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Capítulo II

En donde se describen los encantos de un afecto sentimental.

     No creemos sea imprescindiblemente necesario, para la finalidad de nuestra novela, seguir rigurosamente cuantas aventuras ocurrieron a Catalina desde que abandonó el mesón y se convirtió en amante del capitán: porque aunque sería fácil y justo probar cómo ella, siguiendo al elegido de su corazón, no hacía más que ceder a un inocente impulso, y permaneciendo durante un determinado lapso de tiempo con él probaba más que suficientemente el arraigo y la profundidad del afecto que por él experimentaba; aun cuando nosotros pudiéramos presentar elocuentísimas disculpas por los errores que ambos cometieron, tales argumentos y descripciones podrían desagradar profundamente al lector, aparte de que ya le han sido anteriormente presentadas en la novela de «Ernesto Maltravers», ya mencionada.

     De las pulidas maneras del caballero para con Catalina, como de su éxito rápido y brillante, el lector habrá sacado en consecuencia: primero, que el conde no experimentaba una pasión muy violenta que digamos por la ex sirvienta; segundo, que Gustavo Adolfo era un conquistador profesional, dispuesto a ejercitar su profesión, y tercero, que una unión de tal suerte comenzada, por la misma naturaleza de las cosas, ha de parecer destinada a concluir con igual rapidez.

     Y así hubiera ocurrido, de haber podido realizarse el deseo del conde, pues al cabo de una semana comenzó a mostrarse indiferente; al mes, ya estaba aburrido; a los dos, disgustado, y a los tres empezaron los insultos y los golpes; total, en poco tiempo, arrepentido de haber brindado a Catalina la punta de la bota para que montara a la grupa de su caballo.

     -¡Ah!- dijo un día a Brock en uno de esos momentos en que le tomaba por confidente de sus amarguras-. ¡Ojalá me hubieran cortado la punta del pie antes de habérsela ofrecido como escala de mano a esa pequeña arpía!

     A lo cual respondió Brock con toda delicadeza:

     -Acaso hubiera sido mejor echarla a rodar de un puntapié con escala y todo.

     -Conque echarla a rodar, ¿eh? La infeliz se hubiera cogido tan bien a la barandilla, que no habría podido desprenderla. Para no mentiros, más de una vez he tratado ya... no de echarla a puntapiés...; eso no, es indigno de caballeros..., sino de inducirla a que vuelva a aquel maldito hostal en que la conocimos; ya le he soltado varias indirectas...

     -¡Oh, sí, lo creo! Ayer precisamente vi a vuestra merced soltarle una magnífica con... un cubilete de cerveza... ¡Por Baco, que cuando la vi con toda la cara chorreando, empuñando un cuchillo para cerrar contra vuestra merced, se me antojó ver una verdadera demonia! Si vuestra merced sigue provocándola, esa mujer es capaz de dar cuenta de vos...

     -¿Dar cuenta de mí? ¡Bah, no hay cuidado, Brock! Ella quiere hasta el último cabello de mi cabeza, me adora, querido cabo... ¡Ah, sí, me adora, y sería capaz de cortarse con el cuchillo su mismo gaznate antes que hacerme un pequeño arañazo en un dedo!

     -Pues yo creo que sí -replicó Brock.

     -Estoy seguro; mirad, a las mujeres les gusta que las traten mal, como los perros; yo sé lo que me digo. Nunca he tenido que atormentar a una mujer; pero ésta, si la trato mal, cuanto peor la trate, más me querrá.

     -La señorita Hall debe de estar muy apasionada por vuestra merced, por lo visto -dijo el cabo.

     -¿Muy apasionada?... No os chanceéis, Brock, pues lo está. Ayer, sin ir más lejos, después de la escena del cuchillo y la cerveza -no extrañéis se la arrojara al rostro, pues estaba tan insípida que no se podía beber-, le dije que no se la limpiase hasta la hora de cenar.

     -¡Oh, lo bastante para hacer perder la paciencia a un ángel! dijo Brock.

