Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Cartas a los delincuentes

Concepción Arenal




ArribaAbajoDedicatoria

Al Ilmo. Sr. D. Antonio Mena y Zorrilla.

Siendo usted Director general de Establecimientos penales, sin conocerme, sin tener relaciones ni con mi familia ni con mis amigos, me mandó usted al rincón de una provincia, donde estaba, el nombramiento de Visitadora de prisiones de mujeres, y una carta rogándome que lo aceptase. Aquella carta y aquel nombramiento me han impuesto muchos deberes; hoy cumplo con uno muy fácil y muy grato para mi corazón, dedicándole a usted este libro, en señal de agradecimiento.

CONCEPCIÓN ARENAL.




ArribaAbajoPrólogo

Se llama promulgar las leyes a imprimirlas en un papel o en un libro, donde las estudian los que han de aplicarlas, donde no las leen ni las oyen leer aquellos a quienes han de ser aplicadas.

Debería formar parte de la educación el conocimiento del Código penal, principalmente para aquellas clases que están más expuestas a infringirle. El sacerdote y el maestro, al mismo tiempo que el precepto divino, debían de enseñar la ley humana, su necesidad, su moralidad y los males a que se exponen los contraventores. Hay conciencias, por decirlo así, bosquejadas, que necesitan, para determinarse bien, recibir el reflejo de la conciencia general, mirar el deber en artículos escritos, escuchar uno y otro día su explicación, y fortificar el sentimiento con la autoridad: hay propensiones al mal que no se detienen ante la idea de un castigo después de la muerte, que tal vez se burlan de él, y a quienes es preciso hablar en nombra del interés y del egoísmo, dirigiéndose a la razón al mismo tiempo que a la conciencia, mostrándoles el poder de la ley a la par que su necesidad y su justicia, y las tristes consecuencias de no respetarla.

Es grande la influencia que tienen en la conducta de toda la vida las verdades que se aprenden bien al principio de ella. Antes que las pasiones turben el alma, es fácil imprimirle los grandes principios morales, el respeto a la ley, el saludable temor a las penas con que amenaza. Como en la virtud entra por mucho el hábito, ¡cuánto no debe importar adquirir desde la infancia el de reprobar las cosas ilícitas, el de tenerlas por culpables y peligrosas! ¡Cuánta fuerza necesita el hombre para atropellar lo que desde niño se acostumbró a mirar como sagrado! Si esta convicción, si este hábito no le aparta de la culpa todas las veces, siempre le facilita el arrepentimiento, siempre le allana el camino para volver a la virtud.

Los que no han tenido ocasión de estudiar a los criminales, no pueden imaginar la especie de caos moral que en muchos hace veces de conciencia; la idea extraña que tienen de sus derechos, de sus deberes, de la justicia; los errores que por verdades reciben, y cómo sólo ven en la ley y en la peña un poder enemigo más fuerte que ellos y que, por lo tanto, los sujeta y los oprime. Instruyendo a los niños debería evitarse que los hombres llegasen a este estado; pero en los males del alma, como en los del cuerpo, se tiene en más la terapéutica que la higiene, se da más importancia a la receta que pretende curar una enfermedad que al precepto que la hubiera evitado, y menos difícil nos parece que se lea la explicación del Código penal en las cárceles y en los presidios que en las escuelas: por eso no hemos escrito estas cartas para los niños.

¿Y en las prisiones podrán ser de alguna utilidad? ¿Los hombres y las mujeres que en ellas se encierran quieren escuchar, pueden comprender lo que les decimos, y caso de que nos escuchen y nos comprendan, podrán o querrán corregirse y enmendarse? Sobre esto hay diferentes opiniones. La nuestra es que los criminales son personas y no son cosas. Que los criminales escuchan al que les habla inspirado por el deseo de su bien. Que los criminales comprenden al que con caridad les explica. Que los criminales, salvo algunas excepciones, no son monstruos fuera de todas las leyes morales, a quienes es imposible aplicar ninguna regla, sino dolientes del alma, en los que, como los del cuerpo, salvo el órgano u órganos enfermos, los demás funcionan con regularidad y conforme a las leyes establecidas por Dios para todos los seres. El que no es capaz de verter sangre, comprende toda la criminalidad del homicida; el que ha matado, si no es dado a robar, rechaza indignado el título de ladrón, aprecia perfectamente la fealdad de este delito; y así los demás. Las reglas de la moral son aplicables en una prisión, como las de higiene en un hospital; y por las mismas razones, el criminal, salvo algunos casos raros, no está fuera de la humanidad creemos, por lo tanto, que se le puede hablar como a un hombre. Creemos que hay algunos criminales que pueden corregirse, y muchos que pueden modificarse, llegando, si no a ser buenos, a no hacer mal. Creemos que los criminales, en general, sufren la pena impuesta por una ley, cuya letra, cuyo espíritu y cuya moralidad desconocen. Creemos que la primera condición para que el castigo moralice es el convencimiento, por parte del que le sufre, de que es justo; y porque creemos todo esto, hemos escrito estas cartas. Sabemos el desdén con que serán recibidas por muchos prácticos, y prevemos la indiferencia del público, que desgraciadamente no se ocupa en España en estas cuestiones; pero al entrar en el mundo los hijos de nuestro entendimiento, como los de nuestras entrañas, debemos decirles: -Adiós, hijo mío; procura hacer bien, y mas que no hagas fortuna.






ArribaAbajoCarta I

No suele pensar el preso que le compadece el que le visita. -Dificultad, pero no imposibilidad, de hacerle creer que hay quien se mueve por amor suyo. -Hay perversos, pero no lo son todos.-También en la prisión se comprende el deber y la justicia. -Parece que el penado quiere parecer peor de lo que es.-Asunto de la obra.


Hermanos míos: Sin duda os sorprenderá que os dé este nombre una persona que no pertenece a vuestra familia y a quien no conocéis siquiera, o porque no la habéis visto nunca, o porque la mirasteis pasar sin notarla, como tantas otras que a vuestro parecer llegan a la prisión por curiosidad para entretenerse un rato, o por fórmula y para poder decir oficialmente que han estado. Entre otros desdichados hábitos, tenéis el de juzgar mal y no pensar bien. ¡Cuántas veces os equivocaréis, y cuántas personas que acompañáis con sarcasmos o burlas salen conmovidas de tanto infortunio, y más impresionadas de vuestros dolores que de vuestros delitos; os compadecen desde el fondo de su alma, y buscan y quieren hallar algún medio de haceros mejores y menos desdichados! Personas hay que en sus regocijos recuerdan el ruido de vuestras cadenas; que en su libertad ven las paredes que os encierran; que en la santa complacencia de hacer una buena obra piensan en vuestros remordimientos; que en sus oraciones creen escuchar vuestras blasfemias, y lloran la miseria de vuestro cuerpo y de vuestra alma, y piden por vosotros a la sociedad que ofendisteis, al Dios que habéis olvidado.

Tal vez no creáis que existen criaturas que en la prosperidad se acuerdan del infortunio, y amparadas por la ley y honradas por la opinión, quieran tender una mano amiga a los que la ley condena y la opinión rechaza. Vosotros negáis a veces el bien, creyendo hallar así la mejor excusa de no haberle practicado; vociferáis blasfemias y obscenidades, como los que, disputando sin razón, quieren suplir con el estrépito la justicia que les falta. Pretendéis sofocar la voz de vuestra conciencia abrumándola con nuevas faltas, a la manera del que trata de ahogar sus penas en el vino, sin ver que de la embriaguez del crimen se despierta en la miseria, en la vergüenza, en el oprobio, en la prisión, en el cadalso, en la tumba, en la eternidad, a cuyas puertas se estremecen los valientes, porque oyen una voz de trueno, una voz terrible, una voz que no pueden sofocar como sofocaron la de su conciencia, y que les grita-.-¡Cadáver! ¡ven a dar cuenta de tu vida, y tiembla ante la justicia del Dios que has ofendido!

Pero la muerte está muy lejos de vuestro pensamiento, y si la llamáis alguna vez desesperados, es como el término de vuestros infortunios y no como el principio de una vida que no terminará: vosotros queréis gozar de ésta, y aceptando el presente, compuesto de placeres groseros y de grandes sufrimientos, del olvido de los deberes y del recuerdo de las maldades de la desesperación y de la esperanza, formáis proyectos para el porvenir, pensáis en evadiros de vuestra prisión, o en salir legalmente de ella, y en vuestros varios propósitos no entra muchas veces el firme de enmendaros.

La primera dificultad que se ofrece para que volváis al buen camino, es el haceros creer que alguno se mueve por vuestro bien; que sin que os tema o espere algo de vosotros, quiere dispensaros algún beneficio; y acostumbrados a inspirar temor, aversión o desprecio, no comprendéis que haya nadie que os compadezca y os ame. ¿Pero sois todos igualmente hostiles y enemigos del que se acerca a vosotros para consolaros? El deseo de haceros bien ¿no hallará entre vosotros más que incrédulos o ingratos? ¿Todos estaréis tan endurecidos? ¿No habrá quien diga en su corazón: -Puede que exista alguna alma caritativa que quiera venir a darme consejo? -¿Habéis perdido todos la aptitud de comprender las buenas acciones, la posibilidad de agradecer el bien que se os hace, y confundiréis en el mismo odio al que os quiere perder y al que os quiere salvar?

Yo sé que hay entre vosotros criaturas sordas al deber, a la compasión, a la gratitud, al arrepentimiento; que respiran con placer las emanaciones del vicio y del crimen; que recrean su corazón con recuerdos sangrientos y con esperanzas impías; que escarnecen el bien; que adoran el mal; que no comprenden nada que no sea cruel o infame; que desprecian todo lo que es respetable; que están en la prisión como una fiera en su jaula; que maldicen las leyes de Dios y de los hombres; que oyen el lenguaje de la justicia y de la razón como el ruido de un idioma que no comprenden; que, corrompidos en todo su ser, no tienen ni un punto ni un pequeño espacio que no destile hediondez y podredumbre, y donde halle cabida un pensamiento honrado; que se alimentan de perversidades y de crímenes, y cuya alma es como el estómago de esos animales inmundos que comen excrementos. Yo sé que entre vosotros hay de esas desdichadas criaturas que no merecen llamarse hombres; sé que son incorregibles y que serán sordos a mi voz; sé que sólo Dios puede salvarlos por un milagro de su omnipotencia, y que los hombres deben apartar la vista de ellos como de un cadáver cubierto de gusanos a quien no es permitido dar sepultura.

¿Pero sois todos así? ¡Oh! no; mil veces no. El número de los monstruos es muy raro, y hay pocos de entre vosotros que no tengan allá en su alma algún buen sentimiento, ignorado tal vez, porque se halla sofocado por las malas inclinaciones, por los malos hábitos, por los malos ejemplos, como una buena semilla que no puede brotar porque la tierra en que había de crecer se halla cubierta de plantas venenosas. Yo no soy de los que creen que un hombre condenado a presidio no es un hombre ya; que no merece en nada la consideración que debemos a nuestros semejantes, ni puede ser tratado como un ser racional. Yo no soy de los que creen que en una prisión no se comprende ninguna idea de justicia, ni halla eco ningún sentimiento honrado, ni gratitud ningún beneficio: no. Yo os considero como hombres, como criaturas susceptibles de pensar y de sentir, como hermanos míos, hijos de Dios, formados a su imagen y semejanza, y en quienes la huella de la culpa no ha podido borrar enteramente su noble origen. Yo sé que en una prisión, aun la más corrompida, hay almas que no se cierran a la luz de la razón y de la justicia, corazones que se conmueven a la voz que les habla de los afectos, de los deberes, y les recuerdan las cosas santas que alguna vez respetaron, y los objetos queridos a cuyo lado estuvieron. Yo sé que un gran número de vosotros comprenderá lo que digo, sentirá lo que siento, porque sé que todos podíais haber dejado de caer donde estáis, y que todos podéis levantaros.

Yo considero una prisión como un hospital, solamente que en vez del cuerpo tenéis enferma el alma, y que las dolencias son el resultado de los excesos del paciente. Las enfermedades de vuestra alma, que exigen el terrible remedio de la prisión, son la desdichada obra de vuestros extravíos. Aunque haya entre vosotros algunos casos desesperados, la mayor parte pueden curarse, los más podéis volver a la salud, es decir, al deber, si sois dóciles a los buenos consejos y abrís los ojos a la voz de la verdad y de la justicia.

Yo lo pienso así, hermanos míos; pero no debéis acusar ni mirar con ceño a los que piensen de otro modo, porque vosotros con vuestras palabras y con vuestra conducta no parece sino que a veces os proponéis dar a todos la idea de que son imposibles vuestra corrección y enmienda. Yo sé que sois mejores de lo que aparentáis ser; pero si os empeñáis en desacreditaros; si ocultáis como una debilidad todo buen sentimiento, exagerando los malos como si hicierais punto de honra el deshonraros; si os calumniáis a vosotros mismos, ¿cómo pretender que los demás os hagan justicia?

El primer sentimiento que se experimenta al penetrar entre vosotros, es de repulsión; es, voy a decíroslo aunque sea duro, es de horror. Parece como que se ven alzarse en torno vuestro todos los desgraciados que habéis hecho, privándolos de la hacienda, de la vida o de la honra; parece que se ven correr lágrimas y sangre que os salpica y os acusa, y que vosotros con cantos y palabras obscenas insultáis a vuestras víctimas. Vuestros delitos y vuestros crímenes parece que toman cuerpo, y vienen a la prisión, y pueblan el aire, y os acusan y llenan de horror al que por primera vez os mira. ¡Cosa triste inspirar ese sentimiento vosotros que un tiempo fintéis inocentes y buenos! Yo os veo con la pureza de la primera edad, con el candor y la sonrisa angelical de los niños. Yo veo a vuestras madres que os acarician, y os bendicen, y os dan mil nombres afectuosos, y apartan de vosotros todo lo que puede afligiros, y a costa de mil trabajos os alimentan y os visten. ¿Quién había de decirles que vosotros, para quienes deseaban tanto bien, habíais de hacer tanto mal; que aquellos labios sonrosados y puros blasfemarían contra Dios, y que aquellas manos débiles e inocentes habían de volverse contra las leyes, y despojar a los hombres pacíficos de su hacienda o de su vida? ¡Qué desdicha pensar que los que fueron buenos y queridos han llegado a ser malos y objeto de aversión! ¿No recordáis con pena el tiempo en que erais libres, inocentes y amados? Todavía podéis volver a serlo. Amad a vuestros semejantes, y os amarán; conducíos bien, y alcanzaréis más pronto la libertad; arrepentíos, y casi podrá decirse que sois inocentes, porque el arrepentimiento verdadero se parece mucho a una segunda inocencia, y es más meritoria, porque se conquista con los esfuerzos de la voluntad, mientras que la otra se recibe.

Yo deploro vuestros extravíos, compadezco vuestro infortunio, y quisiera contribuir en algo a vuestro bien.

Hoy no me ha parecido que podía hacer por vosotros cosa mejor que escribiros estas cartas, explicándoos las leyes en virtud de las cuales habéis sido condenados y que tal vez no habríais infringido si las hubierais comprendido bien; explicaros la necesidad de que estas leyes existan, y su moralidad y su justicia. Y este libro que arrojo en vuestra prisión, ¿habrá una mano que le recoja, una voz que le lea, una inteligencia que le comprenda, un corazón que le sienta? Yo espero que sí; yo espero que hoy, mañana o algún día, habrá corazones donde halle eco la voz de mi corazón. Si uno solo se siente inspirado de mejores sentimientos; si uno se levanta del abismo en que cayó, bendeciré la hora en que tomé la pluma para escribiros: un hombre que se corrige compensa bien el trabajo que cuesta escribir un libro.




ArribaAbajoCarta II

Tiranía que los perversos ejercen en la prisión. -Es preciso su traerse a ella. -¿Qué es la prisión moralmente considerada? -El crimen es debilidad. -Por ella son fuertes los que tiranizan la prisión. -Hay que aislarse de ellos con la voluntad.


Hermanos míos: Ya os dije en mi carta anterior, y quiero repetiros en ésta para no volver a ocuparnos en tan desdichado asunto, que por desgracia hay entro vosotros criaturas tan pervertidas que rechazan toda amonestación saludable, todo amistoso consejo, como esos enfermos delirantes que se obstinan en no tomar la medicina que podría salvarlos. No puedo dirigirme a todos vosotros, como sería mi deseo; tengo que apartar la vista y el corazón de los que cierran el suyo. Pero vosotros vivís con ellos, quiere la desgracia que estéis confundidos, y no podéis decirles como yo: -Os olvido, aparto de vosotros mis ojos. -Además, os creéis en la necesidad de ver sus malos ejemplos, de escuchar sus malas palabras, de uniros a sus juicios, de aparecer dóciles a sus impías lecciones, de conformaros con sus pareceres, de callar la verdad o hablar la mentira según su conveniencia o su capricho, de ocultar vuestros remordimientos y vuestras penas porque no exciten su risa, de fingir maldad hasta el grado en que ellos la manifiestan, de sufrir, en fin, la tiranía de su perversidad, que exige a toda costa que el criminal ostente su crimen y sea feliz en él. ¡Gran desdicha la vuestra vivir a su lado y sujetos a su yugo; castigo terrible, pero merecido, de los que, cuando teníais libertad para elegir compañía, habéis escogido la peor! ¿Cuántos entre vosotros hay que no atribuyan, y con verdad, a las malas compañías una parte del delito o del crimen que a la prisión los trajo? Yo sé que son los menos. Cuando gozabais de libertad, la teníais para elegir compañeros; aquí tenéis que recibir los que se os dan, y yo os hago la justicia de creer que la mayor parte no estáis contentos con ellos. ¿Pero no contribuís vosotros mismos a que sean peores y más perjudiciales y molestos? ¿Vuestra debilidad no es la principal fuerza de los que disponen, para aniquilarlos, de los buenos sentimientos que os han quedado? ¿Vuestra debilidad no es la fuerza de los que os obligan a reíros de vuestro crimen y de vuestra desgracia, de los que establecen dentro de la prisión otra mucho más dura, porque la ley no encierra sino vuestro cuerpo, y vuestros perversos compañeros encadenan vuestra alma? Y si no ponéis enmienda, no podréis romper sus ligaduras el día en que os den libertad: discípulos fieles de vuestros odiosos maestros, adquiriréis la costumbre de no pensar ni hacer más que mal; no tendréis voluntad ni fuerza para luchar contra él; llegaréis a ser sus ciegos esclavos; sufriréis las enfermedades consecuencia de vuestros vicios, la miseria resultado de vuestra ociosidad, el odio, el desprecio, las persecuciones; y cuando la ley os diga: «Estáis libres», oprimida por los malos hábitos, tiranizada por las perversas inclinaciones, vuestra alma arrastrará una terrible cadena perpetua. ¿Y creéis que puede estar libre por mucho tiempo el cuerpo del que tiene encadenada el alma? Grande error. El que no hace propósito de enmendarse ni se enmienda, vuelve a la prisión una y otra vez, y muere en ella, si no muere en el cadalso.

