Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice Siguiente


ArribaAbajo

Cine, arte y artilugios en el panorama español


Rafael Utrera Macías (editor)








ArribaAbajo

Del primer plano al plano general: actividades y publicaciones sobre el panorama español

Rafael Utrera Macías



Director del Equipo de Investigación en Historia del Cine Español y sus Relaciones con Otras Artes (EIHCEROA)


Actividades en primer plano

El Equipo de Investigación en Historia del Cine Español y sus Relaciones con Otras Artes (EIHCEROA) fue creado en 1995. Obedeciendo a su denominación, los estatutos que formulan sus fines y funcionamiento aluden tanto al desarrollo de actividades investigadoras en el ámbito de la evolución histórica del Cine Español como a las múltiples relaciones con cuantas artes y oficios intervienen en el proceso creador del filme (literatura, decoración, música, etc.) y con otros medios audiovisuales (fotografía, radio, televisión, vídeo, etc.). Y ello en planificaciones específicas o recogidas dentro de los programas del Plan Andaluz de Investigación (PAI), de otros Planes nacionales o europeos, o a través de posibles trabajos concertados con otras universidades o empresas diversas.

Del mismo modo, son pretensiones de EIHCEROA establecer la cooperación, en el marco oportuno, con otros equipos que, dentro o fuera del distrito universitario de Sevilla, se dediquen a la investigación comunicativa en el ámbito institucional y empresarial y a realizar actividades públicas que sirvan de proyección y divulgación de los estudios del Equipo, sea en acciones personalizadas o colectivas. Llegado el momento, se editan las investigaciones realizadas colectivamente por sus miembros.

Tales investigaciones se han presentado, en primer lugar, en foros públicos (Congresos, Facultades, Obra Cultural de El Monte, Fundación Aparejadores, etc.) para llevar a cabo una concreta divulgación científica entre sectores interesados pertenecientes o no a la población universitaria. A ello unimos la organización de actividades que han supuesto faceta complementaria a los fines primordiales del Equipo: presentaciones de títulos y directores significativos, coloquios, mesas redondas, etc. La presencia de Carlos Saura y de José Luis Borau como colaboradores de excepción en algunas de nuestras tareas, han justificado sobradamente la organización de las mismas. El homenaje al actor Francisco Rabal, conformado por un ciclo de conferencias y proyecciones, agotó en pocas horas el amplio listado de inscripciones y confirmó su oportunidad docente aun lamentando su obligado carácter de in memoriam.

De otra parte, EIHCEROA ha participado en diversos congresos celebrados tanto en España como en el extranjero, bien colectivamente bien mediante representación de alguno de sus miembros. Del mismo modo, ha promovido la colaboración con otros Equipos tanto para llevar a cabo investigaciones comunes como el desarrollo de tareas académicas en el ámbito universitario. Son ejemplo de ello las relaciones establecidas con el Grupo de Investigación Sociología de la Literatura Andaluza de los siglos XIX y XX y sus relaciones con Hispanoamérica (SOLARHA), vinculado a la Universidad de Córdoba y dirigido por la Dra. María José Porro Herrera, que culminaron con la celebración en la ciudad de Pozoblanco (1998) del Congreso Internacional Otros 98: Literatura y Cine. La proyección de diversas películas basadas en obras de autores noventayochistas, seleccionadas por los organizadores, permitió, más allá de su presentación, contribuir a su conocimiento con otras tantas comunicaciones en las que se ofrecieron los más significativos rasgos fílmicos en relación con la obra de origen. Las intervenciones de los Dres. Javier Tusell, José Romera Castillo, Borja de Riquer, Brigitte Magniem, entre otros, aportaron significativas orientaciones sobre las artes plásticas, el catalanismo en la política española, las nuevas concepciones y planteamientos en la novelística; etc. Como clausura del encuentro, el director de este Equipo fue invitado a desarrollar el tema La Generación del 98 y otros 98 ante el Cinematógrafo. Las diversas intervenciones como las conclusiones generales han quedado reflejadas en sus correspondientes Actas (Publicaciones de la Obra Social y Cultural Cajasur, Córdoba, 2000).

Del mismo modo, el Congreso Reflexión sobre un Centenario, dirigido por la Dra. Angelina Costa, de la Universidad de Córdoba, y patrocinado por la Diputación cordobesa, reunió, en diciembre de 1998, a los Dres. Antonio Gallego Morell, Ricardo Senabre, Paul Estrade, Geofrey Ribbans, Adolfo Sotelo, Luis Alonso Álvarez, Enrique Rubio Cremades, Ignacio Henares Cuéllar, Carmen Pena, Teodosio Fernández, M.ª Fernanda García de los Arcos y Luis Iglesias Feijoo. Los temas literarios, sobre la diversa obra de Unamuno, Machado, Azorín, Baroja, Valle Inclán, Ganivet, alternaron con los relativos a la guerra hispano-americana; la coyuntura económica de Filipinas, etc. Quien esto firma presentó la ponencia Cinefilia y cinefobia en escritores del 98.

Todavía, antes de finalizar el año, en la ciudad alemana de Regensburg (Ratisbona), se celebró, entre el 9 y el 12 de diciembre de 1998, el Simposio Internacional Los discursos del 98: España y Europa, dirigido por el catedrático Jochen Mecke; participaron en los diversos bloques los doctores Inman Foix, José Luis Abellán, Jorge Urrutia, Richard Cardwell, Vittoria Borsó, Gonzalo Navajas, Serge Salaün; Germán Gullón, José Rafael Hernández Arias y Francisco José Martín, entre otros. Atendiendo a la invitación de su director; desarrollamos la ponencia Los discursos cinematográficos del 98: del europeísmo a la modernidad. También en la ciudad alemana de Münster, la Asociación Internacional Siglo de Oro (AISO) celebró su V Congreso (1999), coordinado y dirigido por el Dr. Christoph Strosetzki. A propuesta del mismo, fue un honor poder presentar el texto titulado Don Quijote, Don Juan y La Celestina vistos por el Cine Español; como el resto de las numerosas intervenciones puede consultarse en la edición de las Actas (Iberoamericana Vervuert, Frankfurt am Maine, 2001).




Publicaciones: tríptico elemental

Las investigaciones llevadas a cabo por el Equipo de Investigación en Historia del Cine Español y sus Relaciones con Otras Artes han visto la luz como publicación en libro, primero, y como documento electrónico de internet, posteriormente.

En el primer volumen publicado, Imágenes cinematográficas de Sevilla (Padilla Libros, Serie Comunicación, Sevilla, 1997. Internet: www.cervantesvirtual.com) ocho autores analizaron otras tantas películas para entresacar de ellas el modo de presentación o representación de la ciudad andaluza, de sus costumbres y tradiciones, de sus personajes y sus gentes. Como en una encuesta cualquiera, la selección de los filmes comentados se hizo de forma aleatoria; la elección del título no estuvo condicionada por apriorismos específicos salvo lo explícito a la referencia sevillana. En aras de una mínima semejanza metodológica, cada trabajo se iniciaba con un resumen argumental del filme al que seguía el comentario pertinente; en éste se contrastan aspectos temáticos y estilísticos, históricos y contextuales, a fin de integrar en ellos la presencia de Sevilla, verdadera o fingida, realista o ficcionalizada, y el enfoque ofrecido por el cineasta sobre la misma. El Cine mudo y sonoro, el nacional y el extranjero, el autóctono y el foráneo se daban cita en estas ocho muestras que, desde los años veinte a los noventa, seleccionaban etapas de la vida sevillana, de su pueblo y de sus gentes. En definitiva, se trató de analizar la presencia de la ciudad, arquitectura y folklore, y de sus habitantes, comportamientos y actitudes, efectuándolo sobre unas específicas calas seleccionadas de entre una heterogénea filmografía. El cine, en general, parece haber tenido siempre tendencia a presentar una visión de Sevilla vinculada al exclusivismo del tópico folklórico, esquematizada en sus monumentos-símbolos y representada por personajes tipificados. La mirada de conjunto que puede efectuarse sobre esta específica filmografía parece ofrecer resultados escasamente satisfactorios; por ello, se ha podido afirmar que «la desgracia de Sevilla no es la de ser mostrada falsamente, sino serlo casi siempre en forma ramplona, superficial y sin originalidad». Estos modos de resolución resultaron generalizados tanto en realizadores foráneos como en nativos; no parece haber diferencia entre autores consagrados, de obra rotunda y maestra, y otros, artesanos, cuyos trabajos se han orientado hacia la rabiosa comercialidad.

8 calas cinematográficas en la literatura de la Generación del 98 fue el siguiente título publicado por EIHCEROA (Padilla Libros, Serie Comunicación, Sevilla, 1999. Internet:

www.cervantesvirtual.com). Un balance general de los escritores del 98 en su peculiar relación con el cine, permitió comprobar que, en conjunto, actuaron como cinematófobos y cinematófilos a la hora de enjuiciar y pronunciarse sobre un nuevo espectáculo que buscaba legitimidad artística. A pesar de ser la del 98 una generación, que, según Julián Marías, no dispuso de un sistema perceptivo procinematográfico, el cine fecundó como referente su literatura, incorporó a ciertas obras las técnicas narrativas y expresivas y, tardíamente, aportó un personal ensayo literario-cinematográfico representado por los títulos azorinianos El cine y el momento (1953) y El efímero cine (1955). A su vez, la cinematografía española demostró bastante pereza a la hora de convertir las obras de los modernistas / noventayochistas en piezas cinematográficas; con la excepción de Pío Baroja, la mayoría de los autores no tuvieron oportunidad de ver sus criaturas literarias en el «lienzo de plata». Los escritores y películas estudiados en esta monografía son los siguientes: Azorín: La guerrilla (1973, Rafael Gil); Pío Baroja: Zalacaín el aventurero (1954, Juan de Orduña) y La busca (1964, Angelino Fons); Ricardo Baroja: La nao capitana (1947, Florián Rey); hermanos Machado: La duquesa de Benamejí (1949, Luis Lucia); Miguel de Unamuno: La tía Tula (1964, Miguel Picazo) y Ramón M.ª del Valle Inclán: Beatriz (1976, Gonzalo Suárez) y Luces de bohemia (1985, Miguel Ángel Trujillo). Por otra parte, los procedimientos propios de la novelística y de la dramaturgia, caracterizadores de la modernidad literaria, no parecen haber tenido su adecuado correlato fílmico; en conjunto, la filmografía noventayochista no puede codearse con la bibliografía homónima; sin embargo, ello no impide evidenciar rasgos significativos de una expresión genuinamente cinematográfica a la hora de estructurar un guión o de efectuar una muy adecuada puesta en escena.

