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Capítulo VIII

Donde se abarca un espacio de siete años.

     Fácil es imaginarse la alegría que hubo de producir al conde Gustavo Adolfo de Galgenstein recuperar parte de su fortuna de las garras de Brock, tanto más cuanto que, de no haber sido por tal robo, habríase visto obligado a pagar su deuda al señor de Warwickshire, después de lo cual habríase quedado sin un céntimo. Así que el cínico del conde consideraba como la mayor prueba de su buena suerte el haber sufrido aquel despojo. Por su parte, el caballero de Warwickshire, no pudiendo en tales circunstancias hacer efectivo su crédito contra Maximiliano, no tuvo más remedio que marcharse, llevándose por todo pago un documento en que éste le reconocía la deuda.

     A esto le atribuía el conde gran importancia; pero, como todos sabemos, deber no es lo mismo que pagar; de suerte que desde el día en que el señor de Warwickshire ganó la conocida suma, siguió sin cobrar de la misma ni un solo maravedí hasta el día de su muerte. Galgenstein había sido encarcelado, como hemos sabido de paso más atrás, en el calabozo de Schrewsbury, aunque no por largo tiempo, a causa de sus deudas; el noble y consolador método de dejar sujetas a procedimientos ulteriores las causas, tan conveniente a individuos en las condiciones del conde, facilitó a éste los medios de poder abandonar pronto su prisión; apenas llevaba una semana de estancia en Londres, cuando tuvo lugar la escena ya referida de su encuentro con Brock, que le restituyó al dominio de parte de su antigua propiedad. Después de recibirla, tuvo el conde la discreción suficiente para eclipsarse de Inglaterra durante una temporada; claro es que sin que él se creyera en la inocente obligación de satisfacer, no ya sus deudas corrientes, sino tampoco las que suelen ser llamadas deudas de honor acaso por un sentido de ironía. Habiéndose despreocupado de tal forma de la pesadilla de sus acreedores, nuestro bravo conde, poniendo en juego sus influencias, logró se le destinase al extranjero, y partió para Holanda. Allí entabló conocimiento con la simpática madama Silverkoop, viuda de un caballero de Leyden; y aun cuando la señora había ya traspuesto la edad en que suelen inspirarse las grandes pasiones -pues frisaba en los sesenta-, y aun cuando no pudiera, como Ninón de Lenclos, a la sazón en París, desafiar los estragos del tiempo, pues la señora Silverkoop era colorada como un pimiento y tan pesada como un cetáceo, a pesar de que sus atractivos personales en nada atenuaban sus defectos físicos, pues era violenta, celosa, vulgar, borracha y tacaña hasta lo increíble-, sus encantos produjeron un efecto irresistible en Galgenstein; con lo cual el lector será capaz de creer que la viuda era... rica. Pues claro que lo era. Esta seguridad indujo al conde a poner a la fortaleza el más desesperado sitio, hasta que la hizo capitular.

     El conde se casó con la rica viuda; y era curioso ver cómo él, que con Catalina había procedido como un tigre feroz y el pendenciero más empedernido, se conducía con respecto de su descomunal esposa con una sumisión humillante, sufriendo que ésta le tratara como si fuera un criado, no reconociera más voluntad que la suya propia y le exigiera estricta cuenta hasta del último chelín que le daba. Nos ha sido necesario consignar esta boda del conde, a pesar de su vulgaridad, porque no podíamos dejar sin explicación la fastuosidad de la vida con que se nos presentará de ahora en adelante. Sin embargo, para tranquilizar al lector, después de decirle que, en medio de su prosperidad, tal matrimonio fue harto desgraciado, le prometemos no volver a hablarle de la enorme y legítima condesa. Quien nos interesa es Catalina; y únicamente aparecerá de ahora en adelante el nombre de madama Silverkoop, en cuanto personaje que de una manera, directa o indirecta, pudo influir en su destino; propósito que hacemos extensivo a cuantos otros han aparecido hasta ahora y han de desfilar todavía ante nuestros ojos.

