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Cartas de San Ignacio de Loyola

Carlos Ramón Fort y Pazos







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He leído los tomos I y II de las Cartas de San Ignacio de Loyola, que dan á la prensa en esta corte los PP. Antonio Cabré, Miguel Mir y Juan José de la Torre. Contienen estos volúmenes 243 misivas, dispuestas por orden cronológico, cuya fecha más antigua es de 6 de Diciembre de 1525 y la última de 27 del mismo mes de 1551. Preséntanse todas ellas en castellano, además de insertar en apéndices los textos de las redactadas en italiano ó en latín, haciendo al público juez de la exactitud con que han sido vertidas. Será esta colección la más completa que haya salido á luz de tales documentos: resultado de largas y bien dirigidas investigaciones á fin de reunirlos en el mayor número posible.

En la vida de los varones eminentes, sobre todo en la de los santos, nada es desatendible; sus acciones, sus palabras, aun las que parecen menos importantes, llevan en sí enseñanzas utilísimas. Y entre los testimonios que de las unas y de las otras pasan á la posteridad, merecen especial recomendación los que nos transmite la correspondencia epistolar; pues con su auxilio penetramos en el pensamiento y en el corazón de las personas con una amplitud, con una claridad, á que difícilmente se prestan escritos de otro género.

Muchas biografías del insigne hijo de Loyola se habían impreso

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durante el tiempo transcurrido desde su feliz tránsito hasta nuestros días, entre ellas la que formó su contemporáneo el padre Pedro de Rivadeneira, autor clásico y cuyo nombre es el mejor elogio de su libro; y con todo eso ha podido el P. Cristóbal Genelli ofrecernos á mediados del siglo presente la imagen del Fundador de la Compañía iluminada con nueva luz, reflejo de la que arrojan sus Cartas, de que había hecho profundo estudio en los archivos de Roma.

Así que cuando llegue á su término la colección que nos ocupa, podremos decir con toda verdad que San Ignacio nos es conocido cuanto cabe que lo sea; que hemos alcanzado conversar íntimamente con él, hallándole cada vez más admirable, cada vez más digno de la veneración y del culto de que es objeto.

En esos documentos se nos revela el caballero cortés y el perfecto religioso; el sagaz conocedor del corazón humano, que sabe conducir á cada cual por el camino más conveniente para la cumplida realización de sus elevadas miras; el hombre de negocios, dotado de una verdadera intuición que le permite verlos bajo todas sus faces una maravillosa exactitud y marchar en ellos con pie seguro, aunque acaso las apariencias induzcan á los menos perspicaces á augurar un mal éxito; el Superior de consumada prudencia, que economiza cuanto es posible el uso de la autoridad, pero á la vez diestro para emplearla cuando es preciso, aunque siempre sin exageración ni irritante rigorismo, puesto que es una de sus máximas capitales procurar que la obediencia sea obra de la convicción; el mortal que consiguió dominar absolutamente sus pasiones, y cuyas palabras difunden en la tierra una dulce paz y calma que en cierto modo hace presentir la que se goza en el cielo; el hombre de consejo, aptísimo para gobernar la Congregación á que daba el sér, y no menos competente para dirigir asuntos de Estado, y de quien afirma el célebre diplomático D. Diego Hurtado de Mendoza que frecuentemente le consultaba acerca de ellos, y que concluyó con felicidad los más dificultosos cuando siguió los dictámenes de tan excelente guía, al paso que se le malograban cuando, pagado de las propias razones, rehusaba atenerse á las del Santo; el varón dechado de humildad, animado por una caridad ardentísima, á quien consume el celo

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por la mayor gloria de Dios: todo esto y mucho más nos dicen del bienaventurado Ignacio esas epístolas con que ahora se enriquece nuestra literatura religiosa.

¡Cuán interesante es la correspondencia con el marqués de Lombay, duque de Gandía, hoy venerado en los altares! Cuando manifiesta su deseo de afiliarse en la Compañía, que en adelante había de regir dignamente, lejos de apresurar San Ignacio la realización de un nuevo suceso que, en lo humano, no podía dejar de estimarse como de suma conveniencia para el Instituto, da treguas á la admisión del ilustre candidato, á fin de que su vocación sea más y más probada, y de que no renuncie definitivamente al mundo sin atender antes al establecimiento de su familia. ¡Qué sublime doctrina mística vertió el virtuosísimo Fundador en algunas de esas cartas! La dirigida al duque de Baviera abraza un sabio plan para la restauración de los estudios eclesiásticos en Alemania. La que envió á los hermanos estudiantes de Coimbra, á 7 de Mayo de 1547, sobre la perfección, así como la escrita en 29 de Julio del mismo año á los del colegio de Gandía sobre la obediencia, además de las altas instrucciones que sobre tan vitales puntos comprenden, se recomiendan por la superior elocuencia que las anima, que ora suavemente se insinúa, ora enérgica se apodera del corazón y le avasalla. Breve, lacónica, pero no menos digna de tomarse en consideración es la de 22 de Diciembre de 1551, en que atinadísimamente explica al P. Provincial de Portugal cómo debe manejar un Superior los negocios, y qué parte le cumple tomar en ellos.

