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ArribaAbajo 2. Guevara, Cervantes y Góngora

La vida escondida, de aldeano hidalgo, de Alonso Quijano el Bueno, descubre un penetrante encanto; no fue hombre de corte don Alonso; vivió en su aldea, tuvo amigos, como recomienda Guevara en su Menosprecio de corte, «porque muy gran parte es para ser uno bueno, acompañarse con hombres buenos»; leyó libros según recomienda Guevara para el retraído en la aldea, «porque el bien de los libros es que se hace en ellos el hombre sabio y se ocupa con ellos muy bien el tiempo»; vivió como vive el feliz hidalgo guevariano, teniendo en su mansa casa, donde hay sólo lo necesario, «una lanza tras la puerta, un rocín en el establo, tina adarga en la cámara» con razón dice Martínez de Burgos: «Este ajuar del hidalgo de aldea recuerda instantáneamente el del más famoso entre todos ellos, Alonso Quijano, a quien su padre legítimo, que no padrastro, Cervantes, dio, como primer caudal, lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor». La vida aldeana, a lo largo de la novela cervantina, aparece con la apacible felicidad guevariana.

El Quijote y las Soledades de Góngora participan de elementos comunes que se adaptan al genio individual sin ser ajenos a ningún escritor de la tradición grecolatina. Así la cena de los cabreros y el discurso de don Quijote sobre los   —235→   dichosos siglos muestran una aspiración idéntica a la cena y al discurso entre los cabreros del Peregrino de Góngora. La escena de las bodas en las Soledades, se enlaza con las bodas de Camacho. El personaje que sale de un lugar va descubriendo en la geografía poética de su itinerario otros aspectos de la redondez de un ciclo arcádico. Las regiones descubren su natural abundancia, sus costumbres. De allí que estos itinerarios que empiezan en lo moderno con Petrarca, desvíen lo particular a lo poético y a veces a lo filosófico en viajes continuamente narrados por españoles de la época, ansiosos de mostrar regiones desconocidas. El asunto del Quijote es simple, la salida y la vuelta del héroe, una peregrinación, un itinerario de caballero andante, dentro de la norma universal, la de Ulises que torna a Ítaca; a la sin retorno a su patria, de Eneas, fundador, por destino, de una nueva Troya. El itinerario del Peregrino de las Soledades aunque no señale nombres propios, lo que merece el reproche de Jáuregui: «tampoco dice usted jamás en qué país o provincia pasaba el caso», no puede desvincularse del de don Quijote.

¿Conoció Cervantes, las Soledades y el Polifemo de Góngora? Probablemente llegaron a su conocimiento y trató de penetrar en la expresión difícil. A la novedad del Polifemo parece aludir en el Viaje del Parnaso: «estancias polifemas». Ninguna imprudencia será afirmar que Góngora leyó en los años de la composición de la Soledad primera la primera parte del Quijote.

La crítica actual no se detiene en el asunto de las Soledades. El poema tiene asunto, un tanto episódico como los relatos de la Odisea. Góngora lo expone en la dedicatoria del poema: «Pasos de un peregrino»... Casi en igual forma   —236→   que la odiscana «que anduvo errante y peregrino». Esa peregrinación constituye el asunto del poema. La causa, retardada intencional mente, aparece, en labios del peregrino, en la Soledad segunda: «Audaz mi pensamiento - el cenit escaló, plumas vestido».

Puso el Peregrino los ojos en el sol, escaló vestido de plumas la altura ardiente; cayó al mar; de allí «el paso errante»; «el audaz pensamiento», se atrevió como Ícaro, quiso pasar un límite; cayó y ya no tiene más término que la muerte. Es el asunto trágico, Hipólito y Fedra o Eneas y Dido. El Renacimiento invierte, el amor no correspondido de Fedra se vuelve ahora al héroe masculino que es el desdeñado. Así el episodio de Grisóstomo y Marcela en el Quijote. El Peregrino espera segundo naufragio o darse duro fin con el hierro homicida; errante, mortalmente herido por la pasión, «desdeñado y ausente», puso los ojos en la altura solar, vivió en la esfera donde las pasiones existen, en las ciudades, en el fausto de las cortes. En ese fausto debió ver «el cenit» y tentó alcanzarlo, sin temer el límite que irremediablemente separa. En la ciudad están la confusión, el desorden, las pasiones. En el campo -en ese campo místico- viven todavía vestigios de la felicidad primera; la sencillez, la correspondencia de los afectos. Estas dos esferas, tan horacianas, alcanzan su intensidad en Séneca, en la Fedra, en el monólogo de Hipólito. El Peregrino de Góngora contempla en su andanza ese mundo de inocencia de los campos, la re rustica, pastores, chozas, bodas, escenas de pesca. Ve y alaba allí la perfección de lo simple, la conformidad con la limpia, de pobreza rica con sus dones, de generosidad cumplida, es la paz que entre los montes distantes y las arboledas   —237→   agrestes se ofrece al Peregrino como el ideal de vida perfecta. Esbozado por Séneca en el horror de la Fedra, está colocado por Góngora, entre la caída del Peregrino y la inminencia de su fin: «Naufragio ya segundo».

Antes de llegar a ese «duro fin», el Peregrino pisa el mundo de los campos. Los pisa como espectador, va de paso, con incurable mal; mal que «es culpa». No podrá detenerse; recorre una órbita sin regreso. Tendrá túmulo en el agua o la tierra, «líquido diamante» o «elevada cima».

Las huellas del naufragio que aún lleva el Peregrino en las ropas, dan lugar al episodio de las navegaciones puesto en labios del anciano, en versos de incomparable poesía. Junta Góngora así un desastre a otro, en oposición a la vida campesina y aldeana, del vivir donde se nace, del viejo de Padua de Claudiano. La pasión y la codicia no son conocidas en los campos. La imprecación a la navegación que arranca en Góngora de la oda de Horacio a la nave de Virgilio se prolonga a las naves que penetran en los misteriosos confines vedados aun al sol; el hombre se sale de su órbita; la codicia lo arrastra; el naufragio también castiga una culpa. De la choza de los cabreros el poema se prolonga en la segunda Soledad a la caza de cetrería que el Peregrino contempla desde el mar. Visión del fausto cortesano del cual el peregrino anda ausente. Visión de palacio, de espléndida magnificencia. Horizonte postrero o comienzo en donde el pensamiento audaz se viste como Ícaro. No necesitaba don Luis terminar las Soledades; allí se terminan. Queda por venir, después de esa aparición de lo que ha dejado, el «Naufragio ya segundo» o el filo del hierro.

El asunto de las Soledades, que arranca de la tragedia, especialmente de la Fedra de Séneca, se encontraba ya esbozado   —238→   en España. En Garcilaso (soneto XII), en parte en el Peregrino en su patria, de Lope, y sobre todo en el episodio de Grisóstomo y Marcela del Quijote. Este episodio pertenece a la tragedia clásica, a Séneca. Los comentadores de Góngora no citan a Cervantes, porque entonces el Quijote carecía de jerarquía humanista. En el canto del Peregrino: «Audaz mi pensamiento», apunta esa audacia, como causa de su destierro: «Esta pues culpa mía»: «Muera, enemiga amada, muera mi culpa».

Muera conmigo mi culpa, como traduce Salcedo. La culpa está, como apuntamos, en el temerario vuelo de Ícaro. ¿En esta culpa se oculta un misterioso obstáculo trágico? La misma intencionada oscuridad se encuentra en la Canción desesperada de Grisóstomo en el Quijote:


Diré que la enemiga siempre mía
hermosa el alma como el cuerpo tiene
y que su olvido de mi culpa nace.



Góngora elude la tragedia, la supone ya en la inteligencia del lector; la hace aparecer en rápidas alusiones: «náufrago y desdeñado sobre ausente»; pinta la belleza que enamoró al Peregrino «en la sombra no más de la azucena», adelanta el fin del héroe en su confesión: «o filos pongan de homicida hierro». La planta del héroe trágico recorre los sitios de la insumergible Arcadia, que aun pertenecen al siglo de Saturno, donde el antagonismo de los dos polos discordes no existe. El enamorado don Quijote, como Ulises, como Eneas, no es héroe trágico; lo es Grisóstomo, y por inteligente capricho de Cervantes, aparenta serlo, como Dido, Dulcinea encantada en la cueva de Montesinos.



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ArribaAbajo 3. El influjo platónico

En incesante transformación, inagotable en su contenido, cambiante en su rigurosa exactitud, diferente en cada escala, irónico, con gracia que centellea en lo que dice y puede decir la palabra, autor de difíciles diálogos filosóficos penetrados por la vida con encanto de deliciosa comedia, unidos por una proporción, partes de una arquitectura, Platón, prosista ático, tiene la humanidad de Eurípides, la gravedad de Sófocles, la línea de los frisos. Conocedor minucioso de Homero, es una mirada que recoge el universo, mirada distinta, más inquisitiva, menos épica. Indagador, pintor de jóvenes y sabios, los hace hablar como los oye; aparece el discurso en el estilo en que quiere que asome el alma en el mármol o brota la palabra, sorprendida, firme, evasiva; creador de mitos y alegorías, de una ciudad en el cielo, forja la realidad legislada en un grado ya superado por su misma dialéctica, sin que puedan limitarlo ni sobrepasarlo ni el tiempo ni la ciencia ascendente. Artífice de logos, de la verdad impersonal y absoluta; de una religión filosófica, del racionalismo teológico, anunciador del mundo invisible e incorpóreo que sólo ven los ojos del alma en una pura luz, enseña que el justo no debe temer la muerte, que la realidad visible es sombra; nos instruye en la perfección moral; profeta de la inmortalidad, de la inspiración, habla por   —240→   súbito alumbramiento con palabras que se convierten en patrimonio de la humanidad y la encienden; poeta del amor, del Eros que nos conduce por la escala de la hermosura, cree que no ha nacido aún ese poeta, y ya lo es él; condenado a experimentar la política de su tiempo, la subordina al Bien, construye y reconstruye la ciudad ideal, en donde penetren el orden, la justicia y la razón; escudriñador del alma encerrada en el cuerpo, de su ascetismo, glorificador del retorno del espíritu purificado a las cimas del Bien, a la patria del cielo, descubridor con los pitagóricos de la geometría del universo, de la ley de la proporción y del número, maestro de vida contemplativa y activa, creador de la teoría ejemplar de las Ideas, llega a la intuición, al éxtasis religioso. Geómetra, junta el camino del amor con el de la investigación científica; dotado del don de la expresión poética, del ala del lirismo, halla la teoría de las ideas en las formas matemáticas, en la geometría espiritual del orden del cosmos; heredero de la tradición helénica del arte, de ciencia y de sabiduría, asiste al drama de Sócrates, al problema del hombre, de la dignidad, del ojo de Dios en la conciencia. El relativismo humano cambia, «Dios en la medida de las cosas». Encarna la indestructible humanidad entre pasiones y tinieblas de la ambición y de la ignorancia de los verdaderos bienes. Su discípulo heterodoxo Aristóteles, construye, con noble independencia, la prodigiosa enciclopedia del saber humano. Por largo tiempo el Occidente parece dividirse en platónicos y aristotélicos. El neoplatonismo medieval se refugia en el misticismo. La aparición emocionante de las obras de Platón, salvadas por el Renacimiento, crea el neoplatonismo italiano que penetra en España.

Garcilaso y Boscán al convertir en árbitro de la traducción   —241→   del Cortesano a una dama, Boscán al dedicar sus sonetos y canciones, que escribió, a la manera de los italianos, a la Duquesa de Soma, traen a España la valoración platónica de la mujer. No se puede exigir a Boscán un acabado platonismo. El descenso de la hermosura que participa de la belleza divina convierte al amor, para expresarme con el platónico Miguel Ángel, «en un concepto de belleza». La hermosura trae a la tierra su naturaleza invariable; contemplarla es el primer grado de la escala que nos lleva a lo divino. Herrera así lo siente y dice: «En esa belleza que contemplo, la inmensa busco y voy siguiendo el cielo». Esta doctrina del amor, itinerario de la mente encendida por viva inquietud, llega en los místicos al ansia de ver la hermosura de Dios. Toca también la novela pastoril en España y en Francia. Ficino, Castiglione, con sus exposiciones platónicas, contribuyeron a esta mundana adaptación del filósofo. En castellano se halla en la Galatea de Cervantes, en la Dorotea de Lope. Francia, influida por la novela pastoril española y por la descendencia de Boccaccio, acrecienta esta literatura. Sería difícil juzgarla; Platón la hubiera desaprobado. Un fino crítico, según Dies, ha fustigado «esta erótica grosera y necia que algunos quieren todavía prestar al poeta genial del Eros filosófico». La belleza que el Sócrates platónico desea conocer y cultivar, agrega Dies, es la belleza de las almas. De allí los grados de la iniciación hasta llegar a la belleza que aquí sólo entrevemos.

Garcilaso se educa en el estoicismo penetrado por corrientes platónicas. Ni una cita, ni una alusión que no sea de humanista aparecen en sus versos. Sorprende esta analogía con el platónico Boecio. Herrera lee el Cortesano en la lengua originaria. De esta obra irradia la doctrina de la belleza   —242→   y del amor que estudia y sigue. Destella el mundo de las ideas platónicas, da la adivinación de las ejemplares formas de las cosas; afina para la otra luz invisible; Platón, poeta de lo invisible, del alma, de la cárcel de los sentidos, abre el mundo inenarrable. La naturaleza se descubre; la amistad tiende a su fin, el bien; investiga en el diálogo. La eminencia literaria está en las fuentes puras, en exposiciones insignes. El amor va por el camino del propio conocimiento a la hermosura divina. Fonseca, en su Tratado del amor de Dios, concede sitio de honor a Platón, empieza el libro con una cita del Banquete. El comenzar los libros con el nombre «del divino Platón», no era novedad en España.