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 

     Si miss Poots, allá por el año de 1695, no hubiera sido una linda huéspeda de un vinatero de Amsterdam, míster Van Silverkoop jamás la habría visto; si el día no hubiera sido tan caluroso, el buen comerciante no habría tenido la idea de ir allá; si no le hubiera gustado tanto el vino del Rhin con azúcar, no lo habría pedido; si no lo hubiera pedido, miss Otilia Poots no se lo habría traído, ni habría aceptado beberle con él; si él no hubiera sido rico, seguramente ella habría rechazado indignada sus proposiciones; si a él no le hubiera gustado tanto el vino con azúcar, no habría muerto de diabetes tan pronto; y la señora Silverkoop no habría sido ni viuda, ni rica, ni... la esposa del conde Galgenstein... Y nosotros no habríamos podido escribir esta novela, pues si el conde no se hubiera casado con la rica viuda, Catalina no...; pero no adelantemos acontecimientos. Recordará el lector haberse enterado en el segundo capítulo de estas memorias, que Catalina había dado al mundo un niño, el cual, andando el tiempo, si lo tenía por conveniente, podía llegar a usar las armas de Galgenstein. Este infante había sido entregado a una nodriza, lejos de la casa paterna, antes de que la madre le abandonase, no sin que el padre pagara por adelantado la primera anualidad de veinte guineas, en que habíase estipulado el precio de la crianza por cada año. La nodriza fue tomándole cada día más cariño al muchacho, y cuando, después del primer año no recibió más noticias ni más fondos de sus padres, decidió seguir criándole a sus propias expensas. Los vecinos, con ese egoísmo cazurro de los aldeanos, afeábanle su acción generosa; mas ella respondía que no podía haber padres tan desnaturalizados que abandonasen en absoluto a sus hijos, y que tenía la seguridad de ser recompensada más adelante por las molestias y los desvelos con los cuales había atendido al pequeño.

     Con esta extraña ilusión, la buena de Goody Billings, que ya tenía cinco hijos y un marido para ella sola, siguió alimentando y dando albergue al pequeño Toni por espacio de siete años. Dicho sea en honor a la verdad, el rapaz no se hacía en absoluto acreedor a las generosidades que le prodigaban; pero como la bondad de Goody Billings era mucho mayor que la maldad del chiquillo, ella siguió concediéndoselas, so pretexto de que estaba solo en el mundo y sin protector, y que los niños en estas condiciones merecían ser atendidos más que los otros por quienes pudieran mirar los padres. De suerte que, si en casa de Goody había alguna diferencia de trato entre sus propios hijos y Tom, era, seguramente, a favor de este último; a él se le regalaba con las mayores porciones de mermelada y se le servían sin tasa las papillas. Para dar la razón a la señora Billings, debemos confesar que era cierto se le tenía inquina al chiquillo, y de ella participaban no solamente su marido y sus cinco hijos, sino cuantas personas tenían ocasión de conocerle y tratarle. Un célebre filósofo ha expuesto la consoladora teoría de que todos los seres humanos tienen al nacer las mismas condiciones de inteligencia y sentimiento, que la diversificación que luego puede observarse entre ellos es sólo debida a las circunstancias que los rodean y a la educación que se les da... Sin meternos a discutir la aceptabilidad de esta doctrina, y concretándonos al caso de Tom, debemos declarar que ya desde que andaba en pañales era temiblemente apasionado, llorón y escandaloso perpetuo, dando muestras de todo lo malo que podía llegar a ser con el tiempo. A la edad de dos años, cuando las fuerzas ya le permitían trasladarse de lugar, sus sitios favoritos eran la carbonera y el estercolero; sus antiguas griterías no habían desaparecido con el tiempo; pero, en cambio, había añadido a sus antiguos defectos dos nuevas virtudes: la afición a la riña y al robo, los cuales ponía en práctica a diario, a la menor ocasión que se le presentara. Se peleaba con sus pequeños hermanos y hermanas adoptivas, la emprendía a patadas y a puñetazos con su padre y con su madre, martirizaba al gato, fue vencido un día en una batalla campal que sostuvo con una clueca en el corral, de la cual se vengó gallardamente casi matando a palos a un pobre e inocente lechoncillo que se dirigía a su refugio favorito, el estercolero.

     Por lo que a su afición al robo respecta, hurtaba los huevos, que aprendió a agujerear y a beberse en seguida; la manteca, que se comía a puñados, con o sin pan; el azúcar, que escondía hábilmente entre las páginas de un cronicón latino que, como nadie entendía, jamás abríase; con lo cual, lo único que él aprendió de la historia fue a robar y a mentir, ejercicios en los que sobresalió admirablemente. Si el filósofo a que antes aludimos creyera que exageramos en nuestra descripción, sepa que nuestro retrato de Toni está tomado del natural.