¿Qué remedio hallaréis para tan grave mal? ¿Cómo os sustraeréis a la tiranía de esos hombres que quieren que todos sean tan perversos como ellos, porque habiendo perdido la esperanza del bien, tienen una infernal complacencia en arrastrar a los otros hacia el mal que los arrastra? ¿Cómo empezaréis a no creeros obligados a aprobar todo lo que es malo y a censurar todo lo que es bueno? ¿Cómo os atreveréis a compadeceros de un infortunio, a no reíros de un buen propósito, a no ocultar los honrados sentimientos, a no hacer ostentación de los malos, a no avergonzaros, en fin, de tener entrañas de hombres y sentir y pensar como tales? La tarea no es fácil, pero no es tampoco imposible.

Necesitáis empezar por conoceros a vosotros mismos, por formar idea de lo que sois y por comprender lo que es una prisión.-Una prisión, diréis, es un lugar de donde no se puede salir, donde la comida no es buena, donde la cama es mala, donde se canta y se blasfema, donde burlando la vigilancia se bebe y se juega, donde hay cadenas y palos y calabozo. -Ésa es la prisión del cuerpo; pero si os pregunto lo que es la prisión para el alma, si os pregunto qué sufre, qué siente, qué piensa, cómo vive el alma del preso, qué es el presidio moralmente considerado, ¿cuántos podrán responderme?

Tan olvidados estáis de las cosas que no son materiales, tan habituados a ver en los placeres y en los dolores del cuerpo la única fuente del bien que deseáis, del mal que teméis, que a veces parece como que pretendéis olvidaros de que tenéis alma. No os hacéis cargo que el cuerpo no es más que un miserable instrumento, un ciego esclavo, y que el alma es la que os trajo aquí, la que impide que salgáis más pronto, la que evitará que volváis u os arrastrará de nuevo, según que os lleve por el camino del bien o por el camino del mal.

La prisión, moralmente considerada, es una reunión forzosa de hombres ignorantes, culpables, débiles y desdichados. Si no fuerais ignorantes, no estaríais aquí, porque hubierais aprendido la justicia de las leyes, su fuerza, la imposibilidad de sustraerse mucho tiempo a su acción, y, en fin, que el camino que habéis elegido por más fácil es el más dificultoso, porque el oficio de criminal es, de todos, el que da más riesgo y menos provecho.

En cuanto a vuestra culpabilidad, no quiero hablaros de ella; mi objeto no es acusaros, sino poneros en situación de que os acuséis a vosotros mismos, después que, conociendo la justicia de las leyes y su necesidad, tengáis ideas claras del deber y del derecho, y podáis medir toda la extensión de vuestro delito o de vuestro crimen.

La desdicha vuestra ¿quién la pone en duda? Vuestras risas, vuestros cantos son una forma de dolor, y el más terrible de todos: el dolor que se resigna, llora, y solo ríe el dolor desesperado.

Que sois ignorantes, que sois culpables, que sois infelices, lo comprendéis fácilmente, lo sabíais antes que yo lo dijera; pero lo que tal vez os parecerá extraño es oír que sois débiles, y a pesar de vuestra extrañeza, nada es más cierto: vuestra debilidad os ha llevado donde estáis. Ninguno de vosotros, ni el más perverso, cedió sin resistencia a la primera tentación que tuvo de hacer mal. Si en la confusión de vuestras ideas, si en la tempestad de vuestros dolores y de vuestras iras, podéis traer a la memoria el paso de la inocencia al crimen, pensadlo bien, y recordaréis que al veniros el pensamiento de hacer mal, luchasteis contra él, mucho o poco, pero luchasteis, y si sois criminales es porque fuisteis vencidos, es decir, débiles.

El vago, el holgazán, no tiene fuerza para vencer su aversión al trabajo, se deja arrastrar del deseo de estar ocioso, no resiste a la tentación de ir a divertirse en vez de ir a trabajar, o de aguardar inmóvil esperando a que la necesidad y el mal ejemplo le arrastren al crimen. Es débil.

El adúltero se detiene, si no ante la voz de su conciencia, ante el escándalo de sus culpables relaciones, ante la necesidad de ocultarse y el peligro de ser descubierto; pero su apetito le arrastra, cede. Es débil.

El ladrón, bajo cualquiera de sus formas, que toma la pluma para falsificar un documento, el metal para hacer moneda falsa, que alarga la mano para introducirla en la bolsa ajena, que fuerza la puerta o escala la casa, se detiene muchas veces antes de resolverse: bien quisiera hacerse rico por otro camino; pero éste le parece el más fácil, el más cómodo, y no puede resistir a la tentación, y cede. Es débil.

El que en un rapto de cólera hiere o mata, él mismo confiesa su falta de fuerza; no pude contenerme, dice. Es débil.

El infanticida, el hombre o la mujer, que por librarse de un peso o por miedo a la opinión quiere ocultar una debilidad detrás de un crimen, es débil.

El que después de robar mata por miedo de ser descubierto, es débil.

El que proyecta un crimen, y busca cómplices, y los halla, y los seduce, y los adiestra, y los lanza donde él no tiene valor para ir, es débil.

Todos, en fin, los que no son monstruos o insensatos, y que más bien parece que debían estar en una casa de locos o en una casa de fieras que en una prisión, todos están en ella por debilidad. Y no ostentéis vuestros fornidos miembros para protestar contra lo que os digo. ¿Qué importa la fuerza de vuestro brazo? ¿Por ventura ha podido salvaros de ir adonde estáis? ¿Creéis que la fuerza del hombre se mide por el peso que arrastra o que levanta? Así se mide la de los animales; la del hombre se mide por su virtud y por su inteligencia. La fuerza de los miembros, la fuerza material, ponen al buey, al caballo, al camello, al elefante, hasta al león, bajo el yugo del hombre, que parece tan débil comparado con ellos. Vuelvo a preguntaros: ¿de qué os ha servido vuestra fuerza material? Vuelvo a deciros: la fuerza del hombre se mide por su virtud y por su inteligencia. Aplicad esta medida única, exacta, y os convenceréis de vuestra debilidad. Adquirid este convencimiento, porque os importa mucho. Él os hará tener en poco la fuerza bruta y en mucho la del entendimiento, que todavía podéis cultivar para que os guíe, para que os contenga, para que o ayude a levantaros y a no volver a caer.

¿Lo veis? fintéis culpables por ser débiles, y en la prisión por debilidad os hacéis peores. ¿Cómo entráis en ella? Pocos, muy pocos ha que la primera vez que pasan el rastrillo conserven algún honrado sentimiento, algún buen impulso, alguna idea de equidad y justicia, algún lugar sano en el corazón. Entráis: la primera impresión que recibís es terrible; sentís un dolor profundo, pero comprendéis al momento que se reirían de él si le viesen, y como el hombre pasa por todo antes que por ridículo, ocultáis cuidadosamente vuestra pena para que no la escarnezcan. Luego, observando lo que los otros hacen, viendo que ríen y cantan y blasfeman, procuráis sofocar la voz de vuestro dolor y de vuestra conciencia con palabras impías, obscenidades inmundas y risas infernales: así lo hacen los demás, y parece que les va bien Aquella jactancia de lo que es vergonzoso; aquel desprecio de lo que es honrado; aquella complacencia en lo que es perverso; aquella predilección por lo que es horrible; aquel odio a lo que es santo; aquella dureza para lo que dulce y tierno; aquel trastorno completo de todas las ideas y de todos los afectos, forman alrededor de vuestra alma como una nube espesa que os envuelve, como un huracán que os arrastra y, haciéndoos girar precipitadamente, os produce un efecto parecido al que resulta de dar muchas vueltas en un corto espacio, cuando decimos que la cabeza se va, que la habitación anda. En efecto, la conciencia se os va, las ideas de lo justo y de lo injusto, de lo honrado y de lo vergonzoso andan; nada para vosotros tiene fijeza, todo es dudoso, todo confuso, nada veis claro, ni afirmáis ni negáis con energía y con fe. En este estado de trastorno y debilidad moral, el temor de parecer débiles, el mal ejemplo, se apoderan de vosotros, y vais a confundiros con los demás y hacéis lo mismo que hacen. Añádase a esto que el hombre lleva a todas partes su vanidad, su amor propio. Le cifra el abogado en ser elocuente, el soldado en ser valeroso, el presidiario en ser malo. La perversidad tiene también su hipocresía. Los hipócritas del mundo fingen virtudes, los del presidio crímenes, y se cuentan muchos que no se han cometido, y con circunstancias inventadas que los hacen más odiosos y más interesantes. El que más lágrimas ha hecho derramar, el que más cosas santas ha ultrajado, el que más sangre vertió e hizo más víctimas, es el primero, el héroe, el jefe de la prisión, moralmente hablando; el que da con su ejemplo la regla y con su perversidad la medida de lo que debéis ser. Esta medida y esta regla las halláis establecidas, os conformáis a ellas, y para no ser despreciados os hacéis despreciables.

Pero en las obras de la iniquidad no pueden ser más que aparentes la solidez y la perfección infernales. Por mucho que hagan los demás y vosotros mismos, pocos conseguís haceros monstruos, y a pesar de las apariencias, todavía tenéis entrañas de hombres; todavía hay en vuestro corazón un lugar, tal vez ignorado por vosotros mismos, en que puede hallar eco un sentimiento honrado y echar raíces un propósito firme de corrección y enmienda.

Me acuerdo de haber oído que en un pueblo se hacían unas grandes alcantarillas, que, como es sabido, se construyen debajo de tierra, y para las cuales se empleaba piedra labrada ya, que no se sabe cómo estaba en un pantano, del que se extraía llena de inmundicia y lodo, y sin quitárselo era llevada a la obra. Un trabajador que se sentó a comer puso sobre una piedra un jarro de agua que, vertiéndose, la lavó en parte, dejando a descubierto una labor primorosa. Se lo hizo notar al arquitecto, que desde entonces mandó lavar todas las piedras, para que no fueran empleadas las que podían servir para cosa mejor en formar el conducto de aguas inmundas.

He recordado este hecho al penetrar en vuestra prisión, que es el pantano inmundo donde habéis caído, y donde adquiriendo todos un barniz igual, una cubierta bajo la cual nada bueno se distingue a primera vista, nadie ve en vosotros un elemento para el bien, sino la materia propia y dispuesta para toda obra de iniquidad. Mas si la compasión cae sobre vuestra alma, muchas veces lava y purifica el lugar que toca, dejando al descubierto nobles instintos que nadie hubiera adivinado, rectas ideas, pensamientos honrados con que puede llevarse a cabo la santa obra de vuestra regeneración.

No, vosotros no sois todos igualmente malvados y despreciables y viles; en vano la iniquidad ha querido pasar su terrible nivel sobra vuestras cabezas; muchas se levantan aún del polvo de la ignominia y pueden recibir en el arrepentimiento un segundo bautismo que os restituya al seno de la sociedad y a la comunión de los hombres honrados. Volved en vosotros, hermanos míos; en la prisión, como en el mundo, los perversos son los menos; no os dejéis arrastrar por unos pocos que encadenan vuestra alma, no dejándola caminar sino hacia el mal. ¡Si os pudierais contar los que sois mejores! Si pudierais mirar vuestra verdadera fisonomía al través de la horrible máscara con que en la prisión se disfraza todo lo bueno, ¡cuál sería vuestro asombro al hallar nobles y honrados sentimientos en hombres que hacen ostentación de no tener ninguno!

Muchos de entre vosotros han delinquido por dejarse arrebatar de una pasión, por un momento de ceguedad, por haber cedido a una tentación mala, por haber dado oídos a un mal consejo, por no haber sabido resistir al mal ejemplo, por aturdimiento, por no haber considerado la gravedad del delito ni lo fatal de sus consecuencias, y a veces por ir unidas a cualquiera de estas cosas la ignorancia, la miseria, la mala educación. Muchos de entre vosotros, la mayor parte, llegasteis por primera vez a la prisión culpados pero no execrables; extraviados, pero no perdidos. Al veros había mucho que temer, pero también había mucho que esperar.

¿Os habréis dado tanta prisa a sofocar en vuestro corazón todo cuanto existía en él bueno y honrado, que nada quede ya? ¡Oh! no. Todavía allá en lo más recóndito del alma hay vestigios de vuestra perdida inocencia, restos de vuestra virtud; todavía puede reflejarse en ella la luz de la verdad, y hallar eco la voz que os llama al arrepentimiento, al deber, a la esperanza. No seáis sordos a esta voz, hermanos míos; escuchad a todo el que os instruye y os consuela, en vez de oír a los que os pervierten. ¿Por qué vosotros que aun podéis enmendaros, que aun podéis salir de la prisión en estado de no volver a ella, que tenéis pocos años de pena o alcanzaréis con vuestra buena conducta que se os rebaje, vosotros a quienes aun es dado vivir en libertad tranquilos y dichosos, habéis de confundiros con esos hombres cargados de crímenes, agobiados por una condena perpetua o muy larga que no pudiendo salir de la prisión quieren reteneros en ella o poneros en estado de volver pronto si salís; que habiendo perdido la idea del bien, buscan cómplices y compañeros para el mal, y que, como otros tantos demonios, trabajan para llevaros a su infierno? ¿Por qué habéis de confundir vuestro porvenir que aun puede ser risueño con el suyo sombrío, y vuestra esperanza con su desesperación? ¿No veis que es unir, encollerar a un vivo con un muerto, y condenarle a que participe de su hediondez y podredumbre? Porque el alma de esos hombres que no creen en el bien, ni practican más que el mal, ni esperan en la misericordia de Dios, ni temen su justicia, creedlo, hermanos míos, está muerta. Apartaos de ella como de un cadáver corrompido, al que nadie puede acercarse sin contraer alguna enfermedad grave.

Pero estando confundidos con esas criaturas, ¿cómo habréis de apartaros de ellas? Con la voluntad: la voluntad separa las almas de dos cuerpos que están muy cerca, y pone entre ellas la distancia que separa el bien del mal. Desde el momento en que no penséis como piensan los perversos, ni habléis como hablan, estáis a mil leguas de su iniquidad. Jesucristo ¿por morir entre dos ladrones dejó de ser el santo de los santos, el hijo de Dios? Si el hombre lo es todo por su alma, si el cuerpo no es más que un instrumento ciego, ¿qué importa que esté a dos pasos o a dos mil? Unid vuestra alma a la de aquellos que os hablan de virtud y de esperanza; levantad el espíritu sobre esa nube de vicios y de crímenes que quiere envolveros, escuchad atentos la voz que os ensena por qué habéis caído, cómo podéis volveros a levantar, y veréis a qué distancia os ponéis de los que están cerca de vosotros, y recobraréis la perdida fuerza, y vuestra dignidad de hombres, y el deseo y la facultad de tener en poco a los mismos cuyas burlas os amedrentan. Desde el día en que podáis contaros los que tenéis aún aptitud para el bien, posibilidad de corrección y enmienda, veréis con asombro que sois los más, veréis que sois la inmensa mayoría. ¿Y qué sucederá al cabo de algún tiempo? Que esa ley de iniquidad que manda callar el bien y ostentar el mal, esa ley mil veces impía que parece la obra de todos porque ninguno protesta contra ella, se verá que es la tiranía de unos pocos, y pronto dejará de existir. Esto no sucederá desde el primer día, pero sucederá infaliblemente al cabo de algún tiempo, si no os empeñáis en aparecer peores de lo que sois.

Yo no exijo de vosotros que reprendáis al que obra o habla mal, ni que le enseñéis lo que procuro enseñaros, ni que opongáis a su locura las razones que vayáis aprendiendo, ni a su dureza los buenos sentimientos que broten de nuevo en vuestro corazón. Basta que calléis, basta que no forméis coro con las voces impías, basta que no apruebe vuestra boca lo que condena vuestra conciencia. Con no formar corro alrededor de los que refieren sus sangrientas hazañas, de los que dan lecciones de iniquidad; con guardar silencio cuando no podáis apartaros, la prisión cambia de aspecto, y entráis francamente por el buen camino.

Para una sola cosa quisiera que tuvieseis valor: para aparecer tristes cuando lo estéis. ¿Por qué empeñaros en fingir alegría cuando sois desdichados? No le está bien a un infeliz ni la desesperación ni el contento; el dolor es la dignidad de la desgracia, el dolor es el paso necesario del delito al arrepentimiento y a la rehabilitación. No finjáis, pues; no sintáis infames alegrías; afligíos al entrar en la prisión todos los que no sois viles, todos los que no queréis envileceros; que el alma vista luto por vuestra libertad, por vuestra virtud y por vuestra honra.




ArribaAbajoCarta III

Necesidad de las leyes. -Amparan principalmente al que las infringe.


Hermanos míos: Suponiendo que mis cartas anteriores no habrán sido enteramente inútiles; suponiendo que alguno de entre vosotros quiere prestarme atención, voy a poneros de manifiesto la justicia de las leyes que os han condenado a la pena que sufrís Una de las causas de que el castigo no moralice es el no estar bien convencidos de que es justo. Muchos de entre vosotros, la mayor parte acaso, ¿qué idea tienen del por qué y del cómo se hallan en la prisión? Primero un delito o un crimen cuya gravedad no habéis meditado ni comprendéis, y que el interés, la pasión y la ignorancia disculpan. Teníais necesidad, habéis robado; teníais cólera, habéis herido; os convenía que la mentira apareciese como verdad, habéis perjurado. ¿Hasta qué punto sois culpables? Las disposiciones que nos impulsan al mal nos inducen a disculparle, y es raro que nadie se pida a sí propio cuenta muy estrecha de sus acciones. La que os trajo aquí, ¿qué es para vosotros? Un hecho que se castiga cuando se prueba. La Guardia civil os persigue, se apodera de vosotros; ¿qué veis en ella? La fuerza. El juez os condena conforme con lo que dispone un libro que se llama Código. ¿Qué son para vosotros el Código y el juez? Un enemigo que os aplica una ley hecha en contra vuestra. Venís a presidio. ¿Y qué razón veis para estar en él? La vara del cabo, los fusiles de la guardia, las cadenas que arrastráis o que os pondrán si intentáis escaparos. El delito, el juicio, la sentencia, el castigo, es una lucha en que habéis llevado lo peor. ¿Cuál es para vosotros la moralidad de todo esto? Que habéis sido vencidos y que el vencedor os oprime porque es más fuerte. En consecuencia, odio al vencedor, odio a la Guardia civil, al juez, a los jefes de la prisión, a los capataces, y hasta al sacerdote que os amonesta y al médico que os cura.

Si me prestáis atención; si vuestra conciencia aletargada despierta; si logro que penetre en vuestra alma la luz de la verdad, no más que uno solo de sus divinos rayos, comprenderéis el absurdo de vuestro modo de ver, os asombraréis de vuestra ceguedad, y tributaréis a la justicia el más solemne, el más meritorio de todos los homenajes: el del que, habiéndola desconocido, al fin la comprende y la venera. Pero antes de tratar de la justicia de las leyes, veamos su necesidad. Las leyes penales, únicas de que debemos ocuparnos, las que castigan los crímenes los delitos y las faltas, ¿creéis, por ventura, que son alguna cosa intrincada, extraña, caprichosa, inventada por los hombres, reducida a reglas a fuerza de ingenio y cavilosidades? No, hermanos míos; las leyes penales son una cosa clara, sencilla y natural, como lo es comer cuando se tiene hambre, beber cuando se tiene sed y abrir los ojos a la luz: yo espero que si me prestáis atención, llegaréis a comprenderlo así.