Castiglione escribe que el don del amor divino «le alcanzaron Platón, Sócrates y Plotino, y otros muchos, y en nuestros cristianos aquellos santos padres como San Francisco, al cual un ardiente espíritu de amor imprimió aquel sacratísimo sello de cinco llagas». «El mismo Sócrates confiesa que todos los misterios del amor que él sabía, haberle sido revelados por una mujer, que fue Diótima».

Asegurar que León Hebreo ejerció en la mística española una influencia decisiva, que introdujo el platonismo en España, es dejarse cegar por exagerada creencia cuyo origen está en una cita de Cervantes. En épocas de afinada cultura nadie podía atenerse a la afirmación de crédulos alejandrinos, cuyo eco recorrió siglos, de que Platón haya sacado su doctrina de Moisés. Es lo que sostiene por convención, que no es sólo suya, León Hebreo: «lo platónico es mosaico». Esta equivocación seguirá viviendo: en el Examen de Ingenios escribe Huarte: «Platón tomó de la divina Escritura las mejores sentencias que hay en sus obras»; «habiendo leído en el Génesis a quien tanto crédito daba». Así se deformó   —243→   la verdad, la historia. El platonismo entró en España por varios caminos; venía con la lectura de Boecio, de Cicerón, con la de escritores medievales, con el aristotelismo, con los platónicos italianos, con las obras de Platón traducidas por Ficino. Las citas de Platón en latín son innumerables en españoles del siglo XVI. No aparece ninguna traducción de los Diálogos. Si comparamos esta pobreza con las versiones francesas, España es un desierto. En 1555 se publicó en Salamanca una edición del Convite, en griego y en latín. Se lo leía en esta lengua; Juan de Ávila recomienda «Tulio, las Éticas de Aristóteles o algo de Platón». El Cortesano sirvió de modelo lírico a los poetas y místicos. La influencia característica y universal del libro de León Hebreo tiene sus límites y sus zonas.

El tema platónico de la dignidad del hombre abarca el Renacimiento; sus fuentes alcanzan toda la literatura antigua; su origen está en el Timeo y en el Protágoras; Pico de la Mirándola se coloca en el centro de esta glorificación del microcosmos, del hombre, el pequeño mundo que encierra en sí el universo.

Una inteligencia insuficiente de San Juan de la Cruz hace que alguno de sus biógrafos no cite a Platón y quiera desvincularlo de los neoplatónicos, de los ascéticos y los místicos griegos. La formación de Juan de la Cruz revela penetración en los poetas latinos. Es la cultura europea del santo lo que no quieren ver; como si no hubiera estudiado en Salamanca, donde pudo leer el Convite y aprendió el arte de pensar y de saber en Aristóteles; será útil mostrar influencias que hagan visible la perfección de su técnica literaria y su paisaje poético. Se ha estudiado la influencia de Garcilaso en la formación poética de San Juan; reveló al místico   —244→   un delicado vocabulario, imágenes, temas y estados psicológicos y quién sabe qué secretos que se descubren en la lectura de versos que nos son queridos. Lo demás era él, poesía, experiencia conmovedora.

El deseo de hermosura de San Juan de la Cruz proviene de la estética platónica. Para el Cortesano de Castiglione, «la hermosura mana de la bondad divina y se derrama sobre todas las cosas criadas», «alumbrándole de una gracia y resplandor maravilloso». «Digo que de Dios nace ella». «La hermosura del alma participante de aquella hermosura divina»: la hermosura «un rayo divino, aun a las plantas y a las piedras comunica». Lo mismo en Llama de amor viva. La poesía de San Juan está penetrada por el Renacimiento: «Amada en el Amado transformada», aparece en el platonismo del Cortesano: «como verdaderos amantes en lo amado podamos transformarnos». Esta unión transformante de los místicos se encuentra en Plotino, se repite en Herrera, vive en el petrarquismo; la belleza de los temas alcanza en San Juan misterioso encanto, música inefable. La expresión «Amada en el Amado transformada» en sí no sería platónica ni cristiana sino panteísta, pues el alma se transformará en substancia de Dios, siendo como es substancia creada y por tanto distinta; por eso San Juan en su comentario explica. Luis de León, más geométrico, en su órfica oda a Felipe Ruiz, exclama «allí a mi vida junto», pero el gran lírico puede osar en la inspiración ir más allá del límite; hijo del Padre que le sonríe, une las dos substancias en el amor y la hermosura.

Fray Luis de Granada, tan ejemplar y esclarecido, tan hondamente platónico, escribe: «Dios es la primera hermosura de donde procedieron todas las cosas hermosas», suma   —245→   de ciencia platónica que concuerda con San Juan de la Cruz: «Con la sola su figura vestidos los dejó de hermosura». Oye la música espiritual, «así también la hay espiritual y tanto más suaves cuanto más excelentes, son las cosas del espíritu que las del cuerpo». Lo que despierta en el Cántico: «La música callada, la soledad sonora».

Diótima fue, en la mente de Platón o en la realidad, una mujer santa, un instrumento de la divinidad; Sócrates sabe que por la dialéctica no puede llegar al estado donde se descubre lo divino por revelación sobrenatural; el filósofo cede el lugar más eminente a esta mujer que nos pondrá frente a la divinidad de la belleza, de lo que se alcanza en la rapidísima luz de la revelación. Por eso escribe Granada: «Casi todo esto que aquí habemos dicho de la divina hermosura, dice maravillosamente Platón». Menéndez y Pelayo formó una antología platónica de Luis de Granada. «¿Qué cristiano habrá que no se espante, escribe Granada, de ver en estas palabras de gentiles resumida la principal parte de la filosofía cristiana?». Fue propio de estos hombres ilustres confesar su asombro al encontrar la filosofía del amor y la hermosura de Dios en los griegos. De Platón he leído, escribe Fray Juan de los Ángeles, que hacía de ordinario esta oración y cita a su manera «el dame la belleza interior» del Fedro. «Devotísima oración es ésa verdaderamente y más de pecho cristiano que de filósofo». La investigación del sentimiento religioso vuelve ahora a los antiguos, tiene en cuenta a los filósofos; la inquisición de la belleza y la justicia de Dios tendrá que ver con ellos; el platonismo descubre cimas del alma.

Esa transmisión se presenta desnuda, en lo que pueden abarcar las palabras, en la Oda a Salinas y en la Noche serena,   —246→   de Luis de León, sin ninguna añadidura, en el logro de lo absoluto poético, por la depuración de sus fuentes. Menéndez, en su comentario de la oda, adopta la denominación de platónica; Collet, en El misticismo musical español, niega la afirmación del platonismo directo y le da ascendencia en los neoplatónicos; le llama síntesis poética de las puras doctrinas medievales. Entre otras virtudes de la música en la Oda a Salinas, Menéndez encuentra «el poder aquietador del arte (sofrosine), y sus efectos purificadores». Para Collet es la catarsis, y no la sofrosine, lo que experimenta el autor de la Oda a Salinas. Conciliemos; Menéndez dice «y sus elementos purificadores», y se refiere a la catarsis; Aristóteles trata en famoso pasaje de la Poética de la catarsis, «purificación de las pasiones», elemento tan platónico; de nada se ha escrito tanto. «El aire se serena», entraña la catarsis y la sofrosine. Obra de la música, del arte, es serenar; lo era entre los pitagóricos y por supuesto en los platónicos. En Fray Luis se ordenan muchos elementos, el poeta integra y no aplica el análisis. Si en alguna región se entró en los secretos de la poesía, fue en Grecia, donde la correspondencia de la inteligencia y el cosmos fue vista con mirada de sagaz profundidad. Lleva esta obra vibración platónica, plotiniana y aristotélica. Hay pitagorismo en la música medieval; para la Iglesia, dice Collet, «la música será una escritura sagrada». Esa religión de la música, de música y geometría, es característica esencial de los pitagóricos. Platón llama a la filosofía la mejor de las músicas; «sin música ninguna disciplina puede ser perfecta», afirmaba San Isidoro, quien recibió esta doctrina del neoplatonismo. Sobre este misterio musical hay admirables estudios. No sólo la filosofía es música, la religión lo es también, la música   —247→   conduce; en este viaje musical, el poder de la lira nos lleva al Sumo Bien, a la hermosura divina. Meautis ofrece una antología de pasajes de poetas griegos; la música asciende inmediatamente y encuentra correspondencia en la divinidad; no sólo la música humana, también el canto del ruiseñor en un pasaje de Aristófanes; no estaban cerrados al ave los oídos de los dioses; no se queda el canto en la tierra; «traspasa el aire todo», dice Luis de León en su oda, que se inspira también en la primera Pítica de Píndaro. En cuanto la lira de oro preludia en la tierra, ya encuentra concordancia en el cielo, «traspasa el aire». Píndaro no escribe estas vertiginosas palabras; se sobreentienden. El ímpetu de Luis de León y su ardor intelectual encuentra equivalencia en el siglo XIX en Hölderlin y en Shelley; dos poetas amantes de Platón. Hölderlin ensaya traducir a Píndaro y lee los Diálogos platónicos, lo mismo que el autor de la Oda a Salinas; difieren en la época; uno vive en un mundo ordenado; en Hölderlin el hombre pisa la tierra obscura; el éter no abre sendas. Este llegar a lo supremo que da a España con unos pocos versos ciudadanía en el espíritu, se debe al estímulo platónico. Lo mismo acaece con la Noche serena. Las fuentes están en Lucrecio, en el Sueño de Scipión, de Marco Tulio. El procedimiento es el de la Oda a Salinas, el traspasar el aire, vuelo desde el sueño y el olvido, por la catarsis que opera la vista del cielo.

Santa Teresa parece que contemplase su alma, el pie en la sombra, tendida a la infinita hermosura. Comprueba Etchegoyen que la santa «tuvo el genio de la asimilación y la síntesis, más que el de la invención»; «lee, relee, subraya». Confronta su experiencia propia con la ciencia; sin confundir la rigurosa erudición con la inspiración, respetuosa   —248→   de las dos formas; naturalmente platónica, cede a la inspiración. Citemos cualquiera de esos libros que medita la santa, las obras de Orozco; esos tratados están impregnados de platonismo, según Hoornaert. La santa no ha ignorado la teología; sigue el camino socrático del propio conocimiento «y a mi parecer, jamás nos acabamos de conocer si no procuramos conocer a Dios». Este conocimiento socrático, el examen de conciencia de los órficos y los estoicos, pertenece a la tradición cristiana; da su intimidad religiosa al catolicismo; la contemplación se descubre con el platonismo. Cuando los Padres de la Iglesia «piensan» su mística, platonizan, afirma Festougière. Santa Teresa, como estructura personal, armonía de dos polos; contemplación actividad; éxtasis y acción, organizadora en el mundo y desdeñadora del mundo, fue una índole espiritual platónica y occidental. La ascensión desde el ascetismo al estado beatífico en experiencias sucesivamente superadas, recuerda los grados contemplativos del filósofo. Aun lo que parece repunte de desdén medieval, tiene en la santa antecedentes platónicos. Por ejemplo, la insistencia en menospreciar al hombre: «un Dios que ansí se quiere comunicar a un gusano», que recuerda a Juan de Ávila: «y espántese de que un gusano hediondo haya de tratar tan familiarmente a su Dios». ¡Qué pobre idea de la naturaleza humana! Ése es el reproche al Ateniense de las Leyes; compara los hombres con muñecos mecánicos, que de cuando en cuando reciben algún resplandor de verdad. «No te asombres; yo tengo los ojos fijos en Dios. Lo que experimento ahora, me obliga a hablar así». Cuando el alma contempla, ¿qué ha de parecerle lo humano? Sólo por llegar a esa contemplación la vida merece ser vivida. Este deseo de Dios, que ya es haberlo   —249→   hallado, irradia en Platón y su escuela con un ardor y una riqueza que pretenderíamos en vano agotar, fuente de donde ha brotado secreto lirismo. El drama interior de la santa se desarrolla en una región esclarecida; ella lleva su curiosidad más allá de la propia experiencia. Le preocupa la diferenciación de alma y espíritu, «el alma y el espíritu que son una mesma cosa, como lo es el sol y sus rayos»; «queda el alma, digo el espíritu de esta alma, hecho una cosa con Dios»; el espíritu, el ojo espiritual, el nous platónico y aristotélico.

San Juan de la Cruz, al comentar noche serena, del Cántico, define la unión por el nous: «porque esto no se hace en el entendimiento que llaman los filósofos activo: mas hácese en el entendimiento en cuanto posible y pasivo»; San Buenaventura, autor del platónico Itinerario de la mente hacia Dios, afirmaba ya lo mismo; como lo declara Pascal cuando exclama: «no el dios de los filósofos»; los filósofos han llegado a Dios por la razón, por el entendimiento activo; llegaron a Dios, al Uno, al Padre, que es Verdad, Bien y Belleza, universales y absolutos en el mundo invisible a los sentidos que sólo contempla el alma. El P. Crisógono estudia el pensamiento de Juan de la Cruz. La base es aristotélica, la cúpula platónica. Las influencias platónicas «lucen su belleza en el contacto mismo del alma con Dios». Cree que conoció al ateniense indirectamente por intermedio del Aereopagita y de San Agustín. San Juan no cita a Platón; lo alude cuando dice «los filósofos». San Agustín, cuya erudición señala la decadencia de la ciencia antigua y que debía tanto a los platónicos, no debe ser considerado en esta escuela; reniega de los filósofos y «sobre todo de Platón». Cuando Lutero renueva este odio de su maestro a los filósofos,   —250→   Erasmo, que al fin no era platónico, le dice con voz que debió oírse en España: «Platón y su escuela han enseñado la creación, la inmortalidad del alma, la espiritualidad de la esencia divina», según afirma Renaudet en sus Estudios erasmistas.

