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ArribaAbajo Contexto crítico de la poesía cervantina

Pedro Ruiz Pérez



Universidad de Córdoba

Criticism of Cervantes's poetry has been conditioned by theoretical and esthetic presuppositions which have yet to surpass the prejudices forged by his contemporaries and apparently consecrated by the words of the author of Don Quixote. A biased reading of some of his metapoetic affirmations and the comparison established between verse and prose have distorted critical and interpretative perspectives, which can be corrected only by reconsidering three factors: the interposition of characters in the fictitious enunciation of most of the poems; the revision of the esthetic and communicative problematics posed by these texts and their narrative frame; and finally, the inclusion of Cervantine poetic writing as part of the wider process of poetic and esthetic renovation that occurred at the beginning of the seventeenth century.


Unas rencillas literarias con sus contemporáneos, menos aireadas por éstos que por el propio autor82, legaron una cuestión irresuelta a la crítica literaria de los siglos XIX y XX, para que ésta la transformara en problemática por la actitud valorativa y estética de un discurso, el del romanticismo, que nada tenía que ver con la poética cervantina. Hoy, apagados los ecos de las justificaciones de Menéndez Pelayo, las impugnaciones de Rodríguez Marín y las reivindicaciones de Cernuda, el soslayo crítico ha dejado el estado de la cuestión en los mismos términos formulados por la erudición y la estimativa precedentes. Como queda de manifiesto al repasar la sección bibliográfica de los Anales Cervantinos, o como ha puesto de relieve de manera expresa y directa el balance crítico realizado para una década por Malo de Molina, la poesía sigue siendo uno de los territorios más inexplorados de la escritura cervantina83. Y lo que es, si cabe, aún peor: el que   —63→   opera con una mayor cantidad de tópicos, singularmente porque la reflexión continúa situada en los mismos planteamientos que guiaron la crítica histórica decimonónica.


Imagen(es) de la poesía cervantina

La imagen de la poesía del autor del Quijote ha tenido en el cervantismo crítico un enemigo tan efectivo como sus rivales contemporáneos, y su negativo efecto se ha hecho notar menos en lo que atañe a una valoración que en el desenfoque introducido. No en balde más desafortunado que establecer una comparación entre los versos cervantinos y los de las tres o cuatro cumbres líricas contemporáneas es situar el parangón en la dicotomía entre los propios versos y las obras en prosa que contenían la mayor parte de ellos. Pretender que la razón estriba en la diferencia de calidad entre una y otra escritura es continuar y potenciar el discurso deformador, inevitable sin una adecuada ubicación crítica de la naturaleza de ambas producciones y la dialéctica que se establece en el seno de unos textos cuyos elementos poemáticos pueden llegar a ser determinantes para su estructura y sentido. Lo indiscutible para el caso de La Galatea y que se está imponiendo en el del Quijote, puede trasladarse también a las otras obras en prosa y, por supuesto, al teatro. La lectura poetológica de la producción cervantina, que recientemente ha ofrecido de manera sistemática Georges Güntert, permite extender desde La Numancia a La Gitanilla la continuidad de una problemática y desde ella trascender la simple lectura funcionalista de los poemas insertos y el plano anecdótico en el que se ha situado la continua preocupación cervantina por la poesía y su dedicación a ella.

La divergencia entre esta inclinación y el desigual valor concedido a sus resultados ha sido una de las claves en la configuración de las diversas imágenes de la poesía cervantina, ya que todas ellas no son más que variaciones ofrecidas por una misma posición nocional de base. Invirtiendo la lectura unidireccional que con insistencia en el error se ha hecho del manoseado terceto del Viaje del Parnaso, la tensión entre la inclinación y la técnica se ha situado en la raíz de un desequilibrio centrado en la escasa calidad de un verso que no acariciaba ni al oído ni al sentimiento, los dos puntos privilegiados de la anatomía físico-espiritual del placer estético en que se funda la concepción de la poesía desde la que se lee a Cervantes sin tener en cuenta la distancia que los separa.

El intento de resolver el conflicto con la neutralización de la dicotomía, por medio de la paradoja de que Cervantes es un espléndido   —64→   poeta en prosa, no se separa en absoluto de la noción común y tampoco enjuga, por lo tanto, las contradicciones en las que ésta se ve apresada, al basarse en un sistema de oposiciones dicotómicas, del que el juicio negativo o positivo representa su plasmación última y el elemento determinante.

La burla de este principio se impone en Cervantes por medio de las continuas autocríticas vertidas en sus páginas, sin que la erudición haya desentrañado del todo la profunda ironía que late en los tercetos del Viaje del Parnaso y en no menor medida en los ficcionalizados prólogos o epílogos cervantinos, en los que el autor, lejos de la mera proyección autobiográfica, se transforma en personaje de sátira mediante una presencia autorreferencial que hace convivir dialécticamente realidades diferentes en el espacio común de un nombre, el de Miguel de Cervantes Saavedra, y singularmente de una escritura.

