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Capítulo VI

Las aventuras del embajador míster Macshane.

     Si no tuviéramos el ineludible deber de seguir la historia en todos sus pormenores, habríamos prescindido de la aventura de Catalina y su esposo en el fonducho de Worcester, porque, en verdad, ni produjo grandes complicaciones, ni es muy romántica o emocionante que digamos. Pero no tenemos más remedio que ajustarnos estrictamente a la verdad, aun cuando no sea del todo agradable leerla o hablar de ella. Como en el calendario de Newgate consta, el matrimonio Hayes fue sorprendido y secuestrado en un albergue de Worcester; fue estafado por individuos que fingieron querer inscribir al marido en el reclutamiento para el servicio militar; Hayes fue obligado a pedir dinero a su padre para salir del atolladero, y el buen hombre accedió a darle. Esta es la verdad neta, de la cual no pensamos separarnos por nada del mundo.

     La relación que Brock hizo de sus aventuras en Londres puede darnos una idea bastante aproximada de su amigo míster Macshane. Ni la inteligencia ni los principios del abanderado eran de lo más sólido, pues la primera debió de resentirse con la pobreza, la bebida y un casco de metralla en la acción de Steenkirk, aparte de que él no estaba por prestar gran atención a los segundos. En verdad, había gozado de tal dignidad en el ejército; pero empeñó la mitad de la paga por jugar y beber, y durante varios años venía viviendo de milagro, sin que nadie, ni aun él mismo, pudiera explicarse el cómo. ¿Quién no conoce infinidad de individuos en tales condiciones? ¿Quién podría decir cómo se procuran la camisa limpia que llevan, los medios para embriagarse, quién los saca del trance de morirse de hambre? Su vida es un asombro de todos los días: un caso extraordinario, su almuerzo; un milagro, la comida; algo incomprensible, la cena; y la cama... una oportuna interposición de la Providencia. Si alguno de nosotros necesita un chelín mañana, ¿quién nos lo da? ¿Nos darán la carne nuestros carniceros, nos lavarían la ropa para que fuéramos limpios? Ni un mal hueso, ni un solo trapo.

     Pero no es tan fácil morirse de hambre, aun cuando no se tenga para comer. Personas hay que hacen de tal estado inminente una profesión, proporcionándose por semejante procedimiento el pan cotidiano. Esa había sido durante algunos años la única profesión de Macshane; y la explotó tan bien, que no dejó de sacar de ella con qué vivir... casi demasiado bien para lo que su condición requería. Él se las componía de manera que cenaba un cierto número de días por semana, incierto, mejor dicho; que dormía en uno u otro sitio y se permitía el lujo de embriagarse lo menos trescientos días al año. Conocía a uno o dos nobles, que de vez en cuando le socorrían con algunas monedas, y a los cuales él servía en toda clase de menesteres. Tenía algunas otras relaciones, que molestaba de vez en cuando con la mayor frescura, y de las que sacaba, ya una comida, ya una corona, ya... y como por equivocación... algún bastón con puño de oro, que indefectiblemente iba a parar a la casa de empeño. Cuando nadaba en su relativa abundancia dejábase ver por los cafés concurridos; cuando andaba mal de fondos, ni el demonio sabía en qué guarida se cobijaba en busca de alimento y habitación. Tenía la espada siempre lista, y cuando estaba claro... o sea menos turbio, era un consumado maestro de ella; en la fanfarronería y la mentira apenas podía tener rival... Y para terminar su retrato, diremos que medía de altura seis pies y cinco pulgadas. Es cierto que había estado de voluntario en España, donde dio muestras de su valor; pero... cogió unas fiebres... y fue repatriado, para seguir casi muriéndose de hambre, como antes.

     Míster Macshane tenía, sin embargo, una gran virtud: la de ser fiel a la persona que le empleaba. Cuéntase a este respecto de él la más donosa de las anécdotas: Habíale contratado un poderoso señor para que propinase una paliza a un individuo que se había atravesado en el camino de sus conquistas amorosas; presentose Mac ante el interesado con el fin de realizar su propósito, y, a pesar de haberle ofrecido éste una cantidad mucho mayor porque desistiera de él, nuestro buen Macshane rechazó la oferta y desempeñó a conciencia su cometido, dándole la paliza, como si fuera para él un imprescindible compromiso de honor...

     Con todos estos antecedentes, cuando, después de su fuga de Londres, él y Brock tomaron la profesión de vagabundear por los caminos, el abanderado rogó al cabo -a quien tomó por jefe- que le llamara de entonces en adelante «mayor». El tenía una noción militar de los nuevos menesteres en que iban a ocuparse, y quería ajustarse a la ordenanza. A robar llamaba entrar a saqueo al enemigo; la horca parecíale una medida cruel y cobarde que el enemigo adoptaba, y que merecía las más terribles represalias.