El hombre ha nacido para vivir en sociedad. Ya veis cuán débil nace el niño, ya veis cuán débil es el hombre comparado con los animales; ponedle solo en medio de los bosques luchando con las fieras, con los insectos, con los elementos, y veréis qué pronto perece. Para resistir a tantos peligros como le cercan, a tantos elementos de destrucción, necesita unirse a sus semejantes: sólo combinando con ellos su fuerza, deja de ser débil y puede existir. Pero no creáis que se trata sólo ni principalmente de la fuerza física; ya hemos visto que en el hombre es una cosa muy secundaria; la asociación que hace al hombre fuerte es la de la inteligencia, la de las ideas. No se concibe un hombre que reducido a sus solas fuerzas pueda vivir mucho tiempo; pero si viviese, aunque hubiera nacido con las mejores disposiciones, no sabría discurrir, su inteligencia quedaría sofocada, como se ahoga el que tenga el pulmón más dilatado si no encuentra aire que respirar. ¿Cómo podrá resistir, o vivir, que es lo mismo, el hombre en la soledad que aísla su fuerza física y aniquila su fuerza moral?

Pero aun cuando supongamos por un momento que el hombre materialmente pudiese vivir solo, que pudiera resistir a las causas físicas que tienden a destruirle, sucumbiría de dolor o de tedio. Si alguna vez os han encerrado solos, lo comprenderéis fácilmente, y aunque así no sea, por la necesidad que sentís de comunicar con vuestros semejantes, comprenderéis que la soledad absoluta es opuesta a la naturaleza del hombre y la destruye. Si os pusieran en libertad y os dieran todos los regalos que pudierais desear y concebir; si vivierais en un país con clima templado, y habitarais un magnífico palacio con mesas cubiertas de sabrosos manjares y vinos exquisitos, pero con la condición de no ver ni oír nunca persona humana, renunciaríais a todos aquellos aparentes bienes, y preferiríais el rancho y las paredes de vuestra prisión, y voluntariamente os volveríais a ella.

No es necesario insistir más sobre este punto: el hombre siente por instinto que no puede vivir solo. Y si los hombres necesitan vivir en sociedad, ¿qué regla habrán de tener para estar en paz? Una muy sencilla; la que sirve de fundamento a todas las leyes penales desde que el mundo ha empezado hasta que deje de ser, la que sabéis vosotros, la que saben los niños antes de tener uso de razón: No hagas a otro lo que no quisieras que te hiciesen a ti. Ahí tenéis el principio fundamental de toda justicia, tan sencillo que todos lo comprenden, tan evidente que nadie le niega, y que no está escrito en todos los códigos sino porque está grabado en todas las conciencias.

Imaginemos la sociedad más sencilla, compuesta de dos hombres; supongamos que no hay asociación siquiera, sino reunión: dos de entre vosotros han cometido una falta y sido encerrados en el calabozo: ya tenéis deberes y derechos el uno para con el otro. Os entrarán el pan, el rancho y el agua. Cada cual tiene el derecho de que el otro no se coma su ración, y el deber de no comerse la de su compañero: tiene el derecho de que le deje dormir, y el deber de no despertarle: tiene el derecho de que durante el sueño no le mate, y el deber de no matarle mientras duerma: tiene el derecho de que no le calumnie diciendo que ha querido forzar la puerta o prorrumpido en palabras ofensivas contra sus jefes, y el deber de no calumniar tampoco. Ya veis que en la reunión de solos dos hombres que no puede llamarse aún sociedad, reducidos a un estrecho calabozo donde sus relaciones son tan limitadas, hay ya deberes y derechos. El que no los respeta merece una pena para que le castigue porque faltó, para que le contenga y no vuelva a faltar, para que sirva de ejemplo a los otros que todavía no han faltado. A fin de que esta pena sea proporcionada al delito, es decir, justa, para que no sea obra del capricho del que la impone, se necesita una ley. Mas para imponer esta ley es preciso averiguar si hubo realmente falta, juzgar su gravedad; esto no puede hacerlo más que el juez. Pero el que falta no se presta gustoso ni a ser juzgado ni a sufrir la pena que mereció, quiere eludirla, hay que obligarle materialmente: de aquí la necesidad de empleo la fuerza, y los fusiles, y las paredes, y las rejas y las cadenas.

Si a vosotros os dijeran ahora: los 800 o 1000 hombres que hay en este presidio van a embarcarse para América; hay allí una isla fértil y desierta que es preciso poblar; tomad provisiones para un año, y herramientas para labrar la tierra y construíros habitaciones; quedáis solos, en libertad de hacer lo que os parezca; pero no contéis más que con vosotros mismos; nadie vendrá en vuestro auxilio, ni os es permitido salir. ¿Qué haríais entonces? ¿Permitiríais que las provisiones se repartiesen con desigualdad, de modo que unos tuvieran más de lo necesario y otros se murieran de hambre? ¿Permitiríais que mientras los unos labraban la tierra, los otros les robasen el fruto de su trabajo? ¿Que los holgazanes fuesen a habitar la casa hecha por los laboriosos y los arrojasen de ella? ¿Que, convirtiendo en armas homicidas los instrumentos del trabajo, los más perversos matasen o hiriesen, para saciar sus instintos feroces y alcanzar por el terror lo que no querían obtener por su laboriosidad? ¡Ay de vosotros si tal hicieseis! Nadie querría sembrar para que otro recogiese, nadie edificar para que otro se albergase. El hambre llegaría implacable, y exasperados por ella, os disputaríais con encarnizamiento los restos de vuestras provisiones, que sólo podrían alimentar algunos días a los que triunfasen en la lucha, y vencedores y vencidos perecerían sin quedar de ellos más que el recuerdo de sus crímenes y sus huesos insepultos descarnados por las fieras.

Pero no, vosotros que maldecís las leyes, las estableceríais en vuestra colonia, por necesidad, por instinto de conservación. ¿Y qué leyes serían éstas? Las mismas, con muy corta diferencia, que aquellas por que habéis sido juzgados. Las leyes no son más que expresión de la necesidad social y de la conciencia humana; y como vuestra sociedad tendría las mismas necesidades que todas, y vosotros, aunque extraviada y sofocada a veces, tenéis conciencia, vuestras leyes serían justas. Como el ladrón no quiere ser robado, ni el asesino que alevosamente le hieran, castigaríais el robo y el asesinato, y los crímenes y los delitos todos, sin otra diferencia que vuestro código sería más severo, infinitamente más duro en las penas que impusiera, como hecho para una sociedad ignorante y débil. La dureza de las sociedades, como la de los individuos, está en proporción de su debilidad y de su ignorancia.

Las leyes penales varían en los castigos que imponen, pero no en las cosas que prohíben, y la base de todos los códigos pasados, presentes y futuros es, como ya os he dicho: No hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti. Cuando faltáis a este precepto, cuando atacáis la vida, la hacienda, la honra, o hacéis daño de cualquier modo que sea, no es solamente un juez que interpretando un código os condena; se alzan contra vosotros todas las leyes de todos los países, de todos los tiempos: habéis faltado a la ley humana, a la ley de Dios, os dicen los hombres que han sido, y los que son y los que serán, arrojando sobre vuestro crimen el peso de los siglos.

Ya lo veis, la sociedad no puede vivir sin leyes; puede decirse, sin exagerar nada, que como el hombre necesita respirar aire, toda reunión de hombres, toda sociedad necesita respirar justicia, y que si le falta, perece ahogada en la iniquidad y en la sangre. Los ladrones en cuadrilla, si han de organizarse de modo que puedan existir algún tiempo, establecen entre sí los mismos principios de justicia que atacan en la sociedad.

Pero si os fuera dado destruir el orden establecido; si por un acto de vuestra voluntad pudierais anular ese Código penal contra el que tanto protestáis; si cada uno de vosotros tuviese libertad para atacar las haciendas, la vida y la honra, sin que la Guardia civil le persiguiese ni el juez le condenase, ¿qué pensáis que sucedería? ¿Pensáis que viviríais dichosos con el fruto de vuestras rapiñas y el precio de la sangre que habíais derramado? ¡Insensatos! ¡Ay de vosotros el día en que no hubiese leyes ni jueces! Si fuera posible que sonase esa hora, la última estaba muy cerca para vosotros, y debíais daros prisa a reconciliaros con Dios los que todavía creéis en él. Al suprimir el Código, ¿podríais suprimir las necesidades de la sociedad, la conciencia humana, y la ley divina que ha dispuesto que los malvados sean un corto número?

¿Qué dice la necesidad social? Que es preciso q se respete la hacienda, la vida y la honra.

¿Qué dice la conciencia? Que hay derecho para castigar a los que atacan aquellas cosas.

¿Qué dice el mayor número que las respeta? Que hay fuerza para destruir a los agresores, que son los menos.

Así, anulada la ley, queda la necesidad, el derecho y la fuerza de destruiros, y seríais destruidos indefectiblemente aniquilados.

En las sociedades primitivas, en los pueblos ignorantes, y por consiguiente débiles, la ley es dura; acaba de salir de la mano del ofendido, y participa de su temor y de su cólera. Cuando la acción de la sociedad que tanto maldecís es débil, la del individuo la suple, y como el individuo no perdona tan fácilmente como la sociedad, como no puede perdonar porque le falta fuerza, el malhechor no halla misericordia. A veces es entregado al ofendido o a sus parientes para que sacien en él los furores de su cólera. En todas las legislaciones criminales antiguas se ven las huellas de esos tiempos parecidos a los que imagináis tan bellos, en que la fuerza pública siendo casi nula, la del individuo tenia que suplirla; en que el malhechor, en vez de ser perseguido por la Guardia civil, lo era por las personas a quienes había hecho daño y por sus parientes y amigos; en que sin exageración puede decirse que era cazado; en que no había piedad para él; en que la ley, con su pena de muerte prodigada sin compasión, con sus cárceles donde se trataba a los presos como no tratamos hoy a ningún animal, con sus torturas y sus horribles suplicios, reflejaba por todas partes la cólera del ofendido. De esos tiempos en que las leyes eran débiles como vosotros quisierais que fuesen, viene el dar a la justicia el horrible nombre de venganza pública.

Y por horrible que sea, donde no hay justicia es preciso que haya venganza, y si no os presentáis ante el juez imparcial, es preciso que os sometáis al fallo del hombre a quien habéis robado, o de los vengadores de vuestras víctimas. Donde no hay fuerza pública, todos se arman contra el bandido que roba y mata, como contra un animal dañino que tala los campos, y el bandido sucumbe, es cazado. Antiguamente, cuando la ley era débil y cruel como os he dicho, no había presidios, y pocas cárceles se necesitaban. Como la regla de la pena es ahora la prisión, entonces lo era la muerte; los malhechores eran inmolados sin misericordia, y si no había razón, había propiedad en llamar venganza a la justicia.

Vosotros, que os creéis fuertes imaginando, insensatos, que si no hubiera jueces y leyes podríais poner por obra vuestra voluntad y vivir dichosos de rapiñas y matanzas, salid de la prisión. Retirése la guardia, ábranse las puertas, armaos de hierro y de cólera reprimida, y de odio añejo; ya no hay ley, ni paredes, ni rejas, ni soldados, atacad las haciendas y las vidas. No os detengáis, sólo hallaréis un obstáculo. Los hombres honrados, puesto que no tienen quien los defienda, han resuelto defenderse, y vais a pelear uno contra mil. ¿Os aterra la proporción? ¡Pues no podéis destruirla, porque esta proporción es la obra de Dios!

Fuerza es desistir de la empresa; al salir de aquí, si no queréis ser hombres honrados a la luz del día, tenéis que hacer mal en las tinieblas y ocultaros donde al fin os hallarán; y cuando os hallen, ya podréis comprender que es una fortuna para vosotros que en vez de sufrir la cólera del que habéis ofendido, os lleve la Guardia civil conduciéndoos, impasible como el deber, al juez que examina imparcial vuestro delito y le aplica la pena señalada por la ley. A él no le habéis ofendido, no os conoce, no puede aborreceros, y para ser justo no ha menester heroísmo ni aun virtud, como el ofendido que os hubiera de castigar, y que para haceros justicia necesitaba perdonaros antes.

Ya lo veis, las leyes son absolutamente necesarias; cuanto mayor es su fuerza, tanto menos dura es la suerte de los que condenan, y su protección, conveniente para todos, es más necesaria para los que las han infringido. Antes de entrar en el examen de la justicia de las leyes, convenceos de su necesidad, y salid del error en que estáis, imaginando que si no las hubiese, seríais fuertes y dichosos. La fuerza pública que miráis como enemiga, lejos de serlo, os ampara, os defiende de la venganza pública. Sabedlo, los delincuentes son débiles, y las leyes, que hacen los hombres de bien, a los criminales principalmente aprovechan, porque sin ellas serían inmolados.




ArribaAbajoCarta IV

A las corrigendas


Mis cartas anteriores se dirigen indistintamente a los penados de ambos sexos. Las corrigendas, como los presidiarios, ignoran en su mayor parte las leyes que las condenan; desconocen su justicia; tienen ideas confusas de la virtud, del deber, de lo que es la sociedad para ellas, de lo que ellas son para la sociedad; sufren el castigo como quien cede a la fuerza; se aturden o se desesperan en lugar de resignarse, y la desgracia, que es gran maestra de los que quieren aprender, nada les enseña. Todas estáis igualmente necesitadas de que una voz amiga, pero severa, os explique en qué faltasteis, por qué sois castigadas, y cómo podéis borrar las huellas de vuestra falta recibiendo la pena como una penitencia merecida.

Pero si el legislador os asimila a los ancianos, mujeres reclusas, y teniendo compasión de vuestra debilidad os trata con más blandura, ¿no deberé yo hacer entre vosotras y los hombres alguna distinción como la que hace la ley? La hago con mi corazón, y si en mis cartas anteriores, si en las siguientes, halláis algunas frases que os parezcan duras, que no pueden aplicarse a vuestra prisión, ni hallan eco en vuestra alma, en vez de pensar: nos creen peores de lo que somos, decid: Eso se ha escrito para los hombres.

Yo no creo, como vulgarmente se cree, que la mujer que llega a ser mala es peor que ningún hombre, porque sé que hay hombres que llegan con su perversidad hasta un punto en que se puede decir: No hay más allá. Si alguna de entre vosotras puede competir en maldad con los hombres malvados, es bastante para que sea un monstruo y el oprobio de su sexo. En la mujer choca más el mal porque se espera menos. Ha recibido de Dios más ternura, más compasión, más afectos benévolos, más disposición a sufrir resignada, a olvidarse de sí propia, a sacrificarse por los demás, y su mano débil, y su corazón amante, y su horror a la sangre parecen decirle: Has nacido para verter lágrimas sobre los dolores que consueles. Así, el mal en la mujer choca, sorprende, asombra; los mismos vicios o crímenes son en ella más repugnantes y odiosos que en el hombre, y por eso cuando llega a ser tan mala como él, parece infinitamente peor. De tal modo está organizada para amar, para compadecer, para consolar, para huir de los medios violentos, que si el hombre criminal infringe una ley santa, la mujer parece infringir dos, la de Dios y la de su organización. Así, la mujer que es tan mala como el hombre, es más repugnante; no lo olvidéis, hermanas mías, tenéis en vuestra naturaleza menos medios de ser malas, más elementos para ser buenas, y por consiguiente, mayor obligación de serlo. Los hombres, que cuando sois perversas os miran con desprecio y con horror, no hacen sino anticipar el juicio de Dios, que será con vosotras muy severo.-¿Qué has hecho, dirá el Señor en el día de la justicia, qué has hecho, mujer criminal, de los altos dones con que había enriquecido tu alma? ¿Cómo has convertido en dureza la ternura de tu corazón? ¿Cómo se han vuelto maldiciones y blasfemias las dulces palabras que había puesto en tus labios? ¿Cómo has suplido la debilidad con la astucia, y no pudiendo vencer el santo horror que te di de la sangre, has suplido con el veneno el hierro homicida? ¿Cómo has secado en tus ojos las lágrimas de la compasión, haciendo verter tantas, cuando te había mandado al mundo para enjugarlas? Caiga sobre ti mi justicia, mujer perversa, y maldita seas por los siglos de los siglos.-

No permita Dios que entre vosotras haya ninguna sobre quien deba recaer tan terrible juicio, y si alguna hubiere, ojalá que se apresure a borrar con el arrepentimiento la huella de la culpa, aplacando la justicia divina e implorando misericordia.

Al dirigirme a los criminales creo que habrá muchos que no me escuchen, entre vosotras habrá menos. Es raro que una mujer rechace al que se acerca a ella con dulzura; que quiera aparecer vil y perversa ante las personas buenas; que no conserve allá en el fondo de su corazón algún sentimiento dulce, alguna lágrima pura para alguna cosa santa, alguna aspiración hacia el Dios que ofende y parece haber olvidado. La mujer que no ama y que no cree, la que no tiene algún afecto en este mundo y alguna idea del otro, es un ser tan extraño y tan monstruoso, que casi siempre me parece ver allí algún trastorno físico, algún estado nervioso semejante a una enfermedad, y tengo impulsos de decir: Hay que llamar al médico para esta mujer que no cree en Dios.

Si entre vosotras hubiera alguna enferma de este modo, pedid al Señor por su salud; que la oración del desdichado que pide por otro que lo es más todavía, debe ser muy acepta a los ojos de Dios. Vosotras le habéis ofendido, pero no le habéis olvidado; no le deja la mujer sino para volver a él, solamente que en esta ausencia culpable suele perder la felicidad y la honra. Todavía, si os arrepentís y os enmendáis, podéis recobrarlo todo, hasta el honor, porque aunque el mundo vuelve difícilmente su aprecio cuando una vez le ha retirado, nadie es bueno ni malo mucho tiempo sin que Dios y los hombres le hagan justicia.

Necesito toda vuestra atención, porque voy a dirigirme principalmente a vuestro entendimiento. Voy a explicaros la justicia de las leyes que os han condenado, a daros a conocer las que podéis infringir. El camino que habéis emprendido está lleno de precipicios que no distinguen vuestros ofuscados ojos, y que puede mostraros quien los ve con claridad. Haced uso del entendimiento que habéis recibido de Dios; es ofenderle despreciar uno de sus más altos dones, dejando ociosa la facultad de pensar y de comprender lo que os conviene, y dónde está el peligro y dónde la salvación.

Impresionables y vehementes, pasáis de la exaltación de las pasiones a la de las creencias, del olvido de Dios a la superstición, del pecado al arrepentimiento, y muchas veces no perseveráis en él porque vuestra razón no acude como debía en auxilio de vuestra fe. Es preciso ser razonables y creyentes, que la sabiduría suprema no nos ha dado distintas facultades y disposiciones para que se combatan, sino para que se sostengan, ni ha hecho tres cosas distintas del precepto religioso, de la utilidad y de la justicia.