     Sucedía, pues, que mientras su padre, favorecido con una esposa rica, llevaba en una casa espléndida una vida de galeote; mientras su madre, casada con John Hayes, convertida en una dama por todos conceptos honesta, pasaba su tiempo respetablemente en Warwickshire, Tomás Billings habitaba el mismo condado, sin preocuparse de ninguno de los dos, aunque destinado ya por la fatalidad a unirse con ellos algún día e influir en su vida de manera decisiva...

     Como podemos imaginar que mientras nosotros permanecemos inmóviles, ese infeliz del Tiempo sigue corriendo incesantemente y ha de continuar así día y noche -sin poder detenerse cinco minutos a echar un trago, como el mayoral de la diligencia- hasta su última hora, nada se opone a que podamos figurársenos que han transcurrido siete años desde que en el anterior capítulo dejamos a la señora de John Hayes y las dignas personas que la acompañaban, durante el cual tiempo todos han ido, mal que bien, cumpliendo sus destinos respectivos.

     Siete años de trabajo de ebanistería en una aldea, por parte del marido, y de continuas querellas de violencia y descontento por parte de la esposa, no deben ser muy agradables de describir, que digamos, en consideración a lo cual pasaremos por alto cuanto se refiere a los primeros años de matrimonio de John y Catalina. El calendario Newgatiano dice que durante dicho tiempo Hayes abandonó dos o tres veces el domicilio conyugal y, hostigado por los continuos y desabridos requerimientos de su esposa, emprendió dos o tres nuevas profesiones. Gracias a que sus padres supieron morirse a tiempo, dejándole en posesión de un pequeño capital y del negocio de ebanistería, que él continuó durante algún tiempo.

     Volvamos por unos instantes a nuestros héroes el capitán Wood o Brock y el abanderado Macshane. ¿Qué había sido de ellos durante este período? Pues, por espacio de seis meses, habían seguido ejerciendo con gran éxito y cautela la lucrativa profesión de que tenemos una muestra con lo acaecido a Hayes; y tan considerables eran las ganancias obtenidas por el capitán Wood en el transcurso de las semanas, que llegó a correr el rumor de que ya tenía, convenientemente oculto, un verdadero tesoro; lo cual habría podido ser cierto, de no haber interrumpido la fatalidad su brillante carrera.

     Sucedió que en Exeter fueron prendidos por sustraer tres preciosos balaustres de una verja de bronce; y como no eran conocidos en tal localidad, se los detuvo y se los condenó por tan insignificante delito a siete años de prisión en las colonias, siendo, según era la costumbre, dados en alquiler a los plantadores de Virginia, para que les hicieran trabajar en las plantaciones durante dicho tiempo.

     Ya tenemos, pues, a todos nuestros personajes convenientemente instalados. El conde, en Holanda con su esposa. Catalina, en Warwickshire con su excelente marido. Tomás Billings, con sus padres adoptivos en el mismo condado, y los dos bizarros militares, viendo crecer el algodón y el tabaco, en el Nuevo Mundo. Veamos cómo será posible ponerlos de nuevo en contacto.

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     Durante seis años, Catalina había sido la esposa adorada por su marido, sin que el cielo se dignara bendecir su unión con ningún fruto de carne y hueso. Huelga decir que Catalina había llegado a dominar por completo a su esposo, quien le satisfacía todos sus caprichos en cuanto estaba en su mano, ya tocante a vestidos, ya en viajes a Coventry y a Birmingham y cuanto más pedía; pero, teniendo satisfechos todos sus deseos, lo natural era que Catalina tuviera o inventara algo nuevo que desear; y así, ocurriósele sentir recrudecidos sus instintos maternales, y experimentar el anhelo de ver a su hijo.