El volumen Cine, arte y artilugios en el panorama español responde, una vez más, a la propuesta colectiva de investigar las relaciones del cinematógrafo (y cuantas artes y oficios intervienen en el proceso creador del filme: literatura, decoración, música, etc.) con otros medios audiovisuales (fotografía, radio, televisión, vídeo, etc.); y ello, encuadrado dentro del contexto histórico peculiar del cine español.




El arte de Borau en el panorama español

La invitación formulada por la Fundación Aparejadores de ofrecer un curso de semejante temática en el ámbito universitario, cristalizó en las jornadas que bajo el título mencionado se llevaron a cabo en octubre de 2001. Más allá de los contenidos específicos seleccionados por cada miembro del grupo EIHCEROA en función de su formación y experiencia, se creyó oportuno partir, en todos los casos, de unos planteamientos amplios que ofrecieran al alumnado puntos de vista generales sobre el arte específico estudiado (literatura, pintura, publicidad, etc.) y su relación con el cine, ejemplificando seguidamente sobre situaciones concretas de la cinematografía española tanto en su modalidad diacrónica como sincrónica. Por otra parte, entendimos que era adecuado incorporar al curso una personalidad poseedora de sólida formación artística y humanística unida a amplia experiencia profesional en el panorama español; en tal sentido, la invitación formulada a D. José Luis Borau daría como resultado la entusiasta apertura de un programa donde los dos factores antes mencionados se cumplieron, al decir del público asistente, de forma tan brillante como satisfactoria.

Su apasionada disertación -imposible de esquematizar en un lugar como éste- permitía comprobar que estábamos ante un cineasta al que le cuadraban tanto los calificativos de «clásico» como de «maldito», un cineasta cuyo quehacer no ha estado guiado por corrientes al uso ni por repetir el éxito conseguido en su obra precedente. Su independencia artística y de criterio le ha obligado siempre a filmar sólo aquello que en cada momento le ha apetecido hacer; tras el éxito de Furtivos, se le obligaba a una continuación, temática o artística, de tal película.

Ser productor de su propia obra le ha permitido actuar siempre con la adecuada y apetecida libertad de creación asumiendo los enormes riesgos y dificultades que ello conlleva; ser productor de otros le ha supuesto satisfacciones de títulos tan significativos como Mi querida señorita y Camada negra, dirigidas por Jaime de Armiñán y Manuel Gutiérrez Aragón respectivamente. Una faceta más del profesor-realizador se ha puesto de manifiesto como investigador: el título El caballero d'Arrast, publicado por el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, supuso una rigurosa investigación en la que ofreció gran cantidad de datos significativos sobre Henri d'Abbadie d'Arrast, amigo y ayudante de Charles Chaplin así como director de La traviesa molinera.

Otros aspectos llaman la atención en la obra del aragonés. Su filmografía evidencia variadas argumentaciones que suelen incidir sobre temáticas únicas; distancia cronológica entre una y otra obra, frente al cineasta «de oficio» que rueda lo primero que le viene a las manos; criterio radical opuesto a no hacer ni adaptaciones literarias ni a variantes del género histórico. El director de La Sabina y Celia, de Hay que matar a B y Leo ha sido catalogado por Mario Vargas Llosa «entre ese puñado de cineastas que, superando las dificultades del medio y poniéndolas de lado, han producido una obra que, por la inteligencia de su forma y la profundidad de su materia, habla a espectadores de cualquier lugar sobre una problemática más honda y permanente que la contingente actualidad española -aunque partiendo siempre de ella- de una manera nueva».

En efecto, alguna de sus películas nos han servido de ejemplo a la hora de comprobar las singularidades de su filmografía. Cuando en la España de las incipientes autonomías, éstas buscaban sus señas de identidad, negadas desde la dictadura, y acababan haciendo un cine autóctono pero marginal, Borau se orientó con La Sabina hacia un cine de marcado carácter internacional donde la aparente faceta localista estaba sublimada por un real universalismo, tal como Vargas Llosa ha apuntado. La propuesta ofrecida por el cineasta aragonés nos enseñaba a dudar de un cine estrictamente andaluz si comparábamos los resultados de su personal trabajo con otros productos autóctonos. Al plantear el tema de las relaciones entre escritores extranjeros afincados en Andalucía y mujeres nativas, el cineasta se situaba contra los tópicos habituales mantenidos por el cine español y que él denunció desde su etapa de crítico en Heraldo de Aragón; es decir, el realizador ponía en su filme aquello que era habitualmente negado por nuestro cine y que no parecía haber sido descubierto por un recién nacido y etiquetado «cine andaluz». Un gran esfuerzo de producción reunía a actores y técnicos suecos junto a los españoles para promocionar un producto que, desde su génesis, estaba llamado a concentrar localismo y universalidad unánimemente. Este tema de la Sabina, la draguna que devora a los hombres una vez que los ha gozado sexualmente, se instala como un curioso mito andaluz que parece tener sus antecedentes literarios en las serranas del Arcipreste de Hita y en su variante de «la serrana de la cueva».

La película de Borau se ofreció así en el comienzo de los ochenta como un proyecto ejemplar que tomaba rutas bien distintas a las buscadas por los cineastas autóctonos empeñados en hacer un cine forzosamente «de aquí y de ahora». El cineasta aragonés había sabido conjuntar una historia de amores imposibles, la propia historia de amor del pasado gravitando y repitiéndose sobre el presente, junto a aspectos muy específicos de las relaciones entre el hombre y sus mitos; todo ello con un telón de fondo andaluz que se orientaba en sentido contrario a los tópicos habituales de la charanga y la pandereta y colocaba como objeto de análisis a los intelectuales y escritores que fascinados por esta tierra hicieron de ella su propio motivo de investigación. El tema de la necesidad de salvar las fronteras reales así como las idiomáticas y culturales enlazaba esta obra con otras como Hay que matar a B o Tata mía.

La sabiduría del autor de Furtivos, su dilatada experiencia en el campo del guión, la dirección, la producción, alternaba con las mejores dotes del conferenciante, profesor y maestro en tantas aulas universitarias o escuelas de cinematografía; quien había presidido la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, preparaba dos discursos de ingreso en sendas Academias, la edición de libros selectos para la publicación en su editorial, varias conferencias para ser dictadas en foros europeos o norteamericanos, un nuevo guión de cine, etc.




Cine, arte y artilugios...

Como puede comprobar el lector, hemos preferido glosar personalmente la brillante intervención del profesor y cineasta José Luis Borau en el ciclo de conferencias sintetizando y apostillando aspectos de su filmografía según criterio propio. Pero a la hora de editar este volumen, nos resistíamos a que la firma del insigne cineasta no estuviera presente, más acá o más allá del carácter inédito de su colaboración, en la publicación de EIHCEROA. Por ello, el propio autor seleccionó su artículo «La larga marcha del cine español sobre sí mismo» por entender que sus planteamientos venían bien a un volumen donde el cine, y su relación con otras artes, quedaba contextualizado, precisamente, en el heterogéneo devenir de la cinematografía española. Como bien pone de manifiesto el cineasta, una serie de condicionamientos, desde los propiamente culturales a los específicamente políticos, han ido impidiendo una efectiva entrega de nuestros espectadores a las películas españolas. Nuevas generaciones se hacían imprescindibles para un nuevo enjuiciamiento de los cambios producidos ya que los viejos espectadores estaban sometidos voluntariamente a la tiranía de la televisión. El buen momento que viene atravesando nuestra cinematografía lo es ante todo desde un punto de vista creativo, es decir, en opinión de Borau, «de autor».

Por su parte, el artículo «Cine y Literatura», de Rafael Utrera, tiene como arranque la aportación que los nuevos artilugios de finales del XIX efectuaron sobre el mejor conocimiento de «cualquier tipo de realidad» y la conformación de un universo cuyo carácter marcadamente antropocéntrico amplió los enfoques seculares; al tiempo, la Literatura, encontró en alguno de ellos, como el cinematógrafo, un poderoso vehículo de comunicación portador de nuevas armas y bagaje que modificó las coordenadas espacio-temporales del nuevo ciudadano del siglo XX. Cuando «realismo» y «naturalismo» fueron descartados por la literatura (en su modalidad novelística y dramatúrgica) y por la pintura, al considerarlos obsoletos, el cine hizo acto de presencia en la sociedad recogiendo la mencionada herencia artística y configurándola, desde los primeros años del siglo, según las peculiaridades de una industria donde el pionerismo tanto obligaba a la invención del artilugio necesario como al extremo reduccionismo de los antecedentes artísticos en los que se apoyaba. A partir de aquí, el artículo establece la historia, tan convergente como divergente, de las relaciones entre los más conspicuos representantes de nuestra literatura y los cineastas coetáneos, mostrando tanto el distanciamiento intelectual de unos como el pragmático intervencionismo de otros.

