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Último capítulo

     Sería inocente presumir que Hayes no se había percatado del afecto de Galgenstein por su esposa; no tenía más remedio que notar cómo cada día estaba más alegre, vestíase con más coquetería y se ausentaba más de lo corriente; además -cosa que le alegraba-, no pudo por menos de extrañar que, desde el día de la última pelea, su esposa no hubiera vuelto a pedirle un chelín para el gasto de la casa. Él, por su parte, hacíase el tonto a tal respecto... y eso salía ganando.

     En realidad de verdad, hay que decir que ella recibía constantemente dinero del conde, así como también Tom, y no sólo sumas en metálico, sino que también toda clase de regalos.

     Uno de tales presentes era una cesta grande de botellas de vino generoso, que ya hacía días estaban en la casa y que despertaban los deseos de Hayes, el cual, como sabemos, era muy aficionado al buen vino. Wood y Billings solían darse el placer de beberle, con gran contentamiento del último. Más de una vez, al atravesar Hayes el pasillo y verlos en el comedor, dedicados a las libaciones habíansele ido los ojos detrás del precioso licor; claro es que, si se hubiera atrevido a pedir, le habrían dado. Para el 1.º de marzo de 1726 ya había reunido Hayes casi todo el dinero con que pensaba huir; aquel día, habiéndose pagado una factura en cuyo cobro había ya perdido toda esperanza, regresó a casa de muy buen humor, sintiendo la casi seguridad de que su partida, ya muy próxima, no habría de tropezar con inconvenientes. Desde hacía tiempo, nadie había intentado violencia alguna contra él, y como, además, tenía sus pistolas dispuestas y llevaba todo su dinero en billetes en su cinturón, que jamás se quitaba, acabó por desechar todo temor. Aquel día entró en la casa al obscurecer. Catalina y Tom estaban ausentes; míster Wood, según su costumbre, estaba fumando en la pequeña habitación trasera de la casa; cuando vio a Hayes por el pasillo le dirigió la palabra en tono afable, reprochándole su desvío, y le invitó a sentarse y a tomar con él un vaso de vino. Hayes despachó a un cliente que esperaba en el establecimiento, y no tuvo reparo en aceptar la invitación de Wood. La conversación, algo lánguida al principio, no tardó en ir animándose y haciéndose confidencial, y tan admirablemente sugestivo y amable estuvo el doctor Wood, que el compañero no tardó en ser captado por sus encantadoras maneras mundanas, llegando ambos a ser tan amigos como en sus mejores días de intimidad. Wood decía:

     -Yo celebraría que os dignarais de vez en cuando bajar a pasar la velada conmigo, míster Hayes; pues, aunque no seáis muy leído, sois un hombre de mundo y yo no puedo rehuír la compañía de los jóvenes...

     Aquí Tom, desde vuestra última pendencia con la señora Catalina, se las da de sultán. Entre los dos, él y su madre, os han arrinconado... No tenéis más remedio que declararos vencido y confesar que no queréis bien al mozo.



     -Ya, eso es cierto -dijo Hayes-. A nadie le agrada que le restrieguen constantemente por las narices las antiguas faltas de su mujer ni verse en su casa continuamente hostilizado por un salvaje semejante.

     -Travesura nada más, amigo mío -repuso Wood-; cosas de los pocos años, que van desapareciendo con el tiempo. Tan malo como podáis creerle -y es tan loco como un potro desbocado- hay algo bueno en él; y aunque se cree con derecho a tratar mal a todo el mundo, no puede tolerar que los otros lo hagan. ¿No le dijo la semana pasada a su madre, por ejemplo, que hicisteis bien dándole el testarazo de marras?... Pues a punto estuvieron también de empuñar los cuchillos uno y otra, igual que en vuestro caso. A fe mía, que en nada estuvo. Y el otro día, en no sé qué taberna, cuando alguien dijo que erais una especie de Barba Azul sanguinario, ¿qué tardó Tom en levantarse como por un resorte y tumbar al otro de un puñetazo? Menos que en decir amén.