     Será bueno advertir que Catalina nunca había declarado a su marido la existencia de tal vástago, si bien Hayes estaba en antecedentes de las antiguas relaciones de su mujer con el conde, pues Catalina tenía buen cuidado de salpimentar todas sus riñas conyugales con alusiones a su pasado esplendor y felicidad, no olvidando echar en cara al buenazo de su marido la falta de gusto que mostraba... recogiendo las migajas del conde. Un buen día decidió Catalina tratar de ver a su hijo y tenerle de nuevo consigo; como es de suponer, se abstuvo de comunicar tal pensamiento a su esposo. Aunque a veinte millas de distancia de él, había pasado siete años sin acordarse para nada de su hijo; pero ahora emperábase en volver a verle... y ya sabe el lector que cuando una mujer se empeña en conseguir una cosa, la consigue; si el marido se opone, ya vendrá la fatalidad a hacer de manera que ella se salga con la suya... En el caso actual de Catalina, diríase que algún poder oculto trabajaba en su ayuda, disponiendo todos los medios conducentes al fin que se proponía.

     Porque el destino es el que puede arreglarlo todo, obrando como poder oculto, y no le conocemos, pero le presentimos. ¿Quién no ha sentido más de una vez cómo trabaja ese temible y conquistador espíritu del mal? ¿Quién no puede adivinar, en el círculo de nuestra misma sociedad, al predestinado a los infortunios y peligros? Algunos dicen que la doctrina de la fatalidad es una teoría tenebrosa; nosotros, por el contrario, nos sentirnos inclinados a creer que es altamente consoladora. Es preferible atribuir todas nuestras faltas a obra del destino, que creer somos nosotros los mismos verdaderos, y únicos causantes de nuestra felicidad o de nuestra desgracia, estando como estamos, bajo la influencia de fieras pasiones y de débiles arrepentimientos, con nuestras determinaciones tan vanas, tan ridículamente escandalosas, tan despreciablemente frágiles e inconscientes, con nuestros obscuros, vacilantes e inservibles conceptos acerca de la virtud, y nuestra irresistible propensión al mal... Si tan sólo dependemos de nuestro propio esfuerzo, ¿queréis decirnos qué supone él ante las poderosas circunstancias? Si tan sólo miramos hacia nosotros mismos, ¿qué esperanza nos queda? Contemplad toda vuestra vida pasada, y os convenceréis de que tanto ella como vosotros habéis sido regidos por el destino. Pensad en vuestros desengaños y en vuestros más lisonjeros éxitos. ¿Ha sido acaso vuestra actitud quien los ha determinado? Una simple indigestión basta a veces para influir en vuestro prestigio y dañar vuestra reputación; un patatazo en la nariz puede encumbraros hasta la admiración de las gentes; una temporada de pobreza puede convertir en un granuja al que era y sigue siendo una buena persona, y, por el contrario, unas cartas triunfos o unas cuantas tiradas con suerte a los dados pueden convertir para el resto de sus días en persona decente a quien era, es y seguirá siendo naturalmente un verdadero pillo. ¿Quién envía la enfermedad, quién enseña a la patata la trayectoria de la nariz, quien os priva de las bondades terrenales?... o ¿quién dispone las cartas para serviros más triunfos, y con ellos honores, virtudes, prosperidades? A esto llamáis casualidad. De tal modo, casualidad es también para el pobre desgraciado que van a ahorcar ver que va a morir, con la cuerda suspendida, al caer la gota en el reloj de agua del Santo Sepulcro.

     Y he aquí que nosotros, pobres mortales, fiamos en nuestra clarividencia, y no podemos ver la cuerda de que estamos suspendidos, ni el momento en que caerá la gota. Pero dejémonos de digresiones. Volvamos a esa especie de manso cordero, Tomasito, y a esa pobre y descarriada oveja de su madre, Catalina. Como tenemos dicho, habían transcurrido siete años cuando ella empezó a acariciar la idea de ver de nuevo a su hijo; cosa que, como apreciará el lector, no hubo de resultarle tan difícil.

     En el mes de julio de 1715 venían carretera abajo, como a diez millas de Worcester, dos individuos algo extraños y un caballo flacucho y matalón, con una silla bastante deteriorada y un gran bulto a la grupa; no pudiendo montar los dos a un tiempo el caballo, hacíanlo por turno, aunque no riguroso. Uno de los personajes gozaba de estatura mucho más que regular, tenía rojo el cabello, una nariz harto prominente y un uniforme militar bastante estropeado; el otro, más viejo, curtido por la intemperie, con aspecto de hombre sobrio, vestía de paisano, dando, tanto él como su traje, la sensación de haber llegado a edad madura. A pesar de su pobreza, que a la vista saltaba, ambos parecían en extremo contentos. A caballo iba el más viejo de los dos, quien, por lo demás, había cabalgado durante la jornada de cada tres millas dos. El otro marchaba a grandes zancadas a su lado, pareciendo como si le fuera la cosa más fácil del mundo dejarse atrás al cuadrúpedo, de no haberle retenido a su lado el afecto que experimentaba por su camarada.

