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ArribaAbajo Sobre la amnistía de Roque Guinart: El laberinto de la bandositat catalana y los moriscos en el Quijote

Enrique Martínez-López



University of California, Santa Barbara

Contemporary history ostensibly steps into the space of fiction when the bandit Roque Guinart plays himself in Don Quixote, 1615. Cervantes, however, here as in other instances in which his texts suggest views not in agreement with the official (hi)story, transforms historical data into a fiction that ingeniously conveys indiscreet truth. First, Guinart is presented as a just and reluctant bandit in 1614, although he had been honorably serving the king since 1611. Then his criminal life is linked to Catalan dissent, and his «future» to the fate of the Moriscos (the Ricote family). Finally, both the bandit and the Moriscos' stories are constructed in the romance mode, a typical feature in Cervantes' ideological texts. The 1616 reader of the novel thus was able to perceive dissenting views on the Catalan and Morisco issues, both handled by the government in a disastrous manner.


La estancia de don Quijote en tierras catalanas está explícitamente señalada como una incursión en la historia de su tiempo. Ahí al ingenioso hidalgo le es dado presenciar cosas que, según Cervantes, «tienen más de lo verdadero que de lo discreto» (60:517)59, porque, presumiblemente, son menos novelescas y también porque a los ojos de la corte madrileña parecerían políticamente indiscretas, si no subversivas.

Y, en efecto, don Quijote, que en el episodio de los alcaldes rebuznantes había asistido al incruento entremés de una guerra civil, ahora, en sus encuentros con Roque Guinart, Claudia Jerónima y la familia de Ricote, contemplará cuadros, nada cómicos, de otras dos contiendas fratricidas: la de los bandos catalanes y la que dividió a la cristiandad española llamada vieja de la de origen morisco.

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Y si la aventura del rebuzno, farsa intrahistórica de las rencillas de casta60, había sido presentada como casi acrónico y utópico invento de la discreción literaria, éstas de Cataluña proclaman lo verdadero en la puntualidad con que se señala el lugar y la fecha de los sucesos y porque sacan como entes de ficción a personas de gran autoridad, cuyo nombre se silencia (el virrey de Cataluña y el cuatralbo de las galeras de la Generalitat) y también, y ya sin tapujos de anonimia, al notoriamente histórico Rocaguinarda, a quien Cervantes llama Roque Guinarde o Guinart. Sin embargo, y a pesar de tales indicios de verismo, el relato sobre el bandolero, según justamente observa Martín de Riquer, «presenta una grave contradicción cronológica. Los hechos aquí narrados por Cervantes transcurren pocos días después del 20 de julio de 1614, fecha de la carta de Sancho a Teresa; y en tal año hacía ya más de tres que Perot Rocaguinarda había abandonado su vida de bandolero, se había acogido al indulto y era capitán de infantería en Nápoles»61.

El objeto de estas páginas será dar sentido a la licencia cronológica de Cervantes y mostrar que con ella se esmeró en «lo discreto» para, poéticamente, acertar más en «lo verdadero».

Por lo pronto conviene aclarar que tal contradicción no es resultado de olvido alguno. Los lectores que en 1615 recordasen los pormenores de la remisión de Guinart los reconocerían en las entrelíneas del relato cervantino donde no sólo se alude al empleo militar que a la sazón tenía el ex-bandolero, sino que además se le presenta arrepentido con palabras en las que resuenan las de su histórica petición de amnistía en junio de 1610.62   —71→   El lector informado, pues, notaría que las libertades que Cervantes se tomó aquí con la historia eran deliberadas y tan estudiadas como las que ya había mostrado en La española inglesa.63 En cuanto al distraído lector, es concebible que las páginas de Cervantes le llevaran a conclusiones no muy apartadas de la realidad histórica. Esto es, que Guinart se salvaría, porque tal es el desenlace que insinúa la novela al comunicar ciertos hechos que se asientan poderosamente en la imaginación.

