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Luis Landero, El mágico aprendiz, Tusquets, 1999

Han pasado casi diez años desde que se editara la primera novela de Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948), Juegos de la edad tardía. El largo proceso de maduración de esa extensa narración al estilo cervantino, que conjugaba humor comprensivo y prosa esmerada, fue recompensado con el premio Ícaro, el de la Crítica, el Nacional de Narrativa, el de París y el Mediterranée Étranger. Semejante éxito inaugural hacía pensar que Landero, al igual que muchos autores españoles del momento, iba a comenzar a publicar sin tregua para no desaparecer del mercado. Afortunadamente, los pronósticos fallaron: Landero continuó trabajando a su ritmo, y sus nuevas obras no llegaron a las librerías hasta cuatro años más tarde. Además de El oficio de escritor, en 1994, aparecía su segunda novela, Caballeros de fortuna. Aunque fue el libro que lo confirmó en el mundo de las letras, Landero no suele hablar de él. Y es que Caballeros de fortuna fue escrita bajo la responsabilidad que conlleva el triunfo y, a pesar de su prosa cuidada, no alcanzó el nivel de su opera prima. Dos años después, se publicó Entre líneas, un discurso autobiográfico protagonizado por el profesor Manuel Pérez Aguado. Y ahora nos llega su tercera novela, El mágico aprendiz.

En una entrevista reciente (Babelia, 30-1-99) Landero explicaba que el título surgió cuando leyó que Husserl era llamado «el mágico aprendiz»: enseguida relacionó el apodo con su personaje (y con la tarea del escritor). Pero las conexiones de Edmund Husserl (1859-1938) con la novela podrían ir más lejos: la «fenomenología» creada por este filósofo, que tanto influiría en Heidegger y Sartre, proponía que «toda intuición primordial es una fuente legítima de conocimiento» (Ideas: una introducción a la fenomenología pura, 1913); y el conocimiento que Matías Moro va adquiriendo, durante el año que abarca El mágico aprendiz, no procede precisamente de la razón.

Matías Moro, al igual que Gregorio Olías en Juegos de la edad tardía, es un hombre maduro que lleva una vida monótona. Casualidad, curiosidad e intuición precipitan el nacimiento de unas «ilusiones tardías» (p. 118) que, como a Gregorio, lo hacen preguntarse si no estará soñando. Cuando Matías comparte algunas de sus fantasías con sus compañeros de oficina, éstos lo arrastran hacia una aventura donde lo sublime y lo mezquino se muestran como las dos caras de la misma moneda. Una aventura en la que los personajes crecen, se desnudan, dudan, se reafirman... y acaban siendo como las personas que todos conocemos. Porque sus vidas (como las nuestras) parecen «una novela» o una obra «de Bertold Brecht y de teatro épico» (p. 283) en la que no falta «algo de expresionismo» (p. 284).

La prosa de Landero, deslizándose con la fluidez que sólo otorga la buena literatura, nos lleva a pensar que los sueños son posibles. Lo consigue sin engañarnos, sin dejar de poner una nota de humor y de ironía que, al distanciarnos de los personajes, nos permite verlos mejor. Por eso, en un juego pessoano, el mágico aprendiz de tardías aventuras se convierte en un héroe algo grotesco que jamás abandona su condición de ser humano, que roza el triunfo y fracaso con la conciencia de que no hay demasiada diferencia entre ambos. Quizá Landero podría habernos ahorrado algunas páginas de pensamientos repetitivos pero, aunque no lo haya hecho, El mágico aprendiz nos atrapa con la sencillez de lo cotidiano, con la naturalidad de su prosa trabajada, con la verosimilitud de unos personajes a los que no nos cuesta imaginar paseando por cualquier calle, preguntándose, en una tarde de invierno, dónde acaba lo real, qué es la magia del amor, hacia dónde van sus vidas.




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Luis Landero, El guitarrista, Tusquets, 2002

Hay autores de los que lo sabemos prácticamente todo: conocemos el timbre de sus voces, la expresión de sus rostros, sus manías cotidianas, el número de bastones o de ranitas que poseen, y hasta el nombre de sus perros, la marca de sus afrodisíacos y el laboratorio que fabrica sus antidepresivos. Son los habituales de las tertulias radiofónicas, los saraos pseudoculturales, y el papel couché de las revistas del corazón. Y muchos lectores se acercan a sus obras como un modo más de aproximarse a la figura pública en la que ellos se han convertido. De otros escritores, sólo poseemos los datos que nos aportan las solapas de sus libros. Para ganarse sus adeptos, han contado con el aliciente exclusivo de su prosa; y sus nombres han llegado a constituir un sello de garantía de calidad. Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948) pertenece a esa segunda clase de autores, a la que afirma que es mucho más literario quedarse en casa leyendo una novela que asistir a los actos de presentación de otra.

Si no fuera así, puede que el mayor atractivo de El guitarrista residiera en averiguar hasta qué punto coincide el autor con Emilio, ese protagonista que, como Landero, «cuando ni siquiera sospechaba que algún día llegaría a ser escritor» (p. 13), fue guitarrista de flamenco, aprendiz en un taller mecánico, y estudiante en una academia nocturna. Afortunadamente, la propia dinámica de la novela nos disuade de tales averiguaciones. Resulta irrelevante si lo narrado refleja las experiencias vitales del escritor, porque estamos ante una obra plenamente literaria. Tan literaria como esa excelente opera prima, Juegos de la edad tardía, con la que alcanzó el premio de la Crítica, el Nacional de Narrativa, el Ícaro, el de París y el Mediterranée Étranger. Desde entonces, han pasado trece años. Tiempo suficiente para madurar tres novelas (Caballeros de fortuna, 1994; El mágico aprendiz, 1999; y la que ahora comentamos) presididas por personajes que llevan unas vidas monótonas y solitarias, antes de que en ellas arraigue una ilusión que los transforma.

Sin embargo, hay cambios sustanciales en esta nueva entrega. El más evidente es el paso de la tercera a la primera persona del relato. Ese giro implica acortar distancias: se pierde parte (sólo parte) de la ironía bondadosa con la que los narradores anteriores nos presentaban a sus criaturas; y, a cambio, se gana en frescura, en intimismo, en densidad y en misterio. Como todos los hechos pasan por el tamiz de la visión de Emilio, sólo el lector puede subsanar la falta de omnisciencia, y decidir si la perspectiva del narrador limitado refleja o distorsiona la realidad. Así, ignoraremos siempre con quién tuvo el protagonista su iniciación sexual en medio de una oscuridad llena de cuerpos anónimos; nunca sabremos si Raimundo ha renunciado definitivamente a sus ilusiones para asumir el papel de agricultor casado y fracasado; y, sobre todo, siempre nos quedará la duda de si Adriana jugó desde el comienzo con Emilio, construyó ese romance como fruto de una enfermedad mental, o se inventó una historia para no admitir sus miedos.

Otra de las diferencias entre las novelas anteriores de Landero y El guitarrista es que la última no está protagonizada por un hombre maduro que busca un modo de salir de una existencia anodina, sino por un muchacho. O, mejor dicho, Emilio, que ha de tener en el momento de narrar la misma edad que tiene Landero al escribir, relata lo que le sucedió «hace unos treinta y cinco años» (p. 29), cuando era sólo un adolescente «dispuesto a comprar a cualquier precio una certeza» (p. 303). Estamos, por tanto, ante una novela de aprendizaje. Sin embargo, se trata de un discurso abierto: nos quedamos sin conocer si, al final, el personaje opta por el París bohemio de los artistas o por la vuelta al duro mundo laboral conjugado con los estudios, en medio de la soledad y la falta de perspectivas.

Poco importa lo que le sucediera a Emilio al día siguiente de aquel en el que acaba la novela, porque el mayor acierto de Landero es hacer desfilar ante nosotros a unos seres que cobran vida en las páginas: como el resto de sus personajes, los que pululan por esta novela nos resultan seres cercanos y comprensibles. No hay héroes, sólo gente que busca una vía de escape para huir por un momento de la mediocridad: Emilio se balancea entre la penuria y el arte; su madre, entre la lucha por la supervivencia y unas pasiones que nunca sabemos si ella vive o Emilio imagina; su primo Raimundo, entre el alcoholismo y el sueño de la fortuna; su jefe, don Osorio, entre la perversión y el amor ilimitado; Adriana, entre la teatralidad y la sublimación; y el elenco de desesperados que quieren ser artistas, entre la realidad del fracaso y la utopía de la fama.

Tras esa galería de personajes, en la que ni los más secundarios parecen planos, subyace una reflexión sobre el arte como tabla de salvación. La música y la literatura pueden transformar a un hombre: ambas implican singularizar la realidad, porque sólo así se puede comunicar lo que se pretende. Landero (como Rodó cuando advierte: «un escritor es, más que nada, alguien que posee el don del asombro y sabe transmitirlo», p. 231) lo sabe y lo practica: hasta las anécdotas más intrascendentes se narran con morosidad, y adquieren visos de grandes hechos imprescindibles para el relato. Se trata, una vez más, de la recreación cervantina de la historia, atravesada por el afán minucioso del realismo decimonónico que, en este siglo XXI, se hallan actualizados en la pluma de Landero, penetrados por un humanismo pesimista y generoso, y encarnados en personajes que dedican su «vida a perseguir un sueño» (p. 303), sin atreverse a soltar las amarras que los atan a la realidad.

Así, los límites entre la verdad y la ficción se tornan ambiguos: en la mente de Emilio («prefería quedarme en casa leyendo novelas de aventuras, que me resultaban más reales y excitantes que las aventuras de verdad», p. 111); en la concepción del mundo de Adriana («es una locura [...] Así comienzan siempre las tragedias», p. 205; «pensaba que todo esto era un juego [...] como en las películas o en las novelas. Cosas que los enamorados se inventan por el puro gusto de inventar», p. 307); en el relato de Raimundo («¿te va gustando mi historia, primo? ¿a que parece una novela?», p. 56); y en el de este escritor que ha sabido llevar su pasado al territorio de la literatura, donde la verosimilitud ocupa un rango más alto que la verdad.




