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Otro capítulo último

     Hayes no estuvo con su familia al día siguiente; hay motivos para suponer que la reconciliación de la noche anterior no fue muy entusiasta, por cuanto, al preguntar la señora Springatt por Hayes, Wood dijo que habíase marchado sin decir adónde iba ni el tiempo que duraría su ausencia. Lo único que aseguró, en tono malhumorado por cierto, fue que pensaba pasar la noche en casa de un amigo.

     -Por mi parte- añadió míster Wood-, yo no sé que tenga amigo alguno; quiera Dios que no piense además en abandonar a su mujer, después de haberla maltratado como la ha maltratado.

     Habiendo la señora Springatt hecho votos en el mismo sentido que Wood, se separaron.

     No podemos afirmar qué ocupaciones eran las que tenían tan atareado a Billings para obligarle a ir aquella noche en la dirección de Marylebone, como la de antes habíase dirigido hacia Strand y Westminster. El hecho es que, a pesar de ser una noche tormentosa y de lluvia, Wood, hombre de buenos sentimientos, resolvió acompañar a Tom, y, como en la anterior, fuéronse juntos.

     También Catalina tenía, como ya sabemos, su buen quehacer, no poco delicado. Estando citada a las nueve con el conde, encaminose a la hora convenida hacia el pórtico de Santa Margarita, cerca de la Abadía de Westminster, en donde esperó a Galgenstein.

     El sitio en cuestión era de lo más a propósito por su soledad, al par que por hallarse cercano a la morada de su excelencia. Llegó el conde algo retrasado, pues, a fuer de entusiasta librepensador, creía firmemente en toda suerte de fantasmas y demonios y no experimentaba gran placer en atravesar solo el pórtico de una iglesia. Sin embargo, experimentó no ligero alivio en sus temores al ver una mujer cubierta con una capa, la cual se adelantó a él frente a la puerta, y, tendiéndole la mano, le dijo:

     -¿Sois vos?

     El conde, después de estrecharla, notando lo fría y viscosa que estaba, por indicaciones de Catalina hizo retirar al lacayo, que acompañábale con la antorcha encendida, y quedose a solas con su amada.

     Al retirarse el lacayo con la antorcha quedaron en la obscuridad, y penetraron en el pequeño cementerio, andando con gran cuidado para no tropezar en las tumbas. Sentáronse en una de ellas, bajo algo que parecía ser un árbol. El viento era muy frío, y sus tristes gemidos turbaban el augusto silencio de aquel lugar; nada más se oía. A Catalina le castañeteaban los dientes de frío; cuando Max la acercó hacia sí y la enlazó por el cuerpo con uno de sus brazos, y oprimió su mano, ella no sólo no supo apartarle, sino que se ciño más a él y le devolvió el apretón con sus húmedos dedos.



     La infeliz estaba deshecha en llanto, y confió a Max las causas de su pena. Habíase quedado sola en el mundo, sola y sin dinero. Su marido la había abandonado; aquel mismo día había recibido una carta suya que la confirmaba en lo que sospechara largo tiempo. Al abandonarla había llevado consigo todos sus bienes, y era seguro que no habría de volver.

     Nadie extrañará que le digamos cuán grande fue la alegría de Galgenstein al oír semejante confidencia; como un perfecto libertino que era, experimentaba gran júbilo ante la ruina de la mujer que codiciaba, seguro de que la necesidad acabaría por arrojarla en sus brazos. Estrechó a la infeliz criatura contra su corazón, jurándole que substituiría al marido que acababa de perder, y prometiéndole poner su propia fortuna a los pies de ella.

     -¿Le substituiréis vos? -dijo ella, gimiendo.

     -Absolutamente en todo... menos en el nombre, mi adorada Catalina; y cuando él muera, hasta en el nombre; os juro que seréis condesa de Galgenstein.

     -¿De verdad juráis? -exclamó ella con vehemencia.

     -Por lo más sagrado; si fuerais libre ahora, os lo juro por la vida de nuestro hijo, seríais mi esposa en seguida.

     Ya hemos visto repetidas veces que a Galgenstein se le daba una higa hacer más o menos juramentos, por mucha trascendencia que tuviesen. Suponiendo que Hayes habría de vivir tanto como Catalina, tanto, por lo menos, como durasen sus relaciones con ella, nada tenía que temer; pero, al jurar, fue cogido en su propia trampa.

     Catalina le tomó la mano, comenzó a besársela con exaltación y a oprimirla contra su propio pecho, diciendo:

     ¡Max, soy libre! Sé mi esposo y te amaré con toda mi alma, como lo he hecho tantos años.

     Max se levantó lleno de sobresalto; dijo:

     -¡Qué! ¿Ha muerto?

     -No, no ha muerto...; mas no era mi marido.

     Él abandonó la mano de Catalina, e interrumpiendo bruscamente, le dijo:

     -De suerte, señora, que si ese ebanista no era vuestro marido, ¿por qué he de serlo yo? Si una dama que ha sido durante veinte años la querida de un miserable patán no puede aceptar la protección de un noble, representante de todo un soberano, debe pescar su marido donde sea, mas no en mi casa...

     -Yo no he sido amante de nadie más que de vos -repuso Catalina, retorciendo las manos e implorando tristemente-; pero bien merecido lo tengo... Yo era una niña cuando vos me visteis, os seguí y causasteis mi ruina, abandonándome; y porque llena de dolor y de arrepentimiento quise reparar mi crimen casándome con el hombre que me amaba con toda su alma, cuando veis que él también me deja, porque os he amado con locura durante veinte años y he llegado a degradarme cediendo a vuestro deseo, no merezco siquiera vuestro respeto, y me pagáis con el desprecio. ¡Oh, es demasiado, Dios mío!

     Y la infeliz vaciló, a punto de caer desmayada.

     Max, casi asustado por tal explosión de dolor, quiso sostenerla; mas ella le apartó de sí, y, sacándose una carta del seno, dijo:

     -Si hubiera luz ahora, veríais, Max, qué cruelmente me ha traicionado el hombre que se llamaba mi esposo. Antes de casarse conmigo, se había casado con otra; dice que esta mujer aún vive, y que me deja para siempre y se va con ella.

     Y aun no había acabado de decir, cuando la luna, que había permanecido detrás de la Abadía de Westminster, comenzó a elevarse sobre la negra mole del histórico edificio, y esparció sus rayos de plata sobre la pequeña iglesia de Santa Margarita y el sitio en que se hallaban los amantes.

     Max estaba a corta distancia de Catalina, andando caviloso de aquí para allá por el sendero entre las tumbas. Ella permaneció en donde estaba, junto a lo que pareció en la obscuridad ser un árbol, y que ahora, a la luz de la luna, resultó una columna funeraria. Catalina apoyábase contra ésta, teniendo extendido el blanco y hermoso brazo, y en la mano la carta de su marido.

     -Leed, Max; yo quería luz, y he aquí la misma luz del cielo, que viene a ayudaros para que podáis leer.

     Pero Max no se adelantó para tomarla. Súbitamente adquirió su rostro la expresión de la más espantosa sorpresa y agonía. Quedose mirando fijamente a lo alto, con los ojos saltándosele de las órbitas y señalando con terror sobre la cabeza de Catalina. Por fin pudo articular estas palabras:

     -Mira, Catalina, ¡la cabeza!..., ¡la cabeza!

     Y prorrumpiendo en una terrible carcajada, cayó pesadamente al suelo, comenzando a arrastrarse entre las tumbas, espumarajeando, y retorciéndose epilépticamente. Catalina retrocedió unos pasos y miró adonde indicara Max. Al extremo de un poste vio, a la luz de la luna, que ahora alumbraba con todo su fulgor, una extraña y lívida cabeza humana, en cuyo rostro se dibujaba la mueca de una espantosa sonrisa.

     La infeliz no se atrevió a seguir mirando, y huyó empavorecida. Pocas horas después, cuando, alarmado por su prolongada ausencia, el criado de confianza del conde fue a buscarle, hallale sentado en una de las tumbas, mirando fijamente a la cabeza, riendo, hablando con ella y saludándola con respetuosas inclinaciones.

     Cuando le retiraron de allí estaba loco, y así continué viviendo varios años, arrastrando la cadena, gimiendo bajo la vara de los loqueros y aullando espantosamente las noches de luna en que penetraba la luz por entre los barrotes de su celda, obligándole a sepultar la cabeza en la paja del jergón que le servía de lecho.

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 

     No podemos terminar sin decir que la cabeza que había causado tal espanto a Galgenstein tenía antes su asiento sobre los hombros de John Hayes, quien la perdió como en breves palabras explicaremos. Se recordará que se le invitó a beber, que él aceptó, y que, a medida que bebía, su alegría y excitación iban en aumento, traduciéndose en canciones y danzas; su amante esposa, temiendo que no fuera suficiente cantidad lo que había bebido para que le produjera el efecto deseado, envió a buscar otra botella más, la cual bebió igualmente; con esta última, sus designios fueron cumplidos. Hayes, completamente borracho, perdió el conocimiento.

     Lleváronle al lecho, donde se quedó sumido en el más profundo sopor y embrutecimiento.

     Entonces Catalina recordó a los otros el propósito que habían decidido realizar, y díjoles que aquélla era la ocasión propicia para llevarle a cabo. Y cuando la señora Springatt preguntó cuáles eran aquellos ruidos, dijo que Tom estaba divirtiéndose con los amigos.

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