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Capítulo XII

Que trata del amor y prepara para la muerte.

     De ninguna manera mejor podríamos empezar este capítulo que transcribiendo parte de una carta del abad O'Flaherty a la señora condesa de X..., en París. Dice así:

     «Señora: El correo últimamente llegado me ha traído un precioso paquete con cartas vuestras, bastantes para hacer feliz a cualquier mortal que no sea yo, pues a mí me hacen aún más desgraciado. Pienso en el querido París -y en algo que me es más caro aún que París entero, y de lo cual no quiero seguir hablando-; pienso en París y me encuentro con este lóbrego sitio, donde, cuando se abre un claro en la niebla, sólo me deja ver un poco del limoso Támesis, tan distinto de vuestro plateado y alegre Sena. No creáis que exagero si os digo que daría de muy buen grado mis grandes salones, colgaduras, dorados, palafreneros, fiestas, criados, embajadores y todo lo demás, a cambio de una casita desde donde se vean las Tullerías o mi pequeño cuarto del Irlandois.

     Supongo que mis últimas misivas os habrán dado una idea clara de las públicas gestiones de nuestro embajador; por lo que a su vida privada respecta, aquí van algunas ligeras referencias de un pequeño escándalo secreto que le concierne.

     Figuraos que su excelencia está ahora completamente enamorado de una rubia que sacó hace largos años de un antro horrendo; la adorada cuenta ya sus buenos cuarenta años, y fue su amante cuando él era capitán de dragones en Inglaterra, como algunos sesenta o setenta... o cien años atrás, con la cual tuvo un hijo, muy listo mozo por cierto, aprendiz de un sastre de nombre, que tiene el honor de hacerle los calzones a su excelencia.

     Desde la tarde fatal en que volvió a encontrar a la rubia en cierto parque de pública diversión, llamado Jardines de Marylebone, nuestro buen hombre está como salido de sus casillas. El amor le ha sorbido por completo el seso a este embajador -que no tiene sesos-, y sus tonterías me proporcionan constante motivo de diversión. Ahora mismo, por ejemplo, está sentado frente a mí, a la misma mesa, y ¿qué diréis que hace? ¡Escribir una carta a su Catalina!..., carta que copia de una novela sentimental aquí en gran boga. Necesita recurrir a estos expedientes porque, como sabéis, no está muy fuerte en asuntos de escribir ni pensar por sí mismo.

     La rubia Catalina, debo deciros que no es sino la mujer de un ebanista, una burguesa acomodada, que vive en el camino de Tyburn. Encontró a su antiguo amante poco después de nuestra llegada, y experimenta un anhelo desmedido de ser condesa. En verdad, es una linda criatura la tal Catalina. Hasta ahora, la cosa no ha pasado de billetes amorosos, almuerzos, paseos románticos, regalos de estofas de seda y satín, porque la condenada se las da de tan virtuosa como la misma Diana, y ha resistido hasta ahora a todas las zalamerías del conde. El cuitado ha llegado a contarme, con lágrimas en los ojos, que podía habérsela robado la primera noche; pero que se interpuso el hijo en el camino, y que desde entonces él o algún otro no ha tratado más que de desbaratarle sus planes... porque es el caso que ella nunca se presenta sola. Yo creo que esta increíble castidad de la dama es lo que ha provocado la no menos increíble castidad del caballero. Por lo pronto, ella anda ya buscando un digno alojamiento, quién sabe si para después de casarse con el conde. Afirma además que su marido anda bastante malucho; su enamorado es bastante tonto, y ella -necesario es confesarlo- conduce las negociaciones con envidiable tacto diplomático; de modo que...»

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 

     Esta es la parte de la carta que interesa a nuestro personaje; el resto está dedicado a relatar otros chismes de Corte, y en la postdata dice el reverendo que esta información le ha sido suministrada por el hijo de su excelencia, míster Billings, aprendiz de sastre.

     Billings visitaba, en efecto, con bastante frecuencia la morada del embajador, a presencia del cual, según sus órdenes recibidas, era siempre admitido. Por lo que a las relaciones entre Catalina y su primer amante respecta, la versión del abad era perfectamente exacta: no podría afirmarse que ella era infiel a su marido, a no ser en espíritu. Pero le aborrecía, anhelaba abandonarle y amaba al otro; el final acercábase a pasos agigantados, y cada uno de los nuevos actores y actrices del drama estaban a punto de hacer su aparición antes de la catástrofe definitiva.

