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Casta y clase en la sociología de Tito Livio

Sebastián Mariner Bigorra






- I -

Desde aquel «Livio... che non erra», que cantó agradecidamente el Dante1, al de este nuestro último cuarto del siglo XX va una distancia abismal. Sobre todo, porque no se mide sólo longitudinalmente, como sería de esperar, sino en unidades, si vale llamarlas así, «cuadradas». Este paso de una a dos dimensiones intenta metaforizar la diferencia entre estas dos situaciones históricas. La del primer renacimiento no sólo es la laudatoria, en cuanto que fiel a la autoridad del escritor romano, sino prácticamente unánime. El tiempo del que Dante nos separa no sólo ha visto surgir y desarrollarse la desconfianza, sino que ha podido observarla cruzada de nuevas y apologéticas lealtades. La imagen del abismo podría incluso completarse con una tercera dimensión, coronando así su sentido volumétrico mediante la profundización que aporta el hecho de la multiplicidad de los motivos de desconfianza. En el prerrenacimiento, la fidelidad al autor hacía imposibles, a la vez, la disensión y esta pluralidad de razones. Hoy, aquella unanimidad se halla sustituida por un enfrentamiento notable: pese a que incluso los más grandes admiradores del historiador han hecho considerables concesiones a sus adversarios, de modo que también ellos se encuentran a larga distancia del Dante, sin embargo, es probablemente mayor la que les separa de estos mismos contrarios, contemporáneos de ellos y nuestros. Y no solamente en el aspecto de la credibilidad histórica del paduano, sino en facetas que tocan incluso a su seriedad como literato, pues llegan a alcanzar hasta la coherencia de su concepción historiográfica, con el consiguiente riesgo de quebradura de su unidad como tal obra literaria. No se trata ya sólo de si Livio es un historiador fiable, sino incluso de si es o no un escritor serio.

Característico, además, de un, más que cambio, salto tan descomunal en la apreciación de un autor ha sido su índole vertiginosa. No una uniforme aceleración, puesto que la uniformidad hubiera exigido que no se dieran suspensiones, y las ha habido; incluso, marcha atrás. Sino más exactamente un remolino de auténtica tromba que, en los últimos tiempos, ha llevado a los críticos de Livio a un acrecimiento de sus posturas negativas tan grande, que de seguro habría parecido imprevisible incluso a los que ya fueron adversarios suyos hasta el siglo pasado y aun hasta la primera mitad del actual. Es desde entonces cuando parece haberse poco menos que tocado techo en la crítica. Puede afirmarse que, paradójicamente, de parte de ella la conmemoración bimilenaria del nacimiento de T. Livio le fue fatal. Reconociendo, esto sí, a renglón seguido que este violento recrudecerse esas posturas no dejó de provocar encarecimientos de las actitudes apologéticas y, a la postre, laudatorias de los admiradores2.

El presente intento parte de quien desea no ser contado en ninguno de ambos grupos. Entre otras cosas, porque no se siente preparado para discutir en bloque ninguna de las posturas; ni siquiera en alguna de las partes en que se las halla matizadas. Su objetivo es muy concreto: una minucia. Se propone, simplemente, llamar la atención acerca de que una sencilla aplicación de una corta dosis no exactamente de Historia de las Ideas Políticas, en cuyo magisterio se ha desarrollado la fecunda labor de nuestro homenajeado, sino de ideas políticas en la historia; y precisamente en la de Livio permitiría exonerarle de una de las acusaciones que contra él han surgido en los indicados últimos tiempos.

