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Cervantes y la poesía

Pedro Ruiz Pérez


Universidad de Córdoba



De nuevo sobre las relaciones entre Cervantes y la poesía. Pero, ¿es posible otra mirada? Aun sin agotar el tema, no han faltado apuestas críticas en torno a cuestiones cómo el valor de su verso e incluso sobre la propia condición poética del autor, con firmas tan relevantes al pie de estos juicios como las de Luis Cernuda, Vicente Gaos, José Manuel Blecua o, más recientemente, Elias L. Rivers, tras los pasos abiertos por los eruditos decimonónicos y su labor no del todo clarificada de recuperación de textos exentos, algunos de autoría aún en cuestión. En nuestra carencia de una perspectiva definitiva, han pesado ciertas ambiguas palabras del propio autor y la incuestionable sombra extendida sobre sus versos desde las dos cimas ciertas representadas por su narrativa y la altura lírica de Lope, Góngora y Quevedo. No sólo eso; tampoco ha dejado de incidir la orientación de unos estudios literarios marcados durante bastantes lustros (al menos en la tradición hispana) por la estilística, para saltar bruscamente a un postestructuralismo más atento a otras manifestaciones discursivas de mayor productividad para los enfoques de los estudios culturales. Así, aunque disponemos de ediciones de aceptable solvencia y algunos estudios parciales, no se ha consolidado una lectura crítica que ponga en su lugar la obra poética de un autor con una producción en verso que se acerca en su extensión a la de figuras incuestionadas de la lírica áurea y que dedicó un libro entero a componer en tercetos un friso, narrativo y satírico, pero también reflexivo y crítico, sobre el panorama de la poesía entre dos siglos, incorporando una lúcida, irónica y melancólica consideración sobre su propio lugar en ese parnaso de rasgos caricaturescos y algunas consideraciones, generalmente desatendidas o malinterpretadas, sobre su particular concepción de la poesía, como idea y como práctica, entre la estética, la crítica literaria y unos apuntes de sociología. Son elementos de consideración suficientes, junto a la aparición recurrente en las páginas cervantinas de reflexiones sobre la naturaleza de la poesía y su lugar entre las aspiraciones humanas, para insistir en el establecimiento de una perspectiva crítica sobre este aspecto de la producción de nuestro autor, que la fije con una cierta estabilidad y le dé un lugar preciso en el conjunto de su obra y en el devenir de la poesía hispana del período.

Ya ensayé años atrás un acercamiento de esta naturaleza a partir de una reconsideración de la noción de lirismo y su aplicación a una poesía desplazada en todas y cada una de sus manifestaciones de la práctica habitual del poema como expresión más o menos directa de la subjetividad del autor. Composiciones encomiásticas o de circunstancia, construcciones alegóricas y discursivas, manifestaciones de personajes novelescos o con un desdoblamiento de voces en su interior, los poemas cervantinos rehúyen de manera sistemática el modelo de práctica lírica iniciado por Garcilaso y culminado por Lope, tanto más cuando en ningún momento se planteó, ni siquiera en forma de manuscrito, una recopilación de sus versos a modo de cancionero personal. Sigo pensando que este deslinde tiene validez y que propone una cierta pauta de lectura, pero la observación queda un tanto en el aire, como descontextualizada, toda vez que no profundizó en las raíces (si no razones) de esta actitud ni acabó de valorar sus consecuencias, en particular, la proyección de esta actitud de distanciamiento, entre el ejercicio retórico y la ironía, en la construcción de un discurso poético y las formas de su manifestación. No son las páginas que siguen el espacio más idóneo para completar este recorrido crítico, aunque tal vez sí para avanzar unos pasos en esta indagación por algunas de las vías abiertas.




Cervantes y el campo literario de la poesía

Con mayores motivos que para la generalidad de los autores, es necesario enmarcar la escritura en verso de Cervantes en un preciso contexto histórico, partiendo de la propia delimitación cronológica y atendiendo al devenir de las letras y a la ubicación precisa del autor en un escenario de gran complejidad. Nacido a pocos años de la publicación primera de las obras de Boscán y el «príncipe de la poesía castellana», la vida de Cervantes se extiende hasta la guerra abierta en torno a los grandes poemas gongorinos. Su nacimiento en 1547 le sitúa entre la considerada «segunda generación petrarquista», la de Cetina, Acuña, Silvestre, Alcázar, Montemayor y Gil Polo, nacidos entre 1520 y 1530, aproximadamente, y la generación de Góngora y Lope, de 1561, quienes por diversos caminos llevan esta poética a su plenitud. Entre ambos extremos se situaba la promoción de fray Luis de León (1527), Herrera (1534), Figueroa (1536) y, más cercano, Juan de Yepes (1542), responsables del puente inexcusable entre el legado garcilasiano y la gran poética barroca, con los rótulos alternativos de «manierismo» o «poética cultista». Entre todos ellos, sin embargo, por razones de edad, Cervantes queda ya como descolocado heredero de sus predecesores, sin llegar a identificarse con ellos, y un tanto anacrónico a la hora del triunfo de los más jóvenes, sin que falten episodios de enfrentamiento, también en el campo de la poesía, con uno de los más señeros de sus autores, Lope, mientras contempla con admiración, pero en la distancia, la propuesta gongorina. Creo que es difícil mantener esta realidad cronológica alejada a la hora de considerar la situación de excentricidad, de desubicación de la escritura poética cervantina. Y no es el único de los factores de este hecho indiscutible, el de un desplazamiento a la periferia de lo constituido como canon, ya desde la misma contemporaneidad.

El desarrollo de una peculiar forma de lirismo puede considerarse la opción resultante de esta posición o uno de los elementos que coadyuvan a la misma, si no es que se entremezclan elementos del doble eje de causalidad; lo que resulta difícil de sostener es la independencia entre uno y otro hecho, ambos en paralelo a otros intentos por parte de diferentes autores, por ejemplo, de ubicar el ejercicio de la lírica personal entre otras prácticas de escritura, como en el caso de fray Luis; de ensayar formas editoriales de organización del discurso lírico, como hiciera Herrera; o de tantear diversas modalidades expresivas, incluido el bilingüismo, como observamos en Figueroa, también con una influyente experiencia italiana. Estos datos nos sitúan en una particular coyuntura de la lírica hispana, con unas circunstancias compartidas, pero con distintas realizaciones en el contexto. Entre ellas se sitúa la propuesta de Cervantes y encuentran sus versos una determinada posición. Y ello nos lleva a considerar el escenario desde la noción de «campo literario» desarrollada por Pierre Bourdieu, como una perspectiva de complejas interacciones que desplazan la consideración de las elecciones estéticas del plano único de la expresividad personal y ayudan a situarlas en su momento histórico y en los ejes de fuerzas que lo constituyeron y definieron su perfil específico y el de sus participantes. Por esta razón, hemos de recuperar esos otros factores antes mencionados, ordenarlos en su despliegue y tratar de relacionarlos con la búsqueda por Cervantes de una posición de campo desde la que establecer no sólo su relación con el conjunto del parnaso del momento, sino también su personal relación con la poesía, como ejercicio y como aspiración de belleza.

Hemos de considerar un doble eje: de una parte, las particulares circunstancias de una biografía que no sólo viene condicionada por la fecha de nacimiento del autor; de otra, el peculiar perfil pragmático de sus composiciones poéticas. Al entrecruzarse uno y otro se nos revela un perfil, no exento de interés crítico, de las relaciones literarias cervantinas y, a través de ella, de la excéntrica posición de campo del autor. Comencemos por algunos rasgos de su trayectoria vital y creativa.

Como la práctica totalidad de su escritura, incluidos el teatro y la novela, la poesía cervantina aparece marcada por una relativamente temprana salida de España. Con poco más de veinte años, Miguel parte para Italia, dejando atrás unos pocos versos impresos y una memoria poética arraigada, con vínculo casi indisoluble hasta el final de su vida, en el humus de la poética garcilasiana. A ella se vincula como ideal estilístico y modelo de imitación de tonos y iuncturae, de un sentido de la palabra poética y de un ideal de estilo, de los que apenas se separará en su ejercicio poético a lo largo de los años. Por lo que toca a los juveniles, el discípulo de López de Hoyos tuvo ocasión de poner en práctica estas lecciones de estilo, no así la exploración de los nudos entre el «dolorido sentir» personal y la formulación lírica, pues la suya sólo se ejercitó en una poesía de circunstancias y de marcado tono académico, como corresponde a la dirección de los discípulos de su escuela por el humanista madrileño para completar su funeral y poética celebración de las exequias de la reina consorte, tarea a la que el joven aprendiz de poeta concurre con tanta diligencia como ingenuidad y falta de compromiso personal. Si de lo primero se iría desprendiendo lentamente, el segundo fue un rasgo que habría de acompañar siempre a Cervantes en el ejercicio del verso; de hecho, sólo abandona esta distancia cuando nos da cuenta de la pérdida de su ingenuidad como poeta, tematizándola en el ajuste de cuentas del Viaje del Parnaso. Volviendo al hecho de su salida, se abre una larga década de cada vez más traumática separación de la marcha de las letras en el solar patrio. Los territorios italianos no eran, ciertamente, un «islote geográfico», como Rodríguez Moñino caracterizara las pretendidas «escuelas poéticas» de la península occidental; la Hesperia oriental mantenía con la metrópoli imperial y émula literaria un notable volumen de relaciones, y así Cervantes vivía de primera mano las transformaciones iniciadas a la hora de su llegada o ya plenamente consolidadas en ese momento. Es el caso de la deriva de la ortodoxia petrarquista a través de las variantes regionales ó estéticas de la poesía, testimoniadas en la proliferación de antologías o Fiori. Su novedad no radicaba sólo en los planos temático y estilístico; mayor era en el pragmático, con su disolución del modelo editorial del canzoniere y los valores de unidad y lirismo que éste comportaba. Algo similar se aprecia en la vigencia de la obra ariostesca o los albores de la nueva innovación, las que representarían años más tarde las estruendosas y polémicas irrupciones de Torquato Tasso y Guarini, con Aminta (publicada en 1580) e Il pastor Fido (1590), de tantos ecos en la narrativa y el teatro españoles, pero también en la estética de la poesía. Pero los ritmos eran distintos a uno y otro extremo del Mediterráneo, además de que, si bien Cervantes pudo asimilar las novedades italianas, lo hacía muy lejos del escenario español, fuera del círculo de relaciones de sus poetas y al margen del público que se iba consolidando.

La carrera de las armas no contribuiría a la inserción del aún joven y apenas estrenado poeta en los círculos literarios, en tanto que la traumática experiencia del cautiverio y el lustro de apartamiento radical de la marcha de la poesía contribuirían de manera decisiva a ahondar la brecha entre la sensibilidad y el criterio de Cervantes y los gustos y direcciones que empezaban a imponerse en el panorama español. Y no deja de ser significativo que su vuelta a la Península, con el desembarco en el activo y bien connotado foco valenciano, coincida en el tiempo con hechos tan significativos como la aparición de las Anotaciones de Herrera a Garcilaso y los primeros pasos de Lope y Góngora como poetas; es decir, las dos grandes vías de inflexión de la lírica hispana, con la deriva de la herencia petrarquista hacia territorios estéticos cada vez más alejados, entre la poética culta y los caminos del romancero nuevo. Por lo que sabemos, sobre todo por sus propias palabras y alguna otra declaración de parte, Cervantes se sumó con más o menos fortuna al desarrollo del romancero artístico, aunque no tenemos testimonios para valorar su aportación o su consonancia con el tono marcado por Lope, Góngora o Liñán; de lo que sí se mantuvo radicalmente alejado en su escritura fue de la senda cultista -quizá por incapacidad, quizá por elección-, por más que determinados aspectos herrerianos en algunas de sus canciones heroicas, como las dedicadas a los avatares de la Invencible, nos lleven a inclinarnos más por la primera de las razones.

Es significativo en este punto volver sobre los rumbos ensayados por Cervantes a su retorno del cautiverio para enderezar su vida en el suelo patrio. Sus no muy afortunadas tentativas resumen, más allá del peculiar perfil de la trayectoria biográfica del autor, la deriva generacional y sociológica del modelo del poeta-soldado del que, desde el patrón garcilasiano, se despliega la aún no muy acentuada diversidad de la poesía de raíz italianista, a la que se adscribían quienes debieron ser los primeros modelos en verso del joven aprendiz de poeta. Sin nobleza de cuna ni sólida formación letrada, Cervantes cubre su etapa de soldado de infantería a sueldo, tras unos primeros ensayos de salida pública de su verso en marco, circunstancias y cauce representativos del desplazamiento de lo cortesano sensu stricto a los espacios académicos y urbanos; esto es, al empuñar tanto el arcabuz como la pluma nuestro autor, como muchos otros de su promoción, están atendiendo menos, respectivamente, a la obligación de la sangre o al ocio y la eutrapelia que a la búsqueda de un modus vivendi; como las armas, las letras no son ya el adorno del caballero, a modo de corolario insoslayable de su posición social, sino la base para alcanzar una posición en una sociedad a la que acceden desde los márgenes, cuando no han quedado directamente excluidos de espacio de luz. Y no sólo han cambiado los personajes: también lo ha hecho el escenario, ya que entre ambos extremos de gloria, las cúspides de la corte y del parnaso, apenas queda el estrecho y poco brillante reducto del servicio, en particular el de las covachuelas y tareas administrativas y de intendencia del gobierno del rey papelero, reverso del un tanto anacrónico ideal de su hermanastro Juan de Austria, vencedor en Lepanto y objeto de la celebración de La Austriada, epopeya real y epopeya en verso, batalla e impreso, donde Cervantes tendría un cierto protagonismo y su pequeño momento de gloria. En semejante marco de transición, antes de un modelo social que de una proyección estética, se resuelven algunas de las opciones (si no determinaciones) de Cervantes en relación con las letras y, en particular, con el cultivo de la poesía.

El doloroso episodio del cautiverio no es, en lo concerniente a la problemática (re)inserción de Cervantes en la vida social y cultural española sólo un paréntesis adicional al de los años italianos. Si aquellos dieron cuerpo a la peculiar elección de modelos literarios y la posición ante ellos de quien asimiló a la perfección las lecciones de Ariosto y Tasso, los baños de Argel, además de mostrar la experiencia del descenso a los infiernos de las zahúrdas del imperio, suponen la separación entre los sueños de un anhelado retomo y la muy distinta realidad de una sociedad española olvidada de Lepanto, de la exaltación resultante, de sus ideales y, consecuentemente, de su interés por los héroes de un hecho trascendental en su momento, pero después muy difuminado por el giro en la política del imperio, menos ocupada ahora del Mediterráneo que del Atlántico. Los primeros, los sueños, venían transcritos en las cartas de recomendación que portaba el veterano cautivo; la segunda se impuso con la crudeza de su falta de eficacia. El resultado separó definitivamente al (des)ilusionado Cervantes de las rentas reales, según el viejo modelo del pago de servicios o el más actualizado gesto de incorporación a la creciente burocracia filipina. Si ello no debió de ser muy gratificante para la persona de Cervantes, sí pudo tener un peso importante en su orientación hacia las letras y, sobre todo, en la conciencia, aguda, dolorida y crítica antes de dar en melancólica, con que las abordó. No faltaron las textualizaciones de este giro, las que arrancan de los viejos moldes y las que apuntan hacia unos caminos incipientes, antes de dar en las vías consagradas para la literatura de la modernidad. Entre las primeras, no ajena del todo a Cervantes, por más que no saliera de su propia mano, se encuentra la Información de Argel, en la que las deposiciones giran en torno a la reivindicación de un comportamiento que sirviera de continuidad entre el heroísmo de Lepanto y las pretensiones de restauración de honra y hacienda en la metrópoli, como las ya un tanto obsoletas cartas de presentación rubricadas por sus jefes militares.