La poesía no es sólo una constante aspiración cervantina. Es también una presencia continua, a través de un número de versos superior, aun sin contar los de sus obras dramáticas, al de algunas de las cumbres líricas del período, como Garcilaso, fray Luis, San Juan o el propio Góngora. En paralelo, destaca otro hecho significativo: Cervantes, que no rehusó la anomalía de una edición de comedias sin representar, no dio a la imprenta ningún volumen exento de sus poesías, y eso era en las décadas iniciales del siglo XVII un fenómeno cada vez más escaso entre los ingenios poéticos, desbordados en volúmenes de «varias rimas84». Cervantes se mantuvo al margen de esta moda, como se mantuvo ajeno a las que guiaban la evolución estilística de la lírica destinada a irrumpir triunfante en el siglo XVII. Reconociendo y apreciando efusivamente la innovación gongorina, la marginalidad de Cervantes le relegó de una de las antologías más significativas del cambio de centuria y la orientación de la «nueva poesía», las Flores de poetas ilustres castellanos, cuya primera parte diera a la luz Pedro Espinosa en 1605. La razón la dejaba expuesta implícitamente el recopilador en el prólogo, al manifestar su rechazo de todas aquellas formas de poesía que miraban hacia la centuria anterior, ya fuera en su vertiente italianista, ya en la de actualización de la castiza tradición octosilábica. Cervantes, que no había renunciado a las coplas de arte mayor para una de sus composiciones de La Galatea, quedaba directamente afectado por este criterio, como ha   —65→   destacado Lewis Galanes (1990). Por la misma razón, quien se preciaba de la composición del «romance de los celos» no podía hallar un lugar relevante en la corriente que con su propia recopilación, el Romancero general, podía dar la réplica a la propuesta estética de las Flores. Tampoco en este terreno Cervantes pudo competir con la cantidad de obra realizada por Lope, Góngora y Quevedo, ni con las líneas temáticas y retóricas de los grandes creadores del «romancero nuevo». La suya era una apuesta estética, como la del plano moral, orientada hacia el ideal vigente en la centuria anterior.

La temprana iniciación cervantina en el cultivo del verso, con las composiciones realizadas en el estudio de López de Hoyos para notables y luctuosas circunstancias, marcó una trayectoria signada por las sombras tutelares de Garcilaso y Herrera, a quienes el autor, bien mediante la cita continua, bien mediante la explícita alabanza, no dejó de pagar un tributo ferviente, aunque realizado con toda lucidez y sin incurrir en el mimetismo esterilizador. A diferencia de sus contemporáneos, en Cervantes seguía ostentando un lugar de referencia el «príncipe de la poesía castellana» cuando su trono era ya objeto de disputa para las nuevas generaciones, cuya escritura apuntaba ya sendas distintas a las de los horizontes cervantinos.

En este panorama de transformación cobra su perfil específico la figura poética de Cervantes, y en tal perspectiva debemos situar histórica y críticamente su producción para obtener una imagen adecuada de la misma. No era el suyo un caso aislado, ya que fueron muchos los ingenios atrapados en esta coyuntura, sin alcanzar siquiera una vía de escape de ese impresionante «cementerio de elefantes» de que dan cuenta el «Canto de Calíope» y el Viaje del Parnaso, entre otras piezas del género. La distante y reticente ironía cervantina dio buena cuenta, mediante la tópica reiteración de alabanzas vacías, de la situación de adocenamiento y esclerótica reiteración en que había incurrido el parnaso español contemporáneo, pero ello no es óbice para que en el mismo encontremos los rasgos determinantes de la escritura poética cervantina.




Cervantes y la poesía contemporánea

El marco resultaba común a Cervantes y, entre otros, a Mosquera Figueroa, Espinel, Lomas Cantoral, Gálvez de Montalvo, López Maldonado, Medina, Padilla o Laínez, y no puede obviarse de la definición de la poesía cervantina, aunque tampoco baste para explicar todas sus características y, menos aún, aquello que la singulariza. Recuérdese que, a diferencia de la mayor parte de los poetas citados,   —66→   Cervantes renuncia a la colección exenta de versos, distanciándose por igual de la sistemática construcción lírica de base petrarquista heredada del Quinientos y de la ampulosa recopilación de «varias rimas» que apunta al Seiscientos. Ambas vienen marcadas por un nivel de abstracción procedente de la común raíz provenzal y comparten la expresividad de la noción de «alma bella», formulada cuando Garcilaso «se para a contemplar su estado», y la distorsión conceptista de un lenguaje poético convertido en campo de batalla del ingenio por «claros» y «oscuros». En algunos casos la tensión se traduce en una casi insostenible convivencia de elementos, apreciable, por ejemplo, en el volumen de Diversas rimas de Vicente Espinel (Madrid, 1591), que se abre siguiendo escrupulosamente las pautas estilísticas, métricas y argumentales del cancionero petrarquista, para fracturarse y dedicar la segunda parte al virtuosismo técnico y conceptual del revitalizado género de la glosa de raíz medieval.

Ambos caminos se mostraban intransitables para el discurso poético cervantino, que hubo de desarrollarse a contrapelo y desprovisto de referentes válidos o paralelismos evidentes, prácticamente reducido a una inserción en contextos narrativos que parece inseparable de la propia naturaleza de esta escritura. Asumiéndola sin vacilaciones, Cervantes salpica sus textos con afirmaciones de su singularidad, en tanto que sus composiciones satíricas se mueven, con la dialéctica habitual en la ironía cervantina, entre el lamento por la exclusión y la orgullosa afirmación de la separación, desde la lúcida y dolorosa conciencia de la extrañeza y de la propia escritura.