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María García Lliberós, Como ángeles en un burdel, Algaida, 2002

María García-Lliberós (Valencia, 1956) es una economista que ha dirigido los Medios de Comunicación de la Comunidad Valenciana, y que se declara apasionada por la literatura. En los años noventa, su narrativa empezó a editarse, y a cosechar diversos premios: el Gabriel Sijé para La Encuestadora (1992); el de la Crítica de la Comunidad Valenciana para Equívocos (1999), novela con la que también fue finalista del Ateneo de Sevilla; y, por fin, el mismo Premio Ateneo 2002 para Como ángeles en un burdel.

En esta última, Angélica repasa su vida por medio de un cuaderno. Al principio, lo hace siguiendo el consejo de su psicólogo pero, cuando tal necesidad desaparece, continúa reconstruyendo su presente y su pasado. Así, conocemos su relación con el doctor Pellicer, un hombre que podría ser su padre, y que manipula la vida de Angélica hasta convertirla en una joven dependiente que habrá de buscar la libertad usando las mismas armas que han esgrimido contra ella. Estamos, por tanto, ante una novela de aprendizaje en la que no faltan ni sordidez ni soledad; y, sin embargo, el texto es un grito de esperanza, de reivindicación de la individualidad, de búsqueda de la felicidad.

Como ángeles en un burdel enlaza, en muchos aspectos, con Equívocos: en ambas trata la autora de dar entidad a detalles cotidianos aparentemente intrascendentes; en las dos, aparece la sociedad actual como marco, y el cine como referencia; las dos reflejan el juego de verdades, mentiras y apariencias de unos personajes para los que el sexo y el amor adquieren una dimensión fundamental; y, aunque el motor de la acción de Equívocos fuera un hombre, las auténticas protagonistas de ambas son mujeres. Incluso algún personaje de Equívocos ha pasado a Como ángeles en un burdel para ocupar un lugar secundario; y la homosexualidad, desmenuzada en la novela anterior, aparece en ésta como guiño final.

Sin embargo, a pesar de ese tono común, las diferencias son múltiples: en tanto que Joaquín vivía en Madrid, Angélica reside en Valencia (y de ahí el paisaje urbano perfectamente perfilado, los detalles multiplicados, la importancia de la luz); mientras el punto de vista de Equívocos era múltiple, todo el relato de Como ángeles en un burdel pasa por la interpretación de la protagonista (acentuándose así la introspección que, sin embargo, no evita las referencias a la situación político-social de la España del momento); y, si la estructura de Equívocos era fundamental en el relato, la de esta nueva novela se simplifica para tender a la linealidad.

En las últimas páginas, la focalización única se rompe, en un intento de estructura circular que no conduce al final más afortunado de los posibles. Porque la historia de Joaquina y Marcelino, que aquí parece un añadido, tal vez hubiera podido independizarse en otra novela. Éste, junto a algún descuido lingüístico fácilmente subsanable, es el principal defecto de una obra en la que la protagonista adquiere una voz propia y dota al relato de un ritmo adecuado. Un relato que se acerca al universo femenino sin fórmulas recetarias, sin axiomas preconcebidos, sin el maniqueísmo propio de algunas novelas sobre mujeres.




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Manuel Vázquez Montalbán, Erec y Enide, Areté, 2002

El amor y la muerte. El eros y el tánatos. Son las dos fuerzas que mueven al ser humano, tanto para los griegos como para los representantes del amor cortés medieval; tanto para Freud como para los autores contemporáneos. Dos fuerzas, tres personajes, tres escenarios y tres formas de enfrentar la existencia. Eso es lo que conjuga la última novela de Manuel Vázquez Montalbán (Barcelona, 1939).

Julio Matasanz recibe un homenaje en la Ría de Vigo, donde tiene que dar una conferencia para la que elige la reivindicación de la primera novela de Chrétien de Troyes (Erec y Enide). A través del relato de su estancia en Galicia, el lector va descubriendo a un hombre que, aparentemente, ha triunfado, pero que no ha conseguido romper la soledad ni con el apoyo de su mujer (Madrona) ni en los encuentros con su amante (la medievalista Myrna). Mientras, Madrona se esfuerza en lograr que esas navidades sean la ocasión de superar las distancias familiares. Para ello, Julio y su sobrino Pedro han de encontrarse, y reconciliarse. Pero Pedro y su compañera Myriam se hallan en Centroamérica, trabajando en un proyecto solidario.

El reconocido profesor emérito, la mujer madura de buena familia y los jóvenes idealistas son los tres polos de una novela que se condimenta con otras muchas especias: las alusiones a hechos reales de actualidad; la transcripción de la conferencia de Julio, con su reflexión sobre el amor, y sus dosis de documentación erudita; los múltiples personajes secundarios que rodean a los protagonistas; y la peripecia de la feliz pareja de cooperantes, que ha de huir de las mafias centroamericanas.

En medio de todo, varios aciertos: el tiempo, aunque ocupa apenas unas jornadas, parece alargarse gracias a la variedad de escenarios y anécdotas; se insertan con naturalidad datos autobiográficos en el contexto de la ficción (hecho muy común, últimamente, en nuestros escritores); se demuestra que el ser humano apenas ha cambiado a pesar del paso de los siglos; existe una evidente invitación a que volvamos a leer las novelas del ciclo artúrico, desde otra perspectiva; y, sobre todo, el personaje de Julio, con sus grandezas y sus miserias, resulta redondo, convincente y atractivo. Sin embargo, hay ocasiones en que la historia se fragmenta en exceso (se dedican demasiadas páginas a Dora y Pepón, en detrimento de la profundización en la soledad de Madrona); las aventuras de Pedro y Myriam rozan la inverosimilitud (el autor parece olvidar que lo que puede ser cierto, no tiene por qué ser verosímil); y algunos datos que ofrece el narrador en una página se contradicen en las siguientes.

Aunque no hubieran venido mal algunos de los ingredientes a los que Vázquez Montalbán nos tiene acostumbrados (críticas más sutiles, historias más trabajadas, e ironías más atrayentes), Erec y Enide logra encararnos con el desengaño y con la esperanza, con la fuerza del altruismo y con la voz de la decrepitud. Y es que estamos ante una novela digna y entretenida, que admite varios niveles de lectura. Pero, el intento de complacer simultáneamente al lector que busca novelas de calado y al que lee sólo para distraerse, puede provocar que el primero se enoje con las trivialidades, mientras el segundo se aburre con las introspecciones y los discursos.




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Marta Echegaray, Alfonsina, Lumen, 2001

Casi al comienzo de Alfonsina, sabemos que fue la abuela de la protagonista quien «introdujo en su vida lo irreal, haciéndolo no sólo posible, sino probable». Es un arranque prometedor porque, cuando un lector se sumerge en una novela, casi siempre es eso lo que busca: que la ficción cobre vida en las páginas hasta convertirse en una verdad tangible. Y Alfonsina, como la literatura hispanoamericana que más se edita en nuestro país, conjuga el mundo cotidiano con la magia de lo inexplicado. Ella vive en un edificio de vecinos que se enfrentan a las goteras, los incendios, las discusiones por la instalación de un ascensor, y los rencores larvados. Pero tiene una mano de plata, e inventa amantes que acaban visitándola. Para conjugar esos dos mundos que conviven al mismo nivel, Marta Echegaray, que ya había publicado dos libros de cuentos y una novela, ha estructurado esta obra en tres partes.

En la primera, «Alfonsina cumple años», el narrador nos muestra a su protagonista el día de su cuadragésimo aniversario, para dar un salto hasta su infancia, habitada por los relatos de la abuela Alba, sobre caballeros capaces de darlo todo por sus damas. Una infancia compartida con su hermana Guiomar y sus padres que, muertos los tres poco más tarde, no renuncian a visitarla en forma de fantasmas. Un tiempo pasado en el que Alfonsina «sólo quería una explicación cualquiera a su mano perfectamente articulada, ágil y elegante, indiferente al dolor [...] pero dichosa de acariciar y agradecida de recibir». Esta parte podría funcionar como un relato independiente, conectado con la literatura fantástica, y con recursos tomados de la novela lírica. Y sería un buen relato. Por algún motivo, Marta Echegaray decidió continuar la historia.

«Alfonsina y los demás» nos muestra al resto de los habitantes del inmueble: la beata Amalia Aibizu, que trata de esconder un adulterio; Modesto Roca, el homosexual que prefiere ser llamado Señor de Bagdad o Modesty Blaise; doña Virtudes, la pantalonera que pretende ocultar su desmedido interés por los hombres; la envidiosa e hipocondríaca Dolores... Son personajes no exentos de interés, cuyas descripciones se mezclan con guiños al lector, como declarar que Alfonsina no es escritora sino escribidora, o recordar que la ingenua Caperucita ha viajado hasta Manhattan. Sin embargo, conforme la protagonista va perdiendo tal papel, la novela se difumina. ¿Cuál es el sentido de dedicar treinta y cuatro páginas a transcribir la «obra teatral» que escribe Alfonsina para los amigos de Modesto? Y ¿qué hace allí el poemita que el narrador llama «esta ingenua letra para una nana»?