Mónica Barrientos en «Cine y Pintura», establece pertinentes teorizaciones sobre la esencia de dos artes cuyas representaciones se ofrecen en unas condiciones semejantes, el lienzo pictórico y el lienzo de plata, así como la herencia que el primero recibe de la segunda; a los apartados de similitudes y diferencias, sigue una descripción de los principales valores y formas utilizados, desde la composición al encuadre, sin olvidarse de los valores cromáticos y el plural juego artístico a que da lugar. Los postulados y teorizaciones de Eisenstein o Bazin alternan con la referencia a los estilemas, entre otros, propios de Rembrandt o Caravaggio y cómo estos se dejan sentir en las concepciones cinematográfico-pictóricas de Dreyer, Minnelli o Greenaway. La presencia de los tableaux vivant en cualquier época del cine permite alterar (o no) el discurrir de la narración y, por ello, es capaz de sorprender al espectador, causa de la suspensión de la temporalidad o por situarse fuera del espacio. Las biografías de pintores, tan verdaderas como falsas, son recurso habitual en el cine de todas las épocas. Por su parte, la cinematografía española ha utilizado tanto los recursos pictóricos en algunos títulos como la biografía ilustrada de nuestros maestros más universales. Sin duda, la obra de Erice El sol del membrillo, representa un hito en la historia de las relaciones entre pintura y cine españoles.

El texto de Virginia Guarinos, «Cine y radio», nos advierte que la radio aprendió a hablar cuando el cine era mudo; a pesar de sus aparentes radicales diferencias, como medios, han procurado relacionarse de muy diversos modos; la peculiar tipificación puede hacerse al menos desde cuatro perspectivas diferentes. La autora desarrolla cada uno de los apartados estableciendo pertinentes subdivisiones que nos adentran de forma minuciosa en el entramado de lo cinematográfico radiofónico y en la radiofonía de lo cinematográfico, desglosando la función de la radio como elemento narrativo, mundo representado y material adaptado. Estas teorizaciones encuentran abundante pragmática en determinadas películas españolas cuyo particular estudio se centra en Calabuch, de Berlanga, Historias de la radio, de Sáenz de Heredia, Solos en la madrugada, de Garci, y Ama Rosa, de Klimowsky; a su vez, cada una de ellas se analiza en la oportuna contextualización social, en la estrictamente cinematográfica y en la específicamente lingüística. Estas adaptaciones, de ayer y de hoy, al igual que las venideras, seguirán teniendo, en opinión de la autora, como Ama rosa, dos madres: la radio y la pantalla.

Inmaculada Gordillo en su artículo «Cine y televisión», toma como punto de partida un temprano texto de Arnheim en el que ya se pronosticaron ciertos aspectos de la teoría televisiva. En los comienzos de tal investigación, el encuentro de un medio con otro supuso la conversión del cine en modelo de referencia para «la configuración narrativa» de la futura programación. La aceptación de esta herencia, recurso narrativo consagrado, no impidió que el nuevo modelo de representación sufriera semejante rechazo intelectual al tenido por el cine cincuenta años antes y, de modo paralelo, una acogida popular de innegable éxito. Por otra parte, la progresiva universalización de los mercados y el inigualable poder social y político del medio, han ido convirtiendo el audiovisual televisivo en fuerza mediática sin parangón capaz de absorber y reciclar cuanto se le ponga por delante. Los últimos años han supuesto una evidente merma en la tradicional oposición cine-televisión y, por el contrario, una clara tendencia a la convergencia más productiva. El caso español se ejemplifica tanto en películas clásicas como contemporáneas; en ellas, el discurso televisivo, actuando en el medio cinematográfico, adquiere los más variados recursos y procedimientos, lleve la firma de José Luis Sáenz de Heredia, Pedro Almodóvar o Fernando Huertas. El estudio monográfico sobre La seducción del caos, de Martín Patino, cierra el discurso sobre unas relaciones menos pródigas de lo esperado.

En «Cine y publicidad», Antonio Checa describe una pluralidad de situaciones en torno al título elegido y a la par una generosa ejemplificación donde la pragmática y la teórica se dan amistosamente la mano; «Gente loca, ambiciosa e infeliz», subtitula el autor su trabajo; y es que, en efecto, son rasgos muy generalmente utilizados por los guionistas y realizadores a la hora de presentarnos a los personajes, prototípicos o arquetípicos, del mundo publicitario, símbolos, por otra parte, de la sociedad capitalista; contexto social donde la lucha de sexos, con todas sus implicaciones sociolaborales y de competencias diversas, puede dar excelentes resultados generalmente cómicos y ocasionalmente dramáticos. Y dado que la publicidad tiene «peligroso poder y peligrosa atracción» no es infrecuente verla utilizada, de modo subliminal, para fines perversos desde el uso fraudulento de la actividad política hasta propiciar modalidades próximas al asesinato; muy al contrario, también el cine de ayer y de hoy ha dado mucho juego con las peripecias de los publicitarios que han buscado ideas salvadoras en las aguas movedizas de la voraz sociedad de consumo. Una pluralidad de ejemplos, con considerable número de modalidades, es analizada por el autor deteniéndose tanto en cortometrajes como en telefilmes. El caso español queda referenciado en títulos de Lazaga, Lorente, Ozores, Giménez Rico, Colomo, etc.

José Luis Navarrete, en «Cine y cine», afirma que el carácter autorreferencial puede ya comprobarse en el cine primitivo más ingenuo y se pregunta qué ha podido mover a este arte a volverse sobre sí mismo y a convertir tal cuestión en recurso institucionalizado. Una frase hecha como «cine dentro del cine», debe ser algo más, acaso mucho más, que una etiqueta generalizadora; en efecto, el articulista establece una taxonomía cuyos valores están lejos de la univocidad y engloba factores tan diversos como la construcción espectacular y artificiosa (mostración), la relación entre unos discursos con otros (citación), la mirada sobre su propio relato (reflexión) y el trasfondo argumental o mero decorado (atrezo). Pero más allá de la elucubración teórica, aplicada en primera instancia al cine norteamericano, el autor lleva a término un personal y exhaustivo repaso a una filmografía española que abarca desde finales del mudo al último cine contemporáneo. Sobrevila, Elías, Neville, García Maroto y Llobet Gracia presentan un repertorio abundante de secuencias que tendrán su continuación, según este particular estudio, en Berlanga, Erice, Zulueta y Almodóvar, enjuiciado todo ello sobre la consideración de que una película, como una novela, supone un discurso social en estrecha relación con el proceso creativo del director o autor.

En «Cine y nuevas tecnologías», Enrique Sánchez Oliveira investiga la relación entre un arte centenario y los novísimos elementos que conforman el amplio mundo de la comunicación audiovisual. Haciendo selección de específicos artilugios, algunos de ellos recién nacidos, se analizan en el artículo tres modalidades relativas al cine digital con paralela correspondencia en el cine tradicional: producción, filmación y distribución-exhibición. La década de los ochenta es el momento histórico en el que aparecen las primeras innovaciones donde el carácter científico y técnico se aplicó preferentemente al género de la ciencia-ficción. A partir de aquí, la avanzada cinematografía americana adaptó los nuevos recursos a la expresión de cualquier tema y género; aún más, como explica el autor, si en las postrimerías del XX, las herramientas informáticas se utilizaron para crear mundos cinematográficos repletos de efectos especiales y crear dibujos animados en tres dimensiones, el XXI parece apostar por la creación de actores digitales. Las nuevas técnicas han sido ya capaz de presentarnos a Bogart o Astaire revividos y formando grupo con otros famosos de carne y hueso. Junto a ello, el celuloide, materia físico-química sobre la que se ha impresionado la Historia del Cine, parece tener los días contados; la distribución y la exhibición modificarán sus modos de funcionamiento y otros recursos, otras pantallas, ofrecerán nuevas modalidades artísticas o espectaculares. El caso, tan aparentemente alejado de la novedosa sofisticación americana, puede ofrecer algunos ejemplos interesantes entre los que se encuentran las diversas piezas de «cine comprimido» con títulos firmados por Javier Fesser, Raúl Mesa, Jorge Izquierdo, Julio Medem y Pablo Llorca.

Sevilla, marzo 2001.






ArribaAbajo

La larga marcha del cine español hacia sí mismo1

José Luis Borau



JOSÉ LUIS BORAU MORADELL nació en Zaragoza. Licenciado en Derecho y funcionario de Ministerio. Escritor cinematográfico, firmó numerosos artículos y críticas en El Heraldo de Aragón. Se diplomó en la especialidad de Dirección en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas. Profesor de la Escuela Oficial de Cinematografía ha impartido numerosos cursos en Universidades extranjeras. Ha dirigido En el río, Brandy, Crimen de doble filo, Hay que matar a B, Furtivos, La Sabina, Río abajo, Tata mía, Niño Nadie y Leo, la mayoría producidas por su empresa El Imán (productora y editora). Para Televisión Española produjo y dirigió Celia, basada en las novelas de Elena Fortuny. Ha intervenido como actor en numerosas películas propias y ajenas. Ha coordinado y dirigido el Diccionario del Cine Español (Alianza Editorial) y ha investigado la figura de Harry D'Abbadie d'Arrast en El caballero d'Arrast (Festival Internacional de Cine de San Sebastián). Ha sido Presidente de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España. Ha recibido la Medalla de Oro de las Bellas Artes. Es miembro de diversas Academias, entre ellas la de Bellas Artes de San Fernando.

El cine español, uno de los más antiguos de Europa, que nunca ha dejado de figurar en activo -incluso durante la Guerra Civil siguieron rodándose largometrajes-, y que casi desde un principio alcanzara índices de producción bastante altos, sólo comenzó a ser considerado por la crítica internacional hará cosa de veinte años, una vez muerta y bien muerta la Dictadura. Todavía hoy puede afirmarse que sigue siendo un ilustre desconocido para los grandes públicos, pese a fogonazos intensos pero intermitentes de nombres como Saura, Almodóvar, Bigas Luna o Amenábar. Y pese también a la atención creciente, y con frecuencia admirativa, de estudiosos e historiadores repartidos por universidades y centros de cultura audiovisual a lo largo de medio mundo.