Entre unos textos en la antesala del cautiverio y el promovido a su finalización se sitúa uno de los más célebres poemas cervantinos, hoy ya reconocido como tal; en la «Epístola a Mateo Vázquez» no sólo versifica unas pretensiones de memorial y peticiones con amplios ecos en los años siguientes de su vida, a la vez que ofrece un perfecto desarrollo del molde epistolar, por sus contenidos noticieros, su intención pragmática y su tono de horaciano equilibrio; también apunta, ya en el ecuador de su cautiverio, la inflexión histórica en el marco sociopolítico y la orientación que introduce en su proyecto vital. De los 244 endecasílabos encadenados, una parte importante se orienta al panegírico del secretario real, dentro de la tópica destinada a la captatio benevolentiae, antes de entrar en la parte de la petitio, pero la caracterización del destinatario es parte sustancial del sentido de ésta y su desdoblamiento entre la labor de consejero áulico, con una recomendación de intervención militar en el norte de África en línea con los viejos tiempos, y la de poeta cortesano, dispuesto al servicio del noble para cantar sus alabanzas a cambio de sustento y un cierto lustre social. Sabido es que nuestro autor nunca consiguió ese estatus privilegiado, y la última y más estrepitosa de sus frustraciones, la que le unió a la de otros ingenios en la decepción provocada por la exclusión del séquito del conde de Lemos camino del virreinato de Nápoles, habría de provocar, justamente, la más lúcida y acerada de las reflexiones sobre su condición en una república de los poetas, en un parnaso en movimiento, donde aún confrontaban, como verdadero campo literario, las posiciones más dispares, incluyendo servicio y clientelismo, academia y mercado, ocio aristocrático y ocupaciones plebeyas, en una variada y no exenta de polémica condición de la poesía. Más de treinta años antes de proyectar esa mirada en el Viaje del Parnaso, Cervantes hubo de sentir el truncamiento de sus esperanzas y verse impelido a encontrar un camino entre su ideal de juventud, el de una poesía en pos de las alturas de la belleza a partir del despojamiento de los lastres derivados de las necesidades materiales, y la conciencia de una realidad marcada, precisamente, por esos mismos lastres.

En términos prácticos, la realidad acaba imponiéndose, y, si bien no faltan algunos pasos hacia las pretensiones de servicio, como los encargos reales que lo llevaron de vuelta a territorios magrebíes, la vía del clientelismo se hurta a las trazas de Cervantes, quien reorienta sus pasos hacia el mercado: si no puede vivir de los réditos de su paso por las armas, tratará de hacerlo de su proyecto en el mundo de las letras. Un cambio se impone a raíz de este giro; el silencio en los memoriales de petición sobre sus prácticas de escritura es un testimonio elocuente de ello. Aun sin grandes frutos, Cervantes no había dejado de ejercitar la pluma y lo había hecho en el campo de la poesía lírica, lato sensu, el mismo en el que prometía corresponder al patrocinio solicitado al secretario Vázquez. Esto es, el autor tenía conciencia, y no mala, de su ejercicio, y ello respondía con cierto sentido a la verdad, eso sí, relacionada con una práctica circunscrita a lo celebrativo y lo circunstancial: los epicedios y elegías a la muerte de la reina, las celebraciones de algunos textos de sus compañeros de cautiverio o la solicitud epistolar para encontrar una mejora en su situación. Todo ello respondía a una práctica de raíces cortesana, al viejo modo. Si ello desaparece de las referencias cervantinas, bien podemos tomarlo como indicio cierto de su conciencia acerca de su situación en un nuevo territorio, el de un campo literario marcado por unas incipientes relaciones de mercado, en torno a la imprenta y los corrales de comedias, justo cuando comienzan a generalizarse para sostén de la renovación lírica, tanto culta como popular, y de la revolución dramática, al mismo tiempo culta y popular. Y tampoco cabe considerar ajenos a esta circunstancia los avatares de la trayectoria cervantina y la naturaleza de los distintos escenarios por los que pasa o en los que se sitúa, con su relación con las prácticas literarias en desarrollo. Pero vayamos por partes.

Con la excepción de unas escasas muestras de otra forma de poesía circunstancial, a la que habremos de volver, entre el retorno de Cervantes a la patria material y una segunda renuncia a su patria ideal en el campo de la poesía, su ejercicio de la escritura se centra en géneros carentes en estos momentos de prestigio normativo, pero decisivos en la consolidación de un mercado en torno a las letras y al arraigo de una profesionalización de los escritores, que habría de consolidar la generación siguiente. De un lado, nuestro autor opta por la senda teatral, como «poeta» al uso de los nuevos tiempos, es decir, como el escritor que alimenta la actividad de las compañías, dirigidas por el «autor», en una casi definitiva escisión entre las dos vertientes de la práctica escénica que aún reuniera su admirado Lope de Rueda. Se trata de una actividad que treinta años después evocaría con nostalgia, desde la aceptación de su apartamiento por la irrupción de Lope; en el prólogo de Ocho comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados, antes de señalar como el Fénix «alzóse con la monarquía cómica», en el marco del reconocimiento de la derrota de su fórmula dramática, de claras raíces renacentistas, Cervantes evoca, con irónico oxímoron, el éxito o, al menos, la aceptación de sus obras por el público que comenzaba a llenar los recintos de los corrales. Del otro lado, y con similar mirada a las formas consagradas antes de su salida de España, Cervantes ensaya la vía de la novela pastoril, popularizada por Montemayor y Gil Polo, y lo hace con una similitud de planteamientos a los desplegados en el teatro, como es el cultivo del verso y la atención a los ideales de las décadas previas. No en balde la égloga en prosa se muestra, desde sus raíces en Sannazaro, como un marco idóneo para la inserción de composiciones poéticas, hasta configurarse como un auténtico prosímetro, que Cervantes supo aprovechar de manera modélica para insertar un completo cancionero entre las páginas de su novela pastoril. Con la polifonía que caracteriza esta práctica y marca en gran medida todo el verso cervantino, el autor comienza su particular revisión del mito arcádico, pero lo hace situándose en su espacio, convirtiéndolo en soporte de una reflexión que tiene mucho que ver con su ideal de poesía y los modelos a los que orientará su ejercicio del verso lírico, como trataré de ilustrar más adelante. Así pues, frente a las previsibles aspiraciones al servicio o a los beneficios del mecenazgo, Cervantes se ve abocado a un escenario completamente distinto, quizá no deseado y hasta imprevisto, pero rápidamente asimilado como elemento de su escritura, marco e incluso argumento de la misma.

Es en este punto donde puede ser reveladora una atención a los escenarios atravesados por Cervantes en estos años. Su itinerario comienza por Valencia, donde se produce su desembarco tras la liberación; marco privilegiado para el modelo representado por la Academia de los Nocturnos, la ciudad comercial y mediterránea, abierta a los aires y los productos italianos, es también una de las ciudades adelantadas en la regularización del funcionamiento de los locales teatrales, con la consiguiente profesionalización de actores y escritores, a la vez que consolidaba un activo foco editorial muy volcado en estos años, de la mano de los Mey y la huella de Timoneda, a la popularización de los nuevos géneros y a la consolidación de los mismos en un productivo mercado; entre uno y otro ámbito, Valencia es también el epicentro de la novela pastoril, donde Montemayor vio la primera edición conocida de su Diana y donde apareció una continuación que sustituye el «Canto de Orfeo» por el «Canto del Turia» o, lo que es lo mismo, donde el encomio se vuelve hacia la celebración del parnaso local, abriendo camino al cervantino «Canto de Calíope» y la apertura de su foco hasta enmarcar el parnaso nacional y aun el de las colonias. Valencia se nos presenta así como el espacio de consolidación de los valores renacentistas aprendidos por Cervantes en su juventud, pero también como el primer contacto con la deriva que éstos han ido adquiriendo en los años recientes (sobre todo con la disolución de fronteras entre la actividad de los escritores cultos y los hábitos de consumo que se van popularizando), según se aprecia en el comercio con los tablados y las prensas por parte de los selectos integrantes de la Academia de los Nocturnos, miembros de la aristocracia de la sangre, del gobierno local y de las letras, cuando no de varios de estos ámbitos a la vez.

Madrid es el siguiente escenario en el drama vital de Cervantes. Allí se dirige en procura del medro pretendido, con la esperanza apoyada en su ejecutoria militar y las cartas de recomendación, pero seguramente también en busca de un más amplio campo para sus pretensiones literarias, ya que allí es donde aparece La Galatea, plantando en medio de la corte su pabellón evocador de los ideales humanistas y bucólicos. Son precisamente los años que preceden a la aparición de la novela los dedicados por Cervantes a tejer una red de relaciones literarias, manifiesta en las composiciones laudatorias insertas en libros de dispar naturaleza dedicados a explorar las distintas vías abiertas al desarrollo de la poesía en el último cuarto de siglo. Antes de entrar en ellas con un cierto pormenor, conviene partir en este punto de las diferencias que estos poemas presentan respecto a composiciones análogas de pocos años atrás, como son las dedicadas a las obras de dos compañeros italianos de cautiverio, Barthlomeo Ruffino de Chiambery (Sopra la desolatione della Goletta di Tunisi. Insieme la conquista fatta da Turchi de regni di Fezza di Morocco, 1577, con dos sonetos de nuestro autor) y Antonio Veneziani (el cancionero Celia, ya compuesto en 1579, al que Cervantes añade unas octavas encomiásticas). Son éstas obras poco innovadoras, una crónica o relación de sucesos y un poemario al viejo estilo, y, sobre todo, se trata de textos que quedaron manuscritos en su momento, por lo que sólo cabe ver en el gesto cervantino una muestra de amistad o camaradería, al margen del posible aprecio real que pudiera tener por los textos. En el entorno de la corte la situación cambia, ya que quien debía estar ya en las postrimerías de la redacción de su novela y preparando su publicación ofrece sus poemas a obras destinadas a abrirse paso en el mercado de la imprenta e incorporando aires de alguna novedad respecto a los modelos recibidos, tanto en la lírica como en la épica. Esta relación viene a apoyar la imagen de la decidida orientación cervantina hacia una forma de profesionalización en el mundo de las letras, abatidos ya los anhelos de protección señorial. Y nada mejor para ello que el espacio de una corte en la que, sin alejarse de los salones nobiliarios, el escritor tiene cerca a libreros, impresores y lectores, sumando a su cultura literaria arraigada décadas atrás el aire de los nuevos tiempos, el gusto de un público que acabaría impulsando una de las caras de la novedad en el arte de esos tiempos.

El intento no debió de resultar muy fructífero, ya que pocos años después de aparecida La Galatea Cervantes parte para el «laberinto andaluz». Allí lo encaminan sus necesidades materiales, y desde allí contempla los cambios impulsados en la corte por el impetuoso Lope, mientras intenta mantener los vínculos adquiridos, con la continuación de la práctica encomiástica para los preliminares de impresos, incluida la primera edición de las Rimas lopescas, en 1602. Pero en los caminos, las calles y las prisiones del Sur vida y literatura se cruzan con matices muy diferentes a los adquiridos años atrás, entre las penalidades del cautiverio y la vigencia de los sueños de juventud. Son años de silencio, de lenta maduración, preparatoria de la explosión de creatividad al lustro de la aparición del Quijote; en el campo específico de la poesía, también años de contacto directo con dos de las alternativas surgidas a ambos lados de la tradición petrarquista, la que llevaba a su desbordamiento cultista, en plumas como la de Herrera, y la que rundía modelos antipetrarquistas italianos (con referencias señeras en Aretino y las paschinatte) con una veta de tradición popular, de sátira y burla; si la primera apenas dejó huellas en su producción en verso, de la segunda quedaron ecos no exentos de relevancia, como la relación con el grupo de burlones hispalenses responsable de la sonetada a Lope durante su estancia en Sevilla, y, en el mismo entorno, el que constituyera la «honra principal de mis escritos», según el autor confesara en el Viaje del Parnaso (IV, v. 38), el soneto al túmulo de Felipe II a orillas del Guadalquivir, formando pareja genérica con el dirigido a la poco gloriosa entrada del duque de Medina Sidonia en el Cádiz saqueado por los ingleses. Entre las ocupaciones administrativas y los forzosos retiros carcelarios, estos años suponen un paréntesis, si no en la escritura -de lo que no tenemos pruebas-, en las pretensiones cervantinas de inscribirse en la república literaria, en cuyos arrabales se mueve, pero sin consolidar posiciones ni en la corte madrileña ni en el emporio sevillano. No le valieron los intentos emprendidos en otras vías, las de la poesía pública, con sus dos canciones a la Invencible, al comienzo del periplo andaluz, o la peregrina glosa a san Jacinto compuesta para competir en un certamen zaragozano, por más que resultara ganadora y apareciera en la correspondiente relación, de 1595. Eran caminos que ya se manifestaban poco idóneos para acceder a un puesto de preferencia en las laderas del Parnaso; cuando en el Viaje el protagonista se ve ante Apolo sin sitio donde sentarse y aun sin capa para poner en el suelo, está levantando acta de esta situación y de la posición excéntrica, desplazada del centro de la república literaria, desde la que hay que enfocar la valoración de una poesía prácticamente condenada a seguir el camino iniciado con La Galatea, aunque convertido ahora en sendero más estrecho por el tenor genérico de las nuevas entregas editoriales.

Seguramente tratando de consolidarlas, al menos la primera de ellas, es como Cervantes en 1604 sigue a la corte a Valladolid, trasladada allí por el duque de Lerma desde 1601. Ya estaría en tratos con Francisco de Robles, hijo del responsable de la edición de La Galatea, Blas de Robles, y finalmente sostenedor económico de la primera salida editorial de don Quijote. Con ella el autor se siente reconocido como tal, y sin duda de ello es reflejo la distinción que establece en el prólogo a las Novelas ejemplares: «este digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha, y del que hizo el Viaje del Parnaso», como si sólo mereciera nombre de «autor» quien ve sus obras en letras de molde, condición de que en 1613 aún no gozaba el Viaje (1614). El reconocimiento vinculado a la imprenta marca el resto de la trayectoria de Cervantes y, en particular, su relación con la poesía, enmarcada en los empeños por vivir de la pluma, como allá en Valladolid lo pintara su hermana en las declaraciones motivadas por el proceso Ezpeleta, cuando dice que Miguel es «un hombre que escribe y que trata de negocios»; si no cabe trasladar estas palabras como una conversión de la escritura en negocio, sí resulta indudable el peso de la buena acogida dispensada por los lectores al Quijote en las posibilidades abiertas a su autor, ya de regreso a Madrid, para inscribirse en un parnaso, por más que éste no resultara el de la poesía, sino el de los mismos géneros, la narrativa y el teatro, que primero atrajeron su interés al regreso a España. Entre las distintas entregas editoriales que se suceden prácticamente sin interrupción entre 1611 y 1617 sólo una se aparta de estos géneros o, mejor dicho, ensaya una fusión entre narrativa y poesía, ya que el Viaje no sólo es un relato en verso, sino una fábula en torno a la poesía, la idea cervantina acerca de este arte y el panorama de su cultivo en la España del momento, si no fuera mejor decir que pone en texto el conflicto entre el ideal cervantino de la poesía y un entorno en la que ya ésta tenía poco encaje.

