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«Castigo divino», de Sergio Ramírez: Novela policial, folletinesca, satírica y autorreflexiva

Gisela Kozak Rovero1






ArribaAbajoLa propuesta narrativa

La historia de Castigo divino, del nicaragüense Sergio Ramírez (1942), podría figurar perfectamente en las páginas de cualquier periódico amarillista. Sexo, dinero, poder, muerte y equívoco son los ingredientes perfectos de un suceso estremecedor capaz de despertar el morbo colectivo: un triple asesinato con estricnina, perpetrado por un joven abogado de veinticinco años en las personas de su propia esposa, una posible amante y el padre de ésta. La novela se construye a modo de expediente del caso, combinando registros diversos y divergentes, propios de la industria cultural y de discursos «no literarios», como se evidencia sin problemas con un simple repaso de los títulos de las partes y capítulos del texto. La jerga legal se hace presente en los títulos de las cuatro partes de la novela: I. «Por cuanto ha lugar, instrúyase la causa:», II. «Establézcase el cuerpo del delito:», III. «Acumúlense las pruebas:», IV. «Vistos, resulta:», «Epílogo: Cópiese, notifíquese y publíquese:». Y qué decir de aquellos de índole policial de ciertos capítulos como «En busca del veneno mortal» o «Una campanada de alerta que nadie escucha», de aquellos que remiten al folletín decimonónico, «¡Soy inocente!, clama desde las ergástulas», y al melodrama truculento y lacrimógeno, «El amor sólo aparece una vez en la vida». Además, el nombre mismo de la obra, Castigo divino, alude al cine estadounidense, central en la cultura de masas contemporánea, puesto que es tomado de una película con fecha de 1932, protagonizada por Charles Laughton y Maureen O'Sullivan y dirigida por Lothar Mendes, que trata de un envenenador que muere en la silla eléctrica sin habérsele comprobado sus crímenes (argumento que servirá de matriz de opinión para los habitantes de León, ciudad nicaragüense en la que se desarrolla la trama). Todos estos códigos son subvertidos desde el humor y la ironía, que circulan por toda la novela manifestándose en efectos de contraste que obligan al lector a distanciarse para observar los muy frecuentes guiños del narrador. Entre estos efectos de contraste tenemos que aunque los títulos aluden al policial, el folletín, el melodrama y la jerga legal, los epígrafes con textos de García Lorca, Góngora, el Romance de Fonte-frida o el Romancero Asturiano nos ponen en guardia: no todo es tan fácil y transparente como podría pensarse dado el uso de estrategias narrativas propias de la industria cultural.

Crónicas periodísticas, entrevistas, declaraciones judiciales, cartas, poemas a jóvenes señoritas en el más puro estilo ripioso con toques de romanticismo tardío y pinceladas modernistas, obituarios, listas de objetos, telegramas, descripción de fotografías, sermones en los que la Iglesia pontifica sobre la moral y las buenas costumbres, la jerga médica en las discusiones sobre los envenenamientos o en los informes de las autopsias, trascripción de grabaciones, trascripción de conversaciones, y hasta las «copias» de una libreta Squibb, perteneciente a Atanasio Salmerón, el «detective» del caso, constituyen, igualmente, el vasto mundo textual de la novela. Este mundo se articula a través de las estrategias narrativas del policial y del folletín, en una yuxtaposición de registros «paraliterarios»2 que indica la posibilidad de múltiples lecturas del texto, pues los asesinatos y los secretos de alcoba, los amores y las pesadumbres del melancólico Oliverio Castañeda -héroe trajeado de negro en eterno luto por su madre muerta y marcado por la fatalidad de distinguirse por su aliento de dragón- poseen resonancias e implicaciones que exceden considerablemente los hechos por sí mismos.

La narración construye evidencias para luego negarlas sin el menor empacho. El humor y la ironía, como ya mencioné, son las armas de un narrador que permanentemente nos pone en guardia acerca de cualquier rasgo trágico o dramático que nos tranquilice en su solemnidad o nos ponga sobre pistas seguras. Veamos algunos ejemplos:

a) Declaración en el Juzgado del Globo Oviedo, amigo de Castañeda, acerca del masivo asesinato de perros callejeros con carne envenenada con estricnina, «hazaña» que abre la novela y nos indica la posible culpabilidad del reo:

Que cuando terminaron la operación de la pila de agua, y antes de dejarlos otra vez en la puerta de la casa del declarante, Don Carmen les pidió que no se olvidaran de echarle una ración al perro de Don Macario Carrillo, un filarmónico que vivía a cuatro puertas de su casa de habitación hacia el oriente, pues se cagaba a menudo en la acera de la Tienda «La Fama» y siempre había que estar echándole aserrín a los excrementos. Que a ese perro se le dio efectivamente veneno de primero, como a las ocho y cuarto de la noche, llamándolo con morisquetas desde el zaguán hasta el fondo del corredor donde se encontraba tranquilamente sentado.