Los nombres citados, junto a otros quizá menos sonoros allende montañas y mares pero igualmente decisivos en nuestro quehacer diario, entran de lleno en el concepto de «autores», tomado éste en el sentido que la crítica francesa quiso darle a partir de Bazin y sus flamantes Cahiers du Cinema. Se repite así en nuestra cinematografía una circunstancia común al conjunto de aquellas que no cuentan con una distribución comercial asegurada, a las cuales bien cabe calificar de exóticas, aun cuando los respectivos territorios se hallen a la vuelta de la esquina, como quien dice: sólo son conocidas a través de sus principales creadores -los citados «autores»-, y a veces ni siquiera eso, limitándose la noticia global de las mismas al puñado de obras maestras, o simplemente afortunadas, que pudieran sumar entre todos.

Con un par de diferencias esenciales. La primera, ya apuntada, que el caso español no es, al menos en términos continentales, el de una industria menor, puesto que durante la segunda mitad del siglo ni siquiera en momentos de aguda crisis bajó su producción mucho más allá del medio centenar de films, doblando esa cifra con frecuencia en tiempos no demasiado lejanos, y realizando en la actualidad de ochenta a noventa por año, lo cual la coloca numéricamente en un destacado puesto dentro de la Unión.

La segunda y más peculiar de esas diferencias, radica en que los «autores» no surgen aquí a la manera de frutos señeros de una actividad profesional marcada previamente por triunfos comerciales mediatos, como ocurriera, sin ir más lejos, en el cine americano de los buenos tiempos o con los ilustres nombres aparecidos en el francés de los años treinta.

Aquí son precisamente los «autores», nacidos no se sabe muy bien cómo, quienes sobre todo a partir del estreno de ¡Bienvenido, Mr. Marshall!, en la primavera de 1953, aceptan la responsabilidad de orientar y redefinir el ámbito cinematográfico al que pertenecen, tratando de dotarle poco a poco -quizá sin demasiada conciencia colectiva por su parte, pero sí a costa de éxitos individuales- de contenidos, formas y maneras que sustituyan viejas concepciones y lleguen a constituir algo así como las nuevas líneas maestras, definidoras de nuestra cinematografía ante los demás públicos y, casi más difícil aún, ante el suyo propio, o la parte más exigente y escéptica del mismo.

No queremos decir con esto, cuidado, que en los cincuenta años previos al famoso film de Berlanga no se hicieran películas muy estimables en España, bastantes de las cuales, al ser revisadas hoy, superan en méritos y en atractivo no sólo el recuerdo que guardábamos de ellas, sino incluso el de otras que por el mismo tiempo pudieran hacerse en países de nuestro entorno, como ocurre con determinados títulos de Florián Rey, Benito Perojo, Edgar Neville, Sáenz de Heredia, Rafael Gil o Nieves Conde, por citar sólo unos cuantos nombres importantes de la primera etapa sonora. Pero eran, en términos generales, películas sobre las que, directa o indirectamente, actuaban condicionamientos -sociales, culturales, políticos que, además de lastrarlas, reducían su trascendencia artística al servir intereses más bien bastardos desde un punto de vista estrictamente cinematográfico.

Así, entre los condicionamientos de índole creativa, se ha de señalar el literario -sobre todo de origen teatral- que imponía criterios dramáticos o cómicos, casi siempre de trasnochado valor, según fórmulas que iban desde el dramón postromántico hasta la alta comedia benaventina, pasando por el sainete, con sus correspondientes derivaciones zarzueleras y folklóricas. Todo, expresado a través de actuaciones altisonantes, o recitativas cuando menos, de las que tanto eran responsables los cuadros de intérpretes como sus directores. Si a ello añadimos una concepción plástica igualmente finisecular, basada en el pintoresquismo rural o capitalino, se comprenderá que el sufrido espectador hispano con frecuencia se sintiera ajeno, si no enemigo declarado, de un país y una sociedad que sólo existían en la pantalla, y cada día resultaban más alejados, y aun contrapuestos, a la realidad circundante. El advenimiento de la República, con renovadas inquietudes sociales y estéticas, tampoco alteró en proporción significativa tales planteamientos.

La Dictadura agravó la situación pues, amén de no desterrar aquellos males, añadió otros de nuevo cuño que bien podrían calificarse de políticos aun cuando sea obligado hacer alguna matización. Las autoridades franquistas, en contra de lo que pudiera pensarse en principio, casi nunca impusieron directamente temas relacionados con la Guerra Civil, y de hecho puede afirmarse que, en términos comparativos, no fueron demasiado abundantes los films inspirados en la misma, en sus antecedentes o en sus consecuencias, aun cuando naturalmente los hubiera y gozaran del apoyo oficial, siempre que no tergiversaran, a juicio de los poderes fácticos -el Ejército, la Falange o la Iglesia-, los sacrosantos postulados de cada cual. En tal caso, eran barridos de las carteleras sin contemplaciones, por mucho que acabaran de superar el escollo de la propia Censura gubernativa.

La intensidad y despotismo con que actuó esta última, sobre todo conforme el Régimen se alargaba y las nuevas generaciones comenzaron a ponerlo en solfa -más no cabía hacer-, eliminó poco menos que cualquier connotación realista en los argumentos tratados, aparte de favorecer, entre quienes pretendían sortearla, un estilo críptico, repleto de alusiones veladas o guiños maliciosos que tampoco garantizaban, a fin de cuentas, la recepción de los films en aquellos sectores amplios del público que no estuvieran, como suele decirse, al cabo de la calle, por muy distantes que se sintieran del Régimen.

Una total dependencia económica del sistema de subvenciones empujaba a los productores, por otra parte, a elegir historias no sólo inermes, o narradas desde un ángulo inocuo, sino que resultaran del agrado de los sucesivos gobiernos del dictador, según el palo que pintara en cada momento: el heroísmo militar, la Historia grandilocuente, una religiosidad preconciliar, el anticomunismo reverdecido o el provechoso cebo turístico.

Por si todo ello fuera poco, los modelos cinematográficos elegidos fríamente por ciertos realizadores de ambición resultaban -como no podía menos de ocurrir habida cuenta del aislamiento en que vivía inmersa nuestra sociedad-, lejanos e impropios. Tanto daba que se tratara de locas comedias a lo Hollywood, como de recreaciones plásticas a la mexicana o de descarnadas descripciones neorrealistas. Aunque los respectivos originales hubieran gustado -de ahí el afán de imitarlos-, tan pronto como un director doméstico adoptaba total o parcialmente parecidos enfoques se veía acusado de falsificador. Y no sólo por parte del respetable. La propia crítica se apresuraba a denunciar cualquier síntoma de mimetismo, considerándolo denigrante si no antiespañol. Condicionamientos todos -culturales, políticos y hasta cinematográficos, como se ve- que no favorecían precisamente la entrega del espectador a las películas nacionales. Entre otras razones, porque las situaban en coordenadas imposibles de aceptar -más apropiado sería decir de tragar-, aun para el sencillo paladar del españolito medio, distante de cualquier sofisticación pero remiso a ser catapultado por la fuerza a una sala para que disfrutase, en teoría, con lo suyo.

En otras palabras, doblada la mitad del siglo, el cine español continuaba sin encontrar el camino, dejando aparte, claro está, las excepciones ya comentadas, cuyo éxito pudo ser grande pero la repercusión, en lo tocante a marcar rumbos de validez creativa, escasa.

La desaparición de Franco y su sistema -la Censura en primer lugar- tampoco cambió la situación de la noche a la mañana, como se pudo pensar en un principio. Aunque en los veinte años anteriores hubieran iniciado ya cierta labor de zapa nuevos directores provenientes en gran parte de la Escuela Oficial de Cinematografía, en Madrid, o de movimientos como el denominado Escuela de Barcelona, a la mayoría de los cuales correspondía con entera adecuación el título de «autor», el público, globalmente considerado, seguía reaccionando con indiferencia a tales esfuerzos y con relativa fidelidad -la relativa fidelidad que ya sabemos-, a la oferta de viejas fórmulas teñidas de actualidad, como la tan comentada tercera vía o el famoso destape erótico-festivo de algunas comedias.

Se precisaba un cambio generacional con la consiguiente aparición de audiencias más cultivadas, junto a la irremediable desaparición de las antiguas, ya volcadas ciega y definitivamente en la televisión. Y sobre todo, urgía el derrumbe de los susodichos condicionamientos espurios, para que los «autores», aun con la relativa amplitud que estemos dispuestos a conceder al concepto, acabaran de imponer su nueva ley. Una ley nunca enunciada pero cuyo primer artículo exigía tener en cuenta la realidad del país al que se dirigían nuestros productos, bien fuera para describirlo, hablarle de tú a tú, o incluso congraciarse con él si se trataba de abundar en sus fantasías íntimas, no siempre sexuales, por cierto.

Un aluvión de jóvenes directores, en buena parte estimulados por los éxitos de la nueva avanzadilla -la línea de Almodóvar & Co.-, y con firmes propósitos de «autoría» por tanto, facilitó aquel cambio. Aunque la mayoría de ellos no hubieran tenido oportunidad de realizar prácticas en escuela alguna por la razón de que ya no las había, al menos oficiales, desde el cierre de la vieja EOC, cumplieron su aprendizaje como Dios les dio a entender, formando parte de equipos profesionales o realizando por su cuenta y riesgo los cortometrajes de rigor.

Todos, de curioso acuerdo en universo tan individualista y variopinto como el español, pretendían la observancia a rajatabla de aquel primer mandato de la nueva Ley: dirigirse a un país real, sin circunloquios ni solemnidad alguna, cayera quien cayera, con el firme propósito de resultar modernos -en el verdadero sentido de la palabra, no en el de apegados a una moda de última hora- y cinematográficos por encima, incluso, del afán de imponer la propia personalidad que suele caracterizar al «autor».