     Los otros dos individuos eran desconocidos para Brock, y es natural que no se sintiera con gran confianza para encomendarles el mensaje y el acarreo del dinero. Tampoco ellos, por su parte, se fiaban mucho de él; pero míster Brock depositó cinco guineas en manos de la patrona como garantía de la vuelta de su camarada, y el abanderado Macshane pudo partir con la comisión para los padres de Hayes, montado en el propio caballo de éste. Era curioso el aspecto que ofrecía tal embajador de ladrones con su viejo traje azul celeste, de vueltas de color naranja, sus altas botas sucias, la espada de enorme cazoleta y un pequeño y raído sombrero encasquetado sobre una raquítica peluca añorante del peine.

     Había diez y ocho millas de distancia desde Worcester a la casa de Hayes, distancia que Macshane recorrió sano y claro -pues esto último se le había recomendado muy especialmente, encargándose el propio caballo, al llegar al pueblo, de conducirle hasta la casa-. La señora Hayes, que estaba haciendo calceta a la puerta, experimentó una gran sorpresa al ver llegar al caballo con aquel extranjero encima.

     Macshane saltó del corcel con gran agilidad, y tan pronto como estuvo en tierra, juntó los talones, llevose el sombrero al pecho y, haciendo un profundo y gracioso saludo a la señora Hayes -tan profundo, que casi le mete la peluca por las narices-, dijo:

     -¿Tengo el supremo honor de hablar con la señora Hayes?

     Habiéndosele respondido afirmativamente, preguntó si había un chico en la casa que pudiera llevar el caballo a la cuadra y si podría hacérsele el favor de darle un vaso de agua o de leche para apagar su gran sed, y si, finalmente, podía tener unos minutos de charla con ella y el señor Hayes sobre un asunto de gran importancia. Se atendió al jinete y al caballo, llamose al señor Hayes, y, mientras venía, aumentaba la inquietud de la madre respecto de su hijo.

     -¿Dónde está? ¿Qué es de él? ¿Ha muerto? preguntaba la buena señora-. ¡Es que ha muerto, estoy segura!

     -Pues os equivocáis de medio a medio -dijo Macshane-; vuestro hijo goza de perfecta salud.

     -¡Alabado sea Dios!

     -Pero está algo abatido de espíritu. Todos podemos tener contrariedades... y eso es lo que sufre vuestro hijo: una pequeña contrariedad.

     Y diciendo, sacó la carta del joven Hayes, que decía:

     «Queridos padres. El portador de la presente es un noble caballero que me ha dejado en gran apuro. Ayer, en este lugar, trabé conocimiento con algunos militares al servicio de la reina. Después de haber bebido, sin estar en mi cabal juicio, acepté su dinero y me inscribí como recluta. Arrepentido después, traté de escapar, y, al hacerlo, tuve la desgracia de reñir con mi superior y pegarle, con lo cual me he hecho acreedor a la pena de muerte, según el Código militar en tiempo de guerra. Si pago veinte guineas no me pasará nada. Espero que las daréis al portador de la presente, o, de lo contrario, seré pasado por las armas el martes por la mañana. Nada más de vuestro hijo, que os quiere.-John Hayes.

     Desde mi prisión en Bristol en este triste lunes.»

     Cuando la señora Hayes leyó esta misiva, se quedó anonadada; había producido en ella el efecto deseado, y quiso ir inmediatamente a la cómoda y traer el dinero necesario para el rescate de su hijo. Pero el padre, que era bastante más suspicaz, dijo al embajador:

     -Yo no sé quién sois, señor...

     -¿Es que dudáis de mí? -repuso orgullosamente Macshane.

     -Os diré -replicó el cazurro de Hayes-: yo no entiendo gran cosa de estos asuntos, de modo que si no os explicáis algo más.

     -Rara vez doy explicaciones -dijo Macshane- porque no es digno de mi rango; pero, por complaceros..., las daré.

     -¿Queréis decirme en qué cuerpo o regimiento le han alistado?

     -Con sumo placer. En el del coronel Wood, un regimiento valeroso, como no hay otro en el ejército.

     -¿Y decís que le habéis dejado?

     -Hace tres horas, porque he corrido como una exhalación, por humanidad..., como habría hecho otro cualquiera.