     La primera de las dos historias era casi verdadera; mas la segunda no pasaba de ser una caritativa invención de míster Wood, urdida con el exclusivo objeto de poner en contacto al joven y a su padrastro. La trama no había fracasado del todo porque, aunque Hayes no sentíase muy inclinado a echar en olvido cuantos agravios debía a Tom, y a cobrarle nuevo afecto después de haberle detestado tanto..., sentíase tan confiado y satisfecho, que nada parecíale ya tan mal. En semejante disposición de ánimo estaba cuando regresaron Tom y Catalina, los cuales quedáronse atónitos al ver a Hayes sentado familiarmente en aquella habitación, como en otros tiempos, y departiendo en amistad y compaña con Wood. Éste, cogiendo la ocasión por los cabellos, invitó a los recién llegados a sentarse y beber. Por indicación de Wood sacáronse las botellas que había regalado el conde; Hayes, que había penado lo indecible por catarlo, relamíase de gusto al pensar que iba a poder trasegar todo el que tuviera en gana. Por lo pronto, empezó a alardear de resistencia, diciendo que era capaz de beberse ocho botellas de aquel vino sin emborracharse.

     Míster Wood hizo una extraña mueca, y dirigió una mirada significativa a Tom, quien le respondió en igual forma. Catalina miró al suelo; pero su rostro estaba intensamente pálido.

     Comenzaron a beber. Hayes quiso acreditar su reputación de borrachín, y se bebió tres botellas, una tras otra, sin parar. Sintiéndose expansivo y alegre, empezó a cantar canciones populares, a contar cuentos picantes y a decir chistes, que reía Wood con gran alborozo, imitándole Tom. Catalina no reía, y permanecía completamente silenciosa. ¿Qué la intranquilizaba? ¿Pensaba acaso en el conde? Había estado por la tarde con Max, y habíale prometido acudir a la cita que le había dado cerca de su casa, en el pórtico de Santa Margarita, cerca de la Abadía de Westminster, adonde debía ir sola, a las diez. Sin duda, pensaba en eso.

     Hayes, sin embargo, pareció alarmarse grandemente al oír que, por lo bajo, ella decía a Wood:

     -¡No, no; esta noche no, por Dios!

     Y preguntó qué era. Wood dijo:

     -Que le parece que se va a concluir el vino.

     -Eso es -añadió Catalina-, ya habéis bebido bastante esta noche. Idos a la cama, cerrad vuestra puerta y dormid, Hayes. Es lo que os conviene.

     -He dicho que aún no he bebido bastante -dijo enojado Hayes-. Puedo perfectamente con cinco botellas más, y apuesto lo que queráis a que me las bebo.

     -Una guinea a que no -dijo Wood.

     -¡Va! -repuso Billings.

     -Vos calláis -gruñó Hayes, mirando a Billings de mal talante-. Yo beberé lo que me dé la gana, sin necesidad de vuestros consejos.

     Y siguió soltando más dicterios contra su hijastro, con los que patentizaba la estimación en que le tenía; dicterios que éste se limitó a recibir con una sonrisa despectiva y una mirada de inteligencia que cruzó con Wood.

     Trajéronse las otras cinco botellas, que Hayes bebiose sólo él, igualmente sazonadas con infinidad de canciones, y haciendo el gasto de la amenidad, ya que los otros, so pretexto de indisposición, bebían cerveza suave y poca, y no perdían el dominio de sí mismos.

     No es necesario describir el proceso de la embriaguez de Hayes; baste decir que de la alegría de la tercera botella no tardó en pasar al aturdimiento con la cuarta, del escandaloso ánimo de pendencia de la sexta, a la idiotez de la séptima. Habiéndose acabado ya las que había en la casa, Tom salió a una taberna próxima a comprar otra, que Hayes bebió también.

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     La otra huéspeda, señora Springatt, bajó a preguntar qué era aquel ruido que se oía. Catalina repuso que lo producían las travesuras de Toni y unos amigos que estaban jugando con él. Después de oído lo cual, la señora Springatt se retiró, y la casa volvió a quedar tranquila.

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     Hacia las once de la noche oyose un ruido como de riña y pataleo.

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     Después que hubiéronle dejado en la cama, acordose Billings de que tenía que llevar un encargo a una persona que vivía bastante lejos, y, como hacía una noche agradable, míster Wood se ofreció a acompañarle, y salieron.

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