Vaya por delante el reconocimiento de que esta simplicidad y sencillez que me he atribuido en mi propósito no presuponen que la materia deje de ser, en sí, compleja, y complicada incluso. Es más: quede anticipado también que cabalmente la solución que osaré proponer consiste en hacer reconocer que resulta improcedente tomar una determinada actitud de Livio como si de algo simple se tratara, y que lo que hace falta es practicar, a propósito de ella, una oportuna distinción. Lamentablemente, temo que no sea único este asunto en que conviene matizar mejor, entre los que la cuestión suscitada en torno a Livio comporta. Pero lealmente he de reconocer que el proceso de discusión de su Ab urbe condita en modo alguno puede decirse que no haya sido aplicado a muchas de las caras de la obra, de tal modo que ya resulta fácil jalonar los sucesivos hitos que han ido marcándose hasta culminar en el actual estado de dicha cuestión. Así podrá observarse, de paso, en la revisión rápida que a continuación figura, con el fin de encuadrar debidamente el mencionado punto concreto del que me pienso ocupar.

No querría incurrir en el riesgo de parecer ofuscado por la propia materia si digo que me parece punto particularmente grave. Pienso que puedo probar esta particular gravedad si lo pongo en comparación con los demás que, a lo largo de toda la «cuestión liviana», lo han ido precediendo.

1. º Así, por cuanto afecta al conjunto de la obra, y no, como fue el más antiguo de los deméritos señalados en su autor, a sólo la primera década -y aún, tal vez, más exactamente a su primera péntada-. De acuerdo con lo que antes he dicho acerca de la aceleración de la crítica, la gestación de este primer motivo fue lentísima: cabe decir que empieza ya en los segundos renacentistas, un tanto escépticos ante lo maravilloso de esta transida dicha parte inicial del conjunto, toma ya cuerpo científico en Perizonius y en Louis de Beaufort, y adquiere un relieve deslumbrante en Niebuhr, a quien se debe la calificación con que el contenido de estos primeros libros fue designado en lo sucesivo dentro de la postura crítica: «sacra leyenda»3.

Y, por otro lado, por cuanto yo no sé que la acusación concreta a que intento referirme haya sido discutida, probablemente por lo reciente de su formulación, en tanto que éstas del carácter legendario del relato sobre la monarquía romana, precisamente por tan antiguas, despertó ya a los oportunos administradores de árnica, dado que el propio Livio había confesado que no tenía intención de rechazar, pero tampoco de asegurar los distintos puntos maravillosos de aquella narración -«ea nec confirmare nec refellere in animo est»4-, venía a ser incluso fácil para sus devotos no ya sólo amortiguar, sino incluso retorcer la fuerza del argumento. Resultaba que Livio, efectivamente, no merecía crédito en la porción de su trabajo donde ya él se había cuidado muy bien de no solicitarlo. Es más: esta actitud premonitoria se interpretaba positivamente en su aplicación al resto de las Décadas: dado que en éstas Livio no decía barajar noticias con riesgo de fabulosas, se le podía seguir creyendo sur parole: cuando él no se sentía seguro, ya lo avisaba.

Con ello se combinaba muy adecuadamente, por otra parte, su palinodia respecto a la fiabilidad que había otorgado, entre sus fuentes analísticas, a Valerio Antias, de cuya inseguridad había tardado en darse cuenta5. Un hombre que se comportaba con esta limpieza ante sus lectores, bien se merecía su confianza. Incluso la de uno de los más grandes historiadores de Roma de nuestro siglo: no parece dudoso que según esta óptica vio siempre a Livio su apologeta De Sanctis: «povero sempre nella critica, ma amico sincero della veritá»6.

2. º Más grave, también, con respecto al segundo en el tiempo de los motivos de alarma alumbrados por la crítica adversa: la «literariedad». Gloria es, también, de la Filología decimonónica el haber observado que lo que pudo haber determinado a Livio a no prescindir de la «sacra leyenda» probablemente no fuese sólo el motivo patriótico que él mismo aduce en el mismo párrafo del Prólogo donde advierte sobre su credibilidad: «se les reconoce a las Ciudades esta posibilidad de sacralizar sus orígenes» y, sí a otras, «a ninguna con mayor razón que al pueblo romano». Sino que, además, debió de influir el carácter de su contenido altamente sugestivo, para una obra literaria. (Tan sugestivo que, como se sabe, en pos de la metodología pidaliana, que encontraba datos para la primitiva épica castellana en las obras historiográficas de Alfonso el Sabio, grandes nombres de la investigación de las Letras romanas, desde A. Rostagnia nuestro J. Gil7, han rastreado en la «sacra leyenda» contenidos atribuibles también a una fase primitiva -y luego olvidada- de la epopeya latina.) Carácter literario que, empero, no afecta sólo a aquellos tiempos iniciales de los Orígenes romanos, sino a la obra entera. «Opus oratorium maxime», la historia clásica -griega y latina, pero quizá más todavía ésta- aspiraba a no sólo informar -docere-, sino también a los demás fines del discurso, entre los que se contaba el deleite estético -ut delectet-, para el cual se echaba mano a los distintos procedimientos artísticos, al margen de lo científico de la Historia (y, a veces, no sólo al margen, sino hasta en oposición).