Si me prestáis atención, os convenceréis de que las leyes son necesarias, son justas, son fuertes, y que es locura culpable ponerse en lucha desigual con quien tiene razón y tiene fuerza. Os convenceréis de que las leyes de los hombres están en armonía con la de Dios, y que si no por amor a él, por amor de vosotras mismas, por cálculo, debéis respetar esas leyes o siquiera obedecerlas, porque lo que es justo es útil, y la utilidad fuera de la justicia es engañosa, es mentida, es la que os ha llevado donde estáis con los cálculos siempre errados del que olvida sus deberes. Vosotras sentís los vuestros; es preciso razonarlos, porque sólo así seréis fuertes contra la mala tentación. Si por no haber podido resistirla están los hombres en presidio; si el delito es en ellos hijo de la debilidad, ¿qué será en vosotras, donde no tiene ni aun la apariencia de fuerza y energía? Muchas, las más tal vez, ¿no habéis sido arrastradas a él por las tristes circunstancias en que os colocó una debilidad? ¿Mirasteis cara a cara el mal que habéis hecho, y dijisteis en vuestro corazón; voy a lanzarme a él, o el mal vino después de los halagos de un seductor que escuchasteis en hora menguada? El delito o el crimen a que os arrastró con su ejemplo o con su abandono el hombre que os sedujo, estaba bien lejos de vuestro pensamiento el día en que por debilidad cometisteis la primera falta. Si hubierais subido cómo se encadenan; si hubierais sabido cómo envuelven en una especie de red; si hubierais sabido que el escudo de la mujer es su honor, porque desde el momento que le pierde todas sus virtudes se hallan como sin amparo y sin defensa; si hubierais sabido que la debilidad en una mujer, si no es un crimen ni un delito, es como una brecha por donde pueden entrar los delitos y los crímenes todos; si hubierais sabido que el desprecio del mundo había de empujaros a ser despreciables, y que no teniendo amparo en el aprecio propio, y desesperando de vosotras mismas, no habíais de hallar otro refugio que en la embriaguez del mal y en la desesperación; si todo esto hubierais sabido, mujeres desdichadas, habríais rechazado con horror al hombre pérfido, detrás de cuyos halagos estaba el robo y el infanticidio.

Ahora sabéis ya todas estas cosas; la desgracia y la culpa os han enseñado sus tristes misterios. ¿Serán perdidas lecciones compradas a tan alto precio? Vosotras deberíais tener experiencia de los hombres y de las cosas, y en general no la tenéis. ¿Por qué? Porque la experiencia no es el recuerdo de las cosas que nos han pasado, sino el conocimiento que de ellas se adquiere reflexionando, comparándolas y juzgándolas. Procurad adquirir esa experiencia de que tanto necesitáis, y yo procuraré ayudaros. Fortificad vuestro corazón con la fe, y vuestro entendimiento con el raciocinio; escuchadme, y comprenderéis la moralidad de las leyes y las leyes del mundo moral; el enlace de los derechos y de los deberes, que pareciéndoos justos, os parecerán más fáciles, porque nada facilita tanto una cosa como la voluntad de hacerla, y nada influye más constantemente en la voluntad que la idea de la justicia. La justicia, cuando se forma de ella una idea clara como la que yo intento daros, sobrenada como un cuerpo ligero en el Océano, cuyas olas embravecidas le sumergen un momento. En el alma humana, como en el mar, la tempestad no es la regla, sino la excepción: las pasiones pasan, la conciencia queda, y si logro ilustrar la vuestra, no quedará en vano. Yo sé que muchas escucháis, que muchas comprendéis. Procurad aprender; cuanto más cerca estéis de la verdad, más lejos estáis de la desgracia y del crimen; la mujer aun menos que el hombre debe ser mala por cálculo.




ArribaAbajoCarta V

Grandeza del arrepentimiento. -De los delitos y faltas. Artículos del Código 1.º, 2.º, 3.º, 4.º, 5.º


Hermanos míos: Al recordar mis cartas anteriores, siente mi corazón una secreta pena: hay en ellas algunas frases severas que, dirigiéndose a desgraciados, podrían parecer dureza, si no fueran necesidad. La blandura, bien lo sabéis, suelo tomarse entre vosotros por debilidad que excita desdén, y yo sería objeto del vuestro si con mis palabras os diera a entender la creencia de que todos estabais dispuestos a escucharlas y seguir mis consejos y a penetraros de mis razones. La propensión que tiene el hombre a despreciar al que engaña, es mayor todavía en el presidio que en el mundo, y yo sería objeto de burla para los perversos, si ellos no lo hubieran sido de mis severos juicios. La perversidad, su prestigio, al menos hasta cierto punto, se desarma en cuanto se adivina, y el malvado dispuesto a burlarse del que le compadece, del que le exhorta, del que le hace bien, siente una cosa parecida al respeto por el que le conoce. Esta es la razón de las duras palabras con que he pintado las cosas horrendas; este el motivo de bajar con el pensamiento a los abismos de la iniquidad y decir: Sé lo que en ellos pasa.

Por mí, ni para mí, no he menester consideración ni respeto; por vosotros y para vosotros necesito que mis palabras tengan el prestigio que da a las suyas el que sabe lo que dice y a quién lo dice. Si alguna vez os parecieren duras, no se las aplique ninguno que no las merezca; más dispuesta estoy a haceros gracia que agravio, y mi corazón os defiende más veces que os acusa. Escuchad mi voz como la de un amigo, que es a veces severa porque no puede engañar; y creed que si las lágrimas de la compasión borrasen las huellas de la culpa, vuestras almas aparecerían puras y sin mancha como han salido de la mente de Dios. Pero sólo el arrepentimiento purifica, sólo él regenera y ennoblece lo que la culpa ha degradado. Ojalá que el vuestro os levante y os rehabilite; ojalá que lleguéis por él a una segunda inocencia; ojalá que la compasión que me inspiráis pueda trocarse algún día en admiración y respeto.

¡Respeto y admiración! Extrañeza o risa os causarán tal vez estas palabras aplicadas a los que arrastran en la prisión sus cadenas y su ignominia. Sí, admiración y respeto; que no hay ningún hombre caído tan abajo que no pueda levantarse, ninguno tan humillado que no pueda ennoblecerse, ninguno tan culpable a quien si de veras se arrepiente y se enmienda no digan Dios y los hombres: -Yo te perdono.

La inocencia es pura, el arrepentimiento es sublime; la inocencia complace, el arrepentimiento admira; la inocencia es serena como la paz, el arrepentimiento grande como el triunfo; la inocencia da una luz suave, el arrepentimiento deslumbra con el fuego en que se ha purificado; la inocencia pasa como una paloma que no aventuró su vuelo lejos de la tierra, el arrepentimiento estuvo en lo más alto y en lo más bajo, sabe lo que pasa en las nubes y en los abismos; la inocencia vive en la ignorancia dichosa de las tempestades de la culpa, el arrepentimiento sabe todos los secretos del bien y del mal; la inocencia lleva una frente pura que se ve con satisfacción, el arrepentimiento tiene la suya llena de cicatrices que conmueven, porque se adivina en ellas, primero una mancha, y después una herida; pasamos a veces al lado de la inocencia sin notarla, el arrepentimiento dice siempre a nuestra atención: ¡detente! porque aquella criatura que vivió en la obscuridad del error, que se dejó arrebatar por el torbellino de sus pasiones, que se embriagó con el vicio o con el crimen como con una de esas bebidas dulces que hacen perder el juicio, que se degradó encenagándose en el desprecio de los demás y en el suyo propio, que vivió en el abismo de la desesperación, y que después de todo esto, abre sus ojos a la luz, su corazón a la esperanza, y se levanta y vuelve a caer, y se alza de nuevo, y gime, y vacila, y persevera, y se estremece, y se avergüenza, y se purifica, y lucha, y tiene horas de desaliento y de fe, y triunfa; este hombre, quienquiera que haya sido, es grande, y al darle nuestro aprecio le daríamos poco, porque es digno de nuestra admiración. El hombre arrepentido nos interesa y nos admira porque pensamos los dolores que debió sufrir donde estuvo, la fuerza que ha necesitado para llegar a donde está: el hombre que se levanta no es menos grande que el que no ha caído. Así, cuando os digo que aun podéis inspirar admiración y respeto, es como si dijera que aun podéis arrepentiros.

Muchos de entre vosotros, al creeros incapaces de arrepentimiento y enmienda, padecéis un error, os calumniáis, y espero que alguno ha de decir un día: -Yo soy mejor que pensaba.

Ahora abramos el Código, estudiemos esas leyes en virtud de las cuales habéis sido penados. Ojalá las hubierais podido estudiar antes, y tal vez el conocimiento de su moralidad y su justicia, elevando vuestra alma a la altura del derecho y del deber, la hubiera fortificado contra la mala tentación. El artículo primero del Código dice así:

Artículo 1.º Es delito o falta toda acción u omisión voluntaria penada por la ley.

Las acciones u omisiones penadas por la ley se reputan siempre voluntarias, a no ser que conste lo contrario.

El que ejecutare voluntariamente el hecho, será responsable de él e incurrirá en la pena que la ley señale, aunque el mal recaiga sobre persona distinta de aquella a quien me proponía ofender.



La ley castiga los delitos y las faltas, y al suponer que son voluntarios, obra en razón y en justicia. Como la ley no es más que la conciencia humana, nadie delinque ni falta sin saber que hace mal y que merece castigo; toda acción penada por la ley es condenada por la conciencia. La ley hace, pues, bien en reputar como voluntarios la falta o el delito.

Esto es tan cierto, que el reo para defenderse niega haber ejecutado la mala acción, pero no niega que la acción sea mala. Si pudierais leer en los anales del crimen, si pudierais seguir los debates en los tribunales, veríais que el acusado y el acusador están de acuerdo en que la falta es falta, el delito delito y el crimen: su autor no suele confesar que lo ha sido, y en esto sólo no está conforme con el juez. Reflexionad sobre este hecho constante. ¿Qué os dice? Que la ley está dictada por la conciencia humana; que lo que llama malo es lo mismo que tenéis por tal, lo que condena es lo mismo que condenáis, y que si el culpable quiere sustraerse a su acción no es por desconocer su justicia, sino por huir del castigo.

Pero la ley, notadlo bien, la ley pone su mayor atención, tiene el más exquisito cuidado en que el inocente no sufra la pena de los culpados, y vosotros no tomaríais tantas precauciones para vuestra seguridad como ella toma para que no sea atropellada vuestra justicia. Así, al decir que reputa las faltas voluntarias, añade: a no ser que conste lo contrario. En efecto, si la falta ha sido cometida por un loco, no se reputa voluntaria, porque la voluntad de un loco, que no tiene razón ni conciencia que la dirija, no es libre, es una fuerza ciega que cede a un impulso que no le es dado resistir, y no puede ser responsable.

Además de los casos de demencia, puede haber alguno, aunque raro, en que el hombre delinque sin saber que hace mal: pongamos un ejemplo. Algunos de entre vosotros habéis estado muchos años en Filipinas, no ha llegado, no ha podido llegar a vuestra noticia que en Europa se hacen caminos de hierro por donde marchan máquinas arrastrando enormes pesos. Desembarcáis en Inglaterra, que es donde se hizo el primero de esos caminos; deseosos de correr tierra después de una navegación tan larga, os vais por los campos, notáis unas barras de hierro que se extienden a larga distancia por uno y otro lado; ¿qué será esto? os decís. Alguno, fatigado de andar y más curioso, exclama -«Sentémonos aquí hasta que pase quien nos lo diga», y os sentáis. Otro nota que la tierra está húmeda, y viendo unas vigas cortas cerca, ayudado de algunos compañeros, las pone encima de las barras de hierro por ser parte menos húmeda, y todos os sentáis. Como hacía mucho tiempo que no andabais, os habéis cansado, os agrada el asiento, aunque duro, y distraídos con la conversación, sin que lo notéis llega la noche. Una nube muy obscura os priva de repente de la escasa luz del crepúsculo, oís un ruido extraño como si temblase la tierra, miráis a la parte hacia donde se oye, y veis un horno ardiendo que se adelanta hacia vosotros; parece la boca del infierno, y encima como el ojo de algún demonio que os mira fijamente antes de arrojaros al fuego. Vuestro terror es grande; los menos devotos se acuerdan de Dios, y todos huyen; los que miran hacia atrás ven fuego hacia el lugar en que estaban sentados, y tocios oyen voces dolientes y quejidos lastimeros.

Llegáis uno después de otro a recogeros al barco, donde ya se notaba vuestra ausencia. Al día siguiente la policía sospecha que las traviesas que sobre la vía han producido el descarrilamiento, fueron puestas por vosotros; os prenden y os prueban que habéis sido los autores del daño. La pena que van a imponeros es terrible, porque son grandes los males causados; muchas personas han muerto y hay un gran número de heridos. ¿Cómo os defenderéis de acusación tan terrible? Vuestro defensor dice la verdad, y la prueba; vuestra inocencia aparece, y sois absueltos.

Ya veis que, aunque difícil, es posible, aun fuera de los casos de demencia, que haya faltas y delitos involuntarios, y por remota que sea, la ley, siempre justa, se apresura a admitir esa posibilidad, porque la ley quiere ante todo amparar la inocencia.

Que quien ejecuta voluntariamente el hecho debe ser responsable de él, cosa es que no necesita explicación, mas que el daño no recaiga sobre la persona que se proponía ofender. Porque si yo, amparada de las sombras de la noche, acecho detrás de un árbol a que pase Juan para matarle, y acierta a pasar Pedro y por equivocación le doy muerte, ya comprendéis que mi equivocación no puede servirme de defensa.

Art. 2.º No serán castigados otros actos u omisiones que los que la ley, con anterioridad, haya calificado de delitos o faltas.



La ley, siempre solicita por la justicia, no sólo quiere salvar al inocente, sino que no permite que el culpado sea calificado de tal sino por ella. Cuando se trata de castigar a un hombre, no lo parece bastante garantía de acierto el juicio de otro, aunque ese otro sea un juez probo, ilustrado, y dice a los tribunales: si hay una falta o un delito que no están previstos en el Código, guardaos de castigaros; dad cuenta del delito o la falta, para que yo, la ley, justa e impasible, diga si merece castigo y cuál ha de ser, a fin de que se imponga el mismo siempre, y no que cada juez aplique el que le parezca: la justicia de los hombres ha de acercarse cuanto pueda a la de Dios, que es la misma para todos.

Art. 3.º Son punibles, no sólo el delito consumado, sino el frustrado y la tentativa.

Hay delito frustrado cuando el culpable, a pesar de haber hecho cuanto estaba de su parte para consumarlo, no logra su mal propósito por causas independientes de su voluntad.

Hay tentativa, cuando el culpable da principio a la ejecución del delito directamente, por hechos exteriores, y no prosigue en ella por cualquiera causa o accidente que no sea su propio y voluntario desistimiento.



Por ejemplo: un asesino me acecha, al pasar me dispara un tiro y me mata: delito consumado. Al disparar se le revienta el cañón de la escopeta, o no hace bien la puntería, o yo le veo y por un movimiento rápido me aparto, y sale el tiro, pero no me hiere: delito frustrado. La Guardia civil sabe que aquel hombre me aguarda para matarme, corre al lugar en que se ha apostado y se apodera de él y de su arma homicida antes que haya podido hacer uso de ella: tentativa.

¿No os parece que es digno de severo y ejemplar castigo este hombre, no sólo cuando mató, sino cuando la casualidad hizo que no matase, o la fuerza le impidió intentarlo? El hombre no merece pena ni recompensa sino por su voluntad; el bien o el mal que sin ella hace o deja de hacer es como el que haría una máquina movida por ajeno impulso, y que no puede merecer elogio ni vituperio. Para Dios, siempre que hay voluntad de hacer mal hay pecado, y habrá castigo si no hay arrepentimiento y penitencia; para la ley, que no puede leer como Dios en el corazón, no basta la voluntad para que haya culpa. Pero desde el momento en que el culpable empieza a poner por obra su mal deseo de un modo cualquiera, habría injusticia en absolverle como al hombre honrado que no quiere ni intenta hacer mal a nadie. Así, la ley es equitativa cuando añade en el

Art. 4.º Son también punibles la conspiración y la proposición para cometer un delito.

La conspiración existe cuando dos o más personas se conciertan para la ejecución del delito.

La proposición se verifica cuando el que ha resuelto cometer un delito, propone su ejecución a otra u otras personas.



No es entre vosotros donde creo que sea necesario esforzarse mucho para hacer comprender la justicia de los párrafos anteriores; entre vosotros, donde habrá tantos que no gemirían entre cadenas si no hubiera habido malvados que los indujesen a abandonar el camino de la virtud y del honor; pérfidos que pintasen el crimen con ventajas que no tiene, trocando con falacia sus peligros en seguridades; cobardes que no atreviéndose a luchar solos contra la ley, buscan cómplices y víctimas entre los incautos que escuchan sus infames proposiciones. ¿Cuántos de entre vosotros no han sido seducidos por el mal consejo, o arrastrados por el mal ejemplo? ¿Cuántos no viviríais honrados y dichosos sin la seducción de los perversos que os pusieron en el camino que conduce a la prisión? ¿Habrá muchos que no atribuyan con verdad gran parte de su desgracia a las malas compañías? Ahora que ya sabéis por medio de una dolorosa experiencia a dónde conducen, huid de ellas. En el trato con los malos hay una cosa para el alma semejante a lo que sucede con el aire que se respira, si está viciado: destruye la salud sin que se note.

Hubo un tiempo en que eráis honrados; empezasteis a tratar con los que no lo eran, y sin saber cómo, os hallasteis dispuestos al delito y poco después culpables. Una y otra y mil veces os ruego en nombre de vuestro bienestar futuro: cuando salgáis de la prisión, elegid amigos que no os vuelvan a ella. La ley añade:

Exime de toda pena el desintimiento de la conspiración o proposición para cometer un delito dando parte y revelando a la autoridad pública el plan y sus circunstancias antes de haber comenzado el procedimiento.

Art. 5.º Las faltas sólo se castigan cuando han sido consumadas.



En la falta frustrada, en la tentativa, en la proposición de cometerla, hay culpa, y puede con justicia haber castigo; pero como la culpa no es grave, como el daño intentado no es grande, la ley cree que no hay peligro en perdonar cuando no se consuma, y perdona; porque la ley, contra lo que equivocadamente habéis imaginado, más que al rigor, propende a la misericordia.

Art. 6.º Se reputan delitos graves los que la ley castiga con penas aflictivas.

Se reputan delitos menos graves los que la ley reprime con penas correccionales.

Son faltas las infracciones a que la ley señala penas leves.



Ya veremos más adelante cuáles son estas penas; hoy, al terminar el examen del capítulo primero del Código penal, espero que algunos de entre vosotros se habrán convencido de que nada hay en él que no sea justo, que no esté meditado, y no revele el firme propósito de evitar que la inocencia sea desconocida y atropellada. Este convencimiento se fortificará más y más a medida que profundicemos en el estudio de la ley, y aparecerá a vuestros ojos grande, justa, fuerte, y este conocimiento podrá contribuir mucho a que no la infrinjáis.

Un rey tenía en su corte algunas personas que en su juventud, dejándose arrastrar de sus pasiones, habían cometido faltas graves y sido condenados a prisión. «¿Qué habéis aprendido en presidio? les preguntaba un día. -Yo, respondía uno, he aprendido a tocar la guitarra. Yo, decía otro, he aprendido a tejer paja con grande primor. -Yo, añadía un tercero, he aprendido a hacer figuras de madera y de hueso. -¿Y tú? preguntó otra vez el rey al cuarto que escuchaba en silencio lo que decían sus compañeros, ¿tú que aprendiste en la prisión? -Yo, señor, he aprendido a no volver a ella. -Tú sólo has aprovechado el tiempo», exclamó el monarca dándole la mano.