(1988: 29)                


b) El capitán Tacho Ortiz, jefe de la Guardia Nacional destacado en la ciudad de León envía este telegrama al director de La Nueva Prensa, diario de Managua que sigue de cerca el proceso, preocupado por la ola de calumnias y por el comportamiento de populacho, que ha cometido desmanes burlándose de las mujeres de la familia Contreras -Flora, la madre, y Matilde y María del Pilar, las hijas- colocando prendas íntimas de color subido en las puertas de la tienda de su propiedad:

Considero noticias su periódico incidentes ocurridos ayer en León irrespetuosas y sumamente exageradas. Es falsa alusión prendas íntimas colgantes botella y periodista ese diario debería informarse mejor antes dar pábulo semejantes obscenidades. [...] Puede Ud. estar seguro gente de bien no apoya aquí desmanes favorables asesinos ni considérales héroes como tampoco apaña calumnias propias almas bajas y resentidas. Leoneses tenémonos por cultos y civilizados.


(p. 332)                


c) De la milicia saltemos al poder eclesiástico:

¿Pretendes tú, feligrés estólido, huir sin entereza de este valle de lágrimas? ¿Dedicas acaso, aunque sea en cuaresmas, algún pensamiento de contrición a tus actos? ¿Olvidas que habrás de rendir detalladas cuentas de ellos en el examen postrero? ¡Desdichado de ti y mil veces desdichado si no sabes preparar, desde ahora, tus libros contables, pues llegara tu hora de ajustar ante Él tu debe y haber!.


(p. 101)                


d) Por último, citaré un fragmento de una entrevista que le hace el periodista Rosalío Usulutlán al médico, y «detective», Atanasio Salmerón, en la que éste declara en relación con los envenenamientos:

Entrevistado: Es posible. Los venenos ingeridos se conservan por mucho tiempo en los despojos mortales de las víctimas. Tenemos el famoso caso Bouvard, ocurrido en el mediodía de Francia en 1876. La esposa de un escribano, M. Bouvard, falleció de pronto, y anos después se descubrieron indicios de que el escribano la había envenenado, celoso de su compañero de bufete, M. Pécuchet. La exhumación se practicó en 1885, y el examen de las vísceras, por el método de J. Barnes, determinó la existencia de estricnina.


(p. 283)                


Las referencias a la obra de Flaubert subrayan el carácter paródico de las largas parrafadas enjerga médica que pululan por el texto. Y es que Castigo divino despliega un vasto ejercicio de intertextualidad que asume su carácter distintivo en el pastiche de diversos géneros literarios o no, procedimiento a través del cual se toman las marcas de un estilo cuya retórica está ya codificada (Genette 1989: 11) para la elaboración de un texto que asume un distanciamiento crítico respecto a dicho estilo. Las dos víctimas principales de esta subversión son el relato policial y el folletín, y en ellos me detendré en el siguiente y el subsiguiente apartado.




ArribaAbajoLa subversión del policial

Género central de la contemporaneidad, ubicado en la incómoda situación de que su estirpe se remonta a Edgar Allan Poe, pero su abundante descendencia es pasto de quioscos, aeropuertos, supermercados y productores de cine y televisión, el género policial en el siglo XX ha tenido cultores de excepción como Jorge Luis Borges, y ha sido también fórmula repetida una y otra vez por la industria cultural. Tal como afirma Ana María Amar Sánchez (1997: 43), la posición de los escritores frente a él ha oscilado entre la distancia jerárquica -Borges, con todo y ser un gran admirador del policial- y la actitud de aquellos que asumen distintas estrategias narrativas propias de la industria cultural como norte de su proyecto novelesco. Para decirlo en otros términos -y siguiendo a Amar Sánchez-, hay escritores que elevan el género a categoría de «gran literatura»3, para utilizar una definición muy discutible pero fácil de captar, con lo cual se alejan sin sombra de duda del carácter popular y masivo del mismo, mientras que otros escritores no están interesados en «elevar» o parodiar sino en apropiarse de los códigos del género para sus fines particulares. Es decir, están interesados en hacer un «pastiche», término que ya definí en páginas anteriores y que sintetiza la situación de Castigo divino.

De este modo, la novela asume el esquema del arma homicida, el móvil del crimen, la búsqueda del asesino, el detective acucioso, cerros de pistas y pruebas, coartadas y resoluciones de los hechos. Incluso, se regodea por momentos en cierto tono de crónica policial amarillista más que de novela policial, por el uso de la burla sangrienta y por el mórbido interés en lo escatológico, lo escandaloso, los rumores, el chisme y el sensacionalismo, rasgos que la mesura de una Patricia Highsmith o un Raymond Chandler no se permitirían, así narrasen crímenes terribles. Pero si en el relato policial las acciones deben confluir en la revelación de la identidad del asesino, en Castigo divino dicha identidad y los asesinatos mismos son puestos en duda hasta el punto de que al terminar de leer la novela, nos damos cuenta de que el único homicidio del que tenemos alguna certeza es el cometido por la Guardia Nacional en la persona de Oliverio Castañeda, supuesto autor de los tres supuestos crímenes. Solotorevsky (1988: 59) indica que en el relato policial existen dos historias, la de una ausencia -los occisos- y la de la investigación que reconstruye el crimen, el motivo de esa ausencia. Castigo divino es la historia de una muerte violenta, pero esta historia apenas se devela; a lo largo de más de cuatrocientas páginas, se nos presenta un gruesísimo expediente acerca de tres asesinatos, que quizás no fueron tales sino simples fallecimientos a causa del paludismo, de los cuales se inculpa a Oliverio Castañeda, conocido entre sus muchos amigos de la alta sociedad leonesa como Oly. Tal responsabilidad nunca es realmente comprobada: la verdadera historia de Castigo divino es la de un crimen político, y la misma subyace en las alusiones y las entrelineas del sensacional juicio a Castañeda. Esta es la subversión más radical del género: se nos encubre la historia central del relato, en tanto relato policial, y se nos presenta una inmensa historia que nos distrae del único crimen comprobadamente cometido, en una sabrosa burla a los lectores, con probabilidad más preocupados, al igual que la población leonesa en la novela, por los entretelones truculentos del supuesto triple asesinato que por la aguda problemática político-social de Nicaragua. Esta problemática se encama en la muerte de Castañeda, en el año 1933, a manos de la Guardia y de su jefe inmediato Tacho Ortiz, por órdenes de otro poderoso Tacho: Somoza, jefe de la Guardia Nacional durante el gobierno de Sacasa en Nicaragua y dictador de este país, quien complace la solicitud del tirano guatemalteco Ubico, enemigo político de Castañeda.