Pero que una distinción o indistinción entre casta y clase difícilmente podrá contarse como procedimiento artístico de ninguna especie, me parece que no hace falta probarlo.

3. º En cambio, sí he de reconocer, de entrada, que guarda relación con el tercero de los motivos de caución apuntados para uso de los lectores con Tito Livio: su pretensión de «ejemplaridad». Sólo que algunas circunstancias peculiares han determinado que este motivo apenas haya sido «objetado» a Livio por sus adversarios y, en consecuencia, que casi no se hayan sentido obligados a justificárselo sus admiradores. Que también él se haya alineado en una consideración ejemplarista de la historia como «maestra de la vida» era cosa tan esperada en un autor romano, que difícilmente podía sorprender: más bien habría sido raro lo contrario. Y que, en esta dirección, sus relatos sean intencionadamente aleccionadores, no parece que pueda representar otra dificultad para el lector moderno que la que deriva de la selección que de ellos se le haya presentado, de las dosis con que se le vayan administrando, de los comentarios que les acompañen como preparación o como consecuencia. Hasta aquí, Livio no podría ser tachado de parcialidad: el elogio de De Sanctis sigue siendo plenamente válido. Tan sincero amigo de la verdad, que toda sombra de tendencioso le queda a gran distancia: ninguna intención de lograr esta ejemplaridad encubriéndola; al contrario, la declara programáticamente: él se proponía escribir con la intención de que se viera, a través del comportamiento de los caudillos y de los ciudadanos romanos, cuáles habían sido los procedimientos gracias a los que la ciudad había crecido, se había encumbrado, había llegado a la hegemonía del mundo entonces conocido. Y cuáles habían sido los defectos por culpa de los cuales había decaído «hasta estos tristes tiempos en que ya no podemos aguantar ni nuestros vicios ni los remedios que se les aplican»8.

4. º Más grave, también, en comparación con una crítica formulada contra Livio ya entrado nuestro siglo y que afecta ya a su imparcialidad. Más grave, porque esta parcialidad empezó a achacársele como puramente subjetiva. Fue, probablemente, la gran obra de H. Bornecque9 la que abrió el fuego contra la costumbre de Livio de bienquistarse o mal avenirse con sus propios personajes. Pero no, si vale decirlo así, torcida o aviesamente, sino dejándose llevar de la simpatía o antipatía que eran capaces de inspirarle. Actitud permisiva que todavía podría ser cargada en la «pobreza de crítica» -esta vez, respecto a sí mismo-, dejando intacto el haber de la sincera amistad para lo verdadero.

Señala Bornecque, por ejemplo, cómo el cónsul Flamino, el del desastre del Trasimeno, es personaje tratado por Livio con profunda antipatía10. E. Pianezzola11 le ha discutido que lo fuera por el motivo político que él aduce: una pretendida adscripción al partido de los «populares». (No está claro, al parecer, su sostenida vinculación a las tendencias innovadoras de los Escipiones, frente a las conservadoras y aristocraticistas de los Fabios.) Pero, fuese cual fuese el motivo, no le discute la evidencia de la antipatía en el tratamiento: no hay indulgencia para el perdedor del Trasimeno, como en cambio la habrá enseguida, casi inmediatamente -en el propio I, XXII-, para uno de los cónsules derrotados en Cannas, P. Emilio, «a quien los dioses deben mirar hoy como el único inocente de este desastre». Para Flaminio, exactamente lo contrario. La derrota entera se la ha merecido él solo, despreciador de los dioses, con su orgullo altanero, desdeñando los auspicios, burlón incluso ante el prodigio de la enseña que se resistía a ser arrancada en señal de «marchen de frente», ordenando al portaenseña que había confesado la inutilidad de sus esfuerzos, que cavaran un hoyo en torno12.

