uso o ejercicio de ellos en determinado lugar o tiempo. Confusión en que admiro mucho que insista el censor después de lo que se dijo en la primera respuesta: en especial manifestando ahora aprecio de las Observaciones pacíficas, en las que varias veces se clama contra tal confusión. Baste citar el n. 203 pág. 235 del tomo I, en que se explica la potestad que tiene el Soberano cuando lo exige el bien del Estado, para privar a un obispo o a un párroco del ejercicio de su ministerio en su propia diócesis o parroquia, por más que sean independientes de la potestad civil los derechos o potestades divinas y eclesiásticas de tal ministerio.

Censura. «Desentendiéndose del detenido examen y de la sabia y católica resolución de las Cortes, de que el Gobierno si lo contemplase necesario contase con la autoridad de la Iglesia.»




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Respuesta. De contar con la autoridad de la Iglesia no se olvidó el Gobierno; pues sin duda contó con los obispos. Tampoco se desentendió el autor del Apéndice en el n. 95; en el cual desde el principio observó que las Cortes se manifiestan en tales artículos muy distantes de meterse en lo que no es de su resorte; y que en el artículo II recuerdan la facultad del Gobierno para procurar la concurrencia de la autoridad eclesiástica, si lo considera conveniente. Y en esto se fundó el autor para manifestar en dicho número sus deseos de que las autoridades eclesiásticas cooperasen al cumplimiento del fallo dado por las Cortes y el Rey, para disminuir en lo posible las incomodidades o perjuicios de los religiosos, y precaver los peligros que   —5→   podría ocasionar la repugnancia en su ejecución.

Sobre todo concluida en el Apéndice la discusión sobre la ley de regulares, se manifiesta (n. 97 p. 62) cuanto importa en España a la potestad civil y a la jerárquica, a la Nación y a la Iglesia, que siempre que las dos potestades tropiecen en opuestos modos de pensar, se termine la disputa con algún amistoso convenio entre las dos; y se hace memoria de lo que en las Observaciones se trató conducente a este fin. Pero no creía el autor que por parte de las autoridades eclesiásticas de España hubiese dificultad en que la ley promulgada tuviese su debido cumplimiento entretanto, y hasta que disipados los temores de disturbios en Italia y en España, pueda nuestro Gobierno hacer con el pontificio un concordato o convenio oportuno. Al contrario tenía entendido (y en la misma inteligencia está ahora) que el Cardenal de Toledo y otros obispos arreglaban su conducta según el sólido concepto, de que imposibilitada la reserva, jure devoluto se restablece la autoridad ordinaria; pues no han de quedar acéfalos los regulares, a quienes menos malo es sujetarse al Ordinario, que haber de andar dispersos o emigrar con gran dificultad de subsistir.

Censura. «Ni habría tenido (el autor del Apéndice) que fatigarse en la ingeniosa distinción de la justicia de la ley, de la del legislador; que aunque la hay, hay también hombres, y no pocos que calculan y meditan más sobre los resultados que sobre sus principios constitutivos.»




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Respuesta. Dice muy bien el censor que no había que fatigarse en la distinción entre la justicia de la ley y la justicia del legislador, porque es cosa muy obvia y común. Sin embargo me parece que en mi anterior dije, y debo repetir otra especie muy común, a saber que la ley aunque injusta a veces casualmente o per accidens obliga: esto es, debe hacerse lo que el superior manda injustamente; y esto sucede en fuerza de la ley natural en los casos en que de dejar de hacer lo que la ley manda, pueden resultar gravísimos males espirituales o corporales a aquellos a quienes se manda, o a otros cuyo bien ellos deben procurar.

Justo es calcular y meditar sobre los resultados de la ley expresada. Pero los cálculos y meditaciones que primero deben hacerse sobre los resultados de una ley, recaen sobre los males que puede ocasionar la oposición a ella al promulgarse y la inobediencia inmediata o poco después; porque el solo peligro de ellos obliga muchísimas veces en conciencia a cumplir con una ley que se cree injusta. En orden a los malos resultados que se temen de la ley con el tiempo, podrán mejor calcularse y meditarse obedeciéndola; y sobre todo por este medio será más fácil hallar ocasión oportuna para lograr con humildes y eficaces representaciones la revocación de la ley, o a lo menos la precaución o remedio de los males que de ella se sigan o se prevean.



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Censura. «Ha visto lo que tan sabiamente y con orden admirable ha escrito el Sr. Padua en sus Observaciones pacíficas, probando la independencia de la potestad espiritual respecto de la civil, y la de ésta respecto de aquélla... ha visto confundida por datos preciosos y por autores católicos y píos la potestad indirecta que quiso el cardenal Belarmino atribuir a los papas... En el art. 2. del Apéndice n. 33 y 34 se manifiesta la confusión de las dos potestades que han hecho los italianos y los políticos...»

Respuesta. Gracias al censor por el buen afecto con que habla de lo que dicen las Observaciones pacíficas sobre la mutua independencia de las dos potestades, y el Apéndice sobre la confusión con que hablan algunos italianos y algunos políticos en este punto.

Censura. «Es muy notable la respuesta que en las Observaciones dan los parisienses a los políticos n. 183; y dice así: Al 6.º argumento responden que realmente todas las personas eclesiásticas deben obedecer en lo civil al soberano del país en que se hallan. Mas el soberano no puede mandarles en ninguna cosa del ministerio eclesiástico, a no ser por impedir lo que sea contrario al bien civil. Podrá mandar por ejemplo que no se haga una procesión o una fiesta, o que no se haga en este tiempo o lugar, o de este o de aquel modo, si juzga que podrá ser ocasión o pretexto de alguna conmoción o riña entre pueblos, o de otro grave daño del bien civil; pero por su propia potestad no podrá mandar que se haga, o que se haga de este o de aquel modo, y sólo podrá mandarlo por anuencia o consentimiento expreso o presunto de la potestad eclesiástica, o en fuerza de concordato u otro título de derecho humano.

Éste pues (prosigue el Censor) es todo el resultado de las Observaciones pacíficas: éste es el verdadero punto de vista del sacerdocio y del imperio; y éste últimamente es el fanal brillante que con tanto trabajo y con utilidad universal ha colocado el Sr. Padua en el puerto de la más acendrada doctrina apoyada en la sagrada escritura y en la tradición apostólico-divina; y sólo darán en escollos y precipicios los que tercos y preocupados no consideren aquel rumbo como norte de sus discursos en esta cuestión y sus incidencias. Si pues ésta es la verdadera idea y concepto que debe formarse del sacerdocio y del imperio... ¿cómo podrá la suprema potestad civil quitar la espiritual que tenían los prelados regulares superiores en sus súbditos, y conferir o transmitir esta misma a los Sres. obispos que sólo la tenían delegada y para ciertos casos por la Iglesia?»

Respuesta. Es muy cierto que la potestad civil ni puede dar ni quitar jurisdicción espiritual. Pero ¿dónde dice el Apéndice que pueda darla o quitarla?

Censura. «Así se ha verificado mandando que cesen en sus respectivos   —7→   oficios los prelados superiores de las órdenes religiosas; y que los regulares sólo tengan prelados locales, y que aquéllos y éstos se sujeten a los Sres. obispos previniéndoles les admitan en su jurisdicción; y este fallo ha sido dado por autoridad sin duda competente según dice el Apéndice n. 95.»




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Respuesta. Mandar que cesen, no es mandar que hagan: mandar que sólo tengan prelados locales, no es mandar que los tengan, sino que no tengan otros. Sobre todo la ley en estos artículos no dice que la nación manda; lo que dice es, que la nación no reconoce o no consiente. Lo que la ley dice es: Que en cuanto a los regulares de corporaciones no suprimidas en los artículos precedentes, la nación no consiente que existan sino sujetos a los ordinarios. Y esto no es mandar que haya regulares de este modo, sino impedir o prohibir que los haya de otro modo. Digámoslo más claro. La nación no consiente que haya regulares o conventos de regulares sino sujetos a los obispos, como manda el concilio general de Calcedonia, y estuvieron por muchos siglos en toda la Iglesia católica. Pero las Cortes no mandan que ahora en España los haya de este modo. Siempre queda a la determinación de la potestad jerárquica o eclesiástica el resolver qué es lo que más conviene a la Iglesia de España: si el no tener ningunos conventos de regulares, ya que no puede tenerlos con una Jurisdicción o gobierno privilegiado; o bien el tenerlos según las reglas generales y más antiguas de la jerarquía y del gobierno de la Iglesia católica. La ley de 25 de octubre no se mete en este punto que realmente es de jurisdicción o gobierno eclesiástico: bien que su contexto supone como evidente que es mejor para la España que haya conventos de regulares sujetos a los obispos, que no que absolutamente deje de haberlos.

Censura. «No se comprehende cómo trata el Sr. Padua de sostener aquel fallo siendo tan contrario a sus Observaciones, cuando está igualmente en oposición con lo que han escrito en la materia autores nada sospechosos. Una parte de la Jurisdicción eclesiástica y acaso la primera es hacer leyes de disciplina, derecho esencial a toda sociedad» (Fleury, Discurs. 7. sobre la Hist. de la Iglesia).