Las versiones contradictorias alcanzan todos los aspectos del triple asesinato: en cuanto al arma homicida, algunas dicen que Oliverio Castañeda recibió estricnina de un farmacéutico de León y del capitán Wayne, autoridad de los marines norteamericanos, y que no gastó todo el veneno en matar a los perros callejeros de León; otras afirman que sólo el farmacéutico se ocupó de este asunto (p. 24). Se comenta, igualmente, que envenenó a Marta Jerez de Castañeda, su esposa, con veneno y bicarbonato, y también que lo hizo por medio de unas cápsulas (p. 104). En cuanto a la muerte de Matilde Contreras y Don Carmen Contreras, su padre, circulan rumores también contradictorios. Dos médicos, Darbishire y Salmerón, el «detective», se oponen en cuanto a la naturaleza de los síntomas que presentaron los occisos, hasta llegar a sostener una polémica en los diarios que se ocupan del caso (pp. 298, 311). Pistas y pruebas proliferan hasta la hipérbole sin llegar a ser confirmadas o siendo confirmadas de manera aviesa e interesada. Todo parece inculpar a Castañeda: sus relaciones con las Contreras -Flora, Matilde y María del Pilar- indican que las galanteó a las tres en las propias narices de su esposa Marta y de Don Carmen Contreras, marido y padre; se afirma que regaba historias alarmantes e inciertas sobre la salud de su esposa (p. 107) y que se adelantó a informar sobre la muerte de Matilde, su posible amante, antes de que ésta ocurriera (p. 195); testigos aseguran que fue indiferente ante los signos de enfermedad presentados por Don Carmen Contreras (p. 230) y se opuso a que fuese sometido a una autopsia (p. 230). En su labor detectivesca, Salmerón -haciendo uso del método asociativo por el cual todo indicio se percibe desde una óptica morbosa y sórdida (Solotorevsky 1988: 63)- relaciona el envenenamiento de los perros con las tensiones entre mujeres celosas, las declaraciones de testigos y los rumores acerca de la naturaleza cínica, mentirosa, bromista y mujeriega de Castañeda. Estos rumores hacen las delicias de la «mesa maldita», grupo de hombres que se reúne en el bar de Agustín Prío para destruir la ajena reputación, y de la que forman parte Cosme Manzo, comerciante, Salmerón y el periodista Rosalío Usulutlán. De esta mesa saldrá la ola de chismes que contribuye a que Castañeda sea hecho preso acusado de triple asesinato. El resultado final de todas estas versiones contradictorias es que nada se prueba realmente, lo cual se aleja del sentido de la construcción de la novela policíaca para adentrarse en los terrenos de un distanciamiento irónico de los objetivos del género, y proponer una mirada vitriólica y crítica sobre el poder económico, político y social que coloca a la ciencia médica, a las leyes y a la prensa a su servicio. Dicho distanciamiento se confirma, además, por el simple hecho de que el enigma -el triple asesinato- no se resuelve (Solotorevsky 1988: 67), y por la caracterización del detective, Salmerón, un resentido social que se equivoca trágicamente y que en ningún momento representa la justicia o el orden (Solotorevsky 1988: 65). Además, y tal como lo afirma Leonardo Padura (1989: 128), la estructura de esta novela no responde a un encadenamiento de los hechos que gira alrededor del proceso investigativo llevado a cabo por el detective.

Este tratamiento de los distintos elementos que conforman el género tiene una primera consecuencia: la dificultad para clasificar Castigo divino como novela de enigma, negra o de espionaje, siguiendo una tipología extendida del policial. Ante todo, el enigma fundamental, como lo dije en páginas anteriores, es un crimen político y no la escandalosa desaparición de la esposa de Castañeda y de Matilde y Don Carmen Contreras. No nos encontramos con, en palabras de Néstor Ponce (1997-98: 567), el mundo tranquilizador de la clásica novela de enigma, en la que el detective es un semiólogo capaz y avezado que todo lo ve, lo entiende y lo explica: finalmente, Salmerón, el detective aficionado, termina abjurando de los resultados de su pesquisa y poniéndose del lado del acusado. Aquí el semiólogo sería el lector, el cual está obligado a leer entre líneas la reconstrucción del asesinato de Castañeda. Castigo divino tiene mayores afinidades con la novela negra, en el sentido de que hay una crítica de la sociedad, en general, y del sistema de justicia, en particular (Ponce 1997-98: 573); además, el detective, Salmerón, es un derrotado que siente afinidad por la víctima -Castañeda- y que es víctima él mismo de la sociedad leonesa. No obstante, el carácter polifónico de la novela le quita protagonismo al detective para concedérselo a las múltiples voces y versiones presentes en el mundo narrativo. En cuanto a Castigo divino como relato de espionaje, parecería fácil excluirlo de la categoría. Sin embargo, no debemos olvidar que estamos ante un crimen político y que las manos del poder estatal, nacional e internacional están metidas en el asunto, personificadas en Tacho Ortiz, jefe de la Guardia Nacional en León, suerte de espía que distorsiona e interviene el proceso judicial.

