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ArribaAbajoCapítulo VII

Errores y doctrinas laxas que han fomentado la insubordinación del pueblo a las potestades


P. Habéis dicho que el deseo de la insubordinación civil lo han llevado a su colmo algunos falsos maestros de los últimos tiempos: quisiera saber quienes son estos, y en qué se han apartado de la verdad acerca del orden político.

R. En el siglo XIII hubo en Alemania unos malos hombres llamados Begardos, y unas mujeres infieles llamadas Beguinas, los cuales entre otros errores enseñaban que puede el hombre en esta vida llegar a tan alto grado de perfección y de espíritu de libertad, que en él no esté obligado a obedecer a hombre alguno.

P. ¿Y qué alegaban a favor de este engaño?

R. Abusaban de lo que la Escritura dice, que donde está el espíritu de Dios, allí está la libertad162.

P. ¿Y de dónde consta que fuese torcida la aplicación de estas palabras?

R. De lo que hemos dicho acerca de la conexión que tiene la subordinación civil con la libertad   —62→   del espíritu, que nos mereció Cristo con su muerte.

P. ¿Y este error lo condenó la Iglesia?

R. Sí, en el Concilio Vienense, celebrado por los años 1311 en el Pontificado de Clemente V163.

P. ¿Qué daño podía seguirse al Estado de esta doctrina?

R. La disolución del vínculo que une a los súbditos con el Príncipe. Fácilmente pudiera cada uno de los miembros alegar que estaba en el grado de perfección que decían aquellos herejes, para eximirse de la subordinación y obediencia a las potestades.

P. ¿Hay otros errores que fomenten en el pueblo la insubordinación al Príncipe?

R. San Bernardo escribe de unos herejes de su tiempo, que decían no deber súbdito alguno obedecer a su superior, si éste está en pecado mortal164.

P. ¿Qué herejes eran estos?

R. No los nombra aquel Padre: mas por las señas que de ellos da, de que se tenían por sucesores de los Apóstoles, y por imitadores perfectos de su vida, puede colegirse que eran los herejes llamados Pseudo-Apóstoles, o falsos Apóstoles165.

P. ¿Y este error cundió entre el pueblo?

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R. Sí. Heredáronlo de ellos los Valdenses, y lo propagaron. De estos herejes lo tomaron Juan Wiclef y Juan Hus, los cuales enseñaban que cualquiera que estuviese en pecado mortal, ni es Rey ni Conde ni Duque ni Papa ni Obispo ni otra cosa semejante166; y si algún título de estos tiene, es una denominación equívoca que no significa cosa alguna, a la manera que se llama hombre un hombre pintado, que nada tiene de hombre167.

P. ¿En qué apoyaban este error?

R. Abusaban torpemente de lo que S. Pablo dice, que toda potestad viene de Dios. Decían ellos que siendo esto así, no podía haber potestad en los malos, porque Dios no comunica sus dones a los malos168.

P. ¿Y dónde se echa de ver la falsedad de esta razón?

R. En que el Espíritu Santo en mil partes llama Reyes a los malos Reyes, y dice que a Nabucodonosor y a otros malos Príncipes había dado Dios los Reinos que poseían. También en que manda a los súbditos que obedezcan a los superiores malos, no contentándose con que los llamen superiores, sino haciendo que los traten como a tales en la obediencia169.

P. ¿De aquel error qué se seguiría?

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R. Un trastorno universal de las repúblicas cristiana y política. Eximiríanse todos los súbditos de la obediencia y del respeto que se debe a los malos Príncipes. Muchos aun en los Príncipes buenos pretenderían hallar maldad, para negarles la obediencia. Abierta esta puerta a la insubordinación, no habría seguridad en el Estado, porque no habría siempre poder en sus cabezas para castigar los delitos, ni contener a los delincuentes.

P. Del que ahora defendiese esta doctrina, ¿qué deberíamos decir?

R. Que defendía un error condenado por la Iglesia.

P. ¿Hay algún otro error que haya fomentado la insubordinación a las públicas potestades?

R. El mismo Wiclef para autorizar más su insubordinación, y juntamente ganar partido en el pueblo, dijo que los súbditos tenían poder para corregir a sus Prelados, y que los vasallos eran superiores a los Príncipes170. Estableció él en su cabeza una miserable república, en la cual fuese autorizada la insubordinación de los súbditos, e invadida la superioridad de la cabeza171.

P. ¿La Iglesia dio sentencia acerca de esta doctrina?

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R. Sí, en el Concilio Constanciense, condenando entre los XLV artículos de Wiclef, el XVII, que decía: El pueblo a su voluntad puede corregir a los superiores que cometen delito172.

P. ¿Hubo algún otro hereje que fomentase la insubordinación civil de los súbditos?

R. Sí, aquel Juan, de quien Gerson escribe, que daba por lícito a los súbditos que fuesen homicidas del tirano, y por consiguiente jueces y superiores a él, no obstante cualquier promesa que le hubiesen hecho de guardarle fidelidad, aun cuando la hubiesen confirmado con juramento173.

P. ¿Y de esta doctrina qué dice la Iglesia?

R. La reprobó y condenó en el mismo Concilio Constanciense como errónea en la Fe y en las costumbres, y como escandalosa e inductiva de fraudes, engaños, mentiras, traiciones y perjurios: y define que los que pertinazmente la defiendan, son herejes, y como tales dignos de ser castigados según los cánones174.

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P. ¿Con esta definición de la Iglesia se exterminaron semejantes doctrinas?

R. No. Después de ella algunos Católicos han tenido atrevimiento para enseñar este error, unos en la substancia, otros casi en los mismos términos en que fue condenado175.

P. ¡Grande horror me causa esto! ¿Qué juicio haremos de esta doctrina?

R. De ella debe juzgarse cotejándola con la que está condenada por la Iglesia.

P. ¿Y se han contentado estos autores con justificar el homicidio del Príncipe que injustamente entró a reinar?

R. No. Algunos de ellos han pasado más adelante176: enseñan doctrinas contrarias a la seguridad y a la vida del Príncipe que abusa de su potestad.

P. ¿Y qué dicen?

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R. Que el Concilio Constanciense sólo prohibió a los particulares que matasen al tirano que lo es por el abuso de su potestad, y no de otra manera, contra la inteligencia común de aquella palabra177; pero que éste puede ser castigado como los otros malhechores por la pública potestad178. Que el Príncipe legítimo que abusa de su potestad, si amonestado no quiere enmendarse, puede ser depuesto por su pueblo, aun cuando le hubiese jurado obediencia perpetua; y que dada esta sentencia, puede quien quiera ponerla en ejecución179. A este tenor han enseñado algunos otras semejantes doctrinas.

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P. ¿Y qué debemos decir de ellas?

R. Que son doctrinas detestables, contrarias al espíritu de nuestra sagrada Religión, opuestas al orden de Dios, fomentadoras de la insubordinación, enemigas de la paz y tranquilidad pública.

P. ¿Quién se ha aprovechado de estas máximas?

R. De ellas parece haberse aprovechado los nuevos filósofos, agregándolas al error de los Quakers o Temblones, los cuales decían que no puede hombre alguno ser señor de otro, y de consiguiente nadie debe servir a otro hombre, mas todos deben ser iguales en la condición180. De esta secta tomaron los principios de igualdad política y de insubordinación. De la moral relajada tomaron la doctrina que autoriza al pueblo para juzgar al Príncipe, y deponerlo si abusa de su autoridad, y aun ajusticiarlo como malhechor.

P. Creía yo que la libertad por que tanto aboga la falsa filosofía, era sistema que habían forjado los nuevos filósofos.

R. No solos ellos. La historia de la moral relajada muestra claramente la parte que han tenido las doctrinas lajas en los desvaríos de los nuevos filósofos. En muchas cosas no es el filosofismo   —69→   más que un plagio de la laxidad. Por aquí se echa de ver el interés que tiene el Estado, y con él todos los tribunales del mundo, en precaver a sus súbditos de la peste de las nuevas y laxas doctrinas.

P. ¿Se han visto en el Estado algunos malos efectos de esta mezcla del error de los Quakers con las doctrinas laxas de los malos Teólogos?

R. De ella se han visto consecuencias muy funestas en algunas repúblicas. La independencia que se supone en el pueblo, junta con la suprema autoridad que contra razón se le da sobre el Príncipe, en menos de un siglo, después de haber ensangrentado muchos tronos, ha mudado de semblante, y trastornado casi todo el sistema político de la Europa. Estas máximas privaron del Reino de Suecia a su legítimo sucesor: formaron una república en las Provincias Unidas, sujetas antes a los Príncipes de la casa de Austria: abolieron por algún tiempo la dignidad Real en Inglaterra, destronando al Rey para ajusticiarlo: encendieron en Escocia aquella sangrienta guerra en que la Reina María Stuard perdió la corona con la vida: hicieron pedazos la Alemania, y dividiendo sus Príncipes, dieron ocasión a los progresos que logró en sus conquistas el enemigo común de los Cristianos: fortalecieron en el seno de Francia un partido formidable que daba la ley al Príncipe, poseyendo muchas plazas importantes, levantando ejércitos, y haciendo guerra no sólo sin dependencia alguna de la suprema autoridad, mas casi siempre contra   —70→   ella181: y por último han despeñado a los mismos Franceses en el cruel regicidio que acaban de cometer con color de justicia.

P. Ahora veo cuan peligrosa es al Estado cualquier doctrina que pretende buscar la felicidad de sus miembros, desentendiéndose de la venerable antigüedad, y oponiéndose a ella.

R. Así es. Y por lo mismo deben sernos sospechosos los que no quieren buscar el apoyo de la política en la doctrina antigua de la Iglesia.

P. Quisiera saber cuál es el Padre de la Iglesia que más ha abogado por la conservación de la unidad en la sociedad civil, y por la autoridad divina de las supremas potestades.

R. Quien más se ha señalado en esto es S. Agustín, cuyas máximas políticas, como se ve en el contexto de este Catecismo, conspiran a hacer entender a los miembros del Estado que no tienen poder para desatar el lazo que los une con su cabeza. Y así los verdaderos discípulos de este santo Doctor, son los mayores defensores de la independencia y soberanía de los Príncipes.



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ArribaAbajoCapítulo VIII

La Religión Cristiana inspira subordinación a las potestades seculares, sujeta los Reyes terrenos al celestial. Ventajas que en esto hace la Iglesia a la Sinagoga


P. Bien se ve cómo pretenden renovar doctrinas condenadas por la Iglesia los que inspiran máximas de independencia civil y política. Deseo saber si esta subordinación a las potestades seculares comprehende también a la Iglesia.

R. Sí. La Iglesia es libre como sus hijos no para vivir en independencia respecto de los Príncipes y potestades seculares, sino para sujetárseles por amor mientras durare la vida presente; para enseñarles con humildad y con libertad evangélica a guardar la ley de la caridad, y para guiarlos por el camino del cielo.

P. Quisiera entender bien cómo la Iglesia siendo libre, sujeta sus hijos a la potestad temporal de los Príncipes.

R. La autoridad Eclesiástica y la Real, aun antes de la conversión de los Emperadores, como veremos después, eran perfectas, y tenían pleno y perfecto ejercicio. La Iglesia fundada por Jesucristo había recibido de él todo el poder necesario para su establecimiento y dilatación: aun cuando era perseguida tenía auxilios para gobernarse, y extender sus conquistas a los de   —72→   fuera. Sus armas, aunque puramente espirituales, le bastaban para subordinar a sí el universo, y cautivar en obsequio de la Fe todo entendimiento humano, y triunfar de todo lo que se oponía al Evangelio y a la obediencia debida a Jesucristo. Aun cuando los Emperadores hubieran permanecido en la infidelidad, y proseguido en emplear contra la Religión Católica las violencias con que la persiguieron en los tres primeros siglos; en medio de esta contradicción hubiera ella crecido como hasta entonces creció, triunfara de ellos y del mundo con su paciencia, aun cuando no los venciese con su luz y con la gracia omnipotente de Cristo.

Otro tanto sucedía proporcionalmente con la potestad temporal. Tenían los Príncipes aun en la infidelidad toda la autoridad necesaria para hacerse obedecer en las cosas que de ella dependían. Debían sujetárseles todos, no sólo por temor del castigo, sino obligados por la conciencia. Nadie podía oponerse a su potestad sin resistir al orden y al autor del orden, que es Dios. Y aunque los Príncipes no lo conocían, antes bien eran enemigos declarados de su culto, no por eso dejaban de ser ministros de Dios: de él y no de otro alguno habían recibido la espada para emplearla conforme al orden del mismo Dios en castigar a los malos y proteger a los buenos, sin embargo que muchas veces usaban de ella contra este orden para perseguir la inocencia y la justicia.

Por aquí se ve cómo la Iglesia siendo libre, justamente   —73→   sujeta sus miembros a la potestad temporal; porque aun cuando los Reyes no hubiesen salido de la noche de la infidelidad, y hubieran perseguido siempre la Fe, no fuera menos digna de respeto la potestad que habían recibido de Dios para gobernar el Estado, y por consiguiente a todos obligaría la Iglesia a que les obedeciesen en lo que no se opone a la justicia. Porque los Apóstoles que mandaron esto generalmente a todos los Fieles, vivían en el imperio de Príncipes sobremanera crueles y viciosos; y respecto de estos Príncipes exigían en sus súbditos una subordinación en que la conciencia tuviese más parte que el temor, y cuyo verdadero principio fuese el espíritu de la Religión Católica.

P. ¿No es la Iglesia ciudad celestial? ¿Qué tiene que ver el cielo con la tierra? ¿el poder del cielo con la subordinación al poder del suelo?

R. Ciudad celestial es la Iglesia; pero mientras esta ciudad del cielo anda peregrinando y militando en el suelo, quiere que toleremos nuestra condición por salvar el orden establecido por Dios en las cosas humanas182, convoca ciudadanos de todas las naciones, y de todas las lenguas del mundo compone su hermosa sociedad. No se cuida de   —74→   las costumbres particulares de los pueblos, ni de sus leyes e institutos; de ninguno de ellos separa lo que tiene establecido para arraigarse y conservarse en paz y buen orden183. No destruye la subordinación, ni pone coto en el mando; más de lo uno y de lo otro se hace conservadora y defensora, acomodándose a las diversas costumbre y leyes de los pueblos en lo que no se opone al culto del único y verdadero Dios184.

P. Según eso la Fe no se opone a la subordinación civil de los pueblos a la potestad secular que los rige.

R. No sólo no se opone, la fomenta también. A los que atrae a sí, los quiere subordinados a la autoridad secular. No excluye el poder civil ni aun de sus enemigos, aunque de todos ellos se aprovecha para su extensión y su gloria185.

P. ¿Cómo se compone que la Iglesia sometiendo   —75→   sus miembros a la potestad de sus enemigos, se aprovecha de ellos para su extensión y su gloria?

R. La Iglesia Católica en todo es servida de los que necesita para los fines del que la fundó, aunque sean superiores en el orden civil. Sírvese de los Gentiles para ejercicio de la predicación, de los perseguidores para práctica y mérito de su paciencia, de los Herejes para prueba de su doctrina, de los Cismáticos para documento de su estabilidad, de los Judíos para comparación de su hermosura. A unos convida, a otros excluye, a otros deja, a otros se anticipa. A todos da potestad para que participen de la gracia de Dios, sin sacar a nadie del grado que le tocó en la jerarquía política y civil186.

P. ¿Puede alguno hacer armas de la Religión para eximirse del vasallaje y de la servidumbre?

R. El autor del orden no puede querer que su Religión sirva a nadie de pretexto para trastornar el concierto de los Estados y de las familias, ni para eximirse de las obligaciones naturales o civiles de la justicia o de la caridad.

P. Según eso ayuda la Religión a la paz interior del Estado.

R. Así es. Por ella permanecen los buenos Fieles   —76→   en el grado alto o bajo de la república en que Dios los ha puesto. La Religión dice que las personas privadas no aspiren a los oficios públicos, que los miembros del Estado no envidien el poder y mando de la cabeza, mas que cada uno en el lugar que ocupa en la sociedad, ame la paz y la unión de este cuerpo187: que en él procure portarse dignamente como súbdito del que todo lo rige, y no se pase ansia por mudar de condición188, a menos que de su estado lo saque el orden de la divina providencia.

P. Grandes máximas son éstas para fomentar la paz pública.

R. Peligroso es para la sociedad que sus miembros traten de salir del estado de sujeción en que los ha puesto la providencia. Por el contrario se asegura el vínculo del Estado con el buen uso que de la vocación hace cada uno de sus miembros. El deseo de mudar de estado nace de ambición o de ligereza, o de algún otro de los vicios que heredamos de Adán. La Religión no dice que el inferior aspire a ser superior, ni el pequeño a ser grande, sino que cada uno permanezca en su vocación189, y en ella se santifique190.

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P. ¿Qué ventajas hace en esto la gracia a la ley de Moisés?

R. Para un buen Israelita era bastante llevar con paciencia la subordinación y la servidumbre: el buen Cristiano ama esta misma subordinación, porque lo hace conforme y semejante a Cristo, y cooperador del orden que tanto recomienda el Evangelio191. Si es siervo, permanece en la servidumbre; si es libre, no se envanece por la libertad192.

P. ¿Consiente la Iglesia que sus hijos piensen siniestramente de la autoridad y potestad secular?

R. No. Los Cristianos siempre han mirado con gran respeto el poder de los Príncipes seculares193. No han tenido por incompatible la potestad terrena de la soberanía con la potestad celestial de la Iglesia194. No está el desorden en la autoridad del Príncipe, sino en que los vasallos no reconozcan la dependencia del Rey terreno al Rey celestial. No pecaron los Judíos diciendo que tenían por Rey al César, sino en no querer que sobre   —78→   ellos reinase el Rey Cristo195. Sola la piedad sabe concordar el Reino de Cristo con el de César, el poder espiritual con el temporal. Cuanto más reina Jesucristo en nuestro corazón, tanto más crece en él la fidelidad, la sumisión y la obediencia a los Príncipes temporales.

P. Según eso no castigó Dios en los Judíos la obediencia al Príncipe extranjero que les mandaba.

R. No castigó en ellos la obediencia al Príncipe terreno, sino la preferencia con que miraban el Reino terreno al celestial que les daba Cristo. Rebelaron contra el Rey del cielo, y merecieron ser exterminados por los de la tierra. El mismo a quien reconocían por Rey en el suelo, castigó en ellos por disposición de Dios la ingratitud con que desconocieron al Rey Cristo. Confesáronse vasallos de César, y este Príncipe castigó en ellos la villanía con que rebelaron contra Cristo. Sacudieron de sí la obediencia a Dios, y ahora son despreciados por Dios y por los hombres.



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ArribaAbajoCapítulo IX

La unidad de la Religión Cristiana fomenta la unión civil de los inferiores con las cabezas del Estado. Los buenos Cristianos son los mejores vasallos de los Príncipes


P. Muy solícito es Dios del orden establecido para la paz pública del Estado.

R. Lo es por cierto. En la Religión que fundó ha dejado las máximas, o digamos las semillas de la concordia temporal de los pueblos aun por lo que mira al orden civil. Los legisladores y los filósofos que han agotado sus ingenios en hacer duradera la paz pública, andan a tientas sin las luces de Dios. Nada han dicho ni encontrado para beneficio de la sociedad, que no lo deban al que es fuente de toda verdad196. Él solo puede encaminar la sociedad al blanco de la unidad, manteniendo a sus miembros en verdadera concordia197.

P. ¿Cómo ayuda la Religión Cristiana a la unión y paz de los pueblos?

R. Por muchas maneras. En primer lugar da las   —80→   ideas exactas de la paz y concordia privada y pública, recomendando al hombre la paz con sólo buscar el origen de ella en el principio del orden invariable198. Además de esto pone en claro los bienes que trae consigo la unidad que nace de la concordia199: muestra cómo en la creación del hombre dejó Dios recomendado a su posteridad el vínculo de la unidad y concordia200; y con cuán divino consejo reduce a la unidad todas sus obras, especialmente la obra suya principal, que es la Iglesia201. Por donde concluye, que el que en algún modo divide la unidad, se opone directamente a los fines altísimos de Dios en la formación del hombre, en la encarnación del Verbo, y en el establecimiento del cuerpo espiritual de su Iglesia202.

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P. ¿En qué cosas resplandece principalmente en la Iglesia el amor que tiene Dios a la unidad y concordia?

R. En la Iglesia resplandece la unidad del cuerpo de Jesucristo, de que todos somos miembros: la unidad del Espíritu Santo que nos congrega en este cuerpo y nos une: la unidad del Padre celestial que nos rige con una misma autoridad, nos llena con su presencia, y nos une consigo por la caridad: la unidad del Ser divino, en el cual hemos de ser consumados en la eternidad: la unidad del Señor que nos crió, del Redentor que nos rescató, y del sacrificio con que consumó este rescate: la unidad de la Fe que profesamos, y del Evangelio con que debemos conformar nuestra vida: la unidad del Bautismo que nos da un mismo nacimiento, y de los otros sacramentos que nos dan un mismo alimento, y nos enriquecen de unos mismos bienes.

P. Bien claro se ve en esto cómo desea Dios reducirnos a su unidad, cuanto lo sufre el estado de la vida presente.

R. Por eso los Cristianos Católicos son llamados conservadores de la integridad203, y fiadores de la unidad204, porque todos ellos no son sino un solo   —82→   hombre cuya cabeza está en el cielo205; una sola alma cuyas obras son el ejercicio de la Fe206; un solo Cristo, del cual no los divide la distancia ni el tiempo207.

P. ¿Tiene otros medios la Iglesia para inspirar a los pueblos la unión y la paz?

R. Sí los tiene. Uno de ellos es la herencia que promete a sus buenos hijos. Esta herencia es una sola, en la cual somos coherederos de Cristo: es fruto de la concordia, del amor y de la paz que trajo Cristo a la tierra: es premio de la mansedumbre y de la obediencia y de la fidelidad, de que el mismo Cristo se hizo dechado208.

P. Entiendo que esa paz es la espiritual, y no la civil. Quisiera saber cómo ayuda la primera paz a la segunda.

R. La paz espiritual es enemiga de las discordias privadas y públicas, conserva la unión de las cabezas de la sociedad con sus miembros, inspira horror a la rebelión, y ataja y corta los caminos   —83→   por donde a ella se llega209. Además de esto la paz de la caridad es despreciadora de la libertad y de la honra mundana, cuyo amor divide entre sí los miembros de la sociedad, y rompe los lazos de la concordia civil210. Sólida es y duradera y firme la unión de aquellos pueblos que por principios de Religión obedecen al Príncipe, y con la concordia de la caridad conservan la unidad de la sociedad211. Mucho tiene adelantado para no injuriar a los demás ciudadanos, ni dañarles en la vida ni en la hacienda ni en otra cosa alguna, el que los mira como miembros del mismo cuerpo de Jesucristo: el que sabe que cualquier pecado contra la caridad es mayor en un Cristiano y contra un Cristiano, porque peca contra Jesucristo el que peca contra alguno de sus miembros212. Esto que a los ojos de la humana política es una paradoja, lo venera la Religión como verdad altísima y principio de otras muchas, que aseguran la duración del Estado en medio de la desigualdad de sus miembros.

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P. Según eso los buenos Cristianos son los mejores vasallos que tienen los Príncipes.

R. Así es. No adoran ellos a las cabezas de la república, porque saben no haber dado Dios al Rey para que el pueblo le adore213, mas le honran y le obedecen para cumplir con el precepto de Dios214. Éste ha sido siempre el lenguaje de los buenos Cristianos215. Y así con grande ánimo decían a los Príncipes, que más útiles les eran ellos que los otros vasallos ajenos del conocimiento de Dios: no sólo porque rogaban por su felicidad al único autor y dador de ella, y porque la pedían los que merecían alcanzarla; sino también porque no reconociendo superior ninguno de la majestad Real sino a solo Dios, lo encomendaban a él con mayores veras216. Por el contrario   —85→   los enemigos de la Religión miran en la pública autoridad no el orden de Dios, sino su particular utilidad, y en siéndoles enemiga la sacuden de sí217.

P. Mucha luz me da esto para ayudar por mi parte al bien del Estado.

R. Todos los fieles debemos hacerlo así por especial razón, porque solos nosotros estamos en posesión de la verdad, y tenemos por maestro de ella al Espíritu Santo218. De nosotros debe estar muy lejos la codicia de la vanagloria que aspira a la singularidad, y la división de pareceres que puede dividir la unidad espiritual y la política. En nosotros no debe hallar entrada la filosofía del mundo que inspira independencia e inobediencia a las legítimas potestades, sino sólo el mandamiento de Dios que es la ley del Padre de la incorrupción, la cual no admitiendo los sofismas de las vanas opiniones, ni dando oídos al lenguaje de las pasiones, conserva la concordia y la unidad del cuerpo cuyos miembros somos219.



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ArribaAbajoCapítulo X

Reverencia debida a la potestad secular. Origen de esta potestad. Doctrina de la Iglesia acerca de esto


P. ¿Qué debemos reverenciar en los Príncipes?

R. La autoridad y el poder que va unido a ella.

P. ¿Qué respeto se debe a los Príncipes?

R. Respeto exterior y interior, por el cual no miremos en ellos el ser de hombres, sino el grado de la jerarquía civil en que Dios los ha puesto.

P. ¿Qué obligaciones van anexas a este respeto?

R. Sumisión a su autoridad, obediencia a sus leyes y a sus órdenes, disposición de corazón para concurrir a sus buenos designios y a todo lo justo que ellos puedan desear, y no sea claramente opuesto a la ley de Dios220. El buen vasallo menos teme ser reprehendido y castigado por su Príncipe, que faltar a la obediencia que le debe como a su señor221. Hace con buena voluntad todo lo que toca a su servicio, y tiene metidos en su corazón los intereses públicos de la sociedad. Obedece sencillamente y de buena fe, sin dar entrada a las reflexiones malignas de la dañada libertad. Déjase gobernar por él como por un amigo y por un padre, a quien sirve por amor y por inclinación, no como por un extraño o enemigo a quien sólo serviría   —87→   arrastrando y a pura fuerza222. Mira en él, aunque sea indigno, o la elección o la autoridad o el poder del que ordenó las jerarquías de todos los Estados del mundo223. No sólo hace lo que basta para agradar al hombre que ve, sino lo que es necesario para contentar a Dios que no ve224: por fin y motivo de su obediencia se propone la gloria del supremo Señor, antes que el servicio de la potestad que a él está subordinada. En el estado de subordinación y de vasallaje ama la voluntad y el orden de Dios. Mírase así como vasallo de Jesucristo, que tiene derecho para subordinar a las potestades de la tierra a los que con su sangre hizo Reyes del cielo225. No se tiene para con Dios por inferior a los Príncipes, si en todo procede como buen vasallo; porque Dios premia las obras, y no la condición del que las hace226:   —88→   los buenos son iguales para Dios, ahora estén en el orden de los que mandan, o en el de los que obedecen. En el juicio de Dios desaparecerá toda la diferencia de grados que pone ahora entre los hombres el orden civil: no quedará, como decíamos, sino el uso bueno o malo que hayan hecho unos del poder, y otros de la subordinación. Tan amable será para Dios el vasallo que sirvió y obedeció a su Príncipe con fidelidad, como el Príncipe que gobernó con moderación y justicia.

P. ¿Por qué decís que los vasallos no deben mirar tanto en los Príncipes el ser como el grado en que Dios los ha puesto? ¿Pues qué Dios es el autor de la soberanía?

R. Sí. Dios, que según hemos dicho, restableció en el humano linaje el orden político destruido por el pecado, es autor de la soberanía y de la potestad secular con que este orden se conserva. Para sujetarnos a la justicia de esta constitución, debe bastarnos que Dios lo haya ordenado así227.

P. ¿Pende la autoridad pública de algún contrato que hagan los inferiores con los superiores?

R. No. La soberana autoridad de los Príncipes no pende de contrato ninguno que hagan los que la ejercitan con sus súbditos, sino de la voluntad y providencia de Dios. Obra es de la divina   —89→   sabiduría que haya Principados en la sociedad civil, que haya superiores e inferiores, quien mande y quien obedezca. Por este medio pretende Dios evitar la confusión, la perturbación y el desorden en que caen los pueblos sin subordinación y sin disciplina228. No hay Principado ni potestad en el cielo o en la tierra que no nazca de aquel que tiene en su mano las potestades de la tierra y del cielo229, y el establecimiento y la ruina de los Imperios230, del cual reciben las criaturas no sólo el ser, sino también el orden que tienen entre sí231.

P. Parece repugnante a la concordia de la sociedad racional, que sean unos sujetos a otros sin su consentimiento.

R. Muchos no sólo están sujetos a la autoridad pública sin su consentimiento, mas también contra su voluntad232. Este freno pedía el desorden   —90→   político que causó el pecado. No menos resplandece en esto la misericordia de Dios que su justicia.

P. ¿Por qué?

R. Ya hemos dicho que el hombre por el pecado perdió la independencia de coacción que iba anexa a la justicia original, sujetándolo Dios a otro en la sociedad233. Con este freno de la subordinación civil castigó su culpa, y juntamente lo preservó de las miserias de su nuevo estado, y de los daños de la desenfrenada concupiscencia234. Para castigar un superior a un súbdito, no necesita el consentimiento del súbdito: basta que el súbdito se haya hecho digno del castigo. Los castigos no son injustos por ser repugnantes al reo, sino por ser contrarios a la ley.

P. ¿Podréis declararme esto más con algún ejemplo?

R. Sí: el que arriba dijimos de Eva es a nuestro propósito. Castigó Dios la inobediencia de Eva, y juntamente quiso preservarla de los males de la insubordinación conyugal, sometiéndola a la autoridad de su esposo235. Para esto no pidió su consentimiento,   —91→   bastole que ella hubiese pecado. Mira una autoridad dada por Dios al superior sin consentimiento del súbdito. Lo que sucedió a Eva en la sociedad conyugal236, es una imagen de lo que sucede al humano linaje en la política237, en la cual Dios con su justicia castiga la rebeldía del hombre, y con su bondad y con su sabiduría y con su poder se anticipa al consentimiento del hombre, para que sea más cumplidamente socorrida su necesidad.

P. Según estos principios deben ser distintas las ideas que dan la filosofía y la Religión de las sociedades conyugal y política.

R. Sí lo son. La mala filosofía enseña que la sociedad conyugal nació de una inclinación puramente brutal. La Religión dice que esta sociedad es ordenada por Dios, y figura de la unión de Cristo con su Iglesia. Donde la filosofía no ve sino carne y amor carnal, la Religión descubre espíritu que purifica la carne, y caridad que santifica el amor carnal, y sacramento que recibiendo gracia y espíritu del desposorio de Jesucristo con la Iglesia, lo cumple y lo perfecciona dando hijos a la Iglesia, y miembros a Jesucristo. En   —92→   la idea de la sociedad civil sucede lo mismo. La filosofía enseña que la sociedad civil es una junta de hombres congregados por convención o pacto que tienen hecho entre sí, en virtud del cual el uno manda y los otros obedecen. La Religión dice que esta sociedad es una junta de hombres congregados según el orden de la ley eterna de Dios, en virtud de la cual la cabeza tiene poder y autoridad para mandar, y los demás miembros necesidad de respetarla y de sujetarse a ella.

P. Ahora veo como la Religión fija el principio de la autoridad civil en el orden de la ley eterna de Dios.

R. Así es.

P. ¿Qué pruebas puedo alegar de esta doctrina?

R. Que la ha enseñado Dios en el antiguo y en el nuevo Testamento, donde dice que por él reinan los Reyes238: que se enseñorea el Altísimo sobre los reinos de los hombres, dándolos a quien quiere según su voluntad239: que merece ser castigado de Dios el Príncipe que no mira su potestad como venida del Cielo240: que de Dios tienen ellos el mando, y del Altísimo el poder241: y que no hay potestad que no nazca de la suya242, y otras cosas semejantes a estas.

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P. Creía yo que del origen divino de la potestad temporal no puede hallarse prueba en la santa Escritura.

R. Pues no es así. En los testimonios alegados hallan los Padres atestiguada esta verdad.

P. Dicen que la palabra dar y recibir no siempre se aplican en la Escritura a lo que da Dios inmediatamente al hombre, y recibe el hombre inmediatamente de Dios.

R. Así es. Pero en los lugares donde se habla de la potestad que da Dios a los Reyes, o los Reyes reciben de Dios, las palabras dar y recibir las entienden los Padres en un sentido opuesto a los que dicen que el Príncipe recibe del pueblo la autoridad.

P. Tengo entendido que algunos se apartan de esta inteligencia.

R. Son muy contados los Intérpretes que se apartan de ella: de los Padres ninguno. Confirma esto mismo la uniformidad con que todos ellos dicen siempre que la autoridad y potestad de los Príncipes dimana de Dios, no afirmando ni una sola vez, que viene del pueblo. En materia de tanta gravedad, cuando se trata del verdadero sentido de la Escritura, es ajeno del espíritu de la Iglesia gobernarse por el parecer de uno o de pocos Intérpretes contra el consentimiento y sentencia unánime de los Padres243.

  —94→  

P. Había yo oído que el buscar inmediatamente en Dios el origen de toda potestad política, era doctrina ajena del espíritu del Evangelio, y conforme con los sentimientos de los Herejes244.

R. Como de estas cosas se han dicho con menoscabo de la verdad, y con ofensa gravísima de la venerable antigüedad. Aun es cosa más espantosa que los abogados públicos de la laxidad con estas y otras calumnias pretendan hacer odiosos a los defensores de la verdadera doctrina. Horrible cosa es que los miembros mismos de la Iglesia mantengan guerra viva contra su espíritu245. Contra estos debemos precavernos, no dando acogida a todo lo que se nos presenta con el nombre de Cristo, si no es conforme con la verdad de Cristo246.

P. Dicen que estas controversias acerca del origen de la potestad de los Príncipes se han movido de poco tiempo a esta parte. Por eso creen a los nuevos, y no a los antiguos.

R. Pues no es así. Al paso que en todas las edades   —95→   ha habido Príncipes que abusasen de su autoridad, ha habido también súbditos que pretendiesen curar la tiranía con la insubordinación, esto es, un mal con otro mal. De tales ejemplos está llena la historia. Este deseo de la insubordinación civil lo han llevado a su colmo, como hemos visto, algunas herejías de los últimos tiempos, destruidoras de los sagrados vínculos de la sociedad. Este desorden quiso ya precaver en los fieles el Apóstol S. Pablo, mandándoles que en la obediencia y sumisión a las potestades guardasen el orden de Dios. Pero aun cuando fuera nueva esta controversia, debiéramos siempre decidirla por la doctrina de la santa Escritura y de los Padres. Preferir a las fuentes puras de la Religión las cavilaciones de la filosofía gentílica y los desvaríos de la moral relajada, es dar mayor crédito a la vanidad que a la verdad, y tener más amor a la laxidad que a la caridad247.

P. ¿El último testimonio de la Escritura que habéis alegado, es aquello de S. Pablo: No hay potestad que no venga de Dios, y las que están establecidas son ordenadas por él?

R. Sí. Eso mismo es.

P. He oído que en ese lugar no dice el Apóstol que todas las potestades establecidas lo sean por el orden de Dios, sino que las derivadas de Dios   —96→   son bien ordenadas. De donde se sigue que las desordenadas no son de Dios.

R. Las primeras palabras dicen que no hay poder que no venga de Dios: las segundas no las coartan a potestades bien ordenadas. Tan general es la segunda proposición como la primera. Este sentido se ve más claro en el texto Griego. Las palabras antecedentes y las siguientes lo demuestran también. Las antecedentes son éstas: Estén todos sujetos a las potestades superiores: y añade: porque no hay potestad que no venga de Dios: de donde se sigue: Luego todos deben estar sujetos a las potestades establecidas. Veamos ahora las palabras siguientes: El que resiste a la potestad, resiste al orden de Dios. No dice, el que resiste al buen uso de la potestad, sino, el que resiste a la potestad. No era regular usase el Apóstol de palabras dudosas y expuestas a interpretaciones torcidas, en una materia de la cual allí mismo dice, que los que resisten a la potestad, se hacen dignos de condenación.

P. Mucho peso tiene esa inteligencia del Apóstol. ¿Hay algo más que pueda confirmarme en ella?

R. Sí, otra razón con que el Apóstol nos obliga a someternos al Príncipe; porque es, dice, Ministro de Dios. Las palabras de la Escritura se han de entender en su natural sentido y según el uso común, cuando de ello no se sigue inconveniente. Llámase Ministro de otro el que de él recibe su potestad. Luego el Príncipe recibe la potestad de Dios, cuyo Ministro es, y no del   —97→   pueblo; y así al que ejercita la suprema autoridad se le debe respeto y sumisión, como a persona que tiene en sí la autoridad delegada de Dios248, y esto no como obra de supererogación y de consejo, sino como deuda indispensable de la Religión, a que los súbditos están obligados no sólo por la ira que es la venganza presente, mas también por conciencia por el juicio venidero249, como allí mismo escribe el Apóstol: y lo escribe cuando reinaban Príncipes despóticos, agresores de la vida y de los bienes de sus vasallos.

P. ¿Y no hay algunos otros testimonios de la Escritura que confirmen el origen divino de la suprema potestad?

R. El Señor mismo mandó a Elías que fuese a Damasco y ungiese a Hazael por Rey de Siria250. De Nabucodonosor Rey de Babilonia hizo primero tributarios a muchos Reyes y naciones251, y luego le castigó quitándole el Reino, y reduciéndole a la condición de las bestias. A Ciro el Señor mismo dice que le hizo Rey de Persia, y sujetó muchas gentes a su señorío. Y en otro lugar dice que en la división de las gentes   —98→   de toda la tierra, dio a cada nación cabeza que la gobernase252.

P. ¿Esta potestad es separable de las personas que la poseen?

R. Por su naturaleza no lo es. Muchas veces ha despojado Dios de ella a los Príncipes para castigo de ellos, si son malos; o para castigo del pueblo, si son buenos.

P. Esto lo que prueba es, que al que manda hoy, debo obedecer hoy; y al que mande mañana, deberé obedecer mañana.

R. Así lo debemos hacer. Pero quitar el mando y la autoridad al Príncipe, a nadie pertenece sino a solo Dios.

P. Si establecida la pública potestad no queda en el pueblo autoridad alguna sobre el Príncipe, el Príncipe no será administrador del Reino, sino propietario y señor absoluto.

R. La Religión dice que sólo Dios es señor absoluto y universal de los Reinos y de los Reyes: que del poder y de la autoridad que los Reyes tienen sobre sus vasallos, han de dar cuenta a Dios: que el ser los Príncipes administradores de su potestad, no da derecho al pueblo para que los juzgue, sino a Dios, de quien son Ministros.

P. De esta doctrina parece seguirse que Dios ha ordenado la sociedad civil a la utilidad de sus cabezas, esto es, todo el humano linaje a la utilidad   —99→   de unos pocos hombres, no siendo sino al contrario.

R. No se sigue eso. Dios ha establecido la sociedad civil para bien de todos los hombres: ha ordenado la potestad de las cabezas a la felicidad de los miembros: quiere que los Príncipes reinen para beneficio de sus súbditos. El Príncipe que no coopera a la felicidad pública de su Estado, trastorna por su parte el orden de Dios, y se opone a los designios de la divina sabiduría en el establecimiento de las potestades253, como adelante veremos. Este fin por que se ha dado al Príncipe la potestad, debe servirle de estímulo para el buen viso de ella, y de guía en la elección de los medios para procurar la felicidad pública.

P. ¿La Iglesia qué siente de esta verdad?

R. La venera como divina y apostólica, y la sostiene contra los Judíos libertinos, contra los Cristianos carnales, y contra los Eclesiásticos rebeldes que con pretexto de Religión quebrantan la Religión misma, sacudiendo el yugo de una autoridad que viene de Dios, y no depende de nadie sino de Dios.

P. ¿Qué dicen a esto los Padres?

R. Es cosa de la cual ninguno de ellos duda, que la providencia de Dios establece los Reinos254: que de sola ella pende la diferencia que hay entre los Reyes y los vasallos255: que por sus leyes   —100→   se gobierna el dominio de los Príncipes y la obediencia de los pueblos256: que en el establecimiento de la potestad terrena de los Príncipes nada hay ajeno del poder supremo de Dios257: que la sumisión y el respeto debido a la suprema potestad tiene por cimiento el orden invariable de la ley eterna258: que los Príncipes hasta el nombre de la soberanía lo reciben de Dios259: que la administración y gobierno del Estado es comisión dada por Dios al que elige para que sea su cabeza260: que en cada edad entresaca a los que quiere para cabezas del Estado, así como a David pastor de ovejas hizo Rey de su pueblo261: que el Señor pone los Reyes y los quita según su voluntad, y sólo su poder basta a conservar los Imperios262.   —101→   Este argumento hacían los Apologistas de la Religión para confundir a los Cristianos que huían de los perseguidores: decíanles que en el estado de los Reinos y de los Imperios mirasen la disposición y la mano invisible de Dios, en la cual está el corazón del Rey263. Esto reconocieron los primeros Cristianos, y cara a cara lo decían a los perseguidores264. Permanecían en esta doctrina por la autoridad de aquel de quien la habían aprendido265.

P. ¿En qué se funda la Iglesia para atribuir a Dios la autoridad de los Príncipes?

R. En que de Dios es el mundo donde reinan los Príncipes, y también los mismos Príncipes: en que al eterno le pertenece ordenar lo que sucede en el tiempo, y establecer y conservar lo que se mide por el tiempo266: en que el orden político tiene el mismo principio que el orden natural267 que   —102→   hay en el cielo y en todas las criaturas: y así es consiguiente que el Príncipe lo sea por aquel que le hizo hombre antes que Príncipe, y que reciba la potestad del que le dio el espíritu268.

P. ¿Podéis aun mostrarme más claramente esta verdad?

R. Sí. Por lo mismo que Dios es autor de la sociedad conyugal y doméstica, lo es también de la civil y política. La una y la otra se ordenan ahora al socorro de la necesidad del hombre, al alivio de su miseria, y al freno de sus pasiones rebeldes. Si no viniera de Dios la autoridad civil y legislativa, se frustrarían los fines de la sociedad. Sin la ley divina natural, las leyes humanas quedarían reducidas a la sola fuerza coactiva, la cual lejos de dar derecho alguno, es destruidora de todos los derechos.

P. Quisiera ver de un modo más sensible cómo la autoridad de los Príncipes no viene de pacto voluntario que haya hecho con ellos el pueblo.

R. Procuraré explicar esto con una razón que a mi parecer es gravísima. Si la potestad del Príncipe naciese sólo de contrato suyo con el pueblo,   —103→   no debieran los súbditos obedecer a un Príncipe con el cual no hubiesen hecho este contrato. El pueblo Hebreo por ejemplo no tuviera obligación de obedecer a los Reyes de Egipto y de Babilonia, a los cuales se sujetó contra su voluntad por necesaria cautividad. Los pueblos de España no fueran obligados a obedecer a los Romanos y después a los Godos y Visigodos que se apoderaron de ellos y los avasallaron sin consentimiento suyo, y mucho menos a los Moros, que con resistencia pública de toda la Nación se hicieron señores de ella. Esto se seguiría si no pudiera el Príncipe mandar a los súbditos sin preceder para ello este contrato del pueblo. Pues esta consecuencia necesaria del contrato social, se opone a los principios de nuestra santa Religión, la cual manda que veneremos las potestades, y nos sometamos a ellas, sin contar para esto con pacto ninguno, supuesto que no pone excepción en las tiranas y injustas, antes bien las nombra expresamente: se ve destruida por la práctica de los buenos Judíos, que durante su cautividad por precepto de Dios se sometieron a los Príncipes que los tiranizaban, y rogaron por ellos269, y por la paz y prosperidad del pueblo donde eran oprimidos270: es contraria a la obediencia   —104→   y subordinación de los primeros Cristianos, esto es, de la porción más florida de la Iglesia, los cuales por principios de Religión y por conciencia se creían sujetos a los Príncipes enemigos de la Fe, a los cuales si estuviera en su elección, por ningún caso se sujetaran: opónese también a la subordinación de los Cristianos Españoles, así a los Príncipes Godos Arrianos, como a los Moros en las Provincias donde estuvieron sujetos a ellos. Si fuera conforme a la Religión el dejar pendiente la sumisión de los súbditos del pacto voluntario que estos hagan con su cabeza, ¿cómo podrían los Cristianos estar obligados por conciencia a obedecer a un Príncipe con quien no habían hecho contrato ninguno271, y si lo hicieron no se lo guardó, supuesto que injustamente los perseguía272? Aquí se ve claro como la Religión busca en la autoridad   —105→   civil otro principio más alto que no puede ser mudado ni alterado por el abuso de ella; y lo halla en la ley eterna que es la razón divina o la voluntad de Dios, principio del orden invariable273, del cual reciben la autoridad274 los Príncipes malos y los buenos275.

P. ¿Se sigue algún otro bien al Estado de que la potestad del Príncipe venga inmediatamente de Dios?

R. Sí. Podría llegar caso en que no supiésemos si la autoridad humana es usurpada, o si ha venido a ser legítima, si no nos enseñase Dios que él la ha confirmado, y que su providencia no sólo ha permitido el proyecto de su establecimiento y la ejecución de él, mas la ha confirmado también por la inmediata comunicación de su potestad. Sin esta certeza que decide las dudas del hombre, y sosiega su ánimo, sería imposible hacer duradera y permanente la subordinación de tantos millares de hombres a la autoridad de uno solo276: veríanse los súbditos tentados muchas veces   —106→   contra el respeto debido a una autoridad cuyo establecimiento es algunas veces injusto, y que suele ser ejercitada por hombres que abusan de ella. Pero Dios prohíbe que pongamos los ojos en las pasiones que han dado principio a algunos Imperios, o en el abuso que hacen los Príncipes de su potestad. Levanta nuestro ánimo hasta el principio de toda autoridad que es su divinidad, la cual lo gobierna todo, y sabe sacar bien del mal, y quiere que adoremos su providencia y su sabiduría en la división que ha hecho del mundo en varios Estados277.

P. Pues si Dios es principio inmediato de la autoridad secular, ¿cómo es que no ha prescrito una forma general de gobierno para todos los pueblos, o no ha dado a cada pueblo la suya?

R. En esto resplandecen los consejos ocultos de la sabiduría de Dios. El fin de Dios en el establecimiento de la sociedad, ha sido el bien general de los hombres. Cualquiera forma de gobierno establecido según la ley eterna de Dios, y atemperado a las circunstancias y a las necesidades del pueblo, puede contribuir a este bien general.

P. ¿Por qué habéis dicho antes que la Iglesia   —107→   establece esta verdad contra los Eclesiásticos que sacuden de sí la autoridad civil? ¿Pues qué el estado Eclesiástico está también sujeto al Príncipe?

R. Sí. Y esto reconocen los santos Doctores en donde manda el Apóstol que todos estén sujetos a las potestades. No son exentos de esta subordinación los Sacerdotes ni los Monjes, aunque sean Apóstoles, Profetas o Evangelistas278. Respeta la Iglesia en los Príncipes el orden de Dios y el origen divino de su potestad, cuando a ellos quiere que estén sujetas sus mismas cabezas279. La doctrina contraria a estos principios280 es nueva en la Iglesia, y uno de los frutos de la moral relajada.



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ArribaAbajoCapítulo XI

Diferentes respetos con que consideran la potestad secular la pasión, la razón y la Religión. Dios es natural y esencialmente señor de los hombres. Toda autoridad es participada de Dios. Qué debe respetar el hombre en la autoridad de otro hombre


P. Bien veo con qué respetos mira la Religión la potestad secular de los Príncipes. Quisiera entender aun más claramente cuánto distan en esto de la Religión la razón y la pasión.

R. La pasión desea esta potestad por pura soberbia281. La razón la aprueba por la necesidad que de ella tienen los hombres. La Religión muestra cómo esta potestad depende necesariamente de Dios282.

  —109→  

P. ¿Cómo es que la pasión desea la potestad por soberbia?

R. Ya hemos dicho que el establecimiento de la desigualdad ordenada que resulta ahora de la autoridad civil, es remedio dispuesto por Dios contra el desorden de la naturaleza, y el trastorno que causó en ella el pecado; porque así como el estado de la inocencia no podía admitir desigualdad moral, así el del pecado no puede sufrir desigualdad política. Cada cual quisiera ser señor y aun tirano de los otros hombres283: y como no puede salir con esta empresa, es necesario o que la razón ponga algún orden, o que la fuerza lo introduzca de manera que el que más puede venga a ser señor del que menos puede.

P. ¿Cómo la razón aprueba la potestad y autoridad pública por la necesidad?

R. La razón no sólo conoce que es inevitable la subordinación de unos hombres a otros, sino que les es sobremanera ventajosa y aun necesaria. Por sí misma experimenta que la luz del hombre obscurecida por el pecado no es guía segura aun en las cosas que pertenecen a la vida civil, y que su voluntad desordenada y viciada no puede darle la paz que necesita en el orden político284. Conoce,   —110→   pues, que el hombre en el estado en que ahora está, necesita de otra ley que lo sujete a sus particulares obligaciones, y esta ley es el mando o la dominación civil285. Y así le parece bien que en la sociedad se establezca policía y gobierno que ordene la desigualdad civil286: que ciertas personas tengan potestad de promulgar leyes, y de hacer que se observen para la común utilidad: que estas personas en virtud del orden que las autoriza, ayuden a la tranquilidad del Estado y a la seguridad de sus miembros, fortaleciendo los pueblos, ahuyentando a los enemigos, refrenando a los sediciosos, y precaviendo a sus súbditos de toda calamidad287: que estén ordenadas todas las cosas humanas, teniendo unos hombres mando y autoridad sobre otros para que haya tranquilidad en las ciudades, y concordia en los ciudadanos, y seguridad en los bienes, y se conserve en el Estado la armonía y unión que no pudiera haber si a la autoridad ordenada prevaleciera la fuerza288. En una palabra, no sólo consiente en el   —111→   establecimiento de la potestad, mas considera este orden como la obra más conforme a la humana razón, y la de mayor utilidad que pueda haber en el mundo.

P. ¿Cómo es que esta autoridad y potestad política aprobada por la razón, necesita que la confirme la Religión?

R. Aunque la pasión desee la potestad, y la razón humana aprueba el establecimiento de ella, ni la una ni la otra bastan para hacerla legítima.

P. ¿Por qué?

R. Porque los hombres no son suyos289, sino siervos del orden que los sujeta a Dios290: y así no puede cada uno de ellos disponer de sí mismo ni de los otros291. Sólo Dios es el supremo señor del humano linaje; el que en la sociedad de los hombres reconoce o establece potestad fuera del orden de Dios, quebranta los derechos de la divina soberanía292.

  —112→  

P. En estas pocas palabras conozco cuán cierto es que en la Religión no cabe falsedad293, y que la piedad está libre de error294. Mas declarad esto con algún ejemplo.

R. Si una multitud de esclavos juntos en una cárcel, de común consentimiento concediesen a uno de ellos el derecho de la vida y de la muerte sobre todos los demás, el señor de ellos se reiría de este establecimiento, y lo tendría por ilegítimo y temerario, y al que hubiese usado de este fuero concedido por convenio y pacto de todos, lo castigaría como usurpador y como tirano. Porque siendo este derecho privativo del señor, sólo él puede comunicarlo y transferirlo a otro.

P. Bien me parece esta semejanza. Quisiera verla aplicada a nuestro propósito.

R. Todos los hombres somos siervos del señor absoluto y universal que es Dios. Dios es Rey y señor de los hombres295 por un título tan esencial a su naturaleza, que es imposible que en esta cualidad tenga parte criatura ninguna296. Por consiguiente nadie puede disponer de sí mismo sino conforme al orden de Dios297. En vano, pues, darían   —113→   los hombres a uno de ellos el derecho y la potestad suprema de gobernar a los otros, si a esta elección no se juntase la autoridad de Dios. Por donde enseñan los Padres que es insubsistente la potestad que un hombre da a otro de sí mismo en aquello a que sólo Dios tiene derecho298, y que el suplicio de un malhechor sería un verdadero homicidio, si la suprema autoridad que gobierna el Estado no hubiera recibido poder para ello del mismo Dios que ordena la sociedad, y es señor de la vida y de la muerte de los hombres299.

P. Paréceme que en esta aplicación se abusa de una máxima verdadera. ¿No podía cada uno de los individuos del Estado dar potestad al Príncipe para que le quitase la vida, y consentir de grado en perderla si lo mereciese? No sería temeridad el someter así la vida al poder de un hombre, a trueque de salvar el orden y la felicidad pública.

R. Aun cuando el hombre por un fin honesto pudiese poner su vida en las manos de otro hombre, nunca jamás podrá darle derecho para que se la quite. Este derecho sólo puede darlo el que lo tiene, que es Dios. Entre los hombres nadie lo   —114→   tiene, si no lo recibe de Dios300. No diría S. Pablo que justamente está la espada en manos de la pública potestad, si no reconociera en los Príncipes la delegación y el ministerio de Dios.

P. Tampoco me parece exacta esta comparación de los esclavos, ni a propósito para lo que se pretende. Un esclavo nada posee en este mundo: no puede tener ninguna propiedad, ni menos disponer de su persona. Nosotros por el contrario tenemos la propiedad de nuestros bienes y la libertad de nuestras personas.

R. Mayor es la dependencia en que estamos todos los hombres respecto de Dios, que la que tienen los esclavos respecto de otro cualesquier hombre. Así como el esclavo nada puede poseer ni disponer de su persona sin licencia de su señor, así los hombres todos nada pueden poseer, ni disponer de sí mismos, sino conforme al orden de Dios. La propiedad de los bienes y la libertad de las personas es don concedido al que por el pecado original perdió el derecho a lo uno y a lo otro; pero concedido con la condición de que su uso vaya ordenado al fin por que se le dio.

P. ¿Cómo decís que el hombre no tiene derecho a los bienes que posee? ¿No dice la Escritura que los fieles son señores de todas las riquezas del mundo?

  —115→  

R. Así es. En los Proverbios está eso escrito según la versión Arábiga y la de los Setenta Intérpretes301. De allí lo han tomado S. Agustín302, S. Ambrosio303, S. Jerónimo304 y S. Bernardo305. Pero eso no prueba que el hombre tenga derecho a lo que posee, de suerte que sea Dios injusto si no se lo da. Lo que prueba es que el justo con el buen uso hace propios los bienes que Dios por puro don suyo le concede, poniéndole su rectitud en estado, o digamos en derecho de poseer legítimamente todas las cosas: y que el malo posee injustamente los bienes de que hace mal uso306. No hay en el hombre más derecho para los bienes de este mundo, que el que le da la rectitud de su corazón. Sólo puede tener por suyas las cosas que posee con este derecho, y con este derecho posee todo lo que posee justamente, y justamente posee lo que posee bien, esto es, haciendo de ello buen uso307. Este derecho es de tal naturaleza, que se aumenta según que los justos miran los bienes de la tierra con mayor desinterés y desprecio. Ajenos son para el hombre, esto es, no   —116→   suyos todos los bienes de que usa mal308.

P. Novedad me causa esto. Si son ajenos los bienes que poseen los malos, estarán obligados a restituirlos a los buenos.

R. General es la ley de la restitución en los que poseen lo que no es suyo309. Pero hay diferencia entre los bienes que son ajenos por ser mal adquiridos o mal tenidos, y los que son ajenos por el mal uso que de ellos se hace. Los bienes que son ajenos por el mal uso del que los posee, se hacen propios por el buen uso. Ésta es la restitución que de estos bienes exige la Religión. El buen uso restituye los bienes en manos de la justicia, la cual nadie posee malamente, porque de ella no puede hacerse mal uso. No así la riqueza: los malos la poseen mal, los buenos tanto mejor la poseen, cuanto menos la aman310.

P. Y mientras el malo posee sus bienes, ¿da Dios derecho a alguno para que se los quite?

R. No. S. Agustín responde a esta duda. Aun los malos que poseen sus bienes injustamente y contra el orden de Dios, tienen autorizada su posesión por las leyes civiles. Repútanse por bienes suyos en la sociedad aun los que en el orden de Dios   —117→   son ajenos: las leyes humanas no dan al malo el buen uso de sus bienes, pero de esta suerte se logra que los malos sean menos gravosos a los demás311. Esto durará hasta que los fieles y los justos cuyas son, por el derecho que decíamos, todas las cosas, los cuales o son entresacados del número de los malos, o son mientras viven ejercitados por ellos, lleguen a aquella ciudad cuya herencia es eterna, y la cual tiene por vecino al justo, y por Príncipe al sabio, y en donde los que a ella llegaren poseerán lo que verdaderamente es suyo312.

P. Eso no prueba que el hombre no tenga esos derechos, sino que debe usar de ellos según la voluntad de Dios.

R. La Fe dice que el hombre caído no tiene tales derechos, y que de los bienes que le concede Dios en este estado, no debe hacer armas para oponerse al orden de la ley eterna.

P. ¿No basta que este derecho que da Dios a los hombres sobre la vida y la muerte, esté contenido en la aprobación que da él a los Reinos?

R. Sí basta. Pero esta aprobación de los Reinos y de las Repúblicas encierra en sí el establecimiento   —118→   de la pública potestad que reside en sus cabezas. De manera que así como la aprobación de los cuerpos políticos viene inmediatamente de Dios, porque sólo él pudo restablecer el orden que destruyó el pecado en la sociedad civil, así también viene inmediatamente de Dios el establecimiento de la pública potestad, sin la cual no subsistirían los Reinos ni las Repúblicas. De solo Dios es, pues, el derecho de la vida y de la muerte, por lo mismo que está contenido en la aprobación de los cuerpos políticos que es de solo Dios.

R. ¿No bastaría que esta potestad la hubiese dado Dios a los Príncipes por el canal de los pueblos?

R. Bastaría ciertamente, si así lo hubiese determinado.

P. Pues dicen que lo ha determinado así, y que el Rey o cualquier otra cabeza suprema del Estado recibe la autoridad de Dios por el canal del pueblo.

R. Eso es confundir la elección con el origen de la potestad, y de lo uno colegir lo otro: lo cual veremos luego no ser conforme a los principios de la Religión.

P. ¿Y de dónde consta que no da Dios el poder a los Príncipes por el canal de los pueblos?

R. De que ni la Escritura ni Padre alguno de la Iglesia, tratando como tratan del origen de las potestades, han enseñado jamás que a los Reyes venga la autoridad por medio de los pueblos: al contrario todos, como queda dicho, a una voz enseñan   —119→   que la autoridad del Rey es de Dios. La Religión nunca llama a los Reyes Ministros del pueblo, y muchas veces los llama Ministros de Dios. No dice que de la protección de los buenos y del castigo de los malos está encargado de parte del pueblo, sino de parte de Dios. No dice que el Príncipe está sujeto al juicio del pueblo, sino al de solo Dios.

P. Eso probará que el Príncipe recibe de Dios mediata o remotamente la potestad, pero no inmediatamente.

R. Esas distinciones no las ha usado jamás a este propósito la Escritura ni la Tradición de la Iglesia. Siempre dice que el Príncipe recibe de Dios la potestad y la autoridad, y nunca dice que reciba del pueblo lo uno o lo otro. Las distinciones que sirven para aclarar la verdad, han de ir fundadas en la misma verdad, no en el capricho del que las inventó. La Escritura es la palabra de la verdad: la Tradición la interprete de esta misma verdad. ¿Qué diremos de la política que se desentiende de la una y de la otra? Sus cavilaciones desfiguran la verdad, pero no la vencen. El lenguaje nuevo que no es conforme con el antiguo, siempre ha sido sospechoso en la Iglesia.

P. También dice la Escritura que todas las cosas vienen de Dios, y no por eso entienden los Padres que vengan todas inmediatamente de Dios.

R. Ésta es una de las armas más comunes con que la filosofía hace guerra a la antigüedad. La insubsistencia de esta comparación se echa de ver   —120→   en el modo tan señalado con que la Escritura y la Tradición fijan en el trono de Dios el origen de la autoridad de los Príncipes: en la frecuencia con que invariablemente insisten en esta doctrina: en la vehemencia con que procuran establecerla, que no parece sino que tenían delante de los ojos a los que ahora la impugnan: en las consecuencias que sacan de estos principios, que son eximir a los Príncipes de todo juicio humano, y sujetarlos a solo el juicio de Dios, y estrechar a los súbditos a que por conciencia respeten y se sometan a los Príncipes injustos y tiranos que de la pública potestad abusan para su particular interés, lo cual no hicieran si tuviera el pueblo autoridad para juzgar y deponer al Príncipe. Porque con buena conciencia obra el que desobedece y resiste a un poder injusto y tiránico a que no está sujeto, y más cuando puede juzgarlo por sí mismo. Supongamos que la Escritura y los Padres se hubiesen propuesto enseñar a los súbditos que la autoridad de los Príncipes viene de solo Dios. ¿Cómo pudieran declarar esto, sino callando que esta autoridad viene del pueblo, y diciendo solamente que viene de Dios? ¿haciendo a los Príncipes superiores al pueblo, y inferiores a solo Dios? ¿probando por el principio divino de su autoridad que el Príncipe no está sujeto al juicio del pueblo? ¿negando que el pueblo pueda juzgar al Príncipe, y atribuyendo este poder a solo Dios? Pues esto es lo que enseñan la Escritura y la Tradición, como veremos adelante.

  —121→  

P. El ser Dios señor de los hombres por título esencial a su naturaleza, ¿impone a los hombres alguna obligación esencial?

R. Sí. El hombre esencialmente y por naturaleza está sujeto a la potestad y a la voluntad de Dios313, y esta voluntad es regla suya natural e inmutable314, de manera que es injusto el que no la sigue, y es justo el que la sigue y se conforma con ella315.

P. Según eso es necesario que el hombre en todo sujete su voluntad a la de Dios.

R. La subordinación de la voluntad del hombre a la de Dios es tan esencial a su naturaleza, que ni el mismo Dios puede permitir que la voluntad humana sea regla y fin de las obras del hombre.

P. ¿Qué se sigue de esta obligación esencial del hombre?

R. Que nadie puede ser obligado a seguir la voluntad de otro hombre considerada en sí misma   —122→   y sin respeto a la voluntad de Dios. Por eso el mismo Jesucristo en cuanto hombre protesta haber hecho siempre la voluntad de su padre, y no la suya316. Pues si no puede permitirse a criatura ninguna que haga su propia voluntad, menos permitido será pretender que reine y domine sobre los otros, no siendo nuestra voluntad regla de sí misma ni de otra ninguna criatura. Sólo Dios puede reinar justamente sobre nuestra voluntad: a solo él pertenece el Imperio317, pues su divina voluntad debe ser consultada como regla única de nuestras acciones. Necesario es, pues, que resida la potestad de Dios y la autoridad en las personas públicas, a quien se debe sumisión y obediencia; porque esta sumisión no se debe a los hombres considerados en sí mismos, sino como autorizados por el que es principio del orden, y fin y blanco de nuestra obediencia.



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ArribaAbajoCapítulo XII

El elegir el pueblo a los Príncipes, en nada se opone al origen divino de su potestad. Consecuencias de esta doctrina a favor de la soberanía hereditaria


P. ¿Puede componerse que Dios deje al pueblo la elección del Príncipe, y que éste no reciba del pueblo la autoridad?

R. Sí. La elección del Príncipe y la autoridad son dos cosas distintas. El pueblo que elige al Príncipe, lo elige por la necesidad del orden público. No tiene el pueblo derecho para esto, si Dios no se lo diera. Así como a la providencia de Dios pertenece el restablecimiento del orden de la sociedad que trastornó el pecado, así a Dios pertenecía también la elección de los medios por donde sucesivamente se conserva este orden. Este poder suyo absoluto, o digamos derecho privativo de la divinidad, consta por la divina Escritura318, y lo ha mostrado Dios algunas veces eligiendo por sí mismo los Reyes sin contar para esto con medio ninguno humano. A Saúl y a David y a otros Príncipes los tomó el Señor por su mano, digamoslo así, y los puso a la cabeza de su pueblo, sin dejar al arbitrio de los súbditos su elección. Lo regular no es eso, sino dejar a los pueblos   —124→   que nombren el Príncipe que los ha de gobernar, bien sea esto por elección, o por sucesión hereditaria319. Deja esto al parecer de los hombres y a los medios de la humana prudencia, bien sea para probar así la integridad de los pueblos, o por otros fines ocultos. Lo que nunca jamás ha dado Dios a nadie es la suprema autoridad, que es el principio del orden con que se conserva la autoridad pública. Éste es fuero propio de la suprema majestad, y de la infinita sabiduría que ordena todas las cosas. Mira como el Príncipe puede recibir del pueblo la elección y no la autoridad, y como la elección del pueblo en nada deroga ni menoscaba el origen de la autoridad. Comunícase esta autoridad a la potestad: el orden prescinde de los medios justos o injustos por donde a ella se llega, y del uso bueno o malo que de ella se hace. Lo que hay de desorden en la potestad, lo reprueba Dios y lo castiga320: la potestad siempre la recomienda. Por eso S. Pablo nunca llama al Príncipe Ministro del Pueblo, sino Ministro de Dios, aun cuando sea Príncipe por elección del pueblo; porque el ministerio no lo da la elección,   —125→   sino el orden que establece y confirma la autoridad.

P. ¿Cómo puede el pueblo elegir al Príncipe sin conferirle al mismo tiempo la autoridad?

R. Porque la autoridad no viene de la elección, sino del origen de toda potestad. No menos recibe de Dios el poder un Príncipe que hereda su Estado, que si por Dios fuese escogido y puesto en el trono. Ni la constitución del gobierno ni la elección de los Príncipes tiene que ver nada con el orden de Dios, que es el que da autoridad a las potestades establecidas. Y así Salomón que heredó de su padre el Reino de Israel, se tiene por elegido de Dios, y colocado de su mano a la cabeza del pueblo321. Los primeros Cristianos veneraban también en los Príncipes. Gentiles la elección de Dios, aun cuando eran elegidos por el pueblo322.

P. Ya entiendo cómo esta potestad la comunica Dios al Príncipe: lo que yo creía es que se la da Dios por medio de la elección del pueblo.

R. Aun cuando esto fuera así, no se seguiría de ello lo que muchos infieren, que el pueblo tiene facultad para juzgar y deponer al Príncipe. Porque la potestad establecida por medio del pueblo está confirmada, como ellos mismos confiesan,   —126→   por otra potestad superior a él, que es la de Dios: y el juicio no puede venir sino de potestad y autoridad superior. Digo que aun cuando esto fuera así, porque ya hemos visto la diferencia que hay entre la elección y la comunicación de la potestad, y como de la una no puede inferirse la otra.

P. Decir que el pueblo elige al Príncipe, y que no es él quien le comunica la potestad, es decir que el pueblo en esto hace algo, y que al mismo tiempo no hace nada.

R. Éste es un sofisma. La elección del Príncipe siempre es una facultad real y verdadera, aun cuando esté separada de la comunicación de la potestad. Deja Dios a algunos pueblos el derecho de elección por los fines que hemos ya declarado. Pero la comunicación de la potestad se la reserva siempre como fuero suyo.

P. ¿Qué quiere decir que la comunicación de la potestad es fuero de Dios?

R. Que el derecho de gobernar a los pueblos esencialmente pertenece a Dios, y no pudiera ser legítimo este derecho en hombre alguno, si no lo recibiera del que es Rey de toda potestad323.

P. Si el pueblo libremente y por sólo el bien público elige al Príncipe, ¿por qué no podrá quitarle esta misma autoridad cuando el Príncipe oprime con ella a los mismos a quien debía proteger?

R. La elección del pueblo no da la autoridad al Príncipe: y así el pueblo no puede quitársela,   —127→   porque se la da. Esta autoridad aun cuando él se la hubiera dado, está confirmada por Dios, y así no puede ser juzgada ni quitada sino por Dios.

P. Cuando el pueblo elige al Príncipe, cada particular renuncia a la porción, digámoslo así, de independencia que poseía. De este desprendimiento de la independencia de los miembros del Estado, resulta la soberanía en el Príncipe.

R. Estas máximas de la política las reforma la Religión, diciendo que en ningún heredero del pecado de Adán hay independencia del orden civil: que la renuncia de la insubordinación es una obligación moral que impone la Religión a sus súbditos, para que por medio del orden político cooperen al restablecimiento de la unión y concordia civil que destruyó el pecado: que la soberanía del Príncipe no tiene dependencia ninguna del desprendimiento de la independencia de los miembros del Estado: que la elección no hace más que señalar la persona o las personas en quien subsiste o ha de subsistir la autoridad pública.

P. Muy claramente entiendo esta doctrina. Sólo me parece más favorable a los otros géneros de gobierno civil, que a la potestad y soberanía hereditaria.

R. Pues es al contrario. De ella se sigue una consecuencia muy favorable a este género de gobierno. Y es que aunque el establecimiento de él en su origen haya dependido del pueblo por la elección que hizo él de una familia determinada que lo gobernase, y por la institución del orden   —128→   para la sucesión del Reino: una vez establecido este orden, no tiene ya potestad el pueblo para mudarlo. Porque la facultad de hacer leyes no reside ya en el pueblo, sino en el Príncipe a quien comunica Dios su poder para que lo gobierne. Y como en un Reino hereditario nunca está el pueblo sin Rey, no puede jamás el pueblo estar en estado de hacer nuevas leyes para mudar el orden de la sucesión, o la constitución de gobierno. Porque la autoridad legítima para esto no reside sino en aquel o aquellos a quien Dios la comunica, según el orden civil que en los pueblos se halla establecido.

P. ¿Cómo es que la potestad legislativa sólo reside en el Príncipe y no en el pueblo?

R. Porque esta potestad es inseparable de la autoridad pública, la cual reside en el que actualmente es cabeza del Estado.

P. ¿Cómo puede componerse en el heredero de la corona esta transmisión legal superior a todas las voluntades del pueblo, con la ratificación que se hace de él por parte del mismo pueblo?

R. En esto no hacen los pueblos más que una acción de justicia. Esta ratificación es una obligación que tienen de reconocer el heredero a quien ha escogido Dios en aquella familia destinada por él al supremo gobierno. En este sentido puede decirse que siempre que muere el Príncipe hay un nombramiento real, un consentimiento de justicia propiamente dicho, en que el derecho hereditario continúe produciendo su efecto, y que lo produzca   —129→   en favor de una determinada persona. Pero una vez establecido este género de gobierno, no tiene derecho el pueblo para alterar el curso natural y político de la sucesión.

P. ¿Se opone esto a los juramentos que en algunos Reinos hacen los Príncipes y cabezas de la república obligándose a la guarda de las leyes fundamentales del Estado?

R. No. Antes bien esto asegura más el orden del mismo Estado, el cual no menos es trastornado por el abuso de la potestad en el Príncipe, que por la insubordinación de los súbditos324.




ArribaAbajoCapítulo XIII

Derivación de la potestad a los subalternos del Príncipe. Qué deben respetar los súbditos en la pública autoridad


P. ¿Esta potestad reside en solo el Príncipe?

R. En solo él reside como en su eminencia, porque es cabeza del Estado: pero de él pasa a todos sus Ministros y a los demás que con dependencia de él están destinados a gobernar los pueblos, y a mantener en ellos el orden en los diferentes grados y oficios de la república.

P. ¿Qué es lo que ha de respetar el pueblo en los subalternos del Príncipe?

R. Lo mismo que en el Príncipe, el orden de   —130→   Dios. La parte que de ellos tienen en la potestad y en la soberanía de Dios, es lo que debemos honrar en sus personas, según la medida que les cabe de esta potestad en el oficio que sirven325.

P. Según eso no hemos de respetar en las personas públicas la riqueza ni la ostentación ni los trenes ni otra cosa ninguna de estas que admira el mundo.

R. La Religión Cristiana que en nadie envidia la felicidad engañosa326, tampoco puede venerar los bienes falsos en que consiste esta felicidad327. Busca el principio del respeto y veneración de los hombres en la verdad, y no en la vanidad. Sin riquezas puede ser uno Rey, mas no puede serlo sin el orden de Dios. Por aquí conocerás lo que debe respetarse en las personas públicas. Los Cristianos veneran en el Príncipe una cosa digna de respeto, cual es la superioridad y autoridad verdadera que reside en él. Por eso debe ser su veneración interior nacida del corazón, y no puramente exterior, y mucho menos engañosa y fingida.

P. Regularmente la pompa y el aparato exterior   —131→   hace más respetables a las personas públicas.

R. No nace esto de la verdad de las cosas, sino de la corrupción de los hombres. La impresión que en los hombres causa la ostentación y aparato exterior del Príncipe, ha hecho como necesaria en el Príncipe esta misma ostentación para conservar de parte de sus súbditos el decoro que pide su estado. Pero los buenos súbditos no respetan esto en el Príncipe, sino el orden de Dios.

P. El respetar en el Príncipe el orden de Dios, y no sus calidades personales, ¿es ventajoso al Estado?

R. Sí. Porque siendo este respeto independiente de las calidades de su persona, lo es también de los juicios que de esto se hacen o se pueden hacer; y así es fijo e invariable.

P. Creía yo que puede respetarse el orden de Dios en la pública potestad, sin que este respeto sea invariable. Quiero decir, que no se quebranta el orden de Dios cuando el pueblo quita la potestad a uno, y la da a otro; y que sólo se quebrantaría este orden cuando quitase al Príncipe la potestad sin establecer otro Príncipe, para vivir en independencia.

R. Ésta es cavilación de la falsa política. No puede el súbdito quitar la pública potestad que lo gobierna sin hacer resistencia a esta potestad, y por consiguiente sin quebrantar el orden de Dios. ¿Qué mayor falta de respeto, qué mayor resistencia a la potestad establecida, que no reconocer en ella el orden público con que se conserva el Estado?   —132→   No respeta el orden de Dios el que no venera la potestad establecida: ¿y respetará este orden el que no la reconoce por tal, y la sacude de sí después de establecida?

P. ¿No decíais que Dios ha dejado a algunos pueblos libertad para que elijan Príncipe?

R. Sí. Estos pueblos eligiendo al Príncipe, usan del derecho que Dios les concede. Mas en habiendo elegido, cesa en ellos el derecho de nueva elección hasta quedar sin Príncipe. Quitar o sacudir de sí la potestad del Príncipe establecido, no puede nadie sin faltar al orden de Dios328. De los Reinos donde es la soberanía hereditaria, ya hemos dicho también que una vez establecido este orden, no tiene potestad el pueblo para mudarlo. La resistencia, pues, al orden de Dios no consiste en sacudir de sí el súbdito el yugo de una potestad sin sujetarse a otra, sino precisamente en sacudir de sí la potestad establecida, aun cuando a ella substituya otra.

P. ¿Qué el hombre no es dueño de sus bienes y de su libertad y de su voluntad?

R. De los bienes terrenos es administrador: la libertad la tiene sujeta al orden de Dios: la voluntad a la ley de Dios. Éste es el lenguaje de la Religión, con el cual debe conformarse el que desea enseñar la verdad y seguirla.



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ArribaAbajoCapítulo XIV

Bienes que la Religión causa al Estado autorizando el vínculo indisoluble del orden político


P. Ahora veo por los principios de la Religión cuán invariable es el respeto que los súbditos deben al Príncipe. Mostradme los buenos efectos que causa esto en la sociedad.

R. Que ningún buen súbdito se atreva a disolver este vínculo que hay entre el pueblo y el Príncipe, como lo disolvería fácilmente si el Príncipe recibiese de hombres la potestad329.

P. Pues esto deseo yo saber qué bienes trae al Estado.

R. Primeramente la paz interior y la seguridad pública. No sería posible establecer y hacer duradera la paz en la sociedad, ni aun conservar la misma sociedad330, si los hombres dejándose llevar del deseo de ser independientes331, no se sometiesen por conciencia, esto es, de un modo invariable a una autoridad que les quitase parte de su libertad para conservar lo demás. Vivirían en guerra   —134→   perpetua, si envidiando la suerte de los superiores332, pretendiesen o hacerse señores de los flacos, o no ser súbditos de los poderosos. Donde se ve cómo es necesario para la tranquilidad y seguridad del Estado, que los hombres sometiéndose a la autoridad pública por principios de Religión, pierdan la esperanza de llegar a ser Príncipes, aun cuando conserven propensión a la independencia.

P. ¿Cómo es que el respeto de los súbditos a la pública autoridad conserva la seguridad del Estado?

R. Desde el punto que comienza a disolverse en el Estado el respeto y la sumisión que se debe al Príncipe, nadie viaja sin peligro, ni aun en su propia casa vive seguro: cesa el comercio, disminúyense y aun se pierden de todo punto las ventajas de la ajena industria. Ya hemos visto que no hay bien ninguno en el Estado que no se comunique a sus miembros por medio del orden político: que si se destruyese este orden, ni habría seguridad en las personas ni en los bienes, volveríanse los hombres enemigos unos de otros, y moverían entre sí una guerra general, que sólo se decidiría por la fuerza.

P. Bien se ve en esto sólo la necesidad que el Estado tiene del orden político.

R. Pues esta necesidad se conoce más claramente por los principios de la Religión. Los hombres   —135→   por el desorden del pecado quedaron por una parte vacíos de caridad, y por otra llenos de defectos y de necesidades333. Habíanse menester unos a otros los miembros del cuerpo político, no menos que los del cuerpo natural334: pero les faltaba el verdadero amor que impele al hombre al sufrimiento de la ajena miseria335, y al socorro de la ajena necesidad336, y a dar parte a los otros en los frutos de su propio trabajo337.

P. ¿Por qué?

R. Desde que el pecado dividió la naturaleza338, se introdujo en el humano linaje la separación de   —136→   los bienes y la turbación política, que no deja llegar la sociedad al estado de abundancia y de perfección en que fue criada339. Introdújose la concupiscencia a suplir en parte con los hombres estos oficios, que son propios de la caridad340, y lo hace de un modo espantoso: a su exactitud no llega ordinariamente la caridad común de algunos. Mas como la concupiscencia no sabe sino curar un defecto con otro341, fue conveniente que aun del vicio de la naturaleza que ella no sana342, se aprovechase Dios para salvar en la sociedad el orden político343.

P. Mostradme de esto algún ejemplo.

R. No hay cosa mas frecuente en la sociedad. Los caminantes hallan en todos los lugares quien   —137→   les hospede y les sirva y les obedezca, y esté en todo a su voluntad. ¿Qué cosa habría más admirable que estos hospederos, si estuviesen animados del espíritu de la caridad? Mas ordinariamente no se hace esto por caridad, sino por interés y codicia. Caridad sería edificar una casa para otro, mueblársela, colgársela, y luego ponerle en la mano la llave para que la habite. Pues esto no lo hace muchas veces la caridad, y lo hace siempre la concupiscencia. Caridad sería ir a la América a traer quina y otros medicamentos para las enfermedades, dedicarse a ministerios y oficios viles, hacer en obsequio de los demás servicios muy humildes y penosos. Pues todo esto hace la codicia sin queja ni murmuración alguna, destruyendo otro vicio muy dañoso al Estado, que es la ociosidad y pereza344. Los que obran por estos principios no se mejoran: avaros eran, avaros permanecen345; pero aun de este desorden de ellos se aprovecha Dios para que sean servidos y socorridos los otros hombres.

P. ¿Qué tiene que ver esto con la necesidad del orden político?

  —138→  

R. Yo lo diré. Para que la codicia se halle en estado de hacer estos servicios a la sociedad, es necesario que haya quien la contenga. Porque la codicia abandonada a sí misma, no tiene medida ni límite alguno346: es desaforada, se precipita con gran facilidad: en vez de servir al Estado, lo destruye: no hay exceso a que no se arroje en viéndose sin freno: derechamente se encamina a los hurtos, a los homicidios, a las injusticias y a todo linaje de desórdenes347. Los hombres dominados de la codicia, son peores que tigres, fuego que todo lo abrasa: cada uno de ellos quisiera tragarse y consumir a los otros348. Necesario era, pues, refrenar la codicia del hombre. Este freno es el orden político de los Estados349. Este orden por medio de las leyes y de la política contiene a la codicia con el temor de la pena, y al mismo tiempo la doma y la aplica a las cosas que ceden en beneficio de la sociedad350, sacando de ella los   —139→   servicios públicos que pudieran sacarse de la misma caridad. Este orden es el que nos da mercaderes, artesanos, en una palabra, todos los que contribuyen al alivio de las necesidades del hombre en la vida privada y pública. De aquí nace la obligación que tenemos de ser agradecidos a los conservadores de este orden, esto es, a aquellos en quienes reside la autoridad y la potestad que ordena y conserva los Estados.

P. ¿Trae otros bienes al Estado este orden?

R. Sí. El orden hace que aun los miembros inferiores del Estado gocen de las comodidades que no tendrían los mismos Príncipes por ricos y opulentos que fuesen, y por muchos oficiales que tuviesen, si llegase a destruirse este orden.

P. Exageración me parece lo que decís.

R. No es sino verdad y muy clara. Si no hubiera orden en el Estado, ningún caudal bastaría para que aun el Príncipe más opulento tuviese todas las comodidades que con el orden goza un artesano o un labrador de medianos haberes. Seríale necesario tener naves que fuesen a todas las partes del mundo, para que le trajesen las medicinas, las telas, las frutas, las curiosidades o manufacturas de los pueblos lejanos: gentes repartidas por toda la Europa para adquirir todos los meses o todas las semanas noticias individuales de lo que   —140→   pasa en ella: tropas para seguridad de sus bienes y de su persona y familia: artesanos para las necesidades de la vida presente. Todo esto tendría que buscar o procurar el hombre por sí mismo, si no hubiera orden en la sociedad civil. Habiendo orden, cualquier miembro de la república disfruta esto sin cuidado, sin riesgo y sin inquietud. Hay en ella quien vaya por lo que él necesita a la América, a la China, al Perú y a toda la tierra, sin que tenga él que disponer naves, ni arrojarse a los peligros de la navegación. Ábrensele caminos por toda la Europa. Viénensele a las manos correos, mercaderes, menestrales que se emplean en su servicio. Gentes sin número pasan la vida estudiando la naturaleza para curar sus enfermedades, y el derecho para defender sus bienes; los cuales están tan prontos y dispuestos para servirle, como si los mantuviera él a su costa. Con verdad puede decir cualquier miembro del Estado por pobre y miserable que sea, que tiene un millón de hombres que trabajan por él: en el número de sus oficiales cuenta a todos los artesanos de su Reino, y aun a los de los extranjeros; pues todos están aparejados para servirle, no esperando de él sino una corta recompensa por su trabajo. De estas gentes ninguno le incomoda, ni le obliga a que socorra su necesidad, o a que se encargue de adelantar su fortuna, o a que atienda a su comodidad o a su servidumbre. Estas ventajas que debemos al orden de la sociedad, igualan en cierta manera la condición de los pobres y de los ricos,   —141→   la de los pequeños y de los grandes, la de los súbditos y de los Príncipes; y aun a los pobres y a los pequeños y a los súbditos hacen en cierta manera de mejor condición; pues preservándolos de la inquietud de la riqueza, y de los peligros de la grandeza, y de los desvelos de la soberanía, les procuran todos los bienes de los que la poseen.