     Como la casa de Hayes distaba setenta millas de Bristol, pareciole al buen vicio que era demasiado correr para tan poco tiempo; así es que, cortando en seco la conversación, dijo:

     -Ya habéis dicho lo bastante, señor, para hacerme comprender que hay algo de criminal en el asunto, y que vuestra historia es una burda mentira desde el principio al fin.

     Ante tal exabrupto, el abanderado quedose en gran desconcierto, y, recobrándose, dijo con solemnidad:

     -Criminal...; señor Hayes, es una expresión harto dura..., que yo pasaré por alto en atención a mi amistad con personas de vuestra familia. ¿Dudáis de que esta carta ha sido escrita por él?

     -Porque le habéis obligado a escribirla -repuso míster Hayes.

     -«Este viejo demonio lo adivina todo»...-murmuró para sí Macshane- Bueno, señor, ¿Para qué andar con rodeos? Tenéis razón: se le ha obligado a que la escriba; lo del alistamiento y todo lo demás es, si queréis, una burda mentira, una burda mentira... ¿Y qué? ¿Creéis que por eso no corre peligro vuestro hijo?

     -¡Oh!, ¿en dónde está? -imploró la señora Hayes, cayendo de rodillas-. Nosotros daremos el dinero que hace falta, ¿verdad John?

     -Yo sé que lo daréis, señora, en cuanto os diga dónde está. Está en poder de unos individuos que yo conozco, los cuales se hallan en guerra con el actual gobierno, y a los que igual se les da cortarle la cabeza a un hombre... que a un pollo, guardado por nuestra espada y nuestra lanza. Si queréis rescatarle, mejor para todos; si no queréis, empezad a despediros de él con el pensamiento, porque no volveréis a verle.

     -¿Y quién me dice que mañana no volveréis de nuevo por más dinero?

     -Señor, basta mi palabra; antes me dejaría yo matar que faltar a ella -dijo Macshane, en un arranque de orgullo-. Veinte guineas es el precio. Os doy diez minutos para reflexionar lo que hacéis: a mí me da lo mismo...

     Y decía verdad con cada palabra que hablaba, hay que hacerle justicia; además, consideraba como perfectamente dentro de la mayor corrección y honorabilidad la embajada que allí le había traído.

     -¿Y quién me impediría deteneos en garantía de su vida y libertad?...-dijo el viejo Hayes.

     -Vos no os atreveréis a tocar uno solo de mis cabellos, ¡villano! -replicó Macshane-. Hay varias razones que lo impedirán. La primera es ésta -dijo señalando a su espada-; hay dos más... -y mostró sus dos pistolas-, y la última y definitiva es que podéis hacerme ahorcar, arrastrarme o descuartizarme; pero no por eso volveréis a ver vuestro hijo... Mirad, nosotros corremos riesgos enormes en nuestra profesión, no creáis que es tan agradable. Nuestra principal obligación es la puntualidad..., o no sería posible obrar con éxito. Si yo os prometo que, si mañana por la mañana no vuelvo sano y salvo entre los míos, vuestro hijo morirá, mis camaradas cumplirán mi promesa; de otra suerte, ¿qué garantías tendría yo? Suponed que dentro de un instante venís con una cuadrilla de alguaciles y os dais el gusto de ver a mi cuerpo balancearse en la horca... ¿Y qué? No vais a ser tan insensato como para sacrificar un hijo tan simpático como John al placer de ver mi figura esquelética en el aire... Uno o dos de los nuestros han sufrido ya tal suerte, porque los padres no les creyeron.

     -¿Y qué les ocurrió a sus hijos? -preguntó la señora Hayes, que empezó a ver por donde iba Macshane, y empezó a experimentar un pavor enorme.

     -No hablemos de eso, señora; sólo de pensarlo se estremece la gente.

     Y apoyando la palabra con el gesto, llevose los dos dedos a la garganta, como en señal de degollación, de tan gráfica y terrible manera, que los pobres viejos se echaron a temblar. Y añadió:

     -Estamos en guerra, señora, y la guerra es la guerra. El servicio a que yo pertenezco no es pagado por la reina, y ello nos obliga a hacernos pagar por nuestros prisioneros, según práctica militar establecida.

     Ningún picapleitos pudo haber defendido su causa mejor de como la defendiera Macshane. Tanto que acabó por convencer a los padres de John de la necesidad de rescatar a su hijo. Después de haberles prometido que éste volvería a sus brazos a la mañana siguiente, junto con su nueva esposa, despidiose de los viejos y encaminose otra vez hacia Worcester. Preguntábanse los padres de Hayes, sin poder barruntarlo, quién pudiera ser la dama de la cual Macshane había hablado, pues no tenían la menor noticia del rapto cometido por su hijo; pero ante el temor que experimentaban por su suerte, desaparecían por completo el disgusto y la duda que respecto a su fuga pudieran abrigar. Salió, pues, Macshane de regreso con el dinero en la faltriquera, sin que ni un instante cruzara por su pensamiento no ya la idea de quedarse con él, ni siquiera la de desertar de sus compañeros...