Sería interminable mi tarea descendiendo á más pormenores sobre ese tesoro de enseñanzas, de que solo es dable formar idea cumplida recorriendo con atención las sustanciosas páginas á que me refiero.

La valía de esta obra bajo el punto de vista histórico es incuestionable. En ella se nos presenta un personaje interesantísimo que abandonando la milicia secular y renunciando á la abundancia en que corrieron sus años juveniles, abraza la pobreza más estricta, y sin embargo da principio y pone buen término á una empresa grandiosa, cuya feliz realización asombra al mundo. Le observamos perseguido, ocho veces procesado, su piadosa fundación

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blanco á las censuras de teólogos tan respetados en las Escuelas como el fogoso Melchor Cano; y que con todo eso, el uno y la otra triunfan por la bondad de su causa y con el auxilio del cielo en quien confían. Y observamos que el Instituto jesuítico nace gigante y echa inmediatamente hondas raíces en el campo de la Iglesia; y que apenas planteado, envía á Trento á hombres como Salmerón, orador fervoroso y elocuente, abundante en profunda doctrina, y Laínez, de cuyos labios está pendiente aquella reunión de sabios y ejemplares obispos; y que alimenta en su seno apóstoles como Francisco Javier, misionero prodigioso, que por la eficacia de sus exhortaciones atrae al gremio del catolicismo á innumerables gentiles.

Todas estas glorias nos pertenecen. Español fué Ignacio; en España comenzó su vida edificante y la señalaron celestiales favores, y en España compuso el libro de los Ejercicios, que le coloca en primera línea entre los maestros de la vida espiritual; y españoles fueron, además de los ya citados, tantos insignes hijos suyos, de cuyos portentosos hechos dan buen testimonio nuestras crónicas, así como de su envidiable saber las doctas producciones que se les deben. Y fueron los jesuítas patricios muy celosos cuando, lanzados con violencia de sus pacíficas moradas en la precedente centuria por un abuso de poder de que apenas hay ejemplo en los anales de las naciones civilizadas, al observar que en países extranjeros era maltratado nuestro blasón y desconocido ó puesto en duda el mérito de nuestros claros escritores, sin respetar ni aun el de los que conquistaron preciadísimas coronas en el siglo de oro de la cultura romana, olvidando con desusada magnanimidad los propios agravios, casi sin otros recursos que los que les prestaba su ingenio, sacaron triunfante el nombre de nuestros mayores de aquella emperrada contienda, en que los adversarios luchaban favorecidos con elementos harto más poderosos.

Por último, á la luz que por doquiera arrojan esas Cartas, nos aseguramos de que la Compañía de Jesús ha existido siempre y existe tal cual la estableció San Ignacio de Loyola, sin variación en su modo de ser; y de que son completamente arbitrarias y están por los hechos desmentidas las suposiciones de que el P. Laínez,

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el P. Aquaviva ú otro alguno de sus Generales pusiese la mano en tan sagrado depósito para alterarle en lo más mínimo. Ese Instituto, que piadosamente creía obra de una inspiración de lo alto el gran Pontífice Paulo III, y que mereció ser elogiado solemnemente por el concilio Tridentino, se ha regido constantemente según los principios y las reglas dictadas por el bienaventurado de Loyola en las nunca bastantemente aplaudidas Constituciones que extendió en la práctica de largos años, y cuya perfección procuró consultando á toda clase de personas inteligentes y de virtud acrisolada y pidiendo á Dios acierto en continuas oraciones al pie de la cruz.

Aunque con recelo de ofender la modestia de los PP. Colectores, la justicia exige manifestar que en el desempeño del cargo difícil que se les ha conferido, se muestran muy dignos de la confianza de sus superiores; y que los curiosos documentos, las notas é ilustraciones, tan eruditas como oportunas, con que acompañan las Cartas de su inmortal Fundador, realzan más y más el mérito de esta publicación, si preciosa en el fondo, esmerada también y bella en su parte material.

Debo concluir proponiendo que se den expresivas gracias á los Sres. Cabré, Mir y la Torre por el muy apreciable donativo que hacen á la Academia, á cuyo superior criterio someto mi dictamen.

Madrid, 11 de Febrero de 1876.





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