Consecuencia inmediata de semejante postura, tan directa como fácil de entender, fue que el público reconociera al punto el nuevo paisaje que se le ofrecía desde la pantalla, y se sintiera más o menos identificado con los personajes que lo poblaban, cuyas formas de hablar, moverse y vestir eran, a fin de cuentas, las suyas propias. Los jóvenes en particular respondieron con entusiasmo ante tamaña novedad, dispuestos de buen grado a perdonar deficiencias técnicas, si las hubiera, y rendidos de igual modo a la fascinación de un extenso plantel de actores tan sinceros como los directores, y tan bisoños como su audiencia, si cabe.

En cuantas estadísticas se han hecho recientemente, casi todas favorables para la presente situación, cabe destacar un dato que bien puede considerarse como auténtica novedad en la historia de nuestra cinematografía: de cada diez espectadores con que cuenta hoy una película española, casi siete no han cumplido los treinta años aún, perteneciendo en grandísima medida a las franjas más desarrolladas de la sociedad. Noticia poco menos que revolucionaria, habida cuenta del atávico despego, si no enemistad declarada, con que esas mismas capas -o sus equivalentes- acogieron hasta ahora la producción nacional.

No es de extrañar, por tanto, que cada día se extienda la opinión -no necesariamente contrastada con un riguroso conocimiento del pasado- de que el cine español atraviesa hoy su mejor momento, al menos desde un punto de vista creativo, es decir de «autor». Opinión compartida con parecida alegría de juicio por buena parte de la prensa a la hora de presentar sus resúmenes anuales, o en los comentarios que suscita cada entrega de los premios Goya.

Tanto es así que, aun corriendo el peligro de incurrir en exageración, puede decirse que actualmente una película «de autor» significa, en principio, una relativa garantía de éxito. Y, a contrario sensu, que éste difícilmente se consigue si sólo cabe encuadrar al film de turno en lo que siempre dio en llamarse comercial.

«Si quieres perder hoy dinero en España, haz una película de aquellas», suele repetir un distribuidor y exhibidor muy conocido en Madrid, refiriéndose a que los viejos criterios de producción y explotación no sirven ya. Y lleva razón aun cuando sería preciso añadir -no nos engañemos- que al cambiar los públicos, las historias y los directores, también lo ha hecho el concepto de comercial, ambición detestable bajo nuevas formas en muchas obras consideradas oficialmente como «de autor». Claro que ello no sólo no tiene por qué resultar perjudicial a la hora de valorar un film, sino que conviene, y mucho, a una industria perennemente necesitada de clientes como la nuestra.

Así fue cómo, en definitiva, y siguiendo la expresión anglosajona, los locos -léase, los autores- acabaron por hacerse dueños del manicomio, haciéndolo además con decisión y autoridad verdaderamente notables, desacostumbradas quizá en otras latitudes paralelas, aun cuando aquí la operación de rebelión y conquista haya requerido la friolera de casi medio siglo para darse por concluida.




ArribaAbajo

Cine y literatura

Rafael Utrera Macías



RAFAEL UTRERA MACÍAS es Profesor Titular de la Universidad de Sevilla con docencia en la Facultad de Ciencias de la Información. Temas de preferente investigación son la Historia del Cine Español y sus relaciones con la Literatura. Ha publicado los libros Modernismo y 98 frente a Cinematógrafo, Escritores y Cinema en España: un acercamiento histórico, Federico García Lorca / Cine, Literatura Cinematográfica - Cinematografía Literaria, Homenaje literario a Charlot, Claudio Guerin Hill: Obra audiovisual, Azorín: periodismo cinematográfico, Film Dalp Nazarí: productoras andaluzas, Cuatro pasos por la Historia y la Estética del Cine español (edición español-japonés) y Luis Cernuda: recuerdo cinematográfico. Ha editado los volúmenes Cine en Andalucía: un informe y El cortometraje andaluz en la democracia (ambos en colaboración) así como Imágenes cinematográficas de Sevilla, 8 calas cinematográficas en la Literatura de la Generación del 98, Cuentos de Cine: de Baroja a Buñuel y El cine y el momento, de Azorín. Ha colaborado en los colectivos Antología Crítica del Cine Español, Diccionario del Cine Español, Ínsula-Val del Omar, Cuadernos de la Academia, Galdós en la pantalla, Ludus, etc. Colaborador de Film Ideal, Cinema 2002, Ínsula, Versants, etc. Ha recibido diversos premios de Asociaciones Cinematográficas.


Introducción

El enfrentamiento de dos sustantivos con tantas connotaciones e Historia como Cine y Literatura obligaría a un estudio en extensión y profundidad que estaría reñido con los límites de una conferencia o un artículo. Por ello, conduciremos nuestro trabajo por unos derroteros donde la síntesis y la selección no entren en conflicto con lo más significativo e imprescindible de una relación tan compleja y heterogénea como la mantenida a lo largo de un siglo por estas dos artes.

Así, pues, procederemos primero a seleccionar y establecer unos aspectos generales e introductorios al tema para mostrar luego una perspectiva histórica de cómo se ha desarrollado esta relación atendiendo al caso español: nos referiremos a la tipología de las adaptaciones literarias que, en nuestra cinematografía, se han llevado a la pantalla para, seguidamente, describir las actitudes de los escritores ante el fenómeno cinematográfico.




Encuentros y desencuentros entre Literatura y Cine

El mito de la caverna platoniana y su comparación con la sala de cine es clásica alegoría para filosofar sobre el carácter de la recepción y la proyección cinematográficas. Siguiendo con Platón, los cinematófobos de cualquier época recurren a él para «reproducir, conscientemente o no, el rechazo [...] a las artes de ficción como engendradoras de ilusión y estímulos de las bajas pasiones»2. También los parisinos Campos Elíseos han sido el escenario donde el propio filósofo griego y el popularísimo actor Valentino dirimen, en hipotético diálogo, su mejor conocimiento sobre el amor, uno apoyando sus conjeturas en el plano de la teoría y otro en el de la experiencia3. Imaginadas anécdotas similares se sirven de animales que, comiendo papel o celuloide, intercambian opiniones sobre las bondades de la obra literaria y sus superiores calidades frente a la adaptación cinematográfica. Y alguna otra donde una Vieja, personificando a la Literatura, porfía sobre sus históricos atributos mientras se enfrenta a una Joven, símbolo de la Cinematografía, que, dialécticamente, aporta plurales razones sobre las ventajas de su ser.

Los ejemplos mencionados, más allá de su carácter anecdótico, simbolizan el funcionamiento histórico de la relación entre un Arte consagrado, la Literatura, cuyo origen se confunde con la Historia de la Humanidad, y un Espectáculo, el Cinematógrafo, que el hombre contemporáneo ha visto nacer y cuyo desarrollo, a lo largo de un siglo, ha permitido otorgarle semejante categoría.

La evolución social del cine y su progresiva situación en el conjunto de las Artes, conllevó un renovado modo de concebir el universo que, ya desde el siglo XVIII, venía modificando una marcada visión teocéntrica del mundo; no fue ajeno a ello la aplicación del conocimiento científico, especialmente en el campo de las ciencias físico-químicas, a determinados artilugios útiles para el ocio y el entretenimiento los cuales, más allá de tal función, fueron ampliando los enfoques seculares en detrimento de la concepción sagrada y a mostrar nueva visión del universo portadora de una representación mecanizada además de una cultura visual. La fotografía, la linterna mágica, el cinematógrafo, modificarán las coordenadas espacio-temporales del nuevo ciudadano, lector unas veces, espectador otras. La Literatura encontró así un poderoso vehículo de comunicación portador de nuevas armas y bagajes para la experiencia humana. La imagen fotográfica y, sobre todo, el desarrollo social de la «fotografía animada», conformará una diferente representación de la realidad, de cualquier tipo de realidad.

El «realismo», basado en la mímesis griega, adquiere carta de naturaleza en el siglo XIX cuando hace referencia a las artes que pretenden una representación del mundo tanto figurativa como narrativamente y se opone a las tendencias neoclásicas y románticas precedentes; como una variante del mismo, los críticos distinguieron el denominado «naturalismo» cuyo modelo podía encontrarse en la literatura zoliana caracterizada por un verismo a ultranza y unos condicionamientos marcados por la herencia biológica. Cuando un procedimiento y otro se manifestaron obsoletos tanto para la novela y la pintura, de marcada tradición realista, como para el teatro, de corte naturalista, el Cine hace acto de presencia en la sociedad y se ofrece, en principio, como fiel reproductor de la realidad con marcado mimetismo, recogiendo una herencia artística que los impresionistas en pintura y los simbolistas en teatro se habían negado a recibir.

Los inicios del cine europeo se debaten entre lo que pudiéramos llamar «realismo aristotélico» y «realismo platónico», si se nos permite semejante taxonomía filosófica para delimitar los modos y estilos caracterizadores del filme primitivo; en el primero, se pretende ofrecer los hechos sin mistificación alguna y alejados de la hipotética idealización que el espectador pudiera añadir; por el contrario, en el segundo, el voluntarismo para evitar la mímesis «del sentido común», de lo evidente a los ojos, aboga por un conjunto de recursos donde la puesta en escena es una recreación del autor que quiere trascender el vulgar mundo externo y fabrica un «reino inmaterial de esencias».

Las primeras sesiones públicas presentadas en París por los hermanos Lumière se basaban en un procedimiento de animación fotográfica para ofrecer postales ciudadanas, convertidas en testigos presenciales de unos hechos, cuya misión era recrear el movimiento por medio de procedimientos científicos. En sentido estricto no podrá hablarse todavía de lenguaje cinematográfico propiamente dicho; la estructura de cada film hace coincidir tiempo real y cinematográfico. El pionerismo de estas películas les vincula antes a la técnica fotográfica y la composición pictórica que a la genuina expresión literaria.