Cuando el lector llega a «Alfonsina y el amor», la singularidad de la novela y el culturalismo que destila han perdido una frescura que a duras penas se recobra en lo que debiera ser su cumbre: el amante onírico que llega a casa de Alfonsina para que ella reconozca «sin dificultad el sexo de plata maravillosamente vivo y terso del hombre que amaba». La protagonista «nuca sabrá si sueña o es soñada». Nosotros sí sabemos que todo aquello que convierte Alfonsina en una novela sugerente y decididamente original en el contexto de nuestras letras se halla demasiado difuso para que deslumbrante la imaginación de Marta Echegaray logre vestir lo irreal de posible.




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Marta Rivera de la Cruz, Que veinte años no es nada, Algaida, 1998

La contraportada de Que veinte años no es nada nos promete una novela en la que Cósimo Herrera, un escritor obsesionado con el Nobel, se retira a una ciudad de provincias. Con ese protagonista, Marta Rivera de la Cruz (Lugo, 1970) se acerca a la vertiente más ligera de la metaficción que, en los últimos años, han desarrollado obras tan diversas como Beatus ille (Muñoz Molina, 1986), Soy un escritor frustrado (Mañas, 1996) y Extraña forma de vida (Vila-Matas, 1997). Pero el relato no incluye su propio proceso de creación: no estamos ante una metanovela como las que pusieron de moda en España los de la generación del medio siglo (Benet, García Hortelano, los Goytisolo...), y cultivaron algunos de los nuevos narradores (Pombo, Papell, Millás, Longares, Merino...) y de los más veteranos novelistas (Cela y Delibes).

En esta obra, ganadora del III Premio Ateneo Joven de Sevilla, el dar sentido a la existencia buscando el sentido de la escritura (el «scribo, ergo sum» inventado por Steven Kellman, en 1980, para definir a los «egógrafos») acaba revelándose un procedimiento tan falso como insatisfactorio. Por eso, lo autorreferencial no rompe la ilusión del lector ante la ficción. Y, si bien es cierto que Cósimo Herrera escribe una novela, y que Luisa del Amo lee el manuscrito, nunca se nos permite acompañar a Luisa en ese ejercicio lector como acompañábamos a Mariana en La muchacha de las bragas de oro (Marsé, 1978).

Aún así, Que veinte años no es nada se fragua a ritmo de tangos y lecturas. Las letras de unos (presentes incluso en el título) y los fragmentos de otros van sembrando el libro de intertextualidades, guiños y homenajes. La novela se llena de los ecos de esas otras voces y, al hacernos disfrutar con ellas, se convierte en un nuevo argumento para la esperanza: parece que, por fin, ha pasado esa moda de los escritores jóvenes que manifestaban sin pudor que no leían, que todos sus conocimientos procedían del mundo audiovisual. La técnica de Marta Rivera llega de los libros, y eso se nota. No en vano, la autora prepara su tesis en Filología, publica artículos sobre literatura, y ya había ganado el I Certamen de Narración Corta Ánxel Fole (1996) y el segundo Premio de Novela Joven y Brillante (1997).

Su pasión por la América de habla hispana se revela tanto en detalles triviales (el origen de Cósimo, las descripciones de Buenos Aires, las citas de Borges y Lugones...) como en el trasfondo del texto (un tiempo tan actual como mítico, una estructura de apariencia sencilla pero perfectamente trabada). Marta Rivera ha aprendido con Rulfo a crear lugares simbólicos, con García Márquez a presentar una galería de personajes secundarios tan sólidos como los principales, con Isabel Allende a introducir lo paranormal en lo cotidiano, con Carpentier a ensartar los capítulos como si fueran las cuentas de un collar imaginario.

Su novela, como muchas de las de sus compañeros de generación, contiene alguna contradicción interna (compárense las páginas 204 y 266), alguna incorrección gramatical, algún error de puntuación que debieran haberse corregido antes de la impresión. Pero, sobre todo, comparte con ellas la «reprivatización» de la que hablaba Mainer en De postguerra: una «reprivatización» que se manifiesta en la aparición de temas como la soledad y la identidad del individuo, y en una autorreferencialidad que no impide que la obra derive de la vida y no de la propia literatura. Tal vez por eso, Que veinte años no es nada se lee con el placer de descubrir lo extraordinario en lo habitual, de compartir el gusto por contar (y por conocer) las historias de unos seres ficticios con los que podemos identificarnos.




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Marta Rivera de la Cruz, Linus Daff, inventor de historias, Plaza & Janés, 2000

Hace dos años que Marta Rivera de la Cruz (1970) consiguió el Premio Ateneo Joven de Sevilla con su primera novela, Que veinte años no es nada, en la nos narró la vida de un escritor que se retiraba a esa Ribanova provinciana que guardaba tanto parecido con el Lugo natal de la autora. Gracias a esa obra, el nombre de Marta Rivera (que ya había ganado el premio de Narración Corta Ánxel Fole 1996, el segundo Premio de Novela Joven y Brillante 1997) empezó a sonar como el de una nueva promesa de nuestras letras. La publicación de su segunda novela, Linus Daff, inventor de historias, hace que la labor narrativa de esta periodista sea ya algo más que una esperanza.

Sus dos obras están íntimamente conectadas. Ambas contienen una galería de personajes secundarios perfectamente trazados (como Luisa y su familia en Que veinte años no es nada, o Pedro Almeidas y Lucrecia Sánchez en Linus Daff, inventor de historias), y una ubicación común: aunque en la segunda novela los escenarios se diversifican, Galicia sigue siendo un marco de referencia. La influencia de las letras latinoamericanas en la autora, que ha dedicado su tesis a García Márquez, se hacía presente en Que veinte años no es nada, y convierte a Linus Daff, inventor de historias en heredera del relato oral. Y, lo que quizá es más importante, en las dos encontramos una reflexión sobre el amor, sobre la soledad, y sobre la tarea del escritor de fundir la realidad con la ficción: el protagonista de la primera, Cósimo Herrera, harto de no conseguir una obra digna del Nobel, optaba por la soledad, y se convertía en el objeto del amor de Luisa; ahora, Linus Daff, que se dedica a camuflar la realidad para hacerla del gusto de quienes recurren a él para comprarle una historia, entra en contacto con soledades disimuladas, y con seres que esperan conseguir el amor póstumo.

Linus Daff empieza inventando la figura de su padre durante la niñez, para suplir una falta de información que le martiriza. Cuando el misterio deja de serlo, descubre que su propia invención es ya para él más cierta que la verdad. El día que Daff comprende que muchos seres humanos necesitan maquillar la realidad para ser aceptados, comienza un floreciente negocio que lo lleva a recorrer Europa, a viajar a Nueva York, a vivir en la Cuba anterior a la revolución castrista, y a recalar en Galicia. Daff se vale del terror que causa Jack el Destripador para crear un falso héroe, sobrevive al hundimiento del Titanic, asiste al drama de los que abandonan España en busca de la fortuna y son esclavizados por quienes se aprovechan de su condición de analfabetos, y conoce de cerca la precariedad de los pueblos gallegos durante el reinado de Alfonso XII. Así, Marta Rivera va presentando la vida del primer tercio del siglo veinte, a través de datos que nos ayudan a situar en el tiempo un relato capaz de criticar con dulzura cualquier época humana.

Hacer de la mentira un arte obliga a Daff no sólo a ejercitar la imaginación, sino también la psicología («uno de los mejores métodos para conseguir triunfar en la sociedad es el de hacer creer a cada interlocutor que su conversación es sumamente brillante»), la curiosidad («en realidad no había cosa en el mundo que provocase en él un aburrimiento sincero») y la autodisciplina («se imponía la penitencia de almorzar una fuente entera de sesos de cordero, que detestaba con toda su alma, para acostumbrarse a comer cualquier cosa manteniendo una expresión de esfinge»). Si todos los personajes que pueblan el rico universo de la novela hubieran seguido las normas del protagonista, la intervención de éste hubiera sido innecesaria. Claro que, entonces, nosotros no podríamos disfrutar de esta obra con la que Marta Rivera ha conseguido continuar la labor emprendida en la anterior, perfeccionando su escritura aun a costa de perder parte de la importa de su prosa, y de recurrir a un final que debiera haber trabajado más.




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La novela histórica

Ahora que las temperaturas bajan y los días se acortan, vuelven los buenos tiempos para las estufas, los sillones orejeros y los libros. Eso pensaba la otra tarde, cuando, después de algunos meses de rebuscar a mis anchas en los estantes de las librerías, hube de sortear a otros lectores, abstraídos en la búsqueda de una novela. En los expositores de grandes letras de colores, en las mesas de las novedades, y en las listas de los más vendidos, los libreros habían destacado algunos títulos de autores de renombre, y trataban de aprovechar ese tirón, ubicando a su lado a escritores más desconocidos, pero que comparten temas similares. Si no lo son ya, a base de persuadirnos, acabarán siendo los éxitos de ventas de la temporada. Y ya no sorprende a nadie que este año, como casi todos los años de las últimas décadas, muchos de los libros con los que narradores, editoriales, distribuidores y libreros han decidido que compartiremos las tardes de invierno sean novelas históricas.

Poco importa que los críticos no se pongan de acuerdo al juzgar este género, que unos consideran que utiliza el pasado para reflexionar sobre el presente, y otros que lo usa para evitar enfrentarse a la realidad contemporánea. Poco importa porque la novela histórica, que surgió a finales del siglo XVIII como consecuencia del desarrollo de la burguesía, lleva décadas siendo una de las tendencias más frecuentadas por los autores, más apreciadas por los lectores, y más galardonadas. El Premio Planeta ha apostado por novelas históricas como En el día de hoy (Jesús Torbado, 1976), Autobiografía de Federico Sánchez (Jorge Semprún, 1977), La muchacha de las bragas de oro (Juan Marsé, 1978), Yo, el rey (Juan Antonio Vallejo Nájera, 1985), No digas que fue un sueño (Terenci Moix 1986), En busca del unicornio, (Juan Eslava Galán, 1987), El triángulo (Ricardo de la Cierva, 1988) y El manuscrito carmesí (Antonio Gala, 1990).