Respuesta. Asombrosa es la constancia con que el Censor aparta la vista de la distinción que hay entre lo que una de dos potestades entre sí independientes, como son la civil y la eclesiástica, puede o no puede hacer o impedir respecto de lo que es del resorte de la otra. Pues a más del fanal que el Censor alaba en las Observaciones pacíficas, también en el Apéndice mismo inmediatamente antes de entrar en la discusión censurada, a saber n. 91 y 92 se explica como puede la potestad civil, aun de infieles, conocer alguna vez de asuntos eclesiásticos; y que puede impedir funciones eclesiásticas, y detener órdenes de la potestad jerárquica cuando juzgue que han de ser de notable perjuicio al buen orden o bien temporal de su nación; y además se advierte   —8→   que este perjuicio nunca puede causarle el buen uso de la potestad jerárquica, ni la fiel observancia de la religión católica.

Lo que se cita del Sr. Fleury se prueba con extensión en las Observaciones desde n. 324. Y deseo mucho que se lean y reflexionen los discursos de aquel sabio, a lo menos el 7.º que se cita y el siguiente; porque en orden a la línea que divide la potestad secular de la eclesiástica, y al verdadero carácter de esta, tengo hecho del modo de pensar del Sr. Fleury el mismo concepto que del Sr. Bossuet manifesté en el n. 1 de las Observaciones. Pero me pasma que se cite a este historiador, y en el discurso 7.º de su historia, para negar a la soberanía civil la potestad de prohibir el ejercicio de unas facultades gubernativas, que se extienden al mando de gran número no sólo de personas, sino también de familias, y en varios artículos temporales o terrenos, hasta en castigos corporales a que no basta en España la autoridad del padre respecto de los hijos.




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Censura. «El que hace estas reflexiones se compadece como el Sr. Padua de los preocupados: siente en su alma la mayor amargura, al ver el modo tan depresivo y orgulloso con que a las veces impugnan a los autores de máximas saludables y de opiniones que permite la Iglesia para mayor ilustración de su doctrina; y que infatuados de que son herejías se desentienden de la indulgencia, que tiene la Iglesia tan acreditada para con las supremas potestades civiles, sosteniéndolas en el rango en que están colocadas por Dios, contribuyendo a la felicidad temporal de sus súbditos, cuando lo exijan las circunstancias, aun a costa de los mayores sacrificios, y reforman sus leyes eclesiásticas cuando están en oposición con las del Estado. Estoy persuadido que estas poderosas razones movieron a las Cortes para el memorable decreto del 25 de octubre; y si el Gobierno hubiese seguido la indicación del Congreso, puestas de acuerdo las dos potestades civil y eclesiástica, acaso habría tenido un éxito más feliz, y se habrían confundido los espíritus turbulentos, y no atizarían el fuego de la discordia que nos puede acarrear funestos resultados.»

Respuesta. Cuando se imprimió el pliego del Apéndice en que se trata de la ley sobre regulares, no tenía motivo para creer que el Gobierno no hubiese seguido la indicación del Congreso: al contrario veía que el Gobierno trataba con los obispos de dar cumplimiento a aquella ley. Después oí que el Gobierno había preguntado al Consejo de Estado si era preciso tratar este punto con la Corte Pontificia; y que aquel Consejo había consultado que no lo era. A esto creo que alude lo que dice el Censor; sobre lo cual nada más sé que lo que dice la memoria de la Secretaría de Gracia y Justicia leída en las Cortes a 7 de marzo de 1821. Pero tengo muy presentes los disgustos que entre las Cortes de Clemente XI y Felipe V durante la guerra de sucesión   —9→   ocasionó o fomentó el miedo que tuvo Roma a las tropas de Austria que había en Italia. Algunos recelan que el Gobierno de Austria con más eficacia que entonces trabaja ahora como miembro de la llamada santa alianza, para que se rompa la unión de la silla apostólica con el actual Gobierno de la católica España: a fin de que se fomente una división sangrienta entre los españoles, y puedan los santos aliados extender sus maniobras hasta España sin hallar la constante resistencia que halló Napoleón. Esta sola circunstancia demuestra a todo cristiano y político observador, que el Padre Santo viendo ahora sus estados ocupados por formidables ejércitos de uno de aquellos santos aliados, no podrá dejar de complacerse en que los obispos y los regulares españoles supongan a lo menos interinamente que deben contar con el beneplácito o condescendencia de su Santidad en todas las dudas que les ocurran sobre reservas a favor de la silla apostólica; y que será muy de su agrado que suponiéndolas todas suspendidas no traten de consultarle en puntos relativos a lo que haga o deje de hacer el actual Gobierno de España, mientras que la Italia esté ocupada por tales tropas. Porque en efecto ¿cómo puede el Padre Santo ver sin sobresalto el esfuerzo con que desean y procuran que las máximas de su santa alianza domine en Italia, en España y en Portugal, que son los países más completamente católicos, los tres poderosos aliados que siendo uno católico, otro cismático y otro protestante forman una alianza o unión, no civil o política, sino (cosa nunca vista) santa o religiosa, comenzando su tratado o convenio por una profesión de fe en los misterios de la Trinidad santísima, y de la Encarnación del Verbo Divino? Lo cierto es que cuando se vio en Roma el tal tratado de santa alianza causó gran disgusto y puso en mucho cuidado al Padre Santo y a su Corte. Sobre todo, pues que según parece, el censor y muchos regulares fundan sus escrúpulos en no haber mediado ninguna providencia del Romano Pontífice, acompaño copia (es la de Núm I) de un papel que me ha venido a la mano sobre no necesitarse de bula del Papa antes de ejecutarse la ley consabida, cuya opinión me parece bastante fundada en los principios sentados en las Observaciones pacíficas.




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Censura. «Venero la resolución del Gobierno como el más respetuoso de sus súbditos: ojalá pudiera hacer su apología del modo con que se ha conducido en esta parte. Los que se sienten o creen agraviados, y en conciencia como decían sus superiores, no pueden cumplir, viendo el Apéndice y leyéndole con reflexión siempre les hará más fuerza lo que tiene escrito y probado el Sr. Padua en los números 22 y 23 que lo que ha escrito en el n. 95. Lo primero porque es justamente lo que ellos reclaman; y lo segundo, poco o nada les importa la competencia aunque se probase, pues si la ley no es justa, les parecerá que no es ley, y no faltará   —10→   quien haya leído S. Agustín en el libro de lib. arbitr. c. 5; y a santo Tomás en la I. 2. q. 96. art. 4.»

Respuesta. Así concluye la segunda censura; y en estas pocas cláusulas se reúnen muchas especies confusas, a las cuales deseo oponer algunas claras, comenzando por las citas. S. Agustín y santo Tomás dicen muchas veces que la ley injusta no es ley verdadera, y no tiene fuerza para obligar en conciencia; pero dicen también que en muchos casos se ha de hacer lo que manda una ley injusta. Uno y otro lo explica santo Tomás en el art. citado de la I. 2. en que busca si la ley humana obliga en conciencia; y de lo que allí dice es fácil colegir que para suponer que los regulares están obligados a observar una ley humana, no es menester examinar si es o no justa en sí misma; pues claramente enseña el Santo que hay casos en que las leyes humanas, aunque sean injustas obligan propter vitandum scandalum vel turbationem. Y como antes se indicó y es demasiado obvio, la inobediencia a la ley de 25 de octubre es muy propia para ocasionar ahora estos males de muchas maneras.

La obligación de obedecer a una ley, aunque se crea injusta, es mucho más fácil que suceda cuando el superior es legítimo, y manda en lo que es de su competencia; pues en tales casos es casi imposible que la inobediencia que llegue a ser pública, deje de ser escandalosa y perturbativa del buen orden. Por lo mismo es muy inexacto decir que a los regulares les importa poco la competencia, aunque se probase. En cuanto a la especie de que a los regulares les hará más fuerza lo que está probado en los n. 22 y 23 del Apéndice que lo escrito n. 95, basta decir que no hay la menor oposición entre estos dos lugares. En el n. 22 se sienta la proposición X sobre la competencia de las dos potestades, la cual dice: La potestad civil puede en España suprimir cualquiera corporación accidental eclesiástica, no menos que las civiles de igual clase. Y en el n. 23 se explica y prueba que las órdenes religiosas no son corporaciones necesarias en la Iglesia, sino accidentales: esto es, son de aquellas que la potestad secular puede suprimir. Y cabalmente de aquella proposición es una parte o una clara consecuencia el fallo de n. 95. Porque si ser cosa no necesaria sino accidental para la religión católica y salvación de las almas, hasta para que la potestad civil pueda suprimir una corporación eclesiástica cuando la juzgue perjudicial al buen orden o al bien común civil: con igual o mayor razón podrá suprimir una parte del gobierno de ella, cuando juzgue esta parte contraria al bien civil sin serlo en lo demás la corporación. Sobre lo cual es del caso que el Censor tenga presente lo que se lee en el n. 94 del Apéndice p. 59.