Por su parte, el cine de Méliès se sirvió de una realidad inventada donde el decorado era parte fundamental y sus antecedentes inmediatos estaban en el music-hall y en las variedades. La manipulación de la historia utilizaba una diversidad de «trucos» donde los recursos estilísticos establecían una condensación de la lógica espacio-temporal y construían una pluralidad de cuadros que funcionaban como escenas. La identificación de algún título con su homónimo Viaje a la Luna, de Verne, acaso permitía relacionarlo con ciertos antecedentes literarios.

El cine, siempre ávido de contentar al espectador, hizo frente a sus sucesivas crisis; fueron objetivos prioritarios tanto la necesidad de buscar un público diferente como de justificar el carácter artístico del espectáculo. En definitiva, se trataba de hacer frente -como señala Stam- a tres «tradiciones discursivas» presentes en el imaginario sociocultural del momento: la hostilidad platónica por las artes miméticas, el rechazo puritano por las ficciones artísticas y el histórico desdén de las élites burguesas por las masas populares. Por ello, será el movimiento denominado Film d'Art el encargado de buscar nuevos procedimientos que incorporarán técnicas dramáticas, desde la «adaptación» cinematográfica de la obra a la adopción de un punto de vista único semejante al percibido por el espectador en la sala teatral. El asesinato del Duque de Guisa ha quedado como película emblemática de este sistema y los hermanos Lafitte como iniciadores de un estatus con mayor prestigio social.




De especificidades

Si en determinados aspectos el nuevo modo de representación se hace heredero de factores pertenecientes a artes precedentes, desde la pintura al teatro, es cierto que elementos propios conllevan una especificidad que puede ser analizada al menos desde puntos de vista tecnológico, lingüístico, histórico, institucional y receptivo. La teoría del cine se debate en los primeros momentos entre la defensa apasionada de su cine y la pertinaz relación con otras artes; las propias definiciones metafóricas empleadas para definirlo utilizan los términos «escultura», «pintura», «arquitectura», «en movimiento» aunque la mera equiparación o identificación pretendía sobre todo una legitimación definitiva. El Griffith de los primeros tiempos recurría a Rembrandt para justificar el sentido de la iluminación y a Dickens para evidenciar que el montaje paralelo estaba presente en la narración literaria. Y el teorizante del cine primitivo, Ricciotto Canudo, en la primera década del siglo XX, recurría al sintagma «arte plástico en movimiento» para definir un modo de expresión que, de acuerdo con la teoría de Lessing, era el resultado de combinar adecuadamente las artes espaciales con las temporales; el «cronotopo» resultante (en idea de Batjin) mostraba la «relación necesaria entre tiempo y espacio en la representación artística»4.

El Cinematógrafo, que comenzó a considerarse como nuevo lenguaje universal, estableció relaciones desde el mismo momento de su nacimiento con la Literatura. Además de la consabida tendencia a adaptar la obra de reconocido prestigio, aquel espectáculo ofrecido inicialmente en la «barraca de feria» fue, conquistando, gracias a su progresiva popularización, mejores espacios: la primitiva sala de usos múltiples donde se combinaban las variedades con las proyecciones se vio sustituida posteriormente por el aburguesado coliseo de teatro donde, en mimética organización espacial, la pantalla ocupará el lugar del escenario.

Sin embargo, la consideración de arte temporal permitió que las comparaciones del cine con la música no se hicieran esperar; el ritmo se constituía en factor esencial y homologable para dos medios expresivos que, recurriendo al lenguaje sinestésico, permitía hablar de audiciones y sinfonías visuales, no sólo defendidas por Dulac o Gance sino por Eisenstein quien consideraba los «principales» y «armónicos» recursos imprescindibles para el cineasta a fin de crear un impresionismo fílmico semejante al ideado musicalmente por Debussy. En la misma línea, Dziga Vertov recurría a los «intervalos», factores musicales, por considerarlos elementos cinematográficos «que llevan el movimiento a una conclusión cinética»; el kinograma vendría a ser la variante cinematográfica de la partitura musical; la cámara primero y la moviola después se convirtieron en máquinas creadoras que relegaban la ficción en beneficio de una realidad donde el gusto por la simetría y la animación de lo inanimado otorgaba a su trabajo características metalingüísticas; y es que tales artilugios creaban un universo cinematográfico propio sin vinculaciones con la estricta narrativa literaria.

La publicación, en el clímax del cine mudo (1924), de los artículos Literatura y Cine, de Shklovski, y Cine-palabra-música, de Tinianov, sintetizaba la interdependencia establecida entre el cine y otras artes; aquél debería funcionar con un lenguaje «poético» semejante al uso «literario» de los textos apoyados en la palabra; por lo demás, los formalistas, ampliando necesariamente su discurso, orientarían las investigaciones hacia el cine parlante, eje fundamental ahora de sus controversias, con todas sus implicaciones en el campo de la adaptación literaria.

La industrialización del cine sonoro supuso en el campo de la teoría una pluralidad de discusiones en torno a la condición, la esencialidad y la especificidad del medio convertido ya en audiovisual; frente a lo genuino del mudo, para unos, el carácter bastardo del sonoro, la grosera adscripción del diálogo literario a la banda sonora, convirtió, para otros, una consagrada expresión iconográfica en una ilegítima modalidad expresiva aledaña a los límites del teatro. La Literatura vuelve a convertirse, según opiniones, en el mejor aliado o en el peor enemigo de la expresión cinematográfica.

En operación inversa a la defendida por el Film d'Art, los teóricos de la Nouvelle Vague, Truffaut a la cabeza, menospreciaban el cine de qualité francés basado, generalmente, en clásicos literarios y proponían como modelos, tomando la política de autor como base, a los directores del cine norteamericano, desde Hitchcock a Hawks, desde Welles a Minnelli, ya que en ellos se daban los necesarios rasgos de estilo para ser considerados autores o demiurgos; mientras, Bazin analizaba y describía los recursos cinematográficos consagrados, montaje, puesta en escena, profundidad de campo, plano-secuencia, para conformar nuevas lecturas espaciotemporales, y Alexandre Astruc defendía el carácter creador del cineasta en igualdad de condiciones al literato o al pintor; sus concepciones en torno a la cámara-stylo debía permitir a ésta decir «Yo» de modo semejante a como podían expresarlo autores de otras artes.

La aceptación de los posicionamientos anteriormente referidos no puede hacernos perder de vista que cada arte es intrínsecamente apto para la expresión de unos efectos y no de otros por lo que recursos con probada eficacia en el ámbito literario no tienen semejante correlato en el cinematográfico y viceversa.

La novela La dama del lago, de Raymond Chandler, conforma una narración en primera persona donde el detective Marlowe refiere su experiencia en determinados casos resueltos con profesión; los recursos propios de la lengua, especialmente personas pronominales y tiempos verbales, sirven al novelista para la expresión de unos hechos que, naturalmente, se presentan al lector subjetivizados. La adaptación llevada a la pantalla por Robert Montgomery con homónimo título en 1948 se empeñaba en servirse de la cámara subjetiva para narrar la historia desde el exclusivo punto de vista del personaje principal, pretendiendo homologar la visión iconográfica a la literaria. El continuado plano subjetivo obtenido al colocar la cámara donde estaba el rostro del personaje quería funcionar de modo semejante a como el escritor lo ofrecía en su obra. Más allá de la pobreza de planificación y del retoricismo que entraña tal modo de expresión (donde el flash-back se combina con la cámara subjetiva), parece evidente que son muy diferentes las posibles relaciones de equivalencia entre palabra e imagen («veréis las cosas como las he visto yo») y, aun más, con la pretensión de cierta identificación psicológica; las manifestaciones del sujeto emisor se resuelven de modo diferente según los recursos disponibles por cada medio expresivo5.

La utilización del montaje, o su ausencia, implica una repercusión en factores espacio-temporales. En La soga (1948), de Hitchcock, se ha pretendido conseguir un ininterrumpido plano único desde su comienzo hasta su final (más allá de su falacia ya que, por cuestiones técnicas, sólo se filmará mientras exista celuloide virgen en la bobina), de modo que se puede identificar el tiempo real con el cinematográfico; parece evidente que más allá del virtuosismo indiscutible y de la exclusividad del montaje interno sobre el externo, el carácter de la interpretación se asemeja a la teatral. La narración se formula en tercera persona y, en consecuencia, la visión que se ofrece es la de la cámara.




El caso español


a) Nuestro cine ante la obra literaria. Adaptaciones

La recurrencia a la literatura como fuente inspiradora de filmes no tiene excepciones en ninguna época. La novela de éxito, el drama aplaudido en el teatro6, la poesía popular convertida en copla famosa no tardó en tener su adaptación cinematográfica. El cine español no fue una excepción7; la literatura nacional ofrecía un tan abundante como consagrado muestrario en cada uno de los géneros y en ellos el cineasta entró a saco para, generalmente, frivolizar sus elementos y banalizar sus contenidos.

La poesía y, en general, la obra poética ha sido el género literario con menos adaptaciones cinematográficas; es rara la película donde se mantiene la versificación original ya que, lo normal, es prescindir de ésta y aprovechar el asunto según las exigencias del cineasta; Fernán Gómez adaptó el «astracán» de Muñoz Seca La venganza de Don Mendo (1961) respetando el recitado y Pilar Miró hizo lo mismo en El perro del hortelano (1995), de Lope de Vega; caso contrario son ciertas versiones procedentes de la literatura medieval ya que se quedan en lo discutiblemente histórico o lo falazmente anecdótico tal como sucede en El Cid (1961) y El libro de buen amor (1974). Sin embargo, el uso de un específico poema ha sido utilizado legítimamente como recurso cinematográfico con plenitud expresiva y en buena adecuación verbo/icónica en relación a un personaje específico; constituyen ejemplos de interés la Oda a Walt Whitman, de García Lorca, en el filme A un dios desconocido (1977)8, de Chávarri, o la poesía de San Juan de la Cruz en La noche oscura (1988), de Saura9.

