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Capítulo IX

Donde se narra la entrevista habida entre el conde de Galgenstein y Tomás Billings, cuando éste revela al otro su estrecho parentesco.

     Ningún espectáculo de este mundo es tan triste de ver como el que ofrece un solterón de cuarenta y cinco o cuarenta y seis años. Puede decirse que el ejército inglés es la casa-cuna de semejantes ejemplares. Estos simpáticos desocupados, después de haber lucido el uniforme de dragones desde los diez y siete hasta los treinta y seis, de haber comprado, vendido o cambalacheado durante tal período sus buenos doscientos caballos, de haber jugado, cuando menos, quince mil partidas de billar, de haber trasegado como unas seis mil botellas de vino, de haber desechado una respetable cantidad de lujosos capotes, de destrozar bastantes docenas de pares de altas botas y de haber leído escrupulosamente los boletines oficiales del ejército, al llegar a la cuarentena se retiran del servicio y se dedican a vagabundear por Londres, París, Baden, paseando por playas y ciudades de moda sus achaques, su aburrimiento y su pereza. En la primavera de la vida, y mientras se los ve en la grata compañía de sus cantaradas, estas flores tienen una apariencia bastante sonrosada y alegre; pero nada más triste que una de ellas cuando se la ve sola y en el otoño de la vida. Conocemos a uno de tales circunstancias, a quien todos llaman por el título de Papá Pop, el capitán Popjoy. No puede darse un hombre más bueno, sencillo y vacuo que él. Cuenta sus cuarenta y siete años, y parece un viejo de sesenta bien conservado. Emplea toda clase de recursos de taparse la calva por los conocidos procedimientos de peinarse pasándose los cabellos de un lado a otro de la cabeza, y por alguno de su peculiar invención. En compensación de su calvicie puede ostentar unos magníficos y abundantes mostachos; excusado es decir que teñidos del más hermosa negro que se conoce. Su nariz es hoy mucho más grande y roja de lo que antaño fuera, y sus párpados son ya gruesos y pesados. Si sus piernas no son tan ágiles y musculosas como cuando brincaba con sus bellos zapatos de ante, en cambio sus chalecos necesitan cada día más tela. Viste todavía preciosa casaca, y lleva una opresora faja que se apresura a aflojar después de comer. Delante de las damas se sonroja como un colegial. Su compañía preferida la constituyen mozalbetes pertenecientes a su primera profesión. Se sabe de memoria los mejores vinos que hay en cada restaurante, y goza viéndose tratado con respetuosa familiaridad por todos los camareros. Él ha de preparar siempre, como ritualmente, la ensalada y el ponche, y come invitado trescientos días al año; los restantes días suele vérsele en los restaurantes de dos francos de París o en las tabernas de Londres. Su alojamiento es confortable, y su ropa blanca siempre limpia y bien cuidada, Desempeña bastante bien todas sus funciones animales, y de las espirituales prescinde en absoluto.

     Duerme profundamente, tiene la conciencia tranquila, se tiene a sí mismo por persona respetable y se considera el más feliz de los mortales cuando se le invita a una buena comida.

     Ciertamente no podrá afirmarse que el bueno de Pop ocupa un puesto muy elevado en la escala de los seres humanos; pero quien pretendiera decir que no le hay más bajo, cometería un profundo error. Comparado a Galgenstein, por ejemplo, está a una altura inconmensurable.

     Maximiliano había llevado una vida muy alegre durante los últimos quince años; tan alegre, que hallábase a la sazón en la más absoluta incapacidad para seguir gozando, aun cuando no se le hubieran extinguido los deseos de ello. Había perdido por completo el apetito, con lo cual excusado es decir lo quisquilloso y descontentadizo que habíase vuelto, para la comida y la bebida. Llevaba consigo un cocinero francés, que no lograba hacerle comer; acompañábale un doctor, que no podía devolverle la salud; viajaba con una querida, que aburríale mortalmente al cabo de dos días; tenía de secretario y director espiritual a un sacerdote, con el cual vivía, y que unas veces le fastidiaba imponiéndole penitencias, y otras relatándole aventuras que leía en las novelas de moda. Habíanse relajado a tal punto sus apetitos, que sólo era capaz de galvanizarle alguna sensación monstruosa, y aun por breves momentos. Encontrábase ya en la situación en que s'e hallaban muchos otros nobles de su tiempo; predispuesto a creer en fantasmas o en la alquimia, o decidido a retirarse a un convento y llevar cilicios, o a dedicarse a conspirar, o pronto a enamorarse locamente de alguna bella pinche de cocina de quince primaveras, o pereciéndose por conquistar una sonrisa, y temblando ante el ceño adusto de un príncipe de sangre real, y considerando como la mayor felicidad de este mundo lograr una llave de chambelán. El único verdadero placer de que guardaba memoria era el de haberse calado hasta los huesos por haber galopado durante tres horas seguidas, a cabeza descubierta, al estribo del coche de la querida del gran duque, con gran enojo de su rival, el conde Krahwinkol, el cual le desafió, y a quien dio caballerosa muerte en el terreno. Galgenstein salió de tal aventura com un ataque de reumatismo, que le tuvo postrado varios meses; como recompensa a tan galante hazaña, obtuvo el puesto de embajador en Inglaterra. Estando en posesión de una fortuna apreciable, no solicitó honorarios, y pudo afrontar holgadamente los gastos de su misión. El padre O'Flaherty se ocupaba en despachar todos los asuntos, y además era espía de los actos y la vida del embajador; puesto que, como se ve, representaba una excelente sinecura para el sacerdote, ya que el embajador carecía en absoluto de sentimiento, voluntad y opinión.