Juan de Ávila, al hablar del gobierno, señala que «es necesaria al gobernador la lumbre del cielo». Y agrega: «Esta verdad alcanzó Platón y con tanta certidumbre que se determina a decir que nunca la república será bien regida hasta que el regidor de ella, con la potencia espiritual de su ánima, se junte con Dios». La potencia espiritual es el nous. No puede faltar la repetida reflexión: «Cosa de maravillar es cómo este varón alcanzase aquella verdad».

Don Quijote, en la madurez mental de Cervantes, señala un apogeo platónico. No hay que buscar el falso platonismo bucólico de la Galatea, forma que Platón no hubiera aceptado; aparece más su platonismo en el Viaje del Parnaso, donde descubre su visión de la ascendente escala:


Yo corté con mi ingenio aquel vestido
con que al mundo la hermosa Galatea
salió para librarse del olvido.



Milagro de Cervantes fue convertir a Don Quijote en suma de perfecciones interiores, en un ser platónico; para decirlo con Erasmo, en un Sileno de Alcibíades, lo exterior y lo interior del filósofo. El romanticismo vio lo ideal de Don Quijote. Su platonismo lo eleva más alto que los héroes modernos. En el siglo XX la figura de Sócrates adquiere una eminencia que sobrepasa por su contenido humano cualquiera creación de personaje histórico o literario. La Apología, el Critón, el Fedón, descubren la humanidad en su   —251→   universal nobleza. Si Erasmo exclama en los Coloquios, con palabras grandiosas: Sancto Socrates, ora pro nobis, hay no sé qué todavía de restringido en sus labios. Con los platonistas italianos, con el Cardenal de Cusa, la teología platónica se descubre al hombre moderno en la esencia divina del espíritu. ¿Cómo pasó a la traducción española la exclamación erasmista? Batallion da el texto, que pierde, dice, al pasar a la traducción española lo que puede haber de chocante para la ortodoxia: «Con dificultad me atiendo de no creer determinadamente que Sócrates esté en el número de los santos». A esa ortodoxia española no la juzguemos con rigor extremo. España no olvidó en su época áurea, porque era, a los griegos y latinos. Los dejó y, en parte, se desligó de Occidente con el rigorismo de Arias Montano.

Lope platoniza; leyó a los platónicos; siente y confiesa sus faltas antiplatónicas; atado a la opinión, autor de comedias, se entrega al público: «al vulgo y las mujeres que este triste ejercicio canonizan»; en esta entrega de su arte a la opinión está su mayor pecado; la necesidad le obliga, lo obliga su temperamento; el platonismo le sirve de elegancia ornamental; Lope toca la decadencia. Góngora no es platónico; la hermosura no le abre vías hacia la belleza invisible; hereda de los platónicos el instinto de pintar lo bello. En 1615, con la terminación del Quijote puede considerarse extinguida la generación de los platónicos que dieron a España un lugar tan relevante en la historia de las letras encendidas por un fervor irresistible. Este amor a la belleza absoluta, «este deseo de subir con el espíritu de la tierra al cielo», de que habla Granada; esta previa purificación cumplida por el arte, eleva la poesía al mundo inteligible. Por eso el Quijote guarda esa cambiante originalidad que busca siempre los   —252→   horizontes intocados por la sombra de la realidad perecedera. En lo hondo de Cervantes está la España platónica.

El platonismo, el aristotelismo, el estoicismo, descubren tres formas principales del pensamiento español del siglo XVI. ¿Qué les debe el estudio de Platón a los sabios españoles? Elijamos dos nombres: Páez de Castro, erudito bibliotecario, lector de la Teología platónica, de Proclo, tenía intención de reducir a Aristóteles y Platón sus estudios; no lo hizo. Fox Morcillo, educado en Lovaina, se empeñó en conciliar a los dos grandes filósofos. Una simpática parcialidad lleva a opinar a un noble hispanista que Fox prestaba más servicio a Platón procurando reconciliarlo con Aristóteles, que Ficino colocando ante su busto una lámpara. Ficino memorable traductor de Platón a la lengua latina, lo incorpora definitivamente a la cultura europea; autor de los prólogos que conservan valor dentro de la historia y la interpretación platónica, fue discípulo del maestro y traductor de Plotino. Y esa amistad permanente ¡cuánto decía y cómo iluminaba!



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ArribaAbajo4. La doctrina del amor platónico en Lope de Vega y Don Quijote

En la vida escondida, familiar y limpia de don Quijote, al asomar con los cincuenta años a las aventuras caballerescas, aparece el amor platónico como en su época se lo entendía. El héroe se contará entre los enamorados «platónicos continentes». Interesa comparar esta ciencia de amor con la de algún contemporáneo ilustre. Elijamos a Lope de Vega con su desbordante humanidad y su arte. Lope va llegando a la vejez. El amor en los viejos, dice el Bembo en El Cortesano de Castiglione, traducción de Boscán, asienta muy mal; el viejo debe de enamorarse de otra manera, que no le sea vergüenza sino al contrario, una gran bienaventuranza; por tanto el viejo puede andar enamorado de otro amor, que «será como un escalón para subir a otro muy alto grado», y así no contemplará ya la hermosura particular de una mujer, sino la universal, y en un grado todavía más elevado se volverá a sí mismo a contemplar aquella hermosura que se ve con los ojos del alma: «la verdadera hermosura angélica», y en esa contemplación, halla la hermosura divina y el alma «encendida en santísimo fuego» vuela para unirse con la naturaleza angélica; transformada en ángel entiende todas las cosas inteligibles, y sin velo o nube alguna ve el ancho piélago de la pura hermosura divina   —254→   «y así la recibe y recibiéndola goza aquella suprema bienaventuranza, que a nuestros sentidos es incomprensible». Esta platónica doctrina, penetra en Lope. Así, como con el Bembo y Platón, contempla la inmortal hermosura:


Como de aquella imagen que recibe
del cuerpo, engendra Amor la fantasía,
que los sentidos de la luz desvía
a su apetito racional proclive:
Así de las especies que percibe
de la razón, el puro Amor se cría;
aquél la voluntad sin ojos guía,
y éste en el ciclo contemplando vive.
De aquesta celestial naturaleza
es, Francisco, mi amor, amor sagrado,
que el otro amor ya fuera en mí bajeza.
Esto le debo al tiempo, que me ha dado
conocimiento de inmortal belleza,
por lo que de la vida me ha quitado.



Ya su alma se ha levantado hasta las «mentes angélicas»; la hermosura divina «incomprehensible» aparece ante el poeta como creadora y ordenadora del mundo; ella es quien lo hace ascender, de escala en escala, hasta penetrar en el cielo:


De la beldad divina incomprehensible,
a las mentes Angélicas desciende
la pura luz, que desde allí transciende
el alma deste punto indivisible:
A la materia corporal visible
da vida y movimiento, el sol enciende,
conserva el fuego, el aire, el agua extiende,
la tierra viste amena y apacible:
—255→
Enseño nuestro humano entendimiento
de un grado en otro a contemplar la cumbre,
de donde viene tanta gloria al suelo:
Y entre los ecos de tu claro acento
halla mi honesto amor tan alta lumbre,
que en oyendo tu voz, penetra el cielo.



¡Cuánto le agrada platonizar ahora! Por el ceñido y elegante cauce de sus epístolas corre el caudal de la doctrina que él gravemente enseña. «El autor confiesa, escribe Menéndez y Pelayo, que tomó la idea de estos sonetos de Platón y de Marsilio Ficino». En las notas de las Obras sueltas, puede verse la erudición platónica de Lope. Dice al Obispo de Oviedo (Obras sueltas, I, 292):


Amor puede mover el pensamiento
hasta llegar a Dios por la criatura,
con alto y celestial conocimiento.
Recibe por los ojos la hermosura,
imagen dulce de la cosa amada
con su interna virtud el alma pura.



Trata en bellos tercetos de las escalas del amor platónico. Y exclama con tono de tratadista para quien el verso se convierte en ceñida exposición metafísica:


Con esto ardiendo el alma en un sagrado
deseo de juntar su entendimiento
particular y propio, al siempre amado
y universal, divino fundamento
de la ideal belleza soberana,
reposa en su hacedor su pensamiento.



Aquí llega el Fénix al coronamiento del amor platónico, del Phedón, del Convite, del discurso del Bembo en El Cortesano   —256→   de Castiglione. ¿Quién podrá dudar de la sinceridad de Lope si él no lo duda? En mala hora puso el autor del Cortesano esta sed de amor ideal en la vejez, desintegrando el texto platónico. Lope aceptó este aditamento renacentista. Pero cuando escribe esta epístola siente con tanta pureza «la ideal belleza soberana», que teme que alguien diga que son los años los que le obligan a refugiarse en «tanta alteza»y «contemplar la hermosura inteligible». Por eso se indigna con quienes puedan creer en una conversión nacida de calculada conveniencia y protesta con voz airada:


¿Mas qué dirá la multitud profana
de aquesta celestial filosofía,
que siempre atiende a la terrena humana?
Dirán, Señor, que si la edad enfría
el juvenil ardor, luego al terreno
el divino Cupido desafía:
Y que de enigmas y aforismos lleno
viene Platón, y Venus se despide,
necio antídoto ya, pues no hay veneno.



Lope comenta en prosa uno de sus sonetos platónicos, el que empieza: «Mi amor que a la virtud celeste aspira», en una muy erudita epístola a don Francisco López de Aguilar.

«Ya V.M. -escribe- ha visto la explicación de lo que en este soneto pareció a los críticos de este tiempo enigma: este nombre tendrá lo que no entienden. Yo tengo lástima a los círculos y embages con que se oscurecen, por llamarse cultos, tan lejos de imitar a su inventor, como está del primer cielo de la luna el lucidísimo Imperio. Sí que usurpan el nombre de poetas sin conocimiento de la ciencia...».

Lo mejor no se aprende con la ciencia humana. Es necesaria   —257→   la voz del intermediario entre los dioses y el poeta. Un luminoso demonio platónico habla a Lope:


Yo que soy alma todo, en peregrinas
regiones voy de un genio acompañado
que me enseña de amor ciencias divinas.



Ese genio fue Dulcinea para don Quijote. En la «mente inmaculada» del héroe, dice Menéndez y Pelayo, continúan resplandeciendo con inextinguible fulgor las «puras, inmóviles y bienaventuradas ideas de que hablaba Platón». Así su alma y su conducta aspiran a las rigurosas perfecciones.



  —258→  

ArribaAbajo5. En el misterio del «Quijote»

En el poema intervienen los dioses, lo maravilloso. Si la intervención de lo maravilloso no existe se encuentra uno con la simple novela; pero aun el autor de la novela puramente humana recurre a fuerzas desconocidas que adquieren distintos nombres, desde las pasiones al azar, al mundo explorado de la conciencia. Los cielos y la tierra están en torno al héroe. La acción es centro en el drama. Miguel de Cervantes, lector de Ariosto, cuando lo cómico fue quitando al héroe su ascendencia divina y la parodia muestra el revés de los seres, y el espectador ve el espectáculo con ojos incrédulos, Cervantes en ese cruce, que está dentro de sí mismo, de epopeya y comedia, autor de la Numancia, de la Galatea, fija en la esencia de la hermosura, va a escribir el Engaño a los ojos. Meditó, Ulises vagabundo, en sus andanzas. Leyó mucho y atentamente. Vio, oyó, conoció el mundo y se sonrió de hombres y de doctrinas. Una fina lucecilla escéptica juega en sus ojos escrutadores que saben el secreto del mono adivino y de la cabeza encantada. Si las cosas son apariencia, engaño a los ojos, ¿por qué no imaginar un personaje que crea en estas apariencias? Y se dio a estudiar en la realidad y en los libros a los locos; es decir a los que se creen lo que no son y ven las cosas como las crean y las creen. Recordó la locura de Áyax, la conoció en Horacio   —259→   (Sat. II, 3). Un personaje de Horacio (Ep. II, 2) le dio mucho que pensar, veía en él una miniatura del Quijote naciente, del engaño a los ojos: «Hubo en Argos un noble que creía oír maravillosas tragedias en el teatro vacío y alegremente sentado las aplaudía»... Cuerdo poseía esa locura, los parientes al curarlo lo mataron, destruyéndole una ilusión querida.