5. º Y no menos grave, especialmente desde el punto de vista literario, que un quinto motivo surgido ya en plena década de los sesenta, el cual ya no es comparable con la idea de un Livio «amico sincero della veritvà». Formulado en una de las más célebres aportaciones de la bibliografía liviana de la época, el libro de P. G. Walsh, Livy. His historical aims and methods13, lo traduzco lo más literalmente que sé de uno de sus pasajes más significativos, p. 109: «Es precisamente esta concepción de la Historia, dominada por idealizados héroes y villanos denigrados, la que, en última instancia, es responsable del más serio de los defectos de la obra de Livio. Ha falsificado la Historia, no por error, sino por designio».

Y la parcialidad se achaca ahora ya no subjetiva, sino objetivamente. No hay descuido ni pasividad, sino intención y propósito. Con agravante de tendenciosidad, pues tales propósitos e intención no han sido esta vez avisados por Livio a los lectores, sino diluidos al máximo, colocados como si de una nonada se tratara. En un auténtico alarde de escritor, que los había conseguido ocultar a lo largo de casi dos mil años de ser leído, y cerca de quinientos de ser investigado, escudriñado por parte de críticos señeros en cada época y, de tres siglos acá, con uno de los métodos más admirables entre los de las ciencias de inducción: el filológico. La técnica de la mentalización empleada por Livio se acredita como verdaderamente magnífica: ¡tan desapercibida pasa! Espléndida: ha llegado a parecerse tanto a la verdad, que, cual lámpara radiante, ha hecho creer que se trataba del sol de la verdad misma. En este sentido, nuevamente «Livio... che non erra», pues alcanza exactamente su objetivo. Pero, en cuanto a proponerse un objetivo, y subordinarle su relato, enormemente distante del amigo sincero de la verdad: más lejano el Livio de Walsh que yerra y hace, intencionadamente, errar, del Dante y De Sanctis había pasado más de seis siglos; entre De Sanctis y Walsh no median más de treinta años. Velocidad veinte veces mayor.

Difícil ahora la justificación de Livio como historiador. Como hombre, podrá disculpársele mediante el atenuante del móvil patriótico: las desfiguraciones que obtiene con su técnica de mentalización, sobre todo mediante omisiones, redundan -se dirá- en beneficio de la patria romana, en su encumbramiento. Viene a corresponder al piropo que a la figura ideal del pueblo romano dedica también programáticamente, al afirmar de él que «no ha habido otro en cuya historia las virtudes se hayan sostenido tanto tiempo y los vicios hayan tardado tanto tiempo en aflorar y, sobre todo, en adueñarse de él»14.




- II -

Nuevamente de una manera paradójica, la reciente crítica concedía a Livio el beneficio del atenuante patriótico porque su parcialidad, y aun tendenciosidad, se libraban de una tajante acusación de partidismo. Pese a ser «pompeyano», colaboró con Augusto. Su paisano Pianezzola15 ha hecho ver cómo en él la tradición republicana no le impidió reconocer la crisis de su régimen político predilecto y, como tantos, se guardó mucho de echar más leña al fuego cuando el Principado pudo apagar al menos la llamarada y reducirlo a rescoldo. Por otro lado, al comienzo de su obra, Livio muestra un sesgo más bien popularista en su ideología, en tanto que, a partir de la tercera década, se presenta como un continuo fautor del bando senatorial. También esta capacidad de no empecinamiento puede descontársele de su posible partidismo.

