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Capítulo IV

     De cómo Catalina vuelve a ser otra vez una mujer honrada.

     Dejemos por ahora al valeroso Galgenstein abandonado a su propia suerte, en tan desagradable aprieto, sin dineros, sin mujer, sin caballo, sin asistente, con una mordaza en la boca y una cuerda bien sujeta en derredor del cuerpo, mientras llegan a libertarle sus amigos de tales angustias. Prescindamos también por ahora de las aventuras de míster Brock con el caballo del capitán, pues nuestro principal interés estriba en seguir las peripecias que acaecieron a Catalina, desde que se escapó de casa de Galgenstein saltando por la ventana.

     En medio de sus sinsabores podía tener el consuelo de saber que nada malo podía acontecerle a su hijo, hallándose como se hallaba al cuidado de una buena nodriza, ante la cual era responsable el capitán. Por lo demás, sus perspectivas no podían ser más desconsoladoras. Sin casa a la cual poder acudir, con unos pocos chelines en la faltriquera y una gran cantidad de injurías que cobrarse, lleno el corazón de sentimientos vengativos, érala triste y difícil mirar a lo porvenir o volver la vista a lo pasado. ¿Adónde huiría? ¿Cómo iba a vivir? ¿Qué buenas oportunidades le deparaba la fortuna? Indudablemente había un ángel que guiaba los pasos de Catalina, pero no por cierto un ángel bueno, sino uno de esos enviados del averno, que tienen infinitos protegidos en la tierra y que frecuentemente se complacen en sacarlos a flote de las más procelosas circunstancias.

     Catalina no había llegado a perpetrar el crimen; pero era tan mala como un criminal. En su corazón no habíase producido el menor latido de arrepentimiento; había realizado en el transcurso de su vida y del tiempo que pasara en unión del capitán gran copia de perversas coqueterías, disipando el tiempo holgazanamente, cultivando la vanidad, la mentira, profiriendo calumnias, fingiendo ataques de cólera y otro sinfín de inenarrables abusos; hallábase, pues, muy llena de cualidades para merecer la protección del ángel malo a que hemos aludido: el cual supo obrar con ella y ayudarla como a uno de sus seres predilectos.

     No queremos decir con esto que él se apareciera a ella en forma mortal, como un caballero correctamente vestido, y la obligara a firmar con su propia sangre un contrato, entregándole el alma a cambio de ciertas condiciones que él debiera cumplir. Semejantes tratos diabólicos se me han antojado siempre indignos de lo astuta que debemos suponer cuando menos a una de las partes contratantes..., y que no será tan tonta como para comprometerse a pagar un precio exagerado por lo que puede obtener gratis al cabo de unos pocos años. No es por tanto presumible que a Catalina se le apareciera un espíritu de las tinieblas para arrebatarla en un carro de llamas tirado por dragones, corriendo sobre las nubes a mil leguas por minuto. Nada de eso; el vehículo que pareció enviado en su socorro era de más humilde naturaleza. La diligencia de Liverpool, que en el año 1706 acostumbraba a recorrer la distancia entre dicha ciudad y Londres, en diez días, había salido de Birmingham aproximadamente una hora después de que Catalina abandonara el lugar; y como quiera que ella habíase sentado en una colina a llorar y a meditar tristemente en su amarga situación, no tardó el chirriante y desvencijado armatoste en darle alcance. El mayoral iba andando al lado de los caballos, animándolos con pintorescos apelativos, para que siguieran en su marcha de dos millas por hora; algunos pasajeros habían descendido del vehículo para aligerarle de peso, subiendo ellos la cuesta a pie; el carruaje llegó por fin a lo alto de la colina, emprendiendo un suave trote cuesta abajo, donde una vez llegado, esperó a los rezagados pasajeros. En esto, John, que había visto a Catalina, le preguntó de dónde venía, y la requirió, para que se subiera a la diligencia, a lo que ella accedió con mil amores; por lo que a la pregunta respecta tuvo a bien contestar que venía de Stratford... cuando, como ya hemos visto, acababa de dejar Birmingham.