Uno es que Guinart, a pesar de que el virrey de Cataluña haya puesto a precio su cabeza por salteador (61:517), no es un ladrón corriente. Sus crímenes, como también los de su protegida Claudia Jerónima, han tenido origen casi inevitable en las antiguas y sangrientas banderías catalanas de niarros y cadells. Son hijos de una tierra «where civil blood makes civil hands unclean» según había dicho Shakespeare de Verona64. Se nace, en el parecer de la época, teniendo «en las entrañas el pecado original» de ser de uno u otro bando65 y con ello condicionado a la irracionalidad de una «pasión heredada de... padres y abuelos»66 que, según explican Claudia Jerónima y Guinart, turba «el sentido» (60:509) y tiene «fuerza de turbar los más sosegados corazones» (60:513). La ofensa personal se hace indistinguible de la partidista y tiene repercusiones políticas en cuanto su satisfacción atañe a todo un bando. De ahí resulta que, por vengar «un agravio», imaginado o real, a la «honra» de la persona / bandositat, se acaba en la deshonrosa situación de forajido.67 Guinart define sus robos como préstamos de nada más que lo necesario   —72→   para mantener a sus hombres, a quienes llama «mis soldados», y éstos a su vez motejan de «lladres» a la justicia que los persigue (60:515). Y los hechos confirman puntualmente las palabras; en el asalto que se nos describe, a sus víctimas las despoja de menos de un 16% de lo que llevan, y, de esto, la mayor parte va destinada a sus salteadores y lo demás es riqueza que Guinart redistribuye entre los pobres. Cervantes, que de este modo alude al desnivel económico que latía en la crisis catalana68, sin ironía lo pone como ejemplo de «justicia distributiva» (60:513).

Otro es que el papel de Guinart se extiende más allá del punto (capítulo 61) en que deja de hablarse de él en la novela. A su caso y destino se alude implícitamente en los sucesos barceloneses protagonizados por el caballero catalán don Antonio Moreno, el cuatralbo y el virrey de Cataluña y, sobre todo, la familia del morisco Ricote.

Moreno es cabeza de otros nobles que, como él, representan la oligarquía urbana del Principado, son también niarros (60:516-17), y fautores y «grandes amigos» del bandolero (60:519)69. Más, Moreno, tiene gran ascendiente en la corte madrileña (65:552) como lo tiene sobre los gobernantes en Barcelona, especialmente el virrey, a cuyo lado aparece de consejero siempre que éste debe ejercer su autoridad70.

Esto ocurre en el caso de Ricote y compañía, que es el de cuatro españoles en coyuntura análoga a la del bandolero: dos moriscos (y los hubo entonces que, desesperadamente, se habían   —73→   hecho salteadores71), un cristiano viejo que quiere casarse con morisca y por ella ha aprendido el prohibido árabe y hasta ha pasado a tierra de moros, y un renegado, «cristiano encubierto» en Berbería (63:541) y «miembro podrido» de la Iglesia en España (65:552). Todos ellos, a pesar de sus buenas intenciones y por factores ajenos a su voluntad, se encuentran fuera de la ley y atrapados en una guerra de banderías, en este caso la mayor de España: la de castas y religiones. Son criaturas marginales que se juegan la vida, ahora a merced del juicio de las autoridades y fuerzas vivas de Cataluña. Raras veces, ya se ve, ha sido Cervantes más cervantino que en esta ocasión. Aquí congrega sospechosos, pero nos aclara que son moralmente buenos. Y los asocia a la suerte de una familia morisca de conducta irreprochable que, por no corresponder a la imagen tópica del inasimilable inasimilado descrito por Fernand Braudel, representará el destino de las víctimas de lo que se ha llamado una doble exclusión, la histórica y la historiográfica72. Y en todo el episodio, frente a la imperante y prejuiciada desconfianza hacia el marcado como «otro»73, se subraya la necesidad de tener fe74 en unos españoles cuya situación, ambigua por la casta, la fe o el parentesco buscado, ponía «en un fil» (51:435) sin salida las razones de salvarlos o condenarlos como ciudadanos. El veredicto que da el virrey, de consuno con Moreno y según la mejor   —74→   doctrina quijotesca (51:435-36), consiste en desviarse del habitual rigor justiciero y aceptar como verdadera la buena intención declarada por los reos75, sin tomar en cuenta sus evidentes infracciones ni meterse a averiguar más de nadie sacándole «de cuajo» su verdad, como solía hacer el Santo Oficio (25:230).

