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Capítulo VIII

En el que se enumeran las hazañas del pequeño Tomás Billings, se presenta a Brock como el doctor Wood y se anuncia la ejecución de Macshane.

     Según es nuestro propósito, hemos de seguir en la relación de nuestra historia la ruta que nos marca el calendario Newgatiano, si persistimos en nuestro deseo de ser fieles a la verdad. Ahora bien: como resulta que el tal calendario sólo se preocupa de las acciones llevadas a cabo por sus héroes, sin tener en cuenta para nada el tiempo que invierten en la realización de las mismas, ateniéndonos a éstas, tenemos que dar otro salto de diez años para poder prestar algo de interés a la continuación de nuestra novela.

     Nuestro pequeño personaje, Tomás Billings, había permanecido durante todo este período de tiempo al solícito cuidado de su señora madre; es, por tanto, de suponer que, en vez de disminuir, aumentaran las proezas, gracias a las cuales había comenzado a ser famoso desde su más tierna infancia; con una circunstancia a su favor: que, mientras en casa del herrador, y a los tres o cuatro años de edad, sus virtudes tan sólo podían ser conocidas en el reducido círculo de su familia y de las pocas relaciones que es de suponer haga un rapaz de su talla en las callejuelas o por los desvanes de las casas de vecindad de una aldea, en la residencia materna sus relaciones aumentaban con los años, así como aquellas innatas y apreciables condiciones de que sus proezas infantiles fueran gallarda prueba. Así, no es de extrañar que un chicuelo de cuatro años no conozca el abecedario y muestre, además, una profunda avrsión a familiarizarse con él; pero si a los quince ostenta la misma ignorancia e igual aversión, es prueba de que posee gran fuerza de voluntad y perseverancia. Que no sólo era comprensivo y detallista, sino también valiente ycodicioso, lo demuestra el hecho de que, para terminar cualquier discusión con el conserje, la emprendía a golpes con él, amén de no sentir menoscabo alguno en su dignidad atormentando y dedicándose a atemorizar a los niños más pequeños de la escuela.

     Decíase del duque de WeIlington que tenía un pensamiento para todos, desde el primer general hasta el último corneta del ejército; eso mismo podía decirse de Tomás Billings, quien, tocante a golpes, repartía sus favores a altos y a bajos, ya a puñetazos con los más fuertes, ya a puntapiés con los más débiles, pero siempre trabajando. A los trece años, cuando le expulsaron del colegio a que le habían enviado, era el más gallito fuera de la clase y el más asno dentro de ella. Una de sus diversiones favoritas era obligar a los pequeños y a los novatos a reír cuando pasaban a su lado, después de lo cual las atormentaba despiadadamente, y les decía que entonces le tocaba reír a él. Con tan combativo carácter, es de esperar que, de haber sido soldado, Tomás Billings hubiera llegado a mariscal, por lo menos; pero, por su desgracia, se le dedicó a sastre y llegó... Pero no nos precipitemos, que ya irá saliendo todo.

     Volviendo a John Hayes, nos encontramos con que no circunscribió sus actividades a la profesión de ebanista ni a permanecer en su pueblo, sino que, inducido por el espíritu intranquilo de Catalina, quiso probar fortuna en la capital, en donde vivió habitando barrios distintos y dedicándose a profesiones varias: unas veces, como verdulero y vendedor de carbón al por menor; otras, como ebanista, agente de funeraria y usurero de pobres, y, finalmente, como arrendatario de una casa amueblada, en donde continuó ejerciendo su caritativa profesión de prestamista.