Pero es este hecho en sí el que ha puesto su obra al borde del riesgo mayor, no ya como monumento de Historia, sino incluso como pieza literaria. Un cambio en apariencia tan diametral -pasar«se» de un bando a otro- requiere explicación. Y, desgraciadamente, había una al alcance de la mano. La comodidad hacía correr el riesgo de que alguien alargase su brazo, y la aplicara. En un ambiente dominado por el historicismo de la Quellenforschung, ha sido fácil poder atribuir una diferencia que parecía tan grande a algo muy simple: un cambio de fuentes. Los primeros informadores de Livio habrían sido popularistas: al cabo de las dos péntadas iniciales, una variación de los informantes le habría llevado, ya para todo lo sucesivo, a ser fautor de la política senatorial.

También aquí parece que no hace falta esfuerzo para demostrar que nada hay tan grave entre todo lo que llevamos visto. Grotescamente, de nuevo Livio «non erra» personalmente, porque, sencillamente, copia. Errores o aciertos ya no le son imputables a él, sino a sus fuentes. Según hayan sido éstas en cada ocasión, así será la ideología que vierta en su labor. No cabe mayor pobreza ya no en la crítica, sino en la intención misma de la tarea: la indigencia absoluta. Ya antes se decía que su biografía desaparecía detrás de su ingente obra. Ahora desaparecía también su personalidad. Transcriptor de analistas al latín augústeo, en el más favorable de los enfoques, del Livio monumental no iba a quedar más que el estilista de la prosa poética, el que había encantado a E. Norden por cómo sabía animar la narración de la dramática discrepancia entre Aníbal y su jefe de caballería Maharbal, a propósito de una inmediata ocupación de Roma, tras la victoria de Cannas, según lo encontraba toscamente referido en el anticuado Catón16. Ningún otro elemento de unidad para la obra.

No porque las consecuencias sean tan fatales me he decidido a tratar este punto concreto, sino porque creo que resultan desorbitadas, tanto más cuanto que lo que las puede evitar no parece nada costoso. De simple y fácil lo califiqué al comienzo, y creo poder mantenerlo aun después de haber presentado hasta aquí, siquiera haya sido per summa capita, el esquema de la complicada cuestión «liviana». Y ya he dicho que, curiosamente, esto que voy a intentar combatir con un argumento simple es justamente lo que honradamente creo un error producto de una consideración excesivamente simplista: haber tomado el popularismo de la Roma primitiva como equivalente del de su época ya plenamente histórica. El distinto comportamiento de Livio (favor, aversión) requiere entonces ser justificado. Propongo simplemente invertir los términos: no es lo mismo lo que fundamenta la postura «popular» en aquella época primitiva y lo que la enfrenta a la clase senatorial en la plenamente histórica. Y precisamente porque se trata de entidades diferentes, han podido suscitar en Livio actitudes opuestas, sin que ello suponga en su personalidad contradicción alguna. Júzguese.

El popularismo de la primera época se revuelve contra una organización castista. Se nace patricio o se nace plebeyo, y ello para toda la vida, en general. Las más brillantes acusaciones de un plebeyo no han de valerle la posibilidad de un cambio de clase. Ello se hace especialmente duro para los miembros de esa casta marginada, en una época en que, valgan lo que valgan las opuestas y controvertidas hipótesis sobre su origen, se sabe hoy que se sentían ya tan romanos como quienes los marginaban de cargos, magistraturas y hasta de sus familias. Que un «pompeyano» -antidinástico, por tanto-, como consta que fue Livio, había de ver con buenos ojos la larga lucha de los que se le antojarían oprimidos, por su dependencia de un mero factor hereditario respecto a los patricios, fácilmente enfocables como opresores, no parece nada ilógico. (Que así lo reflejara en su obra; incluso que tratara con esa primera parte de ella de elevar un monumento a la unidad entre los hombres de Roma, no hace sino llevarnos al Livio de las simpatías o incluso de las técnicas de mentalización ya tratado; pero nos aleja del Livio mero copión de unas fuentes que, por haberse salido los plebeyos con la suya, se habían teñido de filopopulares, en detrimento de las que pudieran haber defendido la causa patricia.)