Es notable el parentesco que muestran estos casos con el de Guinart. Sobre todo el de Ricote, a quien Cervantes atribuye las mismas buenas intenciones del bandolero y por ello resalta más el común aparato libresco de sus biografías, sentidas por sus protagonistas como involuntaria acción bizantina: han sido lanzados a la vida errante y sólo otra inopinada y providencial peripecia puede salvarlos. Si al morisco le parece que su destino está novelescamente señalado por un inesperado y «estraño rodeo» (63:542), Roque, no sólo cree en tales cosas cuando dice que «el cielo, por estraños y nunca vistos rodeos, de los hombres no imaginados, suele levantar los caídos y enriquecer los pobres», (60:508), sino que también, como el «bien intencionado morisco» (60:552), está abierto a la esperanza de salvación espiritual. El «peregrino» Ricote (63:542), en medio de su destierro e incertidumbre religiosa, confiaba en Dios: «y ruego siempre a Dios me abra los ojos del entendimiento y me dé a conocer cómo le tengo de servir» (54:462); el bandolero, viviendo al salto de la mata, «mudándose de un lugar a otro» (61:517), y rodando en el círculo vicioso de un abismo que «llama a otro», también cuenta con el cielo, que le llevará a servir al rey a quien había desafiado: «pero Dios es servido de que, aunque me veo en la mitad del laberinto de mis confusiones, no pierdo la esperanza de salir dél a puerto seguro» (60:514).

Parece, pues, plausible que lo que en la novela se decida sobre el caso de uno de los marginados se predica indirectamente sobre el del otro. Recalca lo mismo el que la función que Cervantes asigna al virrey tenga menos que ver con el desarrollo argumental que con el papel de figurar como símbolo de la autoridad real76. Hace, de acuerdo con el nombre de su empleo, las   —75→   veces de rey. Pero de rey literario, como el de las comedias, impartiendo justicia poética al final de la acción. Por eso mismo pone en evidencia al rey de verdad cuya justicia respecto a los moriscos bien pudo haber parecido al lector contemporáneo una «venganza a sangre helada» (63:543), de acuerdo con la mentalidad del cuatralbo, quien debía saber lo que se decía, ya que históricamente las galeras de Cataluña ayudaron a sacar a los moriscos de España (Riquer, 46). Frente al cuadro cervantino, la justicia real resulta serlo sólo en el sentido, familiar a los marginados77, de ajusticiar o perseguir a los pobres infelices78   —76→   elegidos como «víctima propiciatoria de una época de crisis»79.

Que la misión del virrey sea la de sugerir la tolerancia como alternativa a la política reinante se anticipa ya en las páginas de los bandoleros, donde se le introduce asociándosele con un violento episodio simbólicamente nacional que, por ofrecer el primer ejemplo en la novela de «muerte por agresión», es de modo sobresaliente preparatorio de la agresión mayor presentada en la única escena de guerra real que hay en el Quijote, la caza marítima de Ana Félix Ricote, transcurrida ante los ojos del virrey80. Son dos verdaderos derramamientos de sangre, ambos en conflictos de parcialidades españolas y por ello con la significación política de guerras civiles, diversas en su envergadura y causas remotas, pero que tienen en común el encarnizamiento enconado por la decisión de un gobierno que, desechando como soluciones las conciliatorias, opta por las represivas.