La dimensión última del Viaje del Parnaso se hace más evidente si atendemos a una trayectoria como la esbozada que si situamos el texto en el marco de un escaso, esporádico o disperso cultivo de la poesía. Este último es el escenario acorde a una imagen del autor como escasamente dotado para el género, según pareciera que él mismo asume, en repetidos, aunque no bien conocidos, versos del Viaje, interpretados literalmente sin tomar en consideración que los mismos son puestos en boca del protagonista de un extenso poema de reivindicación de su escritura y de puesta en solfa de un parnaso en el que no puede encontrar el sitio que merece. Como hemos de volver más adelante sobre el manoseado terceto, me detengo ahora en el sentido de una trayectoria. En ella hemos visto a Cervantes moverse en torno a los ejes del mercado, en el que entra de lleno con los géneros narrativo y dramático; en cuanto a la poesía, si bien es cierto que nunca llegó a plantearse la publicación de un libro exento, no es menos cierto que nunca abandonó su cultivo ni su celebración y que tampoco dejó de moverse en el entorno de la poesía impresa y de algunos de los autores que más contribuyeron a la profesionalización del poeta o, al menos, a la consolidación de su comercio con la imprenta, como comprobamos al repasar las catorce composiciones laudatorias que Cervantes ofrece en otros tantos volúmenes, ocho de los cuales lo eran de composiciones poéticas sensu stricto, con firmas como las de Pedro de Padilla, Juan Rufo, Gabriel López Maldonado, Diego Hurtado de Mendoza y el propio Lope de Vega. Tan sistemática reiteración es indicativa de una evidente voluntad por parte del autor, no atribuible en exclusiva a razones de sincero afecto personal o admiración por la obra del poeta elogiado, ya que el círculo es lo suficientemente amplio, e incluye, aun sin contar la diversidad de autores de tratados de distinta naturaleza, figuras muy cercanas, como la del linarense Padilla, identificado como el trasfondo real de alguno de los personajes pastoriles cervantinos, o Hurtado de Mendoza, con la misma peculiaridad, pero fallecido bastantes años antes de la publicación de sus versos, por no hablar de Lope, con tan oscilantes relaciones con nuestro autor y tan poco esclarecidas en su coincidencia sevillana. Así, sólo cabe entender esta insistencia como manifestación de una voluntad cervantina por alcanzar reconocimiento y presencia pública por esta vía, y hacerlo de manera privilegiada en el apartado de la poesía impresa, donde se iba consolidando uno de los vectores que se harían dominantes en la configuración del campo literario en los años siguientes. Y no sólo refleja el hecho una sostenida voluntad; también es indicio de un cierto éxito en la empresa, a tenor de la acogida de alabanzas y firma cervantinas en un espectro tan amplio de autores a lo largo de más de treinta años. Si en el primer caso, el soneto al Romancero de Pedro de Padilla (1583) sí pudiera pensarse en una relación personal y constatarse el papel de mediación que pudiera haber jugado López de Hoyos, el antiguo maestro y primer editor de Cervantes, cuya firma avala la aprobación de la obra; o, si para los últimos títulos, desde las Obras (1610) de Hurtado de Mendoza, a Los amantes de Teruel (1616), de Juan Yagüe de Salas, y la Sacra Minerva (1616), de Miguel Toledano, todas ellas con sonetos cervantinos en los preliminares, pudiera atribuirse su presencia a la notoriedad adquirida a partir del Quijote de 1605 e incrementada con las publicaciones a partir de 1611, no valen dichas explicaciones para los otro ocho poemas laudatorios, entre 1584 y 1602, sobre todo en los últimos años, ya muy lejos el eco de La Galatea, por otra parte, no demasiado grande. Hemos de pensar, pues, en que, como era habitual en esos años, la actividad poética de Cervantes fuera más amplia que la registrada en los testimonios que conservamos, y que con ella Cervantes busca y en cierto modo consigue una reseñable presencia en los ambientes poéticos, a cuyo registro contribuyen otras noticias y referencias, como las relativas a su protagonismo en la consolidación del romancero nuevo o sus aún oscuras relaciones con los ambientes sevillanos del soneto burlesco.

Ciertamente, esta actitud cervantina y sus logros pertenecen al ámbito de la sociología literaria y nada nos dicen sobre la naturaleza y condición de su verso. Sí son, en cambio, muy importantes para apreciar la profundidad de sentido de las declaraciones y, sobre todo, implicaciones contenidas a lo largo de la fábula del Viaje del Parnaso, el texto en el que de manera más amplia y sistemática Cervantes trata de la poesía y trasluce sus propias concepciones, si bien de manera oblicua y velada como corresponde a la condición de esta fábula con mucho de onírico, ya que en gran medida arranca como un mecanismo compensatorio de la decepción provocada por el criterio de los Argensola al excluirlo del séquito poético del conde de Lemos al marchar a la corte virreinal de Nápoles. Este inequívoco sentimiento también aflora en algunas composiciones de Góngora y en páginas de Cristóbal de Mesa y Suárez de Figueroa, quienes compartieron la misma frustración, pero sólo en Cervantes se sublima en un discurso de tan amplio aliento y tan profundo calado, que acaba convirtiéndose en la más rica y vivida pintura del panorama poético del momento, a la vez que la más lúcida y desnuda exposición del concepto cervantino de la poesía y su actitud ante ella. Y todo ello basado en una tensión, especialmente llamativa en el caso de nuestro autor, de quien hemos visto su deriva hacia los territorios del mercado y la profesionalización, pero sin renunciar a las expectativas del mecenazgo, Y ello no por una actitud servil, ajena a quien siempre hizo de la libertad bandera y mantuvo el ideal contenido en los espléndidos versos finales del temprano soneto puesto en boca de Gelasia en La Galatea:


«¿Quién, en las horas de la siesta ardientes,
no buscará en las selvas el reposo,
   por seguir los incendios, los temores,
los celos, iras, rabias, muertes,
penas del falso amor, que tanto aflige al mundo?
   Del campo son y han sido mis amores;
rosas son y jazmines mis cadenas;
libre nascí, y en libertad me fundo».


El argumento de estos versos y del personaje que los sustenta se sitúan en el plano amatorio y avanzan la actitud convertida en emblemática por la Marcela del primer Quijote, dándole a la voz femenina un particular protagonismo en un más extendido rechazo de la exaltación amorosa y, a través de ella, de la poética petrarquista sustentada en la idealización amorosa. También adelantando la actitud de la quijotesca Marcela, el verso de Gelasia vincula el rechazo de la tiranía erótica con el retiro y el refugio en la naturaleza, entre el beatus ille y el menosprecio de corte tematizados en la magna síntesis del Quijote, con la opción del caballero andante y su rechazo de los modelos cortesanos, reiteradamente manifiesto. La lectura meta-poética de esta actitud, a partir de la dualidad natura/ars se orienta hacia un modelo estético identificable, pero también hacia una actitud pragmática opuesta a cualquier tipo de servidumbre para la lírica, ya sea la del mercado, ya sea la impuesta en los salones nobiliarios. ¿Qué significa, pues, en esta perspectiva la esperanza cervantina de sumarse al entorno poético-cortesano de Lemos? Quien se enorgullecía de no haber puesto nunca su pluma al servicio ni de la adulación ni de la invectiva bien pudiera estar asumiendo implícitamente (o no tanto) que fuera de una cierta protección del poderoso, de un modus vivendi libre de la tiranía del mercado, la vida puede ser inhóspita y la poesía verse lastrada por sus exigencias. La coincidencia en torno al viaje real y virreinal de los escritores mencionados como excluidos, de los agraciados y de los Argensola como muñidores de la elección revela la complejidad del campo. El doble gesto de Cervantes, el de la frustrada expectativa y el de la sublimación en texto, lo muestra como verdadero campo de batalla. Así aparece en el argumento de la sátira, como burlesca recreación del motivo del asalto y defensa, en este caso, del Parnaso. La batalla más radical, sin embargo, es la apuntada entre los integrantes de la heterogénea falange de ese parnaso hispano y contemporáneo que se apresta en defensa del monte de Apolo.

La crítica ya ha asentado con rotundidad la ironía latente bajo tantas alabanzas repartidas entre la extensa nómina de poetas mencionados, descubriendo en lo convencional y uniforme de sus elogios un principio de neutralización. En él destaca la dimensión de la figura protagonista, como desdoblamiento del autor, pero no estamos únicamente ante una estrategia de autoexaltación. Más bien es un viaje iniciático del propio escritor en busca de su lugar en el Parnaso, en pos de definir su situación en términos de posiciones de campo. La metáfora del asiento o, mejor dicho, de la falta de asiento ante Apolo proporciona la imagen de este problema de ubicación, pero su explicación última la encontramos a partir de la propia concepción del campo literario, tal como la define Pierre Bourdieu, incluyendo la consideración del mismo como un campo de batalla. Y es que, a diferencia de los modelos desarrollados en abadías, salones cortesanos y academias, lo que define un campo literario es su heterogeneidad, la diversidad de estrategias en confluencia y conflicto, la articulación en términos de centro y periferia, de inclusión y de márgenes, dotado por ello de un dinamismo fruto de las tensiones existentes, de unos enfrentamientos que no pueden reducirse a términos de escuela ni, mucho menos, de «islotes geográficos», pues tiene más que ver con las posiciones autoriales dentro de ese campo y los discursos en que se inscriben, entre el servicio, el mecenazgo, el mercado y la marginalidad. Todos ellos aparecen retratados y puestos en evidencia en los tercetos del Viaje, junto a figuras no menos características del momento, como los poetas vergonzantes, los oficiales metidos a versificadores, los académicos y los poetas de ocasión. Su pintura denota la aguda visión cervantina de esta situación y la dolorosa conciencia de su marginalidad respecto a la misma, y una y otra nos ayudan a entrever la posición singular de nuestro autor en el campo de la poesía, en parte como una opción, en parte como resultado de los cambios experimentados en la república de las letras y la deriva hacia una situación tan dispar de la que Cervantes conociera cuando ensayara sus primeros versos.

Ya en otro lugar me detuve en el sentido y las consecuencias de la batalla real cuyo reflejo entrevemos en los tercetos del Viaje, poniéndolas en relación con la orientación de la poesía hacia derroteros menos vinculados a la expresividad, a la intimidad confesional, en beneficio de distintas formas de distanciamiento, entre el puro convencionalismo académico y manierista, de un lado, y la radical distancia estética de la escritura gongorina. No volveré, pues, sobre ello. En su lugar, podría ser útil tratar de esbozar el perfil que como poeta Cervantes deja traslucir en estas páginas, tanto en lo que dice de los demás moradores del parnaso hispano contemporáneo, como en la forma misma elegida para ponerlo en pie. No deja de ser significativo a este respecto que el único volumen de versos no cómicos de Cervantes (bien que heroicos, pero no líricos, por usar la terminología del autor) aparezca como respuesta a la falta de protección por Lemos y que en la propia fábula de la obra se insista en la alabanza del presunto mecenas y en el intento de ocupar un lugar en su cortejo poético, esbozando una pintura en verso de las fiestas napolitanas de que diera cuenta la relación en prosa de Juan de Oquina. Sin duda, esta tensión tiene una incidencia en algunas de las características del poema y su relación con el conjunto de la producción cervantina en verso. Repárese, en primer lugar, en que, por vía diversa a la que discurre entre el «Canto de Calíope» y el Laurel de Apolo, el Viaje del Parnaso representa a la vez una amplificatio y una hipérbole de los poemas de encomio con que el autor había salpicado con profusión preliminares impresos; la magnificación se revela en el tono y, de manera particular, en la desmesura de la alabanza y, sobre todo, en el número de poetas o, por mejor decir, versificadores que la reciben. De otro lado, la relevancia del valor de «parnaso» como materia del poema no es mayor que la correspondiente a «viaje» como perspectiva desde la que aquella se enfoca, con el Parnaso como meta y también como signo de frontera. Es de notar que para alcanzarlo el poeta debe abandonar la corte, punto de partida de fábula y poema, como si el lugar de la poesía y el centro de la vida social manifestaran una suerte de incompatibilidad, nuevo elemento de melancolía para quien había venido guiando sus pasos en la estela de ese centro. El viaje de salida es simultáneamente el precio y la oportunidad para obtener una perspectiva desde la que contemplar el campo que queda atrás. La atalaya se alegoriza en la nave hecha de versos en que se embarcan, al llamado de Apolo y el listado de Mercurio, un parnaso (de poetas nacionales y actuales) rumbo al Parnaso para entrar en una batalla que, uniendo España con Italia, devuelve al poeta Cervantes a los escenarios de su gloria militar y de sus juveniles ilusiones de gloria lírica. Sin embargo, la misma desmesura del planteamiento, con velados ecos de la idea de cruzada, junto con la melancolía de la conciencia y la distancia proporcionada por el viaje, se traducen de inmediato en un efecto irónico, con que se tiñen todas las afirmaciones del poema, incluidas las alabanzas, obligando al lector a volver a la baciyélmica visión cervantina y contemplar desde ella una realidad confusa, como su comedia, y en abierta situación polémica.

Si la despedida de la corte era necesaria para alcanzar la fuente de la verdadera poesía, pero también del reconocimiento, el laurel de Apolo, es la corte el espacio en que la primera se desarrolla y la segunda se manifiesta. Junto a la ironía de la mirada, la paradoja del campo abordado potencia el carácter dual, desdoblado, de todas las imágenes que aparecen en el poema, incluyendo los juicios del autor desdoblado en personaje y, por tanto, sin una distinción clara de su verdadera voz y los ecos producidos en la bocina de la máscara. La ambivalencia de la posición autorial se corresponde con la dicotomía con que la realidad aparece pintada. El enfrentamiento bélico de los dos bandos, atacantes y defensores del Parnaso, emblematiza, pero no encierra, otras polaridades -sobre las que volveremos-, muchas de ellas girando en torno a la posición social de los poetas (linaje, formación, reconocimiento, riqueza), pero sin acabar de resolverse en una clara distinción entre poetas buenos y malos. El episodio de transfuguismo, cuando antes de comenzar la batalla, una veintena de poetas se cambian del bando de los defensores al de los impugnadores, es indicio cierto de la labilidad de fronteras y la precariedad de las posiciones. En tan confuso panorama algo se yergue como valor generalmente asumido, si no es por la mirada irónica de Cervantes y su alter ego en la ficción, a su vez también desdoblado por la adición de la «Adjunta» y, frente a la fantasía alegórica del Viaje, un supuesto realismo basado en el retorno a la prosa y el escenario de la corte, si bien la aparición de Pancracio de Roncesvalles, frente a la historicidad de los nombres presentes en los ocho capítulos en verso, nos devuelve a la ambigüedad y la indeterminación. El grotesco mensajero de Apolo en la «Adjunta» es una imagen degradada del Mercurio del capítulo I, a la vez que una continuación del personaje que con sus reconocibles pretensiones se acerca al protagonista al final del capítulo VIII: «Un cierto mancebito cuellierguido, / en profesión de poeta, y en el traje / a mil leguas por godo conocido, / lleno de presunción y de coraje» (vv. 433-436). A su reproche por haber quedado fuera del viaje y del Viaje (nueva paradoja: mientras aparece como personaje en sus tercetos) le sigue una manifestación de la actitud opuesta: la del rechazo por ser incluido «en lista con tan bárbaro decoro» (VIII, v. 450). En este caso no se trata de un joven con aspiraciones, sino más bien un último representante de la clase de poetas vergonzantes, por más que «al parecer, de argentería, / de nácar, de cristal, de perlas y oro / sus infinitos versos componía»; tras tan torrencial y cultista producción el anónimo versificador prefiere no salir de esta condición. Son dos opciones contrarias, pero por completo coincidentes en un aspecto: el del valor de reconocimiento concedido a la empresa cervantina, ya se trate de la ficcional leva de poetas para el frente del Parnaso, ya se trate de la real inclusión en el poema. Ahora en una posición de equivalencia, en el ecuador de la composición, otro de los descontentos, en este caso uno de la canalla, le hace un reproche similar al protagonista:


   «-¡Oh tú, dijo, traidor, que los poetas
canonizaste de la larga lista,
por causas y por vías indirectas!».


(IV, vv. 490-492)                


Camino del canon, el poema da cuenta de cómo entre los poetas empieza a asentarse una idea y una imagen de la república literaria y la conciencia de la capacidad de ciertos mecanismos, incluyendo las nóminas y los juicios críticos, para otorgar o negar carta de ciudadanía en sus plazas. Quizá por ello, mientras los rasgos de la institución literaria empiezan a fijarse, se percibe que el suelo sobre el que se establece está formado por un campo diferenciado, con integrantes de muy dispar naturaleza, y entre todas ellas destaca la singularidad de la figura cervantina, tanto por lo particular de su posición como, sobre todo, por la aguda conciencia que tiene de la misma y la forma en que la manifiesta. El Viaje muestra, con una lucidez que lo convierte en emblemático, la estrecha relación entre la articulación de diferencias en el campo y la posición (o desubicación) en el mismo en que se encuentra Cervantes.