Esta historia está también en Eliano, y le da por natural de Atenas y en Aristóteles que lo llama de Abidos. Difícil será averiguar su verdadera patria. Leyó a Cardano. Imaginó con él, o conoció, a un trastornado que se creía de vidrio. Había una conocida literatura de estos casos. Se vio él mismo perseguido por su suerte. Pongamos como agente de esa suerte a los encantadores y ya sabremos quiénes convierten el oro en carbón, el castillo en venta, la princesa en Maritornes. ¿Acaso no nos persiguen ahora? Nosotros volvemos la venta en castillo y luego la razón nos trae a la verdad, en ese momento impresionista vimos agigantarse lo que era común, vulgar. En las noches ociosas de sus andanzas, leía uno de los Palmerines, acaso; cerró el libro, había un maravilloso silencio, todos dormían en el mesón andaluz; los libros de caballerías imantan, toda palabra imanta; su cerebro estaba lleno por las estupendas aventuras leídas; la razón dormitaba; su vista se detenía en los ángulos de la pieza poblada de misteriosas apariencias; se dilataban confines de inverosímiles aventuras. Oigámoslo: «Toda la venta estaba en silencio y en toda ella no había otra luz que la que daba una lámpara que colgada al portal ardía». Una lámpara en el portal, muros, sombras, «maravillosa quietud», «Él se imaginó haber llegado a un famoso castillo». También se imaginó Cervantes que se impregnó del espíritu sutil y quimérico   —260→   que de esos libros se desprende. ¡Oh condición humana! Allí, los ojos puestos en la claridad de la lámpara que vacilaba levemente, en la noche tranquila y oscura, fue imaginando la escena de la venta. La noche cambia los objetos, la claridad de la luna los descorporiza, una lucecilla los agiganta y los deforma, y el puente que separa lo real de lo imaginado desaparece. Y se le ocurrió la materia de una novela aparentemente caballeresca; forjó el héroe loco por la lectura de libros de caballerías, quizá Orlando o Hércules. El héroe adquiría dignidad por sí mismo. Lo realzaba a pesar del ridículo, a la grandeza misteriosa de ser depositario de una tradición de heroísmo pretérito. Pero un reflujo lo volvía al escollo. El Quijote resultaba un libro burlesco de caballerías, libro de caballerías, al fin. El lector podría considerarlo así. Lo mejor era lanzarlo en contra de los libros de caballerías. El objeto de esta obra sería entonces ridiculizar tan dañosos libros, sería una sátira. Hasta el final del Ingenioso Hidalgo, Cervantes se muestra firme en este propósito: «no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías». Lo divino y sobrenatural estarían en el mundo interior, en la alucinación del héroe. La realidad como sensación no rectificada por el razonamiento. Así iría formando Cervantes capítulos del Quijote. La armadura de caballero lo separaría de la gente como el pellico de pastor separa de la realidad al personaje bucólico para hacerlo vivir en el mundo arcádico; la novela caballeresca, como toda obra de arte, es también una evasión a un mundo distinto, a otra realidad ideal; el Orlando de Ariosto penetra en esa esfera poética; pastor y caballero se excluyen como las armas y las letras y como las armas y las letras se   —261→   complementan; y no será desatino el de don Quijote querer pasar de la profesión de caballero a la de pastor, puesto que puede vivir lo mismo una existencia inmarcesible. Aquí los gigantes, molinos de viento; allá los ejércitos, manadas de carneros; y puso a su héroe en el mundo dorado cuando los molinos eran gigantes y los rebaños huestes de valerosos guerreros, los puso allí, un momento antes de que la razón los transforme en la realidad conocida. Lo que encontraba en sus rutas: frailes benitos, carruajes, pastores, se convertían en episodios de su obra. El libro de aventuras estaba hecho. Había que comenzar por ordenarlo. Hallar la esfera opuesta, y Sancho Panza, juega con don Quijote, uno a ver lo inaccesible y el otro lo fácil; había que dar al libro su norte y Dulcinea se forja. También hacer caber en la obra ya viviente y animada las grandes páginas que Cervantes escribió en serio y que debía mostrarlas ahora en el ángulo de lo improbable: el siglo de oro, el discurso de Marcela, relatos, joyas labradas por su ardor poético en otros años. Su inteligencia profunda separó las lenguas de Sancho y don Quijote; la roqueña cima de los romances de la llanura de los refranes, porque el romance es quimera y el refrán es norma. Y con tranquilidad empezó a escribir las primeras páginas burlescas y finas: «En un lugar de la Mancha»; Fuit haud ignobilis Argis: «Vivía en Argos un hidalgo...» Dio, sin pensarlo, simbolismo trascendente a los molinos, al héroe enjuto en su universo encantado, fue creador de una mitología propia, según afirma Schelling. La confrontación de esta mitología es instructiva. A las Erinias, la ley eterna, representan aquí el movimiento del aspa y un abundante y plebeyo arsenal arrojadizo. El autor en su enciclopédica variante de libros y de siglos cotejados con la vida,   —262→   pensó en el final ne varietur de cerrar el ciclo de las andanzas de su héroe ante el temor de las variaciones tordesillescas. Olvidaba, es cierto, el dinamismo posterior del tema, la proyección metafísica, el aguijón íntimo de la aventura que había de tornarse inacabable.

Los héroes estaban creados con irresistible vitalidad; Cervantes mismo era materia de su libro; él, su estilo, su mirada, su sonrisa; en torno a esas páginas se movía el teatro aparente del mundo; en la mente de don Quijote se albergaba lo maravilloso; la novela se volvía poema con héroes de los libros caballerescos y en gran parte con los de la antigüedad clásica. Don Quijote veía con el engaño a los ojos y con la certeza de un destino. El juego horaciano de los ojos fieles o infieles; del engaño de los sentidos de tan larga historia filosófica, poética y polémica. Ya un correr oculto de lo que el héroe quiere y no dice. Un traspaso a una verdad imaginaria. Tentó después el prólogo; al escribirlo cierta amargura irónica se deslizó por la tinta. Ya no pensaba tanto en el héroe sino en el autor, en sí mismo. ¿Quién podía quitarle las alas al viento? Cervantes escribió después una segunda parte, ordenada, asombrosa por la movilidad de su ironía, por la dignidad de su estilo; puso el Infierno en la cueva de Montesinos, el naufragio de Ulises o de Eneas en el Ebro, la mansión de Dido en el castillo de los Duques, la destrucción de Troya en el retablo de Maese Pedro, la gracia burlesca y alucinadora del relato, el encanto en la fuga de Melisendra, la magnificencia ante el héroe. Quedaba allá en una venta, en la noche oscura, «una lámpara que en un portal ardía», y un libro, una Eneida, un Orlando, un Horacio, acaso un Belianís de Grecia, y una ráfaga irresistible de aventura en esa venta encantada por una   —263→   «maravillosa quietud», en sus días de andanzas, de penosos menesteres. Y un volver del ensueño extraviado a la verdad llana, con el final del héroe: «Ya no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano». Don Quijote, sabio y cristiano, deja de ser loco al hallar nuevamente la verdad, según la enseñanza del pórtico de Crisipo de que habla Horacio (Sátiras II, 3, 40-43). En el ámbito de esa locura despertaron las horas de la ilusión sobrehumana.



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ArribaAbajo6. Intérpretes y lectores

El Quijote entró con su difusión a ser leído e interpretado con ánimo diferente en el tiempo. La inagotable imaginación de Cervantes da al Quijote una fecundidad que renueva a su héroe convertido en materia de su credulidad que se fascina a sí misma y hace reales las más disparatadas suposiciones, y lo seguimos creyéndolo «aunque vea diez gigantes que con las cabezas no sólo tocan, sino pasan las nubes»; el relato trasciende a símbolo palpable en el vivir diario, despierta la sonrisa o el sollozo ante la fatalidad que vence temporariamente a la generosidad invencible. El romántico alemán descubrirá el Quijote metafísico, los franceses el de las lecturas infantiles y las luchas por la libertad política. La patria de Shakespeare tampoco miró a Cervantes como a extraño. La erudición discutió largamente improbables relaciones entre los dos genios. La posteridad acerca en una afinidad misteriosa a Don Quijote y Hamlet. Inglaterra fue país de cervantistas: tuvo comentadores sagaces del Quijote, traducciones, ediciones en castellano; la inevitable influencia de Cervantes ejerció acción permanente. De la crítica inglesa del Quijote pueden formarse volúmenes de personal doctrina. Poetas, ensayistas, dijeron su testimonio del héroe de la Mancha. Inglaterra se interesó por la vida de Cervantes; al encargar lord Carteret a Mayáns que escribiera la   —265→   biografía de Cervantes para ofrecerla como obsequio precioso a la esposa del rey de Inglaterra, descubre la dignidad del escritor y se adelanta a la futura labor de los investigadores de las vidas consagradas a las letras. Inestimable es la edición del Quijote, de Londres, en castellano, de 1738; se colocaba a Cervantes, con ilustres auspicios, en la jerarquía de los genios. La edición castellana, también de Londres, 1781, con notas de Bowle, crea la crítica e interpretación del texto cervantino. Los comentadores de Cervantes continúan la obra comenzada por el cervantista inglés. Conocer al autor y el texto doctamente interpretado fue el intento de estos cervantistas. Traducido El Ingenioso Hidalgo en la lengua de Shakespeare en 1612 -no había aparecido aún la segunda parte-, fue desde entonces sentido, vivido, comentado y convertido en presencia inspiradora del arte y del pensar de todos los días; en la obra de Cervantes meditaron poetas como Shelley y Wordsworth. La Universidad de Oxford, donde la poesía irradia, coloca a Cervantes entre los grandes contempladores de la vida y de su ideal inaccesible. ¿Qué hubiera dicho el héroe manchego si en 1738, o en 1781, hubiese entrado en la imprenta de Tonson o de Easton, y al preguntar qué libros componían los tipógrafos, le respondiesen: «El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha en la lengua en que fue escrito; compuesto con elegante tipografía, con cuidado diligente, para que ninguna errata deslustre tan magnífica historia; y publicamos la biografía del autor, con la vida del noble caballero, caballero él mismo y profundo escritor ingenioso que nos eleva con dulce pasatiempo, al orbe donde vio las ideas eternas?».

En 1614 el bachiller Sansón Carrasco leía de una manera el Quijote; pasado un siglo, el inglés Sterne nos enseñó a   —266→   leerlo de otro modo. La alternativa de los tiempos ve aparecer a uno o a otro de los dos héroes de la dramática empresa humana, a Ulises cuerdo o a don Quijote loco, dos faces quizá no irreconciliables de la realidad del hombre.

La creación, el hecho o el paisaje participan en algo de la mirada de quien contempla; entre don Quijote «pasatiempo, al pecho melancólico y mohino», según la propia confesión cervantina, al Quijote romántico y metafísico de los filósofos alemanes, se junta el comentario y el saber de lectores innumerables, ilustres o desconocidos, de tantas diversas lenguas y edades de la vida; el libro con sus comentadores forman una obra que nunca podrá ser medida por su multiplicidad; la literatura en torno al hidalgo cervantino, como la de cualquier obra perenne oscilará indefiniblemente. Cada nación europea dio al héroe una parte de su visión y de su sentimiento; será imposible desligarlo de las valoraciones sucesivas para verlo como si por vez primera hubiese aparecido. El mismo Cervantes fue influido por el juicio de los lectores al escribir la segunda parte; ya su héroe andaba como Ulises y Eneas precedido por la fama; la grandeza de su creación se hizo más patente con la aparición del Quijote del seudo Avellaneda, novela de índole naturalista y picaresca, cuyo autor carecía del móvil platónico que Cervantes infundió en su héroe haciéndole inalcanzable.



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ArribaAbajoEl autor del falso «Quijote»23

¿Supo Cervantes quién fue el misterioso Alonso Fernández de Avellaneda que, con este nombre encubierto, se adelantó a publicar una segunda parte del Ingenioso Hidalgo? Probablemente lo sabía o pudo saberlo. Lo atacó en su falso nombre y en su falsa obra y no lo olvidó del todo. La polémica en torno al Quijote apócrifo llena ingeniosos volúmenes. La figura verdadera de Avellaneda quedó hasta hoy en la tiniebla impenetrable. Plumas eruditas, ansiosas e impacientes atribuyeron a muchos escritores de la época la paternidad de esta parte apócrifa. Ninguna atribución persuade. Hace poco, Emilio Cotarelo publicó un sagaz estudio: Sobre el Quijote de Avellaneda y acerca de su autor verdadero. Demuestra que todo es supuesto en este libro, que no fue impreso en Tarragona, sino en Valencia. Cervantes estaba en lo cierto: «Que se dice que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona». Cotarelo lo atribuye, después de largas vacilaciones, a Guillén de Castro. Quizá no fue Cotarelo quien primero haya hecho esta afirmación sin evidente fundamento, pero sí quien ha documentado la aprobación incierta del falso Quijote.

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El obscuro autor que presento, creo que no estuvo citado nunca entre los supuestos continuadores del Quijote. Pocos lo han leído. Se llama D. Juan Valladares de Valdelomar. fue quien, al decir de Cervantes, anduvo «encubriendo su nombre, fingiendo su patria», en su obra apócrifa. El falso Quijote está escrito por un ejercitado prosista. Recuerda el estilo del Caballero venturoso, de Valladares, obra que se conservó manuscrita y fue publicada en 1902 por Bonilla y por Serrano y Sanz en la Colección de libros picarescos. Era don Juan Valladares de Valdelomar clérigo presbítero de la ciudad de Córdoba, autor de discreta y estudiada prosa y de abundantes versos de circunstancias; parece que en el Caballero traslada cautelosamente a lo divino el Guzmán de Alfarache y al mismo tiempo imita El peregrino en su patria, de Lope.