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Es cierto que en el n. 23 se recuerda, como se suele con frecuencia en las Observaciones y en el mismo Apéndice, que la potestad civil sin salir de su competencia puede faltar a la justicia; y a   —11→   esto aludirán las palabras del censor: lo primero porque es justamente lo que ellos reclaman. Aquellos pues que claman contra la proposición del n. 95: el fallo está dado por autoridad sin duda competente, digan ¿qué es lo que impugnan o contra qué reclaman? ¿Es contra la competencia de las Cortes con el Rey en la ley de 25 de octubre; o contra la completa justicia de los artículos 9 y 10 sobre sujeción de los regulares a los obispos y exclusión de generales y provinciales? Si lo que impugnan es la competencia, van consiguientes en clamar contra el n. 95 que la da por cierta; pero van muy inconsiguientes si aprueban las máximas de las Observaciones pacíficas sobre mutua independencia de las dos potestades, y los n. 22 y 23 del Apéndice que tan claramente afirman y sólidamente prueban la tal competencia.

Si al contrario lo que impugnan no es la competencia, sino la completa justicia de lo dispuesto en aquellos dos artículos, no tienen que clamar contra el n. 95, en el cual lo que se asegura es únicamente la competencia; pues de la justicia de la ley expresamente se dice: No ha de tratarse AHORA de si era o no necesaria y oportuna la supresión de los gobiernos provinciales y del general de las órdenes regulares en España. El fallo está dado &c. La palabra ahora en esta cláusula y todo el contexto del n. 95 denota claramente que el fin del autor era hacer ver que las autoridades eclesiásticas no debían por entonces detenerse en reflexionar sobre la justicia de la ley, y menos en representar o instar que no se le diese en cumplimiento. Era manifestar que estos puntos debían suspenderse y dejarse para más adelante; y que no debía dudarse de que a la ley se le debía pronta obediencia; y que ésta exigía que las autoridades eclesiásticas cooperasen cuanto pudiesen a aligerar los gravámenes y precaver los perjuicios que pudiese ocasionar a los conventos y a sus individuos. Al modo que antes, n. 82 habiéndose dicho que la supresión de las corporaciones monacales en España es sin duda de la competencia de las Cortes con el Rey, se añadió luego n. 83 ser justo justísimo que la potestad jerárquica auxilie cuanto pueda a la política en semejantes providencias extraordinarias: no sólo procurando la resignación y sufrimiento... sino también usando de su propia autoridad en todo lo conveniente para precaver en los pacientes las ansiedades, los escrúpulos... y sobre todo para contener a los genios turbulentos, &c.

Lo que únicamente debía entonces reflexionarse era, si para obedecer la ley era preciso hacer algún acto que fuese contra lo que manda Dios; porque claro está que se ha de obedecer más a Dios que a los hombres. Y digo contra lo que manda Dios; pues nadie duda que el mandamiento de la Iglesia de oír misa los domingos, aunque sea una de las principales leyes de la Iglesia católica, no obliga al que está arrestado o detenido en casa por mandato de la potestad civil. Ahora pues debo por conclusión asegurar que al tiempo de escribir   —12→   el Apéndice pasé muchas horas meditando si podría venir algún caso en que algún religioso particular o alguno de los generales y provinciales, o algún obispo no pudiese cumplir con los citados art. 9 y 10 sin hacer algún acto que fuese ofensa de Dios, o quebrantamiento de mandato divino. Lo medité para añadir si fuese precisa alguna excepción a la regla general de que esta ley debía ser obedecida; pero ninguno me ocurrió. Pues en cuantos casos al pronto me parecían dudosos, vi luego que la duda nacía de ideas muy equivocadas sobre lo que esta ley manda, en lo que me asombra la confusión o inexactitud con que hablan los que la impugnan: o sobre la distinción entre las dos potestades: o también sobre el carácter de la potestad eclesiástica y de su gobierno; y en especial sobre el espíritu de caridad y humildad del ministerio eclesiástico. Sin embargo si al Censor le ocurre algún caso de tal naturaleza, tendré mucho gusto en saberlo, y con mi natural franqueza aclararé o corregiré lo que haya dicho inexacto o confuso.

A esto se redujo mi respuesta al segundo papel; y por el amigo supe que el Censor, algunos días después de haberla recibido, dijo que la respuesta a su censura era satisfactoria en toda la extensión de esta palabra, y que lis finita est.




13

Al ver dos censaras del Apéndice II tan opuestas entre sí, como son las que me enviaron Vm. y el otro amigo, las consideré como efectos de la formidable guerra de opiniones sobre la potestad eclesiástica que suscitada muchos siglos hace, ha causado frecuentes disturbios y otros males en los estados civiles, y mucho mayores estragos en la Iglesia católica: guerra que hace tantos años, mi caro Irénico, que si es el objeto principal de nuestras conversaciones y de nuestras cartas, lo es también y lo ha sido de mis meditaciones continuas en el silencio de mi retiro desde la primavera de 1808. No ignora Vm. que desde entonces he empleado todas mis fuerzas en disipar la confusión de ideas y contener el excesivo ardor con que unos intentan que la potestad eclesiástica mande en lo civil, y otros que la civil mande en lo eclesiástico: unos parece que quisieran que el Papa no cuidase sino de la Iglesia de Roma e inmediatas, y otros que nada se mandase hasta en la ayuda de parroquia más pequeña de todo el orbe católico sin potestad o jurisdicción venida de Roma. Tenía sobre esto recogidas muchas observaciones, e iba meditando la división y el orden con que debería publicarlas, cuando en 1815 muy oportunamente me preguntó Vm. si había leído los libros Dei diritti dell'Uomo animándome a impugnarlos.




14

Entré con gusto en el examen de las ideas y máximas de Spedalieri, y en la impugnación de las principales; creyendo que el trabajo en desmontar aquella maleza sería muy oportuno para que diesen a   —13→   su tiempo más fruto las Observaciones pacíficas sobre la potestad eclesiástica. Con este designio procuré aclarar, distinguir o fijar las ideas de sociedad, potestad, autoridad, pueblo soberanía, obligación, derecho y otras semejantes: conociendo que la obscuridad, la confusión o la mudanza de tales ideas es lo que suele formar la densa niebla que agitada por las pasiones encontradas de aquellos partidos opuestos, no les deja ver la verdad. Y lo que es peor, con las falsas vislumbres que aparecen entre la niebla, se presentan a los entendimientos preocupados de ambos partidos las opiniones propias de cada uno hasta las más disparatadas, o como dogmas de la religión, o como principios fundamentales del derecho natural; y al contrario las opiniones del partido opuesto por fundadas que sean, son notadas ya de heréticas o escandalosas, ya de efectos de la ignorancia y estupidez.

Pareció a Vm. y a otros amigos que se había disipado bastante esta niebla en las seis Cartas que en 1816 y principios del siguiente se imprimieron en Barcelona dirigidas a Vm. No se dudaba de que tales cartas serían bien recibidas de los sabios pacíficos, y mucho menos de que serían aceptas al Gobierno; pues su contenido más podía parecer lisonjero que contrario a las ideas entonces dominantes. Con esta confianza se previno en la portada que las cartas se hallarían venales en Madrid; mas allí se tropezó con la dificultad muy imprevista de negarse la licencia para la venta, aunque se presentó el testimonio de la que se había dado para imprimirlas.




15

En la portada del tomo 1.º de las Observaciones impreso luego después, se puso también el aviso de la venta en Madrid; aunque se suponía que entre los individuos del clero entonces más protegidos en la Corte, habría muchos que sentirían que se hablase con tanta prolijidad de la independencia de la potestad civil respecto de la eclesiástica en lo temporal, aunque no se disimulaba ninguno de los argumentos alegados especialmente por S. Gregorio VII y por el cardenal Belarmino; y que se demostrase la verdad con tanta evidencia, respondiendo a aquellos argumentos con solidez no menos que con moderación.




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Era fácil prever que no faltaría quien procurase que esta obra no corriese, con el pretexto de que ya nadie defendía tales opiniones. Pero como no se dudaba de que las Cartas contra el contrato social de Spedalieri serian gratas a aquel Gobierno, se confiaba que podrían correr las Observaciones publicadas con el mismo nombre, habiéndose por otra parte impreso con previa licencia del Juez real. Por lo mismo la prohibición de la venta de las Cartas en Madrid hizo desistir de la idea de poner venales las Observaciones en aquella capital, aunque se vendían públicamente en Barcelona y en alguna otra parte; pues como el principal objeto de las Cartas no podía ser odioso sino a los exaltados defensores de la necesidad de verdadero contrato en todo gobierno civil, y éstos no tenían entonces el menor   —14→   influjo en el libre curso de los libros por Madrid: se conoció que el golpe contra ellas habría venido de algún censor oculto, a quien habrían disgustado algunas especies demasiado ciertas, y algunas observaciones muy fundadas sobre los límites y el carácter de la potestad jerárquica que se hallan en las Cartas, particularmente en la primera y última. Porque claro está que como las Cartas y las Observaciones se han escrito y publicado para inspirar la moderación y el detenido examen en las dadas relativas a la autoridad de los que mandan, y a la sumisión de los súbditos en toda sociedad de hombres, fue indispensable fijar con claridad ideas, especies y máximas que han de disgustar al principio para desengañar con el tiempo a los defensores excesivos o exaltados, tanto de la libertad de los súbditos, como de la dominación de los superiores, tanto de la potestad civil en lo eclesiástico, como de la eclesiástica en lo civil. Mas el justo fin que me propuse en las seis primeras Cartas, y acabo de indicar, se ve mejor en el papel que incluyo de Núm. 2.