     -Pues bien: después del altercado, cuando le quitasteis el cuchillo, subió a su aposento -por cierto que se quedó sin comer- y permaneció encerrada más de dos horas. A las dos de la noche aparece la muy diablillo con la cara pálida, los ojos hinchados y la punta de la nariz roja como el fuego de tanto lloro y moqueo. Alargándome la mano, me dijo: «Max, ¿me perdonas?» «Qué?» -le respondí- ¿Perdonar a una asesina? Antes muera que tal vea...» «Tu crueldad acabará conmigo», suspiró ella. «¿Con que crueldad, eh? -repliqué enojado-. ¿Es que no te has limpiado la cerveza del rostro una hora antes de cenar?... ¿y qué te he dicho?» Nada pudo replicarme, por lo cual pude amenazarla con repetir mi castigo cada vez que ella se condujera en igual forma. Y esto la disgustó tanto, que de nuevo volvió a su aposento, donde se estuvo llorando de rabia hasta la madrugada.

     -¿Llegasteis, al fin, a perdonarla?

     -La perdoné, claro está. Había estado cenando con varios amigos y Tom Trippet, y después tuve la suerte de desplumar a un ricachón agricultor de Warwickshire, un verdadero papanatas; como nada me pone de tan buen humor como ganar en el juego, acabamos por reconciliarnos; pero ya le he advertido que no vuelva a darme más semejante cerveza.

     Esta conversación pondrá de manifiesto, como no podría hacerlo cualquier explicación nuestra, por elocuente que fuera, el estado de relaciones en que se hallaban el conde y Catalina y la ternura de sentimientos que recíprocamente se profesaban. Que ella le amaba es indudable. Y así como hemos visto en el capítulo anterior a John Hayes, un pobre de espíritu como no lo hay mayor, que, siendo un pigmeo para cualesquiera otras pasiones, resultaba un gigante en la pasión amorosa, y seguía a Catalina con furioso anhelo, que a primera vista parecía opuesto a su temperamento..., de igual forma Catalina había quedado prendada del capitán, y, como ella misma confesaba, más le quería cuanto peor la trataba. Esto nos confirma en nuestra opinión de que el amor es una especie de enfermedad física, de la cual no puede escapar el género humano, como tampoco del sarampión, que ataca a todo el mundo, desde el primer par hasta el más humilde zapatero remendón; que no respeta el rango, la virtud ni la bellaquería en el hombre; que surge sin que nadie sepa cómo ni por qué, y que a su debido tiempo solivianta a todos y cada uno de los individuos pertenecientes a un sexo con una ciega furia y un anhelo incontenible por otros seres del sexo opuesto -ya sean puros, agradables, hermosos, de ojos azules y buenos, ya sean regañones, bizcos, jorobados y monstruosos, según las circunstancias y las variantes de la suerte-; que, abandonado a sus propios designios, no tarda en fenecer; pero que aumenta la intensidad de su furia si se le lleva la contraria. ¿Acaso no está la historia llena, de semejantes ejemplos, desde los tiempos de Troya y aun antes, hasta nuestros días? Sabido es que Elena tenía, echando por lo bajo, noventa años cumplidos cuando se largó con su alteza real el príncipe Paris de Troya. ¿No era madama La Vallière contrahecha, legañosa, de tez grasienta, escuchimizada y de cabellos como la estopa? ¿No ha sido Wilkes el hombre más feo del mundo y, al propio tiempo, el de mayor encanto y más seductor para las mujeres? Amor es fatalidad, no voluntad; su origen, inexplicable; su progreso, irresistible; y la mejor prueba de ello es que, si inquirís dónde se coge el mayor número de ladrones, averiguaréis que es en las casas de mujeres públicas. Ellas necesitan verlos y amarlos, aun sabiendo que con ello se juegan el pescuezo. Y, por el contrario, que la mala conducta del hombre no causa la desafección de la mujer, todo el mundo lo sabe: bastaría para probarlo el hecho corriente del transeúnte que se mezcla en un altercado entre marido y mujer, cuando ésta es maltratada por aquél, y sobre quien los dos se abalanzan, golpeándole por su intromisión.