Entre los antepasados inmediatos del autor del Caballero venturoso abundan los Alonso Fernández, como Alonso Fernández de Valdelomar, Caballero de Santiago. Puede conjeturarse en Bonilla la genealogía de los Valdelomar; debe ponérsela más en claro. La novela pastoril, la poesía bucólica, acostumbraron al lector al anagrama. «Salicio» es anagrama incompleto de Garcilaso, de Cilaso, agregando una i. Avellaneda puede serlo de Valladares; mejor dicho, lo es; también resulta anagrama imperfecto de Valdelomar. El nombre de Alonso Fernández pertenece a la familia. El presbítero Valladares lo tenía a mano. ¿Hubo alguna alusión en el nombre de Don Quijote? El Caballero venturoso tiene algo de autobiográfico y de biográfico, de casos ocurridos. Esa «ostentación de sinónimos voluntarios» de que acusa Avellaneda a Cervantes puede estar en alusiones a historias locales conocidas y quizá escandalosas. Se preguntan   —269→   Bonilla y Serrano si se refieren al Caballero venturoso y solitario unos versos de las Rimas de don Antonio de Paredes, obra póstuma publicada en Córdoba en 1622, que «aluden a unos amores lastimosos de cierto caballero de Córdoba: «Dejé Córdoba y me vine - A esta soledad...» ¿Esta soledad será Sierra Morena en donde don Quijote encuentra al enajenado Cardenio? Gallardo, al describir en su Ensayo el libro de Paredes, se pregunta si tendrá algo que ver este Cardenio con don Antonio de Cárdenas, Mecenas de Antonio Paredes, quien le dio nombre poético: «Es la rosa, oh Cardenio amigo, aquella...» ¿Qué estrecha relación une al presbítero de Córdoba con un grupo literario donde se reflejan lamentables historias? El Cardenio del Quijote es de Córdoba, protegido del Duque de Osuna. Protegido del Duque de Osuna fue el Caballero venturoso y no lo fue Cervantes. «Me ofendió a mí», dice Avellaneda. ¿Lo ofendió con el sinónimo de Cardenio al novelar una historia verdadera? ¿Acaso lo conoció Cervantes en el supuesto retraimiento de Sierra Morena? Lope de Vega escribió la aprobación del libro de Paredes; está unido por amistad con los de Córdoba.

Si este Antonio de Paredes es el que canta Rufo en la Austríada, no murió tan joven: amigo de Rufo, de Cervantes, se conocieron en la empresa de Lepanto. Cervantes coloca hiperbólicamente a la Austríada entre las más ricas prendas poéticas de España. El Caballero venturoso nació en 1553; tenía seis años menos que Cervantes. ¿Podría llamarle viejo en 1614 cuando el Venturoso alcanzaba los 61 y don Miguel 67? La supuesta autobiografía del Caballero venturoso tiene paralelismo con la vida de Cervantes. Pudieron conocerse en Italia, en España; lo novelesco sentimental   —270→   del Quijote se relaciona con la novela inédita del Caballero. Esta novela donde se habla mal del Quijote, debió aparecer en 1617; el Quijote apócrifo se imprime en 1614. ¿Por qué esperar tantos años para escribir una continuación con aparato polémico si pudo escribirse en 1605, en el año 1606? Probablemente la elaboración fue lenta y dejado de lado el libro se terminó y publicó cuando el autor supo que Cervantes componía la segunda parte.

Ciertas alusiones del prólogo del Quijote, en 1605, naturales en aquella época en que la sátira era un género literario y que produjeron indudablemente agravios, no conservarían su fuerza en 1614, año en que aparece la obra de Avellaneda; en el prólogo de las Novelas ejemplares, 1613, «promete, y con brevedad, dilatarse las hazañas de Don Quijote...» Esta promesa pudo despertar rencores casi olvidados; y quizá el autor del falso Quijote encontró alguna ofensa en las Novelas, «más satíricas que ejemplares», y le indujo a adelantarse a escribir la parte apócrifa. En el Coloquio de los perros, Cervantes se refiere al inflexible licenciado Sarmiento de Valladares, «famoso por la destrucción de la Sauceda». El dictado de famoso, escribe Amezúa, trasciende a ironía. ¿Habrá una relación de parentesco entre estos dos Valladares? Otro Valladares aparece en la familia del desastrado y satírico sevillano Alonso Álvarez de Soria. Este Álvarez escribió, el primero, versos de cabo roto. Iban contra Lope. Fue ahorcado en 1603 por orden de don Bernardino de Avellaneda, cantado por Lope en la Dragontea. Cervantes siguió en 1604 por pluma de Urganda este procedimiento. ¿Hay aquí alusiones a Lope? Mentaba, y quién sabe con qué profundidad. En 1604, el autor de la Pícara Justina menciona en las mismas rimas a don Quijote. En ese año,   —271→   Lope zahiere la obra, aun inédita, en una carta famosa. Si Avellaneda ordenó la muerte de Alonso Álvarez, curioso caso resulta el de llamarse Alonso Fernández de Avellaneda, quién sabe con qué intención satírica; contra esto y aquello se debate el autor del falso Quijote. Rodríguez Marín cree encontrar en el Loayza del Celoso extremeño a Alonso Álvarez; sería un «sinónimo» voluntario. El Caballero venturoso en sus comienzos tiene algún parecido a la historia primera de Alonso Álvarez, como la pinta Rodríguez Marín; Alonso y el Caballero carecen de un ojo. ¿Las Novelas ejemplares despertaron viejos enconos?

Quiso Fernández de Avellaneda quitarle la ganancia de la segunda parte del Quijote a Cervantes. «Quéjese», escribe. Forma primaria y segura de venganza. El Caballero venturoso, ermitaño errante, sin dineros, siempre en quiebra y cortesano que cae de la privanza en cuanto llega a ella, autor de libros que no tuvo la felicidad de publicar, bien pudo con la ayuda de un impresor tratar de aliviar su miseria con la ganancia de una continuación del Quijote.

Cervantes tenía parte de la familia en Córdoba; quizá en sus continuos viajes por lugares cercanos a esta ciudad se encontrara vinculado a los Valladares; lo estaba al jurado Juan Rufo. Hay, pues, un parecido entre la vida de Cervantes y el Caballero venturoso, soldado también de don Juan de Austria en Italia y cautivo en África. El Caballero conoce Valencia, en donde se imprime, como demostró Cotarelo, el falso Quijote. Vive y se relaciona con la Corte de España en Valladolid. En ese tiempo ya había compuesto muchos libros que daba a examinar a los literatos. Encontramos satirizado a Valladares en el poeta del Coloquio de los perros, con sus «octavas en esdrújulo sin admitir verbo alguno».

  —272→  

Jamás entran los verbos en las octavas en esdrújulo de Juan Valladares. El Caballero venturoso tuvo una larga enfermedad en Valladolid entre las alternativas de su buena fortuna, y de su miseria. Estuvo probablemente, como en tantos otros, en el hospital que pinta Cervantes. Tenía, además, fama de nigromante por su inédito Manual de exorcismos, en latín. ¿Que habrá tomado Cervantes de este Manual para las brujerías de la Cañizares? Probablemente se conocieron con Cervantes, que vivía en Valladolid. Frecuentó la casa de un privado en la Corte y llegó a tener coche y criados. En Barcelona trata de imprimir algunas de sus obras «que fuesen del servicio de Dios». Estas obras tocan asuntos en que muestra erudición el autor del falso Quijote.

Dice Avellaneda que Cervantes lo ofendió a él. La ofensa se velaba en el sinónimo, en el anagrama. También ofendió a Lope de Vega, «a quien tan justamente celebran las naciones más extranjeras». Lope de Vega escribe la Censura y aprobación del Caballero venturoso el 28 de abril de 1617. A pesar de la abundancia fácil de elogios de estas aprobaciones, pone un acento personal; dice: «Lo hallo santo, gustoso, espiritual». En el equívoco libro, Valladares, según Lope, muestra «celo deseoso de aprovechar almas», mientras que para Valladares, en el prólogo del Caballero venturoso, «las ridículas y disparatadas fisgas de Don Quijote de la Mancha, que mayor la deja en las almas de los que lo leen...» Igual expresión en el prólogo de Avellaneda. La primera parte del Quijote, escrita entre los hierros de una cárcel, «no pudo dejar de salir tiznada dellos». Valladares salva las almas, mientras Cervantes las pervierte. Lope y Valladares son abiertamente detractores del Quijote, quizá por un sentimiento personal que se debe a momentáneas   —273→   circunstancias. ¿Cómo se atrevía Cervantes con Lope, celebrado en las más distantes naciones? Este reproche aparecía en 1614 y un año después la defensa de Cervantes en la aprobación de la segunda parte, escrita por el licenciado Márquez Torres, en que relata lo que se dijo de Cervantes cuando el cardenal arzobispo de Toledo, D. Bernardo de Sandoval y Rojas, fue a pagar la visita del embajador de Francia, muestra la estimación «en que así en Francia como en los reinos sus confinantes» se tenía de las obras de Cervantes. Este notable elogio, defensa de la fama del autor del Quijote, estaba probablemente inspirado, no sólo en la verdad de lo conversado, sino en el propósito de refutar a Avellaneda y oponer al Lope, universalmente conocido, un Cervantes que también lo era, y quizá más celebrado todavía. Sandoval y Rojas fue esclarecido protector de Cervantes; un halo de inmortalidad le ciñen las palabras conmovidas con que se refiere a él en el Quijote y en el Persiles, el noble escritor. Pero también Sandoval era amigo de Valladares. Protege y aconseja al Caballero venturoso, quien le escribe:


Bernardo sacro, por las cinco estrellas
Rojas de sangre que a la negra banda
del Sandoval...



Por donde se ve que D. Bernardo de Sandoval y Rojas con el elogio de Márquez Torres da su lugar a Cervantes y logra probablemente que no publique el nombre del autor del falso Quijote. Una ilustre y paternal mediación deja en el misterio la figura del escritor tordesillesco, que empieza la historia el 20 de agosto, día de San Bernardo. Valladares ,tiene predilección por el 20 de agosto. «A 20 de agosto de   —274→   1602, el Caballero venturoso fundó un convento en una iglesia yerma».

En Zaragoza ya tenía el Venturoso, según dice, «parecer de personas doctas y espirituales, de partirse para Barcelona para dar principio a las impresiones de algunas de sus obras que fuesen del servicio de Dios y del bien común». Este clérigo conocía muy bien las personas doctas y espirituales de Valladolid, Zaragoza y de gran parte de Esparta en su vida de prósperas y adversas alternativas. Pudo fraguar el falso Quijote en Aragón, y de allí vendrán los discutibles aragonesismos que se encuentran en esta obra. Una persona que siendo confesor, literato y aventurero conoce tantos pueblos, advierte características regionales y las pone en boca de sus personajes. Así imitó también el habla antigua de Castilla en el lenguaje de don Quijote. La parte escatológica, que repugna en Avellaneda, se encuentra en el Caballero venturoso en forma solapada.

Afirma, quizá por diversión, Cervantes que el autor del Quijote apócrifo es un aragonés «que él dice ser natural de Tordesillas». «Si él dice, nadie cree que esto sea verdad», comenta Rodríguez Marín. El Caballero venturoso sería aragonés, si es cierto que nació en Sansueña, nombre poético de Zaragoza. «Así se llamaba entonces la que hoy se llama Zaragoza», escribe Cervantes, II, 26. «Digo que en el año de 1553, miércoles, a 29 de agosto, entre las doce y la una de la noche, que comenzaba a entrar el día de la Degollación de S. Joan Baptista, nació en la ciudad de Sansueña este Caballero Venturoso». El falso Quijote empieza «hoy, a 20 de agosto», y la salida en este libro, de don Quijote y Sancho se efectúa con la luna clara «por el fin de agosto», «tres horas antes que el rojo Apolo esparciese sus rayos sobre la   —275→   tierra». Curiosa coincidencia la del nacimiento del Caballero el 29 de agosto y la salida del falso don Quijote, quizá en el mismo día del año y a la misma hora.

El estilo varía intencionalmente con la imitación o la parodia: asimila elementos extraños. El lenguaje del Caballero venturoso, por su índole autobiográfica, aunque narre hechos de armas, no será exactamente el mismo del falso Quijote, donde se advierte el ritmo de las crónicas, de obras de caballerías, quizá del Paso honroso que publicó Pineda. Cada género solicitaba su estilo. El lenguaje pastoril de la Galatea no se parece al de las aventuras de los galeotes de don Quijote ni al de los Entremeses. La extensión del vocabulario de armas, encuentros, justas, del libro de Avellaneda, difiere por la intensidad descriptiva de las andanzas del Caballero venturoso.

En uno hay más dinamismo que en el otro. Las reflexiones morales del Caballero no le dan una tonalidad nueva, puesto que también las tiene el Guzmán de Alfarache. El estudio estilístico podrá describir la identidad de estructuras de las frases. El movimiento de la expresión de las dos obras se asemeja; el lector pasa de una a otra sin sentir una apreciable diferencia. Hasta el milagro de Los felices amantes parece arrancado del Caballero venturoso para ser puesto en el falso Quijote. Sigue la misma norma de títulos largos en los capítulos. La continuación de libros ajenos deslustra el propio talento y no puede adquirir la dignidad de la creación que brota de una necesidad espiritual. Si Avellaneda hubiera sentido el deseo de continuar la obra por el solo gusto estético, su jerarquía hubiera sido más elevada; un libro de caballerías tienta la continuación; don Quijote deseaba en su librería tomar la pluma y dar fin a alguna «inacabable   —276→   aventura» caballeresca. El curioso continuador de la primera parte del Quijote careció de ese aguijón. La grosera aversión a Cervantes, el amor propio herido, la atracción de la ganancia, el confesado deseo de vengar a Lope, descubren propósitos que no enaltecen.