Ante la vista del peregrino y desubicado personaje pasa una galería representativa del panorama poético del momento, sumando al listado aportado por Mercurio una variada galería de tipos, no siempre individuados con su nombre. De hecho, esta galería se inicia, en el capítulo IV, con un grupo empeñado en ocultar su nombre, formado por seis clérigos que rechazan el vínculo con la poesía, en abierto contraste con su insistente cultivo, en señal de una baja consideración de este arte y el sentimiento de ser algo ajeno a su estado y condición. A modo de revancha, Cervantes no duda en proporcionar sus nombres, antes de dar paso a la continuación de la serie con el grupo integrado por señores vinculados al ejercicio de las armas y, a continuación, el de los doctos. Todos ellos quedarían englobados bajo el rótulo de «poetas titulados» (V, v. 314), en ambigua denominación que haría referencia a la vez a la posesión de títulos (clericales, nobiliarios o académicos) y a la ostentación del título de poetas. De hecho, los tres grupos representarían, incluso en el orden de su aparición, si no las tres etapas, sí los tres grandes modelos de la poesía culta entre los siglos XV y XVI: el de los herederos del mester de clerecía, proyectados en el protohumanismo a través de algunas variantes de los decires narrativos, que conviven con la poesía de cancionero en las cortes de Juan II y Enrique IV; el de los poetas soldado de la generación de Garcilaso y el contacto más directo con el Canzoniere petrarquista, representantes del primer lirismo renacentista; y, finalmente, el de la generación de fray Luis y Herrera, vinculados a distintos modos de academia y caracterizados por la elevación de su materia y su tono poéticos. Cervantes, si bien pasó por la milicia y mantuvo la admiración por la poesía que éstos cultivaban, ya no pertenece al patrón social y estético de Garcilaso y Hurtado de Mendoza; mucho menos, al de los clérigos y académicos, por lo que difícilmente puede identificarse con ellos, y, sin menoscabo de dicha admiración y algunos préstamos e imitaciones, se aleja de la integración en su modelo poético.

Más apreciable es su separación, sin la no demasiado disimulada ironía con que trata del grupo anterior, de los versificadores que en el capítulo siguiente aparecen en forma de lluvia y granizo, inundando el barco hasta provocar el hundimiento por Neptuno, invocado ante la amenaza que representan. Convertidos en calabazas y odres de viento, su presentación los vincula a la chusma o granuja de los condenados al remo, y a ellos alude en varias ocasiones el narrador como «canalla», para situarlos en las antípodas de los anteriores. De manera simétrica, en el capítulo siguiente, el VI, hace su aparición la Vanagloria, con todo su alegórico acompañamiento y su emblemática representación, haciendo parejas con la presencia de la Poesía en el capítulo IV, en una clara contraposición. La posible referencia a Lope tras la metáfora de la hinchazón, no de estiló, sino de ínfulas de poeta, encuentra correspondencia con otras caracterizaciones de este bando, que, sin ser de los que tratan de asaltar el Parnaso, no son la mejor compañía para quienes intentan defenderlo. De hecho, uno de los primeros rasgos que identifican a los malos poetas que tratan de asaltar el monte de Apolo es que «iban libros enteros disparando» (VII, v. 156); aun teniendo en cuenta que, como era habitual en la época, Cervantes incluye bajo el nombre de «poetas» también a los cómicos y los heroicos (y, de hecho, luego se hace mención a comedias y a novelas), no deja de pensarse en los libros de versos que se estaban normalizando en la época, entre el mercado y la caracterización genérica, y que Cervantes nunca practicó. Unos versos más adelanté la referencia se explicita o se especifica, cuando tras Las Habidas de Arbolanche se hace reiterada referencia a las Rimas (VII, 184), identificadas con poemarios impresos, sobre todo cuando se las califica como «Rimas solas» (VII, v. 194) y «Rimas sueltas españolas» (VII, v. 198); el detalle trasluce el rechazo cervantino no sólo a la mercantilización de la poesía (el rechazo de quien, no obstante, persiguió el triunfo profesional en los otros géneros de bellas letras), sino también al modelo que representan, como una degeneración de lo mejor de la herencia petrarquista. Así lo manifiesta en una pintura de la batalla trabada entre defensores y atacantes del Parnaso:


   «Tan mezclados están, que no hay quien pueda
discernir cuál es malo o cuál bueno,
cuál es garcilasista o timoneda».


(VII, vv. 292-294)                


Aunque la confusión es la propia de la batalla, y a ella alude directamente, no deja de funcionar como un reflejo de la realidad en la que se borran las diferencias entre los herederos de Garcilaso y quienes, como el poeta y editor valenciano, convierten la impresión de versos en un modus vivendi. Este valor para los «timonedas» queda confirmado más adelante en las palabras del «poeta, mancebo y estudiante» del capítulo siguiente, quien en su alabanza de la comedia y la capacidad del género para inmortalizar a los autores afirma que «fue desto ejemplo Juan de Timoneda, / que, con sólo imprimir, se hizo eterno / las comedias del gran Lope de Rueda» (VIII, vv. 13-15).

El pasaje se produce una vez finalizada la batalla, decantada finalmente por la decisiva intervención de Góngora, cuya munición difiere radicalmente de la enemiga:


   «De sus sabrosas burlas y sus veras
el magno cordobés un cartapacio
disparó, y aterró cuatro banderas».


(VII, vv. 256-258)                


La alusión a la compilación manuscrita corresponde a la realidad de la transmisión gongorina y subraya la diferencia con quienes publican Rimas. Asentada esta oposición, la mentalidad militar de Cervantes coloca en el punto determinante de la batalla no los proyectiles propios de las armas de fuego, sino la espada manejada con mano diestra y caballeresca, y así enardece al cordobés:


   «De llano no le deis, dadle de corte,
estancias polifemas, al poeta
que no os tuviere por su guía y norte».


(VII, vv. 322-324)                


Los términos «llano» y «corte» son propios de la esgrima, señalando el ancho y el filo de la espada, respectivamente, a la vez que los golpes dados con ella. Pero no sólo esto. Lo normal era el uso de «plano» y «filo» para designarlos, palabras bisílabas como las anteriores, por lo que la elección se carga de sentido. «Llano», obvio es recordarlo, se había convertido en el adjetivo caracterizador de los seguidores de Lope, que elevaba su ideal de llaneza a canon nacional y bandera contra los poetas cultos. Frente a ello, «corte» designaría a los poetas fuera de este entorno, vinculado a la publicación de Rimas, como las del propio Lope, al que Cervantes no dejó de acompañar con una composición encomiástica en su primera salida, en la Sevilla en que ambos poetas coincidieron. Mucho había llovido, sin embargo, desde entonces, y no sólo en forma de las rivalidades suscitadas en el campo de la novela, con burlas y ataques por una y otra parte. También había variado el sentido poético cervantino y la posición del autor, y ese Góngora triunfante en su arte desde posiciones de marginalidad se le impone como un nuevo valor. La rima con corte, dos versos antes y como designación del espacio madrileño, refuerza con la homofonía la disemia del término en el terceto reproducido, insistiendo en la diferencia entre los dos modelos poéticos y añadiendo un nuevo matiz.

Entre las dos menciones a Góngora el poema desarrolla y articula la oposición establecida. Por parte enemiga aparecen «cinco melifluos sobre cinco potros» (v. 265), a los que siguen «de romances moriscos una sarta» (v. 271); con el «trovador repentista» mencionado unos versos atrás (v. 245) componen el friso de la canalla, los timonedas y los llanos, reuniendo en sus filas al versificador ocasional y sin arte, quienes hablan «con dulçura y suavidad» (así define Covarrubias a los melifluos); esto es, quienes siguen de manera amanerada las convenciones petrarquistas, y, en fin, aquellos en cuyas manos el romancero nuevo que el propio Cervantes contribuyó a instaurar deriva hacia formas estereotipadas y marcadamente lopescas. Frente a ellos, el ideal viene representado por los hermanos Argensola, precisamente aquellos que lo. habían dejado en tierra cuando el séquito de Lemos partió para Nápoles; son mencionados Lupercio y Bartolomé, con más extensión éste último, para configurar con claridad un ideal estético, propio de unos poetas que también habían desdeñado la imprenta:


   «Quiso Apolo, indignado, echar el resto
de su poder y de su fuerza sola,
y dar al enemigo fin molesto.
   Y una sacra canción, donde acrisola
su ingenio, gala, estilo y bizarría
Bartolomé Leonardo de Argensola,
   cual si fuera un petarte, Apolo envía
a donde está el tesón más apretado,
más dura y más furiosa la porfía.
   Cuando me paro a contemplar mi estado
comienza la canción, que Apolo
pone en el lugar más noble y levantado».


(VII, vv. 276-288)                


El texto elegido como paradigma no podía ser más revelador: una canción que parte del verso de Garcilaso para derivar hacia una consideración moral propia de la epístola horaciana y una conformación estilística alejada de la deriva de un petrarquismo desgastado por la imitación.

Una nueva ambigüedad, sin embargo, viene a sumarse a la relativamente justificada distancia cervantina respecto a los hermanos aragoneses, ya que ambos participan en gran medida del perfil con el que comenzara el repaso satírico por las distintas posiciones de campo, pues el clérigo Bartolomé tematizó en la epístola a D. Fernando de Ávila y Sotomayor su resistencia a la imprenta, y el secretario Lupercio mandó quemar sus versos al modo virgiliano, conformando una imagen muy cercana a la de los clérigos poetas vergonzantes. Y es que en el escenario de la poesía española de su tiempo Cervantes apenas halla donde poner los ojos que le despierte una cierta sensación de identidad. En el capítulo final el narrador encuentra que, si él no tuvo sitio entre el parnaso hispano, a sus dos extremos, los doctos y los romancistas, los cultos y los llanos, también quedan excluidos del Parnaso:


   «Los demás de la turba, defraudados
del esperado premio, repetían
los himnos de la Envidia mal cantados.
   Todos por laureados se tenían
en su imaginación, antes del trance,
y al cielo quejas de su agravio envían.
   Pero ciertos poetas de romance
del generoso premio hacer esperan,
a despecho de Apolo, presto alcance.
   Otros, aunque latinos, desesperan
de tocar del laurel sólo una hoja,
aunque del caso en la demanda mueran».


(VIII, vv. 100-111)                


En su repaso, al hilo de la fábula, Cervantes muestra la avanzada consolidación de un campo diferenciado, con extremos muy marcados y en abierta contraposición, pese a las numerosas categorías que se establecen entre uno y otro. La abundancia de practicantes del metro en todas sus variantes se presentan como una hinchazón, en forma de lluvia torrencial que amenaza con inundar el barco, una «poetambre» en cuyo mismo número y dispersión las alabanzas dispensadas se diluyen bajo efecto de la ironía. No obstante, el no muy velado juicio cervantino parece chocar con la situación que se impone, pues la abundancia de versificadores amenaza el propio Parnaso y deja sin lugar al propio autor, con la doble condena de la exclusión y la pobreza, ya que no posee ni una capa para doblar y sentarse sobre ella. Entre «poetas titulado» y «canalla» el autor que ha dedicado esfuerzos, encomios y relaciones para situarse en una posición de campo se encuentra desubicado.

La marginalidad es asumida con lucidez, pero la melancolía que trasmina bajo la irónica pintura de la narración muestra a las claras que no era ésta una situación deseada por Cervantes, sino fruto de las circunstancias. Si sobre las tablas fue Lope quien se alzó con la monarquía escénica para condenarlo al ostracismo, algo similar ocurre en el campo de la poesía, aunque en este caso no cabe encontrar una figura igualmente hegemónica, sino una dispersión de modelos, unos cruces de caminos en los que el autor, si no una clara configuración de un ideal de poesía, sí ha perdido el norte con el que tratar de alcanzarla y, sobre todo, de plasmarla en una república literaria donde encuentra escasa aceptación, como él mismo refleja al trasladar algunos juicios sobre su persona. Su voluntad de reconocimiento queda patente en sus reproches a los poetas vergonzantes y en los argumentos con que los sostiene:


   «También tiene el ingenio su codicia,
y nunca la alabanza se desprecia
que al bueno se le debe de justicia.
   Aquel que de poeta no se precia,
¿para qué escribe versos y los dice?
¿Por qué desdeña lo que más aprecia?
   Jamás me contenté ni satisfice
de hipócritos melindres. Llanamente
quise alabanzas de lo que bien hice».


(IV, vv. 334-342)                


La distinción se establece entre la concepción de la Poesía alegorizada en el capítulo IV, como formulación ideal, y la contrafigura igualmente emblemática del capítulo VI, la Vanagloria, triunfante en la realidad, verdadera amenaza para el monte de Apolo y motivo de la exclusión cervantina. Entre una y otra, entre el ideal y la realidad, como en lo más característico de su fabulación, Cervantes ve cómo su noción de la poesía también ha de enfrentarse a molinos de viento, hinchados como las velas de sus aspas y tan demoledores como éstas sobre don Quijote. Quien mejor supo pintar el campo literario de la poesía española en sus primeros pasos fue el excluido de sus límites, el desplazado por unas posiciones que nunca quiso o nunca supo asumir como propias.




Posición ante la poesía

Cervantes no disfrutó de una clara posición de campo en el dominio de la poesía. Cosa bien distinta es que el autor no consolidara y mantuviera a lo largo de su extendido comercio con el verso un posicionamiento ante la poesía, con una claridad mayor que la reconocida por la crítica, enredada en continuas divagaciones, perdida en la comparación con su prosa o con los poetas contemporáneos y muy desorientada por tomar al pie de la letra algunas de las afirmaciones del maestro de la ironía. Con ese marcado carácter llegan a manos del Cervantes personaje, en la «Adjunta al Parnaso», los «Privilegios, ordenanzas y advertencias que Apolo envía a los poetas españoles». En las jocosas pragmáticas compuestas bajo máscara por Cervantes autor se recogen algunos de los motivos que componen su juicio sobre la poesía y el lugar que reclama para el poeta con el que él mismo se identifica. Muchos de ellos resultan reconocibles en otros pasajes de su obra, confirmando su valor para articular la visión cervantina de este arte. En las primeras se hace referencia a la condición del poeta como pobre y humilde, tematizada en el Viaje del Parnaso y recurrente en varios de sus pasajes; el motivo se vincula directamente al de la marginalidad y la exclusión, así como a la distinción del poeta de señores y oficiales, más aún de quienes convierten el verso en materia vendible, además de manifestar la distancia existente (y ampliamente experimentada en carne propia) entre las aspiraciones del escritor y el reconocimiento alcanzado entre el público. Le sigue la confirmación de la convencionalidad de la fabulación acerca de las amadas, estilizadas bajo nombres poéticos y sobre todo por una fábula amorosa que ocupaba gran parte de la poesía del momento y que, por el contrario, no está presente en prácticamente ninguno de los versos propios cervantinos (sirva quizá como excepción el romance sobre los celos, que él mismo alabó), aunque sí en boca de sus personajes, sobre todo en la de los pastores de La Galatea. Ya don Quijote había puesto en guardia a Sancho sobre el carácter de esta ficción:

«Sí, que no todos los poetas que alaban damas, debajo de un nombre que ellos a su albedrío les ponen, es verdad que las tienen. ¿Piensas tú que las Amarilis, las Filis, las Silvias, las Dianas, las Galateas, las Fílidas y otras tales de que los libros, los romances, las tiendas de los barberos, los teatros de las comedias están llenos fueron verdaderamente damas de carne y hueso, y de aquellos que las celebran y celebraron? No, por cierto, sino que las más se las fingen por dar sujeto a sus versos, y porque los tengan por enamorados y por hombres que tienen valor para serlo».


(I-XXV)                


No era juicio ajeno o sobrevenido al igualmente fingido caballero, quien en su conversión en tal ensayó el mismo ejercicio de composición y bautismo de una dama ideal como parte indispensable de su arreo. La insistencia no puede tomarse como lanzada a moro muerto y revela un sentido más profundo que el prurito de subrayar una evidencia. La convencionalidad denunciada no es la de un tópico, sino la de una poesía encerrada en esa ficción, reducida a la celebración de los atributos femeninos o el lamento por la pérdida o el desdén, agotada en sus formulaciones y limitada en un mundo que ya no es el ideal renacentista. Cervantes reserva las Filis o Amarilis para sus personajes, con su carácter de ficción e insertos en una polifonía donde las voces contrastantes revelan su teatralidad y se contraponen en un ejercicio rimatorio en que Cervantes, despojado de toda pretensión de expresividad personal, puede encontrar el verso afortunado o el rasgo de belleza perseguido, en una forma de lirismo liberada de las servidumbres de una retórica anquilosada. Así queda de manifiesto cuando, más adelante, el propio Apolo permite que en la composición de los versos se pueda «disponer de mí y de lo que hay en el cielo», para la repetición de la tópica metafórica de la manida descriptio puellae, armada con soles, rayos de Apolo, «estrellas, signos y planetas».