     Habían pasado más de doce horas. El cabo Brock había sido relevado por míster Redcap; éste, por míster Sicklop, el hombre de un solo ojo, o séase, el tuerto. Catalina, a pesar de su tristeza y vergüenza, siguió el ejemplo de su esposo, y, echándose muerta de sueño a su lado, durmió durante varias horas, y al despertarse vio que seguían allí de guardia míster Brock y sus otros dos compañeros; con lo cual todos empezaron a experimentar gran inquietud por la vuelta de Macshane. Este, que había realizado con tanto éxito la primera parte de su jornada, al regreso hubo de darse cuenta de que la noche iba poniéndose más y más obscura y fría; y como tenía sed y hambre, dinero en la bolsa y prisa ninguna, decidió meterse a pasar la noche en cualquier parador del camino y emprender de nuevo la marcha al amanecer. Y como lo pensó, detúvose en uno de los mesones, hizo llevar el caballo a la cuadra, entró en la cocina y pidió la mejor bebida que hubiera en la casa.

     Había en la cocina una pequeña reunión, en medio de la cual tomó asiento Macshane con gran prosopopeya; llevando la bolsa repleta, experimentaba el más profundo desprecio por todos los que le rodeaban, sin recatarse de mostrarle. Después de haber trasegado el tercer jarro de cerveza, cayó en la cuenta de que estaba agria, y, balbuceando y con grandes gestos de asco, arrojó el resto de la cerveza al fuego. Tanto molestó semejante acción al párroco, que abandonó súbitamente su rincón de junto a la chimenea, dirigiendo furiosas miradas al intruso, el cual, «incontinenti» y sin el menor cumplido, se apoderó del sillón que aquél abandonara.

     Era de ver la manera que tenía de hacer sonar las monedas en su bolsa; cómo distribuía juramentos y maldiciones entre el patrón, el licor, los concurrentes; con qué sans façon desparramaba sus fuertes botas, ante cuya invasión alejábanse tímidamente los circunstantes, y las miradas de reojo que dirigía a la dueña, al propio tiempo que, haciéndose el bobo, trataba de echarle la mano encima.

     Cuando el mozo de cuadra hubo preparado todo lo necesario para el cuadrúpedo, dirigióse al amo y díjole al oído que el caballo que traía el viajero era el de John Hayes, de lo cual pudo convencerse en seguida el dueño por sus propios ojos, no sin concebir alguna sospecha acerca del forastero. Mas como eran tiempos de revuelta, nada difícil parecía que alguien vendiese sus caballos; por otra parte, siendo de igual valor el dinero de todo el mundo, si, por sus sospechas, hacía detener al abanderado, exponíase a perder todo el beneficio que podía dejarle con su gasto, el cual, lejos de disminuir, aumentaba.

     En un par de horas se las compuso con gran facilidad para disgustar a todas las demás personas que allí había pasando la velada y hacerles marcharse. Lo mismo hubo de hacer la patrona, intimidad por sus atrevidos requiebros; el único que se quedó con él fue el dueño, atento sólo al gasto que aquel borracho hacía y escuchando, pensativo, su incoherente charla... Al cabo de una hora más, la casa entera fue despertada por un ruido infernal de aullidos, imprecaciones, juramentos y de vajilla haciéndose añicos por los suelos. La patrona apareció, toda asustada, en camisa de dormir. El mozo de cuadra, empuñando la horqueta; la cocinera y dos o tres huéspedes, los cuales encontráronse en el suelo, empeñados en terrible lucha, al patrón y a Macshane; la peluca de éste, chamuscándose en la chimenea y despidiendo un olor desagradable; su rostro, espantosamente contraído, y parte de su natural cabellera entre las manos del patrón: de tal manera habíale éste arrastrado hacia sí, para poder aporrearle, con más facilidad. De la parte contraria, o sea a favor de Macshane, parecía declararse la victoria, pues el patrón estaba debajo y los brazos del abanderado golpeaban incesantemente su cara y su cuerpo, como si fueran aspas de molino.

     Por fin se pudo separar a los combatientes; mas tan pronto como pasó la excitación del combate, Macshane perdió el sentido y hubo de ser conducido al lecho. Quitáronsele la espada y las pistolas y registráronsele los bolsillos. Halláronse en éstos veinte guineas en oro, una gran navaja, empleada seguramente para cortar el pan y el queso; algunas migajas de estos manjares, un papel con tabaco, una pata de pollo fiambre y media cebolla cruda.

     Semejantes objetos no daban mucho que sospechar, ciertamente; pero la somanta que el hostelero había recibido no era tampoco como para desvanecer toda sospecha; en vista de lo cual, decidiose que a primera hora de la mañana se enviaría recado a John Hayes diciéndole cómo había llegado un individuo a aquel albergue, caballero en su caballo. De tal comisión encargóse al mozo de cuadra, quien partió en desempeño de la misma, apenas amanecido; ocurriósele a éste, de paso, despertar al escribiente del juez y comunicarle sus sospechas; consultó el escribiente con el panadero del lugar, que siempre estaba levantado al alba, y el tinterillo, panadero, el carnicero con su cuchilla y otros dos obreros que se dirigían al trabajo, llegáronse al mesón. Parece ser que, mientras el abanderado Macshane estaba en el catre sumido en ese sopor profundo de que sólo pueden gozar los niños y los ebrios, alegrando las primeras horas del día con el ruido metálico y armonioso de su nariz, tramábase un nefando complot contra su preciosa tranquilidad; y cuando, hacia las siete de la mañana, despertó, encontrose con tres individuos sentados a cada lado en su lecho, armados y de aspecto feroz. Uno de ellos era, por las trazas un alguacil, y aun cuando no tenía el mandamiento del juez, parecía dispuesto a cargar con la responsabilidad de detener a Macshane y llevarle ante el magistrado.

     -¡Caray, señores! -dijo Macshane, incorporándose en el lecho, después de soltar un largo y sonoro bostezo-. ¿Pensáis detener a un caballero que está entre la vida y la muerte?... Os doy mi palabra de honor...

     -¿Cómo habéis venido en ese caballo que traéis? -dijo el panadero.

     -¿Cómo venís con estas quince guineas?-dijo el patrón, gracias a cuyas manipulaciones habían desaparecido cinco de las monedas de oro.

     -¿Qué quiere decir este profano rosario al cuello? -inquirió el escribiente.

     Míster Macshane era católico; pero no tenía gran empeño en conservarle, pues su religión no era muy popular entonces en el país. Pero, llevándole por superstición, no le agradaba desprenderse de él; así es que dijo, implorante:

     -Por la Virgen Santa, no me le quitéis! ¡Era de mi hijita, que está en el cielo!... Por lo del caballo y el dinero, ¿cómo queréis que un caballero pueda viajar sin lo uno y sin lo otro?...

     -Puede viajar precisamente para apoderarse de ellos -replicó el alguacil-, y nosotros creemos que ni el caballo ni las guineas han llegado a vuestro poder de manera lícita; si el señor juez se da por satisfecho con vuestras explicaciones, nosotros nos conformaremos; pero los caminos están infestados de salteadores, y vos tenéis toda la catadura de uno de ellos.

     De nada sirvieron a míster Macshane protestas ni amenazas. Aunque juró que era primo carnal del duque de Leinster, oficial al servicio de su majestad, e íntimo amigo de lord Marlborough, sus guardianes no le tomaron en serio, y a eso de las ocho de la mañana fue conducido a presencia del más próximo juez de paz.

     Cuando el digno magistrado interrogó cuál era el crimen de que acusaban al prisionero, sus aprehensores quedáronse perplejos sin saber qué responder, porque, en verdad, no podían probar que Macshane hubiese cometido crimen alguno. De haber éste permanecido silencioso, obligándoles a probar los cargos que le imputaban, a buen seguro que el juez hubiera dispuesto su libertad y habría echado un buen rapapolvos al escribiente y al hostelero, por haber detenido a un caballero, sin motivo justificado.

     Pero el abanderado no supo ser tan cauto, y, aunque sus acusadores no pudieron hacerle cargos concretos, bastaron sus palabras para que se consideraran con fundamento las sospechas que había inspirado. Al preguntarle su nombre, dijo llamarse y ser el capitán Geraldine, en viaje de Irlanda, por Bristol, adonde iba a visitar a su primo el duque de Leinster. Juró solemnemente que sus amigos, el duque de Malborough y lord Peterborough, a las órdenes de los cuales había servido, tendrían conocimiento de la manera cómo se le había tratado; y cuando el juez, un buen hombre que acostumbraba a leer las noticias oficiales, le preguntó en qué batallas había tomado parte, el valiente abanderado escogió a capricho dos que se habían librado en España y en Flandes, con una semana de intervalo la una de la otra, afirmando haber sido mortalmente herido en ambas, de suerte que, al final de su declaración, estuvo a punto de ser encarcelado por crímenes que no había cometido.

     En efecto, la declaración transcrita por el escribiente decía así: «Capitán Geraldine, de seis pies y cuatro pulgadas de estatura, delgado, de nariz muy larga y colorada y rojos cabellos; tiene los ojos grises y habla con marcado acento irlandés; es primo carnal del duque de Leinster, y está en constante comunicación con él, aunque ignora si tiene o no hijos; ignora igualmente su paradero en Londres, ni puede decir qué aspecto físico tiene; es amigo del duque de Marlborough, y sirvió en el regimiento de dragones, tomando parte en la batalla de Ramillies, estando al mismo tiempo con lord Peterborough en Barcelona; le pidió el caballo prestado a un amigo en Londres, hace tres semanas; pero Hobbs, mozo de cuadra, dice que el tal caballo estuvo hace cuatro días en el establo del mesón, y que pertenece a John Hayes, ebanista de profesión; no puede justificar la procedencia de las quince guineas que le encontró en la bolsa el dueño del albergue; dice que eran veinte; afirma haberlas ganado jugando a las cartas hace ya varios días, en Edimburgo, afirma, además, que está viajando por placer, después de lo cual declara hacerlo por un grave asunto de vida o muerte que le lleva a Bristol, habiendo declarado la noche antes en presencia de varios testigos que se dirigía a York; dice ser gran terrateniente en Irlanda, añadiendo que posee cien mil libras en el Banco de Inglaterra; no tiene camisa ni medias, y la casaca que lleva está marcada con las iniciales S. S.; en sus botas hay escrito el nombre de Tomás Rodgen, y en el sombrero, el del Rey.- Doctor Snoffer.»

     Este doctor Snoffer, que vivía en Worcester, había anunciado últimamente que había desaparecido de su casa gran cantidad de objetos. Míster Macshane dijo que el sombrero le había sido cambiado en el albergue, y que el suyo, estaba dispuesto a jurarlo, hallábase adornado con pasamán de oro. Pero este extremo fue negado por los testimonios de varias personas que le habían visto a su llegada al mesón. La verdad respecto al sombrero fue que habíale comprado por dos jarros de cerveza en la fonda de las «Tres Rocas». En esto, de improviso, presentose la madre de Hayes, y a ella debió el abanderado su libertad.

     El viejo Hayes se había marchado al trabajo por la mañana temprano; así es que cuando, 1a madre oyó el mensaje del mozo, inmediatamente mandó aparejar el caballo alazán y partió con el muchacho a todo galopar hacia el Juzgado.

     En éste irrumpió la buena señora, jadeante y alarmada, exclamando:

     -¡Oh, qué va hacer vuestra merced con este buen hombre! Por Dios santo, dejadle ir. Su tiempo es precioso...; tiene que resolver un asunto importante de vida o muerte.

     -Ya se lo he dicho al señor juez -dijo el abanderado-; pero no ha querido creer en mi palabra..., en la palabra de honor del capitán Geraldine.

     Macshane era bueno cuando sólo se trataba de una mentira; pero se le enredaba fácilmente en una declaración; y ésta era una excelente oportunidad para ver si la señora Hayes le conocía de veras.

     -¡Cómo! ¿Conocéis al capitán Geraldine? -dijo el juez, que sabía todas las amistades que pudiera tener la mujer del ebanista.

     -Pues claro que sí -dijo mezclándose Macshane-, que sí me conocéis; hace lo menos diez años; ¿no es cierto? ¿Verdad que somos buenos amigos? ¿Verdad que vos me habéis dado el caballo que me ha traído, y que yo he dicho aquí que había comprado en Londres, por no decir que me lo habíais dado?

     -Dejadle a ella que diga lo que sepa. ¿Sois amiga del capitán Geraldine, señora Hayes?



     -¡Oh..., sí! ¡Ya lo creo!

     -¡Buena amistad!... ¿Y le disteis el caballo por vuestra propia voluntad, o...?

     -Ah, desde luego; por mi propia voluntad...; y le habría dado lo que hubiera querido... Por favor, dejadle ir, señor juez... Su hijo está muriéndose -dijo la pobre mujer rompiendo a llorar-; tal vez muera antes de que él llegue... ¡Oh, déjele marchar vuestra merced, no le detenga por más tiempo!

     El juez no parecía darse por muy convencido con esta exagerada simpatía de la señora Hayes por Macshane, como éste no afectábase gran cosa por la inminente muerte de su improvisado hijo; el capitán Geraldine dijo:

     -Si su merced se empeña en detenerme, ¡qué le vamos a hacer, pobre muchacho! Dios le perdone.

     A esto, la buena señora no supo más que impetrar con redoblado empeño la libertad de Macshane, y como, en realidad, no podía fundamentarse cargo alguno contra él, no hubo más remedio que dejarle en libertad.

     El dueño del albergue y los otros testigos de cargo retirábanse ya más que avergonzados, cuando el abanderado, con voz atronadora, empezó a llamar al primero para que se detuviese y le devolviera las cinco guineas que le había hurtado. El hostelero porfió que sólo habíale encontrado quince en la bolsa; pero cuando Macshane juró solemnemente, sobre los Santos Evangelios, que llevaba veinte, y requirió el testimonio de la señora Hayes para que declarase si no era cierto que ayer, media hora antes de entrar en la fonda, había visto las veinte guineas, lo cual mostróse ella dispuesta a jurar, el dueño del mesón se quedó de una pieza, y excusose diciendo que no las había contado cuando las cogiera; pero que estaba dispuesto a darlas de su propio bolsillo antes que pudiera creérsele capaz de cometer semejante acción; y le devolvió las otras cinco. Así que estuvieron fuera del Juzgado, míster Macshane, en el colmo de la gratitud, no pudo contenerse, y estampó un beso en el rostro de la señora Hayes. Suplicole entonces ella que la llevara consigo adonde hallábase su hijo, a lo cual accedió el abanderado del mejor talante; y, montando la vieja a la grupa, partieron en el alazán, en busca de John y de su esposa.

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 

     -¿Quién viene ahora con Naripas? -dijo Sicklop, el tuerto, que desde hacía más de tres horas estaba tumbado, aburrido, en el patio de la fonda.

     Era el abanderado y la madre del cautivo que llegaban sanos y salvos, sin haber tenido el menor accidente en el camino.

     -Ahora tendré el honor supremo -dijo Macshape, ayudando a bajar del caballo a la buena señora-, el supremo honor de hacer latir dos corazones que se aman... Nuestra profesión, amiga mía, es bien triste; pero momentos de satisfacción como éste bien valen la pena de sufrir algunos años. Por aquí, mi amiga. Tomad a la derecha, después a la izquierda; cuidado con el escalón, y, a la tercera puerta, a la vuelta...

     Todas estas precauciones fueron atendidas: Macshane llamó con los nudillos en una puerta, y cuando se abrió para dejarle paso, entró triunfalmente en la estancia, llevando en una mano las veinte guineas y conduciendo con la otra a la señora Hayes.

     Innecesario nos parece referir el encuentro que tuvo lugar entre madre e hijo. La buena señora lloró a moco tendido; él alegrose de verla, porque ello le probaba que nada tenía ya que temor. Catalina mordiose los labios, manteniéndose a distancia, algo azorada. Míster Brock contaba el dinero y míster Macshane dedicábase a reponerse con fuertes bebidas de sus trabajos, peligros y fatiga.

     Una vez calmada el ansia maternal, tuvo tiempo la buena señora de mirar en derredor suyo, y pareciole experimentar un sentimiento de afectuosidad entre aquellos malvados que la contemplaban. Le parecía que habíanle hecho un gran favor robándole veinte guineas, amenazando la vida de su hijo y dejándole libre por fin.

     -¿Quién es ese viejo caballero? -preguntó.

     Y al oír que era el capitán Wood, le hizo una profunda cortesía y dijo con gran respeto:

     -Servidora de vuestra merced, seor capitán.

     A lo que respondió Brock con una inclinación y amable sonrisa.

     -¿Y quién es esa linda damita? -siguió preguntando la señora Hayes.

     -Que... se me olvidaba; madre, dadle vuestra bendición: es mi mujer.

     Y condujo a Catalina hacia su madre para presentársela.

     La noticia no pareció agradar a la vieja señora, la cual recibió el beso de Catalina con cara de pocos amigos. De todas suertes, el mal ya estaba hecho y no podía sentirse molesta con su hijo, ahora que acababa de tener la dicha de encontrarle. Así es que, después de haberle reprendido suavemente, dijo a la esposa que, aun cuando no aplaudía la acción de su hijo, ya que el mal estaba hecho, era su deber remediarlo, en lo posible; por tanto, que a ella, de su parte, la recibiría de buen grado en su casa y procuraría que su estancia le fuera lo más grata posible.

     -Me parece que aun debe de quedarle más dinero en su casa -díjole por lo bajo Sicklop a Redcap.

