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Catecismo del Estado según los principios de la religión

Joaquín Lorenzo Villanueva



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Al Rey

Señor.

Este Catecismo, en que por los principios de nuestra santa Religión se demuestra el vínculo indisoluble de la sociedad civil, y los sagrados respetos que unen en ella a los súbditos con sus cabezas, debe consagrarse al augusto nombre de V. M., amado de sus vasallos según el orden de Dios, no menos como Padre que como Príncipe. Dígnese, pues, V. M. admitir la lealtad, amor y respeto con que lo consagra a vuestra augusta Persona vuestro fiel vasallo y Capellán.

Joaquín Lorenzo Villanueva.



  —I→  

ArribaAbajoPrólogo

Una de las cosas en que más ha trabajado y trabaja la impiedad en estos tiempos tan desdichados en que vivimos, es en dar por real y efectiva la distinción lógica o metafísica de los dos respetos con que la escuela considera al hombre, queriendo persuadir que en él hay dos personajes, o por mejor decir, dos hombres, uno moral y otro político, uno natural y otro sobrenatural, tan distintos entre sí, que puede obrar el uno con total independencia del otro; y de consiguiente que se puede en cualquier asunto tratar del uno, desentendiéndose enteramente del otro: mirar por el bien y felicidad del uno, sin hacer caso ni aun siquiera acordarse del otro. Tras esto se enseña también que la filosofía y la política y las demás ciencias que se ordenan a la felicidad pública, sólo miran al hombre en el estado natural y político, y así no tiene que ver con ellas la Religión revelada.

Fuera este daño menos para sentir, si sólo los impíos que no tienen Fe adoptasen estas   —II→   máximas, y se gobernasen por ellas. Pero que los Fieles enemigos públicos de la impiedad, se gobiernen por sus principios, y adopten las consecuencias de ellos, no puede mirarse sin lástima. No tiene número la gente que en el seno mismo de la Iglesia hay engañada y embaucada por este camino. Y no sólo de los simples y de la gente del pueblo, que a duras penas suelen saber lo muy preciso para no condenarse; sino muchos doctos que lo son en otras cosas tropiezan aquí, y se dejan llevar agua abajo de la corriente del filosofismo. Y deseando, como ellos dicen, hallar la verdad, se paran en la vanidad; y creyendo estar dominados de la piedad, piensan como los impíos; y poniéndoles Dios en la boca el lenguaje de la Religión, hablan como Turcos y como Gentiles.

La culpa de esto, a lo menos en nuestra Península, no debe echarse del todo a los libertinos y a los herejes, de que por la misericordia de Dios nos sabemos guardar. Este estrago quien lo ha hecho principalmente son los nuevos teólogos, que ignorando u olvidando el lenguaje de la verdad, que es el de la Escritura y Santos Padres, tratan de curar los daños del humano linaje no con la medicina   —III→   de Jesucristo, sino con otras del espíritu humano que son las nuevas doctrinas, condimentadas al gusto de las pasiones. Y como venden la mentira por verdad, y la laxidad por fruto del santo Evangelio; la pobre gente que no entiende estas cosas, se traga incautamente el veneno porque le sabe bien, y más porque le dicen que es triaca.

Cuan grande sea este mal, y cuan afrentoso a la Religión y a su espíritu, se ve en los desvaríos que andan por ahí en mil libros impresos para befa de la Cristiandad, y daño y perdición de las costumbres: por ejemplo, que el hombre no siempre está obligado a mirar a Dios como a su último fin: que para salvarse no tiene necesidad de amar a Dios como autor sobrenatural, y otros desaciertos de esta naturaleza, fundados en el principio anti-evangélico que antes decíamos, que en el hombre hay dos personajes, o más bien dos hombres, uno natural y otro sobrenatural, y que puede tratarse de hacer dichoso al uno sin acordarse del otro para nada. Pero donde se ve de lleno toda la ponzoña de este sistema infernal, es en la abominable Historia del pueblo de Dios, que con haber llenado la medida del escándalo, se halla extendida,   —IV→   y tal vez recomendada1 por todo el mundo, a pesar de las muy justas y severas providencias que contra ella han dado Benedicto XIV, Clemente XIII, y el Tribunal de la Inquisición de España. El P. Berruyer Jesuita, autor de esta obra, destruyendo la regla de Fe contenida en las Escrituras y en la Tradición y en las decisiones de la Iglesia, y haciendo guerra pública al misterio de la Santísima Trinidad, y quitándole a la Fe de las manos las pruebas del pecado original, y dando por el pie a la Encarnación del Verbo, y a la Redención obrada por él, y a la doctrina Católica acerca de la predestinación de los Santos, esto es, aniquilando de todo punto la revelación;   —V→   funda toda esta trama del demonio en la distinción de los respetos natural y sobrenatural del hombre, dando por cosa sentada que hay una Religión natural independiente de la revelación, y esencialmente distinta de la Religión de Jesucristo, y que esta Religión natural bastaba para salvarse antes de la venida del Redentor, y que aun ahora basta en ciertos casos. Tales daños han traído a la Cristiandad los enemigos de la venerable antigüedad; con lo cual alejado el hombre de las fuentes de la revelación, se cree autorizado para vivir a sus anchuras en manos de la funesta libertad que Cristo condena. El estrago que este gentilismo y nuevo modo de filosofar profano ha causado en la educación de nuestros pueblos, si lo oyéramos contar de los Indios bravos, apenas habría quien lo creyese; y aquí lo tenemos que creer, y aun taparnos los ojos por no mirarlo. Porque ¿qué enseñan ahora muchos padres a sus hijos? ¿cuándo les hablan de la necesidad de la Religión revelada? ¿del freno sobrenatural que necesitan las pasiones? ¿de la dependencia que tenemos todos de la gracia de Cristo? ¿del desprecio del mundo? ¿de la mortificación de la carne, y de otras primeras   —VI→   verdades del Evangelio a este modo? Lo que les inspiran por lo común es honra vana, apego a los bienes del sentido, amor a la comodidad temporal: que es poner por obra las doctrinas de la división del hombre en dos, y procurar la felicidad del uno, desentendiéndose enteramente del otro.

Pues esto que aun ahora lloramos en la moral, se ha visto más palpablemente en la política. Este empeño de separar la razón de la Religión, y el hombre Cristiano del ciudadano, ha producido un nuevo sistema de derecho público que no conocieron los Santos Padres. De no contar con la Fe para la política, ha nacido el creerse que la potestad de los Príncipes de la tierra está enteramente destinada y limitada a procurar el bien y felicidad de los hombres en este mundo: doctrina propia de los Ateístas, aunque enseñada en nuestros tiempos, y recomendada por quien pretende ser maestro de la Iglesia Católica2. De aquí el sistema del ex-jesuita D. Lorenzo Hervás y Panduro, que para la legislación y las demás ciencias que se ordenan a la felicidad pública, no cuenta con la antigüedad, ni   —VII→   con la santidad y la virtud de las personas, de que tanto caso hace y nunca prescinde la Religión, sino con sola la razón obscurecida y corrompida por el pecado3. Enséñanos este teólogo que la ciencia es la razón, y el que mejor razona, es el más sabio, aunque sea menos justo4: que la ciencia legal se refina con el tiempo y con la malicia humana5: que crece la política a proporción que el mundo crece en edad6: esto es, que no está la plenitud de la política en los Libros sagrados: que en la sociedad civil por constitución legal (no haciendo mérito de la Religión, como si hablara a los Chinos) los súbditos son inferiores al Príncipe7: que en esta sociedad no tiene lugar la feroz bestialidad del despotismo, ni la esclavitud inhumana del vasallaje, ni se reconoce la distinción honoraria, hereditaria y destructiva de la igualdad que da la naturaleza, y confirma la buena legislación8: que en ella tampoco se admite la distinción que de primogenituras y vínculos de bienes temporales instituyó la ambición en las familias privadas para su destrucción, y el despotismo   —VIII→   transfirió a la sociedad para su ruina9.

Con estas doctrinas se desentiende Panduro de la ignorancia y ceguedad que causó en la razón del hombre el pecado primero: declara al parecer guerra a la Religión, la cual reconoce en el cuarto precepto del Decálogo la subordinación de los vasallos al Príncipe: infama la soberanía en los Monarcas, llamándola feroz bestialidad, y el vasallaje en los súbditos, dándole el nombre de inhumana esclavitud: proscribe del todo y condena como destruidora de la ley natural la legal constitución de España, la cual reconoce y tiene por legítima la distinción honoraria hereditaria entre los vasallos del Príncipe: y lo que es aún más, da por cosa segura que las Monarquías y los derechos de sucesión en ellas son invención del despotismo, esto es, del arbitrario poder de los Soberanos, para ruina de la sociedad. De donde se seguiría, o digamos se caería de su peso, que nuestro legítimo Señor y Monarca D. Carlos IV tiene usurpada la soberanía, porque el despotismo y la ambición para nada pueden fundar derecho legítimo, mayormente con tan grande perjuicio de la sociedad, que por estos medios se arruina y   —IX→   destruye. Seguiríase también que el Príncipe nuestro Señor D. Fernando tampoco es legítimo sucesor a la Corona de su Augusto Padre, por más que le hayan jurado Príncipe, y prometídole obediencia como a tal las Cortes del Reino: porque como las Cortes se componen de nobles, y estos de determinadas ciudades que en ellas tienen voto, y todo esto es contra la igualdad que da la naturaleza, y confirma la buena legislación; según los principios de este nuevo Jurisconsulto, todo ello debe darse por nulo y de ningún valor. Y si sobre estas máximas enemigas de la paz y tranquilidad pública, admitimos lo que él establece, que en la sociedad civil se mantienen siempre vivos los derechos que tuvo al formarse10, ningún Príncipe podrá tener seguridad de parte de su pueblo, en cuyo poder estaría tomar otra cabeza, o variar a su arbitrio la constitución del Estado: doctrina reprobada por la Religión, como contraria a la indisolubilidad del orden político, cuyo cimiento es el orden de la ley eterna.

En esto caen los que se tienen por maestros de la Religión11. ¿Qué extraño será lo que   —X→   antes decíamos, que muchos Fieles incautos alucinados con estos principios, cuya ponzoña no echan de ver, al paso que se someten a la autoridad de Dios, admitan en la política máximas que en sí mismas o en sus consecuencias se oponen a la verdad revelada, y al espíritu y a la doctrina de la Iglesia? Y ello es así que esta falta de lógica tiene a muchos con las ideas obscuras y trocadas, ni siquiera advierten las inconsecuencias palpables que de ellas se siguen. Creen por la Historia Sagrada que todos los hombres traen su origen de Adán y Eva, ligados por Dios mismo en sociedad, y de consiguiente que por la   —XI→   misma ley natural declarada en el cuarto precepto del Decálogo, se forma la sociedad de padres con hijos: y por otra parte se tragan como verdadera la desatinada hipótesis en que se funda el pacto social, de que en llegando los hijos al uso de la razón, se disuelve esta sociedad, quedando libres para formar otra, si quieren, según su capricho. Tienen por cosa de fe que el hombre pecó, y pecando perdió los fueros que iban anexos al estado de la justicia original: y al mismo tiempo tratan del hombre como si aún conservara estos fueros, y por consiguiente como si no hubiera pecado. Creen que lo que el hombre perdió en   —XII→   Adán, no lo recobró sino por la gracia de Cristo: y con todo eso los fueros que ahora tiene el hombre, los atribuyen a la naturaleza. Admiten como verdad revelada que la libertad que nos mereció Cristo, es la libertad de adopción, opuesta a la servidumbre del pecado: y sin embargo de esto suponen en el hombre redimido otra libertad de insubordinación, que ni recibe en la generación carnal, ni recobra en la generación espiritual. Adoptan como doctrina de la Iglesia que la subordinación coactiva en el orden civil, es remedio del desorden que ocasionó el pecado: y en medio de esto suponen en todos los hombres un género de igualdad que los hace independientes. De esta suerte haciendo profesión pública de las verdades de la Religión, vienen a adoptar las máximas con que las desmiente el filosofismo, y las consecuencias que se siguen de estas máximas. Por ejemplo, que el hombre nace suelto e independiente, y por razón ninguna obligado a sujetarse a otro en la sociedad civil: que esta subordinación es un contrato libre y puramente humano de los inferiores con los superiores: que pendiendo únicamente este contrato de la voluntad del pueblo, y conservando él siempre vivos los   —XIII→   fueros que tuvo al formar sociedad, puede p deshacerlo siempre que a su parecer no cumpla el Príncipe las condiciones expresas o tácitas con que lo hizo. Éstas y otras tales máximas opuestas al espíritu, a la doctrina y a la práctica de la Iglesia Católica, se ven como forzados a admitir los que teniendo por oráculos a los nuevos filósofos, quieren componer con los principios antiguos e inviolables de la Religión los desaciertos de la nueva política.

Cuan grave sea este mal, y cuan ignominioso al pueblo Cristiano, y cuan digno de pronto remedio, quisiera yo poderlo explicar bien por lo claro antes de comenzar este Catecismo: para que el que tiene los ojos cerrados o vendados con el espíritu del filosofismo, los abra a la luz de la verdad, y pueda entender, como deben los buenos Católicos, el íntimo enlace que tiene la Religión verdadera con todas las edades y estados y condiciones del hombre; con las sociedades paternal, doméstica y política; con el orden privado y público; con los oficios de los súbditos y de los Príncipes: y que el prescindir de la Religión en los negocios del Estado y en los derechos que se suponen en sus miembros y en   —XIV→   la felicidad pública, y aun en cualquiera acción libre del hombre, no puede haber sido invención de nadie sino del demonio, enemigo jurado de la paz y del orden; pero invención muy grosera indigna por mil títulos de la gente que se hace honor de buscar la verdad en todo. Para que este desengaño le tomase el pueblo Cristiano en su misma raíz, no era menester más que hacerle entender el influjo que en la corrupción de la política ha tenido la de la moral. Ésta es cosa demostrada. Antes que los Cristianos hubiesen llegado a la miseria de ahora, y degenerado en gran parte del espíritu del Evangelio, y olvidado sus máximas, y alejádose del ejemplo que les dejaron el Salvador y sus Apóstoles y Discípulos, nunca jamás se oyeron en la Iglesia doctrinas que favoreciesen la disolución del vínculo de la sociedad, ni la autoridad del pueblo sobre el Príncipe, o diesen ocasión a los otros desaciertos que van anexos a este sistema. La Religión no sufre ni puede sufrir en sus miembros independencia de la autoridad temporal: mándales que veneren las potestades, que se sometan a ellas, y las obedezcan en lo que no se opone al orden ni a la voluntad de Dios: y que por conciencia se   —XV→   sujeten a la constitución del Estado. No ciñe la subordinación de los Cristianos a un solo tiempo o lugar, o a una sola forma de gobierno: extiéndela a todos los tiempos, a todos los lugares, a todas las constituciones: tan leales quiere a los Fieles bajo el yugo de un tirano, como en el gobierno de un buen Príncipe. Para venerar a los Príncipes no pone los ojos en el uso o el abuso de su potestad, sino en el orden inviolable de la ley eterna. Porque el Príncipe trastorne el orden de Dios abusando de su autoridad, no da licencia a los súbditos para que cooperen a otro desorden negándole la fidelidad. Para curar o evitar en el Estado los daños que se siguen de la tiranía de sus cabezas, desecha y detesta los medios que se oponen a la unión, y rompen los lazos con que la unión se conserva.

Esto enseña la Religión. Y por aquí se ve cuan grande calumnia es pintar la Religión como enemiga de la sociedad y de los vínculos que unen a los miembros de este cuerpo con su cabeza. Sin Religión ¿dónde hay buenos ciudadanos? ¿dónde buenos esposos? ¿dónde buenos padres? Y digo lo mismo de los demás estados y condiciones de que se compone la sociedad civil. La Religión une los súbditos a   —XVI→   los superiores no por la necesidad de su condición, sino por el orden y el gozo de la santa humildad; a los superiores hace apacibles con los súbditos por respeto al Señor universal de todos. Enlaza Ciudadanos con Ciudadanos, Provincias con Provincias, Reinos con Reinos, no sólo por el vínculo de la unidad a que nos convida la unidad de nuestro principio, sino por la conservación de la hermandad que debe reinar entre los que son hijos de un mismo padre. A cada uno de los miembros de la sociedad quiere que los otros le den lo que es suyo, ora sea obediencia o reverencia, honra, tributo, amonestación, corrección, o consolación. En nadie sufre omisión o dilación de estos oficios, compele a todos, no pone desigualdad en los miembros desiguales de la sociedad, cuando trata de que las leyes del estado de cada uno sean inviolablemente guardadas.

No se desentiende, pues, la Religión de las necesidades públicas del Estado, ni de las particulares de cada uno de sus miembros. Lo que hace es elevar al hombre hasta hacerle llegar al principio de la autoridad pública: ennoblecer los oficios del Estado, buscando en ellos no los fines terrenos de la humana prudencia, sino los muy altos de la divina sabiduría,   —XVII→   ordenar los ciudadanos no tanto a la utilidad de la vida presente, cuanto a la eterna felicidad, fin único a que dirigió Dios el establecimiento de los Imperios: perfeccionar la política, ennoblecer los oficios de los ciudadanos, estrechar de un modo indisoluble el lazo de la unidad con que se conservan las repúblicas; en suma ser el camino único por donde se llega a la privada y pública felicidad.

Primeramente por el fin nobilísimo que propone a la humana naturaleza, cumple aquel muy vehemente deseo de la felicidad que inspiró Dios al hombre, el cual cedería en daño de la república si se limitase a la comodidad y prosperidad de la vida presente. Por sola la Religión llega a entender el hombre que fuera de este orden no hay verdadera prudencia y sabiduría. En ella aprende que ninguno es prudente si no sabe y conoce a Dios12, porque el necio dijo: No hay Dios; y el sabio nunca pensó tal desatino. ¿Cómo será sabio el que no busca su autor, el que cree que no le tiene, el que lo cree, y se desata del lazo que le une con él, y le subordina a las leyes del orden público? Aquí ve claro el hombre la   —XVIII→   excelencia del fin a que le lleva el orden, y que no hay cosa más digna de ser deseada y procurada. Por otra parte conoce cuánto concuerda esto con la dignidad de su ser, que siente dentro de sí un ansia, un ímpetu que no se sosiega mientras no llega al bien inconmutable. Porque así como a este bien infinito que es Dios, conviene por excelencia la honra por ser sumo, y el acatamiento por ser grande, y el sacrificio por ser criador, y el agradecimiento por ser bienhechor nuestro y de todo lo criado por mil maneras: así también se le debe por todos títulos el amor nuestro y de todas las cosas, no sólo porque es bueno y amable sobre todas ellas, que eso bastaría; sino porque es centro de nuestra felicidad, al cual nos lleva el peso y el ímpetu del amor.

Considerando el hombre estas cosas, y hecho por la Religión superior a todos los bienes de esta vida, mira con lástima a los antiguos y modernos filósofos divididos acerca del último fin del hombre en tantas opiniones contrarias, que casi llega a perderse la cuenta: fácilmente entiende que debe aspirar a la posesión del bien sumo, en quien está la paz y el cumplimiento de su deseo. Desde esta altura comienza   —XIX→   a distinguir las leyes que la Religión impone a cada uno de los Estados y jerarquías de la sociedad, ordenadas a la verdadera felicidad de sus miembros. De esta escuela saca la doctrina necesaria para contener los afectos malos que le desordenan en sí, y le hacen más que fiera para con sus iguales, y olvidadizo y aun ingrato para con el supremo Señor: para ahogar en su corazón el amor de las cosas terrenas, y ponerle todo entero en el bien inconmutable y sumo para que fue criado: para usar de los bienes de esta vida por la necesidad que de ellos tiene, no mirándolos nunca como fin último, ni dejándose enredar de la afición a ellos, para que no le impidan seguir adelante su camino. Por el vicio mismo y desorden de su naturaleza conoce que no está su felicidad en los bienes de este mundo; pues en ninguno de ellos ni en todos juntos puede hallar la paz y descanso que naturalmente desea. De aquí colige que debe pasar por los bienes temporales, de suerte que no pierda los eternos: que nada hay que sea bastante para apartarle del amor que debe a Dios, ni de la guarda de su ley con que este amor se conserva: que con grande esfuerzo debe sufrir todos los males del mundo, antes   —XX→   que desviarse un solo punto del orden establecido por Dios para el logro del fin último en que su bienaventuranza consiste. Con esta esperanza levantado sobre sí mismo el hombre, ni se corrompe en la prosperidad, ni se quebranta en la adversidad; sabiendo que en el orden de la justicia de Dios nadie puede ser miserable, si él no lo merece. Y así nada le espanta, sino ofender a Dios; no teme la adversa fortuna, sino el pecado. Añádese a esto el temor saludable que inspira al hombre la Religión, de que a Dios ha de dar cuenta de sus obras al salir de esta vida. ¿Qué es la República cuyos miembros no guardan la debida honestidad y decoro? Pues para la vida honesta, dice S. Ambrosio13, no hay cosa que tanto aproveche como creerse el hombre sujeto a la residencia de aquel juez a quien no engaña lo oculto, y ofende lo indecoroso, y deleita lo honesto.

Al paso que la Religión cuida del arreglo interior de los miembros de la República, no sufre en ellos olvido de las necesidades ajenas; antes bien, como escribe el mismo Padre14, tiene respeto a la sociedad y congregación   —XXI→   de los hombres. Por donde David dice: Esparció y dio a los pobres; su justicia permanece para siempre. El justo tiene misericordia, el justo presta. De esta suerte recomienda la Religión el socorro de las necesidades privadas y públicas de la sociedad, y lo manda con precepto estrechísimo, y lo ennoblece y eleva, y por mil caminos y con premios muy grandes incita y aviva a todos los hombres a que se ejerciten en esto, cada cual según pueda. Para esto hace saber a los ricos que de lo que poseen no son señores absolutos, sino administradores: que roban a los pobres lo superfluo que no les dan: que son homicidas de los hambrientos a quien no dan de comer: que la riqueza para nada sirve, si con ella no se compra el cielo: que el que no tiene lástima de su hermano, no puede amar a Dios: que no basta caridad de lengua, si a esta no se añade el socorro de la necesidad. Aun estos oficios los recomienda más y los hace subir de punto con la hermandad que tenemos todos en Adán y en Cristo, en la comunión de los Sacramentos, en la unidad de la Fe, en la adopción de hijos de Dios, en el derecho al mayorazgo del cielo: y sobre todo esto, con dar Dios por recibido el   —XXII→   bien que se hiciere al miembro más vil de la República.

Por esta muestra se echará de ver cómo en todo lo demás ayuda la Religión a la conservación y prosperidad del Estado. Su doctrina en todo es consiguiente, como lo es la verdad eterna de donde nace. Y así no tiene el Estado miembros más útiles que los que se gobiernan por ella. Añádense a esto los medios con que la Religión procura la felicidad pública, más sólidos sin comparación, y más suaves que los de la humana política. Lo que la política pretende por medio de la coacción, la Religión lo hace por la caridad: las leyes que atemorizan al ciudadano, las ama el Cristiano. Al orden público podrá autorizarle la política, invariable no le hace sino la Religión. A ella sola se debe que el vasallo mirando en su Príncipe el orden de Dios, venere en él el principio del orden, y obedezca en él la voluntad que no puede ser torcida, esto es, que afiance la obediencia y la sumisión en la cosa más firme que puede haber en cielos y tierra. Esta doctrina es tan propia de la Religión, que sola ella la enseña, y sin ella nadie. La Fe, pues, elevando así al ciudadano hasta Dios para que en él adore el principio del orden   —XXIII→   político, por cuya conservación dispuso que los hombres se congregasen en sociedad, quiere que a él atribuya el establecimiento de la potestad civil con que este orden se conserva: que en él reconozca el origen de la potestad de los Príncipes, así en la legislación como en la administración de los negocios públicos: que contribuya por su parte a la duración de este orden, el cual no puede quebrantar nadie sin ofensa del mismo Dios: que en la sumisión a la potestad no proceda por el interés temporal que de ello le resulta, ni menes por el temor, que es mala guarda de la seguridad del Estado; sino por conciencia, como que a ello le obliga la ley eterna del orden, que ni él ni todo el mundo junto puede trastornar. Por donde la Religión no mira al Príncipe como Ministro de la sociedad, sino de solo Dios, en cuyo nombre y con cuya autoridad la gobierna. Tiene el pueblo algunas veces facultad para elegir al Príncipe; pero la Religión siempre reconoce a Dios como principio único de su autoridad. En cualquier género de gobierno que haya abrazado la República, mira al Príncipe o a los Magistrados como legados de Dios e imágenes vivas de su poder, superiores al juicio y a la autoridad de los súbditos.   —XXIV→   No consiente insubordinación de los vasallos aun a los malos Príncipes, para que en todo y siempre sea salvo el orden.

Éstas y otras verdades unidas entre sí muy íntimamente, y derivadas de la doctrina, de la Religión, y confirmadas con la práctica de la santa Iglesia, me he propuesto manifestar en este Catecismo15, al cual llamo del Estado, porque comprehende las principales obligaciones del Príncipe y del pueblo, y el verdadero fundamento en que estriba la unión del uno con el otro, y la necesidad en que ambos están de mantener este vínculo. Quiera Dios echar su bendición sobre este trabajo mío, pues sólo él puede introducir la verdad en el corazón, y arraigarla en él, y hacerla fecunda con la caridad para que fructifique.





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ArribaAbajoCapítulo I

Nociones preliminares para la más clara inteligencia de este Catecismo


Preg. ¿En qué sentido hablamos del hombre?

Resp. No sólo consideramos en él la naturaleza que recibió de Dios, sino el daño que el pecado causó en ella, y la reparación de este daño obrada por nuestro Señor Jesucristo16. Prescindir de estos respectos en el hombre, es considerarlo en un estado imaginario17.

P. ¿Qué es sociedad humana?

R. La sociedad humana puede considerarse de dos maneras, o en cuanto abraza a todo el género   —2→   humano como una gran familia18, o en cuanto se reduce a naciones o pueblos compuestos de muchas familias particulares, cada una de las cuales tiene sus propios derechos19. La sociedad considerada en este sentido, se llama sociedad civil.

P. ¿De qué sociedad hablamos nosotros ahora?

R. De la sociedad civil, esto es, de la congregación de los hombres unidos juntamente bajo un mismo gobierno y unas mismas leyes20.

P. ¿Qué entendemos por Estado?

R. La sociedad civil de un reino o de muchos unidos bajo unas mismas leyes, y gobernados por un solo Príncipe.

P. ¿Qué es autoridad?

R. El derecho legítimo de mandar a otros.

P. ¿Qué es potestad?

R. La facultad de mandar a otros bajo ciertas leyes.

P. ¿Es lo mismo fuerza que potestad?

R. No. La potestad usa de derecho: la fuerza sólo atiende a sí misma. Distínguese la una de la otra como la obligación moral de obedecer se   —3→   distingue de la imposibilidad de resistir.

P. ¿Qué entendemos por Príncipe?

R. La persona o personas en quien reside la suprema potestad civil.

P. ¿Qué quiere decir que la potestad y autoridad del Príncipe viene de Dios?

R. No se habla del origen universal que traen de Dios todas las cosas, sino de un origen particular, en un sentido opuesto a los que dicen que la autoridad del Príncipe viene del pueblo21.

P. ¿Qué es comunicación inmediata de la potestad de Dios?

R. La participación de la potestad de Dios, obrada inmediatamente por Dios sin dependencia de criatura alguna.

P. ¿Es tan inmediata esta comunicación de la potestad temporal, como la de la potestad espiritual?

R. Tan inmediata sí, porque ambas son comunicadas inmediatamente por Dios, aunque hay gran diferencia entre la una y la otra.

P. ¿Según eso hemos de juzgar de la potestad de los Reyes como de la de los Obispos?

R. Aseméjanse estas dos potestades en el origen divino que tienen la una y la otra22, no pudiendo   —4→   ser conferidas por los hombres. En el lenguaje de la Iglesia el Rey tiene en sí estampada la imagen de Dios, como el Obispo la de Cristo23. Pero no hemos de juzgar del mismo modo de la una y de la otra en cuanto a la naturaleza de la potestad, porque son cosas enteramente distintas: ni en cuanto a los fines porque se instituyeron, ni en cuanto a los medios por donde se comunican: porque la potestad espiritual se confiere en el Sacramento del Orden, y la temporal por otros medios dispuestos por la divina Sabiduría para la conservación del orden en la sociedad.

P. ¿Pues para el gobierno de las cosas humanas no bastaba una jurisdicción de origen humano?

R. El hombre por el pecado perdió todo dominio y potestad sobre las cosas humanas. Así como ahora no hay bien ninguno ni felicidad temporal, al cual tenga derecho el hombre, y que no posea por puro don y misericordia de Dios24: así tampoco hay potestad de un hombre sobre otro, a la cual tenga derecho hombre ninguno, si no se lo da el Señor universal y absoluto de los hombres, como después veremos. Por otra parte el desorden que ocasionó el pecado entre los hombres, tampoco se podía curar por la jurisdicción del mismo   —5→   hombre desordenado, de cuyo remedio se trataba, sino por la sabiduría del que es principio de todo orden25, el cual solo sabía ordenar a la criatura suya desordenada26.

P. ¿Es lo mismo decir que la autoridad suprema viene de Dios, que decir que a Dios solo toca elegir y nombrar al Príncipe?

R. No. Una cosa es la elección del Príncipe, y otra el origen de la potestad del Príncipe. El origen divino de la autoridad del Príncipe no se opone a las formas particulares de la elección del Príncipe que tienen algunos reinos.

P. ¿Por autoridad pública entendemos siempre la que reside en uno solo?

R. No. Entendemos la que reside en las cabezas del Estado, sea una o muchas, según el establecimiento de gobierno recibido y establecido en él.

P. ¿Por autoridad pública entendemos siempre la que cede en pública utilidad?

R. La autoridad pública siempre se ordena a la pública utilidad, aunque por el abuso del que la tiene pueda ceder en daño27.

P. ¿Qué entendemos por sumisión al Príncipe?

R. La obediencia y respeto que se debe por   —6→   derecho divino a la pública autoridad28.

P. ¿Qué entendemos por legítima autoridad?

R. La que se halla establecida conforme a la ley.

P. ¿Es ilegítima la autoridad así establecida, si se estableció por medios ilegítimos?

R. No. En llegando a establecerse así, ya no lo es. Aun a esta potestad se debe obediencia y respeto en el sentido que explicaremos después. Porque Dios recibe bajo su protección todos los gobiernos legítimos, de cualquier manera que se hayan establecido.

P. ¿Qué entendemos por obediencia?

R. La sumisión a la legítima autoridad.

P. ¿Y por respeto?

R. La veneración de la legítima potestad29.

P. ¿A qué autoridad pública se debe la obediencia y el respeto?

R. Cada pueblo debe estos oficios a la legítima autoridad pública y al gobierno que en él se halla establecido.

P. ¿Qué entendemos por unidad en las cosas compuestas de muchas partes?

R. La que hace que estas partes de que se componen, no se dividan entre sí.

P. ¿Qué entendemos por unidad en la sociedad?

R. La que mantiene en ella la conexión de   —7→   los miembros que la constituyen30.

P. ¿De cuántas maneras es esta unidad de la sociedad?

R. De tres, unidad de origen, unidad de fin, y unidad de constitución.

P. ¿Qué quiere decir que la sociedad es una en el origen?

R. Que es uno el principio de la autoridad de la cabeza y de la subordinación de los miembros.

P. ¿Qué quiere decir que es una en el fin?

R. Que la sociedad se ordena a un solo fin, que es la felicidad pública31.

P. ¿Qué quiere decir que es una en su constitución?

R. Que la cabeza de ella y los miembros de que se compone, no forman sino un solo cuerpo32.

P. ¿En qué sentido hablamos nosotros de la unidad?

R. Cuando hablamos de la unidad de la sociedad, la consideramos con estos tres respectos.

P. ¿Qué es ley eterna?

R. La razón suprema de Dios por la cual es   —8→   justo que todas las cosas estén muy ordenadas33.

P. ¿Por qué se llama eterna?

R. Porque ningún acaso o violencia o trastorno puede hacer que no sea justo este orden34.

P. ¿Qué entendemos por orden?

R. La disposición que tienen entre sí y respecto de las demás, todas las cosas que Dios ha establecido35.

P. ¿Qué es orden del Estado?

R. La harmonía de las partes que lo componen, dirigida a la paz y felicidad pública.

P. ¿En qué consiste esta harmonía?

R. En la unión de sus diferentes miembros, no propasándose el uno al oficio del otro, y ayudando cada cual por su parte a la conservación de todo el cuerpo36.

P. ¿Qué quiere decir que el súbdito inobediente a las legítimas potestades se opone al orden de Dios?

R. Que no solamente es enemigo de la sociedad civil de la cual es parte, esto es, del Estado o Reino donde nació, sino también de sí mismo, y de todo el género humano comprehendido en el   —9→   orden de Dios, y del mismo Dios que estableció este orden37.

P. ¿Qué entendemos por Religión cuando hablamos de la que perfecciona y asegura los Estados?

R. Hablamos de sola la verdadera, que es la Religión Católica38, en la cual solamente reside el magisterio de la verdad39, y el vínculo de la caridad, de donde resulta la conservación de la unidad.

P. En qué sentido hablamos aquí de la filosofía.

R. No hablamos de la filosofía verdadera que se somete a la revelación, sino de otra indigna de este nombre, la cual pretende alumbrar el entendimiento, y enderezar el corazón, y curar los males generales y particulares del humano linaje sin contar con la Religión verdadera.

P. ¿Qué entendemos por derechos del hombre?

R. La acción que el hombre tiene por su naturaleza a alguna cosa.

P. ¿Y a qué cosas tiene el hombre derecho por su naturaleza?

  —10→  

R. El hombre en el estado de la inocencia tenía derecho a todo aquello que le era necesario para su conservación, y conseguir el fin para que Dios lo había criado.

P. ¿Y después del pecado a qué tiene derecho el hombre?

R. El hombre de por sí ya no tiene derecho sino al castigo, a su ruina y a su aniquilación. El que injustamente se desordena en los pecados, justamente es ordenado en los castigos40.

P. ¿Pues cómo vive y subsiste ahora el hombre?

R. Por pura misericordia de Dios.

P. Mucha novedad me causa esta doctrina.

R. Esa novedad solamente la puede causar la ignorancia de la Religión.

P. Deseo ver declarada esta doctrina.

R. Crió Dios al hombre recto: en aquel primer estado su razón obedecía al Criador, y era obedecida del cuerpo41: pecó quebrantando el precepto de Dios, y por el pecado mereció perder el buen uso de la libertad que había él corrompido hallando deleite en el abuso de ella, esto es, en el pecado42. Con el abuso de su libertad mereció   —11→   perder el derecho a todos los demás bienes naturales que recibió en la creación, haciéndose digno de ser abandonado por Dios eternamente, y castigado con pena sin fin43.

P. Gran diferencia hay entre estos dos estados del hombre.

R. A la primera vida del hombre criado sucedió la pena del hombre condenado44.

P. ¿Pues aquellos fueros del primer estado los perdió el hombre para siempre?

R. Esto mereció el hombre, si no hubiera querido Dios que resplandeciese su misericordia en la reparación de los indignos45.

P. ¿Acaso hizo Dios que el hombre por sí solo recobrase la justicia perdida?

R. No se repara el hombre con fuerzas que no tiene, ni con méritos de que él mismo se despojó pecando46.

  —12→  

P. ¿Pues quién lo volvió al estado de la justicia?

R. La gracia de Dios por Jesucristo.

P. ¿Y qué fueros son los que hemos de considerar ahora, en el hombre?

R. No los que considera la filosofía en el estado de la naturaleza pura, que no es posible, ni los que le correspondían en el estado de la naturaleza inocente; sino los que considera la Religión en el estado de la naturaleza arruinada por Adán, y reparada por Cristo47.

P. ¿Pues cómo se llamarán los derechos del hombre redimido?

R. Aunque son ellos en sí naturales, porque sanan la misma naturaleza que estaba enferma; en el origen son sobrenaturales, porque los debe el hombre a la gracia de Cristo.

P. ¿La libertad pertenece a los derechos del hombre?

R. Se distinguen varios géneros de libertad: libertad natural, libertad moral o libre albedrío, libertad civil, libertad del pecado, libertad de la miseria etc. En el estado de la inocencia gozaba el hombre de todos estos géneros de libertad: por el pecado aunque no perdió enteramente la libertad   —13→   natural, supuesta su existencia y conservación debida a la misericordia de Dios, ni tampoco perdió la moral, aunque ésta quedó por extremo debilitada y inclinada a lo malo48, quedó sujeto al pecado y a todas las miserias que son consiguientes a él.

P. Los filósofos libertinos cuando dicen que el hombre nació libre, ¿en qué sentido hablan de la libertad?

R. No hablan de la libertad esencial del hombre que consiste en la naturaleza del libre albedrío, ni de la libertad de servidumbre que se opone a la esclavitud, sino de la libertad civil que se opone a la subordinación a la legítima autoridad, y por otro nombre se llama independencia.

P. ¿Y esta libertad es natural al hombre?

R. No, porque ni tiene derecho a ella, ni es compatible con el orden de las potestades establecido por Dios.

P. ¿Qué diremos de los que dan por supuesta en el hombre esta libertad?

R. Que hablan de una cosa fingida.

P. ¿Pues el considerar al hombre con este derecho, no es útil para conocer la condición de la sociedad?

R. Lo sería para divertir al pueblo con un sueño lisonjero, no para enseñarle la verdad.

P. Los que discurren de esta suerte, prescinden del lenguaje de la Religión.

  —14→  

R. Sí, y por eso se apartan de la verdad. La Religión no habla sino el lenguaje de la verdad; los que se apartan de él, se apartan de la verdad49.

P. Si eso fuera así, aun para las ciencias naturales habríamos de usar del lenguaje de la Religión.

R. No se sigue eso. Lo que se sigue es, que ni en las ciencias naturales, ni en la política, ni en la legislación, ni en otra cosa ninguna podemos usar lenguaje contrario a la Religión. Esto sí que es certísimo. Porque todo lo que es contra la Religión, es contra la verdad: y una verdad no es contraria a otra. De tal manera sirven las ciencias humanas a la Religión, que por necesidad ha de ser falso lo que se opone a ella, y malo lo que desdice de su espíritu50.

P. ¿Qué es subordinación a la legítima autoridad?

R. La sumisión y obediencia de los súbditos a las cabezas del Estado, compatible con la libertad esencial del hombre, y con la de servidumbre.

P. ¿Cuántas especies hay de igualdad entre los hombres?

R. Tres. Igualdad natural, que consiste en la naturaleza, y comprehende a todos los hombres: igualdad cristiana, que consiste en la vocación a la   —15→   Fe, y comprehende a todos los Cristianos: igualdad civil, que consiste en la condición, y comprehende a los que pertenecen a un mismo grado u orden en la sociedad.

P. ¿La desigualdad civil se opone a la igualdad cristiana?

R. No se opone a esta igualdad, y menos a la natural.

P. ¿Y se opone a la subordinación civil?

R. Tampoco; porque no hay repugnancia ninguna en que muchos miembros de un mismo cuerpo sean desiguales entre sí, estando todos ellos sujetos a una sola cabeza.

P. ¿Hay de esto algún ejemplo sensible?

R. Sí; el del cuerpo humano, cuyos miembros siendo desiguales entre sí, y teniendo distintos oficios51, están sujetos a una sola cabeza.

P. ¿Hay otro ejemplo más autorizado que este para los Cristianos?

R. Sí; el de la Iglesia Católica, en la cual ha puesto Dios muchedumbre, diversidad y dependencia mutua de los Ministros y demás miembros que la componen, fundando todo esto sobre la piedra Jesucristo52.

P. ¿Qué nos enseñan estos ejemplos del cuerpo natural y del cuerpo místico?

R. Que por el orden y subordinación ha querido Dios que se asegure y subsista la paz de las familias, de las comunidades y sociedades públicas, y de los Estados.

  —16→  

P. ¿Esta desigualdad civil es útil al Estado?

R. De ella se vale Dios para la conservación de la unidad por el ejercicio de la caridad.

P. ¿Cómo es esto?

R. Ayudando cada uno de los miembros al bien del otro, dándole el auxilio de que tuviere necesidad, y gozándose con su prosperidad53.

P. ¿Qué es política?

R. La prudencia que enseña y procura la conservación del orden civil así en las cabezas del Estado, como en los miembros, y promueve en él la felicidad verdadera.

P. ¿Toda prudencia ayuda a la política?

R. No. Hay prudencia enemiga de la verdadera política.

P. ¿Y cuál es esa prudencia?

R. La del siglo enemiga de Dios, que ni está ni puede estar sujeta a las leyes de Dios54.

P. ¿En dónde se echa de ver esa prudencia?

R. Muy claramente se descubre en las obras del amor propio, el cual prefiere su desorden al orden establecido por Dios: en las doctrinas que tiran a disolver el vínculo del Estado: en la vanidad de la elocuencia, de la ciencia y del espíritu de los falsos filósofos55.

P. ¿En qué prudencia estriba la verdadera política?

R. En la prudencia del Evangelio, que mantiene la unidad de la sociedad con las leyes de la caridad.



  —17→  

ArribaAbajoCapítulo II

Origen de la sociedad civil. Estado político del hombre en la inocencia original


P. ¿El hombre fue criado por Dios para vivir solo?

R. Aunque el hombre pecó, no alteró Dios los designios que tuvo en su creación acerca de la sociedad en que había de vivir con otros hombres.

P. ¿De dónde constan estos designios de Dios?

R. De la primera sociedad instituida por Dios entre el hombre y la mujer, y de la que se sigue de ésta entre el padre y los hijos56, de las cuales comenzaron a derivarse las varias especies de sociedades que hay entre los hombres: destinó, pues, Dios al hombre a la sociedad por naturaleza, y también por ley.

P. ¿Qué quiere decir que el hombre es destinado a la sociedad por naturaleza?

R. Que nace ya asociado a otros hombres57.

P. ¿Qué quiere decir que es destinado a la sociedad por ley?

R. Que grabó Dios en su corazón los vínculos que lo unen con los demás hombres.

P. ¿Esto se entiende sólo de la sociedad conyugal y de la paternal?

  —18→  

R. No. Uno mismo es el origen de los varios vínculos que unen a los hombres en sociedad por distintas maneras.

P. Declarad cómo el hombre nace ya unido con los otros hombres con ciertos vínculos naturales que no penden de su elección y arbitrio.

R. El que considerare la hermosura del mundo en las criaturas, y el ser necesario que las sacó de la nada, y observare la dependencia que tienen de Dios, y el orden de ellas entre sí, advertirá desde luego en el hombre varias relaciones que lo unen por una parte con el Criador, y por otra con las criaturas por varios modos, según las distintas naturalezas de ellas, o superiores, o iguales, o inferiores a la suya.

P. ¿A cuántas clases pueden reducirse los respectos que tienen los hombres entre sí, fuera de la sociedad conyugal y la paternal?

R. A dos, de donde nacen dos especies de sociedad, que son la sociedad natural entre un hombre y su semejante, y la sociedad política y civil de muchas familias unidas entre sí, que forman un pueblo o nación.

P. ¿Puede el hombre desprenderse o desentenderse de estos respectos?

R. De la dependencia que tiene de Dios, claro está que no. Impío es el que separa a Dios de su obra. De los vínculos con que está unido con las demás criaturas, tampoco puede desentenderse sin quebrantar la ley eterna de Dios, de donde nace el orden que hay entre las partes del mundo.   —19→   Destruiríase la armonía del universo, si las partes que lo componen, quebrantasen las leyes del orden, y las mutuas relaciones que tienen entre sí. Igualmente parecería la sociedad de los hombres, si cada uno de ellos se desentendiese de los vínculos que lo unen con los demás.

P. Por eso diría Cicerón, que no nace el hombre para sí solo: mas divide los oficios de su ser con la patria, con los padres y con los amigos.

R. Por eso lo dijo ciertamente. De suerte que aun muchos filósofos que no tuvieron Fe, entendieron el clamor de la naturaleza, que exige la unión de los hombres entre sí, para que dure el orden establecido por Dios en la sociedad.

P. ¿Pues no enseñan generalmente todos los filósofos que el hombre nace para la sociedad?

R. Sí; en las palabras convienen con nosotros, mas no en la realidad. Enseñan algunos que nace el hombre capaz de formar sociedad con sus semejantes; pero que está en su mano establecer esta sociedad cuando él quiera. Nosotros no sólo decimos que es capaz el hombre de formar sociedad con sus semejantes, sino que desde su nacimiento está de hecho y de derecho asociado con ellos, según la voluntad suprema del Criador: que ésta es merced que le ha hecho Dios sin consultar con él, antes que él fuese capaz de conocer y elegir por sí lo bueno y lo malo.

P. Luego el hombre en el estado en que Dios lo crió, ¿necesitaba de otro que lo gobernase en la sociedad civil?

  —20→  

R. La sociedad humana en el estado de la inocencia fuera sociedad de unión, sin rastro de división ni discordia.

P. ¿El hombre inocente fuera obligado por leyes humanas a cumplir los oficios de la sociedad?

R. El hombre en el estado de la justicia no hubiera tenido necesidad de fuerza que lo constriñese a la conservación del orden político. A solo Dios hubiera tenido por señor, dominando él a las demás criaturas inferiores. Quiso Dios que la criatura racional hecha a su imagen dominase solo a las criaturas irracionales, y no a los otros que eran iguales a él en la naturaleza58. Éste era el orden de la primera creación, el cual fue trastornado con la culpa59. En lo uno se vio lo que pedía el orden de las criaturas60, en lo otro lo que exige el mérito del pecado61.

  —21→  

P. Bien entiendo cómo el pecado trastornó en el hombre el orden moral: quisiera saber cómo trastornó en la sociedad el orden político.

R. El pecado atrajo al hombre la ignorancia y la ceguedad penal, y sobre esto introdujo en el mundo la confusión y el desorden, abriendo la puerta a las pasiones injustas y desordenadas: Esta división del hombre contra sí mismo es pena del amor que tuvo a la insubordinación62. El hombre pecador no tiene mayores enemigos en el orden político que los otros hombres. La concupiscencia que lo ciega y desordena en el orden moral, es fuente inagotable no sólo de la ignorancia que lo inhabilita para gobernarse a sí y a otros, más también de envidias, de odios, de celos, de usurpaciones, de venganzas, de homicidios, y de otros males que se oponen a la seguridad y a la paz y al buen orden del Estado. El señorío de las pasiones lleva al hombre a la insubordinación63, cierra sus ojos a la luz de la razón, lo hace sordo al clamor de la conciencia, ahoga en él los sentimientos de la humanidad, hace que no tenga más ley que sus pasiones, preparado a sacrificarlo todo al propio interés, y a cometer cualquier atentado contra el que resiste a su injusto deseo.

P. De aquí se sigue que el pecado dañó al   —22→   hombre, no que trastornó el orden de la naturaleza.

R. En Adán pecó su posteridad. El pecado vino a ser en el hombre como una segunda naturaleza. La naturaleza sana enfermó; la ordenada se trastornó. Esta naturaleza es el humano linaje64.

P. ¿Para restablecer en el género humano este orden político es necesaria la pública autoridad?

R. Los hijos de Adán heredamos de nuestro padre el amor a la independencia, de donde nació su pecado. La subordinación corrige y refrena en nosotros este afecto, y nos preserva de sus daños65. Esta subordinación no puede establecerse ni asegurarse, a no haber autoridad y poder que la haga observar. Por eso no es duradera la sociedad donde unos hombres no estén sujetos a otros. La independencia y la anarquía conspiran a la ruina y disolución de la sociedad. No hay sociedad donde cada cual sin temor de freno ni de castigo da rienda a sus pasiones y antojos, donde no hay orden ni vínculos civiles, ni policía, ni seguridad.

P. Ahora veo como el pecado trastornó el orden de la sociedad, y como nació de aquí en el hombre la necesidad de sujetarse al señorío de otro fuera del de Dios.

R. Así es. Con la esclavitud del demonio, a   —23→   que se sometió voluntariamente pecando66, se echó al cuello otras muchas cadenas. Del pecado viene la necesidad de la sujeción coactiva al orden civil con que se gobierna y se tiene a raya la muchedumbre de los hijos de Adán, desordenados y ciegos por el pecado de su primer padre. La condición del vasallaje y de todo lo que es subordinación coactiva a otro hombre en el orden civil, se impuso al pecador, y no al inocente. Mereció esto la culpa, y no la naturaleza67.

P. Según eso si el hombre no pecara, la sociedad civil del humano linaje hubiera sido sociedad sin subordinación.

R. No. Subordinación siempre la hubiera: pero la rectitud de la justicia original, como queda dicho, conservaría a cada cual en su grado, sin necesidad de autoridad humana que a ello lo constriñese. La ley eterna de Dios, que estableció aquella sociedad con el orden que le era debido para su conservación, sería perfectamente observada. Lo que decimos de los justos, que a ellos   —24→   no fue puesta la ley68 para sujetarse al orden de Dios en la sociedad, sino que su misma justicia los sujeta; eso podemos decir de la justicia original, que ella era la ley que conservaría el orden entre padres e hijos, y los demás que tuviesen entre sí alguna desigualdad natural o política.

P. Quisiera ver declarado esto con algún ejemplo.

R. La sociedad paternal y doméstica entre Adán y sus hijos, a pocas generaciones hubiera venido a parar en una perfecta sociedad civil. De cada uno de estos estados fueran Príncipes los padres y cabezas de las familias. A ellos hubiera tocado, examinado el talento y disposición de sus descendientes, destinarlos o inclinarlos a los oficios privados y públicos de aquella sociedad para que fuesen más a propósito. Obedeceríanles los inferiores con grande amor así en esto como en lo demás que les mandasen, contribuyendo perfectamente a la conservación del orden político. De esta suerte la justicia original haría buenos ciudadanos a los superiores y a los súbditos, conspirando cada uno de ellos a la felicidad pública sin la menor repugnancia.




ArribaAbajoCapítulo III

Restablecimiento del orden político que destruyó el pecado


P. ¿Fue el hombre quien introdujo este remedio   —25→   de la subordinación coactiva para ordenar la sociedad civil después del pecado?

R. No. Sucedió al hombre en la sociedad civil lo que a la mujer en la sociedad conyugal, a la cual después del pecado impuso Dios esta ley: Sujeta estarás a la potestad de tu marido, y él se enseñoreará de ti69.

P. Declaradme como este orden viene de Dios.

R. El remedio de los males que causó el pecado en el orden político, sólo puede venir del que remedió los daños que el mismo pecado hizo en el orden moral70. El hombre pecó, y pecando trastornó en sí y respecto de sus semejantes el orden de la primera creación. La misericordia de Dios halló los medios de quitar del mundo el pecado, y de reparar con una nueva hermosura y armonía del humano linaje, el desorden que en él había introducido el pecado71.

P. ¿Y cómo se hizo esto?

R. Para refrenar la licencia y desenfreno de las pasiones, y restablecer en alguna manera la seguridad y la tranquilidad pública72, de que no podría   —26→   ya gozar el hombre pecador abandonado a sí mismo; Dios con paternal providencia dividió el universo, esto es, el linaje de los hombres en muchos Estados73, cada uno de los cuales fuese gobernado por una potestad suprema74, encargada de establecer leyes para el bien del Estado, de hacer justicia a sus súbditos, de poner fin a sus desavenencias, de castigar los delitos, de galardonar el mérito y la virtud, de proteger el Estado contra sus enemigos exteriores e interiores, de amparar a los débiles contra las violencias de los malos75, de conservar a cada uno sus bienes y su libertad76, en una palabra, de ayudar con su autoridad y potestad al restablecimiento del orden público de la sociedad, que quedó trastornado por la primera culpa.

P. ¿No bastaba que Dios hubiese inspirado a los hombres el pensamiento de establecer las potestades temporales?

R. No bastaba esto. El restablecimiento del   —27→   orden temporal en el hombre caído no podía ser obra del mismo hombre77, sino de la sabiduría infinita de Dios78. Y así el que no quiere ser comprehendido en la subordinación a las potestades ordenada por Dios, renuncia a los derechos que tiene en la sociedad civil, como miembro de ella79.

P. Pues para curar el desorden que el pecado introdujo en la sociedad, ¿no le quedaba luz y brío a la naturaleza?

R. Para restablecer la concordia en la sociedad civil, era necesario contener las pasiones desordenadas por el pecado, lo cual no puede hacer el hombre sin el freno de una autoridad superior a él80. Por donde el restablecimiento universal del   —28→   orden político en el estado de la naturaleza caída, es obra de un poder y de una sabiduría superior al poder y a la sabiduría del hombre81.

P. ¿No bastaba que Dios por medio de la unidad del hombre primero recomendase a los demás la concordia?

R. No. La naturaleza podrá recordar al hombre caído la unidad de su origen, por cuyo medio le recomendó Dios la concordia y el vínculo de la sociedad82. Mas restablecer en la sociedad esta misma concordia, es obra del que cura en la naturaleza las miserias generales a que la sujetó el pecado83. La subordinación, pues, que es remedio contra el desorden del pecado, es ordenada por   —29→   el Autor del orden inviolable con que subsisten todas las cosas84.

P. Creía yo que Dios solo cura el desorden moral del pecado; mas que el desorden civil lo había restablecido el hombre con su propia industria.

R. No todo lo dejó Dios a la naturaleza85. El hombre ciego y desordenado podrá por sí solo curar una ceguedad con otra ceguedad, evitar un desorden substituyendo otro desorden. Curar el desorden general de la sociedad civil, restaurando en ella el orden general, y estableciendo los medios por donde a él se llega, y la conexión mutua de estos medios, sólo puede ser obra de la providencia universal, que conserva y ordena todas las cosas86.

P. Así como el hombre inocente por sí solo pudiera haber conservado el orden de la sociedad, ¿no pudiera el hombre caído por sí solo restablecer este orden?

R. Mal argumento es el que de las fuerzas del   —30→   poderoso infiere las del flaco, y de la robustez del sano la del enfermo. Esto aun cuando el hombre inocente por sí solo pudiera haber conservado el orden de la sociedad, lo cual no es así. El hombre que recibió inmediatamente de Dios la integridad de la justicia original, y no podía permanecer en este estado sin la ayuda de Dios; recibió también de él inmediatamente el orden de la sociedad, esto es, la unión indisoluble con los otros hombres, que era efecto necesario de esta misma justicia, y sin la asistencia de Dios no podría conservar este orden. Pues así como después del pecado no puede sin la gracia del Redentor recobrar la justicia, que no pudiera antes conservar sin la asistencia del Criador87; de la misma suerte no puede ahora sin el establecimiento de Dios volver al orden general de la sociedad, que en el estado de la inocencia no pudiera haber conservado sin la providencia del mismo Dios. Y así el medio por donde vuelve el linaje humano a este orden general, que es el establecimiento de la suprema potestad, la autoridad del Príncipe, y el respeto y subordinación de los súbditos, por donde se evita el desorden y confusión de los pueblos, es obra del orden de Dios88,   —31→   y de su bondad89 y sabiduría90.

P. Si el restablecimiento del orden político tiene tan íntima dependencia del establecimiento del orden moral que viene de Dios, sólo cabrá orden político en los que son llamados a la Fe verdadera.

R. De la unión íntima que tiene el Estado con la Religión, hablaremos después. Baste saber ahora, que no es necesaria la Fe para el ejercicio de algunas virtudes morales que se ordenan al orden político. Tales son por ejemplo la piedad humana, la justicia, la obediencia. Pero aun éste es beneficio de Dios. Según el lenguaje de los Santos, nadie nace sin Cristo. Con la misma naturaleza inspira Dios al hombre un cierto conocimiento de él, y unas como semillas de las virtudes, por donde muchos aun sin la Fe y el Evangelio de Cristo hacen algunas cosas sabiamente, y aun en cierto modo santamente91.



  —32→  

ArribaAbajoCapítulo IV

La libertad que recobramos en Cristo no destruye la subordinación civil a las públicas potestades


P. Para considerar al hombre con las exenciones que competen a la nobleza de su ser, ¿no pudiéramos prescindir de lo que perdió en Adán?

R. La filosofía yerra en esto como en otras muchas cosas. Trata de los fueros del hombre, y se desentiende del daño que puso la culpa en su naturaleza. Da reglas para el concierto del entendimiento y de la voluntad, y no cuenta con la gracia, que es la que alumbra el entendimiento y rectifica la voluntad.

P. Estaba yo creyendo que el estado actual de la naturaleza no es cuestión en que interesa la filosofía, y que de esto podía prescindirse sin menoscabo de la verdad, y sin error92.

R. Aun es este mayor engaño que el pasado. Tratar del hombre y de sus fueros, y prescindir del estrago que en él hizo la culpa, y de los bienes que recobra por la gracia, es desentenderse del pecado y de la gracia, esto es, de la substancia   —33→   y cimiento de nuestra Fe93. La filosofía cristiana no puede desentenderse de la miseria de Adán, ni de la misericordia de Cristo. No trata del hombre en un estado imaginario y falso, sino en un estado real y verdadero: no como lo finge la razón, sino como lo cree la Religión. Si es verdadera, como lo es, la fe del pecado original y de la gracia medicinal; se burla del hombre primero, y es ingrato al hombre segundo el que supone la naturaleza en un estado que no le concede la Religión94.

P. Oía yo decir que la filosofía aboga por la libertad del hombre, y señala los caminos de alcanzarla.

R. Aun cuando la filosofía abogase por la libertad esencial del hombre, esto es, por el libre albedrío que obra con razón, con reflexión, por deliberación, y no movido del instinto o de la necesidad como las bestias; sería digna de corrección en esta parte. Porque el hombre pecando fue herido   —34→   en la libertad, como diremos después, y castigado con la ceguedad penal, y con la flaqueza. Los falsos filósofos no se contentan con eso: confunden la libertad esencial con la independencia viciosa y absoluta; pretenden que el hombre nazca libre, esto es, suelto de toda obligación natural, y que así permanezca mientras por propia elección y consentimiento no haga un contrato con la sociedad en que quiere vivir. Así se trueca la idea verdadera de la libertad con otra idea falsa, injuriosa a Dios, y a la humana naturaleza.

P. Según eso en vano esperamos ver corregida la libertad por la filosofía.

R. A esto sólo puede ayudar la filosofía cristiana. Porque ella se aprovecha del conocimiento de las criaturas, para llevarnos al principio sin principio, y nos hace entender cuanto hizo por nosotros el que quebrantó las cadenas de la antigua servidumbre, y con la Fe derramó por los pueblos la verdadera libertad95.

P. A los que proponían estas máximas de libertad, no oía yo decir que fuese cristiana su filosofía.

R. Pues de esa filosofía nos hemos de guardar   —35→   todos96: promete lo que no da97: con razón la llaman falsa los Santos98, y la Escritura nos manda apartarnos de ella99. Soberbios son los que la siguen: aman en ella no la verdad, sino la vanidad100. Ensálzanse por lo que reciben, y pierden lo que tenían: creen que la ciencia los hace sabios, y no son sino necios101.

P. Con que debemos siempre huir de estos filósofos.

R. No. Lo que el Cristiano debe hacer es comparar la doctrina de ellos con la de la Religión102, y apartarse de sus máximas cuando no se conformen con ella103.

  —36→  

P. Poned de esto algún ejemplo.

R. La filosofía que prescinde de la Religión, dice que el hombre es libre, y no depende de nadie para hacer como se le antoje todo lo que pertenece a los derechos de su conservación, y al instinto de su perfección y de sus propiedades: que en orden a todas estas cosas tiene por derecho libertad para pensar y juzgar como quiera: que para la recuperación y la defensa de estos fueros, goza de otro nuevo fuero, por el cual puede usar de fuerza en caso necesario. Así habla la filosofía. La Religión por el contrario enseña que el hombre abandonado a semejante libertad es ciego y loco, necesitado de guía y de freno: niega que el hombre tenga esa licencia para hacer todo lo que se le antoja necesario para conservar estos derechos imaginarios con que lo ensoberbece la filosofía: y sobre todo esto, condena en los miembros de la sociedad la violencia que les permite la filosofía para conservar y recuperar estos derechos. Así se comparan las máximas de la Religión con las de la filosofía. No puede autorizar la filosofía como fueros del hombre los que la Religión califica de desafueros.

P. ¿Por qué causa se desentiende de la Religión,   —37→   y aun la persigue la política de estos filósofos?

R. Si la Religión no tuviese el influjo real y verdadero que tiene en la felicidad del Estado, mas fuese una ciencia de pura curiosidad, y ajena de los intereses de la sociedad; tal vez la filosofía no la hubiera perseguido. Mas viendo que la Religión condena a los que no la siguen, y pone tasa en los deseos de los que la siguen, para que nadie se propase a quebrantar en la sociedad el lazo indisoluble del orden que la conserva; trató no de sujetarse a ella, sino de prescindir de ella, y de ordenar sin sus máximas el Estado.

P. ¿Tiene necesidad la Religión aun para fomentar el orden político de las máximas buenas y útiles de la filosofía?

R. No las necesita, pero se aprovecha de ellas como de cosa propia suya104. Por lo demás la filosofía con sus principios no puede hacer a la sociedad bien ninguno, que no lo haga con mayor seguridad y utilidad que ella la Religión105: y la Religión hace muchos bienes a la sociedad, que no puede ni debe esperarlos de la filosofía106.

  —38→  

P. Dadme algún ejemplo de esto.

R. Los filósofos que se desentienden de la Religión y de la otra vida, sientan por principio que el hombre tiene derecho de propiedad sobre todo lo que adquiere, para emplearlo en otro derecho que ellos le suponen, de adquirir nuevas comodidades y deleites. La Religión prueba de un modo invencible que el hombre por el pecado perdió el derecho de propiedad sobre todas las cosas, que iba anexo al estado de la inocencia; y al mismo tiempo destruye el fin torcido que ella concede al uso de los bienes del mundo, pone freno a la codicia y a la liviandad que atiza la filosofía, prescribe la recta administración de las riquezas, para que de ellas usen los ricos según las leyes con que por pura gracia se las concede ahora el Criador, para que en esto procedan como administradores: inspira con grande esfuerzo la lástima de las necesidades privadas y públicas, el amor de la beneficencia, la limosna que disminuye las miserias del Estado: a los que abusan de las riquezas amenaza con la cuenta estrechísima que de ellas les ha de tomar el que se las dio. Estos correctivos pone la Religión a la filosofía, para que la administración de los bienes terrenos no venga a ser una injusticia pública, y una invasión violenta del patrimonio común, y puerta abierta de muchos y muy graves delitos.

P. En esto que decíamos de los fueros y exenciones del hombre, creía yo que ayudan los filósofos al bien de la sociedad.

  —39→  

R. No ayudan por cierto. Siempre son sospechosos, y casi siempre enemigos de la humanidad los que ensalzan mucho la naturaleza. No merece ser alabada la que pecó, y pecando cayó, y cayendo quedó herida en la libertad por que estos abogan107. No respira ya el hombre el aire suave de aquella sana libertad, ni goza de la pureza de la verdad, ni llega por sí solo a aquella altísima sabiduría, que permaneciendo en sí misma, gobierna todas las cosas. ¿Qué fueros quedan en la cautividad? Confiésala la Fe. ¿Qué diremos de los que no la conocen108?

P. Ahora veo cuán injusto es que los que se fingen defensores de los derechos del hombre, no cuenten con la ruina que nos causó el pecado.

R. Injusto es por cierto hablar ahora del hombre como si no lo hubiera engañado la serpiente, ni hubiera despreciado y ofendido a su Hacedor: equivocar la miseria del caído con la felicidad del que estaba en pie, la pena postrera del condenado con la vida primera del inocente109: al que no puede cuando quiere, con el que no quiso cuando   —40→   podía: al que tenía entero y sano el poder y el querer, con el mismo cuando por el mal querer perdió el buen poder110. No hay razón que disculpe a los que resisten al orden de la ley eterna, haciéndose elogiadores de la naturaleza flaca111, de la enemiga de Dios, de la que por el libre albedrío se vendió a la tiranía de la maldad112, de la que siendo fabricada por las manos de la verdad, se arrojó por el pecado en los días de la vanidad: de la que gastó en sí la imagen y semejanza de Dios con la transgresión de su mandamiento113.

P. Acaso creerán ellos que la filosofía puede curar en el hombre este daño.

R. Peor yerro sería éste. Esto fuera atribuir a la industria de la razón lo que es propio de los medios de la Religión. Si la razón es la enferma, ¿cómo se curará ella misma? ¿Qué presume de sí el hijo de Adán? Si basta la filosofía para librar   —41→   al hombre de la esclavitud del pecado, ¿a qué vino Cristo a la tierra114? ¿Qué necesidad había de que Dios se hiciese hombre, para obrar lo que puede solo el hombre115? No deben, pues, los redimidos del pecado ser agradecidos a la filosofía, sino a la gracia. Al primer hombre pertenecen los primeros cautivos, al segundo los segundos libertados116.

P. Y esta libertad que nos mereció Cristo, ¿restituyó al hombre a la independencia primera?

R. En lo espiritual nos mereció el poder para bien obrar, que nos robó la culpa. En lo civil no trastornó el orden de las potestades necesarias para la conservación de la sociedad en el estado en que puso al hombre la culpa117, mas mejoró el buen uso de la potestad en los superiores, y el de la obediencia en los súbditos118. Así como en   —42→   lo espiritual no hizo a los hombres de siervos libres, sino de malos siervos buenos siervos119: así en lo civil no restableció en los hombres la superioridad y la independencia, mas enderezó en este orden el concierto que destruyeron las pasiones humanas. Hizo que el concierto y orden íntimo de cada persona particular, ayudase al concierto y orden doméstico de su familia: que la paz doméstica contribuyese a la paz civil, el orden privado de las familias al orden universal de las repúblicas, la concordia de los padres con los hijos a la concordia de los Príncipes con los vasallos120. Así ni la igualdad de los hombres en el vicio de la naturaleza que viene de Adán, ni la igualdad en la gracia de la reparación que viene de Cristo, son títulos capaces de turbar el orden político, ni la subordinación de los vasallos a sus Príncipes.

P. He oído que los primeros Cristianos se creían exentos de las potestades terrenas, por la libertad que habían alcanzado de Cristo.

R. No hay documento ninguno auténtico de la antigüedad Eclesiástica por donde conste semejante pretensión en los Fieles. Y si algún particular tuvo este pensamiento, no debe éste imputarse a la Religión, cuya doctrina inspiró siempre la obediencia   —43→   a las potestades, y la fuga de toda conspiración con cualquiera pretexto que fuese. Por el contrario, los Apologistas de la Religión claramente dicen cuan leales y obedientes y sometidos eran los Cristianos a la potestad secular de los Príncipes. De lo cual trataremos adelante.

P. ¿No dice S. Ireneo que el nuevo Testamento es Testamento de libertad?

R. Sí lo dice: mas esto significa que los hijos de este Testamento, sometiéndose a la potestad de sus legítimos superiores, obedecen a Dios, de cuyos siervos está escrito, que poseen lo sumo de la libertad, pues son Reyes. Esta libertad no consiste en la exención de la legítima potestad121, sino en la caridad que ama el orden de Dios, aun en los que abusan de su autoridad.

P. ¿Con que es conforme al testamento de la libertad la sumisión de los buenos a la potestad civil de los malos?

R. Por necesidad ha de ser conforme al Evangelio de Cristo, lo que es conforme al orden de la ley eterna. Este orden, como veremos después,   —44→   dispone que los buenos súbditos honren y sirvan a los superiores malos, cuyos jueces han de ser, hasta el fin perseveraren en la maldad, y con quienes han de reinar para siempre si volvieren al camino de Dios122.

P. ¿Cómo es que habiéndonos recobrado Cristo la justicia, no nos dio la independencia que con ella perdimos?

R. No quiso el Salvador hacer soberbio al hombre. La redención, como luego veremos, no destruyó en los hombres ni la igualdad de la naturaleza, ni la desigualdad de la condición. En lo primero se mostró Cristo médico que sana, en lo segundo médico que preserva. Los que no admiten en sí este orden de Dios, y quieren ser solos en el mando y autoridad, y no sufren el yugo del ajeno poder establecido para la concordia y duración de la sociedad, son enemigos de la paz privada y pública: de ellos hemos de huir123.

P. ¿Por qué decís que la libertad hace soberbio al hombre?

R. El amor de la libertad abre las puertas primero   —45→   al amor de la independencia124, después al deseo de sojuzgar y avasallar a otros125. Tras esto se sigue el amor de la vanagloria, que hace emprender al hombre hazañas indignas de la humanidad, y que tal vez no le vinieron a la cabeza cuando tuvo el primer deseo de la libertad. Por este despeñadero de la libertad cayeron los Romanos en la sima de la desolación. Quisieron primero morir que vivir sujetos. Llegaron a ser libres, parecíales ya poco la libertad; trataron de extender su señorío126. Los males de la guerra asolaron su Imperio: aquellas victorias suyas tan celebradas no fueron gozos sólidos de afortunados, sino vanos consuelos de soberbios miserables, y golosinas que sin pacificar y aquietar sus ánimos, los precipitaron en males mayores que la subordinación que antes quisieron evitar127. Y así se vio claro que no buscaban primero en su seguridad la paz de   —46→   la república, sino la licencia de las pasiones, y el destierro de todo freno y castigo; de suerte que en la prosperidad se corrompieron, y en la adversidad no se corrigieron128.

P. Con que la potestad del que manda, y la sumisión del que obedece, ayudan a la concordia y a la duración de la sociedad.

R. Así es. De la desigualdad civil que estableció Dios entre los que son iguales en la naturaleza129, saca grandes bienes para la sociedad. De la reverencia con que obedecen los menores, y del amor con que mandan los mayores, resulta en el pueblo la armoniosa concordia de la variedad, y la recta administración de los oficios públicos. De tal manera ha dirigido Dios este orden de los diferentes grados al bien de toda la sociedad, que sin él no podría subsistir ninguna república130.

P. ¿Por qué?

R. Porque la subordinación en la desigualdad   —47→   conserva la unidad, sin la cual no puede subsistir ningún cuerpo, sea natural o político.

P. ¿Cómo la subordinación conserva la unidad en la sociedad?

R. Ordenando entre sí los miembros de ella. El orden mantiene la igualdad entre los desiguales, subordinando los inferiores al que es entre ellos superior o cabeza. La desigualdad tiene necesidad del orden, el orden de la subordinación, sin la cual no se conservaría131.




ArribaAbajoCapítulo V

La igualdad cristiana que restableció Cristo, no se opone a la desigualdad civil con que se conserva el orden de la sociedad


P. ¿Cómo se hubiera conservado la igualdad en el estado de la inocencia?

R. Si el humano linaje se hubiera conservado en la primera inocencia, la caridad que moraría en los hombres, hubiera mantenido entre ellos la igualdad en todas las cosas.

P. ¿Y esto por qué?

R. Porque la naturaleza gobernada por la razón y por la justicia original, se contentaría sólo con lo necesario para su propia conservación.

  —48→  

P. ¿Cómo quitó el pecado esta igualdad?

R. El pecado dejó arraigado en el hombre el interés personal y el amor propio, de donde procede el orgullo, la ambición, el ansia de las riquezas, y la envidia. De aquí nació, que los más fuertes y más desordenados, esto es, aquellos en quienes estaban más arraigadas y encastilladas las pasiones, usaron de violencia contra los flacos que no les podían resistir. Levantáronse sobre ellos, y los tiranizaron, usurpándose el señorío y la autoridad. Tomaron las heredades y los bienes de ellos, reduciéndolos a extrema pobreza. De aquí nacieron las revoluciones, las sediciones, las guerras, procurando algunos hacerse dueños de los bienes de los otros, quebrantando el orden de la equidad y las leyes de la providencia divina. A este miserable estado estaba reducido el humano linaje antes que viniese el Hijo de Dios al mundo. La concupiscencia que tenía usurpado el señorío del corazón, había introducido entre los hombres una separación y desigualdad espantosa, haciendo que se tratasen unos a otros como lobos carniceros, y arruinando los cimientos de la amistad, que es la delicia de la vida y de la sociedad civil.

P. ¿Pues cuál fue el designio de Dios en la Encarnación del Verbo por lo que toca a la sociedad?

R. Unir los corazones divididos, y establecer entre ellos igualdad. Para esto publicó el Evangelio.

P. ¿Cómo fue este establecimiento de la igualdad entre los hombres?

  —49→  

R. No dispuso que los Reyes bajasen de sus tronos para ponerse al igual de sus vasallos, ni que los ricos se despojasen de sus riquezas para repartirlas entre los pobres, ni que los poderosos y los grandes del mundo se desposeyesen de su grandeza y de su poder para no exceder en dignidad a la plebe. Nada de esto hizo el Salvador. Las jerarquías del orden político quedaron en el estado que antes tenían. No vino Jesucristo a trastornar ni alterar la armonía del mundo visible.

P. ¿Pues qué igualdad era la que vino él a establecer en la sociedad civil?

R. La igualdad moral que estaba trastornada por el pecado, y ocasionaba desorden en la desigualdad política.

P. Deseo saber cómo esta desigualdad política no se opone a la igualdad moral.

R. La hermosura del universo pide que entre los hombres haya diferentes estados y órdenes. Necesario es que haya grandes, medianos y pequeños, ricos y pobres, quien dé y quien reciba, quien mande y quien obedezca. A la grandeza de Dios pertenece conservar la desigualdad de las condiciones y de las fortunas, por donde viene a resplandecer maravillosamente y por muchas maneras su sabiduría infinita, y el poder de su gracia, sirviéndose de varios medios para encaminar a sus escogidos al fin para que los crió. En medio, pues, de esta desigualdad, y para restablecer el orden que debe reinar en ella, estableció por la virtud de su misma gracia una perfecta igualdad no en las fortunas y en   —50→   las condiciones de los hombres, sino en los corazones de los Fieles, inspirándoles la caridad que poco a poco va apagando en ellos la concupiscencia.

P. Según eso el trastorno de la sociedad civil que nacía de la concupiscencia, sólo lo cura y remedia perfectamente la caridad.

R. Así es. La caridad es la única causa de la venida de Cristo132: sola ella sana al hombre enfermo, levanta al caído, resucita al muerto. Todo el daño que vino a las costumbres por la concupiscencia, lo ahuyenta la caridad. Por donde el único blanco de la divina Escritura es prohibir y condenar la concupiscencia, y recomendar y mandar a todos la caridad133. Así como la tiranía de la concupiscencia tenía a los hombres en perpetua discordia, así por el contrario el dominio suave de la caridad pacífica y une los ánimos divididos, hasta ponerlos en perfecta igualdad, no igualdad política, sino moral, ordenando y arreglando la división de las cosas con un temperamento justo y razonable, e inspirando sentimientos interiores que ayuden a esta misma igualdad.

P. Ahora voy entendiendo la dependencia que tiene de la caridad el orden público estable y permanente.

R. Ésta es cosa en que no cabe duda. Quitada la concupiscencia del corazón humano, los grandes   —51→   bienes de los ricos son ya comunes con los pobres, no teniendo los ricos mayor gozo que partirlos con los pobres. Quita el amor propio, y esta soberbia que hace a cada uno tenerse por más que el otro, y los Reyes mirarán a sus vasallos como a iguales, los nobles no se tendrán por más que los plebeyos. Porque la humildad les hará conocer que todos vienen de un mismo origen, que no son más que polvo, y que se han de volver polvo. A los más bajos del pueblo Cristiano mirarán como hermanos suyos, sabiendo que son como ellos príncipes de la sangre, por decirlo así, esto es, reengendrados en el bautismo por la sangre del Salvador: que tienen un mismo padre que ellos, que es Dios, y que esperan un mismo mayorazgo. Y de hecho así han pensado siempre los Príncipes y Reyes y otros Prelados santos, porque estaban dominados del amor de Dios. Ésta es la intención del Hijo de Dios, cuando por el espíritu de su gracia extermina de los corazones de sus hijos la concupiscencia, para levantar en ellos el trono de la caridad. Hízolos iguales entre sí en el espíritu de adopción y en la calidad de hijos suyos, para que todos igualmente podamos llamarle Padre nuestro134. No destruyó el Señor la diferencia exterior de los estados; sólo atiende   —52→   al hombre interior y a la nueva criatura en Jesucristo.

P. ¿No fuera más fácil que en la ley de gracia se conservase la igualdad moral que debe haber entre los hombres, quitando la desigualdad política en la condición y en la fortuna?

R. A Dios todo le era fácil; pero nos ha dado a entender que la igualdad política no convenía al orden de su providencia. Vese un ejemplo de esto en las criaturas desiguales y de distintas especies que hay en el cielo y en el suelo, de cuyo orden resulta la armonía y la hermosura del mundo.

P. La desigualdad política parece opuesta al espíritu de la ley Evangélica.

R. Ni lo es, ni lo parece, si miramos las cosas con los ojos de la Religión. La ley del Evangelio, que es la caridad, hace que los grandes y los ricos desposeídos del amor de su riqueza y de su autoridad, empleen la una y la otra en beneficio de sus inferiores y de los necesitados: que los inferiores y los pobres consuelen a los grandes y a los ricos sirviéndoles en sus necesidades, obedeciéndoles o guardándoles el respeto debido al lugar que tienen en la sociedad. No consiste, pues, esta igualdad en que la autoridad y la riqueza estén igualmente repartidas entre los hombres, sino en que cada uno en el estado en que se halla, tenga lo necesario para guardar por su parte el orden de la sociedad a que ha querido Dios que contribuyese. La caridad, pues, ordena la desigualdad   —53→   política, no la destruye: la igualdad del amor gobierna sabiamente todas las cosas, dirigiéndolas a un mismo fin, salva siempre la diferencia de estados y condiciones.

P. Esta igualdad de la caridad puede hacer rebeldes a los súbditos contra los superiores. Fácil es que los miembros del Estado aspiren a la igualdad con el Príncipe, alegando que por la gracia cristiana somos todos hermanos en Jesucristo, y por lo mismo iguales delante de Dios.

R. No hay verdad por clara y sublime que sea, de que no pueda abusar la humana malicia. Los verdaderos Cristianos, los que saben ser buenos hijos de Dios, no sacan de estos principios consecuencia ninguna que destruya el orden político. Saben que cada cual debe servir a Dios en su vocación: que esta obligación los estrecha a desempeñar con desvelo y solicitud las cargas de su propio estado: que el vasallo sirve a Dios en su Príncipe: que la caridad suaviza las cargas del propio oficio, que hacía pesadas e insoportables la concupiscencia. Éstas y otras tales verdades enseña y estampa en el corazón la ley de la caridad al que se deja gobernar por la igualdad que ella inspira.



  —54→  

ArribaAbajoCapítulo VI

Opuesta es a los fines de la sociedad la igualdad y la insubordinación civil. Cuánto se yerra en las ideas de la libertad


P. Luego no se ha de buscar igualdad ni libertad fuera del orden establecido por Dios.

R. Así es. La igualdad política destruiría la armonía de la sociedad: la insubordinación o libertad civil quebrantaría los vínculos con que subsiste y se conserva. De la igualdad política nacería la impunidad: la libertad civil vendría a parar en servidumbre. El que aspirase a esta libertad, podría sacudir el yugo que él se figura en la subordinación a la potestad; pero en retorno hallaría mil peligros de parte de los mismos con quien se quiere igualar en la condición135.

P. Ahora veo cuan engañosas son las promesas de la libertad.

R. Lo son mucho. Su lengua es de enemigo, y enemigo traidor. Promete soltura, y da cautividad136: convida con franquicia, y carga nuevas   —55→   gabelas137: dice que con ella vendrá la felicidad, y no viene sino ruina y perdición138. Con ella se pierde el orden, la paz, la seguridad, en una palabra, la felicidad del Estado, y se viene a parar a la insubordinación y a la anarquía, fuente y raíz de todos los males públicos139.

P. ¿Y por qué?

R. Porque esta libertad de independencia pretende substraer la sociedad del orden de Dios, lo cual no puede ser sin que se arruinen y destruyan sus miembros. Y también porque los que se creen con derecho a esta libertad, por lo común abusan de ella contra los otros hombres; y este abuso trae consigo males que arruinan los miembros de la sociedad, y con ellos la sociedad misma; de lo cual hay ejemplos en la historia140. El que desea independencia del que es principio del orden, merece ser castigado con la libertad que destruye el orden del Estado, y el mismo Estado141.

  —56→  

P. Mayor debe de ser la libertad de los que saben sujetarse al orden establecido por Dios.

R. Mayor es, y más verdadera y duradera. Al sabio el servir le es libertad: al necio aun el mandar le es servidumbre142. Nadie es más libre que el que sabe someterse a las leyes. Los pueblos cuerdos y sensatos honran en sí la subordinación con la piedad143, buscan la libertad no en la exención de la potestad, sino en la sumisión al legislador144. Esto aun mirado el orden de las cosas políticamente. Si a esto añadimos lo que enseña la Religión, hallaremos que nadie es feliz, si se opone a la desigualdad establecida por Dios en el orden civil.

P. ¿Pues qué la Religión trata con desigualdad a los que son desiguales en el orden político?

R. No. La Religión honra a los superiores, mas no deshonra a los inferiores: antes bien mira al súbdito bueno con preferencia al superior malo145. Ningún lugar por bajo que sea, le impide mirar por el bien del que lo ocupa. El siervo y el libre, el vasallo y el Rey, para Cristo son una misma cosa. No es la condición la que recomienda al hombre para con Dios, sino el buen uso de ella146.

  —57→  

P. Según eso es más recomendable para Dios la dignidad que consiste en la virtud, y la libertad que nace de la sujeción a la ley.

R. Así es. Tiene la Fe sus dignidades y honras distintas entre sí, y muy altas y verdaderas147: tiene también su libertad digna de la nobleza del hombre148; porque no es digna del hombre, y mucho menos del hombre Cristiano, la libertad que perturba el orden, y desobedece a la ley149.

P. ¿Cuál es esa libertad de la Fe digna del hombre?

R. La libertad que nos mereció Jesucristo150, el cual trueca la libertad falsa en libertad verdadera, la humana en cristiana151, y nos libra   —58→   de todo lo que se opone a la libertad que nos viene con su servidumbre152: porque la caridad libra al corazón de la concupiscencia, y le hace amable el freno de ella, que es la ley153.

P. Ahora veo como la verdadera libertad no se opone a la dependencia.

R. Cuanto el hombre es más libre con la libertad cristiana, tanto más libre está del amor de las criaturas, tanto más se rinde al orden de Dios, y a aquellos a quien este orden nos sujeta. El espíritu de Dios no puede sugerir afición a la independencia. El verdadero Cristiano no trata de librarse sino del vasallaje y servidumbre de los vicios, y del dominio de las pasiones154.

P. ¿Y quién goza de esta libertad?

R. Solos los buenos. La ley de esta libertad es la caridad155. El que ama a Dios, conoce que él es su Señor, al cual sólo se sirve con suma libertad156. No hay soltura ni anchura fuera del   —59→   orden de Dios: al que sirve a Dios con el orden establecido por él, le sirven todas las cosas157. No es desatado de los lazos de la servidumbre el que con el esfuerzo de la falsa libertad rebela contra el orden de Dios: prométese alcanzar lo que Dios le negó, y pierde aun lo que le había dado158. Libertad es ésta más servil que la misma servidumbre, por la cual pretende el hombre eximirse del mando de otro hombre, y se hace esclavo de su propia soberbia159.

P. ¿Puede llegar ocasión en que sea útil al Estado esta independencia de la pública potestad?

R. A nadie puede ser útil el señorío de la propia soberbia, de donde nace el deseo de esta libertad160.

P. ¿Qué diremos de los que fomentan esta libertad en sí y en otros?

R. Que son enemigos de la tranquilidad pública, la cual no puede subsistir en disolviéndose el vínculo que une a los miembros del Estado con su cabeza.

P. ¿Es nuevo en la Iglesia que los hombres ajenos   —60→   de su espíritu quieran vengar los agravios que suponen en los miembros de la sociedad, y dar a otros la falsa libertad que ellos ostentan?

R. No es esto nuevo. A fines del siglo IV hubo en África una casta de gente facinerosa y forajida, que iban por los pueblos y aldeas turbando el orden político, haciendo gala de ser vengadores públicos de las injurias, y reparadores de las injusticias, pretendiendo dar libertad a los esclavos contra la voluntad y consentimiento de sus señores, y absolver de sus deudas a quien les parecía. A los cuales por su desenfrenada libertad condena San Agustín, aun cuando oprimen y castigan a los malos; porque vengar las cosas ilícitas por medios ilícitos, es malo161. De otros falsos maestros que en los últimos siglos han fomentado y aun llevado a su colmo la insubordinación a las potestades, hablaremos en el capítulo siguiente.



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