     Poco antes, el caballo había perdido una de sus herraduras; habíala cogido el de a pie y llevábala en la mano, habiéndose decidido parar ante el primer herrador que hubiese para que se calzara nuevamente al jamelgo.

     -¿Os acordáis de estos sitios, mayor? -dijo el infante contemplando con placer el panorama, mientras chupaba el néctar de una flor-; bastante más hermosos son estos campos de maíz que aquellas malditas vegas de tabaco... que así arrase el diablo.

     -¿No he de acordarme? Perfectamente; y es más, de algunas buenas fechorías que hicimos por aquí -repuso el llamado mayor- Y vos, ¿recordáis aquella dama y su marido, al que secuestramos en la fonda de las «Tres Rocas»?

     -Y aquella bruja de patrona.

     -No la nombréis siquiera. Ya sacamos de ella todo lo posible. Hablemos de los otros. Recordaréis que fuisteis a casa de la madre de él por su rescate.

     -Bueno; la mujer era esa tal Catalina de quien me habéis oído hablar más de una vez. Yo la quiero bien a la pícara, porque casi la he criado, y además vivió uno o dos años con ese sinvergüenza de Galgenstein, que ha sido mi ruina.

     -¡Aquel condenado canalla y rufián! -dijo el más alto con su acento irlandés.

     Ya es de suponer habrá el lector reconocido a nuestros dos interlocutores.

     -Él mismo; pues bien: si mal no recuerdo, me parece que es por estos alrededores donde vivía la nodriza a quien trajimos a criar al niño. Era mujer de un herrador llamado Billings; no estaría de más llevar el caballo a que le herrasen a su casa, si es que aún vive, y ver de paso si podemos saber algo del mocoso; de veras que me gustaría encontrarme con la madre y verla buena.

     -Recuerdo todo lo que decís tocante a ella -dijo Macshane-, y, por añadidura, me acuerdo del mequetrefe llorón del marido y de la gruesa buena señora de la madre, y del cochino tuerto que me vendió el sombrero del párroco, el sombrero que de poco me hace meter en un calabozo... ¡Ah, pero buena se la dimos a todos y... a la patrona!...

     Y aquí el abanderado Macshane y el mayor Brock soltaron el trapo con gran regocijo.

     Echemos ahora una rápida mirada retrospectiva, que nos es indispensable para atar los cabos sueltos acerca de la suerte de algunos personajes.

     Como recordará el lector, la patrona del fonducho de «Las Tres Rocas» dedicábase al innoble y lucrativo oficio de comerciar con los objetos robados por los bandidos, sirviéndoles al mismo tiempo de banquero. A su custodia habían confiado Brock y sus compañeros sesenta o setenta libras, las cuales estaban ocultas en el escondrijo de una habitación, sólo conocido de ellos, de la dueña, de Sicklop y de algún que otro facineroso de la partida. Sicklop había sido muerto a tiros una noche al intentar un asalto en el camino; la dueña había sido presa como cómplice de otro robo; de suerte que, cuando, a su regreso de Virginia, nuestros héroes encaminaban sus pasos a Worcester, con la esperanza de tener para una temporada con los fondos ocultos, quedáronse anonadados al conocer la suerte que habían corrido la patrona y los asiduos de sus reuniones secretas en «Las Tres Rocas». La casa había dejado de ser una fonda. Para Brock y Macshane tenía capital importancia averiguar si también había desaparecido el dinero, y se decidieron a hacer una escrupulosa investigación personal.