     Éste y la patrona habíanse asomado a la puerta de la habitación y estaban muy entretenidos contemplando la escena sentimental.

     -¡Valiente imbécil de irlandés! Bien podía haberles hecho aflojar más -dijo la patrona-; ya se conoce que es un cuitado papista. Si hubiera sido mi hombre -conviene advertir que éste había sido ahorcado-, no se habría contentado con esa cantidad, digna de un mendigo.

     -¿Y si les hiciéramos «sudar» más todavía? -sugirió Redcap- ¿Quién nos lo impediría? Tenemos en nuestro poder a la vieja y al heredero... y lo menos que deben valernos... es cien guineas más...

     Esta conversación era mantenida sotto voce, sin que nos sea dado afirmar que Brock tuviese conocimiento de semejante complot. La patrona, para comenzar a desarrollarle, pregunto:

     -¿Qué clase de ponche queréis que os sirva, señora? Debéis tomar algún refrigerio, ya que habéis podido llegar sana y salva.

     -Es cierto -dijo el abanderado.

     -No faltaba más -dijeron los otros.

     Pero la buena señora repuso que sólo deseaba marchar cuanto antes.

     Y dejando una corona sobre la mesa, pidió a la dueña que sirviera a los que se quedaban.

     -Adiós, seor capitán añadió, haciendo moción de marcharse.

     -Adiós -dijo el abanderado-, y que sea por muchos años. Me habéis sacado de entre las garras de la justicia, libertándome; tened la seguridad de que el abanderado Macshane no lo olvidará mientras viva.

     Hayes y las dos damas dirigiéronse hacia la puerta; pero la patrona, poniéndose delante de ellos, los detuvo, mientras Sicklop decía:

     -Un momento; perdonad, señoras: no creo pretendáis marcharos a tan poca costa; veinte guineas tan sólo es una miseria, como comprenderéis; hay que aflojar más.

     Míster Hayes rompió en llanto, retrocediendo y maldiciendo su mala suerte; las dos mujeres comenzaron a suplicar, mientras Brock parecía regocijado ante aquel espectáculo, como si lo hubiera estado esperando; no así Macshane.

     -¡Mayor! -dijo, cogiendo fuertemente a Brock del brazo.

     -¡Abanderado! -dijo Brock, sonriendo.

     -¿Somos o no somos hombres de honor?

     -¿Quién lo duda? -repuso el cabo de buen humor.

     -Pues si somos hombres de honor, debemos mantener nuestra palabra... Con que, ya lo habéis oído vosotros: ¡Tened cuidado, eh! Si no dejáis paso ahora mismo a este pobre ángel de muchacho y a las dos señoras... el mayor y yo os sabremos quitar de en medio.

     Y diciendo, tiró de tizona y adelantó, con la punta frente al pecho de Sicklop; como éste y su compañero vieran que no se iba de broma, optaron por dejar el paso franco; pero la dueña, más temeraria, siguió impidiendo la salida y, soltando una verdadera nube de maldiciones contra el abanderado y contra aquellos dos ingleses follones que huían del irlandés, juró moriría antes que dejar pasar a los secuestrados.

     -Sea, entonces -dijo Macshane.

     Y le tiró una estocada a fondo; la dueña la esquivó, retirándose de un salto, con un grito terrible de miedo; cayó de rodillas, pidiendo gracia, y, por fin, abrió la puerta.

     Después de lo cual, y con gran ceremonia, Macshane condujo de la mano a la anciana hasta la puerta de la calle, seguido del joven matrimonio. Una vez fuera, despidiose afectuosamente de ellos, esperando volver a verlos pronto, y dijo:

     -Hasta la vista, pues; ahora, de aquí a prima noche, podéis andar perfectamente las diez y ocho millas de camino sin fatigaros gran cosa.

     -¡Andar! -exclamó Hayes- ¿Cómo andar? ¿Para qué tenemos el caballo?...

     -¿Qué decís? -replicó Macshane con voz alterada-. La palabra es antes que nada. ¿No es cierto, señora, que en presencia del juez confesasteis haberme dado el caballo? ¿Cómo consentís se hable de querer quitármele? Permitidme os diga que semejante proceder no se acomoda con vuestra respetabilidad y vuestros años, y mucho menos cuando se trata de emplearle con el abanderado Timoteo Macshane.

     Y diciendo, dio al aire su sombrero en un profundo saludo y se alejó calle abajo. Ante lo irremediable, llenos de resignación, hubieron de tomar el camino de su casa, pasito a paso, míster Hayes, su madre y su joven esposa.

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