17

La situación actual de la España exige ahora más que nunca que cuantos nos gloriamos de buenos españoles trabajemos con esfuerzo en disipar los dos opuestos fanatismos de que se ha hablado en el Apéndice II. n. 48: 98 s: 100 s: 103 s. A este fin nos presentan rayos de luz may brillantes y oportunos tanto la recta razón natural como la revelación divina. Aquella dándonos a conocer el verdadero carácter del gobierno real o civil, y a distinguirle del despótico y del arbitrario, como también dirigiendo el celo con que el ciudadano pacífico debe sostener el buen orden con la subordinación a las autoridades constituidas. Y la revelación divina de nuestra religión católica no sólo con la fe y la esperanza de las verdades eternas, sino también enseñándonos la esencial distinción que hay entre el reino de JESUCRISTO sobre la tierra y los reinos civiles o políticos de ella; y además inspirándonos el espíritu de desprendimiento de lo terreno, y de humildad y sufrimiento con que la Iglesia, la cual esparcida por todo el mundo ha de permanecer hasta el fin del mundo, se mira como pasajera o peregrina en el orbe terráqueo y se acomoda en todos tiempos y lugares con las potestades terrenas que se hallan constituidas sobre ella.

La bárbara fiereza con que algunos eclesiásticos han tomado las armas, y están capitaneando cuantos fanáticos pueden reunir y armar so pretexto de religión, y la de otros bandidos que so pretexto de libertad civil se arman y reúnen para defender sus contrabandos, no llegan a oídos de ningún español sin llenarle de horror contra tales cuadrillas de forajidos: al ver que hacen cuanto pueden para perturbar la tranquilidad del país: aumentan los gastos y disminuyen los ingresos de la hacienda pública; cuyos apuros son ahora el mayor obstáculo de nuestra común prosperidad; y ocupando la atención de   —15→   nuestras Cortes y de nuestro Gobierno, entorpecen la majestosa marcha con que va fijándose el sistema de nuestra monarquía hereditaria, moderada según nuestra Constitución, muy conforme con las luces de la razón natural y de la revelación verdadera.




18

Pero medítese con detención lo que del Gobierno civil se dice en las cartas dirigidas a Vm. particularmente en la III. n. 46 s: y en la IV n. 40 s: 45 s: 63 s: 69. Medítese igualmente cuanto se dice en las Observaciones sobre las máximas de la Iglesia para correr con buena armonía con las potestades de la tierra, en especial n. 46 s: 187: 261. Y será preciso colegir que no basta que los valientes de nuestro ejército y milicias persigan a los que con las armas en la mano fomentan la insurrección y el contrabando. Menester es que todos los ciudadanos pacíficos que nos gloriamos de amantes de la Constitución y de la Religión católica, levantemos la voz en nuestras conversaciones familiares, y más en reuniones públicas civiles o religiosas, contra ese pueril o afeminado lujo que nos hace preferir en nuestro porte y en los muebles y adornos de nuestras casas lo raro y extranjero a lo común y del país. Clamemos sin cesar que el verdadero amor a la patria nos obliga a proteger con nuestros consumos la industria de la nación: que la industria española es el mejor fomento de la agricultura española; y que estas dos hermanas son fecundas madres del verdadero comercio español: al paso que el comercio extranjero procura siempre corromperlas y esterilizarlas en obsequio de la agricultura y de la industria de su propio país. Repitamos mil veces que es una especie de infamia que el español que vive de la industria de paños por ejemplo, use de géneros de lana, y de los de algodón o de seda fabricados fuera de España, y sobre todo que debe el hombre honrado conocer que si es mucha gloria sacrificar su persona y alistarse en la milicia en defensa del buen orden y seguridad de su patria, es un borrón usar sin necesidad verdadera de ninguna cosa fabricada fuera del país español. Y siendo como realmente son muchos los que sólo por debilidad fomentan el contrabando, hagamos entender a todas clases de gentes que el figurarse que no hay ni nota de desafecto para con la nación, ni pecado para con Dios en quebrantar las leyes civiles sobre contrabando, es una grosera ilusión indigna de un español constitucional, y todavía más indigna de un buen católico. Es una de las muchas ilusiones, que como nieblas pestíferas salidas del fanatismo de la impiedad o de la anarquía, inficionan fácilmente a los que respiran sin cautela los aires corrientes por la atmósfera del mundo.




19

Pero más temibles son todavía para nosotros, Irénico mío, las ilusiones que nacen del fanatismo de la superstición. En su desengaño pues debemos trabajar con aplicación incesante los ministros de la Iglesia, en especial los que por nuestra edad o cualquiera otra circunstancia tenemos algún particular derecho a que los que nos oyen   —16→   atiendan nuestros avisos. Digamos pues una y mil veces que nunca la defensa de la Religión católica ha necesitado tanto como ahora en España de añadir al profundo estudio y detenido examen, la humildad, la prudencia y la moderación: nunca ha podido serle tan perjudicial como ahora el falso celo no sólo de los fanáticos violentos que quieren defenderla a la musulmana o con las armas, sino también de los ilusos que en sus invectivas, hipérboles, sospechas y calumnias confunden lo cierto con lo incierto, lo político con lo religioso, lo substancial o esencial con lo accidental o accesorio; lo que exige la necesidad urgente con lo que obra el mero capricho; y lo que prescribe el buen reglamento, para el gobierno ordinario de las casas o familias con lo que dispensan o mandan la caridad y la justicia, en casos extraordinarios.




20

Entre el gran número de groseras ilusiones que nacen de tanta confusión de ideas, una de las más perjudiciales es a mi entender la de los que quieren figurarse que es útil a la Iglesia el oponer cuantos obstáculos se puedan al cumplimiento de las providencias de nuestras Cortes sobre bienes y reducción de número de ambos cleros: deseando, alomenos en el fondo de su corazón, entorpecerlas, hacerlas más odiosas a los perjudicados en ellas, y disminuir sus buenos efectos, ya que no pueden frustrarlas como quisieran. Ilusión hija de una ignorancia tan torpe y tan afectada que los mismos pretextos con que se intenta cubrirla, demuestran que aumenta los males que se intenta disminuir. Quieren figurarse que los proyectos de tales reformas nacen de odio a la religión: y que los impíos intentan destruirla dejando al clero muy pobre para que sea despreciado, y en poco número para que no pueda clamar contra la disolución de costumbres consiguiente a la impiedad. Por lo mismo pretenden que es útil alarmar a la gente sencilla de que va a quedar sin eclesiásticos que la instruyan y asistan; y poner en cuidado a las Cortes y al Gobierno ponderando como general el disgusto con que son recibidas sus providencias. Por último creen que por este medio se frustrarán o moderarán algunas reformas; y entre tales esperanzas cada iluso, tal vez sin pensarlo, fomenta la de recobrar o conservar el oficio o renta que tenía, o la de lograr la dignidad, destino o prelacía que esperaba.

Estoy muy distante de negar que hay en España algunas cabezas exaltadas hasta el fanatismo de la anarquía y de la irreligión: las cuales con la Constitución en la boca nunca cesarán de insultarla arrogándose la voz del pueblo contra las autoridades constituidas según ella, a no ser que a fuerza de repetidas mudanzas o revoluciones hubiese alguna en que lograsen una parte principal del mando. Pero es ilusión muy ridícula la de que el atolondramiento de los tales haya sido la causa de la ley de regulares, y lo sea de los demás proyectos o providencias sobre reformas del clero. Además el modo eficaz de   —17→   defender nuestra religión divina contra las violencias y malas artes de sus enemigos, nos le enseñó muy claramente en sus palabras y ejemplos el mismo divino Fundador de ella, y no han dejado de practicarle sus verdaderos discípulos. Y las tortuosas tramas con que quieren eludir sus golpes los fanáticos de la superstición sólo sirven para darles más impulso: resultando que estos fanáticos mientras gritan a favor de la religión, obran como confederados de los fanáticos de la impiedad; y los dos partidos que en la apariencia se hacen una guerra de muerte, en la realidad atacan por distintos lados el Gobierno católico y constitucional de la monarquía española. Detengámonos un momento en estas tres observaciones.