Y es que, para finalizar esta parte del análisis, Castigo divino, más allá de cualquier caracterización del policial, toma, en realidad, su más conspicua característica, la que lo coloca como género paradigmático de la contemporaneidad: la representación del mundo de «la violencia, la política, la guerra y la muerte»; es decir, la representación del mundo contemporáneo (Padura 1988: 57), encarnado, en este caso, en la sociedad leonesa satirizada sin piedad ni descanso.




ArribaAbajoLa subversión del folletín

El folletín tampoco se libra de esta labor de saqueo y reconstrucción textuales que distingue a Castigo divino. El aliento épico de esta novela, en la que todos los sectores sociales están presentes, su intensidad dramática -pues un triple asesinato por motivos pasionales, ambiciones económicas y por traición al matrimonio y a la amistad no es cualquier cosa- y su dialéctica de planteamiento de un enigma para luego resolverlo -así sea con versiones contradictorias o negando de plano algún elemento antes propuesto- coincide con características del género (Solotorevsky 1988: 43-46). Asimismo, el gusto por las descripciones detalladísimas y la presentación de secuencias narrativas señaladas y diferenciadas con exactitud propia del guión cinematográfico, aluden tanto al cine como a la novelística realista clásica, y obedecen a una voluntad de verosimilitud que contrasta agudamente con los permanentes desmentidos e irresoluciones que comprueban la distancia de este relato respecto al folletín. El suspenso, desde luego, está presente, pero el mismo es permanentemente burlado pues se desafía la usual estructura por entregas del folletín, la cual requiere de la no interrupción del desarrollo de la acción (Solotorevsky 1988: 45), a través de digresiones, largas parrafadas judiciales y médicas y declaraciones de testigos tan rocambolescas e innecesarias para el proceso, que no queda más remedio que pensar que están allí con el fin de advertimos respecto de las buenas intenciones de crónica y de fidelidad e imparcialidad, de las que el narrador a veces pretende convencemos para luego mostramos que ese no es el camino de la lectura. Las rupturas de la secuencia temporal se unen a esta serie de violaciones del código folletinesco, que manifiestan una voluntad de aprovecharse libremente de la función conativa de los géneros «paraliterarios», en el sentido de apelar a las emociones del lector (Rincón 1978), pero al mismo tiempo llevarlo a los terrenos de una reflexión en torno al poder y a la relación de la literatura de «élites» respecto de la industria cultural, que trasciende las delicias del suspenso y de las peripecias sorprendentes. En este sentido, no puede afirmarse sin remordimiento que Castigo divino se distingue por su fácil lectura, pues el lector debe estar tan alerta como un detective, tan conmocionado como un fanático de folletines, radionovelas o telenovelas y tan sereno y analítico como un crítico literario que husmea entre los meandros ideológicos del texto, capta la burlona utilización de discursos autoritarios y autorizados como la jerga médica y legal, y es consciente de la labor de extrañamiento propia del profundo trasunto metaficcional de la novela.




ArribaAbajoDe escrituras y lecturas4

Castigo divino es el título, como ya indiqué en otras páginas, de la película protagonizada por Charles Laughton y Maureen O'Sullivan, referencia que conforma una matriz de significado importantísima en la perspectiva que desarrolla la sociedad leonesa sobre los acontecimientos: la ficción cinematográfica influye sobre el colectivo, o, en otras palabras, la ficción cinematográfica influye sobre la percepción de los acontecimientos «reales», mostrándonos así la importancia de lo simbólico en la vida cotidiana y en las diversas configuraciones ideológicas. Este juego interdiscursivo constituye igualmente una mise en abyme, que refracta el texto del cual es parte pero también lo genera y modifica (Gaspar 1996: 127); la película es citada en la «mesa maldita» (p. 122) y en otras partes de la novela, y sirve, simultáneamente, de ataque y defensa para Castañeda, pues si bien el protagonista del filme es juzgado y condenado a morir en la silla eléctrica, nunca se comprobó realmente su culpabilidad. La misma función de mise en abyme tienen la crónica de Rosalío Usulutlán «Cuando el río suena, piedras lleva», título correspondiente al capítulo 38 (pp. 339 ss.), la declaración de María del Pilar Contreras al juez Fiallos (pp. 364 ss.), y la declaración de Castañeda (pp. 392 ss.), en la que confiesa su trato con las tres damas Contreras. En este juego de versiones que se anulan y alimentan simultánea y paradójicamente, no existe elemento que sirva para confiar en ninguna, pues todas son abiertamente interesadas: la de Rosalío Usulutlán inculpa a Castañeda e involucra a las Contreras en un juego de celos y complicidades con el reo; la de María del Pilar acusa a su otrora admirado galán pero salva la maltrecha imagen de la familia; la de Castañeda lo descarga de responsabilidad criminal pero lo coloca como irresistible Don Juan, perseguido por las féminas Contreras -madre e hijas- a pesar de su mal aliento y de ser casado.