     Siendo a la sazón una casa particular, Brock, con una concepción genial, digna de envidia, tuvo la idea de visitar al entonces dueño de la misma en calidad de pintor, rogándole le permitiera tomar algunos apuntes desde una de las ventanas de la casa. Llevaba Brock un gran cartapacio bajo el brazo, y acompañábale Macshane con los materiales artísticos -consistentes en un destornillador y una palanca, cuidadosamente envueltos, como si fueran pinceles-. Inútil sería decir que se les concedió el permiso que deseaban y que pusieron en seguida manos a la obra, abriendo la puerta de marras, y con gran satisfacción vieron, no ya su dinero, que habíase evaporado en cuanto se supo su deportación, sino monedas y género por valor de trescientas libras por lo menos, a lo cual Macshane dijo que tenían honradamente tanto derecho como pudiera alegar cualquier otro... a excepción de los primitivos dueños... Pero ¿cómo averiguar quiénes eran? Con tan inesperado como agradable botín, emprendieron de nuevo la jornada a la aventura, pues no sabían adónde dirigirse ni qué hacer. Daba la casualidad de que volvían por el mismo camino y por el sitio donde, poco más o menos, había perdido el caballo la herradura, que resultaba ser cerca de la casa en que vivía Billings, el herrador. Como pasaran a poca distancia por frente a la misma, oyeron unos gritos tremendos que salían del cuarto de la fragua. Un rapaz estaba echado sobre el fuelle, mientras otros dos o tres le sujetaban hacia abajo y una porción de ellos contemplaba la escena desde la calle, por la ventana. Dentro, un hombre medio desnudo estaba dándole una paliza con un látigo, arrancándole a calda golpe un grito de dolor que se hacía oír desde lejos de los que transitaban por el camino: tales fueron los que llegaron a oídos de Brock y Macshane. Cuando el herrador vio acercarse el caballo, suspendió un momento su faena, miró a los recién llegados y continuó azotando al chico con más furia, si cabe, que antes.

     Una vez terminada tan grata tarea, dirigiose a los venidos, preguntándoles en qué podía servirlos; a lo que míster Wood -así le llamaremos desde ahora-, con una punta de ingenio, respondió que más que a ellos, parecía interesado en querer servir al chico primero.

     -No es para hacer chistes -dijo el herrador-; si no le sirvo así ahora, será para cuando crezca. Tendrán que enviarle al patíbulo tan fijo como se llama Bill; bueno, como se llame.

     Y diciendo, le arreó otro latigazo, que produjo su consiguiente grito de dolor.

     -Ah, ¿se llama Bill? -dijo Wood.

     -No se llama Bill -repuso el herrador tristemente-; no tiene nombre, ni corazón tampoco. Mi mujer le tomó para criar hace siete años, y, como no se supo más de los padres, siguió criándole y educándole, porque la pobre era una santa -aquí sus ojos empezaron a hacer pucheros-, que ya se me ha ido para siempre -y diose a gimotear francamente-; al demonio del chiquillo, por la memoria de ella, sigo teniéndole conmigo, y el bribón me está resultando un mentiroso y un ladrón. Figuraos que, para mortificarme a mí y a mis hijos, se le ocurre hoy ponerse a hablar mal de ella. ¿Creéis que lo puedo sufrir? No voy a tener más remedio que matarle.

     Y acompañaba la acción a la palabra, dejando caer un nuevo golpe en el tundido cuerpo del pequeño Tom, del que éste acusaba recibo por medio de gritos, chillidos y variados juramentos de su precoz repertorio infantil.

     -Vaya, ya está bien; dejad en paz al chico; mi caballo necesita que le pongan la herradura, y el muchacho ya está más que de sobra castigado; basta de tunda.

     El herrador obedeció, y dejó suelto al chiquillo. La cara que éste puso al alejarse y mirar a su verdugo fue tal que míster Wood, cogiendo el brazo de Macshane, dijo:

     -Es él, no me cabe duda. La misma mirada de su madre cuando le dio el láudano a Galgenstein.

     -¿Así era?-preguntó Macshane- Y decidme, ¿quién era su madre?

     -¡Quién había de ser, infeliz! ¡Catalina!

     -Pues era de cuidado, a fe mía.

     Mientras se herraba el caballo, míster Wood preguntó a Billings varios detalles acerca del pequeño, y llegó a convencerse de que era el fruto de las entrañas de Catalina. El herrador diose después a contarle todas las virtudes de su difunta esposa, y todos los crímenes del chico: cómo robaba, mentía, armaba pendencia y juraba, y cómo, a pesar de ser el más pequeño de cuantos tenía, ejercía la más perniciosa influencia en el resto de la familia.

     -Estaba decidido -dijo- a enviarle a un asilo, pues no pensaba seguir teniéndole en casa.

     -Es un buen cachorro, de los que necesitan los plantadores de Virginia -suspiró Macshane.

     -Crimp, de Bristol, nos daría sus buenas cinco guineas por él -dijo entre dientes Wood.