¡Ojalá que vosotros aprendáis lo mismo! ¡Ojalá que la desgracia os instruya de tal modo que no volváis a merecerla! ¡Ojalá que vuestra razón se fortifique y vea claro lo que os conviene, y las reglas que debéis seguir, y los peligros que debéis evitar! ¡Ojalá que aprendáis a no volver a donde estáis ahora, para que los hombres honrados puedan deciros lo que a su servidor dijo el rey, y daros la mano!




ArribaAbajoCarta VI

Circunstancias que eximen de responsabilidad criminal. Artículo 8.º


Hermanos míos. En esta carta debemos tratar de las circunstancias que eximen de responsabilidad criminal; es decir, de aquellos casos en que el hombre hace daño a otro sin culpa suya, y por consiguiente sin merecer pena ni estar sujeto a castigo. La ley dice:

Art. 8.º Están exentos de responsabilidad criminal:

  • 1.º El loco o demente, a no ser que haya obrado en un intervalo de razón.
  • 2.º El menor de nueve años.
  • 3.º El mayor de nueve años y menor de quince, a no. ser que haya obrado con discernimiento.

El Tribunal hará declaración expresa sobre este punto, para imponerle pena, o declararlo irresponsable.



No es necesario entrar en explicaciones de por qué no debe ser castigado el loco que hace daño; comprenderéis claramente la razón, y todo lo que digan los más grandes sabios sobre la irresponsabilidad de los dementes, no vendrá a ser ni más ni menos de lo que dice cualquiera: Porque no saben lo que hacen.

Nada más habría que decir sobre esto, si desgraciadamente el hombre no cayera a veces en una especie de demencia voluntaria, que no le hace irresponsable como al loco, pero que le hace poco menos insensato que él. Cuando el hombre se deja arrebatar de sus pasiones y de sus instintos; cuando sofoca la voz de su conciencia; cuando escucha los consejos que le encaminan. al crimen; cuando no abre sus ojos sino a los malos ejemplos; cuando olvida a Dios o le niega, porque su ley santa es un freno que necesita romper; cuando aparta la razón como un obstáculo enojoso, y esto lo repite un día y otro día, y un año y otro año, los buenos sentimientos se van apagando como una lámpara a que no se echa aceite, la conciencia apenas deja oír su voz cada vez más débil, a la idea de Dios se la impone silencio con una blasfemia, la razón queda arrinconada como un precioso instrumento de que no se quiere hacer uso, y las pasiones y los instintos perversos prevalecen y se apoderan del alma como una planta venenosa que se extiende y crece ahogando toda buena semilla. Cuando se llega a este estado, se adquiere la costumbre, el hábito del mal; entonces el mal se hace con tanta facilidad, que parece que se hace por sí mismo. El hombre es responsable, sabe que hace daño cuando lo hace no está loco, pero voluntariamente casi ha venido a perder el uso de su razón en fuerza de no usarla. Aquellos de entre vosotros que se hallen en este estado, preparaos a hacer grandes esfuerzos si queréis salir de él, y los que habéis empezado a marchar por ese camino, deteneos en nombre de Dios, mirad que ese camino conduce a la cadena perpetua y al cadalso.

Ya comprendéis también por qué la ley no castiga al niño menor de nueve años; como del loco, dice: no sabe lo que hace. De nueve a quince años, la ley se inclina a creer que el que hace mal, ignora el que causa; pero piensa que es posible que obre con discernimiento, y deja al juez que, apreciando todas las circunstancias, resuelva en justicia. Desgraciadamente hay criaturas precoces para el crimen, y que parecen envejecidos en él cuando apenas han abierto los ojos a la luz. Todos hemos conocido niños de los cuales decimos: parece un viejo. Cuando estos niños emplean en hacer mal la razón que tan tempranamente han recibido, son los criminales a quien la ley no exime de responsabilidad aun cuando no hayan cumplido quince años. ¿Y cómo se conocerá si han obrado o no con discernimiento? De una manera muy sencilla.

Si un niño se propone robar a un hombre; si comprendiendo que no puede robarle mientras viva, se propone matarle; si viendo que no le puede matar por medio de la fuerza, recurre a la astucia; si se resuelve a emplear el veneno, y tanto para procurárselo como para administrarle, toma todas las precauciones que usaría el hombre más sagaz para no ser descubierto, ¿podemos dudar de que hay discernimiento, de que hay culpa y que por consiguiente debe haber castigo?

Pero aunque el juez vea en el joven toda la culpa, no puede aplicar toda la pena. Como una madre dice: es culpable, pero es mi hijo, y le ama, la ley parece decir: es criminal, ¡pero es tan joven! y se apiada de él y le castiga con blandura. Le duele cargar de hierro aquellos miembros tan débiles todavía; imprimir un sello de reprobación en aquella frente que aún parece pura; decir en la aurora de la vida: te privaré de la libertad para siempre; aprisionar por mucho tiempo entre muros y rejas a un ser que para completarse necesita aire puro, sol esplendente, libertad; le duele creer que no ha de ser posible la enmienda en quien no puede haber formado hábito la culpa, y entregar al verdugo una cabeza que hace tan poco reposaba inocente en el seno maternal.

¡Jóvenes delincuentes! ¡Comprended y mostraos agradecidos a la blandura con que la ley os trata, honradla como buenos hijos, ya que ella os mira con el amor de madre! No quiere creer en vuestra culpa, y cuando no le es posible dudar de ella, os impone una pena mucho menor de la que habéis merecido. Volved al buen camino de que hace tan poco tiempo que os separasteis; tenéis delante una larga vida que os es dado hacer honrada y feliz; vuestro delito puede desaparecer en ella como mancha que lava una corriente de agua pura. Todavía conserváis recuerdos de la inocencia; todavía os mueven a compasión los que padecen; todavía os complacéis en vuestros juegos sencillos; todavía os causan horror y miedo la violencia y la sangre; todavía no tenéis el hábito del crimen, ni habéis olvidado enteramente las oraciones que enseñó vuestra afligida madre. Volved al buen camino, jóvenes delincuentes; los obstáculos que se os presentan son fáciles de vencer, porque a sociedad, como la ley, tiene compasión de vosotros, y está dispuesta a perdonaros más pronto porque sois jóvenes. Pero si persistís en el mal, ¡cuán desdichados seréis y cuán culpables! Hay un ser más odioso que un hombre criminal: una mujer malvada: hay un ser más odioso que una mujer malvada: un joven perverso.

La ley, tratando ¿te los que están exentos de responsabilidad criminal, prosigue:

4.º El que obra en defensa de su persona o derechos, siempre que concurran las circunstancias siguientes:

  • Primera. Agresión ilegítima.
  • Segunda. Necesidad racional del medio empleado para impedirla o repelerla.
  • Tercera. Falta de provocación suficiente por parte del que se defiende.


Reflexionemos sobre estas circunstancias que eximen de responsabilidad criminal, ya para penetrarnos de su justicia, ya para que se fijen bien en vuestra mente: por no haberlas comprendido o haberlas olvidado, algunos de entre vosotros se ven reducidos a sufrir en la prisión.

Como veis, el que obra en defensa de su persona o derechos puede herir, puede matar, sin que por ello sea castigado; pero es preciso que concurran las circunstancias que la ley señala. Agresión ilegítima, es decir, que el que acomete lo haga sin razón ni derecho, por que si yo le robo a Pedro su hija, me la llevo, y él me busca y me alcanza, y me acomete para rescatarla, la agresión será legítima; él estará en su derecho en obligarme por fuerza, si no cedo por razón, y yo no lo estaré si le hiero, aunque sea para defenderme, porque defiendo una iniquidad, y como no es lícita la defensa del crimen, no puede serlo la del criminal que intenta llevarle a cabo.

La necesidad racional del medio que emplea para defenderse el acometido no es de justicia menos evidente; porque si uno me amenaza con la mano, y yo para evitar que me dé un bofetón saco una navaja y le hiero, claro está que obro contra justicia, porque mi derecho de defensa se limita a evitar el daño que se me intenta hacer, empleando los mismos o parecidos medios que emplea el que me acomete, y dar una navajada al que me amenaza con la mano no es verdaderamente defenderme, sino acometer, y acometer con alevosía, porque la hay siempre que el agresor tiene ventaja segura. Así, pues, para eximiros de responsabilidad criminal, no sólo es preciso que el que os acomete lo haga sin razón, sino que los medios de defensa que empleéis sean los que basten para defenderos y nada más, porque sólo en el caso de que os amenacen de muerte, tenéis derecho a no respetar la vida del agresor.

Pero aún se necesita otra circunstancia: la de falta de provocación suficiente de parte del que se defiende; porque si una mujer honrada va por la calle con su marido, y un insolente empieza a requebrarla; si el marido le amonesta a que siga por su camino sin insultar a nadie, él prosigue diciendo desvergüenzas y obscenidades; si el esposo ofendido le amenaza, y él tiene el atrevimiento de poner la mano en su mujer y el marido le acomete, al verse acometido es responsable del mal que haga aun en defensa propia, porque no es legítima habiendo él provocado la agresión. Tenedlo muy presente: sólo hay derecho para defenderse cuando el que acomete lo hace sin razón, y cuando el que se defiende no emplea otros medios que los necesarios a su defensa en los demás casos; no basta decir: he sido acometido, para eximirse de responsabilidad criminal. Tratando de los que no la tienen, la ley prosigue:

5.º El que obra en defensa de la persona o derechos de sus ascendientes o descendientes, cónyuge o hermanos, de los afines en los mismos grados, y de sus consanguíneos hasta el cuarto civil, siempre que concurran la primera y la segunda circunstancias prescritas en el número anterior, y la de que en el caso de haber precedido provocación de parte del acometido, no tuviese participación en ella el defensor.



La ley, respetando los sentimientos naturales y los lazos de familia, pone en el mismo caso de la defensa propia la de los padres, hijos, esposos, suegros, yernos, hermanos y parientes inmediatos, pero exige iguales condiciones, como es justo, para eximir de responsabilidad criminal, porque sería absurdo que nadie tuviera para defender a otro derechos que no tiene para defenderse a sí mismo. La ley va más allá, y en su solicitud verdaderamente maternal, y en su respeto a los lazos de la sangre, no castiga el daño que puede hacerse en defensa de su padre, de su hijo o pariente, aunque ellos no tengan razón, y siempre que quienes los defiende no hubiese sido su cómplice provocando al agresor. ¿No veis cuán noble, cuán hermoso es el sentimiento que ha inspirado la ley? Ella dice: -«Si ves a tu padre acometido, defiéndele; para defenderle, si es preciso, acomete, y aunque no tenga razón, yo, la ley, te absuelvo porque es tu padre.»

¡Cuánta bondad y cuánta justicia en este lenguaje, hermanos míos! ¿Y todavía llamaréis a estas leyes injustas y opresoras? ¡Ah! Yo creo que muchos de entre vosotros no las infringisteis primero, no las calumniáis después, sino por no haberlas comprendido.

Queda también exento de responsabilidad criminal:

6.º El que obra en defensa de la persona o derechos de un extraño, siempre que concurran la primera y segunda circunstancias prescritas en el número 4.º y la de que el defensor no sea impulsado por venganza, resentimiento u otro motivo ilegitimo.



La ley, respetando el noble sentimiento que impulsa a defender al que se ve acometido, absuelve de responsabilidad criminal al defensor, siempre que la agresión sea ilegítima y que los medios de defensa sean proporcionados a los de ataque, exigiendo además que el ofensor no obre por resentimiento, ni otro motivo ilegítimo, porque podría suceder muy bien que con el pretexto de defender a un extraño, algún malvado inmolase a un enemigo, o al que servía de estorbo a sus cálculos y miras interesadas.

Tampoco tiene responsabilidad criminal:

7.º El que para evitar un mal ejecuta un hecho que produzca daño en la propiedad ajena, siempre que concurran las circunstancias siguientes:

  • Primera. Realidad del mal que se trata de evitar.
  • Segunda. Que sea mayor que el causado para evitarlo.
  • Tercera. Que no haya otro medio practicable y menos perjudicial para impedirlo.


Pongamos un ejemplo, y nos convenceremos de que son justas las condiciones que exige la ley para no exigir responsabilidad criminal al que hace daño.

Supongamos que de una casa cerrada, y cuyos dueños están fuera, sale humo, y yo, sin más averiguación grito: ¡fuego! y echo la puerta abajo, y los muebles por el balcón, haciéndoles pedazos. Después resulta que el humo era de la cocina, donde no había más fuego que el del hogar alimentado con leña en bastante cantidad y verde. ¿En este caso no se me puede suponer mala intención o insensatez digna de castigo?

Supongamos que hay realmente fuego en la casa, que ha tomado tal incremento que no se puede entrar sin mucho riesgo, y yo, por salvar ropas y alhajas, hago entrar en ella algunos hombres que perecen bajo el techo desplomado. ¿No soy culpable y digno de castigo por haber sido la causa de un daño mayor que el que trataba de evitar?

Supongamos que cerca del lugar del fuego haya agua en abundancia, y gente que la lleve, y una bomba para elevarla. Si en vez de extinguir el fuego por este medio racional y seguro, pretendo aislarle y para que no se propague, tiro una hermosa casa inmediata, ¿no debo responder del mal que causo, culpable o insensato?

Tampoco es culpable:

8.º El que en ocasión de ejecutar un acto lícito con la debida diligencia, causa un mal por mero accidente, sin la menor culpa ni intención de causarlo.



Por ejemplo, un tren va marchando por un camino de hierro, un hombre ha resuelto suicidarse arrojándose en la vía para que le coja la máquina. El maquinista le ve, acorta la marcha y silba; el hombre se aparta, el maquinista vuelve a caminar con velocidad, y el suicida, en el momento de pasar el tren, se lanza de nuevo sobre los carriles y queda muerto. El maquinista ninguna culpa tuvo, y es absuelto.

Tampoco es responsable:

9.º El que obra violentado por una fuerza irresistible.



Una banda de asesinos acaba de cometer un asesinato en la playa; no tienen más medio de salvación que embarcarse, ni más barco que el mío amarrado a la orilla. Se lanzan a él; yo bien sé que no debo protección a aquellos malvados, que la ley me prohíbe dársela; pero amenazándome de muerte me obligan a izar la vela, a coger el timón y gobernar hacia un buque que acaba de levantar el ancla y los lleva a los Estados Unidos. Yo los auxilié, pero violentado, y ni tuve culpa, ni se me impone castigo.

No se exige tampoco responsabilidad:

10. Al que obra impulsado por miedo insuperable de un mal mayor.



Un hombre va fumando por el campo, y oye la conversación de otros dos que quieren poner fuego a una mies, y se lamentan de no tener con qué encender lumbre, y de repente le acometen, diciendo: «Has encendido tu cigarro; tendrás fósforos; venga la caja.» Él se niega; pero ellos, furiosos, dicen que el dueño de la mies los ha ofendido, que han jurado vengarse de él y que se vengarán en su persona si no pueden en su hacienda; que van a buscarle, y si le encuentran le matan. Los hombres son desalmados, no es el primer crimen que cometen, están coléricos, y el que tiene los fósforos se los da temiendo que cometan un delito aún mayor que poner fuego a la mies: se prueba que la caja de fósforos era suya, pero se le absuelve.

No es responsable:

11. El que obra en cumplimiento de un deber, o en el ejercicio legítimo de un derecho, autoridad, oficio o cargo.

12. El que obra en virtud de obediencia debida.



Como el artillero que derriba a cañonazos una casa porque le mandan hacer sobre ella fuego, el que hace daño en su legítima defensa, el que ata al preso que quiere escaparse, o el soldado que fusila, aunque sea a un inocente, porque no puede menos de obedecer las órdenes de su jefe.

Por último, está exento de responsabilidad:

13. El que incurre en alguna omisión, hallándose impedido por causa legítima o insuperable.



El medico, por ejemplo, tiene obligación de ir a visitar diariamente a los enfermos de la prisión; pero sucede una gran desgracia, un hundimiento, del cual resultan algunos muertos y muchos heridos; no se halla otro médico, y la autoridad requiere al del presidio, que, ocupado en hacer las curas de más urgencia, no puede asistir a vuestra enfermería. Si entre el presidio y la casa del médico hubiese un río que creciendo se hubiera llevado su único puente, este obstáculo insuperable le impediría acudir a su obligación, y en cualquiera de los dos casos estaba exento de responsabilidad.

¿No veis cuánta solicitud de parte de la ley? ¿No veis cuánto os engañáis al pensar que os trata como a un enemigo vencido? Recordad que a los enemigos por lo común se los condena sin juzgarlos; pero si acaso se los juzga, ¡cómo se prescinde de todo lo que puede favorecerlos!

¡Cómo se abulta todo lo que puede perjudicarlos! ¡Qué de razones para no hallar disculpa al hecho que se les imputa! La ley, por el contrario, protectora y amiga de todos los ciudadanos, lo mismo de los acusados que de los acusadores, cuando se le dice: «Ese hombre ha hecho daño, castígale», responde: «No castigo sin justicia; ese hombre puede haber hecho daño sin culpa, en cuyo caso no merece pena, y no se la impondré.» La ley investiga con imparcialidad las menores circunstancias del hecho, y, como acabáis de ver, prevé todas las que pueden favorecer al acusado. La ley, como la caridad, no piensa mal ni se mueve a ira; al contrario, cree que todo acusado es inocente hasta que se le prueba que es culpable, y cuando se prueba, señala el castigo con la triste calma del que cumple un deber penoso. Imitadla vosotros, que sin razón la acusáis tantas veces. Como ella, no penséis mal ni os mováis a ira. Así hubierais podido evitar la suerte que os aflige; así la haréis más llevadera, y convertiréis vuestra desgracia en una escuela donde habréis aprendido que el hombre para ser dichoso necesita ser honrado.




ArribaAbajoCarta VII

Circunstancias que atenúan la responsabilidad criminal. Artículo 9.º


Hermanos míos: Hemos visto en la carta anterior cómo la ley antes de castigar investiga cuidadosamente si el que ha hecho daño puede estar exento de culpa y por consiguiente de responsabilidad. Pero la justicia de la ley, digo mal, su solicitud benévola va más allá: cuando no puede dudar ya de que hay delito, de que hay culpa, examina cuidadosamente si existe alguna circunstancia que pueda hacerse valer en favor del culpable, y se apresura a tenerla en cuenta, como si estuviera deseosa de disculparle.

Escuchad lo que dice, tratando de las circunstancias que atenúan la responsabilidad criminal:

Art. 9.º Son circunstancias atenuantes:

1.ª Las expresadas en el capítulo anterior, cuando no concurren todos los requisitos necesarios para eximir de responsabilidad en sus respectivos casos.