     -¿No has visto pasar por aquí una mujer en un caballo negro y con un saco lleno de oro en la montura? -dijo John, preparándose para subir en la baca de la diligencia.

     -No he visto a nadie que parezca eso -repuso Catalina.

     -¿Ni ningún soldado a caballo en busca de ella? Pues no me lo explico: ya sabes que en Birmingham ha habido una trifulca de todos los demonios por la tal mujer. Dicen que en una cena ha envenenado a nueve caballeros, y que ha estrangulado en la cama a un príncipe alemán, le ha robado veinte mil guineas y ha huido a todo correr en un caballo negro.

     -Esa no puedo ser yo -dijo con todo candor Catalina-, porque sólo tengo tres chelines.

     -Claro que tú no puedes ser..., porque ¿dónde tienes el saco de oro? Además tienes una cara demasiado bonita para envenenar a nueve señores y estrangular a un príncipe alemán.

     -No te fíes -dijo Catalina ruborizándose-, ¿quién sabe?

     A ella la hubiera agradado más, sin duda, que la creyeran capaz de merecer la horca; el palique terminó entrando Catalina en la diligencia, donde aun había sitio bastante para ocho personas por lo menos, y en donde ya habíanse acomodado de nuevo dos o tres de los pasajeros.

     Para satisfacer la curiosidad de éstos, se vio Catalina forzada a inventar una historia fantástica, no desprovista de ingenio para una persona de sus pocos años y condición; y tuvo la habilidad de suscitar un vivo interés entre los viajeros, sobre todo en un joven que había podido observar la belleza de su rostro a través del velo, y que comenzaba a prodigarle todo género de atenciones.

     Mas fuera por la gran fatiga que habíanla producido los acontecimientos de la noche pasada, o porque tal vez el sorbo de láudano que había ingerido, al probar el ponche envenenado, comenzara a hacer su efecto, el caso es que Catalina, de repente, se sintió enferma, febril y atacada de un sueño extraordinario. Así hubo de continuar durante varias horas, ante la conmiseración de todos sus compañeros de viaje. La diligencia llegó, por fin, al parador en donde solía detenerse algunas horas para que descansaran los caballos y pasajeros y para que éstos cenasen. Catalina medio se despertó por el movimiento de los viajeros y las voces de la moza del mesón; el joven, que parecía inflamado por su belleza, la requirió con toda galantería para que descendiera del carruaje, a lo que ella hubo de acceder, aceptando de muy buen grado el brazo que le ofrecía.

     Una vez fuera, el joven comenzó a decirle frases seductoras, y... muy ensimisanada debieron de ponerla, o tal vez ya lo estaba por sus propios pensamientos, o aun la tenían atontada el sueño, la fiebre y el láudano, porque no se dio cuenta del lugar en que se hallaba. De no haber sido así, seguramente habría preferido quedarse en la diligencia, enferma y sin cenar. Ya habrá adivinado el lector, por lo dicho, que el mesón era el mismo del que la hemos visto salir al comienzo de nuestra historia, y al frente del cual, como entonces, seguía la señora Score, parienta de Catalina. La dueña, al ver una dama tocada con un manto, elegantemente vestida y apoyándose como desfallecida en el brazo de un joven de admirable presencia, dedujo que eran marido y mujer, y, además, gente de calidad, y con mucha discreción y amabilidad los condujo, a través de la cocina, a su mismo gabinete, en donde ofreció un sillón a Catalina, preguntándole qué deseaba tomar. A la sazón, y habiendo oído la inolvidable voz de su tía, Catalina se dio perfectamente cuenta de su situación; de suerte que, cuando su solícito compañero se hubo retirado, ella estaba ya preparada para el grito de asombro que había de lanzar la señora Score al reconocerla, -la cual exclamó:

     -¡Pero, Dios mío, si es Catalina!

     -Tía, me encuentro muy mal; estoy horriblemente fatigada, y daría todo el oro del mundo por unas horas de descanso.