     Prestando, como prestaba, sobre prendas y objetos, y obteniendo excelentes beneficios de tal comercio, no tenía por qué preocuparse del origen de las mercancías, ora fueran procedentes de rica vajilla, ya piezas de tela, espadas, relojes, pelucas, hebillas de zapatos, que le llevaban sus amigos y confiaban a su custodia, de lo cual dedúcese que sus amigos tenían plena confianza en él y que gozaba de la estimación de infinidad de personajes, cuyo recuerdo perdura en la historia y produce la admiración de las gentes. Al que más y al que menos le agrada pensar que en el gabinete de la señora Hayes el valiente Turpin departía mano a mano, en intimidad, con Catalina; que acaso el noble Sheppard decía allí sus chistes más ingeniosos o bebía su botella de ron. ¿Quién sabe si también llegaran a sentarse a la mesa de Catalina Mackeat y Pablo Clilford? Pero ¿para qué darse a imaginar lo que pudo haber sucedido, prescindiendo de la realidad y no dejando reposar en paz a los muertos? No lo sabemos, no podemos evitarlo, como tampoco podemos pasar por la puerta de Cumberland, sin que se nos escape un suspiro de añoranza, recordando los esforzados caballeros que pasaban en otros tiempos por aquel camino. Se nos antoja ver a los piadosos sacerdotes que los acompañaban en sus entradas triunfales, sus carros rodeados de relucientes arqueros. Como el esclavo en el carro del conquistador romano iba diciéndolo incesantemente: «Acuérdate de que eres mortal» delante del guerrero británico marchaba el sepulturero con el ataúd, recordándole también que había de morir, y era precisamente por estos sitios. Cien años ha, la calle Albión era un verdadero desierto. La plaza de Connaught estaba inconipleta y no era nada todavía. El labrador venía a pasar sus ratos de ocio a Natford Place; por las verdes soledades de la calle Sovereign, la lechera conducía las vacas mugidoras. Aqui, en medio de los verdes campos, fue un día Tyburn, y en la carretera que allí conducía, como para gozar de tan bella perspectiva, estaba la casa de John Hayes.

     Una hermosa mañana del año 1725, la señora Hayes, que había estado fuera con su mejor sombrero; míster Hayes, que por rara casualidad habíala acompañado, y la señara Springatt, una huéspeda que, mediante su buena remuneración, gozaba del privilegio de participar de la mesa y la amistad de Catalina, volvían, a eso de las diez y media, con los semblantes arrebolados y sonrientes, de un paseo que habían ido a dar a Bayswater. Varios miles de personas venían, como en rebaño, carretera abajo, por el camino de Oxford; a juzgar por la elegancia y el esmero que todos parecían haber puesto en sus vestidos y la satisfacción que se dibujaba en los rostros, creeríase que todas aquellas personas salían de un sermón reconfortante. Jamás habríase pensado que venían de presenciar una ceremonia algo macabra: la de ver ahorcar a un individuo, espectáculo económico y de que jamás se privaba la familia Hayes. Volvían, pues, a casa para almorzar con excelente apetito, que había estimulado más el paseo, casi convertido en verdadera hambre por la excitación deliciosa del espectáculo que acababan de saborear como aperitivo.

     Catalina, en todo el esplendor de su hermosura de treinta y tres años, elegantemente vestida, sonrosada, algo metida en carnes, entró alegremente en la casa por la sala trasera, que daba a un espacioso huerto y jardín, donde el sol lucía sus mejores galas; dentro, sentado en espera ante la mesa, puesta con un fino mantel blanco, cacharros y cubiertos de plata de variadas cifras nobiliarias y distintos modelos, esperaba un caballero, ya bien entrado en años leyendo un libro.

     -Aquí estamos, por fin -dijo la señora Hayes-, y aquí tenéis su despedida.

     Y sacó el papelillo que se acostumbra a vender por medio penique al pie del patíbulo y que contiene los últimos pensamientos y recomendaciones del ejecutado.

     -Yo he visto morir a más de uno; pero os puedo asegurar que a nadie que fuera tan hombre como ése hasta el último instante.

     -Amiga mía -dijo el presunto doctor-, era un hombre de acero y no se impresionaba más por la horca que por sacarse una muela.

     -La bebida fue la causa de su ruina -dijo la señora Hayes.

     -La bebida y las malas compañías. Ya se lo advertí hace años; mas no me hizo caso, y se fue con la cuadrilla capitaneada por Wild: bien sabía yo que no podría durar mucho... ¿Por qué... Dios mío... se empeñan los hombres en seguir por esos caminos tan peligrosos -continuó el doctor con un suspiro-, exponiendo su vida por un miserable reloj o una caja de rapé, para que, además, míster Wild se quede con las tres cuartas partes del producto?... Pero... aquí viene el almuerzo, y, por mi salud, que tengo el hambre de un mozo de veinte años.