El popularismo posterior a la abolición de las castas es un popularismo estrictamente clasista. Ahora no hay por qué revolverse contra los dominantes sino porque lo son, ya que cada romano puede también llegar a serlo. Lo que hace falta es que lo haga con buenas artes, frente a la gran tentación de lograrlo con una mala, antonomásticamente eficacísima: la demagogia. Cierto que ser nobilis (=nacer en familia con ius imaginum = que tenga antepasados que hayan desempeñado magistraturas rurales) allana mucho el camino, pero sólo lo allana; no permite saltárselo. También aquí parece admisible que la nueva clase dominante, la senatorial, aristocracia ya no producto del hereditarismo de la sangre, sino de los servicios a la república, de la intensa formación intelectual -mucho más que de la potencia económica: en la época de Livio, la plutocracia se compone sobre todo de libertos y no faltan en ella ni siquiera los esclavos, según magistralmente ha probado M. Atilo Levi, al insistir en la necesidad de distinguir entre bienes de fortuna y status social17-podía atraer fuertemente a Livio, por encima de los populares quemadores de etapas a fuerza de subversiones y demagogia. Nuevamente parece haber comprobación de ello en la propia obra de Livio. Su tratamiento del segundo de los cónsules derrotados en Cannas, Terencio Varrón, tan distinto del de Paulo Emilio, es instructivo al respecto. Otra vez cabrá hablar de tratamiento antipático: responsable inmediato y directo, y prácticamente único, de la derrota por haber pretendido el mando alternativo y haber decidido la entrada en combate, su figura había sido presentada con rasgos interesantes. No seré yo quien pretenda exonerar a Livio de su clasicismo al recalcar que se trataba del hijo de un carnicero, «oficio infamante, al que había ayudado, en su mocedad, como matarife, menester propio de esclavos»18. Pero clasismo ya no castista: no se le reprocha a Varrón su origen plebeyo, de nacimiento, sino la plebeyez de su ejercicio. Sobre todo, se le achaca su ineptitud, pues debió su encumbramiento electoral a malas artes demagógicas, al dedicarse a la adquisición de partidarios entre individuos de escasa reputación, que se ganaba a base de defenderlos de balde, fuese o no fuese su causa la mejor. Lo que, a la postre, era aprovecharse de ellos: ¿otra manera de opresión, que forzosamente había de hacerle antipático a Livio?

Naturalmente, no puedo pretender que todo sea tan fácil en la documentación proporcionada por la propia Ab urbe condita. O, mejor, quizá lo fue; pero ahora, en el estado actual de la transmisión, no lo resulta. La pérdida de la segunda década, en la que debía poder observarse la transición por parte de Livio, ha sido, para la hipótesis expuesta, de influencia fatal. Ahora, a falta de esta posible transición observable, el contraste resulta realmente brusco: Livio filopopular en la primera década; filosenatorial a partir de la tercera inclusive. Preferir a la explicación simplista de craso reflejo de un cambio de sesgo en las fuentes -con la consiguiente admisión de un Livio veleta-, una postura coherente del autor, que se comporte de la misma manera ante situaciones sociales en el fondo radicalmente diferentes por mucho que se parezcan en la apariencia, requiere ser justificado, visto que la explicación no la puede proporcionar directamente la obra misma.




- III -

Antes de pasar a un intento de justificación a base de los argumentos que indirectamente sí creo que dicha obra proporciona, valga la observación previa de que, en la hipótesis propuesta, no hay lugar a combatir un imposible argumento ex silentio, por la sencilla razón de que no existe. Pretender que el no poder rastrear indicios directos del cambio es prueba de que no lo hubo, no es admisible dentro de la suposición de que pudo haberlos en la parte perdida, ya que, según he sugerido, es justamente allí donde era natural que estuvieran, si los había.