Los consejos del amigo al prologuista del Quijote y el sarcasmo de los poemas preliminares denotan lo mismo que la ausencia de las estrictamente coetáneas Flores de Espinosa: el desplazamiento cervantino de las corrientes dominantes en las letras contemporáneas. La marginalidad se traslada a la escritura del Viaje del Parnaso, pero no tanto en lo tocante al nivel argumental, con el protagonismo del poeta homónimo, como en la perspectiva adoptada en el relato y en el procedimiento irónico de la indiscriminada y desaforada alabanza que acompaña a los poetas en su expedición de retorno a las fuentes de la poesía. Sin duda, y los testimonios se acumulan, Cervantes no era un autor bien considerado en su momento, menos aún como poeta, aunque tampoco debemos olvidar que en esta consideración pesaba más el juicio de los letrados que el del público lector, y los primeros, en lugar de críticos, son los escritores que rivalizan por una posición en el parnaso académico, en la pompa mundana de la fama, la honra y el mecenazgo. Por contra, y al margen de las irónicas hipérboles cervantinas que salpican prólogos y aun páginas de   —67→   ficción, la respuesta del público, condicionado sólo por su gusto, no fue de tan rotunda descalificación. Sus obras en prosa corrieron suerte bien distinta a la de su teatro en cuanto al éxito, aunque ello significó compartir la misma naturaleza impresa, es decir, algo semejante a lo ocurrido con su poesía, pues la parte más considerable de su producción en verso se halla inserta entre páginas de prosa, en letras de molde, circunstancia muy diferente a la de la mayor parte de los poetas que descalificaban a Cervantes desde sus reducidos círculos académicos o lo ignoraban apoyados en un intercambio de elogios que no superaban la difusión de sus versos manuscritos.

Posiblemente no era otra la circunstancia85 de los versos exentos debidos a la pluma cervantina: elegías, composiciones laudatorias, heroicas o humorísticas conmemoraciones, epitafios, etc., frente a la vertiente más amplia de su producción, la que corría parejas con los relatos de pastores, hidalgos enloquecidos o enamorados peregrinos. Y es que estos relatos también se escribían a redropelo de los dictámenes académicos para poner su mesa de trucos en la plaza del público, en el juicio decisivo que suponía el acto de la compra del libro. No es extraño, pues, que entre uno y otro discurso, el de la fabulación y el de la poesía, se trasvasaran rasgos, y que compartieran, en consecuencia, sorna e incomprensión por parte de quienes permanecían al margen de este mercado, anclados menos en posiciones clásicas que en un trasnochado e inoperante academicismo, extendido en el territorio del verso. Sujeta a la inconstante superficialidad de la moda, la palabrería académica, parodiada en las composiciones argamasillescas, no podía apreciar la escritura y la poesía que, mirando a los hontanares más profundos de la creación quinientista, se situaba en el eje del problema estético fundamental en el cambio de siglo y, aunque sin coincidir con las formas triunfantes en el proceso de renovación, apuntaba, como veremos más adelante, a las claves que habrían de constituir la escritura moderna.

Frente a sus Aristarcos, Cervantes, trascendiendo el mero nivel de la respuesta para integrarla en el núcleo de su escritura, hizo un magistral uso de la ironía que no debemos olvidar sus lectores modernos. Así, la vacía retórica de academia puede verse burlescamente reflejada en la descripción del barco que lleva a los poetas españoles hacia Italia, todo compuesto de versos y estrofas con la típica variedad académica, pero esa descripción, entre carnavalesca y de humorada escolástica, se convierte también en una seria reflexión sobre este instrumental básico de la poesía, en cuyo uso Cervantes   —68→   supo combinar, con el cultivo de una amplia serie de metros, la más culta ortodoxia con audacias técnicas o arqueológicas inusuales. Es más, la reflexión puede acabar convirtiéndose en una autorreflexión, si atendemos a que la embarcación real donde viajan los poetas es el propio poema cervantino, que pone ante sí el espejo de su propia imagen, distanciando su fábula de la pura intrascendencia.

Las fuentes inmediatas del Viaje del Parnaso, tan inteligentemente usadas por Cervantes, no deben borrar la genealogía última del poema, arraigado en la tradición lucianesca revitalizada por el humanismo erasmista del Quinientos. El argumento del viaje, sus dimensiones fabulosas y ultramundanas, la mescolanza de dioses degradados y aun la proyección onírica potenciada por la «Adjunta» son, entre otros, elementos característicos del escritor de Samosata, explotados hábilmente en la mayor parte de los intentos narrativos de conformación de una novela germinal, además de mostrar conocidas proyecciones en episodios quijotescos, como el de la cueva de Montesinos o su inversión en el vuelo de Clavileño. Tras distinguir expresamente dos modalidades en esta tradición, Cervantes rechaza las milesias y apuesta por las fábulas apólogas, para defender que junto al deleite la historia narrada transmita una enseñanza. Por ello, antes de indagar en la noción de utilidad moral de la poesía, debemos plantearnos la cuestión del sentido de uno de los textos más explícitamente metapoéticos de toda la metaliteraria escritura cervantina.