     -No faltaba más, querida: unas horas de descanso y de todo lo que tú quieras; por lo pronto, voy a prepararte un refrigerio. Pobrecita mía, tienes cara de estar horriblemente cansada. ¡Ah, Catalina, no sé por qué se me antoja que todas vosotras, las mujeres de mundo, sois unas pobres desgraciadas! Me apostaría cualquier cosa a que con todos tus bailes, coches y hermosos vestidos, no eres tan dichosa como cuando vivías con tu tía, que tanto te mimaba.

     Con tan amables palabras y uno o dos besos, que Catalina recibió con gran asombro, su tía la condujo al mismo lecho en que un año antes había dormido el conde; la ayudó a desnudar y acostarse, la arropó bien y contempló con gran admiración las finas ropas interiores, diciéndose para sí, después de registrarle el portamonedas y ver que sólo contenía tres chelines:

     «¡Qué falta le hace llevar dinero, si el conde lo paga todo!»

     Catalina no la había engañado; quien habíase engañado era la misma señora Score, que había tomado a aquel joven que acompañaba a su sobrina por el propio conde en persona; de suerte que, creyéndolo así y recordando las ponderaciones que acerca del tren de vida del conde había oído varias veces, creyó conveniente tratar a su sobrina con el mayor respeto y considerarla como si fuera una dama de alta alcurnia...

     «Es toda una señora -había dicho, meses antes, la señora Score, al oír tales historias, y una vez que se le hubo pasado el disgusto por la desaparición de la sobrina-. Es verdad que se ha portado cruelmente conmigo, abandonándome; pero hay que convenir en que es como si estuviera casada con un noble, y todos estamos en el caso de olvidar y perdonar.»

     Tales palabras habían sido dichas al doctor Dobbs, quien las reprobaba en absoluto, añadiendo que el crimen de Catalina era mucho más nefando y vituperable, por el solo hecho de haber sido cometido con miras interesadas, y llevando su indignación hasta el punto de decir que, aunque Catalina fuese una princesa, él no volvería a hablarle en la vida. A esto replicó la señora Score al doctor Dobbs, que tenía ideas anticuadas; ella, en cambio, las tenía muy modernas..., cuya modernidad consistía, por lo visto, en un extraordinario respeto por la fortuna, con el consiguiente desprecio de la pobreza.

     Cuando la señora Score volvió al salón antecocina, se dirigió al que acompañaba a Catalina, y, tras una graciosa reverencia, le dio la bienvenida; díjole que su dama no bajaría a cenar, y que habíale encargado le dijera hallábase muy fatigada y deseaba reposar una o dos horas.

     Tales palabras fueron acogidas con gran extrañeza por parte del joven, el cual era un sastre que iba de Liverpool a Londres a adquirir los modelos para la próxima temporada; pero, por no desengañar a la dueña, se contentó con sonreir amablemente, y ella fuese ufana a la cocina a echar un vistazo a la cena.

     Habían ya transcurrido las dos o tres horas de parada, y el mayoral, considerando suficiente el descanso de sus caballos, enganchó de nuevo y mandó avisar a los pasajeros. La señora Score, que había visto con gran satisfacción que su sobrina hallábase realmente enferma con más fiebre, y esperaba poder tenerla varios días en casa y explotarla, salió de la habitación, y, poniendo cara compungida y mirada de tristeza, se dirigió al sastre y le dijo:

     -Milord -ya que recuerdo perfectamente a su merced-... vuestra dama está tan delicada que sería una pena pretender que se levantara. ¿No os parece que diga al mayoral baje vuestros baúles y los de ella y os preparo la cama en la habitación de al lado?

     Una ruidosa carcajada fue la inmediata respuesta a tal pregunta.

     -Señora -repuso alegremente el joven-; yo no soy un lord, sino un pañero y sastre; y en cuanto a esa joven, hoy es la primera vez que la he visto en mi vida.

     -¡Qué! -gritó, fuera de sí, la señora Score-. ¿No sois vos el conde? ¿Me queréis decir que no sois el querido de Catalina... que no habéis ordenado una habitación para ella... y que no pagáis el importe de esta cuenta?

     Dijo, y exhibió un papel en el que la dama del conde se reconocía deudora de la señora Score por la cantidad de media guinea.

     Estas palabras furiosas excitaban más y más la risa del joven.

     -Pagadla, milord, y vámonos, que hay prisa -dijo el mayoral.

     -Nuestros respetuosos saludos a su merced -añadió un pasajero.

     Y así, en medio de gran algazara y alegres risotadas, abandonaron el hostal, metiéronse en la diligencia y ésta partió chirriando y dando tumbos.

     Fuera de sí, pálida de rabia y coraje, esgrimiendo la cuenta, siguió un trecho la señora Score a los pasajeros; mas cuando el coche desapareció, volvió en sí misma, corrió al mesón como una flecha, tirando al suelo de un encontronazo al pinche, sin dignarse siquiera contestar a las solícitas preguntas del doctor Dobbs, subiendo las escaleras de dos en dos peldaños, y penetró hecha un vendaval en la estancia de Catalina.

     -¡Con que esas tenemos, señora! ¿Crees que has podido venir a esta casa a estafarme? ¿Te figuras que puedes venir impunemente, dándote aires de persona principal, haciéndote pasar por amiga de un noble caballero, y usar el mejor lecho, cuando no eres más que una mendiga? Vaya, ya te estás levantando, que no quiero pordioseros en mi casa. Ya sabes dónde puedes ir a trabajar, de modo que, ¡largo de aquí!

     Y con las mismas, la destapó bruscamente, obligando a la pobre Catalina a levantarse, temblando de miedo y de fiebre. La desgraciada no tuvo valor para responder, como hubiérale tenido el día anterior, en que habría contestado con media docena de juramentos a cada uno de los que le hubieran dedicado; pero entonces sólo supo suspirar, tiritar y recoger presurosamente sus ropas para vestirse; llorando, dijo:

     -¡Por Dios, tía, no me trates así; estoy enferma y soy muy desgraciada!

     -Enferma tú, ramera; con que enferma! Así revientes; si estás enferma, te aguantas, que por tu culpa estás. Anda, fuera, pronto. Vístete de una vez. Vete a buscar trabajo, y no vuelvas más por aquí a pretender estafarme. ¡Mucha falda de satén y camisa con encajes para...

     La pobre Catalina, derrengada, tiritando de frío, ardiendo de fiebre, recogió como pudo sus vestidos; parecía ignorar lo que iba a hacer, y no osó replicar una sola palabra a las insolencias de su tía. Sin proferir una queja descendió los estrechos escalones, y fue por la cocina, hasta la puerta de la calle, y desde allí se volvió para dirigir a su tía una mirada implorante; pero ésta, señalando imperiosamente la puerta, gritó:

     -¡Fuera de aquí, mujerzuela indecente!

     Y la pobre Catalina, dejando escapar el más triste sollozo, y deshecha en lágrimas, abrió la puerta y se encontró en medio del arroyo.

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 

     -¿Cómo, qué veo?... ¡Si es Catalina Hall! -dijo alguien levantándose precipitadamente, apartando con brusquedad a la señora Score, corriendo hacia el camino con la pipa en la mano y sin peluca.

     Éste no era otro que el mismo doctor Dobbs. El resultado de su entrevista con Catalina fue que él no volvió a aparecer más por el mesón a fumar su pipa, y que ella estuvo en su casa enferma durante algunas semanas.

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 

     Muy concisos hemos de ser al relatar este periodo de la vida de Catalina, toda vez que nada inmoral le ocurrió durante su estancia en casa del doctor, y no hemos de cometer la grosería de molestar al doctor con descripciones de escenas de piedad, de sana alegría, de buen sentido y de sencillez, como aquí sería forzoso. ¿Para qué servirle al lector insípidos platos de virtud, cuando sólo puede digerir los picantes adobados con el gustoso vicio? Para ser breves, diremos que el doctor Dobbs, aunque teólogo consumado, era también un perfecto caballero; de suerte que antes de que ella llevara un mes en su casa, había empezado a considerarla como una de las personas más dignas de compasión y más sinceramente arrepentidas de este mundo; y en tal creencia, en unión de la señora Dobbs, había trazado ya varios planes concernientes a la futura vida de la joven Magdalena.

     «Piensa que sólo tenía diez y seis años -decía el doctor a su esposa-, que no se escapó por su propia voluntad, sino que fue robada; el conde habíale jurado que iba a casarse con ella, y aun cuando ella no le abandonó hasta que él trató de envenenarla, hay que ver la resignación cristiana de que la pobre ha dado muestra. Estoy seguro de que ella le perdona con mucha mejor voluntad de la que yo necesitaría para perdonar a la señora Score, por haberla arrojado a la ventura de una manera tan cruel.»

     Ya habrá notado el lector la diferencia entre las imputaciones del doctor y las que nosotros hemos hecho antes, que podernos asegurar son las únicas verdaderas; el hecho es que el pobre hombre había oído tal cuento de labios de la propia Catalina, y que no estaba en su manera de ser dudar de los demás, aunque le hubieran ido con una historia mucho más fantástica todavía. El reverendo y su esposa pusiéronse a meditar juntos, y, recordando la antigua pasión de Hayes por Catalina, dijéronse que bien podría renacer, si es que él había seguido siéndole fiel. Así, pues, decidieron sondear hábilmente el ánimo de Catalina -tan hábilmente que le preguntaron si le gustaría casarse con Hayes-, a lo que ella contestó rotundamente que no.

     «No; ella había querido a John Hayes; él había sido su primero y único amor, pero estaba en el arroyo... y no se consideraba digna de él.»

     Esta declaración le granjeó más alta estimación todavía en la familia Dobbs, y les hizo poner más empeño en la realizaciócn del matrimonio. Cuando Catalina tornó al lugar, hallábase Hayes ausente; pero no por eso dejaron de llegar a su conocimiento nuevas de la enfermedad de la joven, del abandono en que la había dejado la señora Score y de la buena acción del doctor Dobbs, recogiéndola en su domicilio. El santo varón hizo por encontrarse con Hayes en los alrededores de la casa, y, diciéndole que era necesario hacer algunas reparaciones en la cocina, le rogó que pasara a examinar la importancia que pudieran tener. Hayes comenzó por negarse rotundamente; en seguida dulcificó su negativa, puso después algunos reparos, pareció dudar más tarde y acabó por entrar, presa de una gran turbación: dentro, toda temblorosa, aguardaba, sentada, Catalina.

     Lo que entre ellos sucedió no merece la pena de contarse. Nada tan insulso como la conversación que debemos suponer tendría lugar entre un aprendiz de ebanista y una moza de mesón. Sin embargo, debemos hacer constar que Hayes,que había tenido un año de tiempo para olvidar su pasión, y parecía haberla sofocado en absoluto, perdió de nuevo la cabeza así que vio la linda criatura, y quedose como para empezar otra vez su enmienda. No podemos asegurar si el doctor sospechaba lo que tramábase por los dos jóvenes: ello es que la noche que Hayes no se dejaba ver por la cocina de la rectoría, era porque hallábase paseando afuera con Catalina. Nada nos importa averiguar si fue ella quien se escapó con él o él quien huyó con ella; lo cierto es que al cabo de los tres meses verificose otro rapto en el lugar.

     -He debido prevenirlo -dijo el doctor ante su mujer, que sonreía de satisfacción-; pero los muchachos se han guardado el secreto para ellos.

     Y decía verdad. Verdad es igualmente que la señora Dobbs había pretendido varias veces poner en conocimiento de su esposo todos los pormenores de la proyectada fuga, que tenía más que sabido de antemano; pero él habíale ordenado siempre callar para no incurrir en complicidad.

     La señora Dobbs, sacaba frecuentemente la conversación sobre el particular; decía, por ejemplo:

     -Hayes tiene una bonita fortuna, y es buen comerciante; es hijo único, y puede casarse con ella cuando le plazca; cierto que no es muy gallardo, generoso, simpático; mas la quiere de verdad, y cuanto antes se casen, mejor. Ya sabes que no pueden casarse en nuestra iglesia, y que...

     -Bien -replicaba el doctor-, si se casan en otra parte, allá ellos... Yo, con no darme por enterado...