Los motivos de aplicación indirecta que se han sacado -que conste, pues: los han sacado otros, que no yo- se ordenan en dos ejes que llegan a coincidir, pero que son perfectamente analizables. La obra de Livio se ha visto, por un lado, como augústea. En la historiografía viene a ser lo que en la epopeya fue la Eneida, lo que en la lírica pudo ser el Carmen saeculare y -quizá más aún- las odas romanas de Horacio. ¿Cómo se alcanza este consenso de un cesariano y un pompeyano? Y no un cesariano cualquiera, sino precisamente el heredero político de César y, en tanto que tal, su hijo adoptivo. Que no se siente cesariano sólo al comienzo, para hacerse con el poder mediante esa adopción y fidelidad partidaria, sino incluso en su testamento político: en las res gestae diui Augusti conocidas sobre todo en el Monumentum Ancyranum19, Augusto se declara sucesor legítimo -y no traicionero aprovechado- exactamente como pudo serlo Octaviano en sus primeros tiempos de régimen personal, continuador del inaugurado por el dictator perpetuus Julio César. No parece que ni el popularismo antisenatorial originario, ni el poder monárquico en que, como tantos otros a lo largo de la historia, aquél desembocó pudiesen ser del agrado de un republicano tradicional como era y siguió siendo -obra al canto- Tito Livio. Ni tampoco parece, pues, que pudiera venir por ahí la confluencia. A lo sumo, una no insubordinación, fruto de una visión como la que luego expondrá explícitamente Tácito: el mando único se estabilizó en interés de la paz20. Pero nadie ha escrito, ni creo que hubiera podido hacerlo, que Tácito sea un historiador augústeo, aun con este reconocimiento. Si, pues, Livio sí lo fue, la razón hubo de estribar en algo distinto de la política de poder ejercida por Octaviano.

No creo que desentone sugerir que la coincidencia pudo darse en la moral patria. Aquí sí que Augusto ejerció plenamente la «integración del adversario», como tantos otros pacificadores que en el mundo han sido. En moral pública su aspiración fue la reposición del más rancio mos maiorum. En ello a la fuerza tenía que gustar a Livio; aquí éste le podía servir de instrumento de propaganda sin necesidad de docilidad alguna: la compenetración se daba espontáneamente. Otra cosa es si efectivamente las aspiraciones de Augusto se verificaban o no, a juicio de Livio. Más bien se pensaría en la negativa, a juzgar por su pesimista declaración, ya antes aludida21, de que «no podemos aguantar ni nuestros vicios ni los remedios que se les aplican». No creo que se refiera únicamente a la moral familiar, a las leges de maritandis ordinibus. En Roma había otros cánceres además del de la soltería y la anticoncepción: venalidad, descrédito del trabajo, sustituido por la productiva dedicación a la caza de herencias. Pero Livio no podía negar una buena voluntad del emperador al respecto: «remedios que se les aplican».

En otras palabras, tal vez osadas en demasía: que al epicúreo César no le sucedió un Octaviano epicúreo en lo que hace a su faceta de hombre de gobierno, sino más bien un valedor de la moral que defendían y razonaban los estoicos. ¿Otra «integración del adversario», de Catón de Utica en este caso? ¿O del propio Pompeyo, si ha de llevar razón Berta M. Martí22, que lo quiere ver en Lucano presentado rumbo a la muerte serenamente aceptada como un «proficiens» estoico? Tal vez no importe mucho, a nuestro propósito, el decidirlo. Lo que sí importa es que -como ha visto Pianezzola23- quien sí podía sentirse integrado era Livio, cuya ideología moral coincidía ampliamente con la antigua Virtus romana, reincorporada a la política imperial.

Ahora bien, si la connivencia de Livio con Augusto se dio, como parece, precisamente a propósito de una política moralizante chapada a la antigua, automáticamente entra en funcionamiento un segundo eje de consecuencias en este razonamiento: de las filosofías morales que estaban de moda en la Roma augústea, la que podía fundamentar ampliamente de modo racional la ética natural de la Roma antigua era el estoicismo. En el fondo, pues, Livio se movería dentro de una formación estoica. Nuevamente no invento yo; sencillamente, me apoyo: lo tomo de donde lo encuentro así sostenido explícitamente: la obra ya encomiada de Walsh, p. 59.