Las versiones encontradas nos hablan de una diseminación del sentido y la perspectiva narrativa que pone en duda los afanes de veracidad de todos los discursos que una y otra vez dan cuenta del caso Castañeda: el discurso judicial, plagado de irregularidades en lo que a procedimientos se refiere, no persigue que se haga justicia y obedece a imperativos políticos y económicos; la jerga médica y las sucesivas pruebas -exhumación de los cadáveres, inyectarle líquidos provenientes de éstos a animales- no logran tampoco probar nada; la prensa actúa de acuerdo a sus propios motivos comerciales, a las inclinaciones y características particulares de los periodistas y a las órdenes de las élites de la sociedad. Ni siquiera las cartas de Oliverio, Matilde, María del Pilar y Doña Flora, aun cuando pertenecen al género por excelencia de la intimidad, se salvan de esta descalificación generalizada, en tanto que quizás sean apócrifas. Lo oral mismo, en la forma de chismes y rumores, se convierte en catalizador de un proceso judicial en el que la sociedad leonesa arroja todos sus temores y deseos reprimidos. El narrador, desautorizado entre tantas contradicciones, se aleja de la omnipotencia del realismo y deja que pensemos lo que nos plazca, en abierta subversión de sus funciones de cronista, narrador policial y narrador folletinesco. Y esta desautorización permite asumir el carácter ficticio de Castigo divino, novela juguetona e irónicamente empeñada en indicar sus filiaciones con «un hecho de la vida real». Y es que a pesar de que el autor, Sergio Ramírez, se representa en el relato como tal (p. 400), no es capaz de erigirse en una fuente de significados de la que podemos estar seguros. No otra cosa puede deducir el lector cuando cae en cuenta de que los nombres de unos cuantos expertos judiciales, testigos y sabios médicos son nombres de narradores y poetas, y que las permanentes alusiones a citas, copias, escritura de capítulos y el adelantarse a las acciones son parte del juego de la ficción con la «realidad», con un «hecho de la vida real». Incluso, el autor representado, en otra mise en abyme, confiesa que cambia los nombres de los protagonistas de la historia porque los descendientes de la familia Contreras viven en León en la década de los ochenta (p. 420), lo cual nos recuerda la necia presunción de Rosalío Usulutlán respecto a que su crónica no le traería problemas porque los nombres aparecerían alterados: el autor representado se refracta en Rosalío, asumiendo su propia inseguridad frente a la «verdad» en el caso del triple asesinato.

Como ya mencioné en el párrafo anterior, el acto de lectura es representado en la figura de un autor, Sergio Ramírez, que afirma en el texto que el expediente puede leerse como una novela (p. 417); el acto de la lectura es, pues, un acto de construcción de significados y de visiones alternativos, igual que el acto de escritura. El expediente del caso Castañeda es leído y narrado como novela, pero como un determinado tipo de novela: la policíaca, la folletinesca, hasta la melodramática. Y sabemos que los modos retóricos de narrar son una visión de lo real específica, es decir, la realidad no es independiente del discurso (Derrida 1989: 87): las tres formas mencionadas, desde el punto de vista de la concepción clásica sobre los mismos, configuran sus mundos posibles de diversos modos, pero todos tienden a favorecer la «ilusión de realidad» a través de un desarrollo narrativo que resguarda los privilegios del narrador, la búsqueda de una verdad y la exaltación o crítica, en ciertos casos, de determinados valores. Pero en el caso de Castigo divino el ejercicio de lectura/escritura subvierte estas características y el texto se abre a perspectivas y sentidos múltiples, apertura que permite abordar las lecturas que hacen los diferentes sectores sociales y personajes sobre el caso Castañeda: los sectores populares de León lo leen como un folletín, en el cual un héroe -Castañeda- es víctima de los poderosos, molestos por sus hazañas sexuales; Salmerón y el público no leonés lo leen como una crónica policial amarillista; unas cuantas damas leonesas suspiran ante tamaño melodrama. Y los poderosos se espantan ante lo que perciben como un obstáculo para sus intereses. Castigo divino da cuenta de estos encubrimientos y contradicciones y asoma otra posibilidad: Castañeda es víctima de manejos políticos que nada tienen que ver con las acusaciones en su contra.

La lectura novelesca del expediente, representada en el texto, es, pues, capaz de ofrecer un espacio para la crítica y el cuestionamiento a partir de la reflexión sobre el estatuto del texto narrativo. Y es en este trasunto metaficcional en el que estalla la subversión que caracteriza Castigo divino, la cual no se reduce a la obvia violación de los rasgos convencionalmente aceptados del folletín y el relato policial. La puesta en escena de discursos literarios y no literarios a partir del develar el proceso de construcción del texto y del explícito reconocimiento de su carácter de ficción, desplaza la autoridad enunciativa del narrador y cuestiona la mimesis realista en la cual la narración se presenta a sí misma como una traducción de lo real desde una perspectiva omnisciente, omnipotente y omnipresente. Este desplazamiento y cuestionamiento dislocan los procedimientos policiales y folletinescos, que, en las versiones propias de la industria cultural, no suelen poner en duda la coherencia y autonomía de la representación en tanto verosimilitud, y en tanto mundo posible que intenta «parecerse» al mundo real y suscitar un rápido reconocimiento y disfrute por parte del lector. La lógica analítica-inductiva y los trillados recursos narrativos, propios, respectivamente, del relato policial y del folletín, son minuciosamente desmontados para que podamos contemplar sus trucos, sus «efectos de realidad, así como las virtudes de su descarada búsqueda de un lector que disfrute de la suspensión de su incredulidad y se deje llevar por el espléndido humor de la novela y por sus giros irónicos constantes.