     -Por vida mía -dijo su excelencia-, que se me da un bledo de todo eso. Lleváis hablando ya una hora de la muerte del regente, de la duquesa de Falaris, de ese pobre viejo Fleury y de otro sinfín de cosas que me tienen tan sin cuidado como si me dijerais que uno de mis nobles parientes ha dado muerte a un jabalí, o que mí lacayo La Rose, aquí presente, trata de engañarme con mi querida.

     -Como así es, en efecto -dijo el reverendo padre.

     -Ah, señor abad! -repuso La Rose, que estaba rizando cuidadosamente la enorme peluca de su señor-. El señor conde no se molestará si digo que eso desearía yo, que la acusación fuera justa.

     El conde hizo como que no había oído las frases de La Rose, y continuó sus propias lamentaciones, diciendo:

     -Os aseguro, padre, que nada me importa nada. Hace pocas noches, jugando a los naipes, perdí mil guineas; yo hubiera querido que la pérdida me afectase, mas nada. Aún me acuerdo de los tiempos en que perder cien tan sólo me ponía como fuera de mí para todo el mes. Pues bien: al día siguiente, gané catorce tiradas seguidas a los dados, y no querréis creerlo: durante un rato que paró el juego, no recuerdo con qué motivo, me dormí con el cubilete en la mano.

     -No tiene vuestra excelencia remedio -dijo el abad.

     -Si no hubiera sido por Krahwinkol, yo era hombre al agua. El haberle despachado fue mi salvación.

     -No tengo la menor duda sobre el particular -dijo el padre-; de no haber sido vos quien le atravesasteis, de seguro que él os habría atravesado a vos.

     -¡Bah, no interpretéis así mis palabras, señor abad! -aquí un bostezo- Quiero decir...-maldito chocolate! -que estaba muriéndome de ganas de hacer algo que me distrajera un rato. No me importa morir. ¡Valiente cosa!

     Y diciendo, hundió de nuevo la cabeza en las almohadas, como agotado por las demasiadas palabras que había dicho. El abad, que estaba sentado ante una pequeña mesa junto al lecho, púsose de nuevo a trabajar en sus papeles, alargándole de vez en cuando alguno a su excelencia para que se dignara dar la conformidad.

     La Rose apareció en la puerta y dijo:

     -Ahí fuera hay una persona que trae ropa de parte de míster Beinckleinder. ¿Quiere su excelencia que pase, o le digo que deje el encargo?

     El conde sentíase harto fatigado de la labor que acababa de realizar, consistente en haber firmado tres documentos, después de haber leído las primeras seis líneas de cada uno de ellos.

     -Dile a ese individuo que pase, y dame mi peluca; delante de esos villanos debe uno mostrarse como lo que es, como un caballero.

     Y, según decía, poníase una piramidal peluca de color castaño, perfumada con esencia de azahar y capaz de asustar al nuevo visitante.

     Mas éste no sólo no pareció asustado por el imponente aspecto de su excelencia, sino que se le quedó mirando con gran curiosidad y mayor descaro. Miró al sacerdote de igual a igual, y luego, como reconociéndole, le saludó con una inclinación de cabeza.

     -«¿En dónde he visto yo a este mozo? -preguntose a sí mismo-. ¡Ah! ¡Ya recuerdo!» Amiguito, si mal no recuerdo, me parece haberos visto ayer en la ejecución.