Frente a ello lo que el lector coetáneo iba a encontrar en estos capítulos es a un representante del rey cuya indiscreta política - el fraternizar con niarros y moriscos fuera de la ley- pone en tela de juicio la del monarca. Difícilmente podría ese lector ver representada en el virrey patriótica adhesión al edicto que ordenaba el destierro de los moriscos cuando Cervantes, atento a lo que pasaba en Cataluña, lo saca en compañía de Moreno y Ricote conspirando, como los habitantes de Ascó, «contra la mente y tenor del bando real»81. La amistad misma que el virrey tiene con Moreno significa, por lo pronto, una contravención a las instrucciones de la Corona recomendando a sus representantes evitar «familiaridad estrecha... con personas interesadas en los bandos que hay en aquella tierra»82. Más grave aun es que haga de Moreno una especie de «subordinado y consejero» (Salazar Rincón, 98). De esto resulta que si, por un lado, es evidente   —77→   que el virrey cervantino ahorca a los bandoleros «de veinte en veinte y de treinta en treinta» (60:507) y echa «muchos bandos» sobre la vida de Guinart (61:517), por otra cabe preguntarse si su campaña no estaría representando la descrita por fray Jusep Serrano en 1614, cuando estaba de virrey el marqués de Almazán, y en la que «no ay horca ni cuchillo para las cabeças, sino para los pies descalços que no tienen abrigo, favor ni dinero; por esto están los bandoleros tan de asiento en este Principado»83. Por lo que Cervantes cuenta del ascendiente que tiene Moreno con el virrey y del fastuoso tren de vida que lleva con sus amigos caballeros, es obvio que ni ellos ni su protegido Guinart serán víctimas del cuchillo ni horca de la justicia. En un memorial de 1615 dirigido a Felipe III, y en el que se refleja bien la situación a que se había llegado durante el gobierno de Almazán, se denuncia de nuevo esta especie de ley del embudo señalándose su índole partidista: «el daño está en que los que han de executar las prisiones y perseguir los bandoleros están también con la misma enfermedad de la pasión dicha [el estar divididos «en dos vandos de ñarros y cadelles»]84.

No puntualiza Cervantes si el virrey es un ingenuo que se deja manipular por Moreno ni a qué razones se debiera su aparente adhesión al bando niarro, aunque es fácil suponer que fuera por conveniencia económica, vista la desfachatez con que Moreno le asegura que la corte es sobornable «por medio del favor y de las dádivas» (65:552)85. De lo que sí podemos estar ciertos es que para los lectores contemporáneos el virrey se   —78→   opone al rey al tomar bando y más porque al haber elegido el de los niarros se enfrenta con los cadells que era la facción «más proclive al refuerzo de la autoridad real»86. De otra cosa estarían igualmente seguros esos lectores: Guinart no acabará sus días ahorcado. Y esto no sólo por la aparente complicidad del virrey con los niarros, sino, más decisivamente, porque al destacar que el bandolero era de ellos y se codeaba con los nobles, y retratar al «gran Roque» (61:519) como la encarnación terrible, y atractiva, del catalán feroz, pero justo, en sus venganzas (Riquer, 107), se le aproximaba a la estampa coetánea del foragido de origen noble que está al margen de la ley porque antes se le había marginado políticamente: Francesc Gilabert señalaría en 1616 como una de las causas del bandolerismo el que «por los pocos oficios [que] tiene su Majd. para dar a cavalleros de capa y espada en Cataluña, por repartir los de su Casa Real a castellanos, esperan poco los deste Principado el alcanzar su merced»87.

Es muy posible que lo que Cervantes sabía de Guinart lo hubiese aprendido de los propios valedores que el forajido tuvo en Barcelona, «entre la nobleza e incluso entre los consellers de la ciudad y miembros de la Generalidad y del Consejo Real» (Riquer, 74, 81), quienes le aplaudían las hazañas porque el bandido era de su facción y probablemente también porque ponían en ridículo la autoridad de un gobierno al que, en parte, se hacía responsable del bandolerismo. Si esto explicaría el verismo del   —79→   escritor al presentar un virrey amigo de los niarros, también hace comprensible que su Guinart parezca representar menos una facción específica que lo que ambas tenían en común: el ser, frente a Madrid, catalanes «ofendidos» (72:593) que «con facilidad» dan o quitan «la vida por la honra»88, perdiéndose así en la   —80→   «enfermedad»89 de un bizantino «laberinto» «eslabonado» por «venganzas» (60:514), hijas de otras que se remontan a un oscuro y remoto «no sé qué deseos de venganza» (60:513) esperables en una sociedad descontenta con las autoridades90. Serían, pues, hombres admirables de por sí pero accidentalmente abismados en una vida criminal que, si era «cosa ajena de toda cristiandad», era también «digna de toda lástima», según ya había notado Cervantes en La Galatea91. Entre ellos Guinart era, en tiempos del novelista, el que mejor podía representar lo salvable del agresivo descontento catalán por su fiera nobleza de ánimo y la estatura heroica que le habían dado ciertas hazañas de sabor caballeresco92, nimbadas además de proverbial cortesía,   —81→   generosidad y la fama de que «Déu li ajudà»93.