Ya recordaréis que en la carta anterior tratamos de los casos en que puede una persona hacer daño, y hasta causar la muerte, sin ser responsable ni incurrir en pena alguna. Mas puede suceder que aquellos casos no sean absolutamente como la ley exige para absolver, pero que merezcan tenerse en cuenta para disminuir la pena. Por ejemplo: yo hiero a un hombre defendiendo a mi padre; si mi padre no le provocó, o aunque le hubiere provocado, yo no tuve parte en la provocación, la ley me absuelve. Si de parte de mi padre hubo provocación, si yo me uní a él y con mis palabras o acciones excité la cólera del agresor, no se me absolverá si le hiero, pero en atención a que lo hago defendiendo a mi padre, esta circunstancia se considerará como atenuante, y se me impondrá una pena menor.

Si un hombre me acomete sin armas y yo saco una navaja y le hiero, no se me absolverá, porque no había necesidad racional de emplear una arma peligrosa para rechazar al que me acomete sin ninguna; pero la circunstancia de haberme provocado el herido acometiéndome, será atenuante, y menos duro el castigo.

2.ª La de ser el culpable menor de diez y ocho arios.



Este caso no necesita explicación: aunque haya descernimiento, aunque el culpable obre con conocimiento del mal que hace, la ley cree siempre que en la primera edad hay irreflexión y ligereza que debe tomarse en cuenta como causa atenuante.

3.ª La de no haber tenido el delincuente intención de causar todo el mal que produjo.



Hay, por ejemplo, una pedrea, cosa por desgracia harto frecuente, sobre todo en algunas provincias. Adelántase en ala cada bando y llueven piedras. ¿Hay entre los que las disparan algún asesino u homicida que se haya propuesto matar a los del opuesto bando? Nada de eso; son muchachos y jóvenes honrados en cuya cabeza no ha entrado nunca la idea de matar a uno de sus semejantes; pero por ligereza, por seguir el mal ejemplo que otro les da, por no parecer cobardes, porque no se rían los del barrio H... de los el barrio J..., por esa desdichada propensión que tiene el hombre a la lucha y a colocar su amor propio y su vanidad en un triunfo cualquiera; por una de estas causas, o por todas juntas, se lanzan las piedras y resulta un muerto. ¿Debe absolverse al matador? No, porque tuvo culpa. Aunque no tanto como hizo, él quería hacer daño y debía haber previsto la posibilidad de lo que. sucedió. ¿Debe aplicársele todo el rigor de la ley? Tampoco, porque conocidamente su intención no fue matar: debe, pues, hacerse lo que la ley dispone, castigarle, admitiendo como circunstancia atenuante la de que no quería hacer todo el daño que hizo.

4.ª La de haber precedido inmediatamente provocación o amenaza de parte del ofendido.



Si un hombre me amenaza, si me dirige palabras injuriosas, no es una razón para que le hiera; yo debiera alejarme de él como de un insensato peligroso; mas si no tengo tanta virtud, la ley no puede absolverme, pero toma en cuenta, para castigarme menos, la indignación que debió excitar en mí su atrevimiento culpable.

5.ª La de haberse ejecutado el hecho en vindicación próxima de una ofensa grave causada al autor, sus ascendientes, descendientes, cónyuge, hermanos o afines en los mismos grados.



Uno de vosotros llega a su casa, y encuentra llorando a su hermana, o a su madre o a su mujer, porque un vecino la ha maltratado. Lo mejor sería dar parte a la autoridad para que castigase aquel atrevimiento; pero la cólera os ciega, vais a casa del vecino y le herís. Preciso es castigaros; la ley, no puede consentir que nadie se tome la justicia por su mano, porque la justicia del ofendido es siempre venganza, no teniendo la cólera calma para pesar la culpa y el castigo; pero la ley, que no puede absolveros, os impondrá una pena menor, teniendo en cuenta que las lágrimas de vuestra madre o de vuestra esposa debieron excitar un justo enojo.

6.ª La de ejecutar el hecho en estado de embriaguez, cuando ésta no fuere habitual o posterior al proyecto de cometer el delito.

7.ª La de obrar, por estímulos tan poderosos, que naturalmente hayan producido arrebato y obcecación.



Escuchad como ejemplo un hecho. Estaban en Castilla la Nueva un día abrasador de Julio, y a las tres de la tarde, segando trigo unos segadores. La sed los devoraba; no tenían agua y mandaron a un muchacho a buscarla; tardaba mucho en venir, ya porque la fuente estaba lejos, ya porque después de haber apagado su sed se olvidó de la de sus compañeros, que lo aguardaban con una impaciencia desesperada, mirando hacia el lugar por donde debía asomar, y maldiciendo su tardanza con la voz ronca del que tiene secos los labios y el paladar, y siente que el aire le quema al pasar por la garganta. Aparece el muchacho al fin, uno de los segadores se adelanta hacia él conjurándole para que ande a prisa; el chico, con esa malignidad frívola que no es raro ver en los niños mal educados, se ríe de la angustia de su interlocutor, y empieza a dar saltos y hacer piruetas. En una de ellas cae el cántaro y se rompe. El hombre sediento no es hombre ya; la sed le ha convertido en una furia, y con la hoz que tiene en la mano hiere y deja muerto al imprudente muchacho.

¿Puede absolverse a este hombre? No. Puede imponérsele la última pena? Tampoco. Está en el caso previsto por la ley como circunstancia atenuante; la sed le afligía, le exasperaba, le ponía fuera de sí, era un estímulo que naturalmente debía producir arrebato y obcecación.

8.º Y últimamente, cualquiera otra circunstancia de igual entidad y análoga a las anteriores.



Notad bien estas últimas palabras; notad que la ley, después de haber dicho todos los casos en que el culpable puede hacer valer en su favor alguna circunstancia, dice: y cualquiera otra de igual entidad o análoga, dejando al juez una gran latitud para favorecer al culpable, y como temerosa de que por su falta de previsión pueda ser perjudicado.

La apreciación de las circunstancias atenuantes, a que tal vez muchos de vosotros debéis la vida o una disminución de pena, manifiestan, no ya la justicia de la legislación, sino que la caridad ha entrado en la ley: sí, la caridad, hermanos míos, aunque os choque la frase, como suele suceder con las que se oyen por la primera vez y no están de acuerdo con nuestros errores; la ley es caritativa, y ¡ay de muchos de vosotros si no lo fuese, y os hubiera aplicado todo el rigor de la justicia!

La ley es la conciencia de la humanidad; es el ofendido menos sus errores, su cólera, su espíritu de venganza, y a la vista de un cadáver dice a su matador: -Has derramado la sangre de tu semejante, has puesto la mano impía en la obra de Dios, has dado la muerte a un hombre. Mereces morir, bien lo sabes; tu conciencia te lo dice antes que te lo haya dicho el juez. Pero como eres muy joven; como estabas con razón irritado contra el que inmolaste; como te había ofendido a ti o a los tuyos; como fuiste provocado; como obraste a impulso de una de esas pasiones que fácilmente arrebatan o ciegan; como no fue tu intención hacer todo el daño que hiciste, yo, la ley, tengo compasión de ti; te creo culpado pero no perverso, y te perdono la vida. Vive, pero vive de tal modo, que arrepentido sirvas de ejemplo y no de escándalo; vive de tal modo, que la sociedad no me acuse por haberte disculpado, ni una nueva víctima me maldiga por haberte dejado en el mundo.-

Esto significan las circunstancias atenuantes, que tanto influyen en los juicios y que los jueces recogen con avidez piadosa. Sí, es preciso decirlo en honor de la humanidad y para confusión de aquellos que, habiéndose salido de ella por su perversidad, la calumnian; es preciso decirlo: el más perverso malhechor, el hombre más desalmado y cruel, tiene un abogado que sin interés alguno le defiende, esforzándose a que aparezca menos culpable de lo que es, y halla un tribunal que aprecia todas las circunstancias que pueden favorecerle, y que en la duda, arroja el corazón en la balanza, para que se incline de lado de la misericordia. ¡Con tanta mesura, con tanta bondad son juzgados, los que juzgan con ligereza y sin misericordia!

Al tratar de las circunstancias atenuantes, debemos hacernos cargo muy particularmente de una sobre la cual nada hemos dicho: el estado de embriaguez, cuando no es habitual. ¿Por qué añade la ley: cuando no es habitual? Porque el que sabe que pierde su razón bebiendo con exceso, y bebe y vuelve a beber, renuncia voluntariamente al uso de su razón, tiene voluntad de perderla, y es responsable del daño que hace después que la perdió, porque era dueño de no haberla perdido. Si yo tengo un león en una jaula y lo suelto, cuando vengan a pedirme cuenta de las víctimas que causó, ¿podré disculparme diciendo que yo no puedo impedir que una fiera suelta haga daño? Ciertamente me contestaría el juez: Pero por la misma razón que usted no puede impedir que una fiera suelta haga daño, está en el deber de no soltarla. -Lo mismo puede decirse al que alega la embriaguez para disculpar su delito. Los malos instintos, las malas pasiones son una fiera; la razón es la jaula que las detiene: el que la pierde voluntariamente abre, y debe responder de los males que hagan cuando estén sueltas. La embriaguez es una culpable locura que hace dementes responsables ante la ley.

Pero cuando he dicho que la embriaguez abre la puerta a los instintos feroces, he dicho poco; hace más que dejarlos en libertad, los crea. Sí, hay hombres pacíficos y buenos que la embriaguez transforma completamente, convirtiéndolos en seres crueles o intratables. ¿Cómo un vaso de vino hace insolente al hombre humilde, pendenciero al pacífico y al compasivo cruel? ¿Por qué combinación infernal, al mismo tiempo que le priva de su razón le da malas palabras e intenciones perversas que no tenía? Nadie lo sabe, pero todos los vemos; todos hemos conocido hombres buenos que son malos cuando beben.

¡Cuántos de vosotros estaríais en libertad, en vez de gemir en la prisión, si no hubierais bebido, si no hubierais renunciado voluntariamente a la dignidad de hombres, para poneros, no a nivel, sino por debajo de los animales! Porque el hombre no es superior a ellos si no por la razón, y cuando voluntariamente la pierde, se hace inferior a los más inmundos. ¡Qué culpable y qué degradado el hombre que dice: -Yo doy por un vaso de aguardiente mi razón y mi conciencia; no sabré lo que digo ni lo que hago; seré cruel y repugnante; tendré un aspecto que dé asco y que dé risa; seré feroz como una fiera, insensato como un loco, débil como un niño; y cuando después de haber hecho mal caiga, en vez de alargarme la mano, me darán con el pie, porque en aquel estado ningún hombre puede reconocerme por semejante. -¿Es posible que un ser racional se rebaje hasta hacer con vicio tan abominable pacto? ¿Es posible que se exponga a todos los peligros, a todas las degradaciones, a que su vómito dé asco, a que su padecimiento dé risa, a que la gente se entretenga en ver como vacila, y se divierta en ver cómo cae, y le silben los muchachos y le desprecien las mujeres? Mirad con horror un exceso que conduce a tantos otros; llamad toda vuestra razón, toda vuestra energía, toda vuestra dignidad de hombres para ser fuertes contra la tentación de ese vicio. Rechazad ese licor que trastorna el cuerpo y envenena el alma; apartad ese vaso en que vais a beber las enfermedades, los vicios, la ignominia, el crimen y el castigo.




ArribaAbajoCarta VIII

Circunstancias que agravan la responsabilidad criminal. -Artículo 10.


Hermanos míos: Ha habido crímenes antes que hubiese leyes para castigarlos. El legislador, es decir, la conciencia pública que los castiga, no los hubiera previsto, porque nadie sin verla es capaz de adivinar hasta dónde puede llegar la perversidad humana. Aun aquellos de entre vosotros que por desgracia suya son los más culpados, si no hubieran visto malos ejemplos, y escuchado malos consejos; si poco a poco no hubiesen ido acallando la voz de su conciencia y dando oídos al grito de la tentación mala, no habrían llegado nunca al crimen, que, como la virtud, tiene sus grados, y nadie alcanza el primero sin preparación y sin lucha.

Los criminales más endurecidos, los más perversos, han sido llevados de uno en otro delito, llegando para mal suyo a donde nunca pensaban llegar. Si en su primera juventud, si cuando eran todavía inocentes se hubiesen visto en sueños tales como habían de ser, se habrían despertado horrorizados, exclamando: yo no seré nunca así. El criminal no se adivina, no prevé la vida que le espera, que a verla anticipadamente, se detendría aterrado y buscaría otra más fácil y menos triste. El delito no es un buen cálculo; es una flaqueza, un error, un impulso ciego al principio, y luego un hábito, un torbellino, que sí no arrastra aturde, y a que el delincuente en su obcecación da el nombre de necesidad.

En la vida azarosa del criminal, mientras está en el mundo en lucha con la ley y empleando para sustraerse a la justicia más fuerza y más trabajo del que necesitaba para ganar su vida honradamente, su existencia se compone de proyectos culpables, aventuras en que hay más o menos riesgo, temores, cavilaciones, y para gozar, excesos de todas clases, porque la templanza se aviene mal con el olvido del deber, y los placeres razonables, tranquilos y moderados no pueden tener atractivo para los ánimos inquietos y las conciencias turbadas, que necesitan olvidarse del mal que han hecho y del castigo que merecen, aturdiéndose en los azares del juego o en la embriaguez del vino y de las mujeres malas.

Mientras el culpable está en libertad, comprendo que es muy difícil que reflexione; pero en la prisión ya tiene tiempo de pensar y entrar en sí mismo. Ya puede ver la mentira de todos los cálculos que hacía, y la verdad de los buenos consejos que no escuchó. Por no resignarse a trabajar en un taller o en el campo tiene que comer el amargo pan de la prisión; por no estar algunas horas sujeto, tiene que estar preso noche y día; por no levantar el peso de los instrumentos de su oficio, tiene que arrastrar el de la cadena; por no haber seguido los consejos de sus padres, tiene que obedecer al capataz y al cabo de vara. En la prisión, el delincuente ya ve que sus pasiones ciegas le han perdido, que sus cálculos fueron errados todos; no entraba en ellos el presidio, desdichado y forzoso término del que se pone en lucha con la ley.

Los días son largos, las noches eternas para el triste prisionero; tiene tiempo de reflexionar y asunto de reflexión. Todos os habéis equivocado, ninguno pensaba estar donde está, y aunque vuestra conciencia no os acusase de haber hecho mal a los otros, vuestra razón debe culparos por el que os habéis hecho a vosotros mismos. Por más que pretendáis aturdiros, pobres prisioneros, sois bien desdichados y bien dignos de compasión. Tenedla de vosotros mismos, y en vez de procurar aturdiros, pensad en vuestros nales y en sus causas y en sus remedios. Todos sabéis por qué camino habéis ido adonde estáis; buscad otro, porque, está visto, aquél no es bueno. ¿Qué necesitáis hacer para no volverá la prisión? Lo contrario de lo que habéis hecho para venir a ella, porque, siguiendo el mismo camino, empleando los mismos medios, llegareis al mismo fin. Si lo meditáis bien, os convenceréis que, si no por amor de Dios y del prójimo, por interés debéis variar de conducta, y el hombre que está convencido, en camino se pone de estar enmendado.

De la prisión ninguno sale como entra: el que no se mejora, se hace peor. El que al pasar el rastrillo no lleva el propósito firme de enmendarse, se propone hacer más daño que antes hiciera, aprovechando las lecciones de iniquidad que ha recibido. Los que le prestáis oídos, cerrando el corazón a las mías, saldréis de la prisión peores que entrasteis, iréis insensiblemente avanzando por el camino del mal, llegaréis a tal grado que os desconoceréis a vosotros mismos, que no podréis hallar en nadie disculpa ni perdón, y vuestros delitos llegarán a ser de los que tienen circunstancias agravantes, refinamiento de maldad que estremece y debe hacer temblar a los que a él llegan, porque es difícil que haya para ellos misericordia ni perdón. La ley ha tenido que consignar tristemente en el Código lo que ha visto en el mundo, donde hay seres tan perversos, que tienen como una fiebre de crimen, y le cometen con circunstancias que, aumentando el mal que hacen y el horror que inspiran, agravan necesariamente la responsabilidad criminal. Escuchad el texto de la ley:

Art. 10. Son circunstancias agravantes:

1.ª Ser el agraviado ascendiente, descendiente, cónyuge, hermano o afín en los mismos grados del ofensor.



Sería haceros agravio entrar en explicaciones sobre esto; vuestra razón y vuestra conciencia os dicen, sin que yo lo afirme, que el que hiere a su hermana, a su esposa, a su hija o a su padre es mil veces más perverso que el que hiere a un extraño.

2.ª Ejecutar el hecho con alevosía, entendiéndose que la hay cuando se obra a traición o sobre seguro.



Quien añade al crimen de matar a un hombre la abominación de matarle traidoramente, hiriéndole por detrás, habiéndole atraído con engaños al lugar en que va a recibir la muerte, o esperando para dársela a que esté dormido, ¿no es más culpable y más vil? ¿No merece mayor castigo?

3.ª Cometer el delito mediando precio, recompensa o promesa.



El malvado que se vende es mil veces malvado. No le ofusca ninguna pasión, ni se deja arrastrar por ningún impulso ciego. Un hombre tan vil como él, y más rico o más poderoso, arroja a su conciencia, para que calle, un poco de oro, como se arroja a una fiera un pedazo de carne podrida: le ata primero y luego le suelta, señalándole la víctima que ha de despedazar. A él no le estorba, no la aborrece, no le ha hecho ningún daño; tal vez no la conoce siquiera. ¿Qué importa? La matará, porque se ha vendido para matarla, porque ha hecho un pacto infernal en que ha ofrecido una vida por un bolsillo, y después que la haya quitado, irá a embriagarse con el precio de la sangre.

Yo creo que no hay entre vosotros ningún monstruo de esta especie, que a todos os causa horror tanta perversidad, tanta bajeza, y sólo os hablo de esta circunstancia para haceros notar con cuánta justicia la ley la tiene por agravante.

4.ª Ejecutarlo (el delito) por medio de inundación, incendio o veneno.



Estas circunstancias llevan consigo necesariamente la premeditación, el cálculo frío, la alevosía, porque quien para matar a su dueño inunda una posesión o quema una casa, ya se comprende que ha de pensarlo antes y estar a cubierto de los estragos del fuego y de las aguas. Además, por llevar a cabo su criminal intento, mira indiferente los infinitos daños que causa. ¿Quién puede calcular dónde se detendrán las aguas y las llamas, ni cuántas víctimas harán además de la señalada por la perversidad del culpable?

El veneno... parece que en esta palabra se encierra y compendia todo cuanto puede haber de infame, bajo y criminal; hasta el homicida debe rechazar la calificación de envenenador, y decir: -Yo soy culpable, pero no tan bajo, tan repugnante, ni tan perverso. -El cobarde asesino que envenena, calcula sin riesgo y fríamente cómo inmolará a su descuidada víctima. Este crimen lleva siempre el siniestro acompañamiento de la alevosía y de la premeditación, y supone un refinamiento de crueldad y de bajeza tal, que hasta las criaturas degradadas parece que tienen derecho a escupir al rostro del envenenador, y que el verdugo se rebaja con tocarle. Matar, no de un golpe, sino lentamente; acostarse tranquilo y dormir, cuando su víctima vela en medio de dolores acerbos; al beber, no acordarse de la horrible sed que la devora; al tomar alimento, no pensar que ella siente abrasadas y corroídas sus entrañas, y decir: -ahora lleva a sus labios el vaso, bebe la muerte; ahora siente acerbos dolores; ahora lucha, se desespera, desfallece, agoniza... ahora muere! -Y no tener remordimiento ni compasión, y consentir que si el crimen se descubre, recaigan las sospechas sobre los que de él están inocentes, y dar tal vez por su mano la sustancia que ha de causar la muerte, y darla acaso como un remedio, y espiar sus estragos, y alegrarse de los dolores que prueban su eficacia, y seguir con feroz complacencia los progresos de la destrucción y los horrores de la agonía, y fingir piedad y verter sobre el cadáver de su víctima una lágrima destilada por el infierno... este es el envenenador!