     Tomás afirmó con la cabeza, y dijo:

     -Nunca falto a ninguna.

     -¡Vaya con el pequeño turco!... Y qué, ¿vais por diversión, o por negocio?

     -¡Negocio!... ¿Qué queréis decir con eso de negocio?

     -Oh, yo qué sé; tal vez penséis dedicaros a realizar esa operación..., o podía estar realizándola alguno con quien tengáis parentesco.

     -Mis parientes -repuso Billings con orgullo y mirando en pleno rostro al conde- no sirven para esas cosas. Aunque me veis como sastre, soy hijo de todo un caballero, tan persona decente como su excelencia; y no digo como vos, porque vos no sois como su merced; vos no sois más que un cura católico; por cierto que estuvo en un tris que no os diéramos una ovación con unas cuantas piedras protestantes.

     El conde empezó a ver que aquello le distraía; agradábale sobremanera ver al abad desconcertado y lleno de azoramiento.

     -¡Hola, señor abad! -dijo-. Parece que os quedáis más blanco que el papel.

     -A nadie le agrada que le asesinen, y menos por realizar una buena obra. Era deber mío ayudar a morir a ese desgraciado irlandés, que me salvó, cuando yo caí prisionero en Flandes, de que Marlborough me hiciera colgar, lo mismo que ayer le colgaron a él.

     -¡Ah -dijo el conde, prorrumpiendo con increíble energía-. Por algo me devanaba yo los sesos pensando en quién podría ser el bribón que me robó de manera tan osada; ahora lo recuerdo perfectamente: él fue padrino de mi adversario en un duelo que yo tuve aquí el año 6.

     -Con el mayor Wood, detrás del merendero de Montague -dijo Billings- Yo lo he oído contar...

     Y dejó comprender que conocía perfectamente el asunto.

     -¡Vos!-exclamó el conde con admiración creciente-; pero ¿quién demonios sois?

     -Me llamo Billings, para serviros. ¿Billings? -preguntó el conde.

     -Y soy de Warwickshire.

     -Ah!

     -Es decir, nacer, nací en Birmingham.

     -¡De veras!

     -El apellido de mi madre es Hall -continuó Tomás con cierta solemnidad-. Me llevaron a criar a casa de un herrador llamado Billings, y mi padre se escapó... Ahora, ya sabéis quién soy.

     -Palabra de honor -dijo el conde, que empezaba a encontrar algún interés en el lance-; palabra de honor, míster Billings, no tengo la menor idea.

     -Pues entonces, os lo diré, milord: ¡sois mi padre!

     Tomás dijo, y dejando caer al suelo el envoltorio de los pantalones, adelantose teatralmente hacia el conde, y se detuvo, con los brazos abiertos, creyendo, sin duda, que éste iba a saltar precipitadamente del lecho para estrecharle sobre su corazón. Semejante candidez suele ser común a muchos niños, a quienes, a pesar de no importárseles una higa de sus padres, les parece que éstos han de mostrar constantemente por ellos un afecto sin limites. Su excelencia, en efecto, dio un salto en el lecho; pero fue atrás, hacia la pared, y empezó a tirar del cordón de la campanilla, completamente asustado.

     -Teneos atrás, señor; ¡qué pretendéis! ¿Porque se os antoja que soy vuestro padre queréis matarme?... Santo Dios, ¡cómo huele el mozo a Ginebra y a tabaco!... ¡No, no os vayáis por eso, joven!; sentaos ahí cerca... La Rose, tráele un poco de agua de Colonia, y dale una taza de café... Y ahora, vamos, seguid con vuestra historia. Por mi salud, señor abad, que lo que dice el mozo tiene grandes visos de ser la verdad misma.

     -Si es una conversación de familia, creo que debo retirarme.

     -¡Oh, no, por favor; no me dejéis solo con el muchacho! Vamos, señor... ¡Ah!... ¿Cuál es vuestro nombre?... ¿Queréis seguir con vuestro relato?

     Tom estaba horriblemente desconcertado; la actitud del conde echaba por tierra todos sus planes y los de su madre, pues tanto ella como él tenían la casi absoluta seguridad de que, tan luego como el conde le viera, le reconocería, instituyéndole heredero de sus bienes y su título; mas, habiéndose ya desengañado a este respecto, prosiguió su narración de mal talante, contando muchos detalles de los que ya nos son familiares. El conde le preguntó el nombre de la madre, y, al saberlo, pareció que le volvía la memoria de aquel episodio de su vida.