Subversión, mezcla de géneros «literarios», «paraliterarios», de la «cultura de masas», «no literarios», reflexión sobre la construcción narrativa: ¿qué nos dice Castigo divino sobre la representación, los debates estéticos recientes y la narrativa actual?




ArribaAbajoRepresentación, autoría y narrativa actual

En Castigo divino la autorreflexión se inscribe en una preocupación por la representación y en una interrogación acerca de las posibilidades de exploración de lo social y de las vivencias individuales a través de la literatura, en tanto discurso específico que juega con las categorías de realidad y ficción. En la novela analizada, la divertidísima sátira de la sociedad leonesa no perdona a ningún sector de la misma, y en palabras de Hutcheon, la sátira, a diferencia de la parodia, tiene un carácter abiertamente extratextual, pues apunta a un objeto que está fuera del texto (1992: 177): ningún aspecto de la sociedad -en este caso de la leonesa- se escapa del ojo satírico. Las estructuras del sentir, la vivencia misma de la subjetividad en el mundo, relacionadas con «las creencias sistemática y formalmente sostenidas» (William 1980: 154-155) emergen desde esta visión de lo histórico acompañadas de una óptica desengañada sobre un mundo en el que los valores, las ideas, lo que se piensa y lo que se dice se separan de los hechos concretos. De esta manera, la moral, el patriotismo, la justicia y el papel de la milicia como guardián de la nación son prestamente desenmascarados. Y es que, si partimos de que la intrahistoria es la encamación de lo histórico en el vivir social concreto, en Castigo divino la historia toma cuerpo en un proceso judicial digno de un periódico amarillista o de una página de sucesos. Así -y a pesar de la irreverencia en el tratamiento de lo histórico y la extraordinaria conciencia de que todo discurso obedece a los poderes en juego y a artificios retóricos que implican una visión sobre lo real-, la novela nos habla de subjetividades actuantes de individuos, familias y grupos que obedecen a determinados intereses político-sociales y económicos.

Tal como plantea Josefa Salmón (1992), en Castigo divino el estado arremete contra Oliverio Castañeda por medio de sus instituciones paradigmáticas: la familia, la Iglesia a milicia y el poder judicial. Antes de ser acusado de asesinato, Castañeda es aceptado por los pudientes de León, pero una vez que saca a la luz la vida privada de los Contreras se convierte en un enemigo de clase, víctima fácil de un estado cuyo presidente, Sacasa y cuyo jefe de la Guardia Nacional, Somoza, guardan relaciones de parentesco con la familia afectada (que por cierto está emparentada con la Virgen María y desciende del Cid Campeador) y, desde luego, con el sector social al que pertenecen. La Iglesia defiende los valores morales puestos en entredicho durante el escandaloso proceso a Castañeda, y ataca a este en términos, prácticamente, de un hijo del demonio, a sabiendas de que los primeros en contradecir esos valores son los adinerados de la ciudad de León. La milicia y la justicia se convierten en los brazos ejecutores de esta política de alianzas para la que la culpabilidad del reo es menos importante que la retaliación y la amenaza hacia los opositores del régimen. Con mucha inteligencia, la novela nos deja ver que el problema fundamental no es si Castañeda es una suerte de magnífico ciudadano convertido en víctima del poder o si es un sinvergüenza que se merece lo peor, sino que la verdadera causa de su muerte no tiene nada que ver con esto ni con el tinglado judicial erigido a raíz de los fallecimientos acaecidos en la ciudad (pp. 209-213). Precisamente por todo esto es que el proceso a Castañeda se convierte en un escenario de lucha entre los sectores sociales desfavorecidos que se divierten morbosamente con los vericuetos eróticos del caso y hacen del joven abogado su héroe, y los grupos influyentes de León. En Castigo divino, la ficción es capaz, entonces, de poner en el tapete aquello que los habitantes de la pequeña ciudad no quieren ver -la historia, el poder que impregna la vida de los individuos hasta en sus resquicios más íntimos-, y en este ejercicio transforma la función de los géneros paraliterarios en que se fundamenta y los dota de la perspectiva irónica crítica, humorística y trágica que no suelen poseer en sus contextos de producción, difusión y recepción pertenecientes a la industria cultural.