Le sigue a esta trascendente puntualización de Apolo la exigencia de honra para sus seguidores, en una reivindicación del ejercicio que inflexiona el menosprecio del género en el siglo anterior, del que los poetas vergonzantes del Viaje eran una última y extremada muestra. De manera muy significativa aparece a continuación la prohibición de enderezar el verso «en alabanzas de príncipes y señores», pues el «generoso ejercicio» del poeta lo equipara a los mismos, sin que su obra tenga que inclinarse a la adulación o el servilismo, tentación que se apunta en la temprana epístola a Mateo Vázquez y en la que no vuelve a incurrir quien incluso convierte las dedicatorias de sus libros impresos en templadas cortesías, cuando no en convencional taracea. La conciencia es clara, como su expresión en una ordenanza posterior:

«Ítem se advierte que si algún poeta quisiere dar a la estampa algún libro que él hubiere compuesto, no se dé a entender que por dirigirle a algún monarca el tal libro ha de ser estimado, porque si él no es bueno, no le adobará la dirección, aunque sea hecha al prior de Guadalupe».


La observación se encadena con la prevención hecha contra el hábito de poner los versos en la plaza (a diferencia de lo que el autor pretendía para sus ejemplares novelitas), ya sea en sentido recto («que ningún poeta grave haga corrillos en lugares públicos recitando sus versos»), ya en el figurado de dar a la imprenta: ni poesía pública ni poesía publicada convienen con el ideal cervantino de una poesía que, como se formula en La Gitanilla y encarna la misma Preciosa, con su sutil mezcla de frescura y decoro, tiene algo de secreto y escondido; así queda reflejado en un conocido pasaje, donde aparecen algunos otros de los motivos que estamos recorriendo:

«-Pues la verdad que quiero que me diga -dijo Preciosa- es si por ventura es poeta.

-A serlo -replicó el paje-, forzosamente había de ser por ventura. Pero has de saber, Preciosa, que ese nombre de poeta muy pocos le merecen, y así, yo no lo soy, sino un aficionado a la poesía; y para lo que he menester, no voy a pedir ni a buscar versos ajenos: los que te di son míos, y estos que te doy agora también; mas no por esto soy poeta, ni Dios lo quiera.

-¿Tan malo es ser poeta? -replicó Preciosa.

-No es malo -dijo el paje-; pero el ser poeta a solas no lo tengo por bueno. Hase de usar de la poesía como de una joya preciosísima, cuyo dueño no la trae cada día, ni la muestra a todas gentes, ni a cada paso, sino cuando convenga y sea razón que la muestre. La poesía es una bellísima doncella, casta, honesta, discreta, aguda, retirada, y que se contiene en los límites de la discreción más alta. Es amiga de la soledad; las fuentes la entretienen; los prados la consuelan; los árboles la desenojan; las flores la alegran; y, finalmente, deleita y enseña a cuantos con ella comunican.

-Con todo eso -respondió Preciosa-, he oído decir que es pobrísima, y que tiene algo de mendiga.

-Antes es al revés -dijo el paje-, porque no hay poeta que no sea rico, pues todos viven contentos con su estado, filosofía que la alcanzan pocos».


Sobre el robo de versos ajenos, práctica a la que no se sustrajo el propio Cervantes en sus primeros tanteos, insiste Apolo, aunque con un matiz que bien puede justificar la taracea cervantina:

«Ítem se advierte que no ha de ser tenido por ladrón el poeta que hurtare algún verso ajeno y le encajare entre los suyos, como no sea todo el concepto y toda la copla entera, que en tal caso tan ladrón es como Caco».


Antes de cerrar con una nueva y distanciada referencia al mecenazgo, la justificación definitiva de esta exculpación viene en la siguiente disposición de Apolo, cuando consagra a los cuatro poetas que pueden «alcanzar renombre de divino»: Garcilaso, Figueroa, Aldana y Herrera. A través del dios, Cervantes fija un canon, y la autoridad conferida a los modelos es la que se traduce en imitación, incluida la extrapolación de algunos de sus versos, a modo de reconocimiento, homenaje y actualización de un dechado poético. Garcilaso fue el poeta frecuentado y mantenido como devoción constante; Figueroa, también con una estancia italiana, compartida por Cervantes, es mencionado con frecuencia como una de las figuras ocultas bajo los disfraces pastoriles de los personajes cervantinos; Aldana es el que menos presencia tiene en la escritura cervantina, como modelo y como referencia, pero también encarna un ideal de poeta en altura de materia y dicción; finalmente, Herrera es el objeto de uno de los más sentidos poemas de Cervantes, en forma de epitafio y síntesis de una apreciación cabal de un modelo de poesía que hubo de tener una especial resonancia en nuestro autor, y no sólo en forma de imitación, como en las dos canciones dedicadas a la Invencible.

El canon cervantino de poetas divinizados jalona el desarrollo de la poesía en el siglo XVI y destaca a sus figuras más relevantes entre la poesía profana, sin caer en el plano más popular, con la frontera del romancero. Manifiesta su distancia con Lope, más allá de su encomiástica composición para las rimas, y muy alejado de Quevedo, al que, no obstante, dedica algún elogio menos convencional de lo corriente en el Viaje, Cervantes completa el canon con el más relevante de los poetas en el momento en que aparece el poema, poco después de que lo haya hecho el Polifemo y la Soledad primera. Sin ensayar siquiera la imitación de su estilo, Góngora es la otra gran referencia cervantina, el poeta en el que supo ver algunas de las más brillantes manifestaciones de su propio ideal poético, llevado a un extremo que él nunca pudiera imaginar. En las alabanzas seriadas del «Canto de Calíope» y del Viaje el cordobés queda ampliamente singularizado, con una relevancia que destaca sobre la rutinaria acumulación de tópicos laudatorios hacia el resto de los poetas. Como tendremos ocasión de ver, algo profundo unía a Cervantes con la poética gongorina, la misma que venía a poner en cuestión la estética dominante y a someter el campo literario y las ideas sobre la poesía a la mayor tensión conocida, generando en esos años iniciales del siglo XVII el «arte nuevo» en el verso, como lo hiciera Lope para el teatro y el propio Cervantes para la novela. Si respecto al Fénix el autor del Quijote hubo de manifestar inquina y resistencia frente a su modelo dramático antes de intentar asimilarlo, con Góngora mantuvo la actitud opuesta, con una abierta imitación nunca traducida en voluntad de imitación. Así, Garcilaso, Herrera y Góngora componen, en distinta medida y con distintas funciones, el horizonte de referencia cervantino al considerar la poesía, con una clara conciencia del devenir histórico y los cambios aparejados, con una sagaz percepción de las novedades, pero también con la misma lucidez respecto a sus diferencias y el seguimiento que podía hacer de ellos, otorgándoles un papel distinto en su horizonte poético tanto en la teoría como en la práctica.

A finales del siglo XVI se comienzan a consolidar en el campo de la poesía unas dicotomías, para acentuarse durante el reinado de los Austrias menores. Son pares de conceptos o valores que ya en su momento se presentaron en oposición y que, desde entonces, han venido ordenando (o esquematizando) la lectura historiográfica y crítica del género y de sus cultivadores. Como en lo señalado en referencia a las posiciones de campo de Cervantes, también en este caso nuestro autor se queda, entre los dos extremos, carente de una posición propia, aunque en este caso las razones y los resultados son bastante diferentes.

Sin recibir una atención posterior por parte de la crítica tan determinante como sucede con otras de las polaridades en que nos detendremos, no dejaba de tener relevancia en el paso del siglo XVI al XVI una clara distinción entre dos posiciones y modelos autoriales: los de los inclinados a la imprenta y los propios de quienes se resistían a vincular poesía y mercado. La diferencia denotaba la de las posiciones de campo, separando a quienes vivían de las rentas y adoptaban ante la lírica un gesto de amateurismo de aquellos para quienes el verso constituía un modus vivendi; los primeros podían mantener sus obras en el cauce manuscrito, orientadas, al menos en principio, a la circulación en entornos reducidos y bien delimitados, elegidos por el autor; los segundos debían acudir a la imprenta como medio fundamental para obtener reconocimiento y, sobre todo, ganancias. A tan sustancial contraposición acompañaba la resultante de las correspondientes opciones estéticas, muy dispares para quienes componían con destino a sus iguales en círculos elevados y para aquellos otros que escribían para el mercado que imponía sus leyes. Libres de una presión inmediata, los primeros podían mantener sus composiciones dentro de los límites de lo reconocido y aceptado, de lo avalado por el prestigio académico o cortesano, o podían, en cambio, ensayar las innovaciones más arriesgadas, libres de toda dependencia entre escritura y sustento. Los segundos, por el contrario, debían seguir la pauta asumida por Lope en el Arte nuevo: «pues las paga el vulgo, es justo / hablarle en necio para darle gusto», con lo que ello conllevaba de dependencia, cuando no de adocenamiento, moviéndose generalmente en los registros más bajos y aceptables para un mayor espectro de consumidores. Gran parte de la contraposición entre cultos y llanos, entre poetas difíciles y claros obedece, más que a escuelas o diferencias geográficas, a esta distinción. No obstante, sí opera en ella una creciente consolidación del eje centro-periferia. Madrid, corte y villa, espacio de aristocracia y academias, es también el foco del mercado editorial, y desde allí se impone una doble tensión correspondiente a su naturaleza bifronte. Convertido cada vez más en centro de referencia, quienes no entraban en su circuito, ora el de los salones, ora el de las librerías, debía asumir la condición de marginalidad. Marginales eran los focos andaluces, la Sevilla heredera de Mal Lara y Herrera, la Córdoba de Góngora, la Granada de Soto de Rojas o la corte ducal de Medina Sidonia, con un poeta criado tan relevante como Espinosa; también lo sería la Zaragoza en torno a los Argensola o el núcleo murciano, pero se trataba de una marginalidad aristocrática, separada en muchos casos de la corriente dominante en las prensas por la autonomía que podían mantener respecto a sus exigencias. No era la misma situación la de los poetas en el entorno madrileño excluidos, por elección o imposición, del trato con la imprenta, lo que los condenaba a la más radical de las periferias. Cervantes, avecindado en Madrid y volcado en la última década de su vida en la publicación de sus obras de género diferente al de la poesía lírica, no participaba de la posición social de los diletantes ni compartía la entrega de sus versos a la imprenta y las demandas del vulgo, con una concepción de la dignidad de la poesía de aristocracia intelectual y estética, alejada por consiguiente de uno y otro extremo, en una muestra más de su desubicación y la dificultad de dar cauce a una noción de la poesía ajena a las dominantes. Y también a los conceptos críticos manejados por la historiografía posterior. Su alejamiento de las construcciones interpretativas con base en las categorías establecidas a partir de las tendencias dominantes tenía su origen en la exclusión experimentada en vida respecto a éstas.

No era muy diferente su posición -o falta de ella- en relación a los modelos imperantes, el consolidado de Garcilaso y el emergente con fuerza imparable de Góngora, justo en la antesala de que la polémica en torno a las Soledades derivara en banderías donde se recuperaba el canon de Garcilaso para oponerlo al del cordobés. Desde su juventud Cervantes sintió devoción por el poeta del Tajo, a cuyos textos acudió con insistencia para extraer versos y expresiones con las que taracear sus propias composiciones. La admiración y el respeto no impidieron, sin embargo, la creciente conciencia del paso del tiempo y, sobre todo, de la esclerotización del modelo en manos de sus malos imitadores, hasta restar de manera decisiva a su propuesta la validez necesaria para los nuevos tiempos, pues, como ya afirmara el propio Boscán, «nuevos tiempos requieren nuevas artes». Y menos podía sentirse identificado con los interesados discursos de reivindicación de Garcilaso a manos de quienes, como Lope, buscaban en su figura un freno al avance de la poesía cultista. Del otro lado, la paralela admiración por Góngora y su creación no se traducía para Cervantes en un modelo de imitación y de seguimiento, ni siquiera en el atenuado y esporádico modo en que intentó aprovechar la lección de Herrera. De nuevo en tierra de nadie, la escritura cervantina no encontró la fórmula para abandonar del todo la herencia garcilasiana, sin acabar de encontrar una senda homologable a la gongorina; es decir, a medio camino de la trayectoria que llevaba la gran poesía del XVI hacia las transformaciones propias de los inicios del siglo siguiente. Sin encontrar la vía para actualizar el sentido de belleza de la lírica renacentista, Cervantes tampoco pudo instalar su verso en los espacios de autonomía estética abiertos por el cordobés. Entre ambos modelos, tampoco le es posible asimilarse a algunos de los grupos formados en la polémica, en una razón más de su aislamiento y, en consecuencia, del escaso alcance del camino elegido para su poesía.

Como en su propia peripecia vital, la poesía de Cervantes se movió, pues, entre Castilla y Andalucía, o quizá fuera mejor decir que se vio detenida entre ambas referencias y los mundos estéticos y sociales que representaban. Sin duda, la experiencia vital en el «laberinto andaluz», junto con el contacto con los poetas con quienes allí convivió, resultó determinante en su visión del mundo y en las posibilidades expresivas forjadas para dar cuenta de ella, pero su voluntad de inscripción en la república literaria le llevó de nuevo a la ahora convertida en capital de Felipe III, con unos aires poéticos muy diferentes. Fiel a su herencia humanista y su decidida apuesta por la aristocracia de la virtud, no le bastaba a Cervantes, sin embargo, el prestigio de la corte o de sus raíces para asumir un modelo o convertirlo en un ideal, como pretendían quienes elevaban el prestigio de Toledo (y, por extensión, de la corte) como bandera y argumento de autoridad contra las consideradas desviaciones de los poetas cultistas, identificados con los ingenios andaluces -de nuevo Garcilaso frente a Góngora-, pero ahora en una formulación que sí le posibilitaría a Cervantes articular un argumento de superación del enfrentamiento en busca de una síntesis para su ideal de poesía, mejor formulado en la teoría que en la práctica, ciertamente. Ya la oposición había comenzado a asentarse en la pluma de Juan de Valdés, cuyo Diálogo de la lengua elevaba a supremo modelo el habla cortesana de Toledo, oponiéndola en su reivindicación a la propuesta de arte formulada por el andaluz Nebrija. Ya con Garcilaso como referente, la diatriba se actualiza en manos del Prete Jacopín y su repuesta a las Anotaciones herrerianas, presentadas como una intolerable osadía de parte de un sevillano, incompatible, por tanto, con la correcta apreciación de la poesía del castellano. Y volvería a aparecer con el siguiente comentario garcilasiano, esta vez obra de Tamayo de Vargas y en plena utilización del modelo canonizado frente al apogeo de la poética gongorina; en sus páginas el editor reclama como su principal argumento de autoridad su origen toledano y lo que ello conlleva. Sin necesidad de insistir en la condición aristocrática y cortesana de ambos defensores de la exclusividad castellanista, es manifiesto que su posición era incompatible con la visión cervantina, y nuestro autor lo deja bien patente en uno de los episodios quijotescos más preñados de carga metapoética, como es el de las bodas de Camacho, donde en tantos elementos se pone en pie la confrontación entre arte y naturaleza; la transformación teatral del paisaje campestre para las fiestas nupciales, la industria del pobre Basilio frente a la ingenuidad del opulento Camacho o la prueba de esgrima entre el licenciado y el bachiller son el marco de una reveladora conversación. En ella Cervantes usa las voces de sus personajes para defender su concepción sobre la insuficiencia de los orígenes para sustentar el valor de un comportamiento o una expresión. Si el hombre es hijo de sus obras, la perfección en el lenguaje sólo puede venir de la obra humana, de su industria, y no de un nacimiento, sea por sangre o por geografía. Tras las habituales reconvenciones de su señor contra el abuso de refranes por parte de Sancho y sus prevaricaciones lingüísticas, el escudero, que mezcla a partes iguales ingenuidad y sagacidad, replica:

«-No se apunte vuestra merced conmigo -respondió Sancho-, pues sabe que no me he criado en la corte, ni he estudiado en Salamanca, para saber si añado o quito alguna letra a mis vocablos. Sí, que, ¡válgame Dios!, no hay para qué obligar al sayagués a que hable como el toledano, y toledanos puede haber que no las corten en el aire en esto de hablar polido.