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I.º Los clamores del reino reunido en Cortes, los planes de ministros del Rey, y las súplicas de varones sabios y piadosos de todos estados sobre necesidad de reforma en inmunidades y rentas de la Iglesia, y en el número de ambos cleros, son tan antiguos en España: son tan notorios los enormes abusos e injusticias hasta ahora dominantes en el reparto de las rentas eclesiásticas, sin proporción alguna con las tareas del ministerio, ni con la inmediación y trato de los enfermos y demás pobres; y han sido tan irregulares, por no decir escandalosas, las mañas y arterías con que la intrepidez de algunos miembros del clero, especialmente de los que gastaban en la Corte muy pingues rentas de iglesias distantes, han frustrado en varias épocas, y últimamente en los reinados de Carlos III y Carlos IV varias reformas parciales emprendidas por sabios y celosos ministros, entre los cuales merece particular memoria el conde de Floridablanca, y propuestas siempre o recomendadas por obispos, por religiosos y por otros eclesiásticos de singular virtud y sabiduría: que no hay que admirar que en las circunstancias actuales, en que los extraordinarios trabajos que ha padecido y padece la monarquía española en Europa, en América y en Asia, la han puesto en una situación muy crítica, sobrecargada de deudas, abrumada de gastos, y destituida de recursos: no hay que admirar, digo, que busque ahora el remedio de sus males en una reforma general; y que para mejor hacerla, se haya asido firmemente de su nueva Constitución. Pues con la experiencia de que la sola fama de su proyecto, la discusión y formación de sus artículos, y por fin la solemne publicación de ella por todo el reino, dieron fuerzas a la España para sostenerse algunos años contra los continuos y violentos ímpetus del furioso huracán que había sumergido naves políticas de más fuerza en pocos días: son fundadísimas las esperanzas de la nación española de que con los nuevos códigos de leyes que vayan formando las Cortes, y con la vigilancia y las providencias del Gobierno serán menos los pleitos, y más pronta y más notoria la justicia de los tribunales: se pagarán con más exactitud los tributos, y se recaudarán con más economía: irán con esto mejorando de día en día   —18→   las costumbres públicas civiles y cristianas, y disminuyendo las cargas y aumentando los fondos de la hacienda pública: llegará el tiempo de que con las luces de la experiencia se aclare, rectifique o suavice no sólo alguna de las leyes o decretos de los códigos y reglamentos, sino también alguno de los artículos de la misma Constitución; y, con tales pasos lentos, pero seguros, se verán dominantes en nuestra España por una parte la tranquilidad nacida del buen orden y del bienestar de los ciudadanos, y por otra parte la pureza de la fe y el vigor de la caridad cristiana en las costumbres, que son las brillantes colunas de luz de que nace el verdadero esplendor de una nación y de una iglesia. De lo dicho resulta que es mucha ilusión atribuir las actuales reformas del clero español a una causa tan insuficiente y tan ridícula, como son los deseos y los conatos de algunos ocultos impíos; siendo tan evidente y tan eficaz la verdadera causa de esta reforma, considerada como parte de la general, en que por necesidad urgente y con utilidad notoria están trabajando las Cortes con el Rey, y sus ministros y consejeros.




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Replicará alguno que las actuales reformas podían hacerse también ahora con menos perjuicio del clero, y con igual y tal vez mayor utilidad de la hacienda pública. Y yo lejos de negar que esto es muy posible, añadir que en el Apéndice me manifesté persuadido de que podría haber ganado la hacienda pública en dejar a todos los monjes el consuelo de vivir hasta la muerte en monasterio de su orden. Sin embargo si hubo o no error de cálculo en alguna de las providencias dadas por las Cortes sobre el clero, yo no puedo afirmarlo ni negarlo, pues no he visto los expedientes en que se fundaron los decretos. Pero no tengo reparo en decir que la culpa, si la hubo, no tanto fue de los que han tenido que resolver puntos de tanta extensión y dificultad en circunstancias apuradas, en tiempos de agitación y disturbios, y en medio de un tropel de negocios urgentes en estos dos años del reinado de nuestro actual monarca Fernando VII: como de aquellos que en los de sus augustos Padre y Abuelo frustraron las reformas parciales del clero y de sus rentas, con cuya ejecución verificada y solidada en tiempos y circunstancias o muy favorables, o sin comparación menos difíciles que las de ahora, se hubiera tal vez precavido la necesidad de las actuales; y sin duda se hubiera allanado el camino para hacer las que fuesen precisas, se hubieran disminuido su odiosidad e inconvenientes, y acelerado sus buenas resultas.




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II. Si los que están deslumbrados con falsas vislumbres de religión, sólo pretendiesen que en la actual reforma del clero de España procura tener algún manejo el enemigo común de nuestras almas, y que es menester resistirle, lo concederé fácilmente; porque ya nos advirtió S. Pedro que está siempre en nuestro alrededor procurando nuestra ruina. Pero debo añadir que son más temibles sus halagos y   —19→   promesas que sus amenazas y persecuciones; pues en éstas es fácil y segura nuestra victoria si nos armamos con la humildad, la paciencia y el despego de los bienes, honores y comodidades terrenas. Mas en orden al modo con que la Iglesia se defiende de los enemigos que intentan destruirla, basta remitir al lector a lo dicho en varios lugares de las Observaciones, en especial n. 43 a 48: 187 a 190: y a los alucinados que sean de genio melancólico les aconsejo que lean con mucha reflexión la respuesta a la primera pregunta de n. 194; y aplicando al caso particular en que crean hallarse, las máximas allí indicadas, tomen por punto de meditación las últimas dos líneas que dicen: Quien en el fondo de su corazón desprecia estas máximas, o no las quiere tomar por norma de su conducta, no es cristiano de corazón.




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III. Por desgracia no son pocos los que en vez de seguir las máximas allí propuestas, como medios para defender la religión, intentan por sendas tortuosas eludir o desacreditar las providencias que ofenden su ambición, interés o comodidad; como si la religión no inspirase el abandono o desprecio de lo que ellos tanto anhelan. En vez de dilatar la extensión de la caridad cristiana para formar buen concepto de las personas y providencias de nuestras Cortes y Gobierno, parece que aguzan su ingenio para fingir malicia en los designios, dar el peor sentido a las palabras, y pronosticar fatales resultas de las leyes o decretos. Y en vez de procurar que la potestad jerárquica asegure con su aprobación o anuencia el legítimo cumplimiento de cuanto mande la potestad civil al clero para el buen orden y pública tranquilidad del reino, se esmeran en buscar medios de aumentar las dudas y ansiedades de los timoratos, para fomentar el disgusto, y dar alguna apariencia a las voces que fingen o esparcen de insurrecciones, disturbios y alborotos por todas partes. Tan cierto es que los fanáticos de la superstición hacen guerra por un lado a la tranquilidad pública de España y por consiguiente a su Gobierno constitucional, al mismo tiempo que por otro lado los fanáticos de la impiedad anárquica intentan perturbarla, procurando que algunos particulares atrevidos arrogándose el nombre del pueblo obliguen a los verdaderos representantes de él a obrar contra lo que juzgan conveniente a la nación.

Yo no dudo que entre los ilusos de ambos fanatismos se halla tal vez la ilusión acompañada y fomentada de pasiones muy criminales, y tal vez nacida únicamente de un sencillo amor a la libertad civil o a la religión, y de una crasísima ignorancia del espíritu de nuestra religión divina, o del carácter de la libertad civil. Y calculado el gran número de medios términos entre la mayor criminalidad y la menor culpabilidad de la ilusión, creo con gusto que en una y otro fanatismo son a Dios gracias en España por ahora poquísimos los muy criminales, pocos los que pueden llamarse inocentes, y el grande número es el de los más o menos excusables: bien que entre ellos hay   —20→   muchos particularmente en el clero, que son muy reprensibles por su descuido en instruirse en lo que dudan o ignoran, y tal vez también en instruir y desengañar a otros en lo que saben.




25

No gastemos pues más tiempo en discurrir sobre la criminalidad de los dos fanatismos, ni sobre los fatales perjuicios que causan a la España, ni tampoco sobre los horrendos estragos que la culpa de pocos fanáticos de la superstición podría ocasionar al grande número de los individuos de ambos cleros: ya por la reacción que cualquier exceso suyo provoca y fomenta contra todo el clero en el fanatismo de la impiedad: ya principalmente porque si se extendiesen algo más los planes de los Vinuesas, o las crueldades de los Merinos, podría la oposición a las providencias del Gobierno sobre bienes y número de clero y de conventos, llegar a entorpecerlas o embarazarlas de modo que obligase al Gobierno a llevarlas más adelante de lo que tiene dispuesto o proyectado como necesario con urgencia, y como bastante para precaver los inminentes peligros que amenazan a nuestra sociedad civil, y contener el progreso, y facilitar el alivio de los males que padece.




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Trabajemos pues, amado Irénico, cuanto podamos en disipar las ilusiones dominantes; y con celo duplicado solidemos, inculquemos y sin cesar repitamos la verdad fundamental de que la religión católica que profesa la España, es una sociedad divina esencialmente distinta de toda sociedad humana. Pues con esta máxima como con un grande farol de reverbero se pueden disipar las más frecuentes nieblas y obscuridades que nos perturban entre las agitaciones consiguientes a la mudanza política de nuestro país. Es tanto más necesario ahora entre nosotros este cuidado, por cuanto me parece que por los Pirineos nos va entrando una densa y desconocida nube, que si no se conjura pronta y eficazmente, podrá ocasionar en nuestro país sensibles borrascas. De lo que voy a dar a Vm. algún conocimiento por si todavía no le tiene. Hace algunos meses que llegó a mis manos una obrita francesa en dos tomos pequeños, impresa en Lyon como unos dos años hace. El título está ceñido a seis letras; y el autor parece ser uno de los oradores más célebres de la cámara de los diputados en París, sabio conocido por sus escritos, y cristiano de mucha fama entre los católicos como celoso defensor de la religión. Este varón pues, en cuyas intenciones reconozco mucha pureza, y en cuya fe mucho candor y sinceridad, temo (ojalá me engañe) que sale sin pensarlo a sostener la causa de los que intentan trocar a la Iglesia en sociedad humana, o igualarla a lo menos en su gobierno con las sociedades humanas; pues confunde, no ya la potestad eclesiástica con la civil, sino lo que es muchísimo peor, la infalibilidad de la Iglesia con la soberanía absoluta de las sociedades civiles.