     -¿Por qué no le llevamos? -sugirió Macshane.

     -Es verdad, ¿por qué no? -dijo Wood-. Su manutención no puede ser ni seis peniques al día.

     Y volviéndose de pronto al herrador, le dijo:

     -Míster Billings, os vais a quedar asombrado si os digo que conozco todo lo que se refiere a la historia de ese pequeño. Su madre fue una desgraciada señora de gran familia, que ya murió su padre, un noble alemán, llamado conde de Galgenstein.

     -Él mismo -dijo Billings-: un joven de cabellos rubios que vino aquí a traer el chico, acompañado de un sargento de dragones.

     -El tal era el conde de Galgenstein en persona, el cual me recomendó a su hijo cuando estaba a punto de morir.

     -¿Y os pagó los siete años de manutención? preguntó Billings, a quien sólo le preocupaba tal idea.

     -No, por desgracia; murió debiéndome seiscientas libras, ¿verdad abanderado?

     -¡Seiscientas, por mi honor! Aun recuerdo cuando fuisteis a su casa con la Policía...

     -Bah, después de todo, ¿qué importa? -cortó Brock, mirando orgullosamente al herrador-. Me debe seiscientas libras a mí, ¿cómo podría pagaros a vos? Pero, en cambio, me pidió me encargara del pequeño, si llegaba a encontrarle, y he aquí que le hemos encontrado, y que, por mi parte, dispuesto estoy a encargarme de él, si me le entregáis.

     -¡Que venga Tomás! -exclamó Billings.

     Cuando el rapaz apareció de nuevo, enfurruñado y todavía tembloroso, como en espera de nuevo castigo, su padre preguntole si quería marcharse con aquellos caballeros, o si prefería quedarse con él y ser buen chico.

     A lo que Tom replicó inmediatamente:

     -Yo no quiero ser bueno; quiero irme; no quiero estar más aquí.

     -¿No te importa dejar a tus hermanos y hermanas? -dijo tristemente Billings.

     -¡Que revienten! -repuso el rapaz-; además no tengo ninguno.

     -Pero has tenido una buena madre, ¿sí o no?

     Después de una pausa, Tom dijo:

     -Sí; pero madre murió, y tú me pegas siempre; yo quiero irme.

     -Entonces haz lo que quieras -estalló lleno de indignación Billings- Anda, y que el demonio te lleve; si este caballero lo desea, puedes ir con él.

     Después de algunos pormenores, la conversación terminó, y a la mañana siguiente la compañía de Wood había aumentado en una persona más; abandonaron aquel sitio, y dirigiéronse por jornadas a Bristol.

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 

     Creemos haber dicho ya más de una vez que Catalina, atacada súbitamente de un recrudecimiento de amor maternal, quería tener de nuevo a su hijo; y siendo el destino benigno con todos los deseos de esta apreciable dama, no tardó en complacerla, haciéndole llegar pronto a sus brazos.

     El pueblo en que vivían ahora los Hayes estaba a pocas millas del camino que conducía a Bristol, adonde se dirigían nuestros personajes en desempeño de la piadosa misión que se habían propuesto; mientras, a la caída de la tarde, acercábanse a la casa del juez Ballance, que había estado a punto de ser la ruina de Macshane, contaba éste por centésima vez y con gran contentamiento las circunstancias que se habían juntado para su perdición y la manera cómo, gracias a la vieja Hayes, habíase salvado.

     -¿Y si fuéramos a ver a la vieja? -sugirió Wood-. Nada malo puede sucedernos.

     Y como su camarada, cual de costumbre, asintiera, encamináronse al pueblo, adonde llegaron a boca de noche. En el albergue en que se detuvieron, Wood indagó acerca de la familia de Hayes, averiguando que los padres habían muerto, que John habíase establecido, con su esposa, en lugar de ellos, así como el género de vida que el joven matrimonio llevaba. Averiguado todo lo cual, detúvose a pensar con toda calma lo que debía hacer; una expresión de sublime gozo y de gran alegría iluminó su rostro.

     -Me parece, Timoteo -dijo-, que vamos a sacar más de cinco guineas por el rapaz.

     -Desde luego -repuso Macshane, que siempre estaba de acuerdo con Wood.

     -¡Desde luego... y cómo! ¡Ya veréis!... Hayes es hombre bien visto en el mundo y...