El Viaje es, además de una galería de poetas afectados de prosaísmo, un texto situado en el territorio fronterizo entre el relato y el canto, entre la prosa y la poesía en verso, y donde se hacen por ello problemáticas las relaciones entre uno y otro terreno. Las chispas que brotan de su fricción pueden servir para alumbrar el camino de una reflexión crítica. El Viaje, con un número de versos similar al de una comedia de corral y finalizado con la polisémica palabra «jornada», es en una de sus dimensiones más evidentes un poema que narra una batalla, lo que lo sitúa en la vertiente de la poesía épica. No faltan en el texto muestras de la tópica del género, como la invocación a la musa, el viaje o la descripción de la tormenta, pero su enumeración se hace obvia si tenemos presente que el núcleo del poema, la relación de ingenios expedicionarios, no es más que la trasposición del tradicional catálogo de naves o pueblos, tan cómicamente parodiado en la aventura quijotesca de los rebaños. Su extensión y número de partes no era tampoco extraña a los procesos de recodificación de la epopeya en el siglo XVII, aunque son otros los rasgos de variación genérica. La división en «capítulos» apunta doblemente   —69→   el sesgo novelesco del poema, al sustituir la división canónica en «cantos» y al apuntar una tradición genérica, la de los capitoli italianos, donde pesan menos las raíces dantescas y petrarquescas que las de la poesía burlesca de Berni. El tono burlesco se hace irónico en contacto con la materia épica (como ocurre en el Quijote) y refuerza su tonalidad novelesca por la forma semiprosística de los tercetos encadenados, particularmente en el tratamiento prosódico cervantino. Éste, que es uno de los argumentos para el descrédito como poeta, sirve para mantener la dualidad surgida del hecho de que la batalla narrada es una incruenta batalla de poetas; así se funden argumentalmente, con «invención no usada», los dos elementos de lo que venía constituyendo un tópico del discurso épico: la confrontación de armas y letras. Pero en el Viaje ya no se presenta como una disputa por la primacía entre los dos discursos, ni como una lectura literaria de su maridaje, sino como la definitiva afirmación de la autonomía de la poesía para construir su discurso sin referentes externos que garanticen su ennoblecimiento. Si en la tópica vigente la escritura sobre los hechos de armas se hacía una vía a la fama, quedando sepultada bajo su bambolla la reflexión metapoética sobre las letras, la burlesca lectura dialógica funde y trasciende, con un movimiento dialéctico, sus dos elementos, al oponer la superficial fama literaria del «parnaso» de ingenios celebrados que viaja a Italia y el ideal de belleza poética atesorado en el «Parnaso» realmente habitado por las Musas. Entre unos y otras, el rufo Apolo introduce un elemento de historicidad para situar el poema en su circunstancia, la del debate poético de la España contemporánea a la polémica gongorina, cuando la poesía busca su norte entre cánones e innovaciones, entre elevación heroica e intensidad lírica, entre expresión amorosa e ingenio expresivo.




Cervantes y la poética contemporánea

En el viaje que la poesía española emprende a inicios del XVII en busca de nuevos caminos para revitalizar el parnaso nacional múltiples y diferenciadas fueron las propuestas y las vías de experimentación, marcadas en excesivas ocasiones por la polémica y los enfrentamientos, mezclando por igual rencillas personales, rivalidades «profesionales» y diferencias de concepciones estéticas. En medio de este panorama se sitúan la figura solitaria de un Cervantes desvinculado de grupos o escuelas, reconocido por sus géneros no líricos y desplazado generacionalmente, y, a la vez, una escritura que parece renunciar a tomar parte directamente en el debate sobre ideas   —70→   poéticas del momento. Aunque sólo aparentemente. Sus formulaciones sobre la poesía más recordadas acuden al procedimiento metafórico, que la identifica con una doncella, con toda su pureza e ingenuidad, pero rodeada y servida por todas las ciencias, en una clara herencia de las ideas y formulaciones humanistas. Esta metáfora se noveliza en La Gitanilla, síntesis y superación del discurso caballeresco y pastoril, y representa en Preciosa una joya polifacética, aristócrata agitanada que se mueve entre los palacios y la prosaica realidad de cada día, conciliando sin problema su depurado interior con la sencillez e ingenuo atractivo de su apariencia formal. La lectura poetológica que puede extraerse, siguiendo a Güntert, de la fabulación «ejemplar» se corresponde con la formulación expresa en las palabras de Orfenio en la égloga del libro III de La Galatea: «que no está en la elegancia / y modo de decir el fundamento / y principal sustancia / del verdadero cuento, / que en la pura verdad tiene su asiento». La noción de «verdad» en la obra más temprana de Cervantes responde sin duda a sus raíces humanistas, las mismas que habían alimentado sus primerizos y académicos poemas, y en ella gravitaba, con el peso de la poética horaciana, el sentido moral de una concepción de las letras, culminante en su trayectoria creativa con las Ejemplares y el Persiles.

A lo largo de su producción Cervantes salpica numerosos indicios de su participación reflexiva en un debate teórico sobre la poesía y la poética con mayor calado que las reconocidas representaciones metafóricas. La clave de su discurso implícito se sitúa, como ocurriera en el núcleo esencial del debate y la crisis del cambio de siglo, en torno a la polaridad entre «verdad» y «artificio», es decir, entre la poesía concebida como creación espontánea y natural y la poesía entendida como artificio ficcional. El Cervantes orgulloso creador que se representa a sí mismo en el Viaje como «aquél que en la invención excede / a muchos» (IV, 28-29) y que afirma orgulloso haber abierto un camino para «mostrar con propiedad un desatino», va manifestando una progresiva conciencia de la utilidad del deleite, resolviendo en una vía moderna la dicotomía horaciana, al mostrar que la verdad última de la escritura es la de la ficción, como pone magistralmente en pie la novelización del Quijote, esa epopeya de la lectura.