     -¿De modo que sois hijo de Catalina? ¡Si la hubiérais conocido, señor abad! Una criatura preciosa, pero una fiera completa... ¡Ah, sí! Ahora me acuerdo perfectamente. Es una muchacha pequeña, fresca, morena, ¿verdad?..., con una nariz respingada y cejas espesas, ¿eh? ¡Ah, sí, sí! Ahora me acuerdo de ella. En Birmingham fue donde la vi por vez primera; era dama de compañía de lady Trippet, ¿verdad?

     -Ella no ha sido nunca nada de eso -repuso Tom enojadísimo-. Su tía era dueña del mesón en que ella servía y donde vos la sedujisteis.

     -¡Seducida por mí! ¡Oh, sí, ahora caigo, así fue! Recuerdo que la hice montar a la grupa de mi negro caballo, y, me la llevé, como Eneas arrebató a su mujer del sitio de Roma; ¿qué tal, mi buen abad?

     -Las circunstancias fueron justamente las mismas -dijo el abad-. Tenéis una memoria admirable.

     -Siempre me he distinguido por ella-prosiguió su excelencia-. Bueno, ¿en dónde estábamos? Ah, en lo del caballo negro. Pues bien: la hice montar en él y me la rapté al galope, llevándola a Birmingham, donde vivimos juntos largo tiempo, arrullándonos como dos tórtolos... Como iba diciendo, vivimos juntos en Birmingham, mientras yo estaba para casarme con una rica heredera. ¿Qué diréis se le ocurre al enterarse de mi proyectado matrimonio? Pues se lo ocurre matarme, trata de poner su idea en práctica y me desbarata la boda. Una dote de veinte mil libras...; y, ¡vive Dios!, que el dinero me hacía falta entonces. Decidme, ¿no era un monstruo abominable vuestra madre, joven? ¿Cómo decís que os llamáis?

     -¡Hizo bien! -prorrumpió Billings, con una gran exclamación, sin poder contenerse.

     -¡Qué es eso, caballerete! -dijo su excelencia, sin tenerlas todas consigo-. ¿Sabéis con quién habláis? Con un caballero de setenta y ocho nobles antecesores, un conde del Sacro Imperio Romano, con el representante de un soberano.

     -Al diablo vos y vuestra protección -repuso Billings, hecho un basilisco-. Yo soy un ciudadano libre de la libre Inglaterra, y no un maldito papista francés... como vos. Y el que insulta a mi madre y me llama a mí caballerete, debe tener buen cuidado de que yo no le hinche un ojo.

     Y, al decirlo, Tom adoptó una actitud retadora, desafiando a su padre, al capellán y al lacayo a entablar con él un pugilato. Los dos últimos, sobre todo el abad, parecían terriblemente asustados; en cambio, el conde pareció interesarse en extremo por el giro de las cosas, y riendo entre dientes con una pequeña risa burlona, que duró lo menos medio minuto, dijo:

     -¡Hola! ¡Esas tenemos! ¡Conque, bravucón! A fe mía que sois un joven de empuje; algo de vuestro padre ha renacido en vos; lo reconozco por esas amenazas. Tal era yo a los diez y seis, jurando como un marinero del Támesis; exactamente lo mismo que este muchacho... Chocad aquí, valiente; no, aún no, besad mi mano, es lo mejor.

     Y sacó una mano, que apareció asomándose, pálida y descarnada, entre los encajes amarillos de la manga, con los dedos cubiertos de fulgentes anillos.

     -Bueno -dijo Billings-, si no habéis de continuar faltando a mi madre, ni a mí, no tengo inconveniente en que choquemos; no soy orgulloso.

     El abad rió con gozo indecible esta baladronada del jovenzuelo, y aquella misma noche envió a la corte una versión cómica por demás, y picante, del encuentro feliz del padre y el hijo, en la cual decía que Tom era el discípulo predilecto del verdugo de Londres, y otras donosuras por el estilo; con las que tanto gozó la amante del duque, que se dijo era necesario darle un obispado al abad para premiarle los buenos ratos que la hacía pasar.

     El conde y su hijo habían por fin hilvanado una cordial conversación; el progenitor informó a su tierno retoño de todos los achaques que padecía, de los procedimientos curativos con que los combatía, el gran predicamento de que gozaba como chambelán del duque de Baviera, del aire con que llevaba sus trajes de gala y de un polvo que había inventado para el cabello; cómo, a los diez y siete años, se había escapado con la esposa de un sacerdote, que fue después encerrada en un convento, en donde llegó a engruesar de una manera descompasada; cómo aun se acordaba del tiempo en que las damas no llevaban lunares, etc., etc.

     Estas importantes anécdotas y algunas más acompañábalas de profundas observaciones morales, tales como: «Yo no puedo soportar el ajo, ni me sienta bien el vino blanco, ni puedo con la sauerkraut, aunque Su Alteza se coma medio bushel diariamente. La primera vez que la comí fue en la corte; pero la segunda vez -que me aspen si no es verdad- la rechazé. Todo el mundo se quedó asombrado. Su Alteza estaba furioso como un turco, y el bribón de Krahwinkel -bien me las pagó después- parecía bañarse en agua de rosas, y murmuraba al oído de la condesa Fritsch: «Galgenstein se ha hundido para siempre.» Cuando llegó mi turno de guardia, entré en la cámara del Soberano, e hincando una rodilla en tierra, dije: «Alteza, yo no he comido hoy sauerkraut; Vuestra Alteza se ha dado cuenta de ello; yo vi que lo notásteis.»

     -En efecto, señor conde -dijo Su Alteza con gran seriedad.

     Las lágrimas asomaban a mis ojos; pero era necesario adoptar una resolución; de lo contrario, estaba perdida; así es que añadí:

     -Alteza, no sé si será hablaros con desacato a vos que sois mi bienhechor, mi amigo, mi padre; pero en este asunto mi decisión es irrevocable: yo no volveré a comer más sauerkraut en mi vida, me sienta mal. Después de haber estado en cama cuatro semanas a consecuencia del último plato de sauerkraut que tomé, tengo más que sobrados motivos para decir que me sienta mal. Al estropear mi salud, perjudica mi inteligencia y debilita mis energías..., y yo quiero conservarlas íntegras para el buen servicio de Vuestra Alteza.

     -Tut, tut, tut -dijo Su Alteza por toda respuesta.

     -Pedidme que os defienda con la espada o con la pluma, y veréis cuán dispuesto me hallo a serviros; pero un gran príncipe como vos debe compadecerse de la débil salud de uno de sus más fieles súbditos, que no puede pasar la seuerkraut.

     Su Alteza paseábase por la cámara a grandes zancadas, pensativo; yo continuaba de rodillas, con la mano extendida en actitud implorante... Después de un momento de reflexión, el príncipe exclamó con voz conmovida:

     -Id al demonio... y comed lo que os parezca...

     Y salió precipitadamente de la estancia. Cuando me quede solo, anonadado por tan grande bondad y condescendencia, empecé a sollozar como una criatura, pasé luego a la antecámara, y, encontrándome allí a Krahwinkel, le dije:

     -¿Conque hundido para siempre, eh? Y me eché a reír en sus propias narices, de lo cual nació nuestra rivalidad... Bueno: pues desde entonces jamás se me pidió en la Corte que volviera a comer sauerkraut: nunca más.

     A esta interesantísima narración siguió uno de esos silencios de varios minutos que parece duran un siglo. Tom hacía gigantescos esfuerzos imaginativos, tratando de comprender las circunstancias en que habíase desarrollado el trágico episodio de la berza, sin llegar a comprender. Su excelencia, después de aquel terrible esfuerzo, habíase quedado exhausto; el capellán, que conocía sus clásicas, en cuanto empezó la historia de las coles y el príncipe abandonó la estancia. El conde miró durante unos instantes a su hijo, quien, a su vez, no le quitaba ojo, permaneciendo con la boca abierta.

     -Bien, señor -dijo el conde-;qué hacéis, ahí sentado de ese modo? Si no tenéis nada que decir, podéis marcharos. Os he retenido aquí para que me distraigáis un poco, no para que os quedéis de papamoscas.

     Tom se levantó hecho una furia.

     -Calma amiguito, calma -dijo el embajador-: decidle a La Rose que os dé cinco guineas, y daos otra vuelta por aquí cualquier día de éstos...

     Y mientras Billings salía medio atontado de la estancia, el conde musitaba para sí: «Es un hermoso muchachote, inteligente y simpático.» En cambio, la opinión que Billings se había formado de su padre dejaba bastante que desear. Al salir a la calle, después de haber recibido la suma referida, se dijo con el pensamiento: «Bueno, mi padre es un imbécil.»

     Es inútil decir que de allí encaminose de nuevo a casa de Polly Brigss, a quien refirió todo lo que habíale acontecido con su señor padre. Después de lo cual, y como para quitarse el mal sabor de boca, fue a contárselo a su madre con muchos más pormenores.

     ¡Y la pobre que estaba esperando un resultado tan distinto!

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