En la pág. 2. del cap. I de dicha obrita leo lo que sigue: «La   —21→   infalibilidad en el orden espiritual, y la soberanía en el orden temporal son dos palabras perfectamente sinónimas. Una y otra significan aquella alta potestad que las domina todas, y de la cual dimanan todas las demás: aquella que gobierna y no es gobernada, que juzga y no es juzgada. Importa muchísimo observar que cuando decimos que la Iglesia es infalible no pretendemos que tenga ningún privilegio particular: solamente pretendemos que goza del derecho común a todas las soberanías &c.»




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Tenemos pues claramente sentido por el autor el principio de que la infalibilidad en el orden espiritual, que es decir en la monarquía eclesiástica, es lo mismo mismísimo que la soberanía en el orden temporal o de un imperio o monarquía civil. En cuanto a la soberanía civil hay dos sistemas muy distintos. Unos creen que ha de residir precisamente en la sola persona física del emperador o monarca, del cual nazca o derive toda potestad que mande en la monarquía o imperio. Otros opinan que en ninguna sociedad civil puede la soberanía hallarse toda en una sola persona física, sino como delegación revocable del cuerpo íntegro de la sociedad gobernada, en la cual creen que necesariamente se halla la esencia o la raíz de la soberanía.

Si bien se mira, este segundo modo de pensar se subdivide en dos. Porque algunos al parecer se figuran que la soberanía es del todo inseparable de la misma muchedumbre o totalidad de los súbditos, los cuales sólo pueden delegarla, mas no desprenderse de ella. Otros juzgan que sólo en sociedades de corto número y recién formadas subsiste la propiedad de la soberanía en la multitud completa de los socios; pues luego que esta llega a un número en que no sea posible la reunión y discusión de todos para los negocios comunes, la soberanía queda no delegada, sino transferida al cuerpo representativo de la íntegra sociedad. En la cual cada padre de familias es el natural representante de la mujer, hijos menores, hijas y demás que sean dependientes suyos por adopción o por contrato: el elegido por cada pueblo es el representante de dicho pueblo; y así con más o menos elecciones intermedias se forma un cuerpo representativo de toda la nación. Este cuerpo es por sí solo el Soberano absoluto en las democracias y aristocracias. Mas en las monarquías según este sistema el soberano absoluto no es el pueblo sólo, sino junto con el rey, con el emperador o con el que con otro nombre está constituido cabeza de la nación y padre común de los súbditos. El monarca junto con el cuerpo que reunido representa la nación, forman la persona moral en quien reside la soberanía absoluta de aquella sociedad civil.




28

Combinadas las tres ideas de la soberanía con el principio del autor, que tiene esta palabra por sinónima de la de infalibilidad en lo espiritual, podrá haber tres opiniones muy distintas entre los que decimos con el autor, que la Iglesia es infalible. I.ª Aquellos que defienden   —22→   que la soberanía de la Rusia o Prusia no reside sino en la persona física del emperador o del rey, dirán que la infalibilidad de la Iglesia no reside sino en la persona física del Papa. 2.º Aquellos que opinan que la soberanía absoluta de un grande reino o imperio puede hallarse en una persona moral, compuesta del heredero de cierta familia como rey y padre común de la sociedad, y de una o dos cámaras o salas de parlamento, asamblea o cortes, como en Inglaterra, Francia y España, dirán que la infalibilidad de la Iglesia no reside en la sola persona del Papa, sino en el cuerpo íntegro del primer grado de la jerarquía. 3.º De los que se figuran que la soberanía civil se halla únicamente en propiedad en la misma masa o multitud de los socios, hubo ya alguno que llegó antes a decir que también la potestad que tiene el Papa para gobernar la Iglesia, le viene del consentimiento de ella, y que es delegación revocable en caso de abuso. Mas ahora si adoptan el nuevo sistema, ya no se contentarán con que venga del consentimiento de los fieles gobernados la potestad de gobernarlos o dirigirlos en las funciones del divino culto y demás prácticas cristianas. Pretenderán también, que no tiene el cuerpo íntegro del episcopado la infalibilidad, o la seguridad de no errar o no equivocarse en las definiciones de fe, esto es en declarar lo que se debe creer, y lo que en conciencia es o no es lícito obrar. Porque no teniendo tanta seguridad, como no la tienen los soberanos en sus decretos o leyes, tampoco la tendrá la Iglesia, si el nombre de infalibilidad no incluye ningún privilegio distinto de la soberanía, como aquel pretende.




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De cualquier modo, una vez confundida la infalibilidad de la Iglesia con la soberanía absoluta de los imperios o reinos, ¿qué será de la infalibilidad de la Iglesia, y por consiguiente de su unidad según las máximas de la santa Alianza? ¿Y qué según las ideas democráticas del Ensayo que citan las Observaciones n. 583? Más formidable que nunca es ahora con el impulso de la nueva máquina, la aplicación al gobierno de la Iglesia de las ideas democráticas y de las de monarquía absoluta. Es el nuevo sistema tan capaz de fomentar fatales ilusiones, en especial contra la Unidad de la verdadera Iglesia de JESUCRISTO, que tengo por cierto que en Francia habrá salido algún escrito que le impugne. Pero hace tiempo que a este rincón no llega ningún periódico de Francia, ni tengo de ella más noticias que las que nos dan nuestra Gaceta y el Universal. Ya pues que Vm. hallándose en un pueblo grande es regular que tenga proporción de saber cuanto ocurre en Francia, espero me dará las noticias que tenga sobre los dos tomitos de Lyon; y en especial el concepto que hayan merecido no sólo en Francia sino también en Italia. Procure además recoger los escritos que hayan salido en los dos países sobre este punto; y saber si los muchos sabios franceses que al parecer se apresuran   —23→   ahora para llegar a un término, en cuya justa distancia querían permanecer sus padres, han indicado y sondeado algún otro derrotero menos peligroso que el que propone la nueva obra de Lyon, desde que a remo y vela se alejan cuanto pueden del que Spedalieri designó.




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Pero nosotros insistamos siempre en que no hay rumbo seguro ni sobre gobierno e infalibilidad de la Iglesia, ni para precaverla de las borrascas que le mueven sus enemigos, sino el que señalan las doctrinas y los ejemplos del divino Fundador de ella, y de los pilotos y caudillos a quienes primero confió su dirección y defensa. Arreglemos nuestro rumbo según el norte fijo de la fe de la divinidad de JESUCRISTO y de la caridad que esta fe nos inspira. Nunca olvidemos que el fundador de la Iglesia era Dios omnipotente, y para fundarla se hizo hombre, nació en un pobre establo, y murió en un patíbulo afrentoso. Fuera ilusión no menos grosera que criminal atribuir a falta de fuerzas o de previsión los asombrosos ejemplos y las eficaces instrucciones de sufrimiento y de humildad que nos dieron así el Señor como los más distinguidos discípulos enviados a extender la Iglesia por todo el orbe, y a conservarla hasta la consumación de los siglos. Claramente nos previno el Señor que su Iglesia no es reino de este mundo; y que no debe regirse con las máximas, ni dilatarse o defenderse con las armas, con que se gobiernan, defienden o dilatan las monarquías o imperios civiles.




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Detestemos pues la idea de que la dominación severa, los crueles suplicios y los abundantes tesoros sean necesarios o muy oportunos para defender la Iglesia. Al contrario reconozcamos que la humildad y sufrimiento, o la participación de los tormentos e ignominias de la cruz, son las armas defensivas con que debemos rebatir los insultos y ataques de nuestro enemigo común. Y cuando las extremadas urgencias y la situación extraordinaria de la monarquía española han obligado a su Gobierno soberano a valerse de los bienes terrenos de la Iglesia, recibamos los ministros de ella la disminución o privación de nuestras rentas, honrosas distinciones humanas, comodidades y regalos de que gozábamos, como golpes dispuestos por la divina Providencia para limpiar y purificar, como dice el Profeta Malaquías (III. 3. 4.) a los hijos de Leví, esto es a los ministros del santuario, con el fuego de las tribulaciones de este mundo: al modo que suelen purificarse el oro y la plata en el crisol. Y los ministros así purifica dos ofrecerán al Señor sacrificios de Justicia que serán de su agrado. Sirvan estos desengaños para disipar nuestras ilusiones, y para desprender más nuestro corazón de todo lo terreno. Ardamos en deseos no sólo de nuestra propia santificación, sino también del verdadero esplendor de la Iglesia. Pero tengamos por cierto e indudable que este esplendor no consiste en abatir o destruir a los enemigos de ella,   —24→   sino en convertirlos, aunque sea con nuestro abatimiento y con nuestra sangre. Tampoco consiste en la magnificencia y riqueza de los templos, ornamentos y vasos sagrados, ni en las honrosas distinciones, grandes rentas y comodidades de sus ministros; sino en que contentos con lo preciso para su decente sustentación, se concilien muy singular veneración de toda clase de gentes con el desapego de lo terreno, con el buen ejemplo de sus costumbres, y con las tareas propias del celo manso y humilde con que la caridad impele a los ministros de Dios a dedicarse cuanto puedan a la instrucción cristiana y a la santificación de sus prójimos.