     Considerando ya el tema más que discutido a satisfacción de ambas partes, no creemos haya todavía quien dude del verdadero cariño de Catalina por el valiente conde, cariño que, según pintoresca expresión de Brock, era, como los «beefsteaks» más tierno cuanto más golpeado.

     Durante las primeras semanas de su unión, el conde había sido, por lo menos, generoso con ella. Poseía un caballo, elegantes vestidos, y recibía de los demás atenciones y lisonjas que tenía en alta estima. Pasado algún tiempo, fuera porque él jugara con mala suerte, o porque hubiera de pagar grandes cuentas, o porque tuviese algunas otras razones para quedarse pobre, es el caso que hubieron de reducirse a lo más indispensable. Él se dijo que, como Catalina había estado hecha a servir toda su vida, bien podría ahora ocuparse en servirle a él; de suerte que, cuando ocurrió el altercado de la cerveza, hacía ya tiempo que desempeñaba ella funciones de ama de gobierno, habiendo de cuidar con un celo insuperable de su comodidad, de su bodega, de su ropa blanca y otros engorros que gustan de entregar los solteros a la solícita atención de manos femeninas.

     Para hacer justicia a la pobre desgraciada, debe hacerse constar que cuidaba de la casa con el mayor escrúpulo; no podía culpársela de la menor extravagancia, a no ser, de tarde en tarde, por lo que a los vestidos respecta, en las pocas ocasiones en que él se dignaba sacarla de paseo, y de algunas pequeñas extravagancias de expresión y de apasionamiento en las frecuentes riñas con que amenizaban sus coloquios. Tal vez sea que semejantes faltas no tengan remedio en uniones como la establecida entre esta pareja por parte de la mujer. Estas tienen que ser por fuerza tontas y vanidosas, y, por añadidura, prendadas de los trapos, y han de ser perpetuamente desgraciadas, acuciadas por la idea constante de su caída, con lo cual tienen que volverse violentas y pendencieras.

     Así era, por lo menos, la señorita Hall, y bien pronto empezó la pobre a recoger el fruto de lo que había sembrado.

     El remordimiento no es, pues, frecuente en un hombre en semejantes circunstancias. Ninguna desconsideración social le acarrea el seducir a una mujer, ningún amargo sufrimiento de la vanidad mortificada, ninguna mirada de desprecio de sus vecinos, ninguna sentencia de destierro; todo ello cae sobre la seducida, no sobre el seductor, a quien se deja en completa libertad. La cosa más importante que un hombre aprende, después de haber realizado con éxito sus experiencias en una mujer, es a despreciarla. Toda la gloria de la hazaña le corresponde a él, y toda la vergüenza y el castigo caen sobre ella. Considerad esto, queridas lectoras, y no prestéis oídos a los jóvenes galanteadores que pretendan arrullaros con suaves palabras. Nada agradable os aguarda; sólo infortunio, escarnio y abandono. Pensadlo bien, y agradecedlo a vuestros salomones por habéroslo advertido.

     En el entretanto, el conde había llegado a sentir un completo desvío y una indiferencia absoluta por Catalina. ¿Cómo podía ser de otro modo, habiéndosele entregado tan fácilmente? De buena gana habría buscado la ocasión de desprenderse de ella; pero aún le quedaba un resto de pundonor de hombre que le impedía tomar por la calle de en medio y decirle que se fuera... y la pobrecilla no llegaba a comprender las pullas que le soltaba en el transcurso de sus disputas y conversaciones... Y de tal suerte continuaron unidos: tratándola él tan sólo a insultos, y agarrándose ella desesperadamente, por cualquier insignificante brizna que estuviera al alcance de su mano, a la áspera roca bajo la cual sólo había la nada o la muerte para ella.

     La fortuna volvió a sonreir de nuevo al conde a partir de la noche en que había estado con Tom Trippet y los otros camaradas, porque el caballero de Warwickshire, que había perdido una suma respetable, insistió en que se le diera la revancha la noche siguiente, en la cual una cantidad mucho mayor pasó al bolsillo de su merced el conde.

     Este inesperado golpe de fortuna le puso a flote de nuevo y devolvió a su espíritu la grata ecuanimidad, que por fuerza de las anteriores adversas circunstancias había perdido. Y de esta felicidad, aunque en muy corta medida, también hubo de participar Catalina. Sin embargo, no quiso alterar el tren de vida, contentándose con tomar una chica que hiciera al mismo tiempo de fregaplatos y pinche de cocina, quedando a cargo de ella el guisar los condimentos de alguna dificultad; el conde dulcificó algo sus maneras con Catalina, llegando a tratarla con una brutalidad... casi aceptable... dada su manera de ser y la condición en que ella se hallaba. Aparte de que... esperábase un acontecimiento que suele tener importancia y que puede malograrse con una vida de sobresaltos.

     El capitán, no sintiéndose muy seguro de sus propios instintos paternales, habíase preocupado de buscarle padre a su futuro vástago, a cuyo objeto había requerido el concurso de Tomás Bullock, haciéndole saber que Catalina tendría una dote de veinte guineas, y apelando a su antiguo amor por ella; pero Bullock declinó el ofrecimiento con grandes protestas de gratitud, declarando que estaba encantado de su condición de soltero. En tal situación, Brock tuvo un rasgo: ofrecíase a ser el padre de la criatura, el esposo de Catalina y el dueño de las veinte guineas, y seguramente habría llegado a serlo si Catalina, al ser informada por Galgenstein del arreglo convenido, no hubiera ido inmediatamente en busca del juez, de paz próximo y declarado bajo juramento quién era el padre de la criatura.

     Esto que ella se imaginaba causaría gran indignación en su dueño y señor produjo en él un inexplicable contento. El conde declarose sorprendido por la mala partida que ella le había jugado, y se regocijó al ver la rabia, la explosión de fiera rabia y las lágrimas de desesperación que siguieron a tal noticia. En cuanto a Brock, ella rechazó la idea de su matrimonio con desprecio y asco, y respecto a Bullock, con mayor indignación todavía. ¡Casarse con él... un pobre trabajador... y soldado, por añadidura! Antes se mataría o saldría a robar al camino. Y es de creer que lo hiciera, porque la pequeña arpía era una de las personas más vanidosas del mundo, y sabido es que la vanidad es todo para algunas mujeres: su moral, su conciencia, su alimento, su única ley para el bien y para el mal. Tomás, como ya hemos visto, se sentía tan adverso a la proposición como ella misma, si cabe; pero el cabo, con una seriedad harto cómica, amenazó con dedicarse a la bebida para combatir su pena; y así lo hizo en el acto.

     -Ven, Tomás -dijo a Bullock-; ya que no podamos tener a la que queramos..., al demonio las penas; echaremos un trago a su salud...

     A lo que Bullock nada tuvo que oponer. Tanta pena causó al cabo su desengaño, que, después de haber ingerido increíbles cantidades de cerveza, no pudiendo apenas ya articular palabra, dedicose a llorar, maldiciendo su mala estrella por verse privado no de una esposa, sino de un hijo: anhelaba tener uno que le sirviera de alivio en su vejez.

     Acercábase la hora del alumbramiento; llegó, por fin, y Catalina dio a luz, con toda felicidad, un raquítico niño. Catalina, atenta a los nuevas cuidados que el fruto de sus entrañas le exigía, no tenía tantas ocasiones como de costumbre para disputar con el conde; éste, tal vez por respetar su situación, tal vez convencido de la necesidad de reposo que ella experimentaba, optó por ausentarse de casa mañana, tarde y noche.

     Con lo cual no podía salir más beneficiado, pues jugaba continuamente, y desde su primera ganancia al buen hombre de Warwickshire, la fortuna habíale sido tan propicia que había llegado a reunir una suma de cerca de mil libras, la cual había llevado a su casa y guardado en un cofre de hierro hábilmente escondido debajo de su misma cama. Catalina era quien realizaba escrupulosamente tal menester, con lo cual conocía a ciencia cierta la importancia del secreto que el cofre encerraba, aun cuando la llave del mismo la tuviera el conde y le hubiese exigido solemne juramento de no revelarlo a nadie. Pero no está en la naturaleza de la mujer guardar tales secretos; el capitán, abandonándola durante días y más días, no pensaba en que ella podría tratar de buscarse confidentes dondequiera que fuese. A falta de confidente femenino, viose inclinada a confiarse a Brock; pues éste, en calidad de asistente del conde, y habiendo podido al fin ahogar la pena que habíale producido la negativa de Catalina, solía ir por la casa con bastante frecuencia.

     Como dos meses después del nacimiento del niño, cansado el conde de sus llantos, le buscó una nodriza, se le mandó para que le criara fuera de casa, y despachó a la asistenta. De esta manera, Catalina reanudó sus trabajos como sirvienta, y dueña de casa al mismo tiempo.

     Estando, pues, en su poder las llaves de la bodega, donde se hallaba la cerveza, las visitas de Brock en ausencia del conde menudeaban que era un portento, llegando a ser así el principal compañero y amigo de Catalina. A la usanza femenina, fue confiándole todos los secretos domésticos: los malos tratos del conde, los apelativos injuriosos que le dedicaba, lo que habían costado todos sus vestidos, cómo la golpeaba, cuánto perdía y ganaba al juego, cómo una vez empeñara uno de sus vestidos por darle dinero, mientras él tenía cuatro nuevecitos, llenos de valiosos encajes y pagados del todo; cómo se limpiaban y conservaban los bordados de oro, se hacía la compota de cerezas y se ahumaba el salmón.

     Sus confidencias se sucedían con rapidez vertiginosa sobre los diversos asuntos, de manera que, al cabo de poco tiempo, Brock conocía todos los detalles de la vida de su capitán durante aquel año tan al dedillo como el capitán mismo; mas, como era despreocupado, los olvidó en seguida, cosa que nunca hubiera hecho una mujer. Las mujeres son de tal manera que llevan nota de las más insignificantes acciones de sus enamorados, de sus palabras, de sus jaquecas, hasta de los trajes que llevaron en determinados días y de sus platos preferidos, detalles que se borran inmediatamente del pensamiento de los hombres, pero que permanecen fijos como la hiedra en el de las mujeres.

     A Brock, pues, y no a otra persona -pues sólo a él trataba-, confió Catalina el secreto de las ganancias del conde y su manera de esconderlas en la caja de hierro, debajo de la cama. Brock hubo de considerar al conde como un afortunado mortal por atesorar tal suma. Él y Catalina examinaron el cofre: no era muy grande, pero sí muy fuerte, a prueba de rateros y ladrones.

     -La verdad es que si alguien merece tener dinero, es el conde -decía Catalina- aunque bien podría comprarme unas cuantas yardas de ese tisú de oro que tanto me gusta-; si alguien lo merece, es él, que lo gasta como un príncipe y tiene su bolsa abierta para todo el mundo.

     No estará de más decir que, durante la reclusión de Catalina, el conde de Galgenstein habíase dedicado a cortejar a una rica dama que frecuentaba la alta sociedad de Birmingham, y que, a su vez, no se mostraba indiferente al título y a la persona del capitán. Los cuatro trajes nuevos, llenos de encajes y completamente pagados -como Cati decía-, habían sido adquiridos probablemente con la idea de deslumbrar a la heredera, y con tanta fortuna habían él y ellos desempeñado su papel, que la damisela habíale ya confesado su pasión, dándole su promesa de matrimonio siempre que papá diera su consentimiento. El cual fue obtenido, pues papá era un comerciante... y sabido es el efecto deslumbrador que un título produce en las gentes de más baja condición social... Gracias a Dios... puede decirse que en la libre Inglaterra cada uno de sus súbditos experimenta la necesidad de mostrar una bajeza rastrera y un temor servil del rango, como no existe en ninguna de las autocracias de Europa, y que sólo puede encontrarse aquí y en América.

     Excusado es decir que Catalina vivía en la mayor ignorancia de semejantes negociaciones, y como el capitán había resuelto plantarla en la mitad de la calle antes de dos meses, mientras no llegaba el momento, mostrábase bastante amable con ella. Así suele sucedernos siempre que alguien trata de engañarnos o maquina algo contra nosotros.