5.ª Aumentar deliberadamente el mal del delito, causando otros males innecesarios para su ejecución.



El que añade al mal, consecuencia de su delito, otro que en nada conduce a su ejecución, como si, por ejemplo, el que roba vino y deja destapada la cuba para que se salga el que no puede llevar, ¿no manifiesta un lujo de perversidad digno de mayor castigo?

6.ª Obrar con premeditación conocida.



El que calcula fríamente el mal que va a hacer; el que no escucha la voz de su conciencia y medita cómo hará daño, sin que le aparte de su mala idea la desolación de la familia que deshonra o despoja, ni el dolor o la muerte del hombre que hiere o mata; el que lleva al delito esa calma que le hace tan culpable y tan odioso, ya comprendéis que debe ser más castigado. Todo reo, si puede, alega en su defensa que estaba irritado o fuera de sí por este o por el otro motivo; que no había pensado hacer lo que hizo; que tuvo un mal momento, etc., prueba clara de que su conciencia le dice lo mismo que la ley, que la premeditación es una circunstancia agravante.

7.ª Emplear astucia, fraude o disfraz.



Estas circunstancias rara vez dejan de llevar consigo la de premeditación; porque si para defraudar a un hombre finjo que le daré un gran interés por el dinero que me preste, y él lo cree y me confía su capital, y yo lo guardo o malgasto, diciendo que tengo imposibilidad de devolvérselo porque nunca tuve tal intención; si para matarle y que me abra la puerta de su casa finjo que voy a verle de parte de su madre, o me visto de sacerdote, claro es que he de pensar todas estas cosas mucho antes de hacerlas, y que hay premeditación. Hay además bajeza y mayor peligro para los hombres pacíficos en que se empleen para hacerles daño medios que no pueden preverse con facilidad, motivos todos que con razón colocan estas circunstancias entre las agravantes.

8.ª Abusar de superioridad, o emplear medio que debilite la defensa.



El que dice: soy rico, soy poderoso, soy respetado o temido, soy fuerte, voy a abusar de mi posición para privar de su hacienda, de su vida o de su honra al que es pobre, débil, o está en desgracia; y el que descarga el arma de su enemigo para que cuando vaya a defenderse recurra a ella en vano, sobre ser cobardes y viles, ¿no ejecutan el delito con premeditación y alevosía, con circunstancias que le agravan?

9.ª Abusar de confianza.



Si depositáis vuestros cortos ahorros en manos de un amigo para que los conserve en su poder hasta que se los pidáis, teniendo tal confianza en su probidad que no queréis recibo ni más resguardo que la buena fe que le suponéis, y él abusa de ella y os despoja negando que le hayáis entregado nada; si le recibís en vuestra casa como a un hermano, y él, prevalido de la confianza que inspira, os roba; si teniendo que ausentaros, le confiáis a vuestra inocente hija para que la proteja, y él la seduce, ¿no será más culpable que si hubiera seducido a una mujer cualquiera o despojado a un desconocido?

10. Prevalerse del carácter público que tenga el culpable.



Si una autoridad me amenaza con abrumarme con su poder porque no doy un falso testimonio para favorecer sus miras; si un individuo del resguardo, bajo pretexto de que es contrabando, me despoja de un género de lícito comercio y se lo apropia, la seducción del primero y el robo del segundo, ¿no tienen circunstancias que deben agravar la pena?

11. Ejecutar el delito como medio de perpetrar otro.



El que con falsedad acusa a un hombre honrado de haber cometido un crimen cuyo autor se ignora, para que siendo llevado a la cárcel, deje en completo desamparo a su hija, de que es el único protector, y que se ha propuesto seducir, y la seduce; si incendia una casa con el objeto de robarla, ¿no será un calumniador y un incendiario con circunstancias que agravan su delito?

12. Emplear medios o concurrir circunstancias que añadan la ignominia a los efectos propios del hecho.



El que roba a un ministro del Señor, y luego le despoja de sus vestiduras, y le hace ponerse un traje grotesco para que sirva de irrisión, y le escupe al rostro y le escarnece; el que mata a una mujer y antes la deshonra, ¿no añade a su crimen circunstancias agravantes que le hacen mil veces más odioso?

13. Cometer el delito con ocasión de incendio, naufragio u otra calamidad o desgracia.



Las llamas devoran aquella casa; una desolada familia despierta con sobresalto a la voz de los vecinos que han venido a advertirla del peligro que la amenaza. Niños, ancianos, débiles mujeres, buscando inútilmente la desplomada escalera, piden auxilio con voces dolientes que desgarran el alma. Hombres generosos al escucharlas sienten una cosa más fuerte que el amor a la vida, y a riesgo de perderla, se lanzan a las llamas y les arrancan las desdichadas víctimas. En medio de aquella escena sublime de dolor y de abnegación, ante aquel espectáculo en que si un gran infortunio aflige, una gran virtud consuela; en que las lágrimas de piedad por los que sufren se mezclan a las lágrimas de entusiasmo que arranca el heroísmo de sus libertadores; cuando unos se ocupan en abrigar al pobre niño que llora de frío, otros en sostener al trémulo anciano o en tranquilizar a la aterrada madre haciéndola ver que allí están todos sus hijos, que ninguno ha sido presa de las llamas; un hombre se desliza como un reptil venenoso, y sin que el infortunio, ni el ejemplo le conmuevan, marcha cauteloso con el paso incierto del que va a cometer una maldad vil; siente una alegría infernal al ver que nadie repara en él; la codicia aparece en sus ojos con un brillo más siniestro que el de las llamas, y alargando la mano impía, arrebata a la desolada familia lo que el fuego ha perdonado.

El mar brama tempestuoso; un desventurado lucha con las olas embravecidas. Ya le hunden, ya le levantan; está cerca de la costa, pero va a perecer, parece muy fatigado. ¡Quién pudiera arrojarle un cable! ¡Quién pudiera tenderle una mano amiga! ¡Qué angustias padecerá el infeliz entre la vida y la muerte, mirando su última hora en cada ola que viene, vislumbrando la esperanza en cada ola que se val tal vez piensa en su anciana madre, que no podrá resistir a la desgracia de su muerte; en sus hijos que quedan sin amparo. Tal vez se despide de ellos y de su amante esposa... Un hombre le contempla desde la playa, sigue con interés todos sus movimientos, se alegra al verle aproximarse y se dirige al sitio en que va a poner el pie sobre la tierra deseada. ¿A qué irá? ¿A qué ha de ir? A darle auxilio; a consolarle de las pérdidas que ha sufrido; a ofrecerle la lumbre de su casa para que se caliente y sus vestidos para que se cubra. ¡Asombraos! No hace nada de esto. El malvado se acerca al náufrago, y aprovechándose de su debilidad extrema, le acomete, le despoja, y tal vez le hiere y le mata, para que no le descubra...

No quiera Dios que haya entre vosotros ningún monstruo tan vil; pero han existido, existen en el mundo; la ley necesita consignarlo.

14. Ejecutarlo (el delito) con auxilio de gente armada, o de personas que aseguren o proporcionen la impunidad.



El delito con estas circunstancias tiene siempre las de premeditación y alevosía, porque si Juan busca y arma compañeros para tener seguridad de que dará el golpe sin riesgo; si al querer envenenar a una persona, gana a su médico para que certifique que fue muerte natural la que ha sido resultado del veneno, tiene que premeditar su maldad y obra sobre seguro.

15. Ejecutarlo de noche o en despoblado.



El aislamiento del despoblado y la obscuridad de la noche, por la esperanza de auxilio que quitan al acometido y por el terror que dan, son dos poderosos auxiliares del agresor, como dos cómplices sin responsabilidad y de que él debe responder. El ataque nocturno o en despoblado rara vez deja de ser premeditado y alevoso, debilitando siempre los medios de defensa, y debe ser tenido en la mayor parte de los casos como circunstancia agravante.

16. Ejecutarlo en desprecio o con ofensa de la autoridad pública.



Si, por ejemplo, está prohibido arrojar agua por las ventanas que dan a la calle, y yo no sólo la arrojo, sino que espero a hacerlo a que pase el alcalde, y no sólo espero a que pase para que vea como desprecio sus mandatos, sino que le ofendo arrojándosela encima, ¿no merecerá un castigo mayor que si simplemente desobedeciese un bando de policía?

19. Cometer el delito en lugar sagrado inmune o donde la autoridad pública se halle ejerciendo sus funciones.



El que para injuriar, despojar o herir a otro se va al lugar en que el juez administra justicia, ¿no añade a su delito la perturbación que causa, el desprecio a la ley y el desacato a la persona que la representa? El que entra en un templo y en vez de pedir a Dios perdón de sus culpas prosternándose ante el altar, pone en él su mano sacrílega y le despoja, ¿no es, además de ladrón, impío? Estas circunstancias, ¿no os parece que aumentan la gravedad del delito, y merecen por consiguiente un aumento de penas?

20. Ejecutar el hecho con ofensa o desprecio del respeto que por la dignidad, edad o sexo mereciese el ofendido, o en su morada cuando él no haya provocado el suceso.



Todo el mundo siente que el hogar doméstico, la casa, es una cosa respetable, casi sagrada. Allanar la casa, es decir, entrar en ella contra la voluntad expresa de su dueño, es un acto altamente punible y que todas las legislaciones castigan. Así, el que para ofenderá un hombre va a ofenderle a su casa, le ofende más, porque en su casa están sus padres, su esposa y sus hijos; su casa es el lugar donde se cree seguro, donde no espera ataque de ninguna clase, ni está por consiguiente preparado para rechazarle. El que allí le ataca es más culpable.

La ley en su justicia exceptúa el caso de que el ofendido haya provocado el suceso. En efecto, si yo voy a ver a Antonio a su casa, y él me insulta o me provoca, el daño que yo le hiciere no merece castigo mayor por habérselo hecho en su casa, adonde yo no fui con ánimo de ofenderle.

En cuanto a la otra circunstancia, cualquiera de vosotros comprende que debe ser agravante, y que al despojar en un camino a un carretero, las mismas palabras o acciones que para él no serán ofensivas, pueden serlo y mucho tratándose de un ministro del Señor, de una mujer o un anciano. En España se ha visto muchas veces, aun entre bandoleros, conservar respeto a la debilidad y al sexo de los que despojaban, y el capitán amenazar al que ofendiese a una mujer afligida; prueba evidente de lo infame que es abusar de la fuerza contra el que no tiene ninguna, resto del noble carácter español de que tantas veces se hallan vestigios aun entre aquellos que han olvidado sus deberes. Yo espero que vosotros, que la mayor parte al menos, tendréis allá en el fondo de vuestra alma algo del noble carácter nacional, que detesta la hipocresía, la bajeza y el engaño, que tiene compasión de la debilidad, eco para las palabras generosas, y para los beneficios agradecimiento. Los que de la tempestad de vuestras pasiones y de vuestros extravíos habéis salvado algún sentimiento noble, prestad atención a lo que os digo. Custodiemos vosotros y yo ese resto de vuestra antigua virtud; aseguradme que ese resto existe, y yo os aseguro que podéis recobrarla toda entera. Un cable basta para salvar a un náufrago, si se agarra a él y hay quien le auxilie en la playa; un buen sentimiento basta para regenerará un delincuente, si le acoge en su corazón y existe otro corazón que apiadado le dice: -¡Ánimo, hermano mío; hay quien desea enseñarte y te compadece y te ama; hay quien creo posible que seas mejor y más dichoso, y así lo quiere y lo espera, ánimo! La mar es brava, tus fuerzas no son muchas; pero la playa está cerca, de ella te prestan auxilio; puedes llegar a la playa.

21. Ejecutarlo por medio de fractura o escalamiento de lugar cerrado.



Ya comprendéis cuánto mayor terror inspira y más daño hace el malhechor que para ejecutar su mal propósito no se detiene ante el muro ni la puerta cerrada. Ya comprendéis cuánto más peligroso es, y qué zozobra lleva al ánimo del hombre pacífico, que nunca se cree seguro, y cuánto mayor grado de audacia para el mal, y por consiguiente de culpa, supone echar abajo una puerta para robar, que entrar hallándola abierta.

22. Ejecutarlo (el delito) haciendo uso de armas prohibidas por los reglamentos.



Esta circunstancia agrava el delito, no sólo porque añade a él una contravención a un mandato de la autoridad, sino porque el arma prohibida da indicio de que quien la usa se propone hacer daño con ella, y revela audacia para el mal y hábitos culpables. Además es amenaza permanente al hombre pacífico y desarmado, y da a entender que el delito para que sirve de instrumento fue premeditado, porque el que se propone vivir honradamente de su trabajo no emplea el dinero en armas prohibidas.

23. Y últimamente, cualquiera otra circunstancia de igual entidad y análoga a las anteriores.



Aquí la ley deja al juez latitud para que aprecie otras circunstancias que no es posible prever; porque ¿quién es capaz de adivinar todas las formas que puede tomar la maldad humana?

Hay otras dos circunstancias agravantes que, alterando el orden que tienen en el Código, he dejado para el fin de esta carta, con el objeto de llamaros muy particularmente la atención sobre ellas, y son las siguientes:

17. Haber sido castigado el culpable anteriormente por delito a que la ley señale igual o mayor pena.

18. Ser reincidente de delito de la misma especie.



El culpable que en la prisión conserva aprecio de sí misino y no quiere parecer despreciable a los ojos de las personas honradas, y el hipócrita que procura inspirar compasión y excitar interés, no dejan de hacer valer, si es cierta, la circunstancia de estar allí por la primera vez, de no haberse visto nunca en un lugar como aquél. La razón de esto es que la conciencia, lo mismo que la ley, dice al reincidente: -El que persevera en el mal, el que no se detiene por el recuerdo de las humillaciones que sufrió su alma y de los sufrimientos que padeció su cuerpo, el que vuelve a emprender el camino de la maldad sabiendo por experiencia lo que se halla en él y a dónde conduce, es infinitamente peor y menos digno de excusa que el que cae por la vez primera.

La reincidencia supone esa propensión al mal que da el hábito de hacerle, esa debilidad para el bien propia del que no le practica, y si no la resolución de apartarse del deber, la falta de propósito firme de cumplirle, y la ley es justamente severa con el que la pisa tantas veces.

Pero los que aun respetándola no tenemos la obligación de imitar su severidad, bien podemos compadecer la suerte de esos desventurados culpables que entran en la prisión y vuelven a entrar, y dicen que se acostumbran al ruido de las cadenas, ¡a ese ruido siniestro que se oye con el corazón y a la falta de libertad y a la ignominia. ¡Cosa triste ver hombres que desesperan de sí mismos; que dicen adiós a su país, a los campos que labraban, al árbol a cuya sombra se han sentado a descansar, a la fuente donde bebían, a la iglesia donde se bautizaron, al cementerio donde descansan sus padres! ¡Que dicen adiós para siempre a la libertad, a la familia, a la vida del alma, que no existe para el desesperado! Ya no son padres, ni esposos, ni hijos, ni amigos, ni ciudadanos. Son un número en una escuadra, una máquina que se mueve a compás de la vara del cabo, y que, aunque se obstina en negarlo, siente y sufre sin que nadie la compadezca. Viene la enfermedad, y en lugar de ver a su lado a la madre, a la hija, a la esposa que le aman y le consuelan, tiene por enfermero a un criminal tal vez endurecido que se ríe de sus ayes, y recibe la medicina de unas manos acaso tintas en sangre. Cuando llega la muerte, ni una oración, ni una lágrima. En el mundo, donde hay tantas cosas tristes, puede recordarse como una de las más dolorosas el entierro de una corrigenda o de un presidiario, y la tristeza que da viene precisamente de que nadie se aflige. Se abre el rastrillo, y el adiós de la indiferencia será el menos deshonroso para su memoria, porque no es raro que sean su oración fúnebre risas, burlas o execraciones en memoria de sus debilidades, de sus vicios o de sus crímenes. En los que conducen el cadáver, ni dolor ni recogimiento; en los que lo ven pasar, una mirada que quiere decir: poco se pierde, o un malvado menos; en los que le sepultan, un sentimiento de lástima ¿por él? ¡Oh, no! Porque no se aproveche la camisa que le sirve de mortaja; si acaso no se la roban!

¡Cosa triste vivir y morir así! ¡Oh! la muerte en la galera o en el presidio es una horrible muerte, y es la que espera al que reincide y vuelve a reincidir. Miradla con el horror que merece; no la aceptéis, por Dios; decid al salir de la prisión: no volveré; decidlo con firmeza, y no volveréis, yo os lo prometo.

Ya comprendo que tenéis muchas dificultades que vencer; ya me hago cargo de que tenéis malos hábitos y malos amigos, y os hallaréis en situaciones malas: os compadezco, sí, os compadezco de lo más íntimo de mi alma, pobres hermanos míos, que habiendo entrado tan adentro en el camino del mal, pedisteis de vista la salida. Pero la salida existe, está tal vez más cerca de lo que pensáis. Hay una cosa más fuerte que los malos hábitos, que los malos consejos, que las malas situaciones, y es la voluntad del hombre. Tened esa voluntad, y aun podréis alcanzar enmienda, perdón y olvido; aún vuestra vida puede ser dichosa, y llorada vuestra muerte.

Escuchad. Las fuerzas del alma, como las del cuerpo, se aumentan ejercitándolas, se disminuyen por falta de ejercicio. Vuestro brazo derecho, que es el más robusto, probad a tenerle un año sin movimiento, sin que haga fuerza alguna. Al cabo de este tiempo, ensayad a que levante un peso que antes le parecía ligero, y veréis que es imposible, que le deja caer como si estuviera muerto. Por el contrario, si le tenéis en continuo ejercicio, se hará cada vez más vigoroso. Lo mismo sucede con los brazos del alma. Su brazo derecho son las virtudes; si no las ejercitáis, se debilitan: su brazo izquierdo son los vicios y los crímenes; si trabajáis mucho con ellos, se robustecen. ¿No habéis oído decir que la memoria aumenta ejercitándola? Pues lo propio sucede con todas las facilidades del alma, con todas: la virtud aumenta con el ejercicio, y por desgracia la maldad también. Cuantas más veces se ha hecho una cosa buena o mala, más fácilmente se hace; traed a la memoria vuestra vida, y veréis que digo verdad.