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Sobre todo pongamos únicamente nuestra confianza en la fuerza de la divina palabra predicada con la mansedumbre y la humildad de que el mismo Verbo de Dios omnipotente quiso servirnos de modelo. Y estemos muy seguros de que por más que el mundo, el demonio y la carne se valgan de toda suerte de astucias y violencias contra la Iglesia católica de España, ganará ésta para Dios a todos los enemigos que haya en el reino, que es el triunfo que desea: con tal que los sagrados ministros predicando a JESUCRISTO crucificado, y las verdades eternas que nos enseñó con su doctrina y ejemplos, se presenten en toda su conducta y en todas sus palabras animados de la fe de la divinidad de JESUCRISTO, y de la caridad que la acompaña. Porque de esta manera la Iglesia católica de España será sin la menor duda una parte muy distinguida de la Iglesia edificada sobre la piedra inmoble de la confesión de S. Pedro, de la cual dijo el mismo Señor que portæ infieri non prævalebunt adversus eam. Día 29 de junio de 1821. M. P. M.

Núm. I. Dos preguntas. Primera. ¿Se necesita bula del Papa para que cese en España la inmunidad de los clérigos en delitos contra el buen orden? Segunda. ¿Se necesita bula para que cese el gobierno de provinciales y generales en las órdenes regulares de España?

Principios generales sobre las dudas de esta especie. I.º En las leyes o decretos que se hacen en uso de la soberanía civil, y con dirección al buen orden y tranquilidad pública, o a la administración de justicia, tanto en el castigo de los delitos de los ciudadanos como en la defensa de sus derechos, no se necesita la intervención de la autoridad eclesiástica. La cual queda libre para intervenir en cuanto juzgue necesario o estime conveniente para la salvación de las almas. Por ej. Puede enviar otro que cuide de una feligresía, cuando el pastor propio de ella sea preso por delitos civiles y no deje quien cuide.

2.º En las leyes o decretos que se expidan en uso de la protección especial que debe a la religión católica la soberanía de España según el art. 12 de su Constitución, o por ser católicos todos sus ciudadanos;   —25→   y con dirección no al bien temporal, sino al mayor bien espiritual de algunas corporaciones o individuos eclesiásticos: no puede en España la potestad civil por sí sola innovar, sin acuerdo o anuencia de la respectiva potestad eclesiástica; a cuya decisión puede dejar la duda de si es o no necesaria la intervención de la potestad Pontificia.

3.º Justo es que la potestad civil del reino de España observe por punto general los concordatos que tiene hechos con la silla apostólica. Y que cuando crea conveniente hacer en lo concordado alguna variación no lo ejecute por punto general hasta que de común acuerdo se haga un nuevo concordato en que quede revocado el correspondiente artículo de los anteriores.

4.º Mas en cualquier caso de delito atroz, o de frecuencia de delitos menores contrarios a la pública tranquilidad; como también en cualquier conjunto de circunstancias en que el bien común de la sociedad civil exija con urgencia que se deje en España de hacer uso de alguna gracia de la potestad eclesiástica, o que se suspenda o revoque alguna inmunidad, u otro privilegio o gracia concedidos a la Iglesia por la potestad civil: pueden el Rey y las Cortes decretarlo y llevarlo a ejecución, sin esperar la anuencia de la corte Pontificia aunque medie algún concordato. Mas en tal caso será muy propio del Gobierno de España que informe a la Pontificia de los motivos de la mudanza hecha; y de sus deseos de que cuanto antes cesando las urgencias extraordinarias de la sociedad civil, tengan lugar los poderes legislativo y ejecutivo para ocuparse más y con la mayor eficacia en promover de acuerdo con el Padre Santo y con los obispos de España el verdadero esplendor de la Iglesia española, y la mayor extensión del evangelio en América y Asia.

De estos principios resulta que si las leyes o decretos sobre regulares y sobre privilegio de fuero se han hecho, como parece, principalmente por fines terrenos o temporales, esto es con particular dirección a la pública tranquilidad o de otro modo al bien civil, no se necesita de bula pontificia antes de darles cumplimiento. Pero si el objeto o fin principal de alguna de estas dos leyes hubiese sido el mayor bien espiritual de los eclesiásticos seculares o regulares, no debería dárseles curso sin anuencia a lo menos de los respectivos obispos.

De cualquier modo, será muy del caso que cuando la España tenga más arraigada su actual Constitución, y los Estados pontificios queden sin susto de tropas extranjeras, se verifique un nuevo concordato que consolide y asegure más la unión de la España católica con el Romano Pontífice sucesor de S. Pedro, haciéndose de común acuerdo, las variaciones que la mudanza de los tiempos y demás circunstancias exigen en la relación de los españoles católicos, ya con sus propios párrocos y obispos, ya con el metropolitano cabeza de la provincia,   —26→   ya también con el Romano Pontífice que como sucesor de S. Pedro es la cabeza visible de toda la Iglesia católica.

Núm. II. En todo gobierno real o civil, sea de uno, sea de pocos, sea de muchos, para que las reformas se hagan con suavidad, y sean más útiles, debe hacerlas el gobierno cuando está sólida y tranquilamente constituido, y debe hacerlas con lentitud. Épocas ha tenido la monarquía de España, cuando era o parecía ser absoluta, en que dejaron de hacerse las reformas necesarias en el clero y en otras clases del estado, no por falta de luces, ni de celo en los Ministros y en los Consejos del Rey, sino por aquella debilidad que fácilmente contraen las monarquías más absolutas en los reinados de los soberanos de muy buen corazón: ya por falsas ideas de piedad, ya por indiscretos deseos de complacer, ya por pánicos temores de disgustar. Debilidad que más de una vez ha puesto al Gobierno en tal estado de inercia, que ya no bastan las reformas parciales, sino que es indispensable una general en su constitución que le dé más energía. Entonces el nuevo Gobierno se ve precisado a hacer luego reformas muy displicentes; pero si se contenta con hacer no más que las necesarias, cobrará consistencia, y podrá después emprender sobre un plan muy meditado la completa reforma y mejora de todos los ramos: la que logrará tanto más segura y prontamente, cuanto mayor sea la moderación y la lentitud.

Los dos escollos en que más tropiezan los gobiernos reales o civiles, esto es los que mandan a personas libres, son la débil inacción con que preparan un disgusto y una resistencia general, por evitar disgustos o resistencias parciales; y la precipitada energía con que aumentan los males, o acaban con el enfermo, por querer curarlos todos de una vez. En uno u otro de estos dos escollos se estrellan con igual facilidad los gobiernos absolutos, sean monárquicos, sean aristocráticos, o sean democráticos, pero tropiezan también a veces los constitucionales o temperados, y suelen caer en el de la precipitación en sus primeros congresos, por el impaciente deseo de lograr antes de tiempo los buenos efectos de la mudanza. Para tales lances son más necesarios y útiles que nunca los frenos con que todo buen código constitucional precave las mudanzas intempestivas o precipitadas. La consistencia del Gobierno nunca es más segura que cuando las leyes nuevas son más pocas, pero bien ejecutadas; ni las reformas son más útiles, que cuando son lentas y sucesivas. Un gobierno bien constituido se fortalece y asegura con la moderación; y no hay peores enemigos de la patria que los ciudadanos que desean las mudanzas de gobierno, como si fuesen alimentos o medios con que engordar o robustecer a los ciudadanos y a la patria; siendo, como realmente son, cáusticos violentos, o botones de fuego, que no deben aplicarse sino cuando no hay otro remedio para contener la gangrena, o la efusión de la sangre,   —27→   que amenazan con la disolución o la muerte de la monarquía o república.

La profunda meditación de los fatales estragos a que está siempre sujeta toda mudanza grande en el gobierno de un vasto país, y que son inevitables en la que sea innecesaria, violenta o precipitada, sumergió mi corazón en el abismo de un amargo dolor con la del mayo de 1814. Cabalmente con la ruina del poder colosal de Bonaparte parecía entonces cercana y segura la feliz restauración de las Españas. El singular valor y rara constancia con que el pueblo español había peleado y padecido en seis años de guerra tan desastrosa, para sostener la independencia de la nación y del trono, exigían imperiosamente el completo sacrificio de todos los resentimientos particulares del nuevo Gobierno en obsequio del cuerpo íntegro de la nación. Y el extraordinario gozo con que los españoles de los varios partidos o modos de pensar, en que la guerra los había dividido, se reunían en celebrar la presencia de nuestro augusto Monarca el señor D. Fernando Séptimo, presentaba como indudable la lisonjera esperanza de que la seguridad del total olvido de cualesquiera errores o desaciertos, cometidos contra Su Maj. durante su cautiverio, sería la primera prueba que daría de su justa gratitud al cuerpo de la nación; y que la generosa amnistía altamente pronunciada en las primeras palabras que dirigiese a sus pueblos un monarca tan suspirado por ellos, reconciliaría los ánimos, sofocaría los partidos, y uniendo la acción de todos los españoles, aseguraría a todos la tranquila prosperidad. Por otra parte la evidencia de que los Diputados reunidos entonces en las Cortes ardían todos en deseos del mayor bien de la España, discordando únicamente en cuales eran los medios más oportunos para lograrle: el claro conocimiento de las causas principales de la divergencia de estas opiniones, y de la fuerza que debe tener, y tiene siempre al lado de un buen monarca, el espíritu de justa moderación y prudente vigilancia: la oportunidad de precaver al gobierno real de la odiosidad que pudiese tener el peso de las contribuciones de aquel año, o la falta de los pagos necesarios: la nueva elección de diputados que debía hacerse pocos meses después, y otras varias consideraciones daban la mayor seguridad de que el código constitucional podría lograr luego la gustosa aceptación de todas las clases, pueblos y personas de las Españas, disipándose oportunamente cualquier sombra, que las difíciles circunstancias en que la nación se hallaba al tiempo de extenderle, hubiesen tal vez echado en alguno de sus artículos.