     La infeliz tenía una opinión exageradamente buena de sí misma y de sus propios encantos, para creer al conde capaz de querer librarse de ellos; así es que estaba inocente del complot que se tramaba contra ella. Pero, en cambio, Brock sabía a qué atenerse: había visto varias veces un lujoso carruaje, tirado por dos magníficos caballos blancos, por los alrededores del pueblo, y al capitán, en su brioso corcel, caracoleando gallardamente junto al estribo; había también observado una dama muy gordinflona, de cabellos descoloridos, apoyarse en el brazo del capitán, al bajar pesadamente las escaleras de la Casa de Gobierno, Asamblea, de Walwickshire. Así las cosas, un día en que el conde estaba de humor excelente, saludó a Brock, dándole una palamada en el hombro, y le dijo que estaba en camino de poder costearse un regimiento entero, prometiéndole el ascenso para muy pronto. Fuese tal vez por semejante promesa, fuese porque no quisiera darle un mal rato, el caso es que Brock se guardó la mala nueva y no quiso dar conocimiento de ella a Catalina; de suerte que esta novela hubiera tenido que quedarse sin escribir, de no haber ocurrido el percance que a continuación se cuenta.

     Un día en que Galgenstein estaba con Tom Trippet y otros camaradas, gustando unas botellas de excelente vino en sus habitaciones, en el seno de la confianza le preguntó Trippet:

     -¿Para qué diablos necesitáis tener metido siempre en vuestra casa a ese borracho de cabo?

     A lo que Galgenstein replicó:

     -¿Quién? ¿Brock? Ese viejo sirvergüenza me ha sido a mí infinitamente más útil que el mejor de los hombres. En una reyerta es más valiente que un león; astuto como el zorro para la intriga, puede olfatear un acreedor a una distancia increíble, y encontrar una linda mujer, aunque esté oculta bajo llave y protegida por dos o tres murallas de piedra. Si algún caballero necesita un buen canalla, puedo recomendársele. Yo voy a cambiar de vida y tengo que desprenderme de él.

     -¿Y de la preciosa Cati?

     -También hay que darle el pasaporte, desde luego.

     -Y el chiquillo...

     -¡Pues qué!, ¿no hay instituciones a propósito en Inglaterra? ¡Ahí es nada! Si tuviera uno que mantener todos sus hijos, no se podría vivir. ¡Por Baco! ¡Ni Creso podría soportarlo!

     -Por supuesto -dijo míster Trippet-, tenéis razón; y cuando un caballero contrae nupcias, es una cuestión de honor terminar con todas las bajas relaciones que ha cultivado íntimamente de soltero.

     -Tal es mi opinión, y, por seguirla, tan luego,como la simpática señorita Dripping sea mía, las daré por terminadas. Por lo que a la joven respecta, si os agrada, podéis quedaros con ella; en cuanto a Brock, se lo cederé a mi sucesor en el regimiento de Cutt, pues pienso tener mi propio regimiento, en cuanto pueda... y no me convendría seguir teniendo en él conmigo a un truhán semejante, con su cara de borracho y sus hechos de timador, miserable, bellaco y ladrón; es una verdadera perturbación la que causa en el servicio, por lo que más de una vez he pensado en la conveniencia de darle la boleta.

     Aun cuando el retrato que el conde había hecho de Brock no podía ser más exacto, no por eso dejaba de ser una ingratitud, viniendo de él, que tanto se había aprovechado de las viles condiciones de su subordinado; de seguro que no hubiera dado tan francamente su opinión acerca de Brock, si hubiera sabido que la puerta del recibidor hallábase abierta y que el sujeto en cuestión estaba en el pasillo sin perder ni una sílaba.

     Brock, después de haber oído su triste suerte, apartose del sitio en que se hallaba, sin hacer el menor gesto de desagrado; pero se dijo muy piano, para su capote:

     «¡Con que quiere echarme del regimiento!...»

     Y añadió con una sonrisa expresiva:

     «¡Ya le arreglaré yo a ése!»

     Y sabido es que caballeros de su calaña, en casos semejantes, suelen hacer honor a su palabra.

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