Otras veces es la copla, en su modalidad de «canción española», la que, transformada, se convierte en obra de teatro, primero, y en película, después; valga como ejemplo la canción de Quintero, León y Quiroga, luego escenificada en las tablas y llevada a la pantalla por Francisco Elías en el título homónimo María de la O (1936)10. Del mismo modo, la zarzuela fue género favorito de los pioneros quienes debieron filmarlas, paradójicamente, sin música; así, La verbena de la paloma (1921) y El pobre Valbuena (1923).

La novela es, sin duda, el género más solicitado por los cineastas; el prestigio de la obra literaria se convierte en estímulo comercial para una industria que debe justificar sus bazas culturales ante espectadores exigentes; Cervantes y Blasco Ibáñez acaso hayan sido los autores más temprana y abundantemente utilizados. De la inmortal novela cervantina existe una primera versión en 1908, obviamente muda y de breve duración, a la que siguieron Don Quijote de la Mancha11 (1949), de Gil, y El Quijote (1991), de Gutiérrez Aragón, adaptación de la primera parte, en serie para televisión; la versión inconclusa de Orson Welles, rodada en distintas épocas y lugares, ha sido montada por expertos españoles de su obra y estrenada en 1992.

Pérez Galdós12 ha tenido un tratamiento desigual en las distintas versiones cinematográficas, El abuelo (1925, 1998); Marianela (1940 y 1972), Fortunata y Jacinta (1969), Tormento (1974); sin embargo, Buñuel convirtió una discreta obra en maestra, Tristana13 (1970), uno de los casos donde el cine ennoblece a la literatura.

La pieza teatral sirvió de igual modo, tanto al cine primitivo como al posterior, para prestigiar su temario y atraer al espectador aferrado al arte de Talía. Los títulos pertenecientes a dramaturgos del Siglo de Oro adaptados por la cinematografía española permite comprobar el escaso número de los mismos y la reiteración en los autores (Lope de Vega, Calderón de la Barca)14. La variante patria del film d'art francés, fruto tardío de nuestro cine, entendió que en Zorrilla y Benavente, Arniches y los Quintero, estaba tanto la popularidad como el prestigio. Por ello, el drama zorrillesco tiene ya su primera versión, Don Juan Tenorio15, en 1908; a ésta seguirán, en el sonoro, las de Sáenz de Heredia16, Perla y Suárez y sus variantes cómicas, El amor de Don Juan (1956) o Don Juan, mi querido fantasma (1990)17. La dramaturgia benaventina, presente en nuestro cine desde La malquerida (1914), ha tenido en los directores Perojo, Marquina, Gil y Lucia adaptadores con oficio que han perpetuado en la pantalla la temática e ideología del dramaturgo, desde la subtitulada en el original «cinedrama», Vidas cruzadas (1942) a Pepa Doncel (1969). En la misma línea, las obras de Arniches y los Quintero tienen el honor de haber sido las más utilizadas por la cinematografía española en todas las épocas; las versiones fílmicas han aportado una tipología de personajes, madrileños o andaluces, convertidos en arquetipos y simbolizaciones de España y los españoles; las múltiples adaptaciones de las arnichescas18 Es mi hombre (1926, 1935, 1946, 1966) o La chica del gato (1926, 1943, 1962) así lo demuestran; la mejicana Don Quintín el amargao (1951), de Buñuel, y la española Calle Mayor19 (1956), versión de La señorita de Trevélez dirigida por Bardem, han resultado las más personales y cualificadas. Las quinterianas Malvaloca (1926, 1942, 1954) y La reina mora (1922, 1936, 1954) confirman a sus autores como comediógrafos queridos por la industria de cualquier época. Por su parte, la comedia de Alfonso Paso sirve al cine español de los sesenta para mostrar una variante más del denominado «teatro de la derecha» que, en su modalidad cinematográfica, mantiene ese mismo carácter: Este cura (1968). Excepción a obras y autores mencionados lo constituye la ejemplar producción española Campanadas a medianoche20 (1965), dirigida por Orson Welles, quien toma algunos textos shakesperianos para elaborar una producción muy personal.

Los seriales producidos por Televisión encuentran satisfactoria materia prima en la novelística actual. Curiosamente, el proceso de adaptación llevado a cabo en el guión cinematográfico, en su obligada dependencia del metraje estándar de 90 minutos, que reducía una voluminosa novela a los elementos imprescindibles y a los hechos sustanciales, ha permitido ahora, ante los numerosos capítulos, ofrecerlos en su integridad y mantener acciones principales y secundarias, personajes sustanciales y de relleno para dar cumplida atención a las exigencias de la serie; así sucede en Fortunata y Jacinta (1979), Los gozos y las sombras (1986), La Regenta (1995), etc.




b) Los escritores ante el cinematógrafo

La presencia del Cinematógrafo en la sociedad, hecho, en principio, ajeno a la Literatura, ha ido suscitando diferente actitud entre los literatos ya que unos reconocieron sus genuinos valores expresivos mientras otros enjuiciaron negativamente sus novedades estéticas. A lo largo de cien años, las opiniones y actividades de los escritores españoles en torno al cine han ido ofreciendo unos campos de estudio de significativa relevancia, hecho tan complejo como diverso y, a veces, tan enriquecedor como contradictorio21. Un sucinto repaso a personalidades, generaciones y grupos ayuda a demostrar las múltiples relaciones establecidas entre ambos medios así como la variedad de intereses, legítimos o espúreos, manejados.

Federico de Onís, Martín Luis Guzmán y Alfonso Reyes22 eligieron el cinematógrafo, en 1915, como tema de sus colaboraciones periodísticas en la revista España, dirigida por Ortega y Gasset; comentando la actualidad cinematográfica madrileña, entendieron el asunto digno de las musas y lo resolvieron como nueva crítica donde no faltó ni el juicio literario ni la valoración artística junto a la defensa de los legítimos derechos del espectador.

También los artículos en prensa como la propia obra en prosa fueron los vehículos utilizados por los autores modernistas y noventayochistas para depositar sus opiniones, a favor o en contra, del fenómeno cinematográfico enjuiciándolo bajo perspectivas espectaculares, sociales y artísticas. Valgan algunos ejemplos: Manuel Machado23, Ramiro de Maeztu y Manuel Bueno enjuiciaron el cinema desde la publicación periodística para analizar las relaciones entre teatro y cine, para valorar a éste en su capacidad de mostrar lo insólito, de sintetizar los fenómenos de la naturaleza, de considerar su utilidad y capacidad pedagógica, de fomentar la fantasía en el espectador. Desde las propias páginas periodísticas se expresó Miguel de Unamuno para justificar su animadversión sobre los efectos negativos aportados por el cine a la colectividad aunque debe advertirse que las razones esgrimidas son coherentes con su postura sobre la vida anteponiendo naturaleza a arte, intimidad frente a espectacularidad, «in-versión» frente a «di-versión». Semejante actitud puede encontrarse en las opiniones mantenidas por Juan de Mairena, el profesor apócrifo de Antonio Machado, quien, ante el cinematógrafo, alaba su carácter pedagógico pero desvirtúa sus valores estéticos. Tales ataques son semejantes a las invectivas contra el reloj o las corridas de toros; y es que, en tales casos, con la ironía se burla del cinema, catalogado como «invento mecánico de Satanás».

Por el contrario, los hermanos Baroja ejercieron de actores ocasionales en Zalacaín el aventurero (1928), de Francisco Camacho; los procedimientos fílmicos procedentes de los géneros populares fueron utilizados intencionadamente por Pío en la llamada novela film El cabaret de la cotorra verde (1929) y la experiencia personal en los estudios franceses de Joinville por Ricardo en el relato Arte, cine y ametralladora (1936). Del mismo modo, Azorín24 y Valle Inclán25 admitieron abiertamente los beneficios que el cinematógrafo podía aportar como nuevo elemento fecundador de las artes, especialmente a la hora de renovar el teatro. El primero basó su experimentación en la cinegrafía (soluciones visuales, efectos de cinematismo, elipsis, ralentí, travelín, tempo) y modificó de ese modo las técnicas de novelar. En su senectud, ofreció un nuevo tema en su obra: la película como evocadora de sensaciones y estímulos estéticos, plásticos y literarios; sus artículos, sus «recuadros», son ensueños de lo suprarreal, metáforas donde se funden lo real-fílmico y lo imaginario literario-artístico; sus libros, El cine y el momento (1953) y El efímero cine (1955) representan, aunque tardíamente, la incorporación del ensayo cinematográfico de la generación del 98 a nuestra Literatura y, a su vez, la herencia literaria que el narrador legó al cine español. Por su parte, el autor gallego estimó que técnica y estética fílmicas eran idóneas para fertilizar el anquilosamiento de las tablas; de sus «esperpentos», se ha dicho que están traspasados de cine (planificación y uso del espacio, angulación y presentación de personajes); quien no creyó en la fijeza de los géneros buscó la renovación de unos en las novedades técnicas y artísticas de otros.

Precisamente, el auge del cinematógrafo coincidió con una aguda crisis teatral. Arniches, al igual que Valle y Azorín, defendió una dramaturgia cuyas características fílmicas supusieran una salida tanto a la renovación teatral como al cambio necesitado por la escena. Los dramaturgos, generalmente con un conocimiento equivocado del nuevo medio, se acogieron de diverso modo a los beneficios que el «séptimo arte» les ofrecía, produciéndose de este modo una verdadera colonización de un medio por parte de otro. Benavente, en el mudo, y Martínez Sierra, en el sonoro, intervinieron en la producción y dirigieron su propia obra. Éste y Muñoz Seca establecieron relaciones entre los modos expresivos de ambos medios combinando la proyección cinematográfica con la representación teatral mientras que Marquina y los Álvarez Quintero, y, en general, los componentes de Cinematografía Española Americana (CEA), entendieron que el cine era la tabla salvadora del teatro por lo que escribieron guiones o efectuaron adaptaciones para una muy específica producción cinematográfica tras el advenimiento del sonoro.

Por lo que respecta a los novelistas, puede evidenciarse que Armando Palacio Valdés y Concha Espina enjuiciaron negativamente al cine tanto desde perspectivas estéticas como morales; por el contrario, Alberto Insúa y José Francés mantuvieron juicios positivos sobre el espectáculo de la pantalla en su doble dimensión artística y social; unos y otros se mostraron fervorosos partidarios de la filmación de su obra.

Los propios autores se sintieron tentados de adaptar su literatura a la pantalla; de entre los novelistas, Vicente Blasco Ibáñez dirigió Sangre y arena (1916), Eduardo Zamacois El otro (1919) y Alejandro Pérez Lugín La casa de la Troya (1924) y Currito de la Cruz26 (1925); de entre los dramaturgos, Gual, realizó Misterio de dolor (1914), Benavente Los intereses creados (1918), como posteriormente, Martínez Sierra Canción de cuna (1946), Paso Vamos por la parejita (1970) y Arrabal Viva la muerte (1970) e Iré como un caballo loco (1973).

Blasco Ibáñez27, admirador de Hollywood (en su novela La reina Calafia) y de sus procedimientos (en el artículo «Cómo los americanos cinematografían una novela») comprobó la eficacia del star system, en las versiones cinematográficas de sus obras Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1921) y Sangre y arena (1922), interpretadas por Rodolfo Valentino, y Entre naranjos (1926) y La tierra de todos (1926) ambas al servicio de Greta Garbo. A su vez, Wenceslao Fernández Flórez28 también escribió argumentos (Una aventura de cine) que desarrolló según los modos de la comedia americana; fue el académico que, en su época, mayores vinculaciones tuvo con el mundo cinematográfico. Aparte de sus artículos en la prensa madrileña, donde aludió a sus relaciones con el cine, colaboró en la revista especializada Primer Plano, de ideología falangista, con originales sobre temática cinematográfica. Su humor ácido y corrosivo fue mediatizado en la mayoría de las adaptaciones cinematográficas de sus obras.

Si la poesía modernista estuvo, habitualmente, exenta de argumentos, temas o características vinculables al cinematógrafo, la poesía de la generación posterior29 incorporará abundantes elementos fílmicos y cinematográficos a ella: «El espejo de agua» (1916), de Huidobro, «Friso ultraísta. Film» (1919), de De Torre, «Cinematógrafo» (1919), de Garfias y homónimo título (1924) (en Seguro azar) de Salinas, «Cinemática» (en Ámbito, 1924), de Aleixandre, «Cine» (1928) de Blanco Fombona, «A Circe cinemática» (1929), de Ayala, junto a otros textos de Laffón, Guillén30, Cernuda31, etc., ponían de manifiesto la repercusión de un nuevo arte en estrecha simbiosis ya con otro. Sin embargo, el poemario más significativo, publicado primeramente en las páginas de La Gaceta Literaria y reunido posteriormente en el libro Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos32, ejemplifican en su autor, Alberti, una actitud plasmada en reflexión poética por quien exclamó: «Yo nací -respetadme- con el cine».

Una mirada de conjunto al grupo conocido como del 2733, y a los vanguardistas en general, permite comprobar que unos y otros aceptaron el cinema como rasgo distintivo de la modernidad; las opiniones de Huidobro, «El Cine [...] es el pensamiento mecánico»; de Francisco Ayala, «He sentido el cine, mi coetáneo, con amor, con encanto...»; de César Arconada, «El cinema es la expresión de lo moderno»; de Benjamín Jarnés, «El cinema se me antoja un espléndido regalo de los dioses»; como la de tantos otros que se alinearon en la «generación del cine y los deportes», así lo evidencian. Y es que el acendrado interés por cuanto constituyera un modo de expresión «modernista» les hacía tener muy presente al nuevo arte entre sus escritos y actividades al igual que, como hijos de la burguesía ilustrada, el culto a la máquina, la industrialización, el automóvil, el jazz, el psicoanálisis, quedaban convertidos en sus emblemas identificativos. Por ello, estos escritores tomaron las figuras y hechos de la pantalla como recurso idóneo para contribuir a la mejor expresión de su literatura.

Entre los diversos medios que ayudaron a publicitar sus valores, las revistas literarias ocupan puesto destacado. Las novedades aportadas por España continuaron en La Gaceta Literaria y Revista de Occidente preferentemente y, entre otras, en Papel de Aleluyas y Mediodía, acogedoras del ensayismo cinematográfico y la creación fílmico-literaria como elemento peculiar de sus contenidos.

Ernesto Giménez Caballero34 se erigió en apóstol de la nueva cultura y en reclutador de vocaciones literarias donde el cine gozaba de prioridades absolutas, tal como pone de manifiesto en sus libros Carteles, Hércules jugando a los dados, Yo, inspector de alcantarillas y Julepe de menta, prosas, relatos donde se inscribe su personalísima concepción del cinema. El propio Giménez Caballero filmaría los cortometrajes Noticiario del Cine club (1930) y Esencia de verbena (1930).

En concreto, el cine cómico americano pasó a ser género admirado, pero lejos de aceptar a Charles Chaplin35, que era entonces el más popular, como su estrella, convirtieron a Buster Keaton en el preferido. Los nombres de Rafael Alberti, César M. Arconada, Julio Álvarez del Vayo, Miguel Pérez Ferrero, Guillermo de Torre, Benjamín Jarnés, Luis Gómez Mesa, Salvador Dalí y un largo etcétera fueron firmas habituales en las páginas de las revistas literarias tomando el cinema, sus figuras, sus factores estilísticos, como motivos de inspiración. En estrecha relación con tales trabajos, surgió un ensayo cinematográfico que constituyó atractiva incursión en la reflexión intelectual sobre el cine: Indagación del cinema, de Ayala, y Una estética del cinema, de Díaz Plaja, son representativos ejemplos.

Las actividades cinematográficas de La Gaceta Literaria se canalizarían a través del Cine-club Español, inaugurado por el propio Giménez Caballero en 1928. Entre los escritores e intelectuales que presentaron, de uno u otro modo, los títulos exhibidos contamos a Gómez de la Serna, Baroja, Jarnés, García Lorca, Alberti, Álvarez del Vayo, Luciano de Feo, Eugenio Montes, Lafora, Marañón, Pérez Ferrero y Germaine Dulac. El cine vanguardista, el ruso, el científico, el educativo y el de animación, se exhibieron en veladas culturales donde el arte silente era la estrella, unas veces como fin y otras como medio. Sus actividades se prolongaron por otras capitales españolas: Barcelona, Valencia, Murcia, Valladolid, Sevilla. El filme por antonomasia, vinculado al grupo y la época, es Un perro andaluz (1928), de Buñuel y Dalí, realizado y estrenado en Francia y convertido desde entonces en paradigma del cine surrealista.

La poesía, el relato, la novela, se llenaron de terminología fílmica, nombres propios del «séptimo arte», modos narrativos sucedáneos de la expresión plástico/cinematográfica; escritores como Gómez de la Serna en Cinelandia (1923), Díaz Fernández en La venus mecánica (1929), Arconada en Vida de Greta Garbo (1928), Ayala en Polar Estrella (1928), Carranque de Ríos en Cinematógrafo (1936), Porlán Merlo en Primera y segunda parte de Olive Borden (1930), García Lorca en Muerte de la madre de Charlot (1928), etc., utilizaron el entrecruzamiento de figuras literarias con cinematográficas conformando un trenzado de posibilidades que hasta entonces la Literatura española no había ofrecido tan intensamente.

La incursión en el guión cinematográfico, entendido como pieza literaria, es una faceta ocasional pero no menos significativa practicada por autores como García Lorca en Viaje a la Luna (1929), Porlán Merlo en El arpa y el bebé (1929), Dalí en Babaouo (1932). El estudio comparado de estos textos36 nos sorprendería más por la proximidad de sus semejanzas estructurales y por su terminología cinematográfica que por las diferencias entre ellos y sus autores. La existencia de un lenguaje generacional, más allá de la situación cronológica de cada escritor, parece evidenciarse en los factores comunes a estas piezas. Sin embargo, al igual que en etapas precedentes, firmas como las de Gregorio Marañón o José Moreno Villa, entre otros, disintieron al entender que el arte recién nacido necesitaba madurez para poder codearse con las tradicionales.

La llegada del sonoro tuvo una significativa repercusión en ciertos sectores de nuestra cinematografía y, en concreto, en la actividad de algunos escritores. La industria norteamericana contrató a estos profesionales para que filmaran las segundas versiones, habladas en castellano, de títulos rodados previamente en inglés, efectuaran la adaptación de diálogos y, en definitiva, controlaran un producto orientado al espectador sudamericano y español. Entre «los que se fueron a Hollywood»37 citaremos nombres como Jardiel Poncela, Edgar Neville, Antonio de Lara Tono, Gregorio Martínez Sierra, etc. Obviamente, las consecuencias de esta voluntaria emigración afectaron positivamente no sólo a las relaciones personales conseguidas por nuestros compatriotas en el mundo cinematográfico americano sino a la adaptación de sus obras para la pantalla. En tal sentido, el caso de Martínez Sierra y la actriz Catalina Bárcena fue uno de los más sintomáticos. Las generaciones coetáneas comenzaron a asimilar el influjo expresivo del nuevo medio. Pérez de Ayala acusó el impacto de las técnicas cinematográficas en sