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Cervantes

Arturo Marasso



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A don Carlos Ibargarenen
esta conmemoración cervantina





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ArribaAbajoEl ámbito del Quijote

Los libros de caballerías tienen tradicionales expresiones fijas que pasan de unos a otros, un estilo formulario; estas expresiones de lengua no usada en otros libros y en labios de otras gentes que no sean andantes caballeros, coloran de una manera particular la narración; son las que descubren el género de estos libros y los muestran diversos de las otras creaciones narrativas, juntamente con la técnica de descripciones de armas, de ceremonias, de encuentros y de todo el aparato intrínseco y ornamental que los separa de las demás ficciones; dominando estas fórmulas se puede escribir, bien o mal, una novela caballeresca, ya sea de un cielo determinado o independiente. Abramos cualquiera de estos libros, el Don Tristán de Leonís, por ejemplo, y veremos que la repetición insistente de las mismas expresiones crea de inmediato en nuestra imaginación la evidencia de otro tiempo que admiró las hazañas que se relatan. La frase que más abunda, la que da el acento de la narración, ya que en todo libro caballeresco el autor aparece como traductor, es la monótona y perpetuamente repetida: «La historia dice» con la variante, a veces, de «dice el cuento», el «libro dice», «según dice el historiador»; la historia puede interrumpir   —2→   el hilo de la narración para tratar otro episodio «e agora deja la historia de contar esto por decir lo que aconteció al rey Meliadaux», hasta volver al anterior relato: «et tornemos a Tristán y al rey»; cuando queda una circunstancia sin ser descrita se explica: «que aquí no cuenta la historia» «e agora deja la historia de fablar desto». Cervantes usa muy hábilmente de estas fórmulas. En los incomparables combates caballerescos no se les puede mermar magnitud a los golpes; si de un golpe se abate el adversario, se destruye la descripción del combate, si se le quita valor y resistencia se aminora el triunfo del héroe; hay que encontrar la fórmula que, a pesar de la magnitud del golpe, prolongue la vida de los adversarios y sobre todo la del héroe de la novela: «e si el golpe fuera más bajo, muerto fuera el rey sin falta», o se desvíe el equilibrado y feroz encuentro por un hecho casual: «e en aquel punto fuera el uno de ellos muerto, si no fuera por una aventura». El caballero advierte al contrario: «defiéndete, mal caballero». Los caballeros van a sus aventuras: «él fuese por su camino a sus aventuras», andan a veces sin ningún acontecimiento extraordinario: «sin aventura que contar sea»; el caballero dice: «yo voy buscando mis aventuras como es costumbre de caballeros andantes»; la hermosura de la dama se confirma con el valor del caballero: «yo os probaré con fuerza de armas que mi señora la reina Oriana es mucho más fermosa»; «agora lo veréis», exclaman; los caballeros se mencionan por sus arreos: «el caballero de las blancas armas»; esta frase se convierte en epíteto: «Iseo la de las blancas manos». La fama del caballero llega lejos; por eso indaga «si lo oíste decir»; promete solemnemente por el orden de caballería: «que yo te prometo para el orden de caballería que no escaparás   —3→   de mis manos». Para que un libro de caballerías tenga su magia estilística, será menester aprovechar las fórmulas fielmente transmitidas, que son parte integrante de su tradición literaria. Cervantes al componer el Quijote no podía rehusarlas, porque al faltar a esta ley formularia no nos daría el lenguaje acostumbrado del héroe, lengua de caballero andante; todos los procedimientos descriptivos y verbales de estos hechos encuentran perpetuo empleo en su novela y la enriquecen; la inteligente y erudita parodia los utiliza con tan minuciosa identificación del modelo que el héroe adquiere figura cierta de caballero andante. Todo poema épico emplea fórmulas, y aun los romances viejos tienen el arte característico que los agrupa en la continuidad de la elaboración adquirida en la plenitud de su origen. Acierto singular de Cervantes fue juntar ampliamente estos elementos que dan a las novelas caballerescas una fisonomía propia tan diferente de las otras novelas, porque no se desligan del todo de sus fuentes inspiradoras y se configuran separadas de los otros géneros narrativos, manteniéndose en un ámbito aparte. Así pasa al Quijote la herencia de una técnica de ascendencia medieval perfectamente probada por la afición de los lectores en el transcurso del tiempo.

Don Quijote supera, en la Segunda parte, el ideal caballeresco. Él no lo dice, lo da a entender. El Renacimiento fue elaborando lentamente sus dos mitos ejemplares: Hércules y Orfeo. No son los caballeros andantes los que se retratan en la ambición del héroe manchego, sino los héroes antiguos. Su frente, en el camino de la acción, se eleva a la región luminosa, entre «las asperezas por donde los buenos suben al asiento de la inmortalidad» (II, 32). En este recuerdo de los versos de Garcilaso se junta al designio del   —4→   Hércules de Séneca de abrirse una senda hacia el cielo. Por eso, en la mesa de los Duques, al responder al Eclesiástico tiembla en su pecho la cólera del Hércules furioso: «Unos van por el ancho campo de la ambición soberbia; otros por el de la adulación servil y baja; otros por el de la hipocresía engañosa, y algunos por el de la verdadera religión». Casi en el mismo año, Góngora ponía en boca del peregrino el magnífico discurso ante los cabreros, quizá recordando el de don Quijote sobre la edad de oro: «No en ti la ambición mora, hidrópica de viento... Tus umbrales ignora la adulación»... Es decir, otra de las tantas versiones españolas del Beatus ille. También está en el Hércules furioso de Séneca, que toca el tema horaciano: «Ille superbos... Novit paucos» (164-175). Unos (en el Beatus: ille: la del que huye, en Luis de León) corresponde al ille latino; en la enumeración de Séneca: «ille, illum, hic»; en Cervantes: unos, otros y algunos (los pocos sabios, en Luis de León; en Séneca, paucos). Don Quijote, héroe, no puede suspirar por el reposo; va «por la angosta senda de la caballería andante», no por la «escondida senda» de la contemplación y la quietud de Luis de León y de Horacio, la que el héroe no cita en su respuesta al Eclesiástico, a quien alude: «y algunos por el de la verdadera religión», que es también acción. Don Quijote conoce su destino y afirma: «Yo voy». Empresa dura para almas de heroísmo activo. Luis de León muestra esta excelencia de la virtud viril, al imitar el filosófico himno a Hermías de Aristóteles: «Tú dende la hoguera - al cielo levantaste al fuerte Alcides».

Esta virtud que conduce a Hércules, purificado por simbólica hoguera, al cielo, se le representa a don Quijote. Con qué ardor exclama como si estuvieran vivos todavía los gritos   —5→   del triunfo: «Yo he satisfecho agravios, enderezado tuertos, castigado insolencias, vencido gigantes y atropellado vestiglos». La locura lo aprieta y no alcanza a ver que está imantado por la voz de Hércules, en la tragedia de Séneca: «He domeñado la tierra, he vencido los mares furiosos, el reino infernal ha sentido mi fuerza». Cervantes oye agolparse el rimo latino y en los labios de don Quijote se anima un informe galope que parece ser de hexámetros:


Yo he satisfecho agravios, enderezado tuertos,
castigado insolencias, vencido gigantes
y atropellado vestigios. Yo soy enamorado...



¿Cómo no iba a identificarse con el vencedor del león de Nemea el Caballero de los Leones? La influencia de Séneca el trágico entra en los más sutiles misterios de la elaboración del Quijote. Los Duques, elegantes y burlones, han leído la Primera parte del Ingenioso Hidalgo, están en el secreto, y saben de qué manera don Quijote ha vencido gigantes y atropellado vestigios. Organizadores de fiestas de palacio, con un mayordomo erudito, conocen la comedia como conocen la Eneida. Plauto viene desde los bancos de la escuela, sirve de norma, con Terencio, a los defensores de la autoridad clásica, ya declinante en España con el triunfo de Lope de Vega. El alma regocijada de Cervantes en los días felices en que concebía los grandes mitos -alegorías y mitos- de la estada de don Quijote en el castillo de los Duques, en que su genio ávido se apodera de todas las formas del arte, desde la mascarada deslumbrante hasta la penetración hondísima de las intenciones del hombre -ficción y burla, encanto y desencanto-, teje los engañosos hilos multicolores de la comedia. El espectador del teatro acepta una ilusión,   —6→   va dispuesto a aceptarla. Basta la palabra «noche» para que nos imaginemos asistir a un espectáculo nocturno. Cervantes pone aquí y allá estas indicaciones; advierten al lector instruido. Basta llamarle Tosilos al lacayo para que digamos «comedia tenemos», y agucemos nuestra mirada para ver qué nos ofrece este nuevo Plauto, en un nuevo Persa. Este «lacayo Tosilos» es el Toxilus servus de Plauto. ¿Cómo podrá medirse con el héroe manchego? Parece que los Duques consideran, en su fuero interno, a don Quijote como al Miles gloriosus de Plauto. Don Quijote, sin saber, está haciendo de «Miles» en el palacio. Podría una mano burlesca colgar en la espalda del héroe manchego un cartel que diga: «Soy Pirgopolinices». Y en la de Sancho: «Soy Artotrogus». A este Sancho interesado le convenía, a veces, representar en el palacio su papel de Artotrogus.

Sancho ignora la lección de los sabios. Los falsos bienes lo atraen. Quiere poder y riquezas, error que nace de su ignorancia. Las deslumbrantes promesas de don Quijote lo han cegado al despertar en él las dormidas ambiciones. La ínsula, conseguida y perdida, nueva Troya, no fue tomada por los enemigos, el gobernador la abandona; adivinó la burla, se ha reconquistado a sí mismo. La lección educadora llega a Sancho por la vía de la experiencia. «Dejadme volver a mi antigua libertad», exclama. Horacio había contado la fábula del ratón campesino; había escrito el sabio Beatus. «Y más quiero recostarme a la sombra de una encina en el verano», dice Sancho. Quiere volver al campo, al reposo, bajo la rama que cobijó los mejores siglos, a la mediana vida. En ese tema horaciano, Garcilaso llamó bienaventurado al que está en la soledad, en «la dulce soledad», lejos de la ambición y el tumulto: «A la sombra holgando   —7→   -de un alto pino o robre- o de alguna robusta y verde encina».

Prólogo del relato de la tragedia de Grisóstomo fue el discurso de don Quijote sobre la edad de oro. Grisóstomo y Marcela aparecen como un traslado de la tragedia antigua. En la literatura española representan la Fedra y el Hipólito de Eurípides y de Séneca que volverá a crear Racine con admirables versos. Ya en El Infamador (1581), de Juan de la Cueva, Leucino está en el lugar de Fedra, y Eliodora en el de Hipólito. Epílogo de la tragedia del frustrado gobierno son las palabras de Sancho sobre la edad de oro: «la sombra de la encina». De la noche de Trova o de la ínsula, de la ciudad perdida, con la voluntad de reinar en sí mismo, como filósofo, huye Sancho; lleva su Anquises, el rucio. La grande alma de Cervantes se puso en el centro de los móviles humanos. Platón, en la carta VII, escribía que el hombre ávido de riquezas y que tiene pobre el alma, busca sin pudor y por todas partes, como una bestia salvaje, todo lo que cree a propósito para satisfacer su pasión de beber, de comer y de disfrutar placeres groseros. La memorable experiencia de Siracusa da cierta luz a la ínsula de Barataria. Sancho ha probado ya en el gobierno un castigo infernal de la Eneida (VI, 602-607), no pudo disfrutar de la mesa llena de «frutas y mucha diversidad de diversos manjares». A la Furia de la Eneida, Cervantes la transforma en el ceremonioso doctor Pedro Recio de Agüero. A este doctor se debe el buen gobierno de los siete días de la ínsula. Sancho no estaba «harto de pan ni de vino, sino de juzgar y de dar pareceres». Si hubiera gozado de la espléndida mesa no hubiera podido conservarse sensato, según la opinión platónica (carta VII). El ascetismo era necesario. El Sancho sabio del   —8→   gobierno es el Sancho asceta, no por propio deseo sino por la varilla que al apartarlo de la gula lo acercaba a la sabiduría.

Sancho, al huir de la ínsula, debe probar la experiencia del destierro, doble destierro, el de la Patria y el del gobierno. A este «divino laurel de las almas desterradas», lo conoció Cervantes. Las flores, el laurel, hacen pensar a Mallarmé en la tierra todavía joven y «virgen de desastres»; son un testimonio, una supervivencia de la edad de oro, del reino de Saturno; participan del mismo destierro del poeta, le hablan del reino perdido en la edad en que vivimos. «Yo nací, por querer del cielo, en esta nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la de oro», dirá don Quijote, pero no ha de lograrlo. El Cisne, de Baudelaire, el pobre cisne, en la polvorosa calle de París, hiere al poeta con la realidad de un idéntico destino; este cisne es también un desterrado del mundo mejor, patria común del poeta y del ave. Baudelaire piensa en Andrómaca, que contempla la patria lejana en el simulacro de la amada Troya destruida: «Andrómaca, pienso en ti». Ce Simois menteur. Recordaba a Virgilio: Falsi Simoentis ad undam; veía al Cisne y a Andrómaca al borde de unas aguas que imitaban el Simois. Don Quijote, al perder su reino, con el encanto de Dulcinea, errante, encuentra en la mansión de don Diego de Miranda las tinajas tobosinas que «le renovaron las memorias de su encantada y transformada» dama. Como Eneas, en la ciudad de Heleno, se halla con la imagen del río patrio, así don Quijote ve las tinajas que le renuevan el recuerdo de una improbable dicha desvanecida. ¿Qué Simois, qué tinajas verá Sancho, en el camino de su destierro, que le hablen de la patria? ¿Cómo se llamarán este Heleno, esta Andrómaca?   —9→   La cautiva Andrómaca, al despertar del desmayo que le produjo la impresión de ver a Eneas, exclama, según la traducción de Diego López: «Oh hijo de la diosa, ¿por ventura es ésa tu verdadera figura, y verdadero mensajero te me ofreces? ¿Vives por ventura?». ¿Cómo producir un nuevo encuentro de Eneas y de Andrómaca? Cervantes se mostrará fiel a este secreto mandato de una tradición virgiliana. Sancho debe mirar su desdicha en otro desterrado amigo de la propia patria. Se aprovecha, el autor del Quijote, de una circunstancia real, de la expulsión de los moriscos. Ricote y sus compañeros crean una momentánea ciudad de Heleno. «¡Válame Dios! ¿Qué es lo que veo? ¿Es posible que tengo en mis brazos al mi caro amigo, al mi buen vecino Sancho Panza?». La parodia burlesca de Virgilio adquiere una melancólica y picaresca gracia. ¿Tendrá Sancho, después de este encuentro, que descender a las cavernas subterráneas, como Eneas al Infierno y don Quijote a la cueva de Montesinos? Sí, pero no va a los campos elíseos de la caballería o de la Eneida, cae en la caverna de la República de Platón. Padece un castigo; no tiene nada que consultar a los hados. Así logró Cervantes cerrar un cielo de Sancho, el de las aspiraciones al gobierno de una ínsula. Don Quijote, nuevo Hércules lo saca, no, lo hace sacar, de la cueva infernal a la luz de este mundo. Un estudiante -docto estudiante, un tanto maldiciente- dijo: «Desta manera habían de salir de su gobierno todos los malos gobernadores, como sale este pecador del profundo abismo».

Advirtamos la correspondencia, el sorprendente paralelismo de cielos en la Segunda parte: Encanto de Dulcinea (pérdida de Troya); don Quijote ve en la mansión de don Diego (ciudad de Heleno en la Eneida), las tinajas tobosinas   —10→   que le avivan el recuerdo de Dulcinea; descenso a la cueva de Montesinos (descenso infernal de Eneas). Sancho Panza pierde la ínsula (pérdida de Troya); se encuentra con su desterrado vecino Ricote, el morisco (ciudad de Heleno); cae en una «honda y obscurísima sima» (descenso infernal). Si Sancho hubiese sido héroe quizá hubiera tenido que descender a las regiones infernales; su caída no fue acto voluntario.

Con arte seguro y misterioso crea Cervantes un cielo para Sancho, en un último residuo de la parodia. El escudero realiza su destino en el palacio de los Duques, que equivale, en la epopeya del Ingenioso Hidalgo, a la Cartago de la Eneida. Construye la arquitectura multiforme y aérea del castillo y de la ínsula entre la Utopía de Moro y La ciudad del sol de Campanella. Puso en el castillo la grandeza y la miseria del hombre, la engañadora umbría de los jardines, el fausto terreno y el vuelo audaz por los espacios infinitos, lo divino en lo grotesco, juntó maravillosamente la filosofía perenne con las esferas de lo trágico y lo cómico, dibujando y borrando sonrisas e imposibles, con un encanto, con un no decir, con un no saber, donde se planta más abrupta la desnuda realidad del hidalgo, probado entre las cortesías palaciegas, por una Juno rencorosa.

Don Quijote, en su extraña aventura caballeresca y mística, tiende a transformarse en un nuevo Ulises, en un nuevo Eneas, en un incansable Alcides. Cervantes no podía recurrir a lo maravilloso en el mundo exterior, descubre lo maravilloso interior; la locura de don Quijote es casi un vuelo místico, es una extensión donde caben todos los prodigios. Una nueva Atlántida. El mundo se transfigura. Cuando este asceta de la Mancha «sin dar parte a persona   —11→   alguna de su intención y sin que nadie le viese, una mañana antes del día..., por la puerta falsa de un corral salió al campo», va a entrar en la región ignorada y fabulosa. Así el alma de San Juan de la Cruz, en «Una noche obscura» salió «sin ser notada». «¡Oh dichosa ventura!», exclama el santo. Ventura de la evasión en la triple noche. San Juan nos habla con el lenguaje de los símbolos. Su lirismo ofrecerá siempre lejanías inalcanzables. Cervantes carece de la divina experiencia del autor de la Noche obscura. Pero va a descubrir y mostrar el camino de su héroe, a alcanzarse, a superarse, a trascender otra interior experiencia. ¡Oh dichosa ventura! Don Quijote salió «con grandísimo contento». Don Quijote es todo alma. Es platónico. El alma es el hombre. También el alma es el hombre en los místicos. Se enciende la beata gloria de Dulcinea, entrevista en el cercano Toboso, como la princesa de un reino remoto, y en una visión sin par de idea platónica. Desde el capítulo segundo, ya no sabremos distinguir en el Quijote lo que es realidad y lo que es símbolo. La obra extraordinaria estaba creada. Sólo para Cervantes nació don Quijote. La novela podrá ser interpretada de mil maneras. Todos los intérpretes se engañarán en parte. Un arte insondable esconde los secretos veneros, y en los instantes amargos, idéntico y cambiante, el libro claro y humano, nos consuela, nos regocija. Volveremos mañana a releer los mismos capítulos, como volvemos a ver las cosas que amamos, sin que nunca nos cansen. Cervantes se esforzó por emparentarse, voluntariamente, con la continuada familia de Homero, de Platón y de Virgilio.

Los cervantistas han creído sorprender en el Quijote más errores de información de los que realmente tiene, los que en verdad son muy pocos, quizás ninguno, si descubrimos   —12→   la intención de los personajes de la novela. Apenan estos continuos e injustos reproches. Clemencín, en sus valiosas notas, es quien más ha achacado faltas a Cervantes, como si experimentara un secreto placer al señalar estas supuestas equivocaciones. Afortunadamente algunos comentaristas de estos últimos años ya no abusan de la palabra «equivocación». Cervantes, fino, inteligente, sabio, y sobre todo artista, poeta, crea el Quijote con lucidez penetrante y perfecta.

Cervantes se queja, no sin arte, de sus pocas letras, lugar un tanto ciceroniano, que hoy se usa por convicción o modestia y en aquel cuidadoso tiempo por elegancia, como lo enseña Castiglione en el Cortesano: «hubo algunos excelentes oradores antiguos que artificiosamente se esforzaban a dar a entender que no tenían letras».

Cervantes pertenece noblemente a su época, que declina hacia la comedia. El Renacimiento significa madurez, examen, plenitud, exaltación, multiplicidad; significa amor al maestro y revisión de su obra. No se renace de las cenizas, se renace de las raíces. La Edad Media en su larga labor fue una prolongación de la decadencia de la cultura antigua; en los siglos que parecen más obscuros se copian manuscritos, se maneja un caudal filosófico y literario a veces sorprendente; el aula latina continuaba abierta. No podemos negar la originalidad en la creación medieval, su densidad asimiladora. España transforma su Edad Media en universalidad, en irradiación de la latinidad de Europa. Don Quijote «sabe latín y romance como un bachiller», según afirma Sancho.

El Renacimiento, obra del humanismo, recoge en su fuente la civilización, el arte, el sentimiento, del mundo antiguo;   —13→   Platón, Aristóteles se leen en su propia lengua o en traducciones insignes. Erasmo, en la Adagia, mostraba, como dice Nisard, que las literaturas no son más que el depósito de la sabiduría humana.

Grecia ofrece una etapa a las conquistas del genio invencible. Continentes desconocidos, concepciones del universo que arrancan de la filosofía helénica muestran la tenacidad de la razón activa que con su poder indagador penetra en el misterio del universo. El Ulises homérico que sabe porque conoció en sus peregrinaciones pueblos y costumbres, se transforma en el filósofo jónico y en el europeo renacentista. «El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho», dice don Quijote.

Renacer significa conocer, no engañarse. En cada nuevo conocimiento se nace y se renace; en el conocimiento que transforma a la persona animosa y la acerca a lo que se ha logrado en la obra del trabajo del hombre; hace posible la superación. Renacer quiere decir lograr la riqueza adquirida en los siglos para sentir en nosotros el latido total de la humanidad. No se renace con la destrucción de los libros, de las estatuas, de los templos griegos. Se renace cuando la medida pitagórica nos da un ritmo en donde espiritualmente vuelve a construirse la divina proporción geométrica de las columnas y del arquitrabe. La ignorancia, si no es docta, no nos lleva a ningún renacimiento; renacer entraña vencer la dificultad ilustre de los grandes maestros; oír, en la palabra minuciosamente estudiada, la voz oculta que se trasmite en la eternidad de la conciencia. Renacer quiere decir purificación y ascetismo; porque el Renacimiento, todo Renacimiento nace del espíritu, es el espíritu, indaga. Busca afanosamente la verdad escondida. El sabio conducido por la   —14→   libertad de juicio y de investigación renueva la herencia de los creadores jónicos de la ciencia y del arte. La palabra fluye, y el poema, el tratado, el diálogo, el cuadro, nos muestran el retrato admirable del hombre descubridor de la naturaleza y de la divinidad del alma. Ese centelleo del alma, limpia de la sensualidad terrena, el conocimiento, dan al héroe cervantino, a pesar de su locura, un lugar entre los claros varones; el héroe esclarecido, toca con su virtud, la región de la apoteosis.

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ArribaAbajoCervantes y Virgilio

La indagadora inteligencia de Cervantes se perfeccionó en una época universalmente virgiliana. ¿En qué poeta, de Garcilaso a Balbuena, no se descubrirá el artífice latino, modelo y maestro? Virgilio es atmósfera poética, enseñanza y perpetua visión moral y estética. Basta aludir a un verso, a una circunstancia, a una imagen, para que el lector atento goce con la alusión o la referencia. Estas luminosas obras: las Bucólicas, las Geórgicas, la Eneida, encierran tesoros de una tradición familiar y propia, crean un arte inextinguible que tiende a la perennidad y huye de lo puramente temporal y circunscripto, despiertan una simpatía en el universo animado que aparece a nuestros ojos con la clara y misteriosa belleza visible. Virgilio guía de Dante, fue, con los maestros griegos y latinos, Horacio, Ovidio, Séneca, Plauto, vértice de la irradiante cultura del Renacimiento. Cervantes ama a Virgilio, a su «divino mantuano», lo descubre reflejado en los poetas preferidos, de Italia y de España. Lo estudia y admira en la mágica música del texto. Garcilaso, Ariosto, cuanto autor lee Cervantes, le sugieren el mundo áureo, zona de poesía, del épico latino que guardaba el secreto del arte y de la ciencia. España había entrado en su   —16→   plenitud con la gloria de una espiritualidad platónica, horaciana, virgiliana, latina. Si Cervantes no se hubiera impregnado, desde niño, de ese espíritu, no hubiese llegado a la universalidad y a ser lo que es en el sabio juego de su ironía inteligente y cautivante. El Virgilio de Cervantes es muchas veces un Virgilio intencionalmente contrahecho, pero no por eso es menor el estímulo del gran poeta. En el Quijote penetra la nueva moda italiana de renovar, con la parodia, el arte de Virgilio. Cervantes leyó quizá desde joven la traducción de la Eneida de Hernández de Velasco. Esta traducción es un «tapiz al revés»; el ingenioso autor del Quijote preferirá a esta versión, que él sabe de memoria, el texto latino. ¿Hasta qué punto lo lee en la lengua original? Las sobreentendidas referencias a lugares de la tan popular traducción de Hernández de Velasco, tienen por objeto hacer sonreír al lector que ya los conoce, como cuando, con intencionado propósito, Aristófanes pone, en boca de sus personajes, versos de Eurípides. El lector encuentra su propio universo virgiliano en los personajes del Quijote, varones de «fino entendimiento». Si el texto latino oculta a Cervantes, como es natural, más de uno de sus secretos, se le entrega en la pureza de su arte. Cervantes es virgiliano y conoce al maestro, por ciencia o por amor. Nuestra lengua, con sus autores más sensibles, había llegado a crear un transparente estilo de admirable hermosura virgiliana.

La imitación de Virgilio es casi una ley poética en el Renacimiento italiano. Ningún poeta épico o pastoril podía eludirla. Cervantes estuvo en Italia en años de densidad virgiliana; conoció en toscano traducciones del poeta latino, intérpretes, críticos. Fue encontrando a Virgilio en los poemas épicos que leía, en Dante, en Ariosto, en Tasso, en la   —17→   parodia de Folengo; lo hallaba en Boccaccio, en Sannazaro, en Garcilaso. Hombre de libros, Cervantes hablaría de Virgilio con sus amigos. Se discutiría la traducción de Hernández de Velasco, se la confrontaría, por ejemplo, con la de Aníbal Caro, llamada bella infiel. Los estudiantes estaban llenos de Virgilio, en Italia, en España, en todos los caminos que Cervantes recorría. La poesía épica empezó a ser el género literario más importante de España. El Portugal vio aparecer Los Lusíadas con inmensa fama. El autor de la Galatea ¿pensaba escribir un poema épico? Lo escribió en prosa. Si era poema no podía «salir tan desnudo de erudición»; no podía dejar de tocar los temas épicos: catálogo de ejércitos, el descenso al infierno, etc. En 1601 se imprimió en Valladolid, en tiempo de revisión y crítica, la primera edición de las Obras de Virgilio por el fecundo comentador y erudito Diego López. En estos años, Valladolid va a convertirse en el centro de las actividades de Cervantes. No creo que nuestro autor deba mucho a esta versión inelegante. Sin embargo, pudo servirle -con sus notas y su texto en prosa- para interpretar más inteligentemente el original latino de las obras virgilianas.

Este trabajo descubre el parentesco espiritual de la Eneida y El Ingenioso Hidalgo. Al abrir el Quijote, en el capítulo de la aventura de los batanes recordé, de pronto, a Virgilio. Un día tras otro, fui desentrañando la intención de Cervantes de relacionar con episodios parecidos los dos grandes poemas. Intención manifiesta, premeditada, gozosa y creadora. Las notas mías sirven para ilustrar este ignorado móvil de la cultura literaria de Cervantes; nos llevan a la intimidad de la elaboración del Quijote, sobre todo de la Segunda parte. Dejo sin tratar algunos aspectos virgilianos que   —18→   requieren más detenido examen. Me es gratísimo que mi ligero trabajo reintegre a Cervantes a la familia de Homero, de los genios mediterráneos universales, familia que tuvo en Roma por supremo artífice a Virgilio, uno de los maestros esenciales y eternos de nuestra cultura grecolatina.

La parte que hoy llamamos Primera del Quijote apareció, originariamente, en 1605, dividida por su autor en cuatro partes: La primera comprende desde el capítulo 1 al 8; la segunda del 9 al 14; la tercera del 15 al 25; la cuarta del 28 al 52. En este primer Quijote la esfera de la caballería andante juega equilibradamente con la de la poesía épica. El ciclo virgiliano predominante puede agruparse así en esta obra: Molinos de viento, alusión a los cíclopes (Quijote VIII, Eneida III); Grisóstomo, el episodio de Dido trasladado a la tragedia clásica (Quij. XI-XIV, En. IV); catálogo de ejércitos (Quij. XVIII, En. VII); aventura del cuerpo muerto (Quij. XIX, En. XI); batanes (Quij. XX, En. III, VI); yelmo de Mambrino (Quij. XXI, En. VIII). En la Segunda parte publicada en 1616, el plan épico se impone sobre los libros de caballerías y el equilibrio desaparece. El don Quijote, caballero andante, se convierte casi íntegramente en el don Quijote héroe.

El plan de la Primera parte, con las divisiones impuestas por las escenas de las ventas, donde se toca el entremés o la comedia, puede descomponerse en cielos de elementos predominantes: a) el ciclo del Romancero; b) el de la epopeya clásica; c) ciclo abigarradamente novelesco. A estos tres ciclos debemos agregar el del tema del retorno, odiseano.

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ArribaAbajo1. Los molinos de viento y los cíclopes

En el combate con los molinos de viento (I, 8), el ciego valor de don Quijote, iguala al de Eneas. Cuando el hijo de Anquises, contempla en el infierno los «fieros monstros y monstrosas fieras», «y el cien doblado en manos Briareo», según la traducción de Hernández de Velasco:


con miedo súbito,
turbado aprieta la desnuda espada,
y sale osado a recibir los monstros
que a ellos vienen, con la aguda punta.
Y si la sancta y dulce compañera
no le diera a entender que, cuanto vía,
eran fútiles sombras, que sin cuerpos
con raras apariencias revolaban,
dejárase ir tras dellas con gran furia
y con espessos golpes de su espada
el aire y sombras azotara en vano.



Ni siente el primer golpe de miedo don Quijote ni le detienen las palabras de Sancho. En este maravilloso episodio, la ironía cervantina crea una nueva noción de la realidad. El héroe pisa con pie quimérico la realidad absoluta. Pero la   —20→   imanta en torno a sus acciones y, como se ha observado en la poesía homérica, ya «esa realidad es otro mundo».

Don Quijote piensa, al mismo tiempo, en los cíclopes del libro tercero de la Eneida. Ve «treinta o pocos más desaforados gigantes» y quiere «quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra». Los cíclopes, llamados en la traducción de Hernández de Velasco «la canalla horrible Gigantea», son cien. Aqueménides, abandonado por los compañeros de Ulises en la caverna de Polifemo, al encontrar la salvación con el arribo de Eneas, exclama:


Dioses, quitad tan brava peste al suelo.



La empresa estaba guardada para el héroe manchego. Es él quien debe «quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra». El texto latino dice: Di, talem terris avertite pestem! (¡Oh dioses, apartad de la tierra tamaña calamidad!).



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ArribaAbajo 2. Catálogo de los ejércitos

El catálogo de los ejércitos, del capítulo XVIII de la Primera parte, lugar indispensable en todo poema épico, está imitado del catálogo del canto VII de la Eneida. Recuerda también la enumeración de varones famosos del canto VI. Cervantes contrahace y vivifica el tema con su inagotable y risueña ironía. El calco no puede ser más ajustado en el conjunto; difiere en los detalles. Citaré algunos ejemplos tomados de la traducción de Diego López: «y todo el ejército del pueblo de Evete, y Untisca de muchas olivas, y los que habitan la ciudad Nemento; los que habitan los campos fértiles de Velino, y los que habitan los ásperos riscos del Télsica... y los que beben el río Tibre... De otra parte Aleso griego... trae en favor de Turno muchos pueblos feroces los cuales con sus rejas labran los campos másicos, fértiles en vino»... etc. Y Cervantes: «aquí están los que beben las dulces aguas del famoso Xanto; los que pisan los montuosos masílicos campos..., los que beben las corrientes cristalinas del olivífero Betis», etc. Traduce Hernández de Velasco «y de Mutusca la olivosa», Cervantes dice: «del olivífero Betis». Virgilio (Eneida, VII, 711): Oliviferae Mutuscae. Cervantes corrige a los traductores, teniendo presente   —22→   el texto latino. Hernández traduce: «los que labran los collados massicos»; Cervantes escribe: «los que pisan los montuosos masílicos campos». En esta libre prosa poética, suena mejor «masílico». Además ¿quién puede pedirle cuenta en tan solemne trance a don Quijote o exigirle que diga másico? Los comentadores del Quijote, desde Bowle a Schevill, trataron doctamente de explicar el pasaje. Dice Schevill: «Según parece, en los autores clásicos el país de los masilos era sinónimo de Numidia». Virgilio no cita a los númidas en el catálogo de las huestes del libro VII de la Eneida. Están en lugar más visible en el libro IV, 41. No creo que el catálogo del Quijote sea disparatado cuando se refiere a la geografía y las costumbres. El mismo Cervantes dice que don Quijote daba a cada provincia, a cada nación, «los atributos que le pertenecían». Llaman a los númidas «dudosos en sus promesas», por no ser fieles a la palabra empeñada. Así aparecen en la Guerra de Jugurta de Salustio (LVI). Sin la presteza de Mario, hubiéranse puesto en contra de él; «hubieran cambiado de partido», traduce el infante don Gabriel (fidem mutavissent). «Tanta es la inconstancia de los númidas», exclama Salustio. Quizá digan las traducciones que podían leer los contemporáneos de Cervantes, «de fe mudable», frase que Ercilla, en la Araucana (cap. XXI), citada por Rodríguez Marín, aplica a los indios puelches. Cervantes leía a Salustio y le debe más de una enseñanza filosófica en el Quijote. Todo esto es intencionadamente ornamental, problemático, de estudiado preciosismo; forma ya desde antiguo, en la tradición histórica y geográfica de la epopeya, una imagen del orbe con remotas regiones, ríos, armas, costumbres, usos.

Con la Eneida se explicaría bastante. Virgilio enumera a los   —23→   habitantes de Aurunca, de los viñedos másicos y de otros lugares limítrofes, situados entre el Lacio y Campania. Quizá Cervantes haya escrito de propósito: «los montuosos que pisan los masílicos campos», en lugar de «los que pisan los montuosos, masílicos campos», para aumentar más las desordenadas hipérboles eruditas de don Quijote. Son, pues, los habitantes del monte Másico, famoso por sus vinos, y para traducir nuevamente con Hernández de Velasco: «Y los que labran los collados Mássicos, -felices con el don del libre Baco».

En la declaración de los nombres propios de la Eneida de Hernández de Velasco, se da noticia de «Massico, monte de Campania, provincia de Italia, célebre por el buen vino que se cogía en él». Y también de «massylos, los de Massylia, provincia de África». Traduce Hernández el verso 132 del canto IV: «Acuden los massylos caballeros». Ni Hernández ni López traducen el repostas Massylum gentis (VI, 59-60) de Virgilio. El uno dice «africanos», el otro: «las gentes de los africanos apartados». En la mente de Cervantes estaban los habitantes del monte Másico. Se produjo una fácil contaminación de másicos y masilios.

Cervantes recordaba, probablemente de memoria, la Eneida de Hernández de Velasco. Así, por ejemplo, dice don Quijote en el pasaje citado: «las dulces aguas del famoso Xanto». Este sonoro endecasílabo corresponde al de Hernández: «Y las corrientes del famoso Xanto». El adjetivo «famoso» no se encuentra en Virgilio (Eneida, IV, 143), es un agregado del traductor; López da fielmente el texto virgiliano: «y las corrientes del Xantho». Desde Garcilaso, se escribe casi siempre el nombre de los ríos con su correspondiente epíteto: «el viejo Tormes», «El Tajo amado». En la   —24→   edición de Milán, 1560, de la Diana de Montemayor, hay un soneto de Luca Contile que empieza así: «O sacro cigno del famoso Tago», Cancionero de Montemayor, Madrid, 1932. En la Galatea de Cervantes, donde aparecen tantos nombres de ríos, el adjetivo «famoso» abunda: «famoso Ebro»; «de la ribera del famoso Tajo», etc. Don Quijote dice: «el claro Termodonte» (I, 18), Virgilio nombra simplemente el «Termodonte» (Eneida, XI, 659), Hernández de Velasco, en su traducción, le llama «helado Termodonte». Lo mismo sucede, por ejemplo, en el divino discurso sobre la Edad de oro: «En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas»... El adjetivo «solícitas», aplicado a las abejas, está en la traducción de Hernández de Velasco: «A modo de solícitas abejas». El texto de la Eneida VI, 707, dice solamente «abejas». El epíteto está ya en Garcilaso: «solícita abeja», Égloga II Cervantes «en las quiebras de las peñas», recuerda las Geórgicas (IV, 44).

La introducción del catálogo de los ejércitos guarda una feliz analogía con el comienzo de la rapsodia III de la Ilíada. Don Quijote tenía «llena la fantasía de aquellas batallas, encantamientos, sucesos... que en los libros de caballerías se cuentan». «¿Ves aquella polvareda que de allí se levanta, Sancho? Pues toda es cuajada de un copiosísimo ejército que de diversas e innumerables gentes por allí viene marchando». - «A esa cuenta, dos deben de ser -dijo Sancho-; porque desta parte contraria se levanta asimesmo otra semejante polvareda». «Don Quijote pensó que eran dos ejércitos que venían a embestirse y a encontrarse en mitad de aquella espaciosa llanura». El héroe manchego enumerará con Virgilio los capitanes y las huestes. Cervantes   —25→   sabe que el primer catálogo de los «dos» ejércitos es el de la Ilíada. Antes de escribir el difícil catálogo volvió a Homero, pero prefirió el arte de la Eneida. Sin embargo no olvidó los ejércitos de teucros y aqueos que avanzaban para encontrarse. «Así como el Noto derrama en las cumbres de un monte la niebla,... y sólo se ve el espacio a que alcanza una pedrada; así también una densa polvareda se levantaba de debajo de los pies de los que se ponían en marcha y atravesaban con gran presteza la llanura. Luego que, andando, se hubieron acercado los unos a los otros, apareció en la primera fila de los troyanos Alejandro»1. Esas polvaredas que veía don Quijote eran «dos ejércitos que venían a embestirse y a encontrarse en mitad de aquella espaciosa llanura». Los que pinta Homero venían a embestirse en mitad de la espaciosa llanura del Escamandro: «atravesaban con gran presteza la llanura». «Toda es cuajada de un copiosísimo ejército que de diversas e innumerables gentes por allí viene marchando». Diversas e innumerables son las gentes de las huestes aqueas, de los más diversos lugares de Grecia; beocios, focenses, locrenses, abantes, atenienses, salaminios, argivos, etc.; innumerable muchedumbre de las huestes que obedece a los caudillos y príncipes: «tantas cuantas son las hojas y flores que en la primavera nacen». «A la muchedumbre no podría enumerarla ni nombrarla, aunque tuviera diez lenguas, diez bocas, voz infatigable y corazón de bronce (Ilíada, II). Cervantes, escritor de su época, sabe cuánto vale este fondo de humanismo. Ofrece una tela de libros de caballerías; el lector le agradece el presente: los hilos son homéricos.



  —26→  

ArribaAbajo3. La Aurora

Traduce Hernández de Velasco (Eneida, IV, 585, IX, 459-460)


Ya la purpúrea aurora el rojo lecho
de su Tithón dejando, de luz nueva
las tierras cerca y lejos esparcía...
Ya la rosada aurora de luz nueva
las tierras y los mares esparcía,
dejando de Tithón el rojo lecho,
el sol tendido por los aires claros
ya con su luz había abierto el mundo.



Dice don Quijote, con afectado lenguaje poético de lector de novelas caballerescas y pastoriles «Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra...; la venida de la rosada Aurora, que dejando la blanda cama del celoso marido». Esta bella parodia tiene en su armonía un oculto acento de sinceridad. En la Galatea, como advierte Rodríguez Marín, Cervantes escribió dos veces lo mismo, «casi con las mismas palabras»: «Pero ya la blanca Aurora dejaba el lecho del celoso marido». Cervantes, como cualquier persona culta de su tiempo, tenía en la memoria los versos de Virgilio. Para recurrir a ellos sin   —27→   caer en un lugar común, era mejor contrahacerlos. Y en este lugar burlesco: «Apenas había», la declamación de don Quijote empieza por la aparición del sol y termina por la de la aurora. El capítulo XIII de la Primera parte empieza así: «Mas apenas comenzó a descubrirse el día por los balcones del Oriente cuando los cinco de los seis cabreros se levantaron...». «Comienzo homérico» llama Cejador a esta apertura de capítulo. La rapsodia VIII de la Ilíada empieza: «La Aurora de azafranado velo, se esparcía por toda la tierra, cuando Júpiter, que se complace en lanzar rayos, reunió la junta de los dioses». La intención de Cervantes fue dar, aunque burlescamente, decoro al capítulo, empezarlo como un canto épico; parece que hubiera tenido al frente un canto de Homero. La rapsodia XI de la Ilíada, comienza: «La Aurora se levantaba del lecho, dejando al bello Titón, para llevar la luz a los dioses y a los hombres, cuando, enviada por Júpiter, se presentó», etc.; la rapsodia XIX: «La Aurora de azafranado velo se levantaba de las corrientes del Océano para llevar la luz a los dioses y a los hombres, cuando Tetis llegó a las naves»... La rapsodia V de la Odisea tiene este comienzo: «La Aurora se levantaba del lecho, dejando al ilustre Titón, para llevar la luz a los inmortales y a los mortales, cuando los dioses se reunieron en junta»... Gonzalo Pérez, traduce:


Cuando la clara aurora despedida
del lecho de Titón fresco y hermoso,
truxo apacible luz a los del cielo,
y así también a los mortales hombres...



El canto IX del Purgatorio de Dante se abre con estos versos:

  —28→  

La concubina di Titone antico
giá s’imbiancava al balco d’oriente
fuor delle braccia del suo dolce amico.



Sería difícil prolijidad indagar este lugar común de la poesía en la literatura italiana desde Petrarca (Trionfo dell’ Amore, I, 5), hasta el Tasso (La Gerusalemme liberata, III, 1-2; XX, I). Cervantes sigue la tradición con propósito burlesco, pero no extingue la magia poética del lugar común. Ningún capítulo del Quijote podría tener mejor encabezamiento que el IV de la Primera parte, cuando el héroe manchego sale de la venta ya armado caballero; qué mejor que decir algo parecido al comienzo del canto III de la Jerusalén, por ejemplo:


Giá l’aura messagiera erasi desta
ad annunziar che se ne vien l’Aurora.
Ella intanto s’adorna, e l’aurea testa
di rose colte in Paradiso infiora;
quando il Campo...



Cervantes escribe regocijadamente: «La del alba sería cuando don Quijote salió de la venta...» Este comienzo de capítulo en dependencia con el anterior puede también ser de origen virgiliano (Eneida, VI, I): «Así habla llorando» (Sic fatur lacrimans). En la irónica y fina descripción de la aurora: «los sauces destilaban maná sabroso» (II, 14) toca el imposible virgiliano (Buc. VII, 54): Pinguia corticibus sudent electra myricae (las cortezas de los tamariscos destilen ámbar espeso). En la aurora vive todavía, para Cervantes un vestigio del siglo de oro tal como lo presiente Virgilio (Buc. IV, 30): et durae quereus sudabunt roseida mela (y las duras encinas destilarán rocío de miel).



  —29→  

ArribaAbajo4. Una extraña aventura

La aventura nocturna del cuerpo muerto que trae el Quijote (I, XIX), puede descubrirnos algunos ocultos hilos de la creación novelesca de Cervantes. Desde Fernández de Navarrete se asegura que nuestro escritor compuso este capítulo recordando la escondida traslación de los restos de San Juan de la Cruz de Úbeda a Segovia en 1593. El autoritario robo del cuerpo del santo, según declaración de testigos, estuvo rodeado de temor y de milagrosas advertencias. Llevaban los despojos por sendas despobladas en la noche. En grandes voces comenzó a decir: «¿adónde lleváis el cuerpo del santo? Dejadlo donde estaba». Lo cual causó tan gran susto y pavor en el alguacil y sus compañeros, que se les espeluzaron los cabellos»2. La aparición de este hombre podría tener algo de semejante con la de don Quijote. El héroe manchego que acometió de día a los ejércitos, podrá hacer frente también, aunque con el pavor del escudero, al asombroso cortejo nocturno. Ya se anuncia en este pavor la aventura de los batanes donde misteriosamente se representaba   —30→   la proximidad de la fragua de los cíclopes. Aquel hombre que gritó no pudo convertirse en don Quijote que combate. El cortejo, que llevaba al santo en una maleta, estaba formado por el alguacil y sus compañeros; iba en la oscuridad y en el silencio. El que vio don Quijote, traía una gran multitud de lumbres. Adquiere caracteres de ceremonia solemne. «A don Quijote, dice Cervantes, se le representó en su imaginación al vivo que aquella era una de las aventuras de sus libros». ¿De los libros de caballerías? Clemencín anota un pasaje de la Crónica de don Florisel, de remota semejanza. De la España de su época sacó Cervantes necesariamente la descripción del ceremonial de este cortejo nocturno. ¿Cómo se le ocurrió poner a su héroe en combate con esta procesión sacra? «Figurósele, a don Quijote, que la litera eran andas, donde debía de ir algún mal ferido o muerto caballero, cuya venganza a él solo estaba reservada». Hernández de Velasco tradujo, con la Eneida, la temeraria continuación de este poema escrito por Mafeo Veggio. Este continuador de Virgilio, quizá siguiendo a Homero, trató de identificar a Eneas con Aquiles, a Turno con Héctor y a Dauno con Príamo. A la devolución del cuerpo muerto la tomó Veggio directamente de Virgilio, cuando Eneas manda a Evandro los despojos de Palante muerto por Turno. Imitando al poeta latino, con la vista en la Ilíada, hace que el piadoso Eneas, como mensaje de paz, ordene llevar el cuerpo del muerto Turno a su padre Dauno. El cortejo, con majestad de apoteosis, va en la noche por el campo:


Iban, pues, todos tristes, quebrantados,
por el silencio de la muda noche,
con gran dolor, hiriéndose agramente...
—31→
Todos al punto, bien que muy turbados
traen, según se usaba, mucha copia
de negras hachas, todas encendidas;
el campo por gran trecho resplandece
con la gran luz de las ardientes llamas.



Don Quijote y Sancho ven en la noche oscura «que por el mismo camino que iban venían hacia ellos gran multitud de lumbres, que no parecían sino estrellas que se movían».

Esta aventura ya estaría pensada en uno de los episodios del plan de la primera parte de la novela. Cervantes había descrito en el capítulo anterior la pompa y la grandeza del desfile de ejércitos, antes de la batalla, en la aventura de los carneros. Nada de extraño tiene que piense ahora, ya que en la mente de don Quijote los ejércitos se habrán encontrado, en presentar la ceremonia de la devolución o rescate del cuerpo de un héroe muerto, Héctor en la Ilíada, Palante en la Eneida, Turno en la continuación de Veggio. En la Eneida (XI) conducen, con gloria militar, los troyanos a la ciudad de Evandro, por orden de Eneas, el cuerpo muerto del joven guerrero Palante. De la ciudad salen al encuentro los árcades con teas funerales; a la escena la traduce así Hernández de Velasco, tan leído por Cervantes:


Corren los ciudadanos a la puerta,
todos con sus blandones funerales.
Luce una larga procesión de llamas
por el camino, y va por largo trecho
los espaciosos campos dividiendo.
La procesión troyana de otra banda
hacia ellos caminando con su muerto
juntó los dos llorosos escuadrones.



  —32→  

La ceremonia heroica se resuelve, como todas las visiones de don Quijote en un hecho común de la vida de su tiempo. Es a Turno, más probablemente a Palante, a quien, con no meditado arrebato justiciero, quiere vengar el hidalgo de la Mancha. La claridad de las hachas, en la noche de los campos, le despierta la visión de un mundo que sólo vive en la credulidad de sus pensamientos. Así se resuelve lógicamente el encuentro de las huestes y con esa lógica se adivina las honras del cuerpo muerto. Una aventura llama a otra. No pudo nacer de una circunstancia casual, de lo que se atestiguaba del oculto traslado de los restos del santo. Mafeo Veggio que se atrevió a continuar al Mantuano, «tuvo, sin embargo, dice Eugenio de Ochoa 3 la poca merecida honra de que Hernández de Velasco tradujese en verso su llamado Libro XIII de la Eneida, ni más ni menos que los doce de Virgilio». Veggio colaboró, al imitar la escena virgiliana, en esta aventura del Quijote. Los libros ya empiezan a componerse antes de que su autor haya nacido. El cortejo nocturno, las hachas encendidas con que el campo resplandece, quizá no hubiesen solicitado del todo la pluma de Cervantes sin el suplemento de Veggio en la traducción de Hernández de Velasco. Al poner la aventura del cuerpo muerto, desligándola de lo circunstancial, dentro de un plan épico, pisamos, con don Quijote, la región sobrenatural de sus andanzas. Los hechos diarios que Cervantes pudo conocer o ignorar, se iluminan con la irradiación que les prestan el mito poético y la estricta tradición de la ley épica o de la   —33→   ceremonia. Cervantes pudo tomar datos para escribir este episodio de cualquiera circunstancia real; su inteligencia vivísima lo tenía ya imaginado cuando componía las aventuras de su héroe. Pertenecía a la epopeya; desde allí hablaba esta aparición a don Quijote.



  —34→  

ArribaAbajo5. Los batanes y la fragua de los cíclopes

Veamos, en la versión de Diego López, parte del episodio, tan frecuentado por los poetas españoles, del antro de los cíclopes del libro III de la Eneida: «Cercados de árboles sufrimos crueles prodigios aquella noche, no vimos qué causa haga el ruido, porque no había resplandor de estrellas, ni el cielo estaba claro con resplandeciente luz, mas había nubes, el cielo oscuro, y la noche destemplada, tenía obscura la luna. Y ya se levantaba el día siguiente con la primera luz»... etc. Preferible es leer la traducción de Hernández de Velasco:


Aquella noche, de árboles cubiertos,
aquel monstroso son y horrible oímos,
estando de la causa del inciertos,
porque rayo de estrella nunca vimos.
La luna no podía hacernos ciertos,
que siempre en nube escura la tuvimos;
el cielo de su luz dulce envidioso,
envuelto estaba en velo tenebroso.
Del rojo y lucidísimo Oriente
era el siguiente día ya salido,
la aurora el cielo ya hasta Occidente
había la sombra húmida barrido.



  —35→  

Parece que Cervantes tiene presente y bien meditado el texto latino (Eneida, III, 583-587):


Noctem illam lecti silvis immania monstra
perferimus, nec quae sonitum det causa videmus4.



Víctor Hugo, en sus años de estudiante, tradujo sintéticamente, como si pensara en el Quijote, este pasaje:


La nuit qui règne aux cieux, ce fracas plein d’horreur,
ce prodige, en nos sens tout verse la terreur5.



Diego López traduce así la descripción del rumor de la fragua de los cíclopes (Eneida, VIII, 421-423): «y los continuos golpes oídos en las yunques hacen gran ruido y los pastos de los aceros suenan en las cuevas»... Y Hernández de Velasco:


Allí mil yunques, con valientes golpes,
heridas suenan con terribles truenos,
que en torno se oyen claros de muy lejos.
Rechinan por las cóncavas cavernas
barras y massas de encendido hierro...



También oye Eneas en el Infierno (Eneida, VI, 558); tum stridor ferri tractaeque catenae6:


Terrible estruendo de movido hierro
y de grandes cadenas arrastradas.
Paró allí el pío Eneas, y espantado
escucha atento aquel ruido horrible.



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Cuando don Quijote y Sancho, en la aventura de los batanes, sienten «unos golpes a compás, con un cierto crujir de hierro y cadenas, acompañados del furioso estruendo del agua», Cervantes recuerda la impresión horrible que producen las fraguas de los cíclopes y los tormentos del infierno. «Cercados de árboles sufrimos crueles prodigios aquella noche -traduce Diego López-; no vimos qué causa haga el ruido». Tampoco don Quijote y Sancho saben las causas de tan horrible estruendo. «Era la noche -escribe Cervantes-, como se ha dicho, escura, y ellos acertaron a entrar entre unos árboles altos»... «Tal era el miedo que tenía [Sancho] a los golpes que alternativamente sonaban». «Y vio don Quijote que estaba entre unos árboles altos, que ellos eran castaños, que hacen la sombra muy escura. Sintió también que el golpear no cesaba, pero no vio quién lo podía causar». Comparando los dos pasajes de la Eneida (III, 583-587; VIII, 421-423) con los dos pasajes del capítulo XX de la Primera parte del Quijote, se ve la parodia de Cervantes. ¿No va acaso don Quijote, como Eneas, por un mundo prodigioso? ¿No podía llegar acaso como Ulises y Eneas al país de los cíclopes? Sí. Llegó a ese país. Pero no halló gigantes, sino batanes. No huye, como Eneas en sus naves, perseguido por los gigantes, sino corrido por «la pesada burla». «Y así torciendo el camino a la derecha mano, dieron en otro como el que habían llevado el día de antes».

La indicación astronómica de la hora, que da Sancho: «la boca de la Bocina está encima de la cabeza», por el lugar en que se encuentra, recuerda intencionalmente la del coro del Hércules furioso (129-131) de Séneca


Signum celsi glaciale poli...





  —37→  

ArribaAbajo6. La risa de Sancho

«Cuatro veces sosegó [Sancho], y otras tantas volvió a su risa, con el mismo ímpetu que primero...» El eminente cervantista Rodríguez Marín trae la siguiente nota: «Todo este pasaje -dice Clemencín- es sumamente cómico y como de la mano de Cervantes. Recuerda y contrahace en el género ridículo lo que en el sublime y patético dijo Virgilio de Dédalo, al querer modelar en el templo de Cumas la caída de su hijo Ícaro (Eneida, libro VI):


Bis conatus erat casus effingere in auro;
bis patriae cecidere manus 7».



No es sólo este lugar con bis, «dos veces», -Virgilio prefiere ter, «tres veces»- el que remeda en burlas nuestro autor, recuerda también el de la muerte de Dido en el libro IV:


Ter sese attollens, cubitoque adnixa levavit:
ter revoluta toro est...»



Hernández de Velasco tradujo así estos dos célebres pasajes (Eneida, IV, 690-691; VI, 32-33):

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Tres veces con las bascas de la muerte
sobre el cobdo estribando, probó a alzarse
mas otras tantas torna a dar consigo
sobre la cama un lastimoso golpe.
Dos veces se esforzó a pintar el duro
caso del caro hijo en el terso oro;
ambas lo rehusó la patria mano,
ambas perdía el pincel de pena pura...



Pero por estar este episodio de la risa de Sancho en el relato de la aventura de los batanes, es más probable que Cervantes recuerde los versos 566-5688 del libro III de la Eneida cambiando las tres en «cuatro veces».

Ese renovado ímpetu de la risa de Sancho se parece, hiperbólicamente, al renovado clamor de las huecas cavernas. Dice la versión de Hernández de Velasco:


Tres veces resonó un horrible estruendo,
tres veces vimos cana espuma alzarse
y las estrellas della rociarse.



Aunque prefiera la repetición en tres, no era ajena a Virgilio la de cuatro (En. II, 242-3: quater ipso..., quater arma) que pudo dar a Cervantes, innegablemente, este rumor cuatro veces extinguido y comenzado.

«De esta misma figura usó Cervantes -escribe Clemencín- cuando, al referir el encuentro de Sancho con el Cura y el Barbero, yendo de embajador a Dulcinea, dice: tornóla a decir [la carta] Sancho otras tres veces, y otras tantas volvió a decir otros tres mil disparates». La desesperación de Sancho, en este mismo lugar (I, XXVI), es una graciosa parodia de la desesperación de Dido al ver alejarse las naves de Eneas (Eneida, IV, 589-590).



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ArribaAbajo7. El yelmo de Mambrino y la aventura de los galeotes

¡Si don Quijote hubiera recibido de Venus, como Eneas, su armadura forjada en la fragua de los cíclopes! No se la ofrece Venus, la conquista el caballero; conquista el yelmo de Mambrino, que bien vale las armas del hijo de Anquises. «Descubrió don Quijote un hombre a caballo que traía en la cabeza una cosa que relumbraba como si fuera de oro...» El caballero del yelmo era un barbero, el caballo un asno y el yelmo una bacía, para quien no fuera don Quijote. Pero el héroe está en el mundo radiante de la poesía. Era el casco que Venus trae a Eneas, este relumbrador yelmo de Mambrino. En la versión de Hernández de Velasco, Eneas:


Admírase del yelmo, con muy altas
plumas, terrible, y de las llamas que echa...



Y en la de Diego López: «Y revuelve entre las manos y los brazos el yelmo cargado de plumas y que echaba fuegos...»

Don Quijote, al examinar el yelmo de Mambrino, vio Sancho: «Pero sea lo que fuere; que para mí que la conozco   —40→   no hace al caso su trasmutación; que yo la aderezaré en el primer lugar donde haya herrero, y de suerte que no le haga ventaja, ni aun llegue, la que hizo y forjó el dios de las herrerías para el dios de las batallas». Dos veces no está en lo justo don Quijote en estas palabras según sus comentadores. Clemencín, sin ver la verdad equívoca, escribe: «La alhaja era de oro purísimo, y la había de componer el herrero. Tal estaba la cabeza del pobre hidalgo». Baltasar Victoria, en el Teatro de los dioses (1620), escribe: «Aquí, dijeron los Poetas, que tuvo sus fraguas y herrerías Vulcano, hijo de Júpiter y Juno». Fernán Núñez, al comentar los versos de Juan de Mena: «Nunca el escudo que fizo Vulcano en los Etneos ardientes fornaces», dice que fue «herrero de los dioses» y que tuvo su tienda de herrería en el Etna. Y Cervantes, «el dios de las herrerías». El oficio era duro. El «duro oficio», dice Góngora (Polifemo, IV). Comenta Pellicer: «por la dureza del hierro que manosean y por el cansancio del oficio de herrero, pues es el ejercicio que más fatiga». Y cita la Ilíada (XVIII, 372) donde Tetis encuentra a Vulcano sudando en el trabajo de las fraguas. Por tanto, Vulcano, el supremo artífice de todos los metales, fue llamado herrero en la época de Cervantes. Según dice Villalón en el Scholástico, Vulcano fue «un pobre herrero». No tiene nada de extraño que don Quijote, que había leído a Virgilio, hable del «primer herrero que encuentre». Lo que quiere decir: «Este desperfecto es tan fácil que cualquiera persona del oficio puede arreglarlo». La segunda hace decir tradicionalmente a doctos cervantistas: «Aquí se equivocó don Quijote: Vulcano no forjó armas para Marte». El casco de Marte fue obra de Vulcano, aunque no haya un texto de ningún poeta que lo afirme. Don Quijote habló un tanto   —41→   apresuradamente. La fama de Estacio llegaba en el 1600 a un nuevo esplendor. Había sido traducido por Juan de Arjona. Esta versión, aunque no llegó a publicarse, fue conocida y elogiada. En el libro VII de la Tebaida (trad. de Arjona), se ve el palacio del dios de la guerra:


Y en mil partes armado el fiero Marte,
de un mismo talle y rostro en cada parte.
Tal con arte divino el dios Vulcano
la milagrosa fábrica había hecho,
y con su industria y poderosa mano
la había adornado del cimiento al techo.



Don Vicente de los Ríos encontró similitud entre el episodio del yelmo de Mambrino y el de las armas de la Ilíada y de la Eneida. Clemencín afirma que «Cervantes, al forjar la aventura del yelmo, no se acordó de la Ilíada ni de la Eneida, sino de Ariosto, como lo prueba el ejemplo que añade tomado del Orlando Furioso». Se refiere a la comparación del castor que don Quijote trae de Ariosto. En la mente de Cervantes se acercan y complementan muchas nociones, formas sutiles de arte no extrañas a su tiempo. A la aventura del yelmo sigue la de los galeotes. Por el lugar que ocupa esta aventura resalta como sorprendente parodia de los tormentos infernales del libro VI, 548-633, de la Eneida. Don Quijote, en esta revista de condenados, contempla como Eneas los criminales. Da un paso más y los liberta. Sin el estímulo de Virgilio, no hubiera compuesto Cervantes este capítulo del Quijote. Confrontaremos los textos para descubrir una imaginación tan llena de misteriosas alusiones.



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ArribaAbajo 8. Las armas de Marte

Insistamos en las armas de Marte; en la aventura del yelmo de Mambrino, dice don Quijote que aderezará esta famosa pieza «en el primer lugar donde haya herrero, y de suerte, que no le haga ventaja, ni aun le llegue, la que hizo y forjó el dios de las herrerías para el dios de las batallas». Clemencín anota: «Don Quijote habló con equivocación del yelmo que suponía hecho y forjado por Vulcano para Marte». Clemencín está en lo cierto si nos atenemos a la falta de referencias precisas de los antiguos que afirmen que Vulcano fabricó el yelmo de Marte. En el catálogo de los trabajos de Vulcano no figuran las armas del dios de la guerra. Pero si esto no ocurrió en la estricta mitología griego, bien pudo ocurrir en la de la Roma imperial, en la que Vulcano solía aparecer como herrero de los demás dioses, e inclusive como artífice de los rayos de Júpiter. Se sobreentendía que Vulcano había forjado las armas de los dioses. Y los escritores del Renacimiento, herederos de los antiguos, creían tener suficiente libertad para agregar lo que no dijeron los griegos y latinos. Así lo entiende Schevill, en su edición del Quijote (t. I, p. 88), cuando escribe: «En ningún libro de autor clásico, latino o griego, ni en los libros de erudición   —43→   clásica, verbigracia: Preller, Gruppe, Daremberg et Saglio, he podido averiguar que Vulcano hiciera el yelmo del dios Marte». Y agrega, con acertado juicio, que es de suponer que entre los trabajos de Vulcano «el yelmo de Marte no fuera una excepción».

Pero aparte de esta justificación de orden erudito, nunca del todo satisfactoria, hay otra de orden literario que no deja escrúpulo ninguno. Don Quijote, con vivísima inspiración poética, afirma que el supuesto yelmo de Mambrino, arreglado por un herrero, aventajará al mejor yelmo, al de Marte, fabricado por el mejor artífice, Vulcano. Entra este pasaje cervantino, como tantos otros del Quijote, en la jerarquía de la apoteosis, de lo «sin par»; hasta la locura del héroe para llegar a esta transfiguración. Un paralelo presenta Lope en su Égloga a Amarilis (Riv., XXXVIII, 323), en donde el esquema de extremos ponderativos es inequívoco. Habla Lope de sus «amorosos versos», que Amarilis cantaba:


...y aun hoy los creo
que eran de Ovidio y los cantaba Orfeo.



Así, pues, del mejor poeta, en la inclinación lírica del Fénix, y cantados por el mejor cantor. En el Orfeo de Poliziano, ya el cantor tracio cantaba con los versos de Ovidio. El decir «aun los creo» de Lope, hace posible el imposible de Virgilio (Buc. VIII, 55-56): «sea Títiro un Orfeo, un Orfeo en las selvas, un Arión entre los delfines»: Sit Tityrus Orpheus, Orpheus in silvis, inter delphinas Arion; el arrebato hiperbólico de don Quijote traspasa momentáneamente el límite de la idea platónica. Quitemos a estas afirmaciones lo que los comentadores del siglo pasado cargan a la ignorancia   —44→   de Cervantes y toda la poesía de las admirables cosas que se dan por sabidas se desvanece. Ni don Quijote habrá sido el primero ni será el último que afirme en España que Vulcano fabricó las armas de Marte. Pellicer en las Lecciones solemnes a las Obras de don Luis de Góngora (1630, col. 532), al hablar de la piedra imán, escribe que esta piedra «atrae al hierro y acero, que es el metal de que forjó Vulcano las armas de Marte». Pellicer, tan celoso de su ciencia, dice sin vacilación ninguna lo que ya afirmó don Quijote. La mente demoníaca del hidalgo manchego se mueve en el mundo de los conceptos y mitos poéticos que se tienden puentes de relámpagos y en donde se albergan realidades absolutas.



  —45→  

ArribaAbajo9. El Virgiliano Grisóstomo

No sé en qué edición de Hernández de Velasco apareció por primera vez la Vida de Virgilio, de Claudio Donato. Cervantes la recuerda elegantísimamente. El pastor Grisóstomo pretendió eternizar a Marcela «para que viviera en la memoria de las gentes, cual lo pudieran mostrar bien esos papeles que estáis mirando, si él no hubiera mandado que los entregara al fuego en habiendo entregado su cuerpo a la tierra». Virgilio, escribe Donato, «estando ya cierto que se moría, pidió con mucha instancia muchas veces todos sus escritos y papeles, para hacerlos quemar allí delante de sí, y negándoselos sus amigos, dejó en su testamento mandado que quemasen todas sus obras. Mas Tuca y Varo, poetas de aquel tiempo, amigos suyos, le dieron a entender que Augusto César no lo había de permitir».

Vivaldo tampoco lo permite: «Y no le tuviera bueno Augusto César si consintiera que se pusiera en ejecución lo que el divino Mantuano dejó en su testamento mandado». (Don Quijote. I, 13).

Las exequias de Grisóstomo, impuestas en parte por las circunstancias de su muerte, hacen pensar vagamente en las de Miseno (Eneida, VI, 189-212) y en las de Virgilio mismo.   —46→   La misteriosa y elocuente oración fúnebre pronunciada por Ambrosio, está conforme al rito antiguo. No lo estaría la corona ya de tejo, ya de ciprés o adelfa, que llevan los pastores; si el pellico de negra lana. Esta escena pastoril tan admirablemente descrita -como una gran pintura o fresco- descubre cuidadoso estudio. Los pastores que aparecen coronados en la ceremonia fúnebre, pueden estar así por sugestión de Virgilio. Eneas, para solemnizar con grandiosas pompas el primer aniversario de la muerte de Anquises, ordena a sus compañeros ceñir sus sienes con ramos: el cingite tempora ramis (En. V, 71). Él mismo se corona con el materno mirto. En la mansión de Evandro (Eneida, VIII), los sacerdotes, en la ceremonia en honor de Hércules, van vestidos de pieles (V, 281); en los dos casos, los salios llevan la frente ceñida con ramas de álamo, árbol consagrado a Alcides. Corona funeral circunda la frente de los pastores amigos de Grisóstomo; unos la llevan de tejo, los otros de adelfa o de ciprés: coronas amargas. Quizá los compañeros de Grisóstomo confundan el acto del entierro con el de posteriores funerales. La escena de la Arcadia, en torno de la tumba de Andrógeo, pudo sugerir a Cervantes la de Grisóstomo, pero con distinta realidad. Grisóstomo fue enterrado como Virgilio. Cervantes no podía hacerlo quemar al estilo de la ceremonia del sepelio de Miseno, a cuya pira «arriman», según la traducción no muy fiel de Hernández de Velasco, «hojosos ramos de funestos textos - y de cipreses lúgubres». (Feralis cupressos, Eneida, VI, 216).

Esta versión dio lugar a que Cervantes corone a los pastores.

Don Quijote (I, 31), al preguntar a Sancho: «Cuando llegaste a ella ¿no sentiste un olor sabeo, una fragancia aromática?...», identifica delicadamente a Dulcinea con la Venus   —47→   de la Eneida. Clemencín trae la cita virgiliana para ilustrar la palabra «sabeo»: centumque Sabaeo ture calent arae (En. I, 416). Demos un paso más con Virgilio. Para don Quijote Dulcinea mora en Pafos donde humea en cien altares el incienso sabeo y embalsaman el aire frescas guirnaldas. Por eso junta la fragancia aromática con el olor sabeo y da el sentido del hexámetro de la Eneida (I, 417): incienso sabeo, aromas. Algún otro olor queda todavía por ser nombrado por don Quijote, sin atreverse a decirlo, porque Sancho no lo entendería. Se vale admirablemente de la dubitación: «un no sé qué de bueno, que yo no acierto a dalle nombre»... El ámbar. En Virgilio la ambrosía en la divina pintura de Venus (I, 402-404); tres aromas imagina en su justo misterio. «¿La hallaste... bordando alguna empresa?» Creo que aquí, en su alusión, se refiere más a Helena que a la dama medieval, ya sea en la Ilíada o en la Odisea. Tal es la imagen que se representa.



  —48→  

ArribaAbajo10. Marcela y Camila

Marcela irradia, con su hermosura selvática, la fiereza de la Camila de la Eneida. Contagiada de poesía pastoril, rompe esa urdimbre delicada; nacida tarde para vivir entre las armas, se entrega a su libertad -como si estuviera consagrada al culto de Diana -: «Yo nací libre, y para vivir libre escogí la soledad de los campos...». En el destino de la «cruel Marcela» se ofrece una parecida circunstancia al de Eneas. Dido murió por Eneas; Grisóstomo por Marcela. Una misma crueldad y una idéntica desventura arrastran al suicidio a los dos enamorados. La posteridad escucha una misma «canción desesperada». Marcela realiza también la tardía aspiración de la dolorida Dido (Eneida, IV, 550), según la versión de Hernández de Velasco:


¡Triste! ¿no pude yo pasar mi vida
sin culpa, a matrimonio no obligada,
cual fiera que a ninguna ley rendida
de selva en selva se anda libertada?



El admirable discurso de Marcela encierra alguna partícula pitagórica: «La hermosura de la mujer es como el fuego apartado, o como la espada aguda: que ni él quema ni   —49→   ella corta a quien a ellos no se acerca». «Fuego soy apartado y espada puesta lejos». Horozco y Covarrubias en los Emblemas morales, Segovia 1591, fol. 92, declara algunos símbolos de Pitágoras, y entre otros el que dice: a Aparta de ti el cuchillo agudo». Cervantes se refiere más literalmente al gladius (espada), del símbolo pitagórico: «Apartar la espada aguda». (Diógenes Laercio, VIII).



  —50→  

ArribaAbajo11. Canción desesperada

Para escribir la Canción desesperada de Grisóstomo, recurrió Cervantes al más espantoso lugar de la poesía antigua, al libro VI de la Farsalia. El tormentoso acento que Lucano pone en la voz de la maga de Tesalia, quiere Grisóstomo que se oiga en su canto. Ya Juan de Mena había aprovechado en el Laberinto una parte de este terrible pasaje del poeta hispanolatino; la voz de la maga «tiene los ladridos de los perros y los gemidos de los lobos».


Latratus habet illa canum gemitusque luporum...



Cervantes amplifica esta voz de la maga -voz que no tiene nada de humano;- la voz de Grisóstomo será a la vez la de la maga y la del muerto a cuyo cuerpo la maga hace que vuelva el alma para que profetice, por medio de un rito criminal, la suerte futura de Pompeyo. La fama de Lucano era entonces enorme en España.

Puede ser que la introducción de la Canción desesperada tenga algo de parodia. Esta canción es, quizá, la obra más elaborada de cuantas escribió Cervantes. Discípulo de Garcilaso, se encuentra con su virgiliano maestro al frente del mismo pasaje de Lucano. El Severo de la Égloga II, es trasunto de la maga de La Farsalia. Garcilaso se vale de este   —51→   sabio para que le descubra lo futuro, es decir, para que describa lo presente desde el tiempo pasado; recurso poético que viene desde Homero y sirve para vaticinar como venidera la historia de acontecimientos ya acaecidos. En castellano se encuentra en Juan de Mena, en Garcilaso, en Fernando de Herrera, en Luis de León, y en el siglo XIX en el fragmento apócrifo de Catulo (imitación de la profecía de las Parcas de este poeta latino) que escribió el abate Marchena. Cervantes no necesita del arte de la maga, porque el adivino que aparecerá en el Quijote será Merlín. Dice Nemoroso en la Égloga II (V. 1089, 1094):


Mas no te callaré que los amores
con un tan eficaz remedio cura,
cuanto conviene a tristes amadores.
En un punto remueve la tristura,
convierte en odio aquel amor insano
y restituye el alma a su natura.



Nemoroso fue curado por Severo: «el mal desarraigó de todo en todo». Garcilaso sigue, a su manera, a Lucano; pero con restricciones. En el amor sólo puede curar el mal, convertir el amor en odio, pero no -según parece- el odio en amor. Estas confrontaciones darían mucho que pensar a Cervantes si es que se proponía continuar la Galatea. Hallaba también en la Eneida, IV, 485, puestos en boca de Dido, los prodigios de la sacerdotisa de la raza Masilia (según la versión de Hernández de Velasco):


Esta con sus encantos se profiere
a atar y a libertar los corazones,
sana el insano amor a los que quiere,
y a los que quiere da cien mil pasiones.



  —52→  

Grisóstomo, ante el desdén de Marcela, se suicida, como se suicida Dido, quien tampoco parece creer en la maga etíope. En el Infierno de Virgilio encontró Cervantes a los que se quitaban la vida voluntariamente, a los miserables


a quien del duro amor la brava llama
consumió, y hizo el corazón ceniza.
Una ancha selva de sombrosos myrtos
los cubre y cerca en torno, y nunca pierden,
aun con morir, las ansias amorosas.



Allí vio a Fedra, a Dido. Grisóstomo parece aludir a la muerte de ellas cuando escribe:


Celos, ponedme un hierro en estas manos.
Dame, desdén, una torcida soga.



Dido se mató con el hierro; con soga o lazo, la Fedra de Eurípides. Séneca, más retórico, cataloga los modos de matarse. Grisóstomo tiene en la memoria un verso de la Fedra de Séneca, el 259: Laqueone vitam finiam an ferro incubem? «¿Pondré fin a mi vida ahorcándome o con el hierro?». Parece que Grisóstomo, en su desesperación, entró en el laberinto que turba con visiones infernales:


Haré que el mismo infierno comunique
al triste pecho mío un son doliente.



Así, por el conjuro de la maga de Lucano, adquiere vida y voz el cuerpo muerto para revelar los secretos de ultratumba. Así también Garcilaso promete el justo elogio, aun cuando su alma vaya conducida por el lago Estigio (Égloga, III):


mas con la lengua muerta y fría en la boca
pienso mover la voz a ti debida.



  —53→  

En las regiones infernales se oirán las penas de Grisóstomo:


Que allí se esparcirán mis duras penas
en altos riscos y en profundos huecos,
con lengua muerta y con palabras vivas,
o ya en oscuros valles, o en esquivas
playas, desnudas de contrato humano,
adonde el sol jamás mostró su lumbre,
o entre la venenosa muchedumbre
de fieras que alimenta el libio llano.



No hay verso de esta canción que no exija comentarios. Garcilasista (imitación de la Canción primera y de la Canción cuarta, especialmente), petrarquista, es un mosaico de intencionadas reminiscencias; tiene como fondo los libros IV y VI de la Eneida. En el comienzo imita a Lucano. Grisóstomo exclama:


El rugir del león, del lobo fiero
el temeroso aullido, el silbo horrendo
de escamosa serpiente, el espantable
baladro de algún monstruo, el agorero
graznar de la corneja, y el estruendo
del viento contrastado en mar instable;
del ya vencido toro el implacable
bramido, y de la viuda tortolilla
el sentible arrullar; el triste canto
del envidiado buho, con el llanto
de toda la infernal negra cuadrilla,
salgan con la doliente ánima fuera,
mezclados en un son, de tal manera,
que se confundan los sentidos todos,
pues la pena cruel que en mí se halla
para contalla pide nuevos modos.



  —54→  

La traducción de La Farsalia, que hizo alrededor de 1530 Martín Laso de Oropesa (cito de la edición de Burgos, 1585, pág. 151), dice: «Tras esto comenzó aquella voz [la de la maga] más eficaz que todas las yerbas, a encantar los infernales dioses: haciendo al principio un murmurio confuso de varios sonidos, y muy diferente de la lengua humana; que ella ladraba como perro y aullaba como lobo, daba los quejidos del búho y cherríos del murciélago, y al natural exprimía los bramidos y aullidos de las fieras, y silbos de las culebras, y los latidos de la olas hostigadas en rocas, y el zurrio de las florestas heridas del aire, y el estruendo de los truenos cuando rompen las nubes, que una sola era voz y lengua de tantas cosas». Probablemente Cervantes incorpora el texto latino de La Farsalia, cuyo acento conoce9:


Latratus habet illa canum gemitusque luporum,
Quod trepidus bubo, quod strix nocturna queruntur...



Pudo leer también la paráfrasis de Lucano que trae Fernán Núñez para ilustrar la copla CCXLV del Laberinto de Juan de Mena: «Aquella triste voz imitaba los ladridos de los perros, los gemidos de los lobos, las quejas de los temerosos búhos y de las brujas, los aullidos de las bestias fieras, los silbos de los dragones, el sonido que face el agua en las peñas, el son de las selvas y de los truenos; tantas cosas contenía una sola voz». Cervantes imita con inspiración propia el texto del pasaje famoso de Lucano. No se le olvida que todos los diferentes acentos fatídicos se funden en un   —55→   solo son: «Salgan con la doliente ánima afuera - mezclados en un son». Tot rerum vox una fuit: «fue de tantas cosas una voz sola».

Un conocimiento intenso y sentido de la Fedra de Séneca domina en este episodio cervantino. En parte esos elementos pasaron al episodio de Marcela y Grisóstomo, dentro de cierta coloración virgiliana. La escena de los cabreros -que muestra la vida tranquila, el beatus ille- sirve de prólogo. El discurso de don Quijote sobre la Edad de oro está inspirado en la Medea y la Fedra de Séneca. La Edad de oro es un tema hesiódico que tocaron casi todos los poetas latinos y, por tanto, asunto predilecto de los escritores del Renacimiento. Así, Cervantes puede recordar a los poetas que tiene en su memoria y agregar por su cuenta lo que le agrade. Séneca le sugiere la intención. Al discurso de don Quijote que abre el desarrollo del drama, lo completará Cervantes con el de Marcela, sobre la vida de las selvas, inspirado también en Fedra, que cerrará el episodio. La felicidad existió en las épocas de inocencia, tan alejadas del fraude, en el Siglo de oro (Medea, 329-330):


Candida nostri saecula patres
videre procul fraude remota;



«del mejor mundo, del candor primero», dirá Góngora, siguiendo a Séneca, según Pellicer. Existe todavía esa inocencia en los campos y en las selvas; en ese mundo bienaventurado vivió Hipólito, como vive Marcela. La valoración platónica de la mujer, tan de moda entonces con la novela pastoril, hace que Cervantes convierta la pasión de Fedra en la de Grisóstomo, y la castidad de Hipólito en la de Marcela, y suavice la tragedia, pues Marcela sigue su vida inmaculada y libre.

  —56→  

No fue Cervantes el primero en crear esta inversión. En el Infamador (1584) de Juan de la Cueva, imitación muy libre del Hipólito de Eurípides, Leucino está en el lugar de Fedra y Eliodora en el de Hipólito. La aparición de Venus, -«la diosa Venus se querella de lo poco que puede Eliodora»- al comienzo de la obra, y, al final, la de Diana, que muestra la inocencia de Eliodora, sirven a Juan de la Cueva para hacer patente el acercamiento a la tragedia de Eurípides.

El discurso sobre la Edad de oro ha de considerarse, por tanto, parte integrante de este episodio cervantino, una especie de apertura. Dice el pastor, con su lenguaje, hablándole a don Quijote de Marcela: «Que, puesto que no huye ni se esquiva de la conversación de los pastores, y los trata cortés y amigablemente, en llegando a descubrirle su intención cualquiera dellos, aunque sea tan justa y santa como la del matrimonio, los arroja de sí como con un trabuco». Tiene el mismo horror que el Hipólito de Eurípides y de Séneca. No hay corteza de haya «que no tenga grabado y escrito el nombre de Marcela, y encima de alguno, una corona grabada en el mesmo árbol, como si más claramente dijera su amante [es decir, uno de tantos que en vano la aman] que Marcela la lleva y la merece de toda la hermosura humana». ¡Graciosa manera de presentarnos una Marcela coronada como el Hipólito coronado de Eurípides! El funeral de Grisóstomo, lleva algo del duro imperativo de Tesco para el entierro de Fedra en el drama de Séneca. Grisóstomo se mata con lazo o cuerda como la Fedra de Eurípides; dice en su Canción desesperada:


Ofrecerá a los vientos cuerpo y alma.



  —57→  

Lo que concuerda con el coro del Hipólito de Eurípides (811-855): «¡Oh, qué hiciste, muerta violentamente con muerte criminal y por tu mano miserable!»... «Como un ave escapada de las manos has desaparecido, un salto súbito te condujo al Hades». El acto de quitarse la vida, salvo excepciones de moral estoica y de virtud, fue condenado por la filosofía, por la religión y por la ley. Al cruel amor le placía. Cervantes, tan estudioso de Séneca, muestra la indecisión angustiosa de Grisóstomo:


Que allí se esparcirán mis duras penas
en altos riscos y en profundos huecos
con lengua muerta y con palabras vivas.



La tablilla escrita que dejó la muerta Fedra (Hipólito, 877) grita, da voces horribles. La Fedra de Séneca se mata con hierro como Dido. Puñal o lazo debió elegir Helena (Eurípides, Las Troyanas, 1012). Al final de la Canción desesperada, vuelve Cervantes a la Fedra de Séneca:


Venga que es tiempo ya, del hondo abismo
Tántalo con su sed; Sísifo venga
con el terrible peso de su canto;
Ticio traya su buitre, y ansimismo
con su rueda Egeón no se detenga,
ni las hermanas que trabajan tanto
y todos juntos su inmortal quebranto
trasladen en mi pecho...



Compárense los versos de Cervantes con la traducción moderna de la Fedra (1229-1237) de Séneca, hecha por Ángel Lasso de la Vega:

  —58→  

Hacedme puesto,
culpables sombras. Tu cansada diestra
de Eolo el hijo audaz, descanse luego
del eterno peñasco que te abruma,
un frente va a encorvarse bajo el peso;
que los ríos de Tántalo se agoten
sin llegar a tocar mis labios trémulos.
Que de Ticio aquel buitre despiadado
a cebarse en mí venga crudo y fiero
y en mis entrañas conservadas siempre
mi suplicio y dolor hagan eternos,
de mi querido Piritóo, tú el padre,
descansa, y que el impulso y movimiento
de tu rueda prosiga...



La interpretación del texto que trae Cervantes es acertadísima: Umbrae nocentes, cedite: «dadme lugar, sombras culpables». Que las sombras culpables le cedan el lugar o suplicio: «su inmortal quebranto trasladen en mi pecho». Cervantes leía probablemente a Séneca en traducción italiana o en su texto comentado, con tantas eruditas explicaciones. De allí que reduzcan las perífrasis a su propio nombre, «el trabajo perpetuo del anciano, hijo de Eolio»: Seni perennis Aeolio labor: «Sísifo venga con el terrible peso»... El río que se burla acercándose falazmente a sus labios: Me ludat amnis ora vicina lluens, «Tántalo con su sed», etc. El padre de Pirítoo: Egión o Ixión. Solo agrega el suplicio de las Danaides. Agrega el suplicio de las hijas de Dánao, porque recuerda muy bien a Séneca y, lector del Ibis (177) de Ovidio, de tragedias italianas, sabe que el pasaje de Fedra que él traslada aquí está también en Hércules furioso (750-759) en donde Teseo enumera los culpables que padecen   —59→   penas infernales: Ixión (Egión), Sísifo, Tántalo, Ticio, las Danaides. Se encuentra también en Medea (740-749). Los que creen improvisador a Cervantes no dejarán de admirar el cuidado de este estudio comparativo de textos semejantes de Séneca, para completar el uno con el otro, o elegir entre varias redacciones. Al tratar el delicado y conocido tema de los castigos infernales, quiere documentarse rigurosamente. Este lugar poético de la invocación de las divinidades infernales era casi ineludible, aparece también en Propercio (IV, II).

En la Canción desesperada hay otros rasgos que la enlazan a la Fedra de Séneca. Dice Grisóstomo:


Diré que la enemiga siempre mía
hermosa el alma como el cuerpo tiene,
y que su olvido de mi culpa nace.



Todo esto hace recordar los lamentos de Fedra (1159-1200), con la salvedad de que la palabra «olvido» no concuerda con lo que se sabe de Marcela ni con el carácter de Hipólito. Quizá por ésta y por otras incoherencias de la canción, Cervantes haya querido mostrar el delirio de Grisóstomo con intención de presentarlo como el Hércules furioso de Séneca.

Marcela no es culpable, como no lo es Hipólito. Cervantes no puede, con su alma generosa, hacerle sufrir un castigo inmerecido, como el que Teseo consiguió para su hijo. La admirable defensa que de sí misma hace Marcela corresponde a la de Hipólito y de Diana en Eurípides, a la de Fedra, revelando la verdad, al final de la tragedia de Séneca; Racine lo pondrá también en boca de la hija de Minos y Pasifae en su Fedra. Hipólito es inocente; inocente es Marcela. Tampoco   —60→   es culpable Grisóstomo. Sin embargo, en la Canción desesperada, él mismo se culpa, pide para él los suplicios infernales. La causa está en que piensa quitarse la vida. Perdió la serenidad estoica. Su conciencia lo condena. Por eso dice Marcela: «en ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me descubrió la bondad de su intención, le dije yo que la mía era vivir en perpetua soledad»... Marcela opone la «bondad» de la intención de Grisóstomo, a la «maldad» de la intención de Fedra. Pero, en sus palabras, Marcela se aparta del tema trágico para desarrollar con admirable lógica y novedad, un asunto debatido durante un siglo en los tratados de amor del Renacimiento. Garcilaso trazó en parte caracteres parecidos en Camila y Albanio, de la segunda Égloga. Clemencín trae, para ilustrar el nombre de Ixión, Tántalo y Sísifo, otro lugar parecido de Séneca, de Medea, IV.

Una tendencia jerárquica llevó a los poetas dramáticos a escribir tragedias en la última mitad de siglo XVI. La tragedia nace de la imitación de Séneca el trágico. Jodelle, Garnier, en Francia, siguen este modelo. Según Petit de Julleville, era, entre los antiguos, el solo autor que Jodelle (1532-1573) y sus sucesores estudiaron y comprendieron verdaderamente bien, a pesar del alarde de pretender entender a maravilla a Sófocles y Eurípides. Cervantes, compatriota de Séneca, se asoma por sobre el texto latino para mirar la tragedia griega. Hace un estudio comparativo. ¿Cómo podría substraerse a la cultura de su tiempo, a las inclinaciones de su espíritu, en el reinado de Escalígero y de otros eruditos escritores, a la tragedia italiana? La Didone de Lodovico Dolce10,   —61→   por ejemplo, que probablemente Cervantes conocía, trae versos casi idénticos a los de la Canción desesperada:


Ch’io sento il sasso sopra a la mie spalle,
ond’è Sisipho grave,
el nel cuor l’avoltor, che Titio pasce,
e con Tantalo posta à la fontana...



Lope de Vega torció el camino del teatro español dándole arraigo desmedido a la comedia. El Quijote, como un río dilatado, va reflejando todas las formas de la vida y de la historia. La peregrinación de un héroe es el sucesivo descubrimiento de pueblos y costumbres. A los ojos de don Quijote, amador platónico de Dulcinea, muestra Cervantes, en este episodio, la esfera de la comedia amorosa en el romance de Antonio y el de la tragedia en la canción de Grisóstomo las bellotas le hacen revivir el Siglo de oro en la pacífica vida de los pastores, y la aparición de Marcela, el casto heroísmo de la pura vida de las selvas. Don Quijote pronuncia ante los pastores el discurso de la Edad de oro. En la misma circunstancia de la cena pastoril, el Peregrino de las Soledades de Góngora les dice el discurso del Beatus ille, «dichoso aquel»... la alabanza de la soledad de los campos, sin olvidar al trágico latino. Sobre el mismo texto de Séneca (Fedra, 483-588) meditaron el autor del Quijote y el de las Soledades.



  —62→  

ArribaAbajo12. Alecto o Alástor

Después de la animada escena de la venta -que don Quijote creyó campo de Agramante-, se hacen las paces. «Desta manera se apaciguó aquella máquina de pendencias...» «Pero viéndose el enemigo de la concordia y el émulo de la paz menospreciado y burlado», suscita una nueva pendencia. No hay aquí una violación de juramentos como en la Ilíada, a causa de la flecha de Dárdano; «el émulo de la paz» «acordó de probar otra vez la mano». Según Rodríguez Marín, en estas frases «se alude al diablo». Es verdad. En el Diálogo de Mercurio y Carón, de Alfonso de Valdés, el enemigo de la paz, el que revuelve el mundo y siembra la discordia, es Alástor. «Carón - Veamos, Mercurio, ¿no habría medio para enviar alguna otra discordia? Mercurio - Esso allá lo has de platicar con Alástor, que yo soy más amigo de concordia». Cuando Cervantes describía estas vertiginosas pendencias, estaba lleno de la memoria de las batallas ariostescas y virgilianas. Va señalando con irrestañable gracia los combates de héroe con héroe, como en el libro IX de la Eneida. Esta pendencia entre varios personajes, uno para cada uno, no tomada en conjunto, sino en la particularidad de cómo el uno combate con el otro, fue la única y graciosísima   —63→   ocasión que creó Cervantes de contrahacer una batalla que, dentro del arte homérico y virgiliano, se particulariza con la hazaña aislada de cada héroe; el ágil genio dinámico de Cervantes pudo dar tanto movimiento a la escena y carácter de encarnizada y ridícula batalla a esta descomunal pendencia. Y no sé por qué don Quijote, cuando «toda la venta era llantos, voces, gritos, confusiones, temores, sobresaltos, desgracias, cuchilladas, mojicones, palos, coces y efusión de sangre», dijo con voz que atronaba:

«-Ténganse todos; todos envainen; todos se sosieguen; óiganme todos, si todos quieren quedar con vida. A cuya gran voz todos se pararon...» Parece que Cervantes recordara aquí la rapsodia tercera de la Ilíada. En medio de la confusión del combate (III, 76-115) Héctor detiene a las falanges troyanas «que al momento se quedaron quietas». Los aqueos arrojan todavía a Héctor «flechas, dardos y piedras». Pero Agamenón, rey de los hombres, grita con recias voces: -«Deteneos, argivos, no tiréis, jóvenes aqueos; pues Héctor, de tremolante casco, quiere decirnos algo».

Así se expresó. Abstuviéronse de combatir y pronto quedaron silenciosos. Y Héctor, colocándose entre unos y otros, dijo: «Oíd de mis labios, teucros y aqueos, de hermosas grebas, el ofrecimiento de Alejandro por quien se suscitó la contienda»... Un delicado análisis de las rapsodias segunda y tercera de la Ilíada, con referencias a la Eneida y al Orlando, nos mostrarán lo que hay de ironía, de exquisito gozo, en esta voluta del Quijote labrada por las Gracias. ¿Quién puso en el ánimo de Pándaro la idea de arrojar la flecha? ¿Qué Alecto despertó nuevamente la discordia?


Aquesta solicita y tiene a cargo
las tristes guerras, iras y maldades;
sus glorias son engaños y traiciones,



  —64→  

según la traducción de Hernández de Velasco (Eneida VII, 324). Juno manda a Alecto y le dice (VII, 405):


Turba la paz entre los reyes puesta,
y siembra entre los dos causas de guerra:
haz que la gente por cumplir tu asunto
las armas quiera, pida y tome al punto.



Un ligero trazo, una parodia de la epopeya, realza esta escena de la venta convertida en campo de Agramante. Todo esto es muy ariostesco y a la vez muy cervantino, el diablo anduvo de por medio, l’antiquo avversario (Orlando, 27, 10), y el viejo Alástor de la tragedia. «Ordenó, pues, la suerte y el diablo, que no todas veces duerme», escribe Cervantes en el capítulo XV de la Primera Parte.



  —65→  

ArribaAbajo13. La Sierra Morena y los campos llorosos

En la aventura de los galeotes, Cervantes sugiere las penas de los grandes criminales del canto VI de la Eneida. El héroe, al pisar Sierra Morena, se interna en las regiones infernales sin que él ni Sancho lo sepan de pronto. Allí aparecen el lamentable Cardenio y Dorotea errante. Don Quijote participa también, aunque no en forma tan descubierta, del mal de Dorotea y Cardenio. Al pie de una alta montaña, en un lugar apacible, don Quijote, siguiendo a los héroes de caballería, hará penitencia. Sancho, mensajero que don Quijote manda a Dulcinea, cree dejar a su amo en el purgatorio. «¿Purgatorio le llamas, Sancho? -dijo don Quijote-. Mejor hicieras en llamarle infierno, y aún peor, si hay otra cosa que lo sea». El desdichado retraimiento de Cardenio puebla los peñascos con su historia y su locura. El cabrero no sabe quién ha traído a don Quijote y Sancho «por aquel lugar, pocas o ningunas veces pisado sino de pies de cabras, o de lobos y otras fieras que por allí andaban». Lugar hollado por las fieras, no puro ni intocado, como el prado ovidiano que pinta Garcilaso:


En derredor ni sola una pisada
de fiera o de pastor o de ganado...



  —66→  

De estos campos llorosos -«infierno de enamorados», hubiera dicho el Marqués de Santillana- se desciende a la venta, donde anudaremos el relato de las novelas y aventuras. Don Quijote no alcanzó a ver los campos Elíseos. Puede encontrarse allí el caballero andante (I, 49). «Y cuando no se cata ni sabe dónde pasar, se halla entre unos floridos campos, con quien los Elíseos no tienen que ver en ninguna cosa. Allí le parece que el cielo es más transparente, y que el sol luce con claridad más nueva»... Su imaginación, que va a lo sin par, creerá ver unos campos todavía más hermosos, aunque emplee en su expresión la descripción virgiliana. Ya dijo Clemencín que lo que cuenta don Quijote «aconteció a Eneas y a su compañera la Sibila que pasadas las moradas infernales


Devenere locos laetos et amoena vireta...
Largior hic campos aether et lumine vestit
Purpureo»
(Eneida VI, 638-641).                





Los divinos versos se albergaban en la memoria de don Quijote. Le dan la certidumbre de llegar a habitar los vergeles afortunados.



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ArribaAbajo14. Las traiciones de Sinón

En las admirables palabras del canónigo (I, 47) acerca de la única cosa buena que ofrecían los tales libros de caballerías, caso curiosísimo, no se refiere a estos libros sino a los grandes poemas griegos y latinos. El canónigo está imbuido de Homeros y Virgilios, y cree que el «autor de tales libros [los de caballerías] puede dejar correr la pluma describiendo naufragios, tormentas, reencuentros y batallas, pintando un capitán valeroso...»; como si escribiese Odiseas y Eneidas. El canónigo sabe que estos poemas son enciclopédicos. Ya el autor «puede mostrarse astrólogo, ya cosmógrafo excelente, ya músico, ya inteligente en las materias de estado...» Ni más ni menos que el autor del Quijote. «Puede mostrar -dice el canónigo- las astucias de Ulises, la piedad de Eneas, la valentía de Aquiles, las desgracias de Héctor, las traiciones de Sinón, la amistad de Euríalo»... Todos los nombres de héroes y de personas citados hasta aquí, son griegos y latinos. Aquiles, Héctor, Ulises, pertenecen a la epopeya homérica; Eneas, Sinón, Euríalo, a Virgilio. Quizá el elocuente canónigo pone en plural «traición» para evitar la aspereza de «la traición de Sinón». Observa justamente Cejador que «estas traiciones», «siendo contra enemigos a quienes no debía fidelidad [Sinón], más bien fueron dolo,   —68→   artificio, fraude». Una sola vez aparece el nombre de Sinón en la Eneida. Su doloso engaño engendra las desventuras troyanas. Hernández de Velasco pasa por alto el odiado nombre de Sinón al traducir las falaces palabras con que engaña a los troyanos (Eneida, II, 78-79):


Que aunque fortuna puso estudio y arte
en me abatir tan miserablemente,
y pudo hacerme a cielo y tierra odioso,
no me podrá jamás hacer mintroso.



Pero en la Aclaración de los nombres llama a Sinón «ladrón célebre, embaidor y traydor famossísimo, cuyo industrioso ingenio entregó a Troya a los griegos». ¿Cómo podría olvidar Cervantes a este «traydor famossísimo»

Al decir el cura al canónigo: «Este, señor, es el Caballero de la Triste Figura, si ya le oíste nombrar en algún tiempo», se expresa con una oportuna alusión virgiliana (Eneida, I, 375-376), vista ya por Clemencín: Si vestras forte per auris Troiae nomen iit : «si por dicha el nombre de Troya ha llegado a vuestros oídos». También pudo recordar a Ovidio (Metamorfosis, XV, 497) en la traducción de Sánchez de Viana:


Si alguna vez hablando habéis oído
de Hypólito, la historia y triste suerte.





  —69→  

ArribaAbajo15. Niso y Euríalo

El lector de Virgilio recuerda «la amistad de Euríalo». En la Segunda parte, capitulo XII, al hablar de la amistad del Rucio y Rocinante, cuenta «que dicen que dejó el autor escrito que los había comparado en la amistad a la que tuvieron Niso y Euríalo, y Pílades y Orestes». Amistad doblemente griega y virgiliana (Eneida, IX, 182-183) que tan claramente aparece en la traducción de Hernández:


Aquellos dos vivían en un alma.
Juntos salían contino a las batallas;
y en la sazón presente también juntos
tenían la guarda y vela de la puerta.



No podía dejar de recordar Cervantes la amistad antigua que persevera en un noble fin. En sus oídos sonarían los versos de Virgilio (Eneida, I, 198- 199):


O socii (neque enim ignari sumus ante malorum),
o passi graviora, dabit deus his quoque finem11.



  —70→  

Algo de esta exclamación de Eneas, asoma a los labios del héroe manchego en su primera salida: «mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y carreras». Y se prolonga noblemente en la amistad llena de fortunas y adversidades de don Quijote, Sancho, Rocinante y el Rucio.

«El claro padre Eneas» -traduce Hernández de Velasco- relataba a Dido «su peregrinaje y desventuras». Peregrino fue Eneas, peregrino don Quijote. «Juntos salimos, juntos fuimos y juntos peregrinamos», dice el héroe manchego a Sancho (II, 2).



  —71→  

ArribaAbajo16. La categoría del Amadís en el donoso escrutinio

Ab Jove principium (Bucólica; III, 60). «Y el primero que maese Nicolás le dió en las manos fue Los cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el cura: -Parece cosa de misterio ésta; porque según he oído decir, este libro fue el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás han tomado principio y origen déste; y así, me parece que, como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos, sin excusa alguna, condenar al fuego». Y, según lo que oyó decir el barbero, «es el mejor de todos los libros de este género que se han compuesto; y así, como a único en su arte, se debe perdonar». Fue un gran acierto de Cervantes empezar el escrutinio con el Amadís de Gaula. Seguía, quizá por intuición de su propio genio, el orden jerárquico de los dioses en el canto del pastor virgiliano. Pero el cumplimiento de este precepto de Virgilio se debe más bien en Cervantes a la sugestión de Quintiliano. Cuando escribía los primeros capítulos del Quijote había leído las Instituciones oratorias. El donoso escrutinio, guarda relación con el catálogo razonado de autores del libro X de las Instituciones. El retórico latino sugirió a Cervantes este examen crítico de   —72→   obras. «Como Arato cree que debe comenzar por Júpiter, así me parece que nosotros debemos empezar, según la norma, por Homero. Porque como él mismo dice que las fuentes y ríos tienen su principio en el Océano, podemos decir que sirvió de ejemplo y de modelo a todas las partes de la elocuencia. Nadie lo ha superado...». No se le escapaba tampoco a Cervantes la Subasta de los filósofos de Luciano.

Cervantes leyó a Quintiliano en el texto latino o en la traducción italiana de Toscanella (Venecia, 1566), traducción que quizá lleve comentarios en el margen. En la dedicatoria de la versión del Arte poética de Horacio, escribe Villén de Biedma: «Lo postrero en orden de todas las obras de Horacio es el Arte poética que no sin misterio tiene este lugar; pues (como V. m. sabe) las cosas que ordenaron los hombres discretos, no son acaso, sino con prudencia y acuerdo». Varón discreto, Cervantes puso, no sin misterio, el Amadís en el comienzo del donoso escrutinio; y no sin menos misterio coronó el capítulo poniendo la postrera en orden de todas las obras Las Lágrimas de Angélica, de Barahona de Soto, su amigo, «porque su autor fue de los más famosos poetas del mundo».

El Diálogo de la lengua, escrito en 1535 y que se publicó por primera vez en 1737, cuyo autor, según se cree, es Juan de Valdés, aunque va por cauces tan ajenos a las meditaciones de este místico, imita con raro acierto a Quintiliano, mejor dicho, lo acepta como modelo, en el índice crítico de autores españoles que tiene la misma finalidad práctica que el de las Instituciones oratorias. Habrá que considerar en adelante a Quintiliano entre las fuentes principales del Diálogo de la lengua. El autor de esta elegante y erudita obra no se olvidó de comenzar su catálogo por el más famoso   —73→   poeta de España, según el juicio del primer tercio del siglo XVI, por Juan de Mena: «de los que han escrito en metro, dan todos la palma a Juan de Mena».

La quema y el reparto de los libros que enloquecieron a don Quijote nos parece un acto cruel; Cervantes no protesta por esta venganza y participa en las opiniones de los personajes; al héroe manchego se le trata como a don Enrique de Villena en quien Castilla «perdió tal tesoro - no conocido delante la gente», como se lamenta Juan de Mena. Libros propios y de ajenos autores le fueron substraídos a don Enrique, a «aquel claro padre»:


Perdió los tus libros sin ser conocidos,
y como en exequias te fueron ya luego
unos metidos al ávido fuego,
otros sin orden no bien repartidos.



Idéntico procedimiento se practicó con la librería del hidalgo castellano, habitada también por temibles encantadores y hechiceros. La historia humana ha visto arder bibliotecas y arrojar a la hoguera tantas veces los libros; Cervantes mismo pudo ser testigo de parecidos autos. La lista de obras quemadas en el transcurso de los siglos y de los procesos condenatorios es demasiado larga aunque sea para tentar un resumen. Consuela en España, quizá la más acusada de estos autos, leer a Páez de Castro, a Juan Bautista Cardona y a tanto humanista insigne del siglo XVI en su respeto por los libros. Naturalmente el Cura y el Barbero también los respetan, y queman los rematadamente malos, pero los malos ¿no se queman ellos mismos en el olvido?



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ArribaAbajo17. Palinuro

Admiramos lo mucho que sugiere esta estrofa (I, 43), de lindos versos, que canta el enamorado estudiante:


Siguiendo voy una estrella
que desde lejos descubro,
más bella y resplandeciente
que cuantas vio Palinuro.



¿Quién no tendría en su memoria a Palinuro, el piloto de Eneas? Apunta Cejador, en su Diccionario, la referencia de Cervantes al verso 515 del canto III de la Eneida: «ve todos los astros que pasan por el cielo tranquilo»:


Sidera cuncta notat tacito labentia caelo.



¿Qué estrellas vio Palinuro? Vio a Arturo, las Hyadas lluviosas, los dos Triones y Orión armado de oro:


Arcturum, pluviasque Hyadas, geminosque Triones,
armatumque auro circumspicit Oriona.



Feliz memoria que, al recordar a Clara, la halla más hermosa que las estrellas, vivísimas por su belleza y su irradiación poética y mítica, que vio lucir Palinuro en la serenidad de la noche, antes de la madrugada. ¡Cuántas veces Cervantes habrá pensado en Virgilio al mirar los astros de los cielos estivales! En esa soledad, un rumor de empresas antiguas vendría en el viento.



  —75→  

ArribaAbajo18. Don Quijote precedido por la fama

Cervantes, tan fino, tan fluctuante, no acabó nunca de medir justamente su estimación por don Quijote. La medida de cada episodio le hace perder el conjunto. Así juzgamos a los hombres aprobando o reprobando de inmediato cada uno de sus actos. El héroe convivió quince años con su creador. Le exigía la continuación de su historia. En el centro del mundo se levantaba la figura del hidalgo manchego. La primera parte de El Ingenioso Hidalgo, sacó también del olvido a la persona de Cervantes. El éxito fue inmediato. Don Quijote, Sancho, Dulcinea, Rocinante, el Rucio, se mezclan a los seres vivientes. Una tras otra se agotan las ediciones del libro, impresas en distintos lugares y reinos. El vivísimo espíritu de Cervantes aprovechó este don de la fama pública, del renombre, para elevar a su héroe a una nueva categoría. La primera parte fue la Ilíada; la segunda es la Odisea o la Eneida. ¿Quién dio fama a Ulises? Sus hechos en Troya. ¿Quién, renombre a Eneas? La guerra troyana, la Ilíada. Fueron los aedos, los rapsodos, en fin, la poesía la que difundió por el mundo el nombre de los héroes. El bachiller Sansón Carrasco lleva a don Quijote la noticia de la aparición de su historia. Las hazañas de sus dos primeras salidas, corren en la lengua de la fama. El maravilloso diálogo de   —76→   don Quijote, el bachiller y Sancho, se desarrolla entre los límites de la verdad y de la fantasía, con irónico aticismo. Así debieron ser algunos diálogos de Menandro. Esa gracia aparece en Las Siracusanas de Teócrito.

El don Quijote de la Segunda parte no irá ya por el mundo como un desconocido. Su fama le precede. Bien es cierto que el poco curioso Hidalgo parece que tuvo la buena idea de no leer su propia historia. En adelante don Quijote llevará la aureola de su nombre. Fue feliz ocurrencia cervantina la de aprovecharse del exilio literario de la Primera parte para reforzar en el héroe la conciencia de su realidad caballeresca y levantarlo a la esfera de la celebridad y de la apoteosis.



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ArribaAbajo19. El héroe épico

En una bella paráfrasis moral del capítulo XXV de la Poética de Aristóteles, Cervantes piensa en los héroes ideales, Ulises y Eneas, y en los poetas que los crearon, Homero y Virgilio: «y así lo han de hacer y hace el que quiere alcanzar nombre de prudente y sufrido, imitando a Ulises, en cuya persona y trabajos nos pinta Homero un retrato vivo de prudencia y de sufrimiento, como también nos mostró Virgilio, en persona de Eneas, el valor de un hijo piadoso y la sagacidad de un valiente y entendido capitán, no pintándolos ni describiéndolos como ellos fueron, sino como habían de ser, para quedar ejemplo a los venideros hombres de sus virtudes» (Quijote, I, 25). Sabido es que Álcidamas, según Aristóteles (Retórica, III, IV), llamó a la Odisea espejo de la vida humana. «Un retrato vivo», escribe Cervantes; Sófocles decía, según la Poética (XXV, 9), que él había pintado los hombres tal como debían ser y Eurípides tal como son. El poeta crea en el mundo ideal. Como don Quijote no puede aparecer como héroe perfecto ante los ojos del espectador, Cervantes le da la conciencia interior de su perfección; don Quijote es, para sí mismo, dechado de andantes caballeros; fiel discípulo de Amadís de Gaula y, sobretodo, de Ulises, de Eneas. «El prudente Ulises» le llama don   —78→   Quijote. El adjetivo viene de Gonzalo Pérez, quien monótonamente lo repite en el curso de su ingenua y deliciosa traducción de la Odisea: «de las casas de Ulises el prudente», «de Ulises el prudente y valeroso», «compañero de Ulises el prudente», «si no eres hijo del prudente Ulises», etc. ¿Cómo no recordar al «piadoso Eneas»? Sum pius Eneas (Eneida, I, 378). Traduce Hernández de Velasco:


Soy el piadoso Eneas, a quien los hados
hicieron sobre el cielo conocido.



Don Quijote se arma caballero en edad en que el héroe ya realizó sus hazañas. El joven apetece la gloria, las vastas empresas. La ley, dice Séneca en su tratado de De la brevedad de la vida (XX), no compele al soldado que pasó los cincuenta años. Quintiliano, en el libro noveno de las Instituciones, da el caso de un hombre que fue valiente, y en una nueva guerra pidió, invocando la ley, la exención por ser quincuagenario. Al llegar al umbral de los cincuenta don Quijote sale de su retiro, se viste con armas de sus bisabuelos; de allí el reproche de la sobrina: «que se dé a entender que es valiente siendo viejo, que endereza tuertos estando por la edad agobiado». Los cincuenta años señalan el término de la vida activa y el comienzo de la contemplativa. Por eso escribe Juan del Encina en la Trivagia:


Los años cincuenta de mi edad cumplidos,
habiendo en el mundo yo ya jubilado...





  —79→  

ArribaAbajo20. Hércules y el Caballero del Bosque

El Caballero del Bosque dice, en el relato de sus aventuras, a don Quijote: «Esta tal Casilda, pues, que voy contando, pagó mis buenos pensamientos y comedidos deseos con hacerme ocupar, como su madrina a Hércules, con muchos y diversos peligros...» «Madrina», por «madrastra», advierte Pellicer, es palabra italiana. La traducción de Betussi (la edición que poseo es de 1644), del texto De Genealogia Deorum de Boccaccio, dice:della madrigna Giunone. Casildea es tan cruel como Juno y obliga al Caballero a realizar peligrosas hazañas. El relato de estas proezas es imitación burlesca de la Eneida (VIII, 283-298). De las descabelladas empresas del Caballero, sólo una se acerca ala del Hércules virgiliano: «me mandó que me precipitara y sumiera en la sima de Cabra», que recuerda el descenso de Hércules al Orco: antro cruento. El bachiller Sansón Carrasco, es decir, el Caballero del Bosque, lector de Virgilio, no cita a Juno, recuerda directamente, como en la Eneida (VIII, 188-189), el parentesco. Hernández de Velasco invierte los nombres, escribe madrastra donde Virgilio pone Juno (VIII, 293) y Juno donde el poeta escribe noverca (madrastra). Cervantes conocía y escribiría el toscano y, por tanto, pudo jugar con el italianismo.

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Los personajes del Quijote participan de la fina inteligencia de Cervantes aparecen en la acción de la novela con su oculta existencia concebimos la biografía interior de cada uno; Cervantes la sugiere. Para llegar a ser caballero perfecto es necesario conocer todas las ciencias; las incluye a todas, la de la caballería andante. Nada debe ignorar el caballero. El bachiller Sansón Carrasco, convertido en Caballero del Bosque o de la Selva, está frente a don Quijote. No le abandona su manera intencionada y burlesca. Dice cosas disparatadas para el simple oyente, no para el crédulo entendimiento, que sobreentiende, del héroe manchego. ¿Qué libros de caballerías estudió Sansón Carrasco para armarse y combatir con don Quijote? «Finalmente, señor caballero, quiero que sepáis que mi destino, o por mejor decir, mi elección, me trujo a enamorar de la sin par Casildea de Vandalia», dice el Caballero del Bosque a don Quijote. «Destino», corregido, con ciencia y cautela, por «elección». Las «fuerzas de mi destino», en Garcilaso, se complementan en Cervantes con el libre albedrío. El bachiller finge padecer los mismos males del caballero Alcestes, enamorado de Lidia, del canto XXXIV del Orlando. Casildea de Vandalia es, para quien conoce a Ariosto, idéntica a la perversa Lidia. A esta historia don Quijote la sabe; lee y admira en su texto a Ariosto. El bachiller narra una historia que está dentro de los mitos caballerescos, sirve a una dama ingrata. «Esta tal Casildea pagó mis buenos pensamientos y comedidos deseos en hacernos ocupar como su madrina a Hércules, en muchos y diversos peligros». Advertimos que los comentadores señalan el italianismo «madrina» por «madrastra» . Sorprende a primera vista esta ocurrencia del bachiller. La palabra «madrina» es una especie de guiño, una seña para llevar la atención   —81→   de don Quijote al Orlando; para recordarle el lastimoso caso de Alcestes; quizá para decirle con audacia: «estoy en la realidad de la fábula, repito una aventura muy conocida». Si hubiera dicho «madrastra», en lugar de «madrina», pensaríamos en los trabajos de Hércules sin recordar al héroe de Ariosto; era necesario marcar la procedencia y por tanto emplear la palabra «madrina». El pasaje de Ariosto está inspirado en Virgilio como lo advierte Ludovico Dolce en su Exposición del Orlando con «muchas comparaciones y sentencias que el Ariosto ha imitado en diversos autores, nuevamente compilados y romanzados», por Alonso de Ulloa que se agrega como apéndice al texto de la traducción de Jerónimo de Urrea, según la edición hecha en Lyon, 1556. Suponiendo que don Quijote recordara el pasaje de Ariosto, juntamente con el mito, al emplear la voz española y no la italiana, el bachiller hubiera quedado en una situación equívoca. Don Quijote hubiera podido creer que el Caballero del Bosque leyó vulgarmente a Ariosto en la traducción del Orlando, de Urrea, versión que sensatamente Cervantes no apreciaba. Traduce Urrea:


No fue Eristeo jamás, jamás fue tanto
de su madrastra exercitado Alcides
en Lerna, en Nemea, en Tracia, en Erimanto.



El bachiller quiere establecer distinciones de lector culto; pertenece a la naciente generación que se ciñe al dato preciso; no cita, al decir «madrina», al traductor Urrea, cita al mismo Ariosto:


Non fu da Euristeo mai, non fu mai tanto
Della matrigna essercitado Alcide,
In Lerna, in Nemea, in Tracia, in Erimanto.



  —82→  

Por donde se ve que «madrina» nos sirve de guía para llegar a la mente del bachiller, saber cómo estudió su nuevo oficio de caballero andante leyendo a Ariosto, no los libros de caballerías, y descubrir la trama de la acción interior de la novela. Una palabra puede adquirir valor de signo según quien sea el lector. Cervantes aparta a Urrea, al escribir «madrina», sugiere la lectura del texto en su idioma; en la noche del bosque el bachiller acentuaría en esta palabra la exacta referencia con una auténtica sonrisa cervantina.

La pronta corrección del Caballero del Bosque, «mi destino, o, por mejor decir, mi elección, me trujo a enamorar de la sin par Casildea de Vandalia», esconde una intención más erudita. Varchi, en sus Lecciones (Florencia, 1590), toca esta cuestión sin resolverla del todo, puesto que no está resuelta la de la predestinación y el libre albedrío. Al traer la autoridad de Petrarca, cita entre otros el pasaje del soneto Parrá force ad alcun:


... Amor la spinge e tira
non per elezion ma per destirio.



El enigmático caballero, quizá porque habla de una fingida Vandalia, da a elección supremacía sobre el hado, si hemos de creer momentáneamente que todo en él es juego.

Marcela, en su discurso, se inclina ante el poder del destino: «El cielo aún hasta ahora no ha querido que yo ame por destino, y el pensar que tengo de amar por elección es excusado».



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ArribaAbajo 21. Don Quijote y Hércules

Pero lo que dice el bachiller es falso. Ni se arrojó a la sima ni venció al Hidalgo de la Mancha. El verdadero Hércules será don Quijote. El coro de ancianos y el coro de jóvenes, cantan las alabanzas de Hércules (Eneida, VIII): «Tú, invicto...» Y enumeran los trabajos que padeció por mandato de Juno; trabajos que, como hemos visto, realiza el Caballero del Bosque por el cruel capricho de Casildea. Los coros cantan un himno a Hércules. Cide Hamete cantará otro himno al valeroso caballero antes de narrar la espantosa aventura de los leones (II, 17): «¡Oh fuerte y, sobre todo encarecimiento, animoso don Quijote de la Mancha, espejo donde se pueden mirar todos los valientes del mundo, segundo y nuevo don Manuel de León, que fue gloria y honra de los españoles caballeros!... Tú a pie, tú solo, tú intrépido, tú magnánimo», etc. Bellísima parodia del Tu, invicte, de Virgilio (Eneida, VIII, 293):


... Tu nubigenas, invicte, bimembris,
Hylaeumque Pholumque, manu, tu Cresia mactas
prodigia, et vastum Nemea sub rape leonem12.



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Con una fiera, como «el enorme león de la roca de Nemea», va a combatir don Quijote; al abrir el leonero la puerta de la jaula, el león «pareció de grandeza extraordinaria y de espantable y fea catadura». En lugar de llamar a don Quijote nuevo Alcides, le llama «nuevo don Manuel de León». Substituye al héroe griego por el héroe español; los comentadores del Quijote traen amplias referencias acerca de la difusión popular de la leyenda de la aventura de este caballero que entró, para recoger el guante de la dama, en la jaula de los terribles leones africanos. Schiller universalizó esta hazaña en su poema El guante. Pellicer cree que don Quijote imitó en esta aventura «a otros caballeros, que emprendieron otras semejantes a éstas, como fue Perión de Gaula, padre de Amadís... Imitó a don Manuel Ponce de León». Pero, por el contexto, se infiere que tenía en su mente la empresa de Hércules. La aventura de don Quijote, si se parece a la del rey Perión, es diferente de la conocidísima de don Manuel de León. El himno a don Quijote es parodia de Virgilio. Además era muy común en época de Cervantes poner el nombre de los héroes nacionales en lugar del de los héroes antiguos cuando la hazaña era parecida. Luis de León, por ejemplo, substituye en su oda Virtud, hija del cielo, los nombres de Aquiles y Áyax, del himno de Aristóteles, por los del Cid, del Córdoba [Gonzalo Fernández de] y Portocarrero. Juan del Encina, al traducir o parafrasear las Églogas de Virgilio, las había poblado de acontecimientos y personas de su tiempo, como Menéndez y Pelayo lo advierte.

¿Qué distingue a Hércules? La piel del león nemeo. Don Quijote, aunque no lleve el testimonio de su triunfo, será en adelante el Caballero de los Leones.

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En el prólogo de la Primera parte, el oficioso amigo dice a Cervantes: «Si tratáredes de ladrones, yo os diré la historia de Caco, que la sé de coro». El relato del famoso mito de Hércules y Caco, se encuentra en este mismo libro VIII de la Eneida. El amigo sabe, pues, de memoria el relato de Virgilio.

Si el amigo dice: «Homero tiene a Calipso y Virgilio a Circe», quizá no ignora que Circe pertenece con más derechos a Homero; pero Calipso no está en Virgilio, y Circe sí, aunque no interviene en la acción, encuentra mejor, para formar la erudita frase, la fórmula un tanto antitética de Homero con Calipso, y con Circe, Virgilio.



  —86→  

ArribaAbajo 22. Invocación a Apolo

En una epopeya tan acabada, no podía faltar la invocación a las Musas o a Apolo. Parte de una obra puede hacerse sin la especial ayuda divina, porque se sobrentiende la ayuda que habitualmente prestan el dios o todas o cada una de las Musas al poeta. Pero el autor llega a pasajes sumamente difíciles, humanamente imposibles; es mejor entonces que sea la Musa la que hable: «Dilo tú, oh Musa...» En la rapsodia segunda de la Ilíada aparece por primera vez esta transferencia de la voz humana (también inspirada) a la directa voz de la diosa. El poeta necesita este particular favor para estar más intensamente poseído. Por ejemplo, Dante, en el Canto I del Paraíso, invoca a Apolo:


O buon Appollo, all’ultimo lavoro...
entra nel petto mio...



En el mismo sentido que Dante, Cervantes se dirige al Sol; su invocación es una parodia. En Virgilio, dentro de la tradición épica, se impreca al Sol (Eneida, IV, 607): Sol, qui terrarum flammis...; Hernández de Velasco traduce:


Tú, Sol, que con tu luz del mundo ciego
la tenebrosa sombra tornas clara...



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Cervantes recordó también la súplica de Eneas a Apolo (Eneida, III, 85-89), de la cual citaré tres versos de la versión de Hernández de Velasco:


O pío Apolo, dixe, o buen Tymbreo,
...infunde en nuestro rudo entendimiento
la clara luz de tu divino aliento.



Cervantes llevará el donaire a la invocación, tocará en la parodia. Claro es que se peca, que habría un imperdonable sacrilegio estético en burlarse de Apolo. Pero ya desde Aristófanes la irrespetuosidad hacia los dioses es propia de la comedia. Lo mismo hacían los poetas burlescos del tiempo de Cervantes; Góngora, por ejemplo, escribe: «don Apolo el rubicundo». «Apolo, dice Sánchez de Viana, en sus Anotaciones sobre Ovidio, es lo mismo que Phebo y Sol». «El Sol y el hombre -escribe- engendran al hombre». «El Sol es ojo del mundo, alegría del día, belleza de los cielos, medida de los tiempos, virtud y fuerza de todas las cosas que nacen, señor de los Planetas, perfección de las estrellas y Rey de la Naturaleza». «El Sol hace el flujo de las aguas, el movimiento de los vientos, engendra las nubes...» Sánchez de Viana (fols. 34-35) insiste en los muchos nombres que tuvo Apolo, nombre que se «extiende a significar» la «Música, divinación, medicina, arte de flechar»; «al Sol le conviene todo lo dicho, y Apolo es el Sol, que también se llamó Phebo del resplandor de su luz, y tuvo muchos otros nombres...» No olvidemos que si Cervantes vivió después de Copérnico, sus nociones cosmográficas, cuando no tienen relación con la náutica, son casi las mismas del Marqués de Santillana. Más astronomía que Cervantes supo Luis de León, pero en lo poético permanece fiel a la visión antigua   —88→   del mundo. En la invocación a Apolo (II, 45), Cervantes mezcla todas las nociones en el regocijado juego de su memoria: «¡Oh perpetuo descubridor de las antípodas, hacha del mundo, ojo del cielo, meneo dulce de las cantimploras, Timbrio aquí, Febo allí, tirador acá, médico acullá, padre de la Poesía, inventor de la Música, tú que siempre sales, y, aunque lo parece, nunca te pones! A ti digo ¡oh Sol!, con cuya ayuda el hombre engendra al hombre; a ti digo que me favorezcas y alumbres la oscuridad de mi ingenio». Vimos que Viana escribe: «El sol y el hombre engendran al hombre». Las palabras de Cervantes «con cuya ayuda»quizá sean burlescas pero no falsas. Dice Varchi, en su Lección de la Naturaleza (M. Benedetto Varchi, Lezzioni, página 12, Fiorenza, 1590):

«La Natura universale non é altro che la uirtú celeste, e la uirtú celeste non é altro (secondo alcuni) che la forza, e potenza delle stelle, la quale discendendo mediante i raggi, in questo mondo inferiore, genera e mantiene tutte le cose; e perquesto diceua il Filosofo, l’huomo, e il Sole generano l’huomo».

Dante y Cervantes amplían una invocación virgiliana. Dante, con viva claridad en el pórtico del Paraíso. Cervantes, que quizá no pensó en la Divina Comedia, en tono burlesco «antes de entrar en la narración del gobierno del gran Sancho». Nada le fue más divertido que parafrasear y parodiar a algún erudito comentador que quizá recordaba de memoria. Este comentador fue Sánchez de Viana. Los muchos nombres de Apolo que cita el traductor de Ovidio, inducen a Cervantes a escribir: «Timbrio aquí, Febo allí»; a Timbrio lo encontró en la invocación de Eneas. Cuatro aspectos de Apolo hace resaltar Sánchez de Viana y cuatro Cervantes. «Sol y hombre engendran el hombre», dice Sánchez   —89→   empleando un famoso lugar común; «con cuya ayuda el hombre engendra al hombre», Cervantes; «ojo del mundo» le llama con otro famoso lugar común Sánchez; «ojo del cielo», Cervantes en esta graciosa parodia. Según Baltasar Victoria (Teatro de los Dioses, 1620), Marciano Capela le llamó «ojo del mundo». «Y no paró ahí san Ambrosio, que dijo que era ojo del mundo, alegría del día, hermosura del cielo...» «porque Sol et homo generant hominem: como dijo Aristóteles», según el mismo Baltasar Victoria. Cervantes encontró este torrente de alabanzas del Sol, en Sánchez de Viana y en algunos otros farragosos precursores del erudito Teatro de los Dioses, y lo revolvió todo con su irresistible regocijo. Si le llama «hacha del mundo», sustituye «antorcha» por «hacha», «día» por «mundo». ¿Le habrán sugerido las palabras de Sánchez: «El Sol hace el flujo de las aguas», el enigmático y burlesco «meneo dulce de las cantimploras»?



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ArribaAbajo23. Un joven poeta «culto»

Don Diego de Miranda alcanzó la sosegada vida perfecta -Beatus ille- del hombre dichoso, en el concepto de los humanistas del Renacimiento, que resume, por ejemplo, Plantino, en su célebre soneto; atempera, con apacible y digna vulgaridad, el ideal poético de Sannazaro, Garcilaso, Du Bellay, Ronsard, Desportes, Luis de León. ¿No ha de parecerle extraña la inquieta locura de don Quijote al buscar aventuras por soledades y yermos, en el duro y desusado ejercicio de la andante caballería? Don Diego tiene un hijo y, según confiesa con evidente exageración a don Quijote, «a no tenerle quizá me juzgara por más dichoso de lo que soy». Este hijo, apartándose del deseo de su padre, se halla «embebido en la ciencia de la poesía».

«Todo el día se lo pasa en averiguar si dijo bien o mal Homero en tal verso de la Ilíada; si Marcial anduvo deshonesto o no en tal epigrama; si se han de entender de una manera u otra tales y tales versos de Virgilio. En fin, todas sus conversaciones son con los libros de los referidos poetas, y con los de Horacio, Persio, Juvenal y Tibulo; que de los modernos romancistas no hace mucha cuenta...» El hijo de don Diego de Miranda, no andaba desacertado entre algunos doctos de su tiempo. Sigue la opinión de Escalígero, en la   —91→   valoración de la poesía homérica. Pensará con el criterio de los hombres ilustrados. En 1627, este joven estudiante de Salamanca cumplirá probablemente treinta años. Es de la generación de Pellicer, de Salcedo Coronel, de la pléyade gongorista. Don Agustín Collado del Hierro, quizá de la misma edad que el hijo de don Diego, se dirige al lector, en la introducción de las Rimas (1627) de Salcedo Coronel: «La Musa -dice- le concedió la antigüedad a Homero y el juizio a Virgilio, que de tal suerte le excedió en la materia, que confió más la inuención de la destreza de su ingenio, que de la felicidad de sus elocuciones. Quanto del juizio de Marón, diste el de Homero, conocerá quien le huuiere hecho de ambos Poemas, y quien advirtiere la censura de lulio César Escalígero. Imita don García (no traduze como lo hazen muchos Poetas de este siglo) en su Poema a Homero y a Virgilio, notando en ellos el modo de escriuir de un sujeto solo, el orden de proponer, inuocar y narrar, de concluir una acción y de ampliar el volumen con digresiones más conuenientes a la materia». Homero y Virgilio son, pues, los dos grandes maestros de la más alta expresión poética del Renacimiento, de la épica. Homero era el ingenio; Virgilio el juicio, el arte. Así será de ver a don Miguel estudiando su Virgilio; discutiendo la interpretación de cada palabra, de cada hexámetro. Tendrá como punto de referencia la traducción de la Eneida de Hernández de Velasco. ¿Y Horacio, Persio, Juvenal y Tibulo? Los estudiaba y comentaba el diligente y no sé si aprovechado hijo de don Diego. Quizá los comente y estudie Cervantes. Los años fueron haciendo horaciano al manco ilustre. Persio, ¿podría ser leído por Cervantes? Alguna ilusión nos lo hace sospechar; pero Persio será maestro de Quevedo, lo mismo que Juvenal, a quien también   —92→   Cervantes recuerda. ¿Tibulo? ¿Catulo? El sutil lirismo amoroso y elegíaco de Cervantes se aroma de interior esencia. El maestro fue Garcilaso. La finalidad ideal es platónica; el paisaje, virgiliano. El juego castellano y latino de palabras es, en boca de Sancho, no por conocido menos hondo en las circunstancias que lo expresan: «y bebamos y vivamos». Lleva con el carpe diem horaciano, el mismo acento del Vivamus, dicho a Lesbia, de Catulo y del equívoco satírico. Penetra en el humano hedonismo de la vida mediana, sin sobresaltos ni desvelos, sin rigurosa virtud ni heroísmo. Ya Boscán había dicho: «Comamos y bebamos sin recelos».

Fernando de Herrera y el Brocense iniciaron a la generación gongorina en el estudio de los textos españoles; el Brocense, en la Universidad de Salamanca, en el conocimiento crítico y en el aparato erudito -ceremonias, costumbres- de los latinos y aun de los griegos. El Brocense fue el Dorat de la pléyade poética española del 1600. Ni San Juan de la Cruz deja de participar de su enseñanza. Muchos indicios nos llevan a suponer que Cervantes conocía la segura y afinada ciencia del maestro salmantino.



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ArribaAbajo 24. Estructura de la Segunda parte del «Quijote»

Llega el momento, mientras don Quijote y Sancho se alejan de la casa de don Diego de Miranda, de tratar de descubrir el plan de la Segunda parte del Ingenioso Hidalgo. En la primera, Cervantes creó a don Quijote. El héroe quedaba enteramente forjado. La vitalidad de una fantasía maravillosa lleva a feliz término los más imprevistos y extraños episodios. La Primera parte es fruto primordial del genio, del talento, pero no tanto del «juicio». Va, en su selvática frescura, arrebatada por el deslumbramiento de la creación. Por eso Cervantes, al empezar la Segunda parte, se ve obligado a escribir su mea culpa en una irónica y finísima Poética. ¡La primera parte, no era un relato, una vulgar historia, era un poema escrito en prosa, y había llegado ya a tener tanta fama como los más célebres! Lope escribe su Arte nuevo de hacer comedias para demostrar que puede seguir el arte «que conocen pocos»; pero reincide en escribir «por el arte que escribieron los que el vulgar aplauso pretendieron». Cervantes no. Antes de escribir la Segunda parte estudió, con inteligencia, la estructura de la Odisea y de la Eneida. Menéndez y Pelayo, en su admirable discurso sobre la Cultura literaria de Miguel de Cervantes y la elaboración   —94→   del «Quijote», no recuerda -extraño olvido- a Virgilio entre los modelos de El Ingenioso Hidalgo; sin embargo, nadie conocía en España como el gran maestro de las Ideas estéticas, al poeta latino. Cita sí, la traducción de la Odisea de Gonzalo Pérez: «Le era familiar la Odisea en la versión de Gonzalo Pérez (de la cual se han notado reminiscencias en el Viaje del Parnaso); y aquella gran novela de aventuras marítimas no fue ajena por ventura a la concepción del Persiles, aunque sus modelos inmediatos fuesen los novelistas bizantinos Heliodoro y Aquiles Tacio». La Primera parte, especie de desordenada Ilíada, no carece de plan ni unidad, pero el héroe se deja arrastrar, como buen caballero errante, por la casualidad de los caminos y de las aventuras. La Segunda parte es como la Odisea o la Eneida. En la primera se forja el héroe -Ulises o Eneas;- en la segunda el héroe cumple su destino. Don Quijote, ya famoso, sale de su casa, como Ulises o Eneas, de Troya. Va directamente al Toboso, como en la primera etapa de Ulises en la Tracia al retornar a Ítaca, o en la de Eneas al huir de Troya. También, para don Quijote, la catástrofe, que arrastra al héroe a peregrinar, aparece. Dulcinea está encantada. Este episodio equivale, por sus efectos, al de la tempestad en la Odisea o en la Eneida. Al propósito de Ulises de volver a Ítaca, su patria; al de Eneas, de fundar una nueva Ilión, responde el de don Quijote de desencantar a Dulcinea. ¿Adónde recurrir para el desencanto? Cervantes no puede esquivar la realidad. Las dificultades que debe vencer son casi insalvables, sobre todo al querer dar a la nueva y más larga peregrinación de su héroe por España la dignidad poética y mitológica de las aventuras marítimas de Ulises o de Eneas. La casa de don Diego, viene a ser -si se me permite- como   —95→   la isla de Circe en la Odisea o, más bien, la ciudad de Heleno en la Eneida. Eneas ve un seco Janto, unas puertas Esceas que le recuerdan su patria. Las tinajas tobosinas de la casa de don Diego, renuevan en don Quijote la memoria de Dulcinea y le hacen lamentarse con los versos más virgilianos de Garcilaso. ¡Tinajas tobosinas, imágenes del solar nativo, también arrancadas de la patria, no es un alma indiferente la que os contempla! En la amiga mansión de don Diego, enriquecida, como para esperar al peregrino, con tan dulces prendas, quizá también pudo recordar don Quijote las palabras de Eneas (Eneida, III, 352): «También mis teucros se regocijan, como yo, a la vista de la ciudad amiga».


Nec non et Teucri socia simul urbe fruuntur.



¿Quién le dirá en la mansión de don Diego lo que debe hacer para desencantar a Dulcinea? ¿Quién hará de Heleno? La historia del ingenioso Hidalgo nada nos descubre. Sin embargo es aquí donde se declara la intención de don Quijote. Al despedirse de don Diego, le dice que antes de llegar a las justas de Zaragoza «había de entrar en la cueva de Montesinos, de quien tantas y tan admirables cosas en aquellos contornos se contaban». Después de narrar el encuentro con Dulcinea encantada, escribe Cervantes que don Quijote y Sancho siguieron el camino de Zaragoza. Entre el capítulo X y el XLIII, se engendra en la mente del héroe la idea de visitar las regiones infernales. Una profecía, como la de Heleno a Eneas, queda tácita en estas páginas. Desde la casa de don Diego se dirige a la cueva de Montesinos, es decir, viaja hacia el Infierno, como Ulises aconsejado por Circe, o Eneas, por Heleno. Cervantes no descubre, por supuesto,   —96→   toda la intimidad espiritual de su héroe; hay algo que se calla y que el lector adivina. En «aquellos contornos» se cuenta probablemente que la cueva de Montesinos es la entrada del Infierno, razón suficiente para que don Quijote imite a Ulises y a Eneas. En este viaje, el plan se acerca más a la Odisea que a la Eneida. En la ruta que conduce de la ciudad de Heleno al Lacio, está el Infierno. Pero antes de llegar a sus cavernas, Eneas arriba, a causa del naufragio, a Cartago; Ulises va directamente desde la isla de Circe al país de los muertos, para consultar a Tiresias. Doble en el Quijote, la visión infernal virgiliana se produce también en la mansión de los duques. De este modo, Cervantes se concilia con los dos grandes poemas. Después del episodio de la cueva de Montesinos, la aventura que relaciona más estrechamente a don Quijote con Ulises y Eneas es el naufragio en el Ebro y la llegada al castillo de los duques. A la isla de los feacios de la Odisea, corresponde Cartago, de la Eneida. Ulises se presenta a la princesa Nausícaa, Eneas a Dido, don Quijote a la duquesa. La duquesa se parece a Dido. Como repugna a Cervantes que la duquesa se finja enamorada de don Quijote, la substituye por otra supuesta Dido, por Altisidora. Dido tiene una consejera, su hermana Ana. La confidente de Altisidora se llama Emerencia. De producirse el desencanto de Dulcinea, inmediatamente después de la escena infernal preparada por los duques, don Quijote hubiera vuelto al Toboso como Ulises a Ítaca, o como arribó Eneas al Lacio. Hubiera quedado fundada la progenie manchega. Deus ex machina, el bachiller Sansón Carrasco pone fin a las aventuras del caballero. La Telemaquíada de la Primera parte, o sea el viaje del cura y del barbero, se precisa y mejora en la Segunda. El bachiller   —97→   desempeña la función de Telémaco. Sus andanzas para hacer retornar a don Quijote van por cauce oculto, semejantes al Guadiana, y afloran dos veces en la novela, gallardas y deslumbradoras, como caudal que antes de despeñarse recoge en su corriente la imagen de antiguos castillos, de historiadas vidrieras.

Los encantadores que persiguen a don Quijote, «aciagos y mal intencionados», según Sancho, guardan relación con Neptuno, que se venga de Ulises en la Odisea, y con Juno, enemiga de los troyanos en la Eneida.



  —98→  

ArribaAbajo25. La virtud

En el capítulo VI de la Segunda parte, habla elocuentemente don Quijote de la «senda de la virtud» y del «camino del vicio». El noble mito de Hesíodo llena el Renacimiento. Según Rodríguez Marín: «Recordaba aquí Cervantes, aunque no la nombró, la letra Y llamada pitagórica, que moralizó Virgilio de esta manera según la traducción de Hernández de Velasco:


«La letra de Pythágoras, partida
de un tronco en ramas dos, diestra y siniestra,
retrato es vivo de la humana vida».



La atribución a Virgilio de este breve poema, contribuyó a difundir más su provechosa enseñanza en España. Los escritores conocían el mito en sus numerosas fuentes. Cervantes recuerda aquí a Hernández de Velasco: quien llama «senda» a la de la virtud, y «camino» al del vicio, como lo hará don Quijote. Será minucia, la regla pitagórica ordenaba, según Jámblico: «dejo los anchos caminos, toma las sendas». Prevalece «senda de la virtud» en los escritores del Siglo de oro, salvo en algún poeta, Barahona, por ejemplo, que escribe «camino» en Angélica (1586): «Por áspero camino y peligroso De la virtud...».

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En todas las ediciones y citas del Quijote que conozco, hasta la última, por tradición inexplicable, aparecen mal los versos de Garcilaso que Cervantes pone en boca de su héroe:


Por estas esperezas se camina
de la inmortalidad al alto asiento,
do nunca arriba quien de aquí declina.



Decir «quien de allí declina» como, por errata, traen los textos, es oponerse a la razón y a la evidencia. Quien «aquí»desfallece no llega «allá», no llega «de la inmortalidad al alto asiento». Esa Virtud invencible que pinta Horacio (Odas, 3, 2) eleva al cielo a los que ganan «aquí» la inmortalidad con el esfuerzo valeroso. Ésa es la magnánima virtud forjadora de grandes hombres.

¿En qué poeta no encontró Cervantes el mito de la virtud? La Elegía de Garcilaso, henchida de filosofía del Renacimiento, se proyecta sobre la Segunda parte del Quijote. La virtud difícil, como le llama Franchet, en su estudio de Ronsard que viene de Píndaro, enardece. Hércules representa largamente el símbolo del triunfo heroico. Ya vuelto héroe humanista, bajo el atavío caballeresco, don Quijote aspira a eternizarse. Cervantes lo hace descender al Infierno, lo llevará también al cielo. Lo merece por su esfuerzo, como Hércules cantado por Boecio (IV, 7): Ultimus caelum meruit laboris. La aventura del Clavileño representa la apoteosis de don Quijote. Él llegará en vida al cielo, aventajando así al héroe. No había otra forma del viaje, si no se llega como en el sueño de Scipión de Marco Tulio, guía esclarecido en la mente de Cervantes. Por eso don Quijote oye las voces que le gritan: «¡Dios te guíe, valeroso caballero!». Parodia, que en nada daña la fortaleza del ánimo, de la aspiración del   —100→   caballero de la Mancha. El discurso de la virtud descubre un nuevo Quijote, una encarnación de Hércules y hace adivinar los futuros trabajos.

Hércules, símbolo de la virtud, cantado por Píndaro y recordado por los renacentistas, ya había tenido en España un expositor del simbolismo de sus empresas en Los doze trabajos de Hércules compilados por don Enrique de Villena en 1417, con el fin de que se tome «exemplo e crescentamiento de virtudes». «Así será espejo actual a los gloriosos cavalleros... moviendo el de aquellos e no dubdar ásperos fechos de las armas...». En toda esta obra de don Enrique se nos muestra con gran erudición el camino de la virtud. Entre las muchas alusiones a este mito recordemos la de Juan de Lucena, amigo del Marqués de Santillana y del autor del Laberinto, en el Libro de Vida beata. «Sy por senda más corta y menos trabajosa se fuese no sería sumo bien ni prescioso de balde comprado: dificultosa carrera, áspera y fragosa conviene hacer para fallarlo...». No sólo encierra una convicción hesiódica y cristiana la afirmación, acaso pitagórica, de don Quijote: «sé que la senda de la virtud es muy estrecha, y el camino del vicio ancho y espacioso»; al hablar de la finalidad, «el del vicio, dilatado y espacioso, acaba en muerte, y el de la virtud, angosto y trabajoso, acaba en vida y no en vida que se acaba», parece recordar con Virgilio una indicación de misterioso orfismo que sobrepasa el mito de la virtud terrena en el hic locus (En. VI, 540-543), al abrirse en dos la ruta hacia uno y otro término.



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