Terminado este artículo donde reúno documentos, sin agotarlos, para probar que Juan de Valladares debió ser el autor del Quijote apócrifo, lo sometí a prueba. Le hice las objeciones que a los distintos supuestos autores opuso la crítica. Salió vencedor de todas. Ilustrado por estas adquisiciones volví al Persiles: con la convicción de que Cervantes sabía quién fue el escritor tordesillesco. Cuando en el libro IV, cap. I, aparece en un mesón de Roma, «un gallardo peregrino, con unas escribanías sobre el brazo izquierdo y un cartapacho en la mano», vi el retrato irónico del Caballero venturoso de Valladares que llevaba encima sus manuscritos, y más aún cuando mendigaba pensamientos para componer, con pluma ajena, una Flor de aforismos panegíricos, cuyo privilegio le valdría mil ducados, encontré a Valladares, ya autor del falso Quijote, prometiéndose la ganancia. Es necesario conocer el Caballero venturoso para apreciar la exactitud de Cervantes. Dice Valladares en esta autobiografía: «Llegó aquí -en Roma- su peregrinación a tanta pobreza» que «estando una mañana tomando limosna»... El libro de la Flor tampoco es invención de Cervantes; el Caballero tenía escrita una Flor de sentencias y lugares comunes en latín y vulgar. Valladares se sirve de la Flor de sentencias en latín en el último capítulo del falso Quijote. Son sentencias del Mantuano, de Casaneo, Alciato, Horacio y muchas sin nombre de autor, mendigado todo, al fin, según se desprende de las palabras de Cervantes en   —277→   Persiles. El peregrino recuerda un aforismo «que le había dado gran gusto por la firma de quien lo había escrito: «No desees y serás el más rico hombre del mundo». La firma decía: Diego de Ratos, corcovado, zapatero de viejo en Tordesillas»... Schevill y Bonilla en su edición del Persiles opinan sabiamente que esta mención del «corcovado, zapatero de viejo en Tordesillas», envuelve alguna alusión al incógnito Avellaneda. La alusión está en lo anagramático, las letras de «corcovado, zapatero de viejo en Tordesillas», se convierten maravillosamente en «Coz de Juan Valladares, Presbítero de Córdoba». En el Tesoro de Covarrubias está: «corcobado», como escribiría el autor que firmaba indiferentemente Cervantes con b o v. Puede también leerse Joan, como en el Caballero venturoso.

Al finalizar este anagrama, Cervantes quiso hacer resaltar todavía más vivamente el nombre de Juan Valladares. Por eso, después de «Tordesillas» agregó la aposición: «lugar en Castilla la Vieja junto a Valladolid». Las VV sugieren las iniciales de Valladares de Valdelomar. En la aprobación del Caballero venturoso Lope escribe únicamente Juan Valladares, como se dice Lope de Vega, Miguel de Cervantes. El Caballero venturoso compuso, entre otras obras, un Valladares de flores divinas con muchos conceptos, metáforas y sentencias. En el agregado «lugar en Castilla la Vieja junto a Valladolid», Cervantes insiste en el anagrama de Juan Valladares. «Junto a» encierra a «Juan». Valladolid nos da más de la mitad del apellido: «Vallad». A la otra parte: «ares», se le saca de lug«ar» «e»n Ca«s»tilla. Si apuramos los residuos de esta aposición y utilizamos de nuevo la «r», sólo nos falta una «m» para enterar Valdelomar. No puede pedirse mayor evidencia; llega a formarse:   —278→   «Valdelomar»; y esa «n» es «m», no solamente por el contexto, sino también por lo que se desprende de un gracioso dicho de D. Luis de Góngora (Paz y Melia, Sales españolas, t. II, pág. 159), que entendemos aquí por lo de menos y no por lo más, semejante a aquel anagrama que trae el Padre Isla en el Fray Gerundio (I, cap. IX), donde a la «m» por volverse «n» le sobra un rasgo («pata» en Góngora, «pierna» en el P. Isla), y que por una rara ironía de la dificultad de dar con nombres geográficos, que tengan sentido, el del autor del falso Quijote, que se burla de la manquera de Cervantes, resulta con esta «m» impedida la respuesta a una obra, a una fisonomía y a un destino. Al desahogarse con estos anagramas, Cervantes habrá perdonado a Valladares, quien seguía hablando mal, por 1617, del ilustre escritor cuando ya había encontrado reposo en la tierra.

¿Aparece en el falso Quijote el nombre de Juan Valladares de Valdelomar? En las líneas altepenúltima y penúltima del libro se lee: «Valdestillas: y él, sin escudero pasó por Salamanca, Ávila y Valladolid, llamándose el Caballero de los Trabajos». Sorprenden a primera vista «Valde», parte de Valdelomar, y «Vallad», parte de Valladares. A la impresión visual la percibió Cervantes cuando escribe: «de Castilla la Vieja junto a Valladolid». El párrafo citado del Quijote apócrifo encierra el anagrama del nombre de su autor verdadero: «Don Juan Valladares Valdelomar, presbítero de la ciudad de Córdoba».

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ArribaSobre el autor del falso «Quijote»24

Cervantes afirma que el autor del Quijote apócrifo es aragonés, aunque «él dice ser natural de Tordesillas». El Caballero venturoso, autobiografía novelada de Juan Valladares de Valdelomar, sería aragonés; nació en Sansueña, famoso nombre poético generalmente dado a Zaragoza. «Así se llamaba entonces la que hoy se llama Zaragoza», hace decir Cervantes al no muy seguro intérprete del retablo de Maese Pedro. Sansueña, lugar del cautiverio de Melisendra, no puede ser fijado definitivamente; otros sitios y reinos imprecisos reciben este nombre en los romances, en el Amadís y en las Sergas. Góngora escribió un romance burlesco dedicado, según la edición de Hoces, «a un caballero de Córdoba que decía que Córdoba se llamó Sansueña». El mentar a Sansueña trae mucho de imaginario y de impenetrable ironía. La afirmación apresurada de don Quijote, que el lenguaje del fingido Avellaneda «es aragonés porque tal vez escribe sin artículos», será tan cierta como el negar «que la mujer de Sancho Panza mi escudero se llama Mari Gutiérrez», como sigue rectamente apellidándola el falso Quijote.   —280→   Cervantes le muda este nombre ya por repugnancia de la continuación tordesillesca, por imitar una contradicción histórica, por arte caballeresco o épico del nombre par, llamada así por uno o por otro, o por inteligente capricho, ya que será imposible aceptar con los comentadores que haya distracción o acaso olvido en lo que era tan fácil de recordar o consultar en la propia primera parte. Aunque persiste en llamar aragonés, «su autor aragonés», a Avellaneda, puede referirse al lugar en que fue escrito el libro, sin averiguar si era o no su autor nacido allí. En Valladolid estuvo el Caballero venturoso por 1605, donde pudo conocerlo Cervantes, si no lo conoció anteriormente, y aun pintarlo en el Coloquio de los perros; frecuentó Zaragoza en la época en que concebía el falso Quijote. «Aquí, en Zaragoza, dice Valladares, escribió de su mano un libro grande, en dos cuerpos, llamado Arte de exorcistas, para curar y sanar, con ayuda de Dios, endemoniados, demonios arrimados, ilusos, asombrados, enhechizados ligados en matrimonio, embrujados». Estado de ánimo «en que ocupado casi todo el día y la noche», le fue favorable para continuar, como quiso entenderla, la locura de don Quijote, tratar, si ha de creerse, de hacer más odiosos los libros de caballerías, ayudarse con alguna ganancia. De Zaragoza el Caballero venturoso va a Barcelona, a Valencia, con intento de imprimir sus muchos libros, sin conseguir censura favorable; el que logró interesar a los libreros, fraguando nombres de censores y de impresor, si es, como hemos demostrado, que él lo escribió, fue la continuación del Ingenioso Hidalgo. Se publicó así, con nombre supuesto, con falsa censura, según probó Cotarelo, en Tarragona o en Valencia o en Barcelona. Por haber estado en Zaragoza llevó allí a don Quijote, y en parte pudo de propósito   —281→   allegar aragonesismos al texto, si es verdad que los ha empleado, ya que por sus andanzas por toda España, Portugal e Italia, conocía comparativamente los modos del idioma y los dialectos. Valladares da como nacido en Sansueña al Caballero venturoso. «Digo que en el año de 1553, miércoles, a 29 de agosto, entre las doce y la una de la noche, que comenzaba a entrar el día de la Degollación de San Juan Bautista, nació en la ciudad de Sansueña este Caballero venturoso». El falso Quijote empieza «hoy veinte de agosto», día de San Bernardo, y la salida, en este libro, de don Quijote y Sancho, se efectúa con la luna clara «por el fin de agosto», «tres horas antes que el rojo Apolo esparciese sus rayos sobre la tierra». Notable coincidencia la del nacimiento del Caballero el 29 de agosto y la salida del falso Quijote quizá en el mismo día del año y a la misma hora. Más visible todavía el propósito de Cervantes de hacer llegar a don Quijote a Barcelona en el día, en que según la carta de Roque Guinart, que era el de San Juan Bautista, cronológicamente el de la Degollación, se le pondría «en la mitad de la playa de la ciudad, armado de todas sus armas, sobre Rocinante su caballo, y a su escudero Sancho sobre un asno». Ese día corresponde al del nacimiento del Caballero venturoso y al de la salida del Quijote tordesillesco; por eso se le da la bienvenida llamándole «no el falso, no el ficticio, no el apócrifo», con acopio de sinónimos, en este caso voluntarios. El 20 de agosto, día de San Bernardo y fecha inicial del falso Quijote, es día inolvidable para el Caballero venturoso. Dice Valladares: «El 20 de agosto de 1602, vuelto a dicha Villa, fundó su convento en una iglesia yerma, llamada San Joan, con cuatro compañeros». A esta villa fue desde Baza, al regresar por segunda vez de   —282→   Italia, el sufrido ermitaño y caballero, que como el ermitaño del falso Quijote «había ido forzosamente a Roma y ya volvía a su tierra». En Baza estuvo dos meses, por fundar convento, en 1602, «posando en casa de amigos suyos, los más honrados del pueblo, que a ello ayudaban». En este año de 1602, Cervantes tenía que ver con Baza. «Por los libros de relaciones de S. M. parece (léase aparece) que dicho Miguel de Cervantes tuvo comisión para cobrar en las alcabalas y tercios de Baza». Desde 1594 Cervantes fue a Baza y recorrió los lugares comarcanos. Por asuntos de ese pueblo, fue injustamente encarcelado en 1602 en Sevilla, en cuya prisión se engendró la idea y quizá algunos episodios del Ingenioso hidalgo. La preciosa Aprobación de la segunda parte del Quijote por el licenciado Márquez Torres, capellán de don Bernardo Sandoval y Rojas, cardenal de Toledo, que fue protector del Caballero venturoso y lo era de Cervantes, tiene mucho de compensación amistosa y desagravio de la maledicencia del falso Quijote. Hasta hoy se ignora dónde conoció Márquez Torres a Cervantes a quien tan noblemente admiraba. Márquez Torres, según documentos que empezó a juntar Rodríguez Marín, nació en Baza, en 1574, donde enseñó latinidad hasta 1608. La circunstancia de nuestra investigación nos lleva a reunir en Baza, por 1602, al Caballero venturoso, a Cervantes y al futuro capellán de Sandoval y Rojas. De allí que fuera probablemente mediador, reparado el agravio, para que el autor del Ingenioso Hidalgo callase el nombre de Valladares, que según la propia autobiografía volvió otra vez a Madrid el 2 de marzo de 1615 y recibió socorros de una señora, «mujer del privado con quien fue a Valencia», en 1603, en el acompañamiento de Felipe III. Algún tiempo antes, en Mallorca, el Caballero   —283→   venturoso había rogado a un prelado amigo que «le confesase y fuese su maestro y guía espiritual»; «no le estará bien que yo me encargue de su alma porque le mandaré quemar todos sus libros», le contestó el prelado refiriéndose a la obra escrita del Venturoso.

Con una cita que atribuye a Séneca, escribe el Caballero que es lo «mejor de la Andalucía Córdoba. Así digo yo: que los caballos de Sansueña son los mejores del mundo». Cualquiera persona de su tiempo sabía, como Salcedo Coronel, por ejemplo, que «los mejores caballos de España son los de Córdoba». Esta excelencia pertenece a una tradición mitológica. La ciudad de Sansueña donde nació el Caballero venturoso no es Zaragoza, es Córdoba. Con esta clave que él no oculta tanto, se pueden seguir en el mapa los itinerarios del libro de Valladares. ¿En qué pudo ofender, si no es un pretexto, al autor del Quijote apócrifo, Cervantes? Se da por ofendido; Cervantes tomó, como dice, por fin «el ofender a mí» y a Lope de Vega. Habla de la «ostentación de sinónimos voluntarios». El padre del Caballero venturoso, diestro jinete, era llamado, según Valladares afirma, «en la región Bética, el Toreador, y en África Cabeza de hierro, por sus grandes fuerzas y ánimo valeroso, y era temido de toda la morisma». En todo parecido a aquel crudelísimo valiente García Paredes cuyas memorias andaban impresas con las del Gran Capitán, en el torno que el ventero guardaba juntamente con el de Don Carolingio y el de Félixmarte. La noticia que da el Cura a la gente, en la venta, de la autobiografía de García Paredes, «coronista propio», es en parte irónica; le agrega el poder de la fuerza corporal que aunque la tiene, y mucha, no la menta especialmente Paredes en el atribuido discurso de su vida; el Caballero venturoso sí, al   —284→   hablar de su padre, «sus grandes fuerzas». «Detenía, dice el Cura, refiriéndose a Paredes, con un dedo una rueda de molino en la mitad de su furia». Aunque la inaudita hazaña fuera lugar común, podría también pertenecer, con caricatura o sin ella, al padre del Venturoso. En más de un pasaje de la obra cervantina quizá se aluda a las sentimentales, desdichadas e incesantes aventuras de este inédito polígrafo y vagabundo ermitaño.

En el falso Quijote se dicen enigmas, en versos muy parecidos a los de Valladares. El Caballero venturoso había compuesto en Roma, por 1598, un libro de «hierolíficos y enigmas»; tenía afición, entre sus múltiples habilidades, por las adivinanzas y jeroglíficos, «curiosidades de enigmas y cifras», con que engalana las justas de Zaragoza. La elaboración, con pasajes escabrosos, del Caballero venturoso y del falso Quijote, nace de una obsesión de moralista idéntica; en el Venturoso la descripción de la propia penitencia, del castigo o del extravío ante el caso visto o sabido, en el atribuido a Avellaneda la índole edificante o cómica, sin esquivar en uno y otro una complacencia naturalista intencionada.