     Y con tan discreta indirecta se cobró valor, y llevóse a efecto la fuga un mes más tarde en una silla de postas, un domingo por la mañana, entre la rechifla de todos los chiquillos de la aldea, los cuales se atropellaban por ver escapar la pareja.

     En el transcurso del mes, Hayes había hecho correr las amonestaciones en la próxima ciudad de Worcester. Pensando con razón que en un lugar tan grande no llamarían la atención, como en el solitario villorrio, condujo allí a su amor. ¡Oh, mala estrella la del bueno de Hayes! ¡Adónde te ha arrastrado tu negro destino, pobre hombre! ¡Oh, insensato doctor Dobbs! ¿Por qué habríais de dar escucha a los ardientes deseos de vuestra casamentera esposa, olvidando que, antetodo, los jóvenes están obligados a obedecer a sus padres!...

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 

     La Gaceta de Londres de 1.º de abril de 1706, contiene un decreto de la reina, poniendo en ejecución una ley votada en el Parlamento para aumentar y mejorar el número y condición de los marinos, y por ende la armada de su majestad; dicha ley autoriza a todos los jueces a extender mandamientos a los alguaciles, tinterillos, cabezas de partida y aun pedáneos, para penetrar, y, si necesario fuere, echar abajo las puertas de las casas en donde haya fundamento para suponer que se ocultan desertores de la Marina; y si no se hallaren de éstos, para echar mano de otro cualesquiera, siempre y cuando sus condiciones físicas lo permitieran. No es éste lugar adecuado para transcribir el decreto en toda su extensión, pues ocupa cuatro columnas de la Gaceta de Londres; pero sí para consignar que, al ser puesto en vigor, causó gran irritación en todo el reino.

     Como todo el mundo sabe, tras la marcha de un poderoso ejército empiezan a surgir bandidos y criminales a su zaga; de igual suerte, tras una gran medida de carácter nacional adoptada por el Estado, aparecen infinitos intereses mezquinos de orden personal, los cuales son defendidos por toda la colectividad. Así, esta disposición de reclutamiento, dictada cruelmente en Inglaterra contra el pueblo inglés, con el único fin de mantener el prestigio británico en Flandes, dio lugar al nacimiento de crecido número de vagos y agentes informadores, que dedicáronse a vivir a costa del país, explotando a los que estaban sujetos a servicio militar, y atemorizando a los que no lo estaban, amenazándolos con incluirlos en sus listas.

     Hayes, después de efectuado su casamiento, pensando que la vida en Worcester era más barata que en muchos otros sitios, buscó cuidadosamente el albergue más económico de la ciudad, donde poder llevar a su esposa. En la cocina de tal albergue departían bebiendo unos cuantos individuos, y como Catalina, consciente de su superioridad, se negara a comer en compañía de personajes de aquella catadura, la patrona condujo a los recién casados a otro cuarto interior, donde se les podría servir a solas. A decir verdad, la reunión de la cocina no era de las que una dama haya de tener gusto en frecuentar. Entre los que la componían destacábase un sujeto muy largo y enteco, con apariencia de soldado, y el cual llevaba una alabarda; otro, vestido de marino, tenía uno de los ojos cubierto con un parche; y el tercero, que parecía el jefe de la partida era un hombre recio, con capote de marinero y altas botas de montar, quien, por su apariencia, si los hubiera, podía compararse no a un lobo de mar sino a un caballo de mar.

     Catalina creyó reconocer a alguno de aquellos desalmados, su tipo y su voz; pronto se convenció de que sus sospechas eran fundadas, porque, sin pedir permiso, irrumpieron los personajes citados en la habitación en que ella y su reciente esposo se hallaban. Al frente de ellos iba nada menos que su antiguo amigo Brock; traía la espada desenvainada, y, al ver a Catalina, llevose significativamente el dedo a los labios, como intimándola al silencio. El del ojo vendado inmediatamente se apoderó de Hayes, diciéndole:

     -¡Arriba las manos! ¡No resistáis! En nombre de la reina os hago prisionero.

     El de la alabarda guardaba la puerta, y dos o tres facinerosos más le guardaban las espaldas al del parche en el ojo.

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