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Gisela Kozak Rovero es profesora e investigadora del Departamento de Teoría de la Literatura de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela y profesora en la Maestría de Estudios Literarios de la misma Universidad.

 

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Para Myma Solotorevsky (1988: 11-23) la distinción entre literatura y paraliteratura obedece a criterios históricos de valoración, pues, en todo caso, debería hablarse de la literatura como un sistema en el que caben subsistemas literarios distintos. Dichos criterios históricos dependerán de las exigencias que la institución literaria -academia, críticos, escritores, editoriales, público ilustrado- plantee al ejercicio literario en un momento dado. Las diferencias entre lo literario y lo paraliterario se definen en este contexto como las que existen entre un tipo de texto que se alimenta del culto contemporáneo a la originalidad e innovación estética, y otro que se fundamenta en el uso de codificaciones preteridas. El público, desde luego, es distinto pues la literatura exige un receptor preparado perteneciente a una élite, conocedor del canon, capaz de entender las complejidades de los procedimientos de escritura y la carga ideológicamente crítica que podría poseer una obra determinada, mientras que los receptores de la paraliteratura constituyen un sector masivo, interesado mucho más en el disfrute de procedimientos ya conocidos, de efectos inmediatos, capaces de suscitar un rápido proceso de identificación con los hechos y personajes presentados. Desde luego, las mutuas influencias entre la paraliteratura y la literatura han sido más o menos constantes en el tiempo, sobre todo en una época como esta en la que concebir al público en términos de una élite cultivada en confrontación con una masa anodina y manejable, es poco menos que un anacronismo. Hoy en día se habla de segmentos de públicos que enfrentan la disolución de las fronteras entre cultura de élites, cultura popular y cultura de masas y participan en la circulación internacional de múltiples codificaciones culturales (García Canclini 1989: 347).

 

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Véase la nota anterior.

 

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Utilizamos el concepto de metaficción en el sentido en que lo hace Carmen Bustillo: «Definida por Robert Stam como [...] the process by which texts [...] foreground their own production, their authorship, their intertextual influences, their recepction, or their enunciation (1992: xiii), la particular prominencia del género en los últimos años es, según Waugh (1990: 5-7), la respuesta a una realidad y una historia que día a día se perciben como más provisionales: como construcciones, artificios, estructuras no permanentes que se refractan en lo que, desde la perspectiva de Robert Alter, puede llamarse magia parcial (eco de esas magias parciales de las que habla Borges respecto al Quijote): el disfrute de crear una ilusión (la ilusión de realidad que proyecta un texto) y simultáneamente destruir esa ilusión poniendo al desnudo las estrategias de su producción como artificio. Lo cual responde a lo que Iser llama el tercer acto de ficcionalización (los dos primeros serían el de selección y el de combinación): «el acto de develación de la propia ficcionalidad, en el que el mundo representado se coloca en paréntesis condicional (as if) y el referente es la auto-referencialidad alimentada por un imaginario doblemente mediatizado» (1997: 12).

 

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Los estudios culturales han cuestionado este intento porque implica una pretensión de colonizar desde la escritura los registros de una cultura propia de un circuito sociocultural distinto. Al respecto dice John Beverley: «La subalteridad es una forma de identidad diferencial no ontológica: es decir, es el producto de relaciones sociales históricamente específicas. Lo que [Ángel] Rama descubrió en La ciudad letrada es que la literatura fue y sigue siendo en América Latina precisamente una práctica constitutiva de las élites -hipótesis adelantada en parte por Alejandro Losada en su trabajo sobre el romanticismo peruano-. Aun en formas «progresistas» -para emplear la conocida consigna de los sesenta-, es quizás más parte del problema que de la solución. Las contradicciones entre literatura y cultura vernacular se hicieron menos agudas, pero de ninguna manera desaparecieron con las campañas de alfabetización introducidas por la Revolución Cubana o nicaragüense o el proyecto de los talleres de poesía de Ernesto Cardenal. Otra vez, la idea de alfabetización implica que una forma de cultura, la print culture, es necesaria para ejercer los deberes de un ciudadano o una ciudadana. Mientras tanto, como sospechaba [Antonio] Cándido, la mutación de la esfera pública causada por los medios audiovisuales conduce a un aplazamiento nuevo y progresivo de la idea de la literatura como un modelo o práctica formadora de identidad nacional y/o cívica. En este sentido, el fenómeno de la democratización representa el otro lado de la crisis de la literatura y de los estudios literarios latinoamericanos. En una sociedad realmente democrática, ¿qué es lo que garantiza la autoridad cultural de la literatura? Evidentemente sólo el uso que se hace de ella» (1995: 32).

 

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Véase la nota anterior.

 

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Pensemos en el floreciemiento de los estudios de género, los estudios culturales (en su versión inglesa y norteamericana), los estudios poscoloniales y la crítica cultural (Nelly Richard y Beatriz Sarlo, por ejemplo).