En el Quijote apócrifo se advierten inmediatamente dos estilos, uno el contrahecho, resueltamente picaresco, con habla popular y elementos de crónicas históricas y caballerescas, donde aprovechó, como era natural, libros que encontraba en Madrid o Zaragoza, donde tenía amigos, «personas doctas y espirituales»; algunos adquiridos que le pertenecían; el segundo estilo es el común de Valladares, idéntico al del Caballero venturoso, de aventura o de carácter edificante; daré algún ejemplo. El «venerable ermitaño» que no será otro sino el Caballero venturoso, cuenta en el falso   —285→   Quijote la historia de los Felices amantes. Don Gregorio huirá con la enamorada priora del convento, doña Luisa: «Quedaron desde luego de concierto de que su ida fuese a la una de la noche del siguiente domingo, después de dichos los maitines, hora en que el galán sin falta estará aguardando a la puerta de la iglesia con los caballos»; el Caballero venturoso, en su mocedad, va a llevar a Mayorinda para casarse con ella en otro pueblo; llegó el Caballero «más obstinado o rendido que venturoso a tener la palabra de Mayorinda que saldría con él un domingo en la noche, cerca de maitines. Vino al concierto puesto muy armado en caballo fuerte y ligero». El «venerable ermitaño» introduce en la historia de los felices amantes un recuerdo literalmente autobiográfico. Toda la parte de relatos semejantes del Caballero venturoso se identifica con la del falso Quijote; el autor, innegablemente, es uno solo. El Caballero venturoso, por su simple título, es también un libro de índole caballeresca, donde no será difícil encontrar tradicionales puntos comunes con la primera parte del Quijote, obra que su autor, según propia confesión, ha leído: «sus tapices, dice el Caballero, son las matas, su ropa de martas es el sereno, su cama, mullida y caliente, la fría arena»; el comienzo del refrán «quien a buen árbol», «el que a buen árbol», en los versos de Cervantes y del Venturoso. Valladares llama a la del Caballero: «historia nunca vista - de un caballero andante en buen decoro», evidente alusión a la de la novela de Cervantes; «lleno de pensamientos varios y nunca imaginados», el Caballero venturoso, quejándose ante un arzobispo amigo, una de tantas veces que estuvo en prisión, te dice «Y aprisionan por curas - a un caballero andante - de un orden militante»; por curar y sangrar enfermos a pesar   —286→   de la prohibición eclesiástica, ya que el Caballero tenía su no sé qué de médico. A un sastre, burlado como él juntamente, por un grande, le dice: «Metistes en vuestra casa - a mí, caballero andante».

Con los datos autobiográficos del Caballero venturoso podemos suponer la elaboración del falso Quijote; quizá lo empezó en Valladolid en 1605, o en Madrid en 1606. Leyó el Ingenioso Hidalgo, lo sedujo, pensó continuarlo; conocería a Cervantes por la tradición de la familia cordobesa que lo hacía casi comprovinciano. La ruta del Quijote apócrifo entra en el camino de los repetidos viajes del Venturoso a Zaragoza, a donde va y de donde vuelve; Ateca, con el caritativo clérigo que quizá hospedó al Caballero venturoso, Zaragoza, la vuelta por Sigüenza y Alcalá a Madrid; don Álvaro de Tarfe, al regresar a Granada, deja recluido a don Quijote en Toledo. A ese mundo madrileño de señores, de privados, lo conocía el andariego y cortesano ermitaño conocía los yermos, las ventas, los caminantes, los paisajes. No escribiría precipitadamente, la esperanza de publicar sus obras era remota; las elaboraba cuando hallaba quietud y aislamiento. Citemos el Manual de Exorcismos, escrito en Madrid, lo está trabajando en Zaragoza donde le llama Arte de Exorcismos; encerrado después en Mallorca compone un Tratado de liberaciones y curas de endemoniados que debe ser la misma obra ampliada. Cansado de protectores y penosas alternativas abandona la corte; «deseaba con todo extremo que Dios le sacase de aquella Babilonia»; va de preceptor de las hijas de «un Duque de Aragón a Zaragoza», donde según «personas espirituales» de Madrid que le aconsejaron irse, hallaría más comodidad para «imprimir sus libros». Entre esos libros estaría el Quijote apócrifo. Aparecen en   —287→   1613 las Novelas ejemplares. Cervantes anuncia allí la segunda parte del Quijote. Valladares se apresura a publicar, convenciendo a algún mercader de libros, la subrepticia continuación, que madrugando el lugar de la que Cervantes está por ofrecer a sus lectores, le ha de quitarla ganancia: «quéjese de mi trabajo por la ganancia que le quito de su segunda parte». El libro vendría siendo escrito desde hacía algunos años. Basta la descripción que ofrece el soldado del sitio y caída de Ostende, que fue en 1604, para fijar el auge de la celebridad de este hecho alrededor de los próximos años siguientes.

El Quijote apócrifo en sus bien escritos pasajes vivaces trae un aparente estilo quevediano, lleva a sospechar que el autor del Buscón pudo escribirlo; la comparación desvanece esta sospecha; si acercamos lo más parecido, el viaje con el soldado y el ermitaño, en Quevedo soldado y ermitaño no se sabe si lo son o fingen en la transposición satírica; en el falso Quijote nacen de la realidad cotidiana; el ermitaño es «el venerable ermitaño», cómo no había de serlo, igual al Caballero venturoso, edificante y devoto. Lo recargado de la historia de los Felices amantes que cuenta después de la del soldado, del Rico desesperado, se debe a su carácter popular, de prédica, donde lo repugnante asombra, espanta y moraliza. El fondo un tanto quevediano del libro está en la época, eu las ramificaciones picarescas que ya invaden todo, en Mateo Alemán, en la falsificación de Sayavedra. La continuación del Guzmán de Alfarache por el oculto Mateo Luján de Sayavedra, seudónimo de Juan Martí, animaría a Valladares a escribir el Quijote tordesillesco; lo leía con la una y la otra parte del auténtico; de allí cierta relación entre la segunda apócrifa del Guzmán y la del Quijote; no fue desatino,   —288→   sino atisbo, sospechar y aun creer que Sayavedra fuese Avellaneda. Las otras fuentes del fingido Avellaneda son visibles, Pérez de Hita, la Crónica de Fernán González, la del Cid, que andaban de mano en mano y que él cita: «en los cándidos siglos del Conde Fernán González, Peranzules, Cid Ruiz-Díaz». A Peranzules lo menta con los romances; la jerarquía que le otorga a algo se debe, no se niega burlescamente a Góngora, en el soneto en que habla de «un descendiente de don Peranzules». La parodia de lo épico se junta a la de los libros de caballerías que Valladares conoce o vuelve a leer para elaborar el falso Quijote. A la realidad la pinta, en la forma que le conviene; la imagina con la vista de sus propios ojos.

Se cree joven al autor del falso Quijote porque llama viejo a Cervantes; «es ya viejo como el castillo de San Cervantes». La incitación viene del mismo don Miguel que así lo da a entender en el prólogo del Ingenioso Hidalgo: «al cabo de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido, salgo ahora con todos mis años a cuestas». ¿Qué podía decirse, diez años después, por 1614, sino cargar la vejez como impedimento? Cervantes se duele de leer, de pluma ajena, lo que él dijo primero cuando no era célebre; «lo que no he podido dejar de sentir es que me llame viejo y manco, como si hubiera sido de mi mano detener el tiempo». El Caballero venturoso era menor que Cervantes, lo menos seis años, y no se necesitan pocos para arrostrar satíricamente al prójimo. Valladares tiene la minuciosidad de contar en el Caballero venturoso casi en cada aventura sus años: «A 17 de marzo de 1602 tomó el presbiterado siendo de edad de cuarenta y siete años». No se olvida que Valladares se llama presbítero. Cervantes en ese mes y años frisaba con los cincuenta y cinco.»

  —289→  

Juan Millé Giménez, en el estudio que consagra a «Una octava real latina, de Lope, y el falso Avellaneda», descubre que este epigrama que trae La hermosura de Angélica, 1602, difiere en el Quijote apócrifo, por estar en la Angélica dedicado a Felipe III y en el falso Avellaneda a Felipe II. Cree, ya que el poema de Lope fue escrito por 1588, que Avellaneda pudo conocer la obra manuscrita o quizá «se trate, dice, de una poesía de circunstancia escrita por Lope en honor de Felipe II en ocasión de algunas fiestas, quizá para solemnizar la entrada del monarca en la misma Zaragoza, o en otra ciudad»; si esto se consiguiese demostrar «ello sería un dato no despreciable para rastrear la personalidad del seudo Avellaneda». El Caballero venturoso entró un día, en 1591, a hablar con Felipe II. El mismo año, «a los primeros de diciembre, el católico y prudentísimo monarca rey Felipe II vino a aquel reino a jurar al Príncipe don Felipe III. El Venturoso, caballero ermitaño, «fuele acompañando hasta Pamplona, razonando con él algunos ratos, pegado al estribo del coche». Por tanto pudo conocer el epigrama en alguno de los arcos triunfales que prepararían al monarca; la descripción de estos arcos triunfales en el falso Quijote no deja de ser verdadera, ya que hay epigrama para uno y otro Felipe, el de Lope para el segundo, y otro, cuyo autor no cita el falso Quijote, para el hijo, pues los dos Felipes estarían juntos. La representación de los dos reyes en los arcos da la evidencia que la recepción fue vista por el Venturoso y que aun hizo en la novela la crónica de los festejos, a la manera de tantos cronistas de recepciones imperiales de la época de Felipe II. También acompañó el Venturoso a Felipe III, por 1603, a Valencia, a Cortes, «fuele siguiendo arrimado a un privado»; «compró para este viaje   —290→   una mula de un médico». A la vuelta entró el Caballero venturoso en la Corte, púsose ante el rey Felipe III, y díjole: «Ya Vuestra Majestad se acuerda cómo le acompañé en la jornada de Valencia». A los versos de Lope los leyó probablemente en la jornada de Pamplona pasando por Zaragoza; de allí, como sugiere Millé, que los cite en su estado primero y no como se publicaron en La hermosura de Angélica.

En el retrato del loco de una de las jaulas de la casa del Nuncio de Toledo que habla al falso don Quijote, parece que el autor del libro quiso pintarse burlescamente a sí mismo: «en profesión teólogo, en órdenes sacerdote, en filosofía Aristóteles, en medicina Galeno..., soy principio de desdichados y fin de venturosos». De todo fue y por todos, razones habría, fue perseguido; las sentencias latinas con que zahiere a los médicos, a los poderosos, a los temerosos, odiosos y avaros, a los poetas, en este capítulo, pertenecen seguramente, en la colección de sus inéditos, a la Flor de sentencias y lugares comunes en latín y en vulgar que ocupa el décimo título en el catálogo de sus obras propias; las enumera en Madrid cuando siguió a «la Corte, yéndose tras ella a Madrid, en 1606, desde Valladolid», donde ya tendría en la imaginación el falso Quijote. A estas quejas las repite en un romance del Caballero venturoso, por 1614: «Soy un síndico de frailes, -de los letrados Esteban, - de los Caballeros Toro, - mártir de gente plebea». Este nombre Esteban, que no debe ser otro que el de Roberto Estienne, parece frecuentar al ermitaño Venturoso: el ermitaño del Quijote apócrifo «respondió que su nombre es fray Esteban». El loco que habla con don Quijote, en el que vemos cierta autocaricatura, y al que el autor llama «clérigo loco», le pide la mano desde la jaula: «deme la   —291→   mano por esta reja, que le diré cuanto le ha sucedido y le ha de suceder, porque sé mucho de quiromancia». Un prelado acusó al Caballero venturoso, para vengarse de él, «al Santo Oficio, de que miraba las lineas de las manos y adivinaba lo porvenir». ¿No se confunden el autor del falso Quijote y el del Caballero venturoso en una misma persona?

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Arriba

  • Abril, Pedro Simón, 153.
  • Agustín, San, 249.
  • Álamos de Barrientos, Baltasar, 153, 217.
  • Alciato, 176, 276.
  • Aldana, Cosme de, 166.
  • Alemán, Mateo. 227, 287.
  • Álvarez de Soria, Alonso, 270, 271.
  • Amezúa, Agustín G. de, 270.
  • Ángeles, Juan de los, 245.
  • Apuleyo. 171, 226, 227.
  • Arato, 72.
  • Arcipreste de Hita, 220.
  • Areopagita, Dionisio, 249.
  • Argote de Molina, 170.
  • Arias Montano, 251.
  • Ariosto, 15, 16, 41, 80, 81, 82, 117, 175, 260.
  • Aristófanes, 16, 87, 167, 179, 180, 181, 247.
  • Aristóteles, 4, 13, 77, 84, 89, 176, 197, 198, 202, 204, 232, 240, 243, 246, 252, 259, 290.
  • Arjona, Juan de, 41.
  • Arquíloco, 223.
  • —296→
  • Aulo Gelio, 215.
  • Ávila, Juan de, 243, 248, 250.
  • Balbuena, Bernardo de, 15.
  • Barahona de Soto, 72, 98, 203.
  • Baráibar y Zumárraga, 281.
  • Bataillon, Marcel, 251.
  • Baudelaire, 8.
  • Bembo, Pietro, 253, 254, 255.
  • Benjumea, Nicolás Díaz de, 160, 161.
  • Berceo, Juan de, 180.
  • Betussi, 79.
  • Boccaccio, 17, 79, 134, 241.
  • Boecio, 99, 241, 243.
  • Bonilla y San Martín, Adolfo, 102, 105, 216, 219, 268, 269, 277.
  • Boscán, Juan, 92, 194, 229, 240, 241, 253.
  • Bowle, Juan, 22, 265.
  • Caballero, Fermín, 107.
  • Campanella, 10.
  • Canga Argüelles, 173.
  • Capella, Mirciano, 89.
  • Cardano, Jerónimo, 259.
  • Cardona, Juan Bautista, 73.
  • Caro, Aníbal, 17, 140.
  • Carrillo y Sotomayor, 160.
  • Casaneo, 276.
  • Castiglione, 12, 119, 129, 194, 225, 228, 229, 241, 244, 253, 256.
  • Castro, Américo, 167.
  • Castro, Guillén de, 267.
  • Catulo, 51, 92.
  • Cejador, Julio, 27, 67, 74, 155, 158.
  • —297→
  • Cerda, Luis de la, 105.
  • Cervantes de Salazar, 229.
  • Cicerón, Marco Tulio, 99, 182, 184, 202, 203, 216, 227, 229, 243, 247.
  • Claudiano, 237.
  • Clemoncín, Diego, 12, 30, 37, 38, 40, 41, 42, 47, 60, 66, 68, 101, 103, 109, 125, 153, 157, 168, 169, 173, 174, 182, 191.
  • Collado del Hierro, Agustín, 91, 158.
  • Collet, Henri, 246.
  • Contile, Lucas, 24.
  • Cotarelo, Emilio, 267, 271, 280.
  • Covarrubias, 277.
  • Crisipo, 263.
  • Crisógono de Jesús, 249.
  • Cruz, San Juan de la, 11, 29, 92, 185, 243, 244, 225, 249.
  • Cueva, Juan de la, 7, 56.
  • Cusa, Cardenal de, 251.
  • Chandler, Wadleigh, 227.
  • Dante, 15, 16, 27, 86, 88, 114, 131, 204.
  • Daremberg y Saglio, 43, 227.
  • Demóstenes, 166.
  • De Sanctis, 107.
  • Desportes, 90.
  • Dies, A., 241.
  • Diógenes Laercio, 49.
  • Dioscórides, 155.
  • Dolce, Ludovico, 60, 81, 175.
  • Donato, Claudio, 45.
  • Dorat, 92.
  • Du Bellay, 90.
  • —298→
  • Eliano, 259.
  • Encina, Juan del, 78, 84.
  • Erasmo, 13, 190, 203, 213, 214, 222, 224, 250, 251.
  • Ercilla, Alonso de, 22.
  • Escalígero, 60, 90, 91.
  • Esopo, 191, 192.
  • Espinosa, Pedro, 228.
  • Estacio, 41.
  • Estienne, Roberto, 290.
  • Eurípides, 7, 16, 52, 56, 59, 60, 77, 239.
  • Faguet, E., 190.
  • Feijóo, Fr. B. J., 155.
  • Fención, 117.
  • Fernández de Avellaneda, Alonso, 161, 171, 205, 206, 266, 267, 268, 269, 270, 271, 272, 273, 274, 275, 277, 279, 280, 284, 288, 289.
  • Fernández de Navarrete, Martín, 29, 117.
  • Ferrer, P., 166.
  • Festugière, A. J., 248.
  • Ficino, Marsilio, 230, 241, 243, 252, 255.
  • Fitzmaurice-Kelly, 164.
  • Floro, 187.
  • Folengo, 17, 107, 140, 167.
  • Fonseca, Cristóbal de, 242.
  • Fox Marcillo, 252.
  • François, E., 173.
  • Franchel, 99.
  • Galeno, 197, 216, 290.
  • Gallardo, B. J., 269.
  • Garcilaso, 3, 6, 15, 17, 23, 24, 50, 51, 52, 60, 61, 65, 80, 90, 92, 95, 99, 140, 159, 173, 182, 185, 203, 217, 219, 221, 238, 240, 241, 243, 268.
  • —299→
  • Garnier, R., 60.
  • Gerson, 197.
  • Góngora, 4, 40, 55, 87, 111, 120, 127, 142, 152, 158, 163,173, 203, 234, 235, 236, 237, 238, 251, 278, 279, 288.
  • Gracián, 194.
  • Granada, Fr. Luis de, 244, 245, 251.
  • Guevara. Fr. Antonio de, 101, 157, 202, 211, 213, 215, 216, 217, 218, 219, 226, 228, 234.
  • Guillemin, A. M., 227.
  • Guillén de Castro, 267.
  • Hartzenbusch, 160, 161, 166.
  • Hazard, Paul, 158.
  • Hebreo, León, 242, 243.
  • Heliodoro, 94.
  • Hernández de Velasco, Gregorio, 16-140.
  • Heródoto, 109.
  • Herrera, Fernando de, 51, 92, 110, 116, 149, 167, 203, 241, 244.
  • Hesíodo. 98.
  • Hipócrates, 155, 167, 195, 197.
  • Hölderlin, 247.
  • Homero, 11, 18, 25, 27, 30, 51, 67, 72, 77, 85, 90, 91, 102, 107, 122, 131, 142, 149, 157, 158, 193, 239.
  • Hoornaert, R., 209.
  • Horacio, 4, 6, 15, 72, 90, 91, 99, 102, 157, 158, 165, 186, 187, 190, 191, 192, 193, 194, 195, 210, 212, 213, 218, 221, 223, 225, 228, 232, 237, 258, 259, 262, 263, 276.
  • Horozco y Covarrubias, 49, 166.
  • Huarte de San Juan, 242.
  • Huerta, Jerónimo de, 188.
  • Hugo, Víctor, 35.
  • Hutten, 232.
  • Isla. J. F. de, 278.
  • —300→
  • Jámblico, 98.
  • Jáuregui, Juan de, 112, 235.
  • Jerónimo, San, 198.
  • Jodelle, E., 60.
  • Juan Manuel, 170.
  • Juvenal, 90, 91, 219, 221, 226.
  • Laguna, A. de, 155.
  • Lanuza, J. L., 171.
  • Laso de Oropesa, M., 54.
  • Lasso de la Vega, A., 57.
  • Ledesma, Alonso de, 170.
  • Le Dú, M. A., 35.
  • León, Fr. Luis de, 4, 51, 84, 87, 90, 161, 185, 186, 244, 246, 247.
  • Lessing, 175.
  • Lida, M. R., 170.
  • Lope de Vega, 5, 43, 61, 93, 110, 169, 202, 203, 206, 230, 238, 241, 245, 253, 254, 255, 256, 257, 268, 269, 270, 271, 272, 273, 276, 277, 283, 289, 290.
  • López, Diego, 9, 17, 21, 23, 34, 35, 36, 39, 104, 128, 130, 140, 143, 152, 176.
  • López de Cortegana, 226.
  • Lucano, 50, 51, 52, 53, 54, 137, 138, 172.
  • Lucena, Juan de, 100.
  • Luciano, 72, 182, 183, 184, 226.
  • Lucrecio, 198, 216, 217, 247.
  • Luna, Juan de, 227.
  • Llobera, P. J., 161.
  • Mallarmé, 8, 209.
  • Manetti, G., 230.
  • Manrique, J., 221.
  • —301→
  • Mantuano, B., 276.
  • Maquiavelo, 230, 231.
  • Marcial, 90, 209, 210, 227.
  • Marchena, José, 51.
  • Martí, Juan, 287.
  • Martínez Aníbarro, 211.
  • Martínez de Burgos, 234.
  • Mayáns y Ciscar, 264.
  • Méautis. G., 247.
  • Medina. F. de, 203.
  • Mena, Juan de, 40, 50, 51, 54, 73, 127, 134, 172, 225, 232.
  • Menandro, 76, 104.
  • Menéndez y Pelayo, 84, 93, 170, 210, 226, 245, 246, 255, 257.
  • Menéndez Pidal, R., 225.
  • Mexía, Pedro, 228.
  • Miguel Ángel, 241.
  • Millé Jiménez, J., 289, 290.
  • Molière, 220.
  • Montaigne, 190, 197.
  • Montemayor, J. de, 24.
  • Moréas, J., 129.
  • Moro, Tomás, 10.
  • Natal Cómite, 135.
  • Nebrija, 203, 225.
  • Nieremberg, P. J. E., 159, 197.
  • Nisard, D., 13.
  • Nola, R. de, 196.
  • Núñez, Fernán, 40, 54.
  • Ocampo, Florián de, 152.
  • Ochoa, E. de, 32, 104.
  • —302→
  • Orozco, Alonso de, 248.
  • Ovidio, 15, 43, 58, 68, 88, 102, 108, 109, 134, 152, 153, 154, 155, 165, 216, 227.
  • Páez de Castro, 73, 252.
  • Paredes, A. de, 269.
  • Pascal, 249.
  • Paz y Melia, 278.
  • Pellicer, Juan Antonio, 79, 84, 103, 108, 109, 125.
  • Pellicer de Salas y Toyar, 40, 44, 55, 91, 127.
  • Pérez, Dionisio, 196.
  • Pérez Gonzalo, 27, 78, 94, 102, 114, 122, 143, 222.
  • Pérez de Hita, 288.
  • Pérez de Oliva, Fernán, 229, 230.
  • Persio, 90, 91, 219.
  • Petit de Julleville, 60.
  • Petrarca, 28, 82, 116, 210, 235.
  • Petronio, 149, 170, 227.
  • Pico de la Mirándola, 160, 230, 241.
  • Pichón, René, 221.
  • Píndaro, 99, 100, 137, 247.
  • Pineda, Juan de, 233.
  • Plantino, 90.
  • Platón, 7, 9, 11, 13, 134, 138, 153, 166, 199, 200, 202, 203, 239, 240, 241, 242, 243, 245, 246, 247, 249, 250, 252, 254, 255, 256, 257.
  • Plauto, 5, 6, 15, 219, 220, 221, 223, 227, 232.
  • Plinio, 188, 189, 195, 198.
  • Plinio, el Joven, 227, 232.
  • Plotino, 242, 244, 256.
  • Plutarco, 201.
  • Polidoro Virgilio, 111.
  • Poliziano, 43.
  • —303→
  • Proclo, 252.
  • Propercio, 59.
  • Quevedo, 91, 179, 219, 227, 287.
  • Quintiliano, 71, 72, 78, 185, 186, 187, 227.
  • Racine, 7, 59.
  • Renaudel, A., 250.
  • Rhúa. Pedro de, 210, 211, 212, 213, 215, 219, 221.
  • Ríos, Vicente de los, 41, 125, 148.
  • Rodríguez Marín, F., 22, 26, 37, 62, 98, 110, 132, 135, 145, 151, 159, 160, 161, 166, 169, 174, 180, 181, 191, 194, 271, 274, 282.
  • Ronsard, 90, 99.
  • Rueda, Lope de, 152, 171.
  • Rufo, Juan, 216, 269, 271.
  • Salcedo Coronel. 91, 127, 158, 238, 283.
  • Salustio, 22.
  • Sanctorio, 155.
  • Sánchez, Francisco, el Brocense, 92, 127, 128, 129, 134.
  • Sánchez de Viana. 68, 87, 88, 89, 102, 137.
  • Sannazaro, 17, 90.
  • Santillana, Marqués de, 66, 87, 100, 110, 134, 232.
  • Schelling, 166, 261.
  • Schevill, R., 22, 42, 101, 102, 105, 161, 168, 169, 170.
  • Schiller, 84.
  • Schlegel, F., 166.
  • Sedeño, Juan, 169.
  • Segalá y Estalella, 25.
  • Séneca, 4, 5, 7, 15, 36, 52, 55, 57, 58, 59, 60, 61, 78, 131, 138, 152, 159, 160, 229, 236, 237, 238, 283.
  • Serrano y Sanz, M., 268.
  • —304→
  • Shakespeare, 264, 265.
  • Shelley, 247, 265.
  • Simónides, 173.
  • Sófocles, 60, 77, 239.
  • Soto, Hernando de, 129.
  • Tacio, Aquiles, 94.
  • Tácito, 153, 166, 187, 202, 217, 218.
  • Tasso, Torcuato, 16, 28, 114, 168, 169.
  • Tejada, Agustín de, 228.
  • Teócrito, 76.
  • Terencio, 5, 153, 232.
  • Teresa de Jesús, Santa, 149, 180, 247, 248.
  • Téxtor, 111.
  • Tibulo, 90, 91, 92, 224.
  • Tito Livio, 128, 218, 227.
  • Toscanella, 72.
  • Ulloa, Alonso de, 81.
  • Urrea, Jerónimo de, 81, 82.
  • Urríes, Diego de, 165.
  • Valdés, Alfonso de, 62, 190.
  • Valdés, Juan de, 72.
  • Valencia, Pedro de, 173.
  • Valla, Lorenzo, 230.
  • Valladares de Valdelomar, Juan, 206, 268-291.
  • Vallés, Pedro, 214, 224.
  • Van Daele, H., 179.
  • Varchi, Benedetto, 82, 88.
  • Veggio, Mafeo, 30, 31, 32.
  • Venegas, Alejo, 156, 214.
  • Victoria, Baltasar, 40, 89, 134.
  • —305→
  • Villalón, Cristóbal de, 40.
  • Villén de Biedma, 72, 102, 110, 111, 167, 186, 190, 192, 193, 194, 195.
  • Villena, Enrique de, 73, 100, 183.
  • Virgilio, 8, 9, 11, 15, 17, 21, 23, 24, 26, 28, 30, 32, 37, 40, 43, 45, 47, 52, 67, 69, 74, 77, 79, 81, 84, 85, 86, 90, 94, 98, 101, 102, 103, 105, 108, 112, 114, 118, 122, 125, 129, 132, 136, 140, 144, 149, 151, 152, 180, 185, 210, 212, 213, 217, 237.
  • Voltaire, 160.