-Así es -dijo el licenciado-, porque no pueden hablar tan bien los que se crían en las Tenerías y en Zocodover como los que se pasean casi todo el día por el claustro de la Iglesia Mayor, y todos son toledanos. El lenguaje puro, el propio, el elegante y claro, está en los discretos cortesanos, aunque hayan nacido en Majadahonda: dije discretos porque hay muchos que no lo son, y la discreción es la gramática del buen lenguaje, que se acompaña con el uso. Yo, señores, por mis pecados, he estudiado cánones en Salamanca, y picóme algún tanto de decir mi razón con palabras claras, llanas y significantes».


(Quijote, II-XIX)                


«Toledano», «discreción» y «gramática» son términos que sitúan perfectamente el pasaje en la clave que estamos señalando, a lo que acompaña el «uso»; esto es, como luego veremos, la unión de naturaleza, conocimiento y práctica para conformar un ideal de perfección. Éste se identifica con la discreción, ya que sólo ella define al verdadero cortesano, que puede serlo con independencia de su nacimiento y sus estudios, en este caso tan alejados de las letras humanas y aun del castellano, ya que el latín escolástico era la lengua de los estudios de cánones. Sin una referencia específica a Andalucía, el conjunto de valores reivindicado por encima de las raíces castellanas apunta a un modelo de poesía, si no cultista, culta y elaborada, desprendida del ideal de llaneza y más identificada con la poética adscrita por antonomasia a los poetas andaluces, con Góngora a la cabeza. Las coincidencias se sitúan mejor si atendemos a otros aspectos de la poética que puede entresacarse de los textos cervantinos.

Uno de los pasajes más conocidos y citados al respecto de los ideales estéticos de nuestro autor es el de los versos de Orfenio en su larga égloga con Crisio y Orompo en el libro III de La Galatea:


   «Pero si el Cielo quiere
que hoy salga a campo la contienda nuestra,
comience el que quisiere
y dé a los otros muestra
de su dolor con torpe lengua o diestra:
   que no está en la elegancia
y modo de decir el fundamento
y principal sustancia
del verdadero cuento,
que en la pura verdad tiene su asiento».


De la intervención se destaca habitualmente la contraposición entre elegancia y verdad, entre forma ornada y sinceridad, la de la sustancia. Se olvida o se posterga en cambio que se trata de la opinión de un personaje, no necesariamente la de Cervantes, y en todo caso se trataría de un Cervantes muy primerizo, en los albores de su carrera literaria; tampoco se presta la suficiente atención a la distinción entre torpe y diestra lengua en el contexto de la efusiva sentimentalidad pastoril; cuando el Cervantes maduro vuelve sobre esta situación, en el episodio de las bodas de Camacho y su cuestionamiento -uno más- de la ficción arcádica, no es la verdad la que importa, sino la industria o, en términos de la contienda entre espadachines, la destreza. Diestro ha de ser el poeta, y no sincero, como se manifiesta en la figuración de sus amadas y el embellecimiento de su imagen idealizada. Al citado, se une otro pasaje quijotesco sobre el asunto, subrayando su importancia para el autor:

«-Luego ¿todo aquello que los poetas enamorados dicen es verdad?

-En cuanto poetas, no la dicen [...], mas en cuanto enamorados siempre quedan tan cortos como verdaderos».


(Quijote, I-XXXIV)                


Enamorados o poetas, he ahí la dualidad: sentimiento o palabra, realidad o transfiguración estética, verdad o ficción. O, dicho en términos que podemos rastrear en significativas afirmaciones de poetas contemporáneos, la tensión entre sentir y decir, los términos en que puede contraponerse la poética renacentista y la barroca, la de la transparencia y la de la opacidad del lenguaje.

Retornando a Juan de Valdés, encontramos la feliz síntesis de un ideal estilístico, que lo es de una retórica, de una estética y de una metafísica. La fórmula «escribo como hablo» encierra tras su apelación a la naturalidad -a la que habremos de volver- una propuesta más compleja que la de un modelo identificado con el habla cortesana de Toledo y, más aún, de un menosprecio de los verba en favor de la res. Fiel a los postulados del humanismo, Valdés es consciente del papel del lenguaje como constructor de realidad, a través de la retórica, que ha tomado el lugar de la lógica del trivium medieval; lo distintivo en la propuesta es a qué realidad hace referencia y, sobre todo, a qué lenguaje. El ideal de transparencia subyacente a la exaltación de la llaneza y la naturalidad no es la negación de la retórica, sino la apuesta por una elocutio tendente a la invisibilidad, hecha como al descuido (la sprezzatura de Castiglione filtrada por Boscán a través de su traducción), disimulando su artificio para lograr una impresión de elegante sencillez y, en última instancia, para potenciar la manifestación del alma bella del sujeto, con el trasfondo platónico de la identidad suprema de bien, verdad y belleza. Se trataba, en definitiva, de todo un complejo entramado ideológico completamente alejado de lo popular y lo ingenuo, si no es en el sentido, para este segundo aspecto, de lo relacionado con la génesis u origen del sujeto, pues sólo la alta cuna (con un sentido restrictivo de lo cortesano) puede proporcionar el ideal buscado; de ahí que la imagen (falsa) de espontaneidad esté al servicio de una distinción entre los individuos nobles -entiéndase, de noble cuna- y los desposeídos. Nada, por cierto, acorde con esa otra formulación del humanismo, en la vía del Pico della Mirandola evocado por Cervantes, que defiende que el hombre es hijo de sus obras, incluidas las de lengua, horizonte en el que cobra sentido la construcción de una materia lingüística convertida en su propio objeto, cuando no en la constructora de la belleza del alma individual a partir de su condición de tabula rasa.

Antes de llegar a la formulación más extrema de la inmanencia del lenguaje poético y su opacidad en la pluma de Góngora, Cervantes, al que hemos visto alejarse del ideal valdesiano, da unos pasos determinantes en la distinción clave para esta inflexión. La última cita recogida del Quijote trae a estas páginas la noción clave de que hay en el texto una verdad específica de la poesía, independiente de la referencialidad objetiva, de la relación con el mundo de los realia ajenos al lenguaje. La verdad del poeta, en su escisión del enamorado, no está en los sentimientos previos al lenguaje, sino en su capacidad de hacerse en el texto. En la narrativa cervantina esta posición se identifica con la noción de verosimilitud, como espacio diferenciado de los de verdad y mentira o, mejor dicho, como un espacio superior que neutraliza la separación entre ambos campos, abriendo las posibilidades de la visión y las limitaciones de un mundo reducido a oposiciones esquemáticas. Es lo que permite, como en las Ejemplares, «mostrar con propiedad un desatino», esto es, construir un mundo sin necesidad de referencias objetivas, que no sólo es coherente, regido por el decorum; también aparece regido por el aptum en el sentido de resultar apropiado a la realidad, con el espejo en el que se refleja en toda su profundidad. A ello alude así mismo el conocido pasaje «tanto la mentira es mejor cuanto más parece verdadera» (Quijote, I-XLVII), donde la apariencia, la ficción verosímil, neutraliza y trasciende la superficial oposición entre mentira y verdad, abriendo el campo a una construcción ajena a la predeterminación, sea de signo social, sea de orden moral o estético, de la res o de los verba. Así lo apunta Alonso Quijano al hacerse como don Quijote, en su pasar de ser uno más de los hidalgos del montón en los límites de su lugar a la composición de cualquiera de los doce pares de Francia o, más en concreto, de su personaje sublime, siempre en los límites de la propiedad y la verosimilitud y, por tanto, con mucha más profundidad que la del individuo prácticamente anónimo que le dio origen. Si el personaje identificado con el caballero se hace en sus obras, que constituyen su verdadero origen (¿quiénes fueron los padres de Alonso Quijano, esos por los que comenzaba la narración biográfica tanto de Amadís como de Lázaro de Tormes?), el poeta se hace en su palabra, no en los supuestos sentimientos previos. No son éstos los que crean el lenguaje poético, sino éste el que genera aquellos, y no sólo por darles forma, una forma que ya no puede ser la del tono neutro de la expresión oral, de la coloquialidad elevada otrora a ideal estilístico. Aunque en Garcilaso ya se apunta, sobre todo en su postrera égloga III, este paso al mundo del artificio, quienes reclamaron su legado rehuyeron esta senda, para volver sus pasos a los de un ideal instalado en el «dolorido sentir», en torno al cual se registra en la transición entre dos siglos la diversidad de posiciones representativas de las estéticas en contraposición, que pueden ejemplificarse en unas citas donde emergen las respectivas posiciones entre el sentir y el decir, a las que no sería ajeno Cervantes.

La radicalidad de posiciones políticas y de tono admonitorio de la «Epístola satírica y censoria» de Quevedo explica en gran parte la contundencia con la que queda resuelta la posible paradoja en favor de una inequívoca opción. Sin embargo, al colocar en el arranque ex abrupto, sobre un logrado paralelismo antitético, el celebrado poliptoton: «¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? / ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?», quien ahogara la libertad de Pablos bajo un turbión de palabras insiste en una contraposición que da expresión agonística a la conciencia barroca de la apariencia. Concebida en este caso como disimulación, como cortesano recurso de supervivencia, vemos roto el equilibrio humanista formulado en un lenguaje que transparenta el alma. Ya es una aspiración casi utópica en un mundo dominado por el engaño, donde la retórica tiende más a la ocultación que a la revelación, al falso oropel que a la desnuda verdad del alma. Como propia de un moralista y un satírico (algo a lo que Cervantes siempre renunció), la condena por Quevedo de la poética resultante no es la negación de su existencia, sino la más honda y dramática de sus confirmaciones, desde la conciencia de la escisión ya prácticamente definitiva entre la res y los verba, entre un mundo inapresable y las palabras que ya tienden a crear otra realidad.

Para Bartolomé Leonardo de Argensola, instalado en la comodidad de su rectoría de Villahermosa y en la estabilidad estética y moral de su bien acondicionado horacianismo, el desajuste en la expresión resulta la tranquilizadora denuncia de la mentira, la puesta en evidencia de la falsedad: «¿Cómo creerá que sientes lo que dices, / oyendo cuan bien dices lo que sientes?» («A un caballero estudiante», vv. 119-120). La idea aparecía ya en una composición temprana de un poeta de su generación, como Espinosa, quien en su «boscarecha» sugería que «es indicio de penas no sentidas / saber decir un hombre lo que siente» (vv. 114-115). Y algo similar aparecía entre los versos de Herrera, para quien «poco sabe sentir / quien dice con sutileza» («Comience ya mi dolor», vv. 19-20). La idea, pues, se mantenía vigente incluso para quienes asentaron desde distintas vías el desarrollo de la poética cultista, con su revisión de las relaciones entre res y verba. Volviendo al culto poeta Argensola, el desaliño se propone como signo de veracidad, sin cuestionar en ningún momento este principio, desde la seguridad de sus convicciones de cristiano estoicismo y su ideal de serena clasicidad, obviando que el descuido es también una construcción, el difícil arte de dar la impresión de lo fácil. Estamos ante la versión tardía de la concepción de la retórica como arte de la persuasión, elevada por el humanismo a categoría de construcción social y personal; como para el predicador, se trata de convencer al receptor, de hacer creer, para el suadere y el movere, cargado ahora de moralidad y en una objetivación de la verdad como principio. Es otra vuelta a la idea de espontaneidad (la cultivada por el aragonés en la familiaridad de la epístola horaciana) que se acerca a la de la lengua hablada, con su rasgo de espontaneidad identificada con la sinceridad. Pero éste es un valor que sólo cotiza en un modelo de poesía muy anclado en su sentido moral, en una inclinación hacia el docere por encima del delectare; y no es esta perspectiva la de la modernidad.

Mucho más cerca de ésta se encuentra la posición gongorina, formulada desde sus inicios poéticos, en una de las más tempranas de sus composiciones y, paradójicamente, de orden más popular. En su letrilla de 1583 el cordobés sentencia, sin margen para la ironía, «Manda Amor en su fatiga / que se sienta y no se diga, / mas a mí más me contenta / que se diga y no se sienta». Más que la omisión o ocultamiento de la verdadera vivencia emocional de las circunstancias biográficas, es la autonomía conseguida por esta vía para el lenguaje poético, lo que confirma el estrecho vínculo entre esta declaración y lo más radical de la poética gongorina, pero también con lo más innovador de un cambio estético. No podía menos que coincidir con él la concepción poética de un Cervantes que hace mover sus versos entre el desdoblamiento de la ironía y el de un lirismo encomendado a la voz de sus personajes, lo que mueve a sus críticos posrománticos a reprocharle la carencia de temblor poético. La puesta en línea de su poética con la gongorina nos ofrece, por el contrario, una clave interpretativa que no debe ser desdeñada.

La liberación de las exigencias de la sentimentalidad sensu stricto representa, en una línea compartida por Cervantes y Góngora, un primer abandono, el de la temática amorosa, elevada a paradigma de la expresión poética, con su correlato de débitos con una tradición ya en claras vías de agotamiento. El cambio de argumento se liga a la superación de la idea de un sujeto también con indicios de fosilización, a partir del reforzamiento de un «yo» forjado a partir de la intimidad y el ejercicio de introspección, unificado en la experiencia erótica y reforzado en la articulación de un discurso que juega a abolir las fronteras entre la realidad y la ficción desde un principio de verdad, el de la proyección autobiográfica y confesional. Con ello se procede a la renuncia a una retórica gastada, instalada en una tópica limitada y, en especial, en una tonalidad elocutiva propia de la subjetividad, perdidos en todos los casos el brillo de lo auroral en favor de marcados tintes crepusculares. Siguiendo la mejor lección del romancero artístico que él mismo contribuyó a forjar, Cervantes explora en sus versos los caminos abiertos por la interposición de un personaje (o personajes) entre su propio mundo (lo que se siente) y la plasmación textual (lo que se dice). En algunos casos las dramatis personae asoman en el propio plano del enunciado, como en el soneto al túmulo de Felipe II, convirtiendo el epicedio en un diálogo con altas dosis de teatralidad, en un juego de espejos que resalta la naturaleza misma del estrambótico soneto como acto de habla, ya que, frente a las inscripciones y poemas murales para ser leídos, el texto imita o finge un acto de habla, dando un nuevo sentido a la ya un tanto remota frase valdesiana. En otros casos, los más, el mecanismo de interposición de voces es más genérico al presentar el poema en cuanto tal dentro de la enunciación de un personaje, inserto por tanto en un contexto específico determinado por los meandros de la narración y las circunstancias (y no es baladí ni casual esta consideración) en las que se encuentran estas máscaras poéticas o, por mejor decir, teatrales. Porque son máscaras no por encubrir un rostro verdadero, sino por ser, como en el teatro griego, mecanismos para proyectar la voz, para personare, que, además de como «resonan», podríamos traducir libremente como «crear personas». Creación y no expresión, pues, elaboración y no simple proyección de una presunta interioridad, como claves para una poética que aún estaba en camino de cobrar cuerpo, si no es en la superior pluma gongorina.