     -...Y le atrapamos de nuevo, ¿eh? -dijo, riendo a carcajadas-, Macshane- ¡Por Baco, mayor, que nunca ha habido un general tan buen estratega!

     -Alto, no rebuznéis de ese modo, que vais a despertar al muchacho... Él es un hombre de bien, ella le domina... y no tienen hijos. Ahora, una de dos: o ella estará loca de alegría por tener al hijo de nuevo, y nos paga por habérsele encontrado, o no quiere saber nada de él... y nos paga para que callemos..., o Hayes tendrá que sentirse avergonzado de que su esposa tenga un hijo anterior a su matrimonio, y nos pagará para que nos le llevemos. De todas maneras, bastante hay que ganar en cualquiera de los casos, y, como me llamó Brock, que no dejaré escapar la ocasión.

     Cuando el abanderado oyó tal razonamiento, en nada estuvo que no cayera de rodillas y adorase a su amigo y jefe. Inmediatamente dieron comienzo las operaciones por medio de un ataque a la señora Hayes. Al oír ésta, a la mañana siguiente, en la entrevista privada que tuvo con Wood, que su hijo había sido encontrado, sintiose agitada por los dos opuestos sentimientos que el ex cabo habíale atribuido. Suspiraba por recuperar a su hijo y habría pagado lo mismo para ahuyentar el peligro. ¿Cómo se las compondría para cohonestar ambos deseos?

     Catalina recurrió a un expediente del que suele hacerse empleo bastante abusivo. De pronto descubrió que había tenido un hermano al que amaba de todo corazón y el cual habíase visto obligado a abandonar su patria por seguir al Pretendiente, muriendo en Francia y dejando un hijo único. Este niño había sido confiado al morir a un su compañero oficial, que encontrábase a la sazón en el país y no tardaría en presentarse. Con el objeto de dar a la historia todos los visos de verosimilitud, míster Wood escribió la carta del hermano, y Macshane fue instruido detenidamente para que representara bien su papel de oficial. No podemos asegurar la importancia del estipendio que míster Wood recibiera por tal servicio; lo que sí podemos afirmar es que Hayes estuvo a punto de hacer meter en presidio a un joven aprendiz que estaba a su servicio, acusándole de haber forzado un armario, en donde guardaba cuarenta guineas en plata y oro, de lo cual sólo él y Catalina tenían conocimiento. Convenidos ya todos los detalles, el cabo y su compañía instaláronse a corta distancia del lugar, mientras Catalina quedaba en el encargo de ir preparando a su esposo para el aumento de la familia, con la pronta llegada del querido sobrino. Hayes recibió la noticia con gran contento. Nunca había oído hablar de semejante hermano de Catalina ni sabía que tuviera parientes; pero no es muy difícil que digamos, para una dama de regular ingenio, urdir una buena trama; así es que con mentiras, lágrimas, amenazas, juramentos y ruegos, le obligó a acceder a sus deseos. Dos días después, mientras Hayes trabajaba en el taller y su esposa hacíale compañía, oyose el ruido de los cascos de un caballo en el patio de la casa; descendió de él el caballero que le montaba y penetró en el establecimiento. El emisario era de alta estatura y estaba envuelto en una amplia capa. Míster Hayes, al contemplarle, no pudo por menos de pensar que aquella cara no le era desconocida del todo.

     Dirigiéndose a Hayes dijo:

     -Supongo que tengo el honor de estar en presencia de míster Hayes, por ver al cual llevo andadas tantas millas, y de su bella esposa. Señora, me ha cabido el honor de ser el más íntimo amigo de vuestro malogrado hermano, el cual murió al servicio del rey Luis, y cuyas últimas y emocionantes misivas tuve a bien enviaros dos días ha. Traigo conmigo un precioso recuerdo de mi buen amigo, el capitán Hall; tenedle.

     Y diciendo, apartó la capa con una mano y adelantó la otra, casi hasta las narices de Hayes, teniendo en ella cogido por los brazos a un rapaz que se revolvía, suspenso en el aire, braceando y dando patadas.

     -Qué hermoso niño -dijo la señora Hayes acercándose calinamente a su esposo, y oprimiéndole con dulzura una de las manos.

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 

     No es necesario saber la idea que Hayes formose acerca de la belleza del niño. Lo único que podemos decir es que aquella noche y muchísimas otras el rapaz durmió en la casa.

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