Lo que hago, eso sí, es disponerme a aprovecharlo. Si es cierto que «en general, y sobre todo en las primera y tercera décadas, hay una poderosa simpatía de Livio por el estoicismo», la postura que me he esforzado en atribuirle creo que se explica perfectamente. Tan como anillo al dedo viene el estoicismo a servirle de base, que cabría decir -si la visión propia no me obnubila- que la actitud de Livio tenía que ser ésta precisamente y no otra; renuncia a un castismo de pura herencia «biológica»; conchabeo, en cambio, con un clasismo que dividía a las personas en optimates y plebe-masa, esto es, en aquellos «héroes idealizados y villanos denigrados» que ya hemos encontrado en el propio Walsh. Bien entendido que estos optimates, estas «buenas familias», lo eran por haber contado con miembros cuya actuación y conducta las habían enaltecido.

Es cierto que -como ya he anticipado- se trata de testimonio indirecto: no se halla esto teorizado así en la parte de Ab urbe condita que nos ha llegado. Pero es exactamente la teoría que sólo medio siglo más tarde explicitará como vigente en el estoicismo a la romana su más conspicuo valedor, Séneca el filósofo. A lo largo de sus tratados, y más especialmente de sus Cartas a Lucilio, exposición de una especie de «Ética práctica», que -por ello- abunda en ejemplos, Séneca recurre frecuentemente a la paradigmatización de actos de virtud en seres que no se recata de llamar viles: esclavos, gladiadores... Su baja extracción no les impide alcanzar, a veces a costa de su vida, la virtud heroica; mueren, pues, como auténticos sabios estoicos, en posesión del bien supremo, pese a lo bajo de su cuna: que el bien y la sabiduría no se heredan. Pero este alcanzar el sumo bien, incluso en el momento crucial de la vida, no les libra de verse considerados como canalla, como viles24, por el aristocrático cordobés, claramente clasista en ello. Es la contradicción, tan chocante hoy, entre su postulado estoico de la radical igualdad de todos los hombres por el hecho de haber nacido tales, sin que obste dónde han nacido, aun en la esclavitud, y la admisión de ésta en la práctica Hoy preferiríamos seguramente que el estoicismo romano, en lugar de teorizar la igualdad con los esclavos, también personas, como sus dueños, y ya no cosas, hubiera propugnado la abolición de la esclavitud. Pero ello no debe cegarnos para no reconocer el mérito de una filosofía que, en medio de un ambiente tan extremadamente clasista, había alcanzando a abolir la diferencia de casta derivada del nacimiento según aquel terrible partus sequitur uentrem, «el hijo de madre esclava nace esclavo». Esclavo, sí; pero ya persona. Filosofía que, un siglo después de Séneca, había de producir sus dos máximos exponentes en Roma, bien que en lengua griega. Uno de ellos, emperador, Marco Amelio; otro, esclavo, Epicteto. Triste, pero admirable. (Admirable, pero triste.)

Es posible que también una agridulce admiración entristecida acompañe el reconocimiento en Tito Livio de lo que aquí he propuesto: castismo, ya no; clasismo, todavía sí. Pero ya anticipé que no se trataba de un intento apologético, de defenderle por ser quien es, sino meramente de poner un minúsculo punto sobre una pequeña i de la palabra «precisión». Si con ello se resuelve una aparente y aparatosa contradicción de «inclinaciones» entre dos partes de su obra que hoy, desgraciadamente, nos toca leer seguidas, tanto mejor.

Que el no haberle enaltecido hasta no dejarle sombra alguna me valga como garantía de haber, al menos, intentado hacerlo con imparcialidad atento sólo a lo que del examen de su obra y de su entorno saliera, sin pretensión alguna de desembocar en un final feliz.





 
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