El lector que en 1615 desconociese que el forajido había sido indultado inevitablemente pensaría que eso era lo que merecía y acaso también que esa alternativa debía generalizarse en vista de la inutilidad de los medios sangrientos para extirpar el bandolerismo.

Que esto último era una de las sugerencias de la novela es cosa que darían por segura quienes supiesen de la amnistía y la detectasen en las veladas alusiones que a ella hace Cervantes. Esta clase de lector, al notar el flagrante desacuerdo entre el calendario histórico y el de la ficción, podría, pues, pensar que Cervantes lo habría hecho por razones artísticas y políticas. Doctrina suya es que «las fábulas mentirosas», esto es, las novelas, hay que escribirlas de modo que «admiren, suspendan, alborocen y entretengan» (1.47:567). Y esto se cumpliría menos pintando al buen ciudadano Guinart de capitán del rey en Nápoles que contra él, encarnando suspensiva y dramáticamente al bandido justo, un motivo literario de reconocidad eficacia artística94. Por otro lado, este guiarse por los dictados de «lo discreto» literariamente, permitía a Cervantes referirse de manera oblicua, o sea, con discreción artística y a la vez cívica, a sucesos verdaderos que, explicados con todos los puntos sobre sus íes95,   —82→   hubieran resultado en gallo de arbitrista tan impertinente en una novela cómica como toscamente obvio era el de Orbaneja con su rótulo96.

Para descubrir a qué hechos verdaderos apuntaba la novela no había más que considerar cómo se desvirtuaba en Cataluña la orden de expulsión de los moriscos97 y ver lo que pasaba en 1614, cuando, el 24 de octubre, el virrey, don Francisco Hurtado de Mendoza y Cárdenas, II marqués de Almazán, informaba al rey de su fracaso contra el creciente poder y número de los bandoleros: «No se puede más, que la tierra los produce como hongos, ella los fomenta y defiende»98. La crisis del Principado era general. Faltos de protagonismo colectivo, la bandositat y la alienación política de los catalanes había llegado a tal extremo que se hablaba de restablecer el orden por «conquista» con la caballería e infantería de Castilla99.

Así, cuando a Cervantes se le ocurre novelescamente imaginarse a Roque Guinart de forajido impune en 1614, y en una escena que tiene como telón de fondo un bosque de ahorcados en «racimos» de veinte o treinta bandoleros (60:507), es como si dijera que el aumento del rigor (para 1617 las ejecuciones se harán ya en racimos de ciento y treinta100) no acabaría con la disidencia de la que Guinart no era sino un representante101. Era también un modo de aludir a la posibilidad real de atraerse a los   —83→   catalanes agraviados si para ello se usaban, en vez de los recursos violentos, los que permitiesen su incorporación al orden nacional, como la histórica de Guinart en 1611102.

Resuelta así la irregular aparición del bandido en la novela se entiende mejor el partidismo insinuado en el virrey como un acto de subversión ideal, previo y paralelo al de la tentativa de eximir a los Ricotes de la ley que ordenaba su destierro. La propuesta cervantina de soluciones de excepción implica desazón ante la habitual política del gobierno hacia el español marginado. Frente a la expulsión masiva o la ejecución en «racimos», Cervantes parece aconsejar su recuperación como ciudadano útil al reino. Los lectores que admirasen en Roque «su nobleza», «su gallarda disposición y estraño proceder» (60:516), ya sabían, de veras o imaginariamente, que, cuando el forajido dice en 1614 «aunque me veo en la mitad del laberinto de mis confusiones, no pierdo la esperanza de salir dél a puerto seguro» (60:514), lo decía retóricamente a destiempo porque su futuro ya era pasado y había, en efecto, llegado a buen puerto. Su esperanzado porvenir había sido tan cierto que bien podría su ejemplo asegurar que el perdón de los pacíficos Ricotes los haría tan buenos ciudadanos como en 1614 lo era el ex-terrible Perot Rocaguinarda.