¿Qué debéis hacer? Volver al bien del mismo modo que os habéis alejado de él, por grados y poco a poco. Tratar a vuestra alma como al brazo que estuvo mucho tiempo inmóvil, y al que es preciso en un principio dar pesos muy pequeños para que los levante, hasta que llega a recobrar su robustez anterior. Vuestra pobre alma está débil; no se puede exigir de ella que levante grandes pesos de arrepentimiento y de virtud. Proporcionadlos a sus fuerzas. Probad a hacer una cosa buena, aunque sea muy pequeña; probad, sobre todo, a dejar de hacer una cosa mala. Si blasfemáis, por ejemplo, no os digo que dejéis de blasfemar; pero si habíais de hacerlo veinte veces, que sean diez y nueve, luego podrán ser diez y ocho, después diez y siete, y quién sabe si llegaréis a perder esta mala costumbre. Con todos los malos hábitos podéis hacer lo mismo. Os lo repito, os lo ruego: ejercitaos en el bien, aunque sea en cosas muy pequeñas; que si hoy sois un poco menos malos que ayer, yo os lo aseguro, mañana seréis mucho mejores que hoy.




ArribaAbajoCarta IX

De las personas responsables de los delitos y faltas. Artículos 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17 y 18.


Hoy debemos tratar, hermanos míos, de las personas responsables de los delitos y faltas. A muchas consideraciones da lugar este capítulo del Código, porque el que comete un delito lo hace siempre en la creencia de que no ha de responder de él. Toma todas sus medidas para no ser descubierto, para no ser cogido, y al fin es cogido y descubierto, porque el criminal deja siempre suelto un cabo, que llama casualidad, y los que no están ciegos como él, llaman providencia de Dios. No hay más que un medio seguro de no ser descubierto y castigado, y es no merecer castigo. Se burla la ley un día y otro, pero al cabo llega la hora de la justicia que en el combate del criminal contra la sociedad, en la lucha de uno contra mil, los mil han de quedar vencedores y la ley ha de triunfar. Vosotros estáis en la prisión por ignorancia, por debilidad, o por dejaros arrebatar de ciegos y culpables impulsos; pero si alguno estuviere por cálculo, ya debe haberse convencido que fue errado. El culpable no es sólo un hombre malo, sino un mal calculador.

Aun para aquellos en quienes el delito no es un cálculo, la impunidad es siempre una esperanza, tan vana, como el propósito de vivir bien haciendo mal. Si pidierais leer la historia de todos los crímenes y de todos los castigos, os convenceríais de la verdad de aquel refrán que dice: Dios consiente y no por siempre, y no os quedaría duda alguna de que el criminal acaba siempre por ser víctima de su crimen. Y no os hablo de sus remordimientos, de su zozobra, de su sueño interrumpido, de sus vigilias, del temor siempre renaciente de ser descubierto y castigado, de no ver a un preso sin pensar que él lo estará algún día, de no llegar al lado de un agente de la autoridad sin apresurar el paso temeroso, de no encontrarse con un juez sin creer que va a tomarle declaración, de no reñir con un vecino sin temer que le eche en cara el delito que tan cuidadosamente oculta. No os hablo de esta vida tan desdichada, que sólo puede desearse a un enemigo en un momento de vengativa cólera; os hablo sólo del castigo material, del que está a la vista de todos y todos deben temer si a él se han hecho acreedores.

Si, como os decía, leyerais la historia de los crímenes, os asombraríais al ver cómo se descubren los que se cometieron con precauciones que debían dejarlos ocultos para siempre; os asombraríais al ver cómo se reconoce al criminal que cambia de traje, de condición, de nombre y se va a América o a los confines del Asia; pero no, no deberíais admiraros: si Dios hace llegar a donde quiera la luz del sol, ¿por qué no ha de alcanzar a todas partes el resplandor de su justicia?

Oíd algunos ejemplos. Un caballero viaja por un camino de hierro; va en un coche de primera clase. Un hombre con intención de robarle entra detrás de él; están solos; apenas el tren se pone en marcha, el ladrón mata a su compañero, la despoja y le tira por la ventana del coche; con la velocidad de la marcha nadie nota nada; en la primera estación el asesino se baja, y a poco se embarca para los Estados Unidos de América. Nadie le ha visto, nadie lo conoce, nadie sabe cómo se llama; ¿quién va a descubrirlo entre la confusión de tanto viajero, y cuando en Inglaterra, donde se cometió el crimen, no hay pasaportes? No es posible dar con él. Escuchad: el asesino, con la prisa de bajarse del carruaje donde había sangre, rastro del crimen, en lugar de tomar su sombrero, toma el de la víctima, deja el suyo, y en él indicios bastantes para que se le persiga, se le coja, se pruebe su crimen y se le mate.

Un honrado labrador ha vendido una pareja de bueyes; un pariente suyo lo sabe, y al ver que se retira a su casa distante de allí dos leguas, se agrega a él. Como a la mitad del camino y en paraje solitario le dice: «Si nos salieran ladrones le hacían a usted un flaco servicio. -No me robarían nada, contesta; la chica que va delante lleva el dinero en la cabeza, escondido entre el pelo, y bien sujeto. Como este sitio no es bueno, ya la he dicho que si ve que me paran, eche a correr.» Al oír esto, su pérfido compañero le derriba de un palo, se arroja sobre la niña y le corta la cabeza que mete en un saco, dejando el camino e internándose por un monte, para poder sacar en lo más espeso el dinero sin temor de ser visto.

Dos cazadores andaban por aquella parte en busca de una liebre que habían herido, y que metiéndose entre la espesura se ocultaba a su vista. Ven un rastro de sangre; era el que dejaba la cabeza de la niña asesinada; le siguen presurosos, y a poco ven un hombre con un saco ensangrentado en la mano; creen que lleva la liebre; le gritan que se pare, que es suya; él corre, le siguen, le alcanzan, hallan horrorizados, en vez de lo que buscan, la cabeza de la pobre víctima, y entregan a la justicia a su abominable asesino.

Un caballero rico vivía solo, una mañana aparece en su casa asesinado. Ni en la vecindad ni fuera de ella, ningún indicio de quién haya podido cometer el crimen. En la mano derecha del muerto se halla un botón dorado, con un pedazo de paño azul; fue arrancado del traje del matador en el momento en que la víctima luchaba por defenderse. El juez guarda cuidadosamente el botón, y discurre así: «Este botón dorado, con un pedazo de paño azul, es de un frac, porque en levita no se ponen de esta clase, y de chaqueta no sería el paño tan fino. Primera consecuencia; el asesino es un señor. Voyme por casa de los sastres a ver quién tiene botones de esta clase y ha hecho un frac en que los ha puesto, y para quién.» Vase, en efecto, preguntando por los obradores; recorre varios inútilmente; al fin llega a uno, y el maestro le dice: «No me queda más que una docena de esos botones; han gustado mucho, y vinieron pocos; de modo que sólo he tenido para tres fracs.- -¿Nada más que tres? replica el juez; vaya, en eso habrá algo de ponderación; algún otro haría usted. -A fe que no, replica el sastre; no hice sino tres para D. Fulano, D. Fulano y D. Fulano.»

El juez compra la docena de botones y sale pensando en cuál de los tres será el asesino. Medita sobre los antecedentes de los sujetos, aprecia todas las circunstancias, y de dos de ellos se dice: -No pueden haber sido. -El otro le parece sospechoso. Su vida es desarreglada, y los gastos que hace no están en armonía con su sueldo. Llega a su casa a las altas horas de la noche; hace abrir a la justicia; lee el terror en el semblante del criminal; le manda conducir a donde está colgada su ropa; busca, y halla el frac azul, que tiene, en efecto, un botón de menos y un pedazo de paño arrancado igual al que se halló en la mano de la víctima. «De noche mataste, le dice el juez; de noche empieza tu castigo. Creíste tomar todas las precauciones necesarias para que no se descubriese tu maldad. ¡Insensato! Tu víctima guardaba en su helada mano la prueba de tu crimen, y parecía decirme: tómala, y busca con ella al criminal; Dios te ayudará en la pesquisa. Y la tomé y busqué, y Dios me ayudó, y en su nombre te pido cuenta de la sangre de un inocente.»

La sorpresa, la hora, el remordimiento, la voz solemne del juez; todo impresiona tan profundamente al culpable, que confiesa, y muere en un patíbulo al poco tiempo, diciendo: «No hay nada oculto para la justicia de Dios.»

Podría escribiros un libro muy abultado con la centésima parte de los casos en que se descubren los crímenes al parecer imposibles de descubrir. No dudéis de esta verdad sencilla; no la olvidéis tampoco: por más habilidad que tenga el criminal, por más precauciones que tome, al fin es descubierto y castigado.

¡Desgraciados aquellos de entre vosotros que no vean claro lo absurdo de la lucha que contra la justicia emprenden! ¡Desgraciado del que al salir de la Prisión, en lugar de decir: obraré bien, dice: tendré más cuidado! ¡Infeliz el que llame casualidad a la Providencia!

Ahora veamos quiénes son, según la ley, los responsables de los delitos y faltas.

Art. 11. Son responsables criminalmente de los delitos y faltas:

  • 1.º Los autores.
  • 2.º Los cómplices.
  • 3.º Los encubridores.


Art. 12. Se consideran autores:

  • 1.º Los que inmediatamente toman parte en la ejecución del hecho.
  • 2.º Los que fuerzan o inducen directamente a otros a ejecutarlo.
  • 3.º Los que cooperan a la ejecución del hecho por un acto sin el cual no se hubiera efectuado.


Por ejemplo, se hace un robo entre tres hombres, el primero de los cuales se apodera de los efectos robados, pero ha sido a consecuencia de lo que le dijo y le persuadió el segundo, afirmando el mucho provecho y el ningún peligro y amenazándole de muerte si no cometía el delito. Mas éste no puede perpetrarse sin escalar la casa; imposible echar abajo la puerta, de extraordinaria solidez. El balcón está alto, es indispensable una escalera; el tercero vive cerca y la trae. Así, el que hizo el robo, el que, le persuadió o le forzó a que le hiciera, y el que le proporcionó el medio sin el cual no se hubiese hecho, son, y con mucha justicia, considerados por la ley como autores

Art. 13. Son cómplices los que, no hallándose comprendidos en el artículo anterior, cooperan a la ejecución del hecho por actos anteriores o simultáneos.



El delito puede cometerse sin la cooperación del cómplice, pero con ella se comete con mayores probabilidades de buen éxito y de impunidad. Si al que va a cometer un robo y no tiene armas se las doy; si mientras está robando me pongo de centinela para darle aviso si vierte la justicia o anda gente, no soy el autor del robo, bien pudiera haberse hecho sin el arma que yo di y sin mi vigilancia, pero he contribuido a facilitarle. La ley dice que ha de ser con actos anteriores o simultáneos. Es decir, que mi ayuda, para que sea complicidad, he de prestarla antes que se cometa el delito o cuando se está cometiendo; porque sí es después, sí en lugar de dar la pistola o ponerme de centinela, me limito a ocultar al ladrón o los efectos robados, no soy cómplice, sino encubridor.

Art. 14. Son encubridores, los que, con conocimiento de la perpetración del delito, sin haber tenido participación en él como autores ni como cómplices, intervienen con posterioridad a su ejecución de alguno de los modos siguientes:

1.ºAprovechándose por sí mismos o auxiliando a los delincuentes para que se aprovechen de los efectos del delito.

2.º Ocultando o inutilizando el cuerpo, los efectos o instrumentos del delito para impedir su descubrimiento.

3.º Albergando, ocultando o proporcionando la fuga al culpable, siempre que concurran al alguna de las circunstancias siguientes:

Primera. La de intervenir abuso de funciones públicas de parte del encubridor.

Segunda. La de ser el delincuente reo de regicidio, de parricidio o de homicidio cometido con alguna de las circunstancias designadas en el núm. 1.º del art. 333, o reo conocidamente habitual de otro delito.

Están exentos de las penas impuestas a los encubridores los que lo sean de sus ascendientes, descendientes, cónyuges, hermanos o afines en los mismos grados, con sola la excepción de los que se hallan comprendidos en el núm. 1.º de este artículo.



Art. 15. Toda persona responsable criminalmente de un delito o falta, lo es también civilmente.



Art. 16. La exención de responsabilidad criminal, declarada en los núms 1.º, 2.º, 3.º, 7.º y 10 del art. 8.º no comprende la de la responsabilidad civil la cual se hará efectiva con sujeción a las reglas siguientes:

1.ª En el caso del núm. 1.º son responsables civilmente por los hechos que ejecuten los locos o dementes, las personas que los tengan bajo su guarda legal, a no hacer constar que no hubo por su parte culpa ni negligencia.

No habiendo guardador legal, responderá con sus bienes el mismo loco o demente, salvo el beneficio de competencia en la forma que establece el Código civil.

2.ª En los casos de los números 2.º y 3.º responderán con sus propios bienes los menores de quince años que ejecuten el hecho penado por la ley.

Si no hubiese bienes, responderán sus padres o guardadores en la forma expresada en la regla l.ª

3.ª En el caso del número 7.º son responsables civilmente las personas en cuyo favor se haya precavido el mal a proporción del beneficia que hubieron reportado.

Los Tribunales señalarán, según su prudente arbitrio, la cuota proporcional de que cada interesado debe responder.

Cuando no sean equitativamente asignables ni aun por aproximación las personas responsables o sus cuotas respectivas, o cuando la responsabilidad se extienda al Estado o a la mayor parte de una población, y en todo caso siempre que el daño se hubiere causado con intervención de la Autoridad, se hará la indemnización en la forma que establezcan las leyes o reglamentos especiales.

4.ª En el caso del núm. 10 responderán principalmente los que hubieren causado el daño, y subsidiariamente, y en defecto de ellos, los que hubieren ejecutado el hecho.



Art. 17. Son también responsables civilmente, en defecto de los que lo sean criminalmente, los posaderos, taberneros, o personas que estén al frente de establecimientos semejantes, por los delitos que se cometieren dentro de ellos, siempre que por su parte intervenga infracción de los reglamentos de policía.

Son además responsables subsidiariamente los posaderos de la restitución de los efectos robados o hurtados dentro de sus casas a los que se hospedaren en ellas, o de su indemnización, siempre que éstos hubieren dado anticipadamente conocimiento al mismo posadero, o a sus dependientes, del depósito de aquellos efectos en la posada. Esta responsabilidad no tendrá lugar en caso de robo con violencia, o intimidación en las personas, a no ser ejecutado por los dependientes del posadero.



Art. 18. La responsabilidad subsidiaria que se establece en el artículo anterior, será también extensiva a los amos, maestros y personas dedicadas a cualquier género de industria, por los delitos o faltas en que incurran sus criados, discípulos, oficiales, aprendices o dependientes en el desempeño de su obligación o servicio.



La ley, siempre justa, absuelve de responsabilidad al que favorece al criminal sin tener noticia del crimen. Si un hombre que no tiene donde guarecerse me pide una noche que le recoja, y yo no sé que viene de cometer un delito, hago bien en recogerle. Si me pide que le guarde una cantidad de dinero u otro efecto cualquiera, no hago mal en guardársela. Si este hombre es mi padre, o mi hijo, o mi suegro, o mi esposo, o mi cuñado, o mi hermano, o mi yerno, aunque sepa que es criminal, puedo ocultarle sin que la ley me castigue como encubridor, porque la ley respeta los santos lazos de la familia, y si yo le digo: le he ocultado porque, aun cuando es criminal, es mi padre; está bien, me contesta, primero es ser hijo que ciudadano, y yo no quiero averiguar los crímenes atropellando los sentimientos naturales. Ya lo veis, el lenguaje de la ley es siempre noble y justo.

Pero si en vez de limitarme a ocultar a mi padre, me aprovecho de lo que ha robado o le ayudo a que se aproveche, entonces la ley ya no me absuelve, y me aplica con razón la pena de los encubridores, porque si el hijo está obligado a ocultar la maldad de su padre, no lo está a imitarla y aprovecharse de ella. Cuando como y bebo y visto del fruto de las rapiñas de mi padre, no soy el buen hijo que le ampara respetando en él al autor de mis días; soy el culpable partícipe de su delito y de su deshonra; acepto a sabiendas lo que no es mío, lo que se quitó a otro con violencia o con engaño; gozo de un bien que es resultado del mal de otro; merezco castigo.

Si la ley tiene razón para no absolverme cuando me aprovecho de los efectos, del delito, si el delincuente es mi padre, ¿cómo no me exigiría responsabilidad siendo un extraño? Castiga con justicia al que sabiendo que una cosa es robada la oculta, la utiliza, o ayuda al ladrón a que la utilice; al que sabiendo que un hombre ha sido asesinado entierra su cadáver para que no se descubra, y rompe u oculta el arma que ha servido para herirle, la llave falsa por medio de la cual un malhechor pudo entrar en una casa, la barra que le sirvió para forzar la puerta, o cualquier otro instrumento que pudiera servir de prueba o de indicio para hallar al autor del delito. El dicho vulgar de que no habría ladrones si no hubiese encubridores, prueba que su culpa está en la conciencia de todos.

La ley, misericordiosa con los que tienen misericordia aunque sea de los criminales, consigna lo que podría llamarse la generosa imprudencia de no castigar al que alberga, oculta o proporciona la fuga al culpable, sino en pocos y determinados casos.

Si un comisario de policía, cuyo deber es velar por la seguridad de los ciudadanos pacíficos y procurar la captura de los criminales, oculta a uno o le proporciona un pasaporte para que se fugue, ¿no os parece digno de ser castigado como encubridor? ¿No hace traición a la sociedad que descansa en su celo, y abusa de la confianza que se le dispensa en favor de los malhechores? No falta, en fin, a su deber en cosa muy grave. La ley no puede dejar de castigarle.

También castiga como encubridor al que lo es de un reo conocidamente habitual de otro delito porque quien es conocido como delincuente, quien tiene el hábito del mal, es un ser peligrosísimo, y la sociedad debe prohibir que por una compasión mal entendida se le dé apoyo, que es tanto como privar de él a sus víctimas. El que oculta a quien por la primera vez delinque, puede creer que le hace este bien sin grave perjuicio; pero el que alberga a un ladrón de oficio, ¿no es moralmente su cómplice en todos los robos que en adelante haga? La protección que se le dispense ¿no equivale a darle una arma que ha de emplear en perjuicio de las personas honradas? ¿No es fortalecer al crimen contra la inocencia?

También es castigado como encubridor el que oculta o proporciona la fuga a un regicida, porque resultando de la muerte del rey trastornos, desgracias y otras muchas muertes, la sociedad no mira a su matador como un homicida cualquiera, y exige que se le entregue para castigarle severamente. Tampoco se puede ocultar ni proporcionar la fuga, sin incurrir en la pena señalada a los encubridores, al que mata:

Con alevosía.

Por precio o promesa remuneratoria.

Por medio de inundación, incendio o veneno.

Con premeditación conocida.

Con ensañamiento, aumentando deliberada e inhumanamente el dolor del ofendido.



Ya hemos visto en una carta anterior qué perversidad suponen estas circunstancias en el malvado que con ellas comete su crimen, y la sociedad no puede consentir que nadie proteja a un ser tan abominable y peligroso. En cuanto al parricida, ¿necesito deciros que debe ser rechazado con horror por todos? ¿Quién se atreverá a darle albergue? Los ayes de su padre moribundo parecen emponzoñar el aire que respira; la tierra parece temblar cuando pasa, las piedras levantarse contra él, y las fieras decirle: -Ven a nuestras cavernas, reposa tu cabeza sobre las entrañas palpitantes, lava en sangre tus manos, y recibe el abrazo de nuestras garras que se clavarán en tu corazón.



IndiceSiguiente