Entre los españoles que vivían como solitarios en Madrid a últimos de abril y primeros de mayo de 1814, los había que con tan plausibles como fundadas observaciones, despreciaban como pánicos los temores que eran comunes en España. Y por lo mismo, cuando se verificó la mudanza que no temían, el repentino tránsito de las mayores   —28→   esperanzas a los formidables sustos que por todas partes presentaba la imaginación, es regular que hubiese acabado con la vida de algunos, si en el mismo ominoso decreto no se hubiese leído la palabra mágica Cortes, y no se hubiesen sugerido esperanzas de benignidad y de olvido general. A lo menos por mi parte puedo asegurar que estas promesas, en especial la de Cortes unida con el íntimo convencimiento, en que he estado siempre y estoy, de la justicia y de la bondad del corazón del Rey, sostuvieron mi ánimo con la esperanza de que siempre que se verificase la reunión del reino en Cortes, ya fuese con el solo nombre de Diputados generales, ya fuese con el de los tres estados, se vencerían los obstáculos que impedían que la verdad llegase al conocimiento del Rey; y con la seguridad de que Su Maj. oyéndola claramente, o viéndola sin disfraz, la protegería con valor y constancia. Así me lo prometía, aunque no dejaba de conocer que toda mudanza hecha en las Cortes sin concurso de ellas, necesariamente añadiría obstáculos y dilaciones en las reformas necesarias a la España, y en su restablecimiento.

Porque estoy igualmente convencido de que la mejora de la monarquía española no puede esperarse completa, ni del Rey sin las Cortes, ni de las Cortes sin el Rey; y que habiendo sido muy recomendables en los buenos españoles los deseos y conatos de lograr la vuelta del Rey cuando estaban solas las Cortes: lo han sido también los deseos de Cortes en estos seis años en que estaba solo el Rey; porque en una y otra época el deseo dominante era el de que la íntima unión entre Rey y Cortes acelerase la reforma y restablecimiento de la monarquía. Por esto en los seis años últimos los mismos deseos de Cortes excitaban entre los españoles amantes del Rey y del reino, y atentos observadores de cuanto en él sucedía, un fundado temor de que otra precipitada, violenta y mal calculada mudanza de gobierno viniese a aumentar los males que iba ocasionando la del año catorce. Pues por una parte aquellos deseos iban extendiéndose, y fermentando cada vez más con la dilación del cumplimiento de la promesa de convocarlas; y tan odiosa dilación entre tantas urgencias de la península y de las Américas presentaba como muy inminente el peligro de que el impaciente celo de Cortes, y la tenía en impedirlas, nos arrojasen en uno de los dos más espantosos precipicios de toda sociedad grande, que son la anarquía, y la guerra entre dos partidos de una misma sociedad.

El justo miedo de tamañas calamidades influyó mucho a mi empresa de impugnar el contrato social de Spedalieri; pues uno de los principales objetos que me propuse fue descubrir la fatal anarquía artificiosamente escondida en el disfraz de un contrato justo: distinguir entre las obligaciones de los que mandan y de los que obedecen en las sociedades políticas o civiles, lo que viene de contrato verdadero,   —29→   de lo que viene de la misma ley natural anterior a todo contrato: distinguir igualmente los derechos naturales de la defensa propia de los que son consiguientes a la autoridad de uno sobre otro: disipar las densas y pestíferas nieblas que suelen obscurecer las ideas verdaderas de pueblo o nación, de soberanía y otras; y muy particularmente, me propuse contener la precipitación con que los audaces ignorantes retardan muchas veces o impiden la mudanza que es necesaria, y que al llegar a la sazón sería justa, por intentar hacerla antes de tiempo, con falta de cálculo y sobra de vanidad, arrogándose tal vez para ello el nombre de la nación o pueblo, cuando todavía no es de su opinión sino la parte menor y más débil.

Entretanto las tristes resultas de la mudanza de 1814 iban en aumento, y en especial las calamidades que en las Américas españolas causaba la fatal guerra civil fieramente encrudelecida y extendida, al perder aquellos vastos dominios la esperanza de ser regidos por la Constitución del año doce. Mas esta misma guerra que despoblando las Américas españolas con las armas, iba acabando por consunción a la Monarquía en la península, ya con el envío de valientes jóvenes al otro mundo, ya con el aumento de los atrasos de la hacienda pública, ya con los crueles golpes dados sin cesar a su lánguido comercio, ya en fin con el entorpecimiento de su débil industria: esta misma guerra tan fatal proporcionó a una parte del ejército español un extraño conjunto de circunstancias, en las que retirado en aptitud de defenderse en un pequeño ángulo de la península, pudo levantar y levantó en grito la voz consoladora, de que la Constitución española solemnemente jurada por el pueblo y por el ejército, era el recurso único y seguro que quedaba a la España para conservarse y restablecerse. Dirigió con respetuosa energía sus votos al trono; y el eco del justo clamor de aquel ejército resonó con tan unísonos aplausos desde las riberas del mediterráneo y océano hasta las cumbres de los Pirineos, que a pesar de los grandes obstáculos con que las pasiones y los intereses particulares ocultaban al augusto monarca los deseos, no menos que los males y temores de la nación: conoció Su Maj. católica que era universal en la nación el concepto de ser necesario el restablecimiento del sistema constitucional. Y en consecuencia siguiendo al instante nuestro deseado Fernando los naturales impulsos de justicia y de bondad que son los dominantes en su generoso corazón, firmó el real decreto de siete de marzo, con el cual puso el más sólido fundamento de la unión entre el Monarca de las Españas, y las Cortes de su monarquía; y dejó firmísimamente aseguradas en su trono a la augusta familia que nos gobierna, y en sus altares a la Religión católica.

No cabe la menor duda en que desde que se restableció en España el imperio de la Constitución con tan memorable real decreto, es más justo y no menos necesario que cuando se escribieron las seis   —30→   Cartas a Irénico, que los buenos españoles clamen sin cesar contra el criminal exceso de aquellos que insolentemente se arrogan el nombre de un pueblo o ciudad, de una provincia o reino, sin estar para ello autorizados o elegidos: que inculquen con eficacia el respeto y rendida obediencia que deben los particulares a las autoridades que se hallan constituidas sobre ellos: que recuerden y expliquen con frecuencia que la ley natural manda muchas veces obedecer leyes injustas y sufrir penas no merecidas, para librarse o precaverse de males peores; y que se valgan de otras máximas semejantes indicadas o expuestas en aquellas cartas, para sostener el buen orden público, contener la impaciencia de ver curados todos los males, esperar el remedio de las mismas personas físicas o morales, en que se halle de hecho depositada la soberanía absoluta, que no falta en ninguna sociedad política mientras subsiste; y procurar el remedio con eficaces oportunas representaciones, conociendo que el uso de la fuerza no puede dejar de aumentar los males, cuando no va dirigido por autoridad competente, o traspasa los límites de la defensa propia.

Porque teniendo como tiene la Nación española en su Constitución asegurada la permanencia de un grande número de Diputados que la representan toda, y los ve anualmente reunidos, y prontos a reunirse siempre que convenga: habiendo en cada provincia una Diputación, y en cada pueblo los Alcaldes, Regidores y Síndicos que corresponden al número de sus vecinos; y gozando cada ciudadano español del derecho de influir en todos estos nombramientos del mejor modo posible en una sociedad de millones de socios: es evidente que los ciudadanos españoles en sus quejas o solicitudes no deben dirigirse sino a las autoridades o tribunales que tienen sobre sí, ni usar de otro nombre que de los suyos propios. Tampoco debe hacerse nada en nombre de un pueblo particular, sino por los alcaldes y ayuntamientos que le representan: ni en nombre de una provincia, sino por la Diputación o los Jefes de ella; y mucho menos puede ninguna muchedumbre arrogarse el nombre del pueblo español, sino el cuerpo de Diputados generales que le representa. Una de las disposiciones más oportunas de nuestro código constitucional es la de haber precavido que la España (a no ser que ella misma lo quiera) nunca podrá verse privada de una Representación indudablemente legítima; éste es de un cuerpo de Diputados generales que verdaderamente la representen. Pues si algún genio melancólico soñase o fingiese casos en que la violencia impidiese la reunión de más o menos Diputados, sería fácil responderle que siempre quedaría la Representación general de la Nación española en los Diputados que pudiesen reunirse.





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