Recordar la feliz solución al desvío de Guinart para proponer la de los Ricotes, todavía pendiente y nunca llevada a fin en la novela, equivalía a dejar constancia emblemática de cómo podría haberse evitado la tragedia de la expulsión de los moriscos (1609-14), hecho ya irremediable, y de este modo conjurar la de la separación de Cataluña, en 1640-1652, cada día más presagiable. Sacando Cervantes a Guinart ficticiamente fuera de la ley en 1614 llevaba sus lectores a evocar su definitiva pacificación de 1611 y a contrastar aquel acierto con los desastres presentes y los peores que auguraba la política del gobierno. Los remedios buscados entonces no atendían a disipar el resentimiento de reino segundón con que se ofendía a la nobleza del Principado103, no respetaban sus viejos fueros y daban por sentado que bastaba la mano dura para neutralizar el encono catalán: «La medicina es el   —84→   rigor»104. Tal fórmula, añadida a la empozoñante exclusión105, sólo podía llevar a un conflicto tan destructor como el que había arrancado de España a sus ciudadanos moriscos.

Para Cervantes, que, a su estilo, había registrado la irritación castellana hacia los catalanes106, parecía claro que si sobre los moriscos, esta «nación, más desdichada que prudente», según decía Ana Félix Ricote, había llovido «un mar de desgracias», (63:539), sobre la catalana se acumulaban los nubarrones.

Una observación epilogal. Cervantes idealiza, aquí y allá, las historias del bandolero y la familia morisca alternando para ello el rosado foco del romance (en el sentido inglés de la palabra) y la descarnadora lupa de la novela107. Es lo esperable en el autor cuando, como hace en el Persiles, somete su escritura a «la más alta intención ideológica» (Avalle-Arce, 27). También lo es cuando aborda el tema de la convivencia tolerante o la destrucción   —85→   fratricida de los seres humanos, asunto tan espinoso y enrevesado que su solución parecería requerir ejemplar lección de la providencia, definida por el autor como «aquella que comúnmente es llamada fortuna, que no es otra cosa sino un firme disponer del cielo» (IV.14:474). La providencia, ordenadora de la acción del romance, es, en efecto, para Cervantes, la atalaya desde la cual puede leerse derecha escritura en los torcidos renglones de «estas mudanzas tan extrañas» de la fortuna (Pensiles, ibid.) porque, si es cierto que «en esta vida los deseos son infinitos, y unos se encadenan de otros y se eslabonan y van formando una cadena que tal vez llega al cielo, y tal vez se sume en el infierno» (1V.10:458-59), también «parece que el bien y el mal distan tan poco el uno del otro, que son como dos líneas concurrentes, que, aunque parten de apartados y diferentes principios, acaban en un punto» (1V.12:464).

Una providencial mudanza -la que introduce en el ánimo de Guinart la contemplación de la «inconsiderada» muerte (60:511) que Claudia Jerónima da a su amado «cadell»- hace esperable la otra, aun más bizantina, de que las autoridades amnistíen al bandolero, para que por todo ello se haga posible que eslabonados crímenes permitan la vía al cielo, en vez de llevar al infierno. Esto, que es puro romance, en el caso de Guinart había sido histórico. Se entiende así el deliberado peso que da Cervantes a su discreta/artística manipulación de «lo verdadero». Si el futuro (un escamoteado ayer) del bandolero y el implícito porvenir de los Ricotes aseguraban al lector que los luminosos finales de romance al estilo de los de la mora Zoraida y La española inglesa eran viables en este mundo, también indicaban que el desenlace dado a la cuestión morisca y el que amagaba a la catalana, finales tan cenicientos como el de la gestión quijotesca en los entuertos del pastorcillo Andrés (I.4,31) y la hija de doña Rodríguez (II.56,66), eran ejemplos de los «males de culpa» provocados por el desasosiego humano, evidentemente todavía muy lejos de «su centro, que es Dios»108.