Además, el Nadal se fijó en José Asenjo Sedano (Conversación sobre la guerra, 1977) y en Carlos Rojas (El ingenioso hidalgo y poeta Federico García Lorca asciende a los infiernos, 1979), quien ya había obtenido el Premio Ateneo de Sevilla 1977 por Memorias inéditas de José Antonio Primo de Rivera. El Premio Fastenrath 1978 (La que no tiene nombre) coincidió con el Nacional de Novela 1979 (Extramuros) en galardonar obras históricas de Jesús Fernández Santos; Juan Benet obtuvo el Premio de la Crítica 1983 por Herrumbosas lanzas; en 1984, Paloma Díaz-Mas fue finalista del Herralde con El rapto del santo Grial, y Pilar Pedraza ganó el Ciudad de Valencia con Las joyas de la serpiente; en 1986, Eduardo Mendoza se hizo con el Ciudad de Barcelona por La ciudad de los prodigios; el Premio Internacional Plaza & Janés 1987 galardonó a Decidnos, ¿quién mató al conde? (Néstor Luján); y Terenci Moix recibió el Premio Fernando Lara 1996 por El amargo don de la belleza.

En España, la muerte de Franco trajo consigo el deseo de conocer el pasado que la censura había tratado de ocultar; y la respuesta fueron las más de ciento setenta novelas que, entre 1975 y 1982, trataron el tema de la Guerra Civil. Pero no se trataba de un fenómeno exclusivo de nuestra transición: la excelente acogida de las novelas de Umberto Eco y Marguerite Yourcenar en todo el mundo, durante los años ochenta, era una muestra de la conciencia finisecular de las conexiones entre historia y ficción. Esa misma conciencia provocó la profusión de la tendencia más abundante de las letras hispanoamericanas de los últimos años: la «nueva novela histórica», en la que se cuestiona la historia oficial, se insertan anacronismos e invenciones, y se desmitifica a los supuestos héroes. En España, el gran renovador del género fue Raúl Ruiz (El tirano de Taormina, 1980; Sixto VI, relación inverosímil de un Papado indefinido, 1982; La peregrina y prestigiosa historia de Arnaldo de Montferrat, 1984; Los papeles de Flavio Alvisi, 1985), quien usó personajes intemporales que recorren una historia muy documentada, donde tienen cabida las preocupaciones lingüísticas, los sueños y la invención.

Los argumentos históricos sirvieron de trampolín a algunos narradores mayores que alcanzaron el éxito en la democracia, como José Esteban (El himno de Riego, 1984; La España Peregrina, 1985); y fueron desarrollados por escritores de todas las edades: autores consagrados, como Camilo José Cela (Mazurca para dos muertos) y José Eduardo Zúñiga (La tierra será un paraíso); representantes de generaciones intermedias, como Isaac Montero (Pájaro en una tormenta, 1984; Ladrón de lunas, 1998), José Antonio Gabriel y Galán (El bobo ilustrado, 1986), Rafael Chirbes (Los disparos del cazador, 1994; La larga marcha, 1996) y Félix de Azúa (Mansura, 1984; Cambio de bandera, 1991); nuevos narradores, como Javier García Sánchez (Última carta de amor de Carolina von Günderrode a Bettina Brentano, 1985; El sueño de Escipión, 1998) y Pedro García Montalvo (trilogía La primavera marcha hacia el invierno, 1983-1988); y escritores de otros géneros, que decidieron probar suerte en la novela, como Fernando Fernán Gómez (El mal amor, finalista Planeta 1987; Capa y espada, 2001).

Tal variedad de intereses y edades, y el hecho de que toda novela cuyo objetivo sea recrear un momento anterior a las vivencias de su autor se considere histórica, ha propiciado la diversidad de sus manifestaciones: hay narraciones en las que la historia parece una excusa para analizar el presente, como las de Manuel Villar Raso (Pastora, el maqui hermafrodita, 1977; Las Españas perdidas, 1984), Carlos Pujol (La sombra del tiempo, 1981; Un viaje a España, 1983; El lugar del aire, 1984; Es otoño en Crimea, 1985; La noche más lejana, 1986; Jardín inglés, 1987) y Lourdes Ortiz (Urraca, 1982; La liberta, 1999); reconstrucciones del pasado en tono legendario, como Luna de lobos (Julio Llamazares, 1985); y mezclas de historia y fantasía, como las de Juan Pedro Aparicio (Lo que es del César, 1981; La forma de la noche, 1994), Luis Mateo Díez (Apócrifo del clavel y de la espina, 1977; Las estaciones provinciales, 1982; Días del desván, 1997; La ruina del cielo, 1999) y Eduardo Alonso (El insomnio de una noche de invierno, Premio Azorín 1982; Los jardines de Aranjuez, 1986; La flor del jacarandá, 1991).

Hay obras que abogan por la libertad, como las de Juan José Armas Marcelo (Las naves quemadas, 1982; El árbol del bien y el mal, 1985); y algunas en las que la historia es un medio para investigar en la naturaleza humana, como las de José Luis Sampedro (Octubre, octubre, 1981; La vieja sirena, 1990; Real Sitio, 1993). Existen autores que escriben ficción libre de base histórica (Juan Goytisolo: La saga de los Marx, 1993); y otros que mezclan la historia con los recursos de la novela de intriga (Pedro Casals: Las hogueras del rey, 1989; Antonio Muñoz Molina: El jinete polaco, Premio Planeta 1991), la erótica (Leopoldo Azancot: La novia judía, 1977, Premios Reseña, Zikkurath y B'nai B'rith; Fátima la esclava, 1980; Jerusalem, una historia de amor, 1986) o la de aventuras (José María Merino: El oro de los sueños, 1986; La tierra del tiempo perdido, 1987; y Las lágrimas del sol, 1989). Y los mayores éxitos de ventas han llegado cuando el género ha perdido su pureza, para acoger recursos de otras tendencias: Arturo Pérez Reverte ha aunado ambientaciones históricas con tramas policiacas y recursos folletinescos en El húsar (1986), El maestro de esgrima (1988), La tabla de Flandes (1990), El club Dumas (1993) y la serie El capitán Alatriste.

Como puede verse, el lector tiene donde escoger: basta con que revuelva en los estantes de librerías y bibliotecas, o con que se deje seducir por las novelas que ocupan los expositores mejor situados: allí conviven los últimos títulos de Umberto Eco y la alicantina Matilde Asensi, con las novedades de autores casi desconocidos, y las ediciones de bolsillo de los premiados y los superventas de temporadas pasadas. Sin duda, algunas son pésimas creaciones de quienes han creído encontrar la fórmula perfecta para llegar al mercado, pero otras pueden amenizar las tardes invernales, o explicar nuestro confuso presente sumergiéndonos en la historia.




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Pedro Maestre, Alféreces provisionales, Destino, 1999

Un buen sector de la crítica se rasgó las vestiduras cuando Pedro Maestre (Elda, 1967) alcanzó el prestigioso Premio Nadal por Matando dinosaurios con tirachinas (1996). Mientras su autor la definía como una obra inmersa en el «realismo poético», muchos expertos la señalaron como una manifestación más de esa moda de novela intrascendente escrita por jóvenes. Y le reprocharon los mismos errores que a las creaciones de sus compañeros de generación: una trama que no aportaba ninguna novedad, y una resolución narrativa insatisfactoria. Sólo la salvaron de la etiqueta de «estética nirvana» sus dosis de poesía, y un escenario distinto del paisaje urbano característico de dicha estética.

Por tratarse de un autor alicantino, la obra de Maestre causó aún más expectación en esta Comunidad. Los hechos, las situaciones, los personajes planteados en Matando dinosaurios con tirachinas eran fácilmente identificables. Esto provocó iras exageradas y alabanzas desmedidas. Quienes fueron capaces de aislarse de unas y otras compararon la obra ganadora del Nadal con la opera prima de Pedro Maestre, Trapos sucios, que había quedado finalista del Premio Nuevos Narradores 1995. A la vista de ambas, concluyeron que la prosa de este Licenciado en Filología Hispánica permitía presagiar la consolidación de algunos aciertos que ya se esbozaban en sus dos libros inaugurales.

Benidorm, Benidorm, Benidorm, (1997) defraudó incluso a los más optimistas. La historia tragicómica de un riojano cuarentón, que se va Benidorm para superar el abandono de su mujer, daba como resultado un relato previsible, destinado al público menos exigente. Su lectura reafirmó a los que opinaban que la fama de Maestre era producto de las necesidades de un mercado editorial empeñado en difundir obras cuyo único mérito radicaba en la juventud de sus autores.

Cuando dos años sin apenas noticias de Maestre parecían confirmar su desaparición del mundo literario, se ha publicado Alféreces provisionales (1999). A través de los recuerdos desordenados de Miguel, que van fluyendo en las anodinas horas de un verano en el que se ve condenado a estudiar matemáticas, se va perfilando su paso de la niñez a la adolescencia. Alféreces provisionales es, por tanto, una novela de aprendizaje narrada desde la memoria, que nos aporta las referencias necesarias para ubicar a Miguel en la realidad española de los años ochenta: menciones al golpe de estado del 23-F, alusiones a las luchas sindicales, fragmentos de canciones de los grupos de rock del momento... Tantos son los datos dispersos que, si los juntamos, acabamos deduciendo que Miguel Cancelet, ese pre-adolescente que vive en la calle «Alféreces provisionales», bien podría ser un alterego de su autor.

Lo más original del libro son las anotaciones a mano que se van colando entre la letra impresa para configurar un todo que se rectifica y se matiza: un rompecabezas que el lector va recomponiendo a partir de dibujos, tachaduras y problemas de matemáticas cada vez más complejos. Como si esa asignatura que ha condenado a Miguel a la soledad estival fuera una alegoría de las dudas y los problemas que acechan al personaje en su realidad cambiante. Sin embargo, esa singular composición no evita que el libro caiga en unas reiteraciones innecesarias, capaces de romper bruscamente con el clima de ternura que a veces alcanza.

Quizá consciente de esas limitaciones, Maestre trata de llamar nuestra atención sobre sus virtudes, por medio de una última página en la que las anotaciones manuscritas ya no son de Miguel. En un guiño metaliterario excesivamente evidente, esa página reproduce las «notas para la novela» de un autor que, en el margen de un examen de «Literatura Contemporánea» de quinto de Filología Hispánica, nos recuerda la noción de Proust sobre el funcionamiento de la memoria, el concepto de tiempo psicológico, y la necesidad de recurrir al habla popular. No sé si esto denota una falta de confianza en sí mismo o en la capacidad del lector: seguro que este último ya se había dado cuenta de que esos aciertos volvían a permitirle confiar en que las futuras obras de Maestre consigan plasmar un potencial narrativo que, de momento, se intuye más que se palpa.




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Rafael González, El regate cola de vaca, Aguaclara, 1999

Los escritores intuyeron, mucho antes de que los psicólogos lo demostraran, que las experiencias de la niñez y de la adolescencia son básicas para explicar las reacciones de los adultos. Tal vez por ello, desde El Lazarillo de Tormes, han sido muchas las obras literarias que se han ocupado de esos años que determinan la personalidad del individuo. La primera novela de Rafael González Gosálbez (Alicante, 1966), El regate cola de vaca, reúne varios personajes que viven esa etapa de formación, autoafirmación y desengaños; y narra el proceso que lleva a Héctor Cortázar a concluir que la vida consiste, básicamente, en hacer (y en evitar que nos hagan) todo tipo de regates.

El regate cola de vaca, recién publicada por Aguaclara, obtuvo el Premio de Novela Joven 1996, convocado por el Instituto de la Juventud del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales. Era una buena inauguración en el ámbito de la novela para este alicantino, conocido por su dedicación a los textos teatrales y a los guiones cinematográficos. Como se sabe, muchas de las obras que ha escrito Rafael González, en solitario o en compañía de Paco Sanguino, han sido premiadas (Premio Marqués de Bradomín para 013 varios: informe prisión; Premio Ciudad de Alcoy para La pesadilla; Premio Generalitat Valenciana para Metro; Premio Durango-Baqué para El culo de la luna; Premio Ciudad de San Sebastián para Creo en Dios), y algunas han conseguido ser estrenadas o editadas en países como Francia, Chile, Argentina y Estados Unidos. Además, su corto El columbarium ganó los certámenes para cineastas aficionados de Praga (República Checa) y Deisburgo (Alemania), en 1994; y fue galardonado con la medalla de plata en la Danubiale 95 (Austria).

El regate cola de vaca no es la primera experiencia narrativa de Rafael González: son suyos los libros de cuentos Caimán, Cuba y Bocas llenas de peces rojos (el relato que da título a este último obtuvo el Premio Jaén 1991). Sin embargo, su labor como autor teatral condiciona notablemente su prosa. En el peso de esta influencia está la mayor virtud de El regate cola de vaca: Rafael González consigue un lenguaje preciso, con una narración espontánea y trabajada y, lo que parece aún más difícil, unos diálogos frescos y creíbles, caracterizadores de sus personajes. Paradójicamente, el mayor defecto de la novela también se debe a la influencia del teatro: el lector de prosa carece del escenario que se ofrece al espectador teatral, y por ello echa en falta una explicación más detallada del ámbito espacial, temporal y social en el que se mueven esos personajes. No es que la narración nos deje ante el vacío, pero González podría haber aprovechado mejor los detalles que, certeramente, ha ido eligiendo para situarnos: la muerte de John Lennon, el intento de golpe de estado, el fin del franquismo...

Rafael González estructura su novela en siete partes casi autónomas, encabezadas por otros tantos nombres propios, y dedicadas a distintos personajes que acabarán condicionando la «educación sentimental» del que, aparentemente, es el protagonista de la obra. Y digo «aparentemente» porque, una vez hemos concluido la lectura, tenemos la sensación de que el autor, al igual que Héctor («Julio Cobo me parecía un tipo muy atrayente», p. 99), se ha dejado seducir en exceso por Cobo, y ha acabado por dedicarle más atención que al personaje principal. A pesar de eso, estamos ante una novela que logra conectar con el lector, y lo transporta a ese pasado en el que varios hechos anecdóticos marcaron su vida. Por encima de cualquiera de sus defectos, El regate cola de vaca, trasluce las aptitudes de Rafael González para la novela, muestra evidentes homenajes a algunos autores narrativos (p. 54), y nos deja el sabor agridulce de una ironía, en la que contrastan los pensamientos y las palabras, y por la que, constantemente, nos sentimos aludidos.




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Ray Loriga, Tokio ya no nos quiere, Plaza y Janés, 1999

¿Se ha planteado cómo sería usted si borrara de su memoria aquello que nunca debió haber existido? La última novela de Ray Loriga tiene la respuesta: «un hombre sin memoria ve constantemente imágenes del futuro. La nostalgia desaparece» (p. 181). Puede que usted piense que, muerta la nostalgia, se acaba el dolor. Sin embargo, el protagonista de Tokio ya no nos quiere (1999), vendedor y consumidor de la droga del olvido, reconoce: «no puedo recordar las enfermedades, pero recuerdo el dolor. Como alguien que ha perdido la casa y aún guarda la llave» (p. 39), porque «la memoria es el perro más estúpido, le lanzas un palo y te trae cualquier cosa» (p. 56). Por eso se plantea «¿no es estúpida esa fe que la gente tiene en el pasado, como si el pasado fuera más cierto que el presente o el futuro?» (p. 29).

Al igual que su protagonista, Jorge Loriga Torrenova (Madrid, 1967) ha preferido esta vez el futuro: en «estos primeros años del milenio» (p. 127), el sida ha desaparecido, la química hace posible que cada uno moldee su pasado, y un programa de reencarnación informática permite que nadie nos olvide si nuestro deseo es ser recordados. A pesar de lo novedoso de este argumento, y del cambio de imagen del autor, Tokio ya no nos quiere mantiene algunas de las características que vinculan a Loriga a lo que se ha llamado «realismo sucio», «realismo duro» o «realismo sórdido» (debido a sus conexiones con el «realismo sucio» norteamericano), «estética nirvana» (en referencia al grupo musical) y «rockandrollo» (por las influencias del cine y el rock que se basan en la presencia del sexo, las drogas y la violencia).

Quizá sea El triunfo (F. Casavella, 1990) la obra que inauguró esta tendencia en nuestro país, pero la primera que alcanzó el éxito fue Lo peor de todo (R. Loriga, 1992), la historia desnuda de un adolescente que representa a la generación del rock y el cómic. A partir de su aparición, autores como F. Romero, P. Maestre, J. Machado, B. Prado y E. Iglesias comenzaron a publicar novelas que usaban un lenguaje marcadamente jergal, y demostraban una actitud nihilista, rebelde, narcisista y amoral. Más tarde, la versión cinematográfica de Historias del Kronen (J. Á. Mañas, 1994), llevó el realismo sucio hasta un amplio público.

Mientras, Loriga siguió usando su estilo desgarrado, con ecos patentes del cine, el vídeo, el rock y la música minimalista. En 1993, recogió sus relatos underground en El canto de la tripulación; y recibió el Premio de Novela El Sitio por Héroes, una obra de prosa anárquica en la que un muchacho desencantado se encierra en su habitación para olvidarse del mundo sumergiéndose en la música. En los dos años siguientes, recopiló algunos textos en Días extraños, y relató, en Caídos del cielo, la huida de un adolescente tras disparar contra un guardia de seguridad. Además, hizo una incursión en el cine con La pistola de mi hermano, que fue premiada en varios festivales a pesar de las malas críticas recibidas en nuestro país.

En Tokio ya no nos quiere, Loriga persevera en el uso de sus recursos característicos, como el cambio de escenario, las referencias a películas, la presencia del mundo de las drogas, y la impresión brutal del sinsentido de la existencia. Sin embargo, el autor ha madurado. Ha pulido su lenguaje habitual para hablar de sexo, y algunos párrafos se acercan al tono de H. Miller. Los personajes han dejado de ser adolescentes, la violencia ya no es un motivo recurrente, la trama alcanza una coherencia que contrasta con la anarquía anterior y, una vez nos acostumbramos al ritmo de su prosa, la obra va cobrando interés. Cuando consiga acabar con sus frases aparentemente brillantes pero vacías, con sus escenas infundadas, con sus contrasentidos y sus exageraciones, puede que llegue a cumplir la promesa que el editor nos hace en la contraportada: ser el medio que une «Joseph Conrad a J. G. Ballard». Creo que aún no lo ha conseguido, pero parece que no va por mal camino.




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Rosa Montero, El corazón del tártaro, Espasa, 2001

Dos de los rasgos de nuestra literatura en la transición fueron la incursión de las mujeres, y un acercamiento de la prosa de creación a la realidad cotidiana, facilitada por la llegada de los periodistas al mundo de novela. Los comienzos narrativos de Rosa Montero (Madrid, 1951) son claramente representativos de ambos rasgos. De hecho, esta autora, que ha colaborado en varios diarios, revistas y suplementos, recibió el Premio Mundo de Entrevistas 1978, y el Premio Nacional de Periodismo de Reportajes y Artículos Literarios 1980. Y, al igual que Esther Tusquets, Carme Riera y Montserrat Roig, vio como sus novelas se convertían en auténticos éxitos de ventas, en un momento en el que la «literatura de mujeres» era una etiqueta debatida por los escritores y los críticos, y explotada por las editoriales. La parte positiva del debate estuvo en que la moda de la literatura femenina (y, sólo a veces, feminista) permitió revisar las obras de las escritoras de posguerra. La negativa fue que, en la profusión editorial, se coló una «literatura femenina» que sólo cumplían la segunda parte del enunciado, ya que la calidad era bastante escasa.

También en las primeras novelas de Rosa Montero se dijo que el éxito no siempre estaba avalado por méritos literarios, sino por la accesibilidad para el gran público, y por las reivindicaciones del mundo femenino; que resultaban éticamente convincentes, pero se hallaban plagadas de personajes arquetípicos e ideas preconcebidas. Crónica del desamor (1979) era, en realidad, una yuxtaposición de varios relatos, que transparentaban monólogos interiores de mujeres solas, deseosas de libertad, e incapaces de vivir sin un hombre. El origen periodístico de la autora confería a su prosa un lenguaje vivo, y los lastres de intentar hacer, de un conjunto de crónicas, una novela.

A lo largo de su obra, la fábula se ha ido independizando de sus orígenes de periodista para plantear temas más universales, como la soledad, la búsqueda de la libertad y el problema de la dependencia. Con La función Delta (1981), trató de subsanar los defectos de su «novela» anterior, al presentar a una sola protagonista. Aun así, el mensaje de que la mujer siempre está explotada acababa resultando excesivamente propagandístico. Más lograda y menos panfletaria que las anteriores fue Te trataré como una reina (1983), que mostraba los ideales de la protagonista, y sus choques con el medio. Tras una novela costumbrista que desarrolla el tema del poder en una disección sociológica de los entramados de una internacional, Amado amo (1988), publicó Temblor (1990), El nido de los sueños (1991), Bella y oscura (1993), el volumen Entrevistas (1996), y unas biografías de mujeres, destacadas pero casi desconocidas, Historias de mujeres (1996).

El giro definitivo de su obra se dio con La hija del caníbal (Premio Primavera de Novela 1997), donde usó los recursos del thriller para narrar la búsqueda de Ramón, que se unía a la búsqueda del sentido de la existencia. En 1998, apareció el conjunto de relatos Amantes y enemigos. Y ahora vuelve al thriller, con El corazón del Tártaro, para ofrecernos una obra equilibrada, minuciosamente construida, que comienza con una llamada matutina a partir de la cual Sofía Zarzamala vive el día más angustioso de su existencia. Zarza ha de huir de esa voz que le anuncia «Te he encontrado», y en el camino, se encontrará consigo misma, dejando al aire las heridas de un pasado marcado por las drogas, las traiciones y la familia.

En su huida, se perfila la relación entre Zarza y su madre, muerta o asesinada mientras ella era una niña; con el padre que tuvo o el que inventó; con su gemelo Nico, que fue su refugio y el inductor de su caída; y con sus otros dos hermanos: la que le demuestra que cada uno labra su vida, y el que le hace cuestionarse los límites del amor y la inteligencia. La vida, dice Montero en una entrevista, es como el cubo de Rubik que maneja Miguel, el hermano menor de Zarza: un juego complicado y, a veces, desesperante.

La afición de la autora por la metaliteratura, presente desde su primera novela, la ha invitado a tratar de dar un paso más, a convertir a Zarza en editora de leyendas medievales, en las que la protagonista cree encontrar indicios de lo que a ella le ocurre con Nico. Y creemos que esto no lo ha conseguido: casi parece como si algunos textos de la novela medieval que Rosa Montero está preparando se le hubieran colado en ésta. La alusión a las leyendas (que explican en parte el título de la novela), el recurso borgiano del apócrifo, más que dotar a la obra de un barniz culto, la ha bañado con la duda de la inverosimilitud. Por más que Zarza sea editora, los textos no acaban de encajar en la novela. Por más que la autora haya tenido buen cuidado en explicarnos que la protagonista es licenciada, no entendemos cómo ha dado el salto desde su pasado a su presente laboral.

A pesar de las distancias socioculturales entre ambas obras, la relación de Zarza con Nico no puede dejar de recordarnos Belver Yin: dos gemelos, una relación ambigua, y la condena a no-ser el uno sin el otro. Porque Zarza, por encima de todo, es una mujer que no sabe cómo amar y, aunque ella crea lo contrario, esto hace que el infierno (el Tártaro clásico) no sean los otros, sino ella misma. Por tanto, la huida no puede ya ser un alejamiento de los recuerdos, sino una indagación en el dolor. La trampa que ha urdido aquí Rosa Montero es similar a la que ya nos tendiera en La hija del caníbal: podemos pensar que lo importante es saber «quién» atormenta a Zarza, cuando lo interesante es adentrarnos en su culpa y en su miedo. Y, si caemos en la trampa, el final (mejor, dicho, el doble final, para que elijamos el que más nos gusta), más que sorprendernos, nos defraudará.

El leguaje de El corazón del Tártaro es literario. Hermosamente literario, cuidadosamente literario. A veces, desesperadamente literario. En el CD que una cadena de librerías regala con el libro, Rosa Montero dice que ha hecho un esfuerzo por no llamar drogas a las drogas, por evitar la sordidez de ese mundo. El resultado no deja de ser chocante: los marginados (a los que Montero es tan aficionada), los que han abandonado cualquier esperanza de vida, los que necesitan una dosis más que un plato de comida, no suelen hablar con metáforas y metonimias y, cuando lo hacen, es que no están en la calle, sino en una novela que no ha sabido recrearlos como son.

Le ha faltado, quizá, lo que le sobró en otras etapas: usar sus dotes de buena observadora, y acercar la literatura a la realidad. A cambio, nos ha dado una obra que es, de nuevo, como el cubo Rubik: un ingenio arquitectónico, en el que las infinitas posibilidades se van concretando a fuerza de pericia, de paciencia, de perseverancia: sólo el estudio de las combinaciones pasadas puede darnos la pista de la solución definitiva.




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Cincuenta años del Premio Planeta

Rosa Regás dijo que usaría los cien millones de pesetas (antes de impuestos) del Premio Planeta para comprar tiempo, que era su bien más preciado y más escaso. Después, como había ganado el Nadal (por Azul, 1994) y el Planeta (por La canción de Dorotea, 2001) en sus respectivos cincuentenarios, bromeó con la posibilidad de lograr el Premio Cervantes en el año 2026, coincidiendo con su quincuagésima edición. Que se cumpla la broma de su segunda declaración es, tal vez, más fácil que conseguir el propósito de la primera. Porque, desde aquella noche en la que la editorial de Juan Manuel de Lara le concedió el galardón, Regás se ha visto abocada a sucesivas entrevistas en los medios de comunicación, con sus consiguientes desplazamientos, conversaciones telefónicas, felicitaciones... y falta de tiempo. Su rostro ha poblado las páginas de los diarios, las imágenes de los informativos, los anuncios en la prensa, y las contraportadas de los doscientos diez mil ejemplares de la primera edición de la novela. No en vano, Planeta es una de las treinta empresas españolas que más gasta en publicidad; y su galardón, el de mayor difusión del país: según las estadísticas, hay un volumen premiado por Planeta en todos los hogares españoles.

Aunque pocas de las novelas premiadas hayan sido alabadas por la crítica, una revisión de las obras elegidas puede servir de radiografía de lo que este país ha venido leyendo en los últimos cincuenta años. La primera clasificación podría hacerse en función del sexo: hasta los años noventa, sólo cinco mujeres ganaron el Planeta (Ana María Matute en 1954, Carmen Kurt en 1956, Marta Portal en 1966, Mercedes Salisachs en 1975 y Soledad Puértolas en 1989), y sólo cuatro convocatorias tuvieron una finalista femenina (Elisa Brufal en 1957, Hilda Pereta en 1972, y Salisachs en 1955 y 1973). Esta tendencia se rompió en 1994: durante cuatro años consecutivos, el ganador fue un hombre y la finalista una mujer (1994: Camilo José Cela y Ángeles Caso; 1995: Fernando G. Delgado y Lourdes Ortiz; 1996: Fernando Schwartz y Zoé Valdés; 1997: Juan Manuel de Prada y Carmen Rigalt); y, desde 1998, de los ocho premiados y finalistas, seis han sido mujeres (1998: Carmen Posadas y José María Mendiluce; 1999: Espido Freire y Nativel Preciado; 2000: Maruja Torres y Salvador Compán; 2001: Rosa Regás y Marcela Serrano).

¿Significa eso que las escritoras de estos últimos años escriben mejor que sus compañeros varones? Juzguen ustedes mismos, a tenor de la calidad de las novelas. Lo que sí constatan los estudios de mercado de esos mismos años es que hay más lectoras que lectores de narrativa de ficción; y que las mujeres prefieren obras escritas o protagonizadas por personas de su mismo sexo... Se puede argumentar que muchas de las galardonadas por el Planeta utilizaron un pseudónimo masculino; pero tampoco se puede olvidar que muchas voces han denunciado que la editorial podría haber estado pactando de antemano con los premiados.

Sea como fuere, Planeta siempre ha sabido hacerse eco de las tendencias que más éxito comercial han alcanzado. De todos es sabido que, en los quince primeros años de democracia, la narrativa histórica tuvo una enorme repercusión comercial. Y el Planeta premió a quienes apostaron por esa tendencia: Jesús Torbado (1976), Jorge Semprún (1977), Juan Marsé (1978), Antonio Larreta (1980), José Luis Olaizola (1983), Juan Antonio Vallejo Nájera (1985), Terenci Moix (1986) y Juan Eslava Galán (1987). Otra de las tendencias que triunfó en esos años fue la novela policiaca. Y ahí estuvo el Planeta para galardonar a autores destacados de este subgénero codificado, como Manuel Vázquez Montalbán (Premio de 1979) y Pedro Casals (finalista en 1986 y 1989); para hacer finalistas a Alfonso Grosso (1976 y 1978) y a Juan Benet (1980), cuando decidieron reducir la experimentalidad, y aumentar su número de lectores; y para apostar por una obra de calidad como Queda la noche (de Soledad Puértolas, Premio de 1989).

El Planeta no ha olvidado a los autores de prestigio (Francisco Umbral fue finalista en 1985; y Torrente Ballester y Camilo José Cela lo ganaron en 1988 y 1994, respectivamente), a escritores conocidos (Antonio Gala resultó ganador en 1990; y Fernando Sánchez Dragó fue finalista en 1990, y ganador en 1992) ni a personajes famosos (Ángeles Caso fue finalista en 1994; Fernando G. Delgado, Fernando Schwartz y Carmen Posadas lo ganaron en 1995, 1996 y 1998, respectivamente). Pero también ha habido apuestas por los narradores jóvenes: Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956) fue premiado en 1991, por la misma obra que el año siguiente obtendría el Premio Nacional de Literatura; Juan Manuel de Prada (Baracaldo, 1970) ganó la convocatoria de 1997; y Laura Espido Freire (Bilbao, 1974), la de 1999.

El caso de Rosa Regás (Barcelona, 1933) no coincide con ninguno de los hasta ahora señalados. La canción de Dorotea no se adscribe ni a la tendencia histórica ni a la policiaca; y su autora no es una celebridad ni una joven que está comenzando. De hecho, Regás se define como una madre de cinco hijos que empezó a escribir cuando, por fin, tuvo tiempo para hacerlo. Para ser, como ella dice, una narradora tardía y lenta, el listado de sus obras no resulta desdeñable: además de las novelas ya citadas, ha publicado dos libros de viajes (Ginebra, 1988; Viaje a la luz de Cham, 1995), dos novelas (Memoria de Almator, 1991; Luna Lunera, Premio Ciutat de Barcelona 1999), dos recopilaciones de artículos de prensa (Canciones de amor y batalla, 1995; Más canciones, 1998), dos volúmenes de relatos (Pobre corazón, 1996; Desde el mar, 1997), un libro sobre su familia (Sangre de mi sangre, 1998), y una selección de cuentos populares (Hi havia una vegada, 2001).

Así pues, La canción de Dorotea es su cuarta incursión en el mundo de la novela, y su tercera obra de este género que ha resultado premiada. ¿Sus ingredientes? La mentira como medio para alcanzar aquello que nunca se podrá ser (Adelita); y el ansia por conocer la verdad, que obliga al ser humano a enfrentarse consigo mismo (Aurelia). Un argumento que se teje sobre la base de un misterio que obsesiona, rompe la plácida monotonía, y cuestiona las bases sobre las que se asienta la vida: Aurelia no puede evitar sentirse atraída por lo que, en principio, parece provocar su repulsa; la fealdad de Adelita encierra una belleza escondida, y su bondad no es sino una coartada.

Una casa de campo, una profesora universitaria, una guardesa eficiente y un hurto constituyen el punto de partida de la trama. Los paisajes rurales, hermosos para unos días, que se transforman en una necesidad vital; las deudas con el padre ya muerto que acaban pasando factura; y unos personajes secundarios cuyo atractivo reside en el enigma de la infamia ayudan a que la prosa sosegada de La canción de Dorotea se lea con agrado. Aunque ese final plagado de explicaciones prolijas, sórdidas y ambivalentes, parezca denotar que, para haber cerrado la obra como se merecía, la autora necesitaba ese tiempo que, supuestamente, le darán los millones del Planeta.




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Aprender a escribir: los talleres literarios

En Obabakoak (1988), Bernardo Atxaga incluyó un relato titulado «Para escribir un cuento en cinco minutos». Para alcanzar tal proeza debe conseguir una pluma, un papel en blanco, un reloj de arena, una mesa frente a una ventana, música en alguna lengua incomprensible para usted, y un diccionario. Reunidos estos elementos, basta asumir que somos seres hechos de letras, y permitir que éstas fluyan. Una vez escrita la primera palabra, las demás acudirán a su encuentro para constituir una historia. Con cinco minutos, siempre según Atxaga, le sobra tiempo, así que «no se ponga nervioso, vaya tranquilamente a la cocina [...] Beba un poco de agua [...] y antes de volver a sentarse ante la mesa eche una meada suave (en el retrete, se entiende, porque mearse en el pasillo no es, en principio, un atributo de lo literario)».

Esas normas básicas se funden con el cuento que el propio Atxaga va escribiendo para demostrarnos la viabilidad de su propuesta. Nada dice el narrador guipuzcoano de la necesidad de tener una historia que contar, o de dominar las más elementales técnicas narrativas. El relato de Atxaga es, evidentemente, un delicioso juego no exento de ironía. Un juego que, sin embargo, acaba llevándonos a la conclusión de que Edgar Allan Poe denunciaba en «Filosofía del escritor»: «La mayoría de los escritores prefiere dar a entender que compone bajo una especie de espléndido frenesí, una intuición extática, y se estremecería ante la idea de que el público echara una ojeada [...] a las penosas correcciones e interpolaciones».

Ni Poe ni Atxaga nos hablan de la conveniencia de recibir una formación específica, pero a nadie se le escapa que, en los últimos años, las posibilidades de «aprender a escribir» han proliferado en nuestro país. Además de publicaciones periódicas como Taller de Literatura y Creación Literaria o Escribir y Publicar, encontramos en los kioscos los fascículos del Taller de escritura (de Salvat) y de Descubra el placer de escribir (de Planeta Agostini). Si a alguien no le basta, en las librerías hallará numerosos estudios dedicados al tema, desde los generales (como el Curso de redacción de G. Martín Vivaldi) hasta los específicos (como La práctica del relato, de Ángel Zapata; La cocina de la escritura, de Daniel Cassany; Para ser novelista, de John Gardner; o El gozo de escribir, de Natalie Golberg).

Todas esas publicaciones proporcionan trucos y consejos, reflexiones y ejercicios; pero si lo que pretende es que alguien le diga cuáles son sus fallos y cuáles sus virtudes, no le queda más remedio que hacerse amigo de algún escritor en el que confíe... o de apuntarse a uno de los talleres literarios que se anuncian a través de Internet (como el prestigioso de Fuentetaja) o que se organizan en las diversas ciudades españolas (por ejemplo, Ángeles Mastretta y Augusto Monterroso han impartido recientemente talleres en La Casa de América de Madrid; y en Alicante, tanto Aula Abierta como la Universidad le dan la oportunidad de iniciarse en el mundo de la escritura creativa).

Dicen los detractores de los talleres literarios que el talento no se enseña, y que esta nueva moda es producto de unas condiciones de mercado que han convertido el oficio de escritor en una profesión atractiva. Ambas afirmaciones son ciertas, pero encierran profundas omisiones. Por una parte, tampoco se enseña el talento para la pintura, y nadie discute la oportunidad de las aulas de Bellas Artes. Por otra, siempre han existido talleres, aunque su forma y su nombre hayan cambiado. Antes eran reuniones periódicas, en cafés o domicilios particulares, de personas que compartían su afición por la escritura. Se los denominaba tertulias, academias, salones.

Esas manifestaciones de la inquietud literaria llegaron a su institucionalización (y a su rentabilidad pecuniaria) en Estados Unidos, cuando diferentes universidades comenzaron a impartir los creative writing courses. En el ámbito de América Latina, los talleres suelen tener un marco menos académico, aunque su importancia para las letras no haya sido menor. Son famosos los argentinos y mexicanos, pero incluso países de literaturas más modestas, como Guatemala o Paraguay, empiezan a tener ya una consolidada trayectoria. Baste decir, a modo de ejemplo, que de dos de las principales escritoras paraguayas actuales, Renée Ferrer y Raquel Saguier, se formaron en un taller de escritura.

En España, el fenómeno de los talleres literarios, tal como los entendemos ahora, es relativamente reciente. Comenzó hace menos de veinte años, cuando algunos escritores hispanoamericanos (como José Donoso) trajeron a nuestras latitudes la fórmula del seminario impartido por un profesor que trata de ayudar a los asistentes a vencer el bloqueo, a corregir el estilo, y a analizar los distintos aspectos del género al que se dediquen.

Si usted siente la necesidad de escribir, quiere disfrutar de la magia de crearse una vida alternativa a través de las vivencias de sus personajes, o desea recuperar el placer de jugar con las palabras, los talleres y las publicaciones especializadas le abrirán algunas puertas. Pero si lo que quiere es ganarse la vida con las letras, las posibilidades se reducen considerablemente. Claro que puede probar suerte (algunos, quizá con menos calidad que usted, lo han conseguido): todavía hay editoriales dispuestas a apostar por talentos anónimos... y puede ir destinando el presupuesto de las vacaciones a comprar sellos si piensa presentarse a todos los concursos existentes. ¿Cree que exagero? Pues échele un vistazo a la Guía de concursos y premios literarios de España (Fuentetaja, 1997). Y, si sus esfuerzos no dan el fruto económico deseado, no se preocupe, acabará sabiendo tanto sobre técnicas literarias que quizá decida montarse una academia de cursos de escritura creativa. Sería una hermosa actualización de la fábula de ese cazador de dragones que, al descubrir que los dragones no existían, se dedicó a enseñar a otros a cazarlos.




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Umberto Eco, Baudolino, Lumen, 2001

Pocas novelas han tenido un éxito tan indiscutible como El nombre de la rosa. Publicada en 1980, traducida a numerosas lenguas, y origen de la película del mismo nombre, hubo un tiempo en que esa obra se convirtió en tema de conversación de sobremesas. No haberla leído era algo así como no conocer ahora a los protagonistas de los largos concursos televisivos que, semana tras semana, suscitan las simpatías y las antipatías de los adictos al medio, y proporcionan un argumento pseudocultural compartible por gentes muy diversas. Algunas veces, cuando me siento excluida de esas tertulias en las que la gente habla de personajes totalmente desconocidos para mí, como si fueran parte de una familia que ellos tuvieran en común, pienso que debo de poner la misma cara que tenían aquellos que, por no haber leído El nombre de la rosa, quedaban al margen de los debates sobre las excelencias de mezclar la historia erudita con los recursos de la literatura de intriga; sobre el acierto de replantearse el mito de la oscura Edad Media, y construir unos protagonistas con las misma pasiones que los seres humanos del siglo XX; sobre la inteligente intertextualidad (que, entonces, todavía no era un eufemismo de «plagio»); y sobre los guiños borgianos (que, más tarde, supimos que estaban en la base de eso que se dio en llamar la «posmodernidad»). Con El nombre de la rosa, Umberto Eco (Alejandría, Italia, 1932) pasó de ser el nombre de un profesor de Semiótica conocido por sus estudios lingüísticos, a convertirse en un novelista al que podía citar casi cualquiera.

Años más tarde, las editoriales trataron de convencer al gran público de que El péndulo de Foucault (1988) repetía las virtudes de la novela anterior. Y era cierto que los recursos de la obra coincidían con los usados en El nombre de la rosa; pero a los personajes les faltaba la fuerza de sus predecesores. Por eso, aunque muchos compraron la novela, no tantos la leyeron. Más desapercibida pasó La isla del día de antes (1994), a pesar de los esfuerzos publicitarios, y de que, por algún motivo, la gente que se ha visto seducida por un libro de ficción sigue confiando en que su autor haga gala de esa capacidad creadora en su producción posterior.

Baudolino, la cuarta novela de Eco, lleva dos meses ocupando las estanterías más destacadas de las librerías españolas. Va por la cuarta edición, ha vendido más de doscientos mil ejemplares y, seguramente, serán muchos los que ahora estén pensando en ella como solución para borrar de la lista de compromisos navideños a ese familiar o amigo al que han decidido dedicar un presupuesto de entre tres y cuatro mil pesetas. Al fin y al cabo, el nombre de Umberto Eco en una portada blanca sobre la que destaca un dibujo azul y rojo (con apariencia de miniatura de incunable), la edición en tapas duras, y el cómodo tamaño de letra de sus más de quinientas páginas, hacen del libro un regalo bastante aparente.

El problema está en que Baudolino sólo empieza a ser interesante a partir del momento en que acaban otros libros: pasadas, aproximadamente, las ciento cincuenta primeras páginas. Y, aun a partir de ese punto, la novela convence menos por su condición de obra de ficción, que por lo que tiene de recopilación pseudoerudita: lo que toma de los bestiarios medievales, lo que cuenta del Santo Grial, lo que explica de la concepción geográfica del mundo en el siglo XII... Materias que, o mucho me equivoco, o no causan interés suficiente para alejar a nadie del concurso televisivo, y llevarlo a las páginas de un libro. Respecto al lector con más ansias de erudición, probablemente no es en una novela sino otro tipo de documentos donde buscará este tipo de informaciones.

Tal vez, lo más interesante de Baudolino sea la reflexión sobre la mentira, como medio para engañar a los otros, pero también como modo de dar sentido a la vida, y de trazar una Historia válida para un pueblo (para cualquier pueblo), que necesita mitos con los que identificarse; el juego de cajas chinas en el que un narrador cuenta una historia en la que hay otros narradores que cuentan las suyas; y la repetición del sistema de mezclar recursos de diversos géneros narrativos (el fantástico, el policiaco, el histórico), e inventar un final sorprendente. Sin embargo, para conseguir esos logros, no se necesitaban tantos alardes lingüísticos en el capítulo primero. Ni tanta documentación previa. Ni tantas páginas.




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Vicente Romero, El miedo es un camello ciego, Destino, 2002

Desde siempre, periodismo y literatura han caminado de la mano. Por eso no sorprendió que Vicente Romero (Madrid, 1947) saltara de las pantallas de Televisión Española (informativos, En Portada, Informe Semanal), y los libros de cine y reportajes, a las páginas de su primera novela (Los placeres de La Habana, 2000). Su carrera periodística había comenzado en Pueblo (1968- 1984), el diario que lo envió a cubrir la guerra de Vietnam, a pesar de tener sólo veintidós años. En sus tres décadas como corresponsal, ha dado cuenta de conflictos y miserias, ha padecido los calabozos de Checoslovaquia y de Chile, y ha recibido premios como el Ondas Internacional, el del Club Internacional de Prensa, el Víctor de la Serna y el Cirilo Rodríguez Bravo. Agnóstico («aprendí a no creer en nada») y comprometido («el día que me acostumbre a la injusticia será el momento de dejar de ir»), Romero sigue confesándose enamorado de su oficio, y no duda en considerar la objetividad periodística como una trampa.

Él mismo reconoce: «el periodismo te da una serie de elementos para la narrativa que son absolutamente esenciales». Así pues, no resulta descabellado afirmar que sus novelas son, en cierto modo, una continuación de su labor informativa. Los placeres de La Habana ficcionalizaba el presente de Cuba, basándose en los cambios de un país que Romero conocía desde hacía un cuarto de siglo. Ahora, en El miedo es un camello ciego, traza una historia en la que realidad y ficción vuelven a darse la mano. La Argel que el autor frecuentó en 1994, durante esa guerra civil encubierta que sumió a la antigua colonia francesa en el terror, es el marco de un relato de pasión entre un empleado de una constructora española y su misteriosa amante argelina. Sólo la certeza del encuentro de cada jueves les hace soportable la barbarie, ese clima enrarecido que, como sabemos desde la primera página del relato, acaba con la vida de uno de los compañeros del protagonista.

Por la novela pululan personajes secundarios reales, identificados con sus nombres, y protagonistas inventados, que se inspiran en seres existentes. El recurso de la historia son los recuerdos y la relectura del diario que Carlos ha ido escribiendo, y decide destruir antes de regresar a España. La ambientación tiene reminiscencias de reportaje (quizá de ahí el engorroso uso de las cursivas en la primera parte del libro); y la supuesta tensión se diluye en algunos momentos. A cambio, el lector encuentra una atmósfera vívida, y el autor no cae en la trampa de ofrecernos más datos de los que Carlos posee: la identidad de esa Violeta que es su obsesión y su escape, esa mujer frágil y curtida como todos los que deciden huir de la opresión creando un universo paralelo, será siempre un enigma. Porque Romero ha conseguido mantenerse en los cauces de un narrador limitado que observa con la curiosidad de un viajero, relata con la minuciosidad de un periodista, y construye así el drama de quienes han de afrontar la amenaza de un presente incierto sin visos de futuro.




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Vicente Soto, Mambrú no volverá, Alianza, 2001

Vicente Soto (Valencia, 1919) es un autor de larga trayectoria que, en parte por decisión personal, y en parte por la distancia geográfica que da residir en Londres desde 1954, no ha seguido los dictados de las modas ni las tiranías de los agentes literarios: siempre ha manifestado su interés por narrar la infancia, con un tono entre realista y lírico; y el resultado de sus desvelos ha ido apareciendo en distintas editoriales. Por eso, aunque lleva más de cincuenta años publicando (Vidas humildes, cuentos humildes es de 1948), y ha recibido algunos galardones importantes (Premio Nadal 1966 por La zancada; Premio Gabriel Miró 1968 por La prueba; Premio de Novelas y Cuentos 1973 por Casicuentos de Londres; Premio Hucha de Oro 1975 por El girasol; finalista del Premio Plaza y Janés 1986 por Una canción para un loco; y Premio de las Artes y las Ciencias de la Comunidad Valenciana 2001), ni sus portadas suelen ocupar espacios publicitarios ni su nombre suele aparecer en las secciones de «Cultura y Sociedad» de los periódicos.

Su última obra, Mambrú no volverá, acaba de recibir el Premio de la Crítica Literaria Valenciana 2002. En ella, como tantas otras veces en la producción de Vicente Soto, los ejes son la memoria y el recuerdo. Recupera Soto los espacios rurales, en cuadros impresionistas donde lo real y lo onírico se dan la mano a través del intimismo de un lenguaje de resonancias líricas. Y mientras Blas toca la canción de ese Mambrú que se fue a la guerra y ya no volverá, vemos desfilar el ambiente de Campoazor, de esa España del primer cuarto de siglo XX, que tampoco ha de volver. Allí, un Javier preadolescente, soñador y anémico, indaga sobre el amor y la muerte, acompañado por una lechuza y un espantapájaros que cobra vida. Sólo ellos tres conocen la misteriosa carta firmada por «tu puta más triste». Es la carta que hilvana las escenas dispersas, que abre paso a los secretos de los pueblos aparentemente ordenados y anodinos, que reclama un espacio para la poesía, y que impide que Javier, como Mambrú, pueda volver a su vida anterior.

Aunque echamos de menos que se profundice en la figura de Javier, y llegue a cansar el excesivo protagonismo que cobra el espantapájaros, sorprende que una novela de aprendizaje como ésta, escrita por un autor octogenario, adquiera la frescura de un monólogo interior estructurado en la voz de un niño de doce años. Novela lírica como La zancada (1966), historia de un adolescente como en Tres pesetas de historias (1983), con rasgos de realismo mágico como en Luna creciente, luna menguante (1993), Soto ha sabido mantenerse fiel a sí mismo en este Mambrú no volverá, donde ha conjugado el acierto en el tema, la belleza en el lenguaje, y la verosimilitud en el personaje.








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