La innovación del autor de las Soledades se había traducido, a partir de la vigencia del discurso precedente (como en lo relacionado con el canon garcilasiano, la norma lingüística de Toledo o la expresividad) o de las innovaciones más recientes (la dificultad docta de Carrillo y, más tarde y de forma más matizada, Jáuregui), en la contraposición entre llaneza y dificultad, armas arrojadizas con las que se simplificaron y sustanciaron muchas de las oposiciones previamente esbozadas para consagrar una polaridad crítica en la que de nuevo Cervantes vuelve a encontrarse en tierra de nadie en cuanto a sus resultados, aunque con una actitud relativamente fácil de delimitar si se superan perezas hermenéuticas ampliamente arraigadas. Ciertamente, no cabe adscribir ni el verso cervantino ni sus postulados a los principios de la erudición, menos aún cuando ésta se formula en términos de dificultades para el acceso del lector. Tampoco es posible reducir ni uno ni otros al campo de los llanos, en particular si estos se identifican con las falanges lopescas. La poesía de Cervantes es, entre ambos extremos, una poesía culta, que no renuncia ni a la cita intertextual más o menos erudita ni a las galas formales identificables con el manierismo, más cercana al artificio que a la engañosa pretensión de espontánea naturalidad; una poesía labrada con rigor, aunque en escasas ocasiones con brillantez; la obra, en definitiva, de quien asumió la vocación de ser poeta como un auténtico compromiso moral, con una dedicación constante y sostenida. Precisamente por ello, por el alto nivel de exigencia fruto de las aspiraciones de su ideal, fue una poesía muy restringida en sus realizaciones, siempre -o con muy escasas excepciones- encomendada a una enunciación de pie forzado, la de la circunstancia externa, la de la voluntad de inscripción en el campo literario o, con más frecuencia, la creada ficcionalmente para poner a los personajes en disposición de una expresividad ajena a la del autor, pues en Cervantes nunca se identifica la poesía con la transparente manifestación de la propia intimidad.




Elementos de poética cervantina

No es difícil espigar en una obra tan metarreferencial y lúcida como la cervantina un buen puñado de pasajes con claras formulaciones de ideas poéticas, casi siempre puestas en boca de personajes pero relacionables sin gran dificultad con las posiciones del autor. Una buena muestra de esta posibilidad, aun sin agotarla, la muestra Vicente Gaos en su apéndice a la edición de la poesía de Cervantes, con un muestrario que recorre todas las entregas de la prosa del autor y algunas de sus piezas teatrales, y eso sin incluir prólogos y dedicatorias como espacios privilegiados para la reflexión o las declaraciones poéticas. Aun sin entrar en una consideración pormenorizada, el corpus muestra lo sostenido de una preocupación, que atraviesa toda la producción cervantina, a lo largo de más de treinta años, como una de las constantes de una obra con su cénit en una fábula como la quijotesca, de clara y múltiple condición metapoética. Y, como no podía ser de otra forma en un empeño tan sostenido, el discurso cervantino sobre la poesía se muestra lleno de matices, transformaciones y aun ambigüedades, fruto de la compleja visión del autor, del paso de los años y de los cambios de registro genérico y la polifonía de sus personajes, cuando no de cierta ceguera crítica para la última de las circunstancias. A continuación ensayaré una revisión de la propuesta cervantina y los juicios sobre ella en torno a dos de los motivos más frecuentados, aunque no siempre con el detenimiento debido a una figura emblemática y a una manifestación tan rotunda.

Mantenemos la asumida convención de que la protagonista de La Gitanilla representa una verdadera encarnación del ideal cervantino de la poesía. No lo considero cuestionable, aunque sí la limitación de esta lectura a la identificación con los rasgos de la belleza femenina de Preciosa y su desenvoltura, especialmente relevantes en la marginalidad de un espacio, el del aduar gitano, entre la deriva del ideal arcádico y la franca delincuencia. Menos se ha reparado en la clave metapoética del evidente juego de dualidades y desdoblamientos reconocible en la estructura de la fábula de la primera (y más programática) de las Novelas ejemplares. La propia paradoja del título de la colección (y de algunos de los títulos de las piezas incluidas) se corresponde con la ambigüedad de una figura que al final descubre la condición meramente aparencial o fingida de su pertenencia a la raza gitana para hacer ostentación de la más alta cuna, en un posible paralelismo con la consideración de que bajo la ficción de lo sencillo o popular late una realidad más compleja. El rasgo se acentúa y se hace más directamente poético si atendemos a los enamorados que arrastra Preciosa, desde su propio desdoblamiento. Ya se ha mencionado al paje con vocación de poeta y declaraciones sobre este arte; frente a él, como contraste o como complemento, quien finalmente es correspondido por la joven, tras llevar al extremo la metamorfosis sufrida por la propia protagonista: al convertirse en Andrés Caballero por causa de su amor por Preciosa, el galán deja su condición social en el recuerdo de un apellido, al transformarse en un hombre nuevo que aprende las artes de su nueva familia y condición; como en otros casos cervantinos, la onomástica da cuenta del cambio: lo que va del noble (Caballero, el apellido) al varón desnudo (Andrés, el nombre propio); lo singular puede ser la conexión de los dos elementos como uno de los reseñados en el debate sobre la poesía, el que opone lo llano y lo culto, lo natural y lo refinado, ahora sintetizado, como quería el licenciado en los preámbulos de las bodas de Camacho, en la unión de ambos elementos en la opción del personaje.

Preciosa y su enamorado se inscriben, así, en un mundo marcado por la libertad y donde es posible la belleza, frente al pragmatismo y la convención del mundo que representa el orden social. La diferencia radica en la intervención ajena sobre la vida de una niña aún sin razonamiento trente a la libre decisión adoptada por quien tiene la capacidad para hacerlo, por más que pueda considerarse el enamoramiento un elemento de enajenación. De una u otra manera, por el azar de un rapto (que no en balde es el nombre otorgado a la posesión o enajenamiento del poeta a manos de Apolo, la musa o la inspiración) o por una voluntad no carente de esfuerzo y sacrificio, se produce la transformación que lleva del mundo de la realidad material a los espacios ideales de la libertad soñada, por más que el relato concluya con el retorno, eso sí, en la armonía del matrimonio. Es pues una fábula del desdoblamiento y la trasformación, de la distancia entre apariencia y realidad, de la establecida por accidente y de la resultante de un acto de voluntad, de un esfuerzo consciente y sostenido, fruto del deseo de acercarse a un ideal, sea el de la vida libre de los gitanos, sea el de la belleza de quien la encarna a manera de una hermosa joven; y ambos ideales se identifican con el de la poesía, también evidente en los versos que acompañan a los personajes desde que mueven el encuentro y enamoramiento de ambos. Antes de volver a los versos puede ser ilustrativo comprobar cómo el gesto del protagonista se ve reiterado en otras narraciones cervantinas, confirmando la pertinencia significativa del mismo. Bastaría recordar el comportamiento de Alonso Quijano y su metamorfosis en caballero en pos de un ideal, también de naturaleza literaria, con una heroica voluntad de sobreponerse a las ataduras que lo anclaban en su lugar y a su condición de hidalgo anciano. O atender a la segunda de las novelitas de la colección, donde la liberalidad del amante Ricardo le lleva a salir en pos de su amada, abandonando su lugar de origen, aun sabiendo que el desdén de la dama la convierte en inalcanzable. A esta luz que ilumina a los característicos personajes cervantinos, en serie que podíamos extender hasta la saciedad en la galería de sus relatos, es posible leer en su verdadero alcance el terceto del Viaje del Parnaso convertido en otro lugar común al enjuiciar la poesía de Cervantes, como si fuera una confesión de parte en lugar de atender lo que en él se encierra de programa poético.

Encontramos los manoseados versos casi en el arranque de su sátira sobre la república literaria:


   «Yo, que siempre trabajo y me desvelo
por parecer que tengo de poeta
la gracia que no quiso darme el cielo».


(I, vv. 25-27)                


Aparecen cuando el personaje Cervantes, tras introducir su modelo italiano, se presenta como narrador y no como personaje. Ese retrato se reserva para el capítulo IV, mientras reclama un lugar ante Apolo y sus rasgos se aproximan más a los del autor real, con la enumeración de sus obras, que los de la voz que da cuenta de un fantástico viaje al Parnaso. En el arranque de la fábula la voz aún actúa en función prologal, introduciendo los elementos básicos para la comprensión del relato, desde la fuente de imitación a la posición de marginalidad, que tanto recuerda a la pintura del proemio del primer Quijote. Como este texto, tiene bastante de ficcional; como la generalidad de los prólogos, hay en el preámbulo una dosis importante de formulación de ideas poéticas y de claves para la interpretación. Desde esta consideración hay que abordar la lectura de la afirmación cervantina, su trabajo y desvelo, y no tanto su negación, la de la gracia, y situar la oposición en el contexto desarrollado en el epígrafe anterior, con la tensión entre naturaleza y artificio, para acabar de situar en ella la posición de Cervantes y el desarrollo de su poesía.

Ya a principios del siglo XVII se encuentra bastante consolidada una extensión de la clásica dualidad de natura y ars, añadiendo de manera reiterada el elemento del artificio. El paso no dejaba de tener trascendencia. Atrás quedaba la dualidad de los planteamientos platónicos y aristotélicos que habían sostenido el desarrollo de la poética de la segunda mitad del XVI, en lo que se viene considerando el paso del renacimiento al manierismo. También se rompía el esquema ciceroniano y su afirmación de que, mientas el orador puede forjarse, poeta nascitur, apelando a una virtud innata como distinción del lírico. Estas posiciones resultaban difícilmente sostenibles para quienes se empeñaban en la elaboración de una poética cultista, fruto del estudio y la erudición, en tanto quedaban muy lejanas para quienes se situaban en el extremo opuesto, los aspirantes a una forma, por más incipiente que fuera, de profesionalización, más cercana a la concepción de un oficio que a la fuerza de la inspiración. Como en toda la poética articulada en torno a la noción de sprezzatura, la idea del natural se liga a una práctica aristocrática de la poesía, como propia de nobles y cortesanos, esto es de los nacidos en alta cuna, como si la gracia viniera vinculada al linaje y la superioridad social. Los poetas cultos, con su defensa del ars, se oponen de manera frontal a este ideal de naturalidad mientras tratan de consolidar la posición social lograda con sus estudios, no por herencia; el reto, en el camino a la poética cultista, estribaba en superar los límites estrictamente normativos de la poética neoaristotélica y su creciente academicismo, en lo que se encontraron con la confluencia de los poetas identificados en el comercio con las prensas. Aunque sin llegar a excluirlos del todo, ya no bastaba un natural que siempre podía ponerse en duda ni el conocimiento de unas reglas, más propias de preceptores que de poetas. A ello era necesario sumar algo menos azaroso o general, algo conquistado con el esfuerzo del poeta, con su estudio y con su ejercicio, como medios de alcanzar la distinción buscada.

La idea de que el arte sobrepuja a la naturaleza se extiende, convertida en bandera de la poética cultista, pero con un calado más profundo en la base de la visión barroca de una realidad caracterizada como apariencia y artificio a partir de la desconfianza contrarreformista en la naturaleza, si no es como signatura de la divinidad y, por tanto, necesitada de elucidación, de desvelamiento. El arte, tanto si aspira a competir con ella como a reproducirla en su sentido interior, tiene que introducir este desdoblamiento y reafirmarse en su condición, como mimesis y no como plasmación de la naturaleza. Por su condición de informe, ésta tiene que ser sometida a regla, al menos en su representación. Así aparecía en Espinosa, al afirmar que «a la materia sobrepuja el arte» en un poema, la canción a modo de boscarecha, en cuyos versos late el principio de disolución del ideal bucólico. Y así lo formula Góngora en un pasaje de las Soledades y en un soneto no muy posterior. En la segunda de las silvas concluye así la descripción de un palomar: «estraño todo, / el designio, la fábrica y el modo» (Soledad segunda, vv. 273-274); los tres elementos que el poeta destaca en la construcción son los presentes en la reelaboración contemporánea de la poética: el diseño que remite a la idea interior, engendrada en la mente por el natural del pintor, del poeta, del artífice; el modo propio de unas reglas artísticas de la composición, también identificadas con la maniera; y, en último término, la fábrica, en término propio del oficio y el trabajo, con la que el creador lleva la obra de la forma a la materia, de la imagen a la realidad, con el concurso de sus manos, su pincel o su pluma. La implícita apelación a un programa poético adquiere aún más relevancia al aplicarlo a una obra tan humilde como un palomar (para escándalo de Jáuregui), pues en materia tan baja se mide la capacidad del artista para producir «extrañeza». Aunque no se refiere a este pasaje, unas palabras del comentario de Pedro de Valencia iluminan estos versos y sirven para explicar el modo en que se produce la transmutación, al señalar que tres cosas «an de concurrir en un artífice para que las obras salgan perfetas, que son: 1, ingenio; 2, arte; 3, hábito o uso i experiencia».

Góngora vuelve sobre esta idea en un soneto de fecha cercana, compuesto como «inscripción para el sepulcro de Dominico Greco», fallecido en 1614. Tras los cuartetos, con la estructura específica del epitafio, el poeta introduce otra variante, «Yace el Griego», y una consideración de alcance, pues el ejemplo del pintor se proyecta a una consideración más general: «Heredó Naturaleza / Arte, y el Arte, estudio». De nuevo nos encontramos reunidos los tres elementos, en el orden convencional, pero en este caso con algo equivalente a una gradación, a una línea de progreso y superación, donde cada elemento va engrandeciendo al anterior. Así lo ratifica el comentario de Salcedo Coronel: «Le heredó, por su muerte, la Naturaleza, para sacar más perfectas sus obras; y el Arte heredó estudio para perficionarse». Y considero de apreciable significación que la fórmula aparezca en la celebración de quien inició la batalla por el reconocimiento de la pintura como arte liberal o, como ha sintetizado Julián Gallego, para elevar la consideración del pintor de artesano a artista, batalla donde los argumentos, en torno a la fórmula de do ut fecis, pasan por el reconocimiento del trabajo manual, junto al disegno y el ars, y su reivindicación. Recuérdese, en este sentido, la trascendencia de la elección de Velázquez de autorretratarse en un cuadro de corte con los pinceles en la mano, en el acto físico de pintar; y nótese el paralelismo con el cuadro cervantino de su presentación en el prólogo del primer Quijote sosteniendo la pluma mientras medita el modo de concluir su escritura con la forma de rúbrica que supone el prólogo autorial.

Si esta última referencia no basta para argumentar la relación cervantina con postulados como los destacados en Góngora, vayamos ahora a otro prólogo, ahora no in fieri y con un nuevo retrato del autor. Con una figura reticentiae Cervantes sustituye la ausencia del retrato real debido a los pinceles de Jáuregui por un retrato verbal, que pasa de la prosopografía a la prosopopeya a través de otra de las enumeraciones de sus obras y, sobre todo, de una reivindicación de la que ofrece en las páginas siguientes. Al proclamar la originalidad de sus ejemplares novelas, se apunta a algo mucho más trascendente que el ser «no imitadas ni hurtadas»: «mi ingenio las engendró, y las parió mi pluma, y van creciendo en los brazos de la estampa». Estamos ante una de las más explícitas formulaciones en las páginas cervantinas de la triada de componentes de la creación, aunque en este caso, como corresponde a un género no codificado y nacido directamente al calor del mercado y de la imprenta, estos elementos y su valor pragmático se introducen en el apartado correspondiente al oficio del escritor. La referencia al ingenio como el natural es de indubitable evidencia, y en ella queda bien circunscrita su función en el proceso creativo: la concepción, la preñez, aún lejos del verdadero nacimiento de la obra. Éste le corresponde a la pluma, esto es al instrumento, en el que cabe ver, por metáfora, la referencia a la escritura y sus reglas, pero también, por metonimia, la mano que la maneja, esto es, el trabajo del escritor artífice, al concretar en la práctica las normas de su arte; finalmente, y en clara diferencia con lo específico de la poesía, la imprenta aparece como factor del efectivo desarrollo de la obra, más allá de la materialidad de su texto, pues es la que lo pone en comunicación con los lectores, asegurando su difusión y su culminación como elemento artístico.