La misma poética irónica que sustenta esa creación la reclama Cervantes para la poesía, como evidencia al exaltar de entre sus poemas el soneto al túmulo, en el que el desdoblamiento de voces ante la desmesura del artificio funerario funciona como el juego de espejos   —71→   donde se difuminan las fronteras entre la realidad y la ficción, al tiempo que, paradójicamente, se afirman las respectivas autonomías de uno y otro espacio. Con su discurso Cervantes ofrece una formulación particular de la crisis histórica que conoce la poesía española en las últimas décadas del XVI y los inicios del XVII, cuando se ve situada entre una confianza en lo natural que se va disolviendo y una afirmación del arte que se presenta como problemática. Para Cervantes, aun Preciosa, personificación del primero de los valores en conflicto, asienta su identidad en un disfraz, el cual superpone a su naturaleza aristocrática el artificio de la máscara gitanesca: lo natural es lo falso. Se despliega así la poética irónica que une los elementos contrarios y que preside el conjunto de la escritura cervantina, hecha de dualidades, ambivalencias y voces interpuestas.

Sin embargo, no todo es ironía en nuestro autor, y a veces es necesario descorrer este velo para evitar lecturas sesgadas impuestas con la coartada del humor cervantino. Así ocurre con el manido terceto del Viaje que sirvió para sustentar, primero, la descalificación del verso cervantino y que, más tarde, se resolvió como una broma basada en la ironía: «Yo, que siempre me afano y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo» (I, 25-27). Tales lecturas olvidan el dato determinante del debate poético en que Cervantes inserta su producción sin renunciar a intervenir el él. Sus versos han de ser leídos con la prevención debida a las mediaciones introducidas, generalmente en forma de personajes interpuestos, sustentadores últimos de una opinión no siempre atribuible al autor. Ahora bien, ello no contradice el que, con independencia de la fiabilidad de las soluciones propuestas, estemos ante rigurosas definiciones del problema planteado. Es lo que, a mi juicio, sucede con el célebre terceto, en el que la evidente ironía no debe borrar la historicidad de la cuestión que en estos tres versos se formula y que se resume en la oposición antitética de dos conceptos fundamentales: la «gracia» y el trabajo o «desvelo», es decir, la inspiración (del cielo) y el arte (del poeta), resueltos en el texto cervantino en una apariencia: «parecer que tengo de poeta».

La solidez de la conciencia cervantina y las manifestaciones de orgullo por su creación cuestionan una valoración negativa de este trabajo, aupado así a un primer plano en la conciencia de la escritura, hecha de arte y esfuerzo hasta el punto de llegar a suplir la inspiración. Bien es cierto que en un pasaje leemos que «el poeta nascitur» (Persiles, I, 18), pero igualmente encontramos un poema del   —72→   «autor a su pluma86» y una progresiva conciencia del objeto poético como producto, elaborado en un proceso de escritura y cada vez más alejado de una mera expresión del sentimiento «verdadero». Las octavas dedicadas en 1579 al poeta Antonio Veneziano, acogen la tensión entre los dos extremos, el de la pura expresividad y el del artificio comunicativo: al epifonema de la segunda octava, «¡Dichoso el desdichado a quien se tiene / envidia de las ansias que sostiene!», construido sobre la antítesis paradójica de la escritura petrarquista, se enfrentan los versos iniciales de la siguiente octava, «En los conceptos que la pluma vuestra / de la alma en el papel ha trasladado», subrayando el papel de intermediación de la pluma (de la escritura) y su carácter de traducción o copia («traslado»), para afirmar en el verso 53 «mostráis con discreción un desvarío», en claro anticipo del objetivo formulado años después en su escritura, en la que la labor del poeta introduce una modificación sustancial entre el sentimiento inicial y el resultado estético, «que el alma prende, a la razón conquista» (v. 54).

La dialéctica entre la gracia y el trabajo, entre la naturaleza y el artificio se explicita en la poética cervantina y corresponde a la que vive en esos mismos años la poesía española, en una relectura de la poética horaciana traslucida ya en algunas de las soluciones de Espinel en su traducción del Arte poética y que dos décadas después se convertirían en ejes teóricos de la polémica gongorina, erróneamente reprobada desde el arte y justificada desde el ingenio. En el plano argumental la crisis hallaba su manifestación en el desplazamiento de la temática amorosa de su lugar de centralidad en la lírica quinientista, en un proceso culminante en Góngora87 y del que ya Cervantes muestra una aguda conciencia. Así lo hace patente al explorar y explotar en La Galatea la unidad y diversidad de la vivencia amorosa y, sobre todo, de sus formulaciones poéticas, mediante el despliegue de una tipología dialógica esencial al discurso novelístico que contextualiza y determina la lectura poética. La convencionalidad del artificio bucólico, la paradoja del arte natural que enmarca los poemas en la novela pastoril, se hace explícita en las composiciones cervantinas para los preliminares al Cancionero (1586)   —73→   de López Maldonado, sólo un año después de la publicación de La Galatea. En el soneto Cervantes destaca la fuerza del amor en la conducción de la poesía de Maldonado, para alabar en las dobles quintillas contiguas que en la pintura del amor el autor ha desdeñado el marco bucólico en favor de una rigurosa abstracción conceptista, para hallar la «verdad llana y distinta». La dualidad de pastor y poeta, de sentimiento y verdad, de amor y expresión fractura la unidad indivisible de todos estos aspectos en la teoría estética renacentista y sitúa en un plano de efectiva incidencia poética la cuestión esbozada en La Galatea como tema de debate académico entre pastores: la discusión sobres si el poeta debe ser enamorado o fingirlo.

Al abordar la proyección de esta problemática en otro texto de las Ejemplares Güntert concluye de las afirmaciones de Mahamut y Ricardo en El amante liberal que «el poeta ha de ser a la vez apasionado y desapasionado, y sólo una poética irónica sabría unir las dos cualidades» (p. 135). La pasión por antonomasia, el amor, se sitúa de manera expresa en el lugar de relevancia desempeñado en la caracterización de la poesía cuando se plantea en la disyuntiva de verdadero o fingido: el apasionamiento o desapasionamiento del poeta, pero también la gracia que quiso o no quiso dar el cielo, y el desvelo para fingirla, para parecer que se tiene. Ello implica una seria problematización del proceso, contemplada en la multiplicación de lecturas ligada a la disolución del modelo unilineal del cancionero petrarquista, cuya convención establecía la incuestionable verdad del poeta enamorado. Y es en el marco del Quijote donde podemos asistir a la plasmación, entre dramática y novelesca, de esta ruptura, en el episodio del Curioso impertinente en que Lotario recita sus dos sonetos ante el bien individualizado público formado por Anselmo y Camila.

Las dos composiciones se abstraen del marco discursivo al que, en la lógica poética vigente, corresponderían, esto es, el cancionero petrarquista, y se ubican en un contexto narrativo fuertemente marcado. Al margen de las discusiones sobre la pertinencia estructural de la novelita inserta, se acepta la estrecha relación semántica entre la historia de quien de manera poco razonable inicia un procedimiento de verificación de una creencia, sin distinguir sus heterogéneas naturalezas, y la del hidalgo que pretendió convertir en verdad lo que creía, superando el conocimiento por la acción. Un relato enmarca al otro, y el engarce se produce significativamente en el espacio físico y narrativo de la venta, donde se encuentran historias de amores cruzados e identidades cambiadas, de máscaras y engaños, presididos por la farsa de Micomicona, como se encarga de   —74→   recordar el narrador al interrumpir la lectura del Curioso por el episodio de los cueros de vino, en el que don Quijote pone un burlón punto final a la empresa comprometida. El imaginado caballero y la fingida princesa comparten sus referentes en fuentes librescas comunes, pero sus lecturas son diferentes, como son diferentes la lectura de la novelita guardada por el ventero y la de los sonetos que en ella se incluyen.

Sacados de la maleta venteril por la curiosidad del cura, los papeles de la novelita son leídos por éste a todos los pasajeros de la venta, en una imagen de la difusión habitual de este tipo de textos; los oidores, desconocedores de la autoría y la intención de la obra, la reciben sin prestar atención a las circunstancias que dieron lugar a la misma. No ocurre lo mismo con los sonetos de Lotario, recitados en un ambiente de cerrada intimidad convivial, en el que sus diferentes recepciones se encuentran completamente determinadas por las presuposiciones que cada uno de los personajes posee en función de las circunstancias. Anselmo, que piensa que los sonetos no tienen destinataria real, dirige su declamación a percibir los efectos sobre Camila. Ésta, que se siente identificada con la Clori del texto, los acepta como a ella dirigidos. Lotario, en suma, ofrece datos y expectativas diferentes a cada uno de sus oyentes, en un contexto donde todos fingen y se engañan mutuamente, saltando por encima de la amistad, el amor y el matrimonio.

Ante esta confusión Camila no puede menos que apelar a Lotario y cuestionar la verdad en el poema: «Luego todo aquello que los poetas enamorados dicen, ¿es verdad?». Engañando con la verdad, la respuesta de Lotario multiplica las dimensiones del problema: «En cuanto poetas, no la dicen (...); mas en cuanto enamorados siempre quedan tan cortos como verdaderos». La simple distinción entre amante y poeta supone una fractura decisiva del canon poético anterior, donde ambos extremos aparecían como inseparables caras de la misma moneda. Al distinguir las dos dimensiones, Cervantes introduce por medio de su personaje un doble tipo de verdad, por el que no tiene que existir una coincidencia entre la verdad de la poesía y la literatura y la verdad referencial que rige el mundo cotidiano de los sujetos. Por ello está asentado el principio de la superioridad de la verdad artística, fruto de los afanes y desvelos que llegan a suplir en la apariencia de poetas la gracia no obtenida del cielo.

Si el artificio del primer poema y su relación referencial quedan al descubierto por medio de su contexto y los explícitos comentarios de los interlocutores (también por las deficiencias técnicas en la versificación y la rima), en el segundo soneto, inseparable del anterior y sólo justificado por razones de reflexión poética, no de carácter argumental, es en el interior del texto donde se produce un cuestionamiento   —75→   del discurso a través de la revisión del tópico contenido en el segundo cuarteto: «Podré yo verme en la región del olvido, / de vida y gloria y de favor desierto, / y allí verse podrá en mi pecho abierto / cómo tu hermoso rostro está esculpido». Entre el gesto escrito en el alma del amante-poeta garcilasiano y el «polvo enamorado» de Quevedo, Cervantes sitúa la imagen del «amor constante más allá de la muerte», desarrollada en la más pura materialidad (huesos, escultura), como evidencia del artificio y la convencionalidad de una retórica pretendidamente amorosa, pero que reduce el papel de la amada a servir de túmulo elevado contra la destrucción de la muerte, a la manera del levantado por la defunción de Felipe II88. El diálogo de los dos sonetos y su determinante contexto enunciativo -lamentablemente suprimido en las ediciones al uso de la poesía cervantina- producen una efectiva recontextualización del discurso de la poesía amorosa, ya que, aun sin abandonar la retórica petrarquista, disuelve por completo el contexto del cancionero, alterando por consiguiente el valor pragmático de los poemas y de la propia escritura poética.

El poeta enamorado, subvertido por Lotario, ya sólo encontrará como representación la imagen grotesca de Pancracio de Roncesvalles en la Adjunta al Parnaso. «Mozo, rico y enamorado», se presenta, aun contando con la gracia de Apolo, como cumplida figura del «antipoeta», portador de unas frías ordenanzas del dios, pero impermeable a la labor del arte. Su anacronismo es tal, que queda incluso fuera de la pugna por el Parnaso, como si la historia y el decurso de la poesía lo hubiesen dejado ya completamente atrás, lo que en realidad estaba ocurriendo en las décadas iniciales del siglo XVII. Su superación ocasionaba el vacío que pretendían llenar, en vías distintas, las Flores de Espinosa o la «nueva poesía» gongorina. Al margen de ellas y sin llegar a sistematizar una fórmula expresiva definitivamente consolidada, la producción poética cervantina manifestaba el mismo sentimiento de la crisis y se contemplaba a sí misma como un discurso en busca de su superación.




Propuestas de lectura y de indagación crítica

La aguda conciencia de la crisis poética, con las tensiones apuntadas entre ingenio y arte, y la atención en clave irónica y dialógica   —76→   a la circunstancia contextual de la poesía -inserta generalmente en marcos narrativos- son elementos opuestos a la tensión lírica que se le suele exigir al poeta, sobre todo desde una determinada noción de la poesía lírica, inclinada a identificarla con la transparente y directa expresión del sujeto en su más radical individualidad. Pero esta noción ni corresponde a la historicidad cervantina, ni, menos aún, se acomoda a su poética irónica. El no atenerse a esta distancia ha motivado tanto las descalificaciones como los argumentos en defensa de la poesía cervantina, singularmente por parte de poetas-críticos que formulan sus juicios desde sus intereses estéticos. Éstos pueden ser completamente legítimos, y hasta valiosa su lectura de los versos de Cervantes, pero ella nos dice más de la poética del comentarista que de la naturaleza de los poemas comentados. Es el caso de quienes siguen la senda abierta por Menéndez Pelayo, alternando juicios negativos y positivos, para rescatar sólo aquellos elementos que conectan con determinadas prácticas poéticas: el monólogo dramático y la construcción narrativa por Cernuda, el lirismo de la canción popular por Gerardo Diego, la superación de los artificios retóricos por Rosales, el sentido moral por Vicente Gaos o, más recientemente, por Jordi Gracia, etc.

En lugar de una perspectiva distorsionadora que contraste el verso cervantino con su producción en prosa o con la de los poetas más notables de su generación y la siguiente, se impone restituir a esta escritura la historicidad de la que nace y en la que se constituye como un discurso caracterizado estéticamente, objetivo que debemos perseguir con preferencia a un simple juicio de valor.

Lo que Gaos llama «carencia de temblor y de fuego lírico», considerando estos elementos como «indispensables en el poeta verdadero» (1980-81, I, 16), se ha venido planteando sistemáticamente como un defecto de los poemas cervantinos de argumento amoroso, mientras estos mismos rasgos servían de base para el análisis de la genialidad de los sonetos «Al túmulo de Felipe II» o «A la entrada del Duque de Medina en Cádiz», como si unos y otros pertenecieran a dos escrituras diferenciadas. Esta contradicción de los críticos viene motivada, sin duda, por la «singularidad» de Cervantes, pero, tras esta constatación, se ha avanzado poco para definir en qué consiste dicha singularidad. Y rara vez se ha tenido en cuenta que la mayor parte de los versos cervantinos aparecen en boca de personajes interpuestos, correspondientes a universos narrativos o dramáticos singularizados, y encauzados en un soporte impreso, hechos todos ello suficientemente distintivos en el panorama de poetas líricos en el que normalmente se suele incluir a Cervantes y con relación a cuya   —77→   generalidad -o a sus más altas cotas- se le juzga. Si bien los sonetos burlescos mencionados no comparten los dos últimos rasgos, pues sólo fueron tardíamente impresos y no cuentan con más espacio narrativo que el creado en el interior de su propio texto, sí comparten con el conjunto de versos del autor la utilización de personajes interpuestos y el dominio supremo de la ironía.

Detengámonos en estos hechos. ¿Podríamos acusar a Cervantes de una retórica hiperbólica y trasnochada en los cuartetos de su más famoso soneto?, ¿o bien hablaríamos de su magistral capacidad para caracterizar a un personaje -en este caso un soldado fanfarrón- por medio de su discurso? No dudaríamos en acogernos a la segunda posibilidad. ¿Por qué no la tenemos en cuenta, pues, al enjuiciar otros poemas? Por ejemplo, ¿hasta qué punto las torpezas de rima del primer soneto de Lotario son achacables a Cervantes y no a quien se nos presenta como su directo autor? A mi juicio, un análisis pormenorizado de los poemas en su contexto narrativo y enunciativo específico nos permitiría avanzar otra lectura sobre la pretendida «frialdad» cervantina, identificada en ocasiones con el manierismo de una manera algo precipitada, en gran medida surgida del artificio del relato y, sobre todo, de la activa conciencia que Cervantes tiene de ello. En la misma línea, la ironía que se aprecia de manera indiscutible en los poemas argamasillescos o en los romances de Altisidora debe percibirse como un filtro general, más o menos acusado, que Cervantes sitúa ante toda su poesía, aun con independencia de los momentos de verdadera belleza que llega a alcanzar, como ocurre en los sonetos de Gelasia y Preciosa, o aun de intensidad lírica, difícilmente rebatible en la canción de Grisóstomo.

De este modo podemos encuadrar la producción poética cervantina entre los dos ejes que la definen históricamente, esto es, la crisis de la poesía española en el tránsito del siglo XVI al XVII y los irónicos juegos de perspectivas característicos de toda la obra del autor. Ni uno ni otro elemento eran propicios, ciertamente, a una efusión de lirismo, tal como la que en una determinada tradición crítica se suele exigir a la poesía; pero la ausencia del mismo no ha de ser un elemento descalificador de una poesía que no parte de esa exigencia, ni podemos atender críticamente a ella sin tener en cuenta sus propias premisas y circunstancias.

La señalada inclusión cervantina en la candente reflexión acerca de los caminos de la poética en las postrimerías del Quinientos ha de conducir a una lectura detenida, en las entrelíneas de sus poemas, para dilucidar se problemática real, al margen del desarrollo argumental, el cual corresponde al mundo de los personajes que hablan,   —78→   no al del poeta que escribe, en una dicotomía que el propio Cervantes gusta de practicar en sus mixtificaciones narrativas, pero también en su poema más extenso, donde el poeta Cervantes es presentado, a través de una fabulada invención «autobiográfica», de un modo ajeno y distanciado. En paralelo, la ironía que surge casi inseparable del hecho relevante de la enunciación del poema a cargo de un personaje ha de llevar a una lectura atenta de la validez última de los rasgos de estilo, aun los considerados como defectos, para calibrar su valor expresivo como discurso del personaje o como claves de descodificación de la construcción irónica.

La lectura literal de los poemas en su sentido inmediato y la limitación al plano de la retórica elocutiva ha de dejar paso, pues, a una lectura en clave poética y atenta a los valores pragmáticos de la composición, tal como corresponde a un momento y a una escritura que se está cuestionando el propio lugar de la poesía y los mecanismos de su percepción y valoración. Y en este contexto el autor maduro se halla ya muy lejos del academicismo de sus poemas juveniles y aun de las limitaciones imitativas de los poemas pastoriles de La Galatea, si bien es cierto que, al cifrar su reflexión en mecanismos de reescritura de los modelos anteriores, Cervantes mantenía esa vista en el pasado que le excluyó ya de las Flores de poetas ilustres y que lo ha mantenido al margen de una adecuada valoración crítica.

En esa dirección cabe orientar la reflexión y el análisis para, teniendo siempre en cuenta las dialécticas expuestas, determinar mejor la posición de la poesía cervantina respecto a cuestiones como, por ejemplo, los artificios y juegos formales identificados con el «manierismo» y que se mueven entre el virtuosismo técnico y la formalización del discurso. También el uso de los géneros poéticos vigentes y sus peculiaridades: el romance y sus diferencias con la evolución seguida por el «romancero nuevo», la canción y su empleo entre el modelo petrarquista y el canon heroico desarrollado por Herrera, o la poesía popular y su integración en discursos cultos. Especial atención cabría prestar, finalmente, a la revisión crítica de las relaciones de Cervantes con Garcilaso y el garcilasismo, que han ocupado algunas de las páginas más conocidas de la bibliografía existente, pero que ha sido abordada un tanto superficialmente, centrando la atención de modo casi exclusivo en el rastreo de préstamos intertextuales. Así se ha obviado la distancia que separa el uso retórico de un lenguaje recibido y la imitación de un modelo poético. Si bien en el primer plano la presencia de Garcilaso es abundante en los versos cervantinos, éstos rompen por completo con la modalidad discursiva de la poesía garcilasiana, situada ya en las antípodas en   —79→   lo tocante a sus valores pragmáticos, esto es, su configuración enunciativa, sus criterios de verdad y artificio y su espacio para autor y lectores, que son las direcciones en que debemos precisar una perspectiva crítica que atienda a la historicidad del discurso que Cervantes encauza en sus versos.



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Bibliografía

Se ha seguido un criterio de amplitud, con objeto de ofrecer en estas Perspectivas en los estudios cervantinos un estado de la cuestión bibliográfica en torno a la poesía de nuestro autor, aunque con la salvedad de los estudios muy específicos en torno al Viaje del Parnaso, recogidos en la edición de Rivers. Desborda, pues, con mucho las obras citadas en el texto, marcadas por un sentido muy restrictivo, puesto que el repertorio que se adjunta permite al lector cervantino determinar los ecos y referencias de las palabras anteriores.

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