     Como ha podido observarse, Catalina había seguido fielmente las instrucciones de Wood en su trato con el conde, el cual volvíase cada día más tierno y descorazonado, a medida que se retrasaba la satisfacción de su deseo y que sus apetitos eran más aguijoneandos por la resistencia pasiva. Buena prueba de ello la da la siguiente carta, a la que antes aludiera el capellán, como copiada de una novela y dirigida por él a ella:

DEL INFELIZ MAXIMILIANO A LA INJUSTA CATALINA

     «Señora: Es fuerza que os ame más que nunca, ya que, a pesar de vuestra injusticia llamándome pérfido, no os amo menos que antaño. Por el contrario, mi pasión es tan violenta y tanto me hiere vuestra injusta acusación, que, si conociereis las angustias de mi alma, os recriminaríais a vos misma como la mujer más cruel e injusta del mundo. Ya, largo tiempo hace, me habríais tenido a vuestros pies; y así como fuisteis la primera, seríais mi última pasión.

     De hinojos he de deciros, a la primera oportunidad, que la inmensidad de mi pasión sólo puede ser igualada por vuestra belleza; a tal extremo me ha arrastrado, que ya no es posible ocultar mi desventura. Seguramente ha querido el hado adverso, para ponerme a prueba de rigores, disponer ese matrimonio por el que estáis unida a un ser infinitamente inferior a vos. De estar ya rotos esos lazos matrimoniales, yo os juro, señora, que mi mayor felicidad habría sido ofreceros esta mano, como os he ofrecido tiempo ha mi corazón. Ruégoos no olvidéis esta declaración, que abajo firmo de mi puño y letra, y cuya veracidad me agradaría poder probar con el tiempo. Creed, señora, que nadie en el mundo pone tan en alto vuestra virtud ni desea vuestra felicidad con mayor anhelo que

Maximiliano.

En mi casa de Whitehall, hoy 25 de febrero.

     A la incomparable Catalina, estas líneas, con la adjunta falda de satín escarlata.»

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 

     El conde había dudado mucho si ponía la frase referente al matrimonio caso de la muerte de Hayes; pero el buen capellán desvaneció tales escrúpulos, diciéndole que, por el mero hecho de escribir en tal forma, no venía obligado a obrar llevando a cabo lo dicho; que lo mejor era no firmar y enviar la carta tal cual..., y que él no podía creer fuera su excelencia tan pacato como para temer que ella le siguiera a Alemania el día que su misión diplomática terminara... la cual estaba ya para terminar.

     La lectura de la misiva produjo tal alegría y excitación en Catalina, que Wood no pudo por menos de notarlo, y no tardó gran cosa en conocer los términos de la carta. No necesitaba Wood aconsejarle que la guardara celosamente; desde aquel día no se separó más de Catalina; era su título de nobleza, su elevación de rango, el paso a la riqueza, a la felicidad. Comenzó a mirar a los vecinos por encima del hombro, a tratar cada día más despectivamente a su marido; la desgraciada suspiraba por poder confesar su secreto y ocupar en el mundo el puesto a que tenía derecho.

     ¡Condesa ella, e hijo de un conde Tom! Y creyó que no tardaría en verse agraciada con el título por la munificencia real.

     A la sazón comenzó a circular un rumor -que tenía en la mayor inquietud a Hayes-, y según el cual, él iba pronto a abandonar el país. La noticia corrió de boca en boca, y las gentes se mofaban de él cuando le veían llorar, negándolo, y volverse pálido como la cera. Decíase también que Catalina no era su mujer, sino su querida, a la que él trataba con la mayor sevicia, y a quien disponíase a dejar plantada. El cuento del palo que la había dado en la cabeza, dejándola sin sentido, se conocía en todo el barrio. Cuando él decía que fue en legítima defensa, porque ella quería matarle, nadie le daba crédito; las mujeres decían que habría hecho admirablemente... ¿Cómo habían surgido estas comidillas?... Hayes pensaba: «Tres días más, y me largo..., y que la gente hable entonces lo que quiera.»

     ¡Infeliz de ti! ¡Piensas huir sin que el hado haya de poder darte alcance, ocultarte de modo que aun la muerte ignore tu refugio!...

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