Tras comprobar la relación de las ideas literarias de Cervantes con las actualizadas en su momento por referentes tan señeros como el gongorino, volvemos al terceto de marras para confirmar la escasa consideración concedida a la «gracia» del cielo o, al menos, lo incompleto de su función en el proceso de escritura, mientras que adquiere un valor insospechado el componente de «trabajo y desvelo» destacados como elementos decisivos en el camino hacia la verdadera poesía. En esta concepción la poesía ya no es expresión o manifestación de la gracia, como el poema no es transparente cauce del alma bella: ser poeta es construir la apariencia de esa gracia, componer la belleza como una ficción, trasladar la impresión de facilidad por medio de una difícil labor, en cuya complejidad entra el ingenio, el arte y el trabajo. Atrás queda el peso de Apolo, las musas, la inspiración o el natural, todo ello instancias ajenas a la voluntad del poeta. Frente a ellas se erigen con un nuevo valor los frutos de los afanes del escritor, los que dependen de su esfuerzo y justifican que sea realmente, también en este campo, hijo de sus obras, como Cervantes se encarga de recordar sustituyendo en todos sus retratos literarios y velados panegíricos la enumeración de sus títulos en lugar de la loa de su linaje. El poema deja de ser el «no aprendido canto» que fray Luis de León reconoce en los pájaros, guiados por la naturaleza. El texto es el resultado de una elaboración, movida por el trabajo, para ser convertido en un artificio, en una construcción hecha con arte, algo alejado de una emanación natural, tal como se presentaba en la poética del primer renacimiento.

Más difícil que recomponer las ideas literarias de Cervantes es hallar entre sus versos una muestra afortunada de la aplicación de su poética, sobre todo porque conservamos muy escasas composiciones sin el peso de la circunstancia o la máscara de sus personajes novelescos. El sentido soneto funerario dedicado a Herrera es también, como ya señalara José Manuel Blecua, una de sus más hermosas composiciones, con algo de la poética del sevillano, sobre todo en la distribución de la materia en cuartetos y tercetos, apoyada en la anáfora y la variación, el uso de la rima (con la arriesgada -umbre) o la complicada sintaxis del segundo terceto, con zeugma incluido, explotando la polisemia de «vena», aplicada al natural poético del difunto y a la corriente de las fuentes del Parnaso. Con estos rasgos destaca, junto con los sonetos burlescos, en una clave bien diferente, entre sus composiciones exentas, y en él se atisba, desde la figura del homenajeado, el perfil de una poética, correspondiente a lo señalado. Sin embargo, es necesario acudir a las composiciones asignadas a sus personajes para recomponer el modo en que Cervantes se planteó poner en la práctica del verso sus ideales estéticos. Y esto haremos, para concluir, viendo algunos detalles de dos de las más significativas de estas piezas.

Las tres estrofas en coplas reales dedicadas por don Quijote a Dulcinea durante su penitencia en Sierra Morena (I-XXVI) participan, como es natural, del tono satírico de toda la novela y, en particular de este pasaje, donde se concentran los elementos de parodia, y no sólo del Amadís-Beltenebros de la Peña Pobre, ya que, en original y contrafactum, se trata de un episodio más cercano a los libros de pastores o a la narrativa sentimental que a los romances caballerescos. El grotesco comportamiento de don Quijote añade a su habitual emulación de los gestos de sus modelos en las caballerías, varias décadas después de su aparición y con las otras modalidades de la narrativa idealista por medio, una carga corrosiva que atañe a toda esta tradición y, en particular, a sus desarrollos poéticos. Bien que como excusa para ocultar razones más serias (como la persecución por los cuadrilleros de la Santa Hermandad) y con un dechado muy concreto en el libro segundo de Amadís de Gaula, el retiro del personaje a las brañas de Sierra Morena subvierte los valores consagrados como el locus amoenus y el beatus ille. Más cercano al locus horribilis y teñido aún por los ecos del alegato de Marcela y el encuentro con los cabreros, la frontera entre La Mancha y Andalucía altera todas las convenciones pastoriles, comenzando por la de una naturaleza idealizada, abstraída de realidad, de dolor y de materia, para configurarse como un escenario estilizado en el que, bajo el disfraz pastoril, el enamorado convierte sus sentimientos en delicados versos. La locura del hidalgo y, más en concreto, los disparates que comete en el lugar, entre la grosería y el sacrilegio, lo alejan por completo del modelo horaciano de sabio que encuentra en el apartamiento y la actitud contemplativa la senda a un conocimiento superior y a una perfección moral. Pero no es lugar para detenerse en este desmontaje cervantino de algunos de las manifestaciones más decantadas del humanismo renacentista, sino es para recordar que forman el contexto de los versos quijotescos y que ambos topoi, con el universo de valores que conllevaban, comportaban también sendas formas poéticas, cuyas cabezas de fila eran respectivamente Garcilaso y fray Luis.

Como tomando distancia desde el plano de la forma con los modelos bucólico y horaciano, Cervantes compone el poema de su personaje en versos octosilábicos. La elección es, ciertamente, coherente con el medievalismo de la mentalidad quijotesca, forjada en la lectura de los libros de caballerías, cuyas raíces beben del mismo humus que la poesía cancioneril. Sin embargo, sabemos que no eran éstos los únicos volúmenes presentes en la librería de Alonso Quijano, cuyo donoso escrutinio nos deja ver su conocimiento de la poesía continuadora de Garcilaso, al que don Quijote alude y no sólo cuando impugna la veracidad de Filis y Amarilis (convención que, por cierto, hay que tener muy en cuenta en el marco pragmático de esta composición). Cabe, pues, entender la elección métrica como una primera muestra de la voluntad de distanciamiento, y no sólo en la clave irónica de la parodia del personaje, ya que esta se extiende a los otros modelos y, más concretamente, al pastoril, comenzando por poner en evidencia las conexiones y continuidades que ligan lo más adocenado de sus manifestaciones con la retorcida y esclerotizada retórica de la lírica del cancionero cortés, que con tanta frecuencia acudía al empleo de este mismo molde estrófico. La adición del verso de pie quebrado, a modo de irregular estrambote, parodia la tonalidad rítmica cancioneril de este procedimiento y subraya el carácter caricaturesco de la composición, que -no lo olvidemos- no es un texto completo sino retazos de lo que el enloquecido amante-poeta iba «escribiendo y grabando por la corteza de los árboles y por la menuda arena». Antes de llegar en la lectura a ese verso 11 de cada estrofa, Cervantes introduce un quiebro significativo en la línea de convención del lector y del código que cree estar siguiendo. En la primera estrofa la ruptura se introduce al final de la primera quintilla, con un término descontextualizado, que hace saltar la convención armoniosamente construida, entre descripción idílica, invocación a la naturaleza y anuncio del lamento:


   «Árboles, yerbas y plantas
que en aqueste sitio estáis,
tan altos, verdes y tantas,
si de mi mal no os holgáis,
escuchad mis quejas santas».


La introducción del adjetivo «santas» completa la fractura y confirma la ambigüedad de las palabras en rima, «plantas» y «tantas», genéricos que representan la renuncia a cualquier forma de especificidad en un código profundamente instituido y esclerotizado en la convención. El recurso revela el agotamiento de unas formas y la necesidad de apertura a otras perspectivas y modalidades expresivas, si bien en este caso la vía no es otra que la de la poesía burlesca, plenamente evidenciada en la segunda quintilla de las tres estrofas, que repite la grotesca rima en -ea y, sobre todo en -ote, forzadas por el empeño en reiterar el nombre de amante y amada.

El giro burlesco adquiere un sentido diferente en la tercera de las estrofas, cuando aparece exclusivamente en la segunda quintilla, tras extenderse la primera como un cuidado ejercicio estilístico, en el que Cervantes introduce algunos de los procedimientos y recursos consagrados por Herrera, en particular el uso de la qualitas sonorum o armonía imitativa para adecuar el verso a unos matices estilísticos como los definidos en la retórica de Hermógenes. En este caso la rima se pone al servicio de la pintura de la aspereza, y el uso de las vibrantes la subraya, con una cierta elevación estilística, como corresponde a una imagen más caballeresca que sentimental,


   «Buscando las aventuras
por entre las duras peñas,
maldiciendo entrañas duras,
que entre riscos y entre breñas
halla el triste desventuras».


convirtiendo la aparente pobreza de las palabras en rima, pertenecientes a las mismas familias léxicas (aventuras/desventuras, peñas/breñas) en torno a un adjetivo de aplicación compartida, en un nuevo modo de intensificación, no necesariamente de efecto burlesco. Éste aparece a partir del sexto verso, «hirióle Amor con su azote» y, sobre todo, en el que da la rima siguiente, «y en tocándole el cogote», donde hay algo más que la irrupción de un elemento de material corporeidad frente a la pretendida espiritualización del sentimiento amoroso, ya que, por fonética y anatomía, esa parte posterior del cuello rompe cualquier idealidad. Al recorrer toda la composición, el lector acaba con la sensación de que bajo el juego late algo más profundo y que, como en la lúcida locura quijotesca, hay una manifestación de la tensión entre el ideal y la realidad, entre lo que pudo ser y aquello en lo que quedó tras el paso por el mundo.

Quizá por ello Cervantes encuentra el espacio más válido para su vuelo lírico, con todos los componentes de su poética, cuando se mueve en la abierta extensión del océano, con los aires del viaje y la sensación de libertad personal y creativa a la que siempre aspiró. Eso ocurre, por ejemplo, en uno de sus más celebrados sonetos, el que pronuncia el enamorado portugués Manuel de Sousa en el Persiles, cuya primera parte explota el motivo de las navegaciones. Su primer cuarteto se introduce como una imagen pictórica para enmarcar la admonición y sentencia de los tercetos, ya en clave amorosa. Libre de esa materia y sus necesidades expresivas, los cuatro versos levantan el vuelo en el aprovechamiento de las posibilidades de las combinaciones trimembres, sin atarse al manierismo formal de las correlaciones:


   «Mar sesgo, viento largo, estrella clara,
camino, aunque no usado, alegre y cierto,
al hermoso, al seguro, al capaz puerto
llevan la nave vuestra, única y rara».


Las cuatro series de adjetivos se distribuyen en sintagmas bimembres, se disponen al final y se anteponen, para volver a repetir posición postrera, otorgando al cuarteto una movilidad singular y acorde al balanceo del barco y su navegación. La combinación de consonantes líquidas acentúan la suavidad de la pintura, como corresponde a una imagen de placidez, vinculada al feliz arribo a puerto tras plácida travesía. Así, las reglas métricas y retóricas que conforman el artificio del pasaje se trabajan para extraer de ellas la perfección requerida por el alto ideal de poesía perseguido, apoyado en este caso en una brillante intuición, situado en el plano del ritmo y la sonoridad que hacen del cuarteto una lograda muestra de musicalidad.

Si estas breves muestras ejemplifican e ilustran lo expuesto anteriormente, bien podemos concluir que el arte cervantino del verso alcanza las alturas de la poesía, de la mejor poesía de su momento. Bien es verdad que en esta dimensión Cervantes se mueve con más frecuencia en las periferias que en la cumbre del Parnaso. Su concepción de la poesía se identifica con un elevado ideal, que en distintos momentos y por distintas vías alcanzaron Garcilaso, Herrera y Góngora. Con variaciones y matices, y casi siempre con formulaciones oblicuas, dicho ideal avanza en la distancia de la llaneza, desplazándose desde el ideal de naturalidad garcilasiano a la valoración del artificio gongorino, siguiendo una de las líneas mayores de la lírica contemporánea. La concepción del lenguaje que no es fruto de la espontaneidad va separando a Cervantes en su práctica y en su idea de la poesía de las representadas por Lope de Vega, en su ideal estilístico y, sobre todo, en su relación con el mercado. El alejamiento de la vulgaridad corresponde a los modelos que encarnan algunas de sus figuras femeninas como emblema de la auténtica poesía, al tiempo que revisa los cauces de divulgación que se van imponiendo al socaire del mercado y una imprenta no siempre beneficiosa para una precisa idea de la poesía, y ésta sería una de las razones del alejamiento cervantino de estas vías y, en estrecha relación con ello, la escasez de muestras conservadas de su quehacer poético, que tampoco hubo de ser muy profuso en estricta coherencia con su ideal visión de este arte.

La otra dimensión del apartamiento de la llaneza en la actitud cervantina hacia la poesía se manifiesta en la diferencia establecida entre este arte y la directa expresión de los sentimientos del autor, de lo cual la frecuencia con que sus versos quedan encomendados a personajes interpuestos es el indicio más evidente. Esta variación pragmática introduce indudables, aunque no siempre atendidos, efectos en el lirismo de los textos y en su consiguiente interpretación semántica y estética. Su trascendencia es aun mayor en lo referente a las bases teóricas en las que se sustenta y en la noción de poesía a la que obedece, pues ésta queda arraigada firmemente en la idea de artificio y de ficción. En adición a la potente vía de proyección metapoética, en un juego de decantación y revisión crítica de los discursos líricos en vigor, esta visión potencia la concepción de la poesía como un hecho de lenguaje, entendido en todas sus dimensiones y no simplemente la elocutiva o idiomática, pues en la distancia entre sujeto y formulación se abre amplio espacio para la consideración estética y aun la moral, entendida en lo tocante a las relaciones con una verdad que no es la de la inmediata representación.

Es por todo ello que, a diferencia de sus modelos y sus contemporáneos, el verso cervantino alcanza casi siempre su cumbre, como si fuera una condición ineludible, por medio de la interposición de sus personajes novelescos. A la vez que en una rémora para el lirismo entendido en su sentido más estricto, el procedimiento se convierte en una vía para la exploración de territorios nuevos, no necesariamente anclados en una sentimentalidad periclitada. Ofrece así una indagación abierta a las novedades de su tiempo y con atisbos de algunos de los rasgos de la modernidad. Y no es ésta la menor de las aportaciones que, también en este género, debemos al soñador y socavador de ideales que fue Cervantes.






Bibliografía

En 1997 recogí en «Contexto crítico de la poesía cervantina» una amplia bibliografía sobre la poesía de nuestro autor, actualizando la relación al reeditar el trabajo en La distinción cervantina (2006), Sirva dicho trabajo de punto de partida de una recopilación que tampoco ahora se pretende exhaustiva; más en sintonía con el propósito del volumen que lo acoge, puede tomarse como una decantación y actualización de lo publicado sobre la materia, resaltando los cambios y aportaciones de los casi 15 años transcurridos desde el citado trabajo. Por esta razón, se omiten aquí las referencias a estudios generales sobre la poesía áurea, por más que estén latentes en bastantes de las afirmaciones de las páginas previas, y otro tanto se hace con lo relativo a los estudios generales sobre Cervantes u otras vertientes de su producción. Sí se rescatan de aquel listado las obras que por una u otra razón siguen siendo de referencia, y se añaden algunos títulos, aludidos en el texto, que centran las bases conceptuales y metodológicas de la perspectiva adoptada, incluyendo algún trabajo propio. Cito los estudios por las ediciones más recientes de los mismos.

Al margen de las incluidas en «obras completas», las ediciones disponibles de la poesía cervantina siguen siendo la de Gaos (1974-1981) y la de Rivers (1991); la primera incluye en su segundo tomo las composiciones insertas en las obras narrativas, pero mantiene en su introducción los planteamientos continuadores de los juicios críticos de Cernuda, Diego y Blecua, aunque con una valoración menos entusiasta de su lirismo; la segunda, más actualizada en sus planteamientos críticos, se limita al Viaje del Parnaso y las poesías sueltas.

Ynduráin aporta los últimos frutos valiosos de la perspectiva tradicional, junto a los estudios sobre los modelos poéticos y su aprovechamiento por Cervantes (Blecua, Lapesa, Navarro, Osuna, Rivers, Trambaioli, Rey Hazas, Cruz Casado). Por esos años ya se comenzaba una renovación de focos de interés, generalmente en torno al Viaje del Parnaso, lo burlesco y la inserción de los poemas en marcos novelescos. De la fábula se destacan los elementos de proyección autobiográfica (Canavaggio, Roca Mussons, Stagg, Talens), sus recursos (Gómez Canseco, Lokos) y sus intenciones (Márquez Villanueva, Gracia, Ruiz Pérez); los juicios resultantes han revalorizado el interés por las ideas poéticas de Cervantes (Finello, Gaylord Randell, Rey Hazas, Porqueras, Ruiz Pérez), y desde ellas se ha arrojado una nueva luz sobre el alcance de lo burlesco (Martin, Rico y Solís) y el enmarque de los versos (Joly, Trabado Cabado, Fernández de la Torre, Flores), aunque sin olvidar las marcas específicas de las composiciones exentas, como poesía pública (Fernández de la Torre) y encomiástica. Entre las aportaciones recientes de relieve hay que señalar los sistemáticos estudios de Domínguez Caparros sobre la métrica cervantina.

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