Este interés por lo histórico y lo intrahistórico en tanto enfrentamiento de sectores y subjetividades en conflicto desde el punto de vista sociocultural y político, acompaña la vocación de Sergio Ramírez por ambiciosos proyectos de experimentación con la estructuración novelesca. Se trata de un permanente ejercicio de exploración del mundo que se solaza en los intersticios de lo real para ofrecer una mirada oblicua desde el tratamiento y transformación del lenguaje, la polifonía, la exploración de los recursos narrativos de la cultura de masas contemporánea y el conocimiento sólido de los más influyentes escritores contemporáneos. Y estos aspectos son los que marcan las huellas de la autoría (las huellas del sujeto histórico que escribe) en el enunciado novelesco de Castigo divino. La obsesión de Ramírez por Nicaragua, y en particular por la ciudad de León, en tanto drama y proyección de Centroamérica y, en definitiva, de toda América Latina, lo ha llevado a concentrarse en la dictadura de la dinastía Somoza como caldo de cultivo para su obra de narrador, biógrafo, periodista y hasta autor de piezas de teatro. Pero su visión del fenómeno del dictador en su país se distancia notablemente de las figuras míticas que propició la proliferación de novelas sobre el poder unipersonal en nuestro continente (García Márquez, Roa Bastos, Veloz Maggiolo, Uslar Pietri, Herrera Luque, Asturias), pues, como dice el propio autor, respecto a su novela ¿Te dio miedo la sangre? (1977), lo que le interesa es ver «la tiranía como producto social, es decir, en el cual hay responsabilidad, corresponsabilidades, victimarios, víctimas, relaciones de poder muy variadas que se reproducen, de manera refractada, en las vidas de las personas» (Rincón 1977: 21). Asimismo, la ciudad de León no es una mítica Macondo o una ruinosa y sórdida Santa María: es una ciudad corriente y moliente siempre contemplada y satirizada desde el absurdo del poder en la cotidianeidad. Esta visión de Ramírez ha permanecido constante desde la publicación de su primer volumen de relatos Cuentos (1963), pasando por su primera novela, Tiempo de fulgor (1970), hasta su última obra narrativa, Margarita, está linda la mar (1998), y demuestra la evolución de este narrador en el sentido de darle un sesgo personal a las influencias literarias del boom y convertirse así en una de las cabezas de la literatura de las últimas décadas.

Desde esta perspectiva, Ramírez siempre ha insistido en la representación de diversos sectores sociales y, en particular, de las voces y registros propios de lo popular. Esta polifonía intenta oponerse, en palabras del escritor, «al discurso unidimensional del poder tiránico, a su monologismo» (Rincón 1977: 23), y trata de «dar voz a quienes no la tienen» (Ruffinelli 1992: 203). Este modernísimo intento, paradigma de las aspiraciones del letrado latinoamericano5, es en Ramírez condición para una extraordinaria productividad estética en la que se abre, al menos, una posibilidad de diálogo entre registros culturales diversos y hasta opuestos. O, para ser más modestos, una posibilidad si no de diálogo, por lo menos de expresión de un grupo social concreto -el de los hombres y mujeres vinculados a la escritura y al pensamiento- respecto al mundo que le toca vivir.

Esto último explica también el interés de Ramírez por la cultura de masas, como matriz de sentido que nos ha formado y deformado, y que constituye parte esencial de nuestro imaginario. Ramírez (1992) confiesa la influencia que han tenido el montaje cinematográfico, las historietas cómicas, las radionovelas en su formación como escritor así como el impacto del béisbol en tanto entretenimiento y, muy importante, en tanto productor de héroes y de mitos. «El Centerfíelder» y «Juego perfecto», publicados en diversas antologías, dan testimonio de esta preferencia. Y en cuanto al cine, la estructura de ¿Te dio miedo la sangre? y la propia Castigo divino dan fe de esta influencia fundamental en la narrativa contemporánea. Además, la cultura de masas es una manifestación más de la constante presencia cultural, además de militar, política, y económica, de los Estados Unidos en América Latina. En todas las obras de Ramírez, esta presencia se ve desde todos los ángulos posibles, comenzando por el cotidiano, como demuestran los cuentos «Charles Atlas también muere» «A Jackie con nuestro corazón» y «Nicaragua es blanca».

En Castigo divino pueden rastrearse estas obsesiones del narrador nicaragüense huellas de una autoría que no quiere dejar de marcar incisivamente su impronta. En este sentido, el estudio de sus relatos ayuda a comprender cambios culturales de las últimas décadas, como son la relación de la literatura con la cultura de masas, el significado de la actividad literaria en América Latina, el rol del escritor en la sociedad y las tensiones existentes entre la narrativa actual y las transformaciones en el campo de la crítica literaria. Así la metaficción, la intertextualidad, la parodia, el pastiche no constituyen, a la luz del análisis de una novela como Castigo divino o de otros textos de Ramírez, los simples recursos de una época agotada en su creatividad, a despecho de las ideas de Jameson (1991) o una celebración del pluralismo a partir del reconocimiento de que el espíritu de originalidad e innovación de las vanguardias llegó a un callejón sin salida (Hassan 1991). No se trata de una simple celebración del atractivo de la cultura de masas para las sociedades actuales; se trata de asumir sus capacidades expresivas en el contexto de su centralidad en las correlaciones culturales de estos momentos, en la conciencia de que los lectores de un tipo de novela como Castigo divino serán capaces de comprender su dimensión crítica porque, finalmente, muchos de ellos son lectores que se han enfrentado a las dificultades de la novela contemporánea (Klahn 1989: 927).

No otro ha sido el caso de escritores como Ana Lydia Vega, Rosario Ferré, Luis Rafael Sánchez, Osvaldo Soriano, Juan Villoro, Elena Poniatowska o Jesús Díaz, escritores paradigmáticos del posboom, cuando han abordado este tipo de empresa literaria Y es que, como dice el escritor chileno Antonio Skármeta (1981: 49-54), los escritores nacidos en la década de los cuarenta viven en medio del auge de la industria cultural de los medios de comunicación de masas y de la influencia norteamericana, razón por la cual las adustas jerarquías entre baja y alta cultura no tienen para ellos mayor sentido. El cine la radio, la televisión, la prensa forman parte de una sensibilidad que modifica la visión de lo espacial y lo temporal favoreciendo el que se desdibujen las fronteras culturales nacionales, regionales y discursivas, lo cual coloca a los escritores en la encrucijada de decidirse entre los plurales códigos artísticos y de escritura que los asedian. El documento, la cita, el testimonio, lo oral son utilizados ampliamente, pero sin privilegiar su carácter referencial en tanto verdad indiscutible y desde una perspectiva ambigua que se distancia de las seguridades propias del narrador decimonónico (Klahn 1989: 926). Castigo divino en su labor de saqueo de géneros «paraliterarios» y no «literarios», es parte de estas búsquedas estéticas que han signado la narrativa latinoamericana, y se constituye en muestra paradigmática de la misma, pues más allá de un lúdico ejercicio de recuperación de códigos de la industria cultural, demuestra una extraordinaria conciencia del ejercicio de la literatura, en tanto trabajo con el lenguaje.

Novelas como Castigo divino constituyen una reflexión sobre los caminos que toma la representación literaria en un momento en que las hazañas vanguardistas del boom ya no serian posibles porque se ha perdido el trasfondo mesiánico que alguna vez alimentó la actitud ante lo literario y su función entre las élites latinoamericanas. No se equivoca Ronald Daus (1984: 320) al afirmar que la «nueva (intelectual) literatura de consumo latinoamericana» asume su «latinoamericanidad» naturalmente, sin mesianismos, abierta al mundo transnacional que le ha tocado vivir. Los textos de Sergio Ramírez Castigo divino en particular, testifican la transformación de un escritor que unió las figuras del intelectual y del hombre de acción, del político y del hombre de letras, y que, al mismo tiempo, ha visto la caída de las grandes utopías que marcaron el ánimo de tantos intelectuales del continente. Aunque el escritor o la escritora quisieran erigirse en voceros de una identidad colectiva, o ser, en palabras de Miguel Ángel Asturias, el «Gran Lengua de su tribu (Ruffínelli 1992: 204), la realidad de un mundo desencantado de sus propias ambiciones pone frenos a ese deseo. La América mítica y por descubrir de Rulfo, García Márquez, Asturias y Carpentier, dejó paso a la América urbana o provinciana y, en cualquier caso, cotidiana, con más pesadez que magia. Las experimentaciones con el lenguaje y la estructura que tanta polémica y discusión despertaron durante los años cincuenta, sesenta y setenta, son sustituidas por estrategias narrativas que, como dice Ruffinelli (1992: 204), buscan la complicidad con el lector a través de la pertenencia a una misma comunidad cultural. El escritor no es ya el profeta que denuncia los horrores de la modernidad, no es el «Gran Lengua», memoria de la tribu y descubridor de lo todavía no nombrado, ni la voz autorizada en la que se busca consejo y dirección. Ahora el público lector se debate entre diversas maneras de obtener conocimiento, entretenimiento e información, y hasta los mismos académicos denuncian las pretensiones hegemónicas de una «cultura literaria» que se ha impuesto por sobre otras manifestaciones6.

El escritor compite con opciones del lector -informática, medios de comunicación, industria cultural- y dialoga con el mundo y con otros escritores a espaldas de una crítica literaria, o, para ser más justos, de una sustancial parte de ella que no está dispuesta a aplaudir apasionadamente como en la época del boom, porque está ocupada buscando otros campos, lo cual, en principio, no es cuestionable7. Pero esta situación no implica como ya dije en otras páginas, que la literatura se entregue a una celebración de la cultura de masas por sí misma y a una resignada y nada crítica actitud ante la vida que vivimos. La narrativa latinoamericana continúa en plena interacción con las problemáticas del mundo actual. El interés en lo intrahistórico, el ejercicio metaficcional y la mixtura de estéticas diversas revela, en palabras de Ángel Rama (1982: 476), una duda sobre el discurso intelectual racional, propio del realismo decimonónico, de las complejísimas experimentaciones del boom y del espíritu moderno en general. Revela, además, que hay un interés por las diferencias culturales y por lo local, independientemente de la utilización de estrategias narrativas que pertenecen al ámbito universal de la industria cultural y de la informática, las cuales superan los límites de las naciones y regiones y poseen un papel definitorio en el ámbito global. La trayectoria novelística de Sergio Ramírez -uno de cuyos puntos culminantes es Castigo divino- ilustra a la perfección este paso entre un modo de ver -y escribir- las heterogéneas realidades y conflictos de América Latina, propio de la óptica de una élite cultural revolucionaria, deudora de las extraordinarias realizaciones del boom, y otro distinto, que obedece a élites que se mueven en un mundo en el que la imagen, la fragmentación y la segmentación social y cultural, el ímpetu del capitalismo y la intervención abierta de la tecnología en las nuevas sensibilidades y miradas, exigen del quehacer literario una transformación de sus estrategias y funciones.






ArribaBibliografía

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