     Entrada la sirvienta con una fuente humeante de tocino y legumbres; al mismo tiempo, míster Hayes subía de la bodega, de la que él guardaba la llave, con un buen jarro de cerveza; en cuanto estuvieron listos dieron comienzo al almuerzo, con gran satisfacción. Además del matrimonio Hayes y de su huésped, el doctor Wood, estaba la otra huéspeda, la señora Springatt; y otro cubierto estaba puesto, pero el comensal no parecía, y alguien dijo:

     -Tom, por lo visto, se habrá encontrado con algunos amigos, y tal vez haya preferido pasar la mañana con ellos.

     Referíase a Tomás Billings, a la sazón de diez y seis años de edad, esbelto, elegante, guapo mozo, de cinco pies y doce pulgadas de altura, de tez pálida y ojos y cabellos negros. Tomás era aprendiz de un sastre de no escasa clientela, con quien entraría en sociedad al terminar su aprendizaje. Nadie ponía en duda que Tom pudiera prosperar en tal negocio, al frente del cual hallábase entonces un individuo llamado Beinkleider, alemán. Era éste muy inteligente en el oficio, pero harto aficionado a los placeres, y, por ende, muy dilapidador. Varios documentos de crédito suyo habían ido a parar a las manos rapaces de Hayes, habiéndose proporcionado a éste los medios de procurar a Tom un aprendizaje bien barato, por lo pronto, y una comandita en el negocio más adelante, amén de poder echar por la borda al principal a los uno o dos años de haber entrado en la sociedad. De tal suerte, que habíase ya pensado en que a los veintiún años Tom se encargase por completo del negocio, pasando el pobre Beinkleinder de haber sido su principal a ser su dependiente.

     Manifestábase Tom de lo más precoz. Su madre le tenía siempre largo de dinero, y él lo ganaba alegremente con varios camaradas de uno y otro sexo, en el juego, en los combates de toros y perros, en las ferias, en merendonas a la orilla del río y otras inocentes diversiones por el estilo. Sabía tirar los dados tan bien como los de mucha más edad; había tenido alguna que otra reyerta con gente hecha y derecha, y sabía hacerse respetar de sobra.

     Hayes no estaba muy satisfechode las bellas cualidades del joven; pero prefería disimular, porque, habiendo querido castigarle en cierta ocasión, no solamente se vio incapacitado para hacerlo, sino que estuvo a merced del muchacho, el cual le dio tan fuerte golpe en la cabeza con una herramienta, que le derribó por el suelo y quiso rematarle. Gracias a que el doctor, ya entonces huésped de los Hayes, intervino y trajo a tiempo, ya que no la amistad, la paz por lo menos. Desde entonces, Hayes no intentó nuevamente levantar la mano contra su hijastro, pero dedicose a aborrecerle con odio reconcentrado. En lo cual era cordialmente correspondido por Tom, con una agravante: que, así como Hayes no se atrevía a mostrar su enemiga, el joven Billings, siempre que se veían, procuraba con sus actos, palabras, miradas, mofas y maldiciones, declarar a su padrastro la opinión que de él tenía. Siendo así, ¿por qué no le echaba Hayes de su casa? Pues porque temía de veras al mozo, creyéndole capaz del crimen, y porque delante de Catalina temblaba más que tiemblan las hojas ante los vientos del otoño.

     Ella le dominaba por completo, era dueña hasta del aire que él respiraba... hasta el dinero había ido pasando a poder de Catalina; pues aunque era tacaño y cominero como ninguno, y, por ende, muy ahorrativo, no se sentía con valor para adueñarse de lo que ella había hecho suyo. Ella era quien llevaba los libros, pues para entonces ya había aprendido a leer y escribir, quien realizaba las gangas y dirigía las operaciones de los cuitados pequeños capitalistas. Cuando llegaba la hora de cobrar y los deudores iban a implorar la gracia de nuevos plazos, ella salía del paso echándole a él la culpa, diciendo que era sordo y duro como una peña; y en verdad lo era: nadie podía decir de él que le hubiese dado a ganar un penique, ni se sabía que hubiera hecho retractarse jamás a los alguaciles en ningún embargo en favor de alguno de sus deudores. El asunto de Beinkleinder, por ejemplo, mostró bien a las claras las condiciones de cada uno. Hayes estaba a punto de arreglarlo de una manera corriente; pero Catalina supo adivinar las cuantiosas ganancias que tal negocio podría dejarles, y urdió lo del aprendizaje y lo de la comandita a que hemos aludido. Ella le menospreciaba de todo corazón, mientras él la lagoteaba como perro faldero. A ella gustábale divertirse a su manera, y sentía aversión por las mimosidades de que él hacíala objeto. Catalina era la única persona por quien él experimentaba algún sentimiento, aparte de sí mismo; así le profesaba aquel miedo ridículo. También gustábale beber, lo cual le tornaba alegre y decidor; aceptaba cuantos tragos le ofrecían; pero, en cambio, experimentaba angustias de muerte cuando su mujer subía o mandaba subir de la bodega una botella de vino.

     Hablemos ahora del doctor. Frisaba ya en los setenta. Había rodado mucho por el mundo; tenía aspecto de hombre sobrio y alegre; se vestía con esmero y severidad, llevando un amplio sombrero y un casacón; no frecuentaba más personas que aquellas que veía en el café. Disfrutaba de una renta de cien libras, que decía pensaba dejar en herencia a Tom Billings. Estaba encantado con el mozalbete, sentía gran afecto por la madre y llevaba algunos años viviendo de huésped. Con ellos... No hay que ser muy ligero para comprender que se trata de nuestro viejo amigo el cabo Brock, el doctor Wood ahora, como antes, quince años ha, fuera el mayor Wood.

     Cualquiera que haya leído la primera parte de esta historia habrá podido observar el respeto constante con que hemos tratado a míster Brock, haciéndole obrar en todas las ocasiones con prudencía y, a veces, con verdadero genio. El primer obstáculo para el éxito de Brock era, no más, su mala conducta. El juego, la bebida y las mujeres le habían arrastrado hacia el abismo muchas veces, como sus propios méritos habíanle elevado otras. Cuando la pasión por el juego hace de alguien un sinvergüenza, deja de perjudicarle para con las demás gentes; se dedica a hacer trampas y gana. Mas los vicios de Brock habían desaparecido en Virginia, a fuerza de falta de salud, de malos tratamientos, de un trabajo horrible y de una alimentación deficiente...

     Llegó a olvidar hasta lo que era beber; el ron o el vino le sentaban tan mal que no pudo seguir dedicándose a ellos por más tiempo; así llegó a curarse de sus tres vicios. De haber sido ambicioso, seguramente habría podido alcanzar una buena posición a su regreso del destierro; pero entonces sentíase ya viejo y era un filósofo; no se preocupaba de elevarse en el mundo. Como la vida era entonces bien barata y más alto el interés del dinero, una vez que hubo reunido seiscientas libras adquirió una póliza vitalicia de setenta y dos libras al año, e hizo creer que poseía, además de la renta, el capital. Después de haber dejado a los Hayes en la aldea, volvió a encontrarlos de nuevo en Londres, y de nuevo volvió a tomar hospedaje con ellos, sintiendo, como sentía, gran afecto por la madre y por el hijo. A medida que el doctor vivía más tiempo en la agradable compañía de tan simpática familia, comenzó a deplorar el haber invertido todo su dinero en la compra de la póliza, y no poder, como decía tener pensado, dejar sus ahorros a sus hijos adoptivos.

     Nada le divertía tanto como presenciar las tempestuosas querellas del matrimonio Hayes. Solía sembrar el enojo en el ánimo de Catalina cuando le parecía que su calma duraba ya demasiado; gustaba de azuzar las disputas entre marido y mujer, madre e hijo, y disfrutaba con ella lo indecible; eran su diversión cotidiana, y reía hasta saltársele las lágrimas por las relaciones que hacíale Tom de las tretas que jugaba a ministriles y corchetes y de las reyertas con que acompañaba su estancia en las tabernas.

     Estaban, pues, los comensales haciéndose lenguas de la exquisitez del almuerzo, cuando entró, alegremente Tom; el doctor, que parecía haber estado algo huraño, reanimose inmediatamente con su llegada, y le hizo sitio entre él mismo y su madre.

     -¿Qué tal, vejete? -dijo el mozo familiarmente- ¿Cómo va, mamá?

     Y diciendo, cogió el jarro de cerveza, quitándole la vez a Hayes que iba a hacer lo propio, y le dio un tiento bastante más que regular.

     -¡Ah! -dijo Tom, chascando la lengua de satisfacción y limpiándose la boca con la manga-. Esto es como un refresco, una bebida de nada; desde anoche tengo la garganta fría, y quiero remojarla con algo más serio.

     -¿Quieres un poco de vino, hijo mío? -preguntó aquella juiciosa madre.

     -¿Un vaso de brandy, Tom? -dijo el doctor-. Tu papá te lo subirá de la bodega en un segundo.

     -¡Antes le vería colgado! -repuso Hayes con su poco de miedo.

     -Vaya, no seáis así, padre descastado -dijo Brock.

     El oírse llamar padre sacaba a Hayes de sus casillas; así es que replicó furioso:

     -Yo no soy su padre, a Dios gracias.

     -Ni de nadie -dijo Tom.

     Hayes contentose con murmurar por lo bajo:

     -¡Maldito borde!

     -Su padre era todo un caballero, lo que tú nunca has sido -gritó la señora Hayes a su esposo-. ¡Su padre era un hombre de alcurnia, y no un ruin ebanista! Tom tiene sangre noble en sus venas, aunque sea sastre en apariencia, y, si su madre hubiera reclamado su derecho, arrastraría carroza de casa grande.

     -Yo quisiera poder encontrar a mi padre -dijo Tom-, porque me parece que Polly Briggs y yo luciríamos bien en la carroza.

     Imaginábase que, si su padre era conde, lo menos que él podía ser era príncipe...; y, en efecto, así se hacía llamar por sus camaradas.

     -¡Ay, ojalá le encontraras! -dijo su madre, mirándole amorosamente.

     -Con mi espada al cinto y un sombrero con gran pluma, no habría ningún milord con mejor figura -dijo Tom lleno de vanidad.

     La conversación siguió durante algún tiempo más por estos derroteros, demostrando Catalina con sus palabras la elevada opinión que de su hijo tenía, y éste el desprecio que profesaba a su padrastro; retirose Hayes a sus ocupaciones; la señora Springatt, que no había dicho una sola palabra durante todo este tiempo, marchose a su habitación del segundo piso; el doctor y Tom quedáronse aún buena media hora de sobremesa, charlando y fumándose unas pipas, mientras la señora Hayes, frente a ellos, ocupábase en llevar los libros del negocio.

     - ¿Qué hay de bueno en las confesiones de los criminales? -dijo Tom-. Además de Mac, había otros seis: dos por robo de ganados y cuatro por ladrones y forzadores de domicilios; pero gente de poca importancia, me figuro.

     -Aquí lo tienes todo en el papel: lee, Tom.

     Tom adquirió un aspecto de muy enojado y muy tonto al mismo tiempo; pues aunque bebía, juraba y sabía pelear tan bien o mejor que cualquier mozo de sus años y su cuerpo, entre sus proezas no estaba la de saber leer; así es que, lanzándole una terrible mirada, repuso:

     -Os advierto, doctor, que si queréis burlaros de mí, yo no soy hombre que tolere burlas.

     -Es necesario que aprendas a leer, querido Tom -repuso sonriente Wood-. Allí tienes a tu madre, que lleva los libros como el mejor contable, y a los veinte años no sabía ni hacer palotes.

     -Tu padrino lo dice por tu bien, hijo mío; ya sabes que yo te he prometido un bastón con puro de oro y una hermosa peluca el día que puedas leerme una columna del «Flying Post».

     -¡Al demonio la peluca! -dijo tozudamente Tom-. Si el padrino quiere enterarse del papel, que lo lea él mismo.

     Después de lo cual, el viejo Wood se caló las gafas y echó una ojeada al papel; era éste de color pajizo, y contenía en la parte superior un dibujo del patíbulo, y debajo las biografías de los siete individuos que habían sufrido aquella mañana el rigor de la justicia. Prescindamos de las seis primeras, y oigamos la séptima, que el doctor Wood lee en alta voz, y dice así:

     -CAPITÁN MACSHANE.-La séptima víctima de sus propios crímenes es el antiguo célebre salteador de caminos capitán Macshane, conocido por otro nombre como «el fierabrás irlandés».

     «El capitán fue al patíbulo con una fina camisa blanca de lino y gorro de dormir; y siendo papista de religión, fue acompañado por el padre O'Flaherty, sacerdote católico y capellán del embajador bávaro.

     El capitán Macshane pertenecía a una distinguida familia de Clonakilty, en Irlanda, contando entre sus ascendientes a varios reyes del país. Tuvo el honor de estar al servicio de sus majestades el rey Guillermo y la reina María, y de su majestad la reina Ana, en Flandes y en España llegando a gozar de la gran estimación de lord Marlborough y lord Peterborough, por su acreditado valor. Pero, habiendo quedado reducido a la mitad de la paga, al final de la guerra, comenzó a llevar mala vida, haciéndose asiduo concurrente a los lupanares y a las casas de juego, en donde acabó de arruinarse.

     Encontrándose en tal situación, trabé amistad con el célebre capitán Wood, y ambos juntos perpetraron infinidad de latrocinios en el interior del país; pero, siéndoles difícil permanecer en él mucho tiempo entregados a tales desafueros, marcharon al Oeste, donde eran completamente desconocidos. Allí, sin embargo, les llegó el merecido castigo, pues fueron presos por robar unos balaustres de bronces, procesados bajo falsos nombres en Exeter y desterrados siete años a trabajos forzados en las colonias. Lo cual demuestra que la justicia nunca se duerme, y que tarde o temprano, pero siempre, al fin, vence al criminal.

     A su regreso de Virginia, como surgiera una reyerta entre los dos, a causa del reparto del botín, desafiáronse en las cercanías de Bristol, dando Macshane caballerosa muerte a Wood; pero hubo de huir sin apoderarse de la codiciada riqueza, porque, en aquel momento, se aproximaba al lugar del suceso un carro de mercaderías, y hubieran podido verle. Lo cual demuestra que la maldad nunca prospera.

     Dos días después de esto, Macshane se encontró con la carroza de miss Macraw,una rica heredera escocesa, que iba a baños para la curación del lumbago y de la gota. Al principio pensó en robar a la dama; mas luego cambió de parecer, y se dio tal maña que la indujo a casarse con él; después vivieron juntos en un pueblo llamado Eddenboro, en Escocia, haciéndose él llamar el coronel Geraldine. Muerta la dama, y habiendo Macshane dilapidado toda su fortuna, viose obligado a comenzar de nuevo sus fechorías para poder vivir; lo primero que hizo fue robarle una preciosa tabaquera de concha y oro a un lord escocés, llamado lord de Whistlebinkie; por el cual crimen fue reducido a prisión en la cárcel de Tolbooth, en Eddenboro, y azotado varias veces en público. Pero el castigo no parecía dar fin a sus perversas inclinaciones, y el día 17 de febrero último asaltó la carroza de su excelencia el embajador bávaro, a su paso por Blackhath, viniendo de Dover, y robó a su excelencia y al capellán que le acompañaba; quitándole al primero el dinero, los relojes, la placa, un manto de pieles, la espada -de gran valor-, y al capellán, un devocionario que iba leyendo y una botella de laxante.»

     -¡El embajador bávaro! -dijo, interrumpiendo vivamente Tom-. Mi maestro Beinkleinder era su sastre militar en Alemania, y ahora le está haciendo un traje de gala, lo menos de cien libras...

     El doctor Wood siguió inalterable leyendo:

     «... y una botella de laxante. Gracias a las gestiones de míster Wild, el famoso criminal fue conducido ante la justicia, pudiendo ser devueltos el devocionario y la botella al padre O'Flaherty. Durante el tiempo de su reclusión en Newgate, Macshane no dio la más insignificante muestra de arrepentimiento por sus crímenes, excepto por el de haber matado a su jefe. Parecía muy apenado por la muerte de Wood, diciendo que el aguardiente había tenido la culpa; por lo cual no probó licor alguno durante su encarcelamiento, pidiendo como gracia le dejaran beber una botella la víspera de su ejecución.

     Fue visitado por varios clérigos y seglares en su celda, entre otros por el mismo sacerdote católico a quien había robado, el padre O'Flaherty, ya mencionado, quien le acompañó en sus últimos momentos, y por el protector del capellán, el embajador bávaro, su excelencia el conde Maximiliano de Galgenstein.»

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 

     El viejo Wood pronunció con gran énfasis las ultimas palabras.

     -¡Qué! ¡Max! -exclamó Catalina, volcando, la botella de tinta.

     -Pero ¿quién?... ¡Mi padre! -dijo Tom.

     -Así parece, a no ser que haya otros que se llamen lo mismo...; y caso de que, por desgracia, no haya reventado -dijo el doctor con la voz alterada por el enojo al final de la frase.

     Tomás Billings hizo trizas su pipa en un arrebato de alegría; dijo:

     -Ahora es cuando me parece que vamos a arrastrar carroza, madre; y ya verán si Polly Briggs no parece una verdadera duquesa.

     A lo cual respondió su madre:

     -Polly Briggs es una desgraciada de baja condición, indigna de ti, que eres hijo de su excelencia. De lo que tienes que tratar ahora es de ser todo un caballero; ya estoy pensando si no sería conveniente que dejaras esa odiosa profesión de sastre...

     Míster Billings tuvo reparos que oponer a esto; pues, a más de la susodicha Polly Briggs, el joven sentía gran inclinación por la hija de su maestro, Margarita Gretel..., o Gretchen Beinkleinder.

     -No, mamá -dijo-. Ya habrá tiempo más adelante para pensar en eso. Si mi padre quiere hacerme un hombre, entonces, para lo que me importa, que se vaya al diablo la sastrería; pero mientras, lo mejor es esperar, que más vale pájaro en mano que ciento volando.

     -Eres un Salomón hablando -dijo el doctor.

     -Siempre dije yo que saldría a su madre, ¿verdad Brock? -dijo Catalina, levantándose y yendo a besar afectuosamente a Tom- Digno de mí, a Dios gracias. ¿Necesitas dinero, hijo mío? Porque el hijo de un noble no debe ir con los bolsillos vacíos. Lo que debes hacer, Tom, es ir a ver a su excelencia; yo te compraré tela de brocado para un chaleco, y la espada con empuñadura de plata; pero has de tener cuidado con las compañías de las gentes que frecuentas y de los sitios adonde vayas, no sea que hayas de sacarla en los tugurios del juego ni en otros sitios...

     -¡Qué he de sacar, madre!... Bueno..., y para ir a ver a mi padre he de tener alguna razón; no tengo por qué llevar la espada; cualquier otra cosa, mejor.

     -El muchacho es digno de nosotros, y eso que su madre hace cuanto puede estropearle. Mirad, Catalina, ¿no oísteis lo que ha dicho del traje que está haciendo Bleinkleinder?... Pues la cosa no puede ser más sencilla. Tom debe ir a llevarle a probar los pantalones a su padre, y mientras, puede enterarse de lo que le convenga.

     Decidiose en definitiva que, con semejante pretexto, se presentara por primera vez el hijo al padre. Catalina compró el brocado, se le hizo el chaleco. Gretel, llena de rubor, le anudó al cuello la primorosa corbata de encaje, y, con las medias de seda y las hebillas doradas en los zapatos, el joven Tom tenía todo el aspecto de un hijo de casa grande.

     -¡Ah, Tom! -dijo su madre, casi ruborizada y vacilando-, caso de que Max..., caso de que su merced preguntara por tu madre..., y quisiera saber si vive..., responde que sí, que está bien y que suele hablar de tiempos pasados... ¡Ah!, se me olvidaba...; no tienes por qué hablar de Hayes para nada; basta que digas que yo estoy bien.

     Catalina quedose contemplándole un rato, mientras se alejaba calle abajo. Encantado y contento estaba Tom con sus nuevas galas, y, a decir verdad, parecíase mucho a su padre. Ante la vista de Catalina parecieron ir tranformándose todas las cosas, y creyó tener delante unos prados verdes, un pequeño lugar, y en el lugar un mesón. Un muchacho paseaba dos caballos sobre el césped, mientras que, dentro del parador, reposaba un caballero, joven, apuesto y alegre. ¡Ah, qué delicadas eran sus blancas manos, cuán seductoras sus palabras, cuán bellos y dulces sus azules ojos! ¿No era por ventura un gran honor para una pobre paleta de aldea el que un tan noble caballero se dignara mirarla? ¡Qué encanto irresistible no habría de tener para lograr que le obedeciera al murmurarle al oído: «Sigueme, vente conmigo!» ¡Qué grabados se quedaron en su imaginación hasta los más insignificantes pormenores del paisaje que viera aquella mañana! ¡Cómo se elevaban las espirales de humo de los prados en que se quemaban los rastrojos, cómo saltaban los peces en los riachuelos y chapoteaban en la presa del molino! Allá se alzaba la iglesia con todas las ventanas como encendidas de oro por el sol, y más allá los segadores, haciendo la recolección del maíz... Ella quería cantar cuando iba subiendo la colina... ¿Qué canción?... No podía recordarla; pero, en cambio, qué bien recordaba el sonido de los cascos del caballo a medida que se aproximaba más y más... ¡Qué arrogante estaba sobre un caballo tan alto! ¿Iría pensando en ella, o serían acaso palabras engañosas las que habíale dicho, la noche antes, como las que diría a tantas otras para pasar el tiempo y seducirlas? ¿No las habría olvidado ya él?

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 

     -Pero, Catalina, hija, que la carne se enfría, ¡y tengo un hambre del diablo! -exclamó míster Brock, alias capitán Wood, alias doctor Wood.

     Mientras desplegaban las servilletas, él, mirándola fijamente, dijo:

     -Qué, ¡pensando en eso todavía, criatura! He estado observándoos por espacio de cinco minutos, Catalina, y, o yo soy un imbécil, o me parece que una sola palabra de Galgenstein bastaría para que le siguierais otra vez como un perrito.

     Empezaron a almorzar, y aun cuando sobre la mesa triunfaba el plato favorito de Catalina -pierna de cordero con salsa de cebolla-, ella no se sintió con ganas ni para probarlo.

     Al mismo tiempo, Tomás Billings dirigíase a la morada de su excelencia el embajador bávaro, hecho un figurín, con las nuevas prendas que su madre habíale regalado, la nueva corbata de encaje que la rubia Gretel había anudado a su cuello, llevando envueltos en un pañuelo de seda los flamantes pantalones del señor embajador. Pero el joven Billings, sintiéndose algo Narciso, quiso ver el efecto que causaba en Polly con su elegante indumentaria, y fue a hacer una visita a miss Briggs, la cual, después de felicitarle calurosamente por la distinción que con aquellas galas realzaba su persona, invitole a beber de la bebida predilecta de Tom, mixtura de Ginebra y frambuesa; y tanta fue la complacencia del joven caballerete, que, al cabo de no mucho rato, a manos de la Briggs había pasado todo el dinero que llevaba en el bolsillo, gracias a la prodigalidad de su buena madre. Sin embargo, supo hacerse el fuerte y desprenderse del encanto que allí le retenía, y, despidiéndose afectuosamente de Polly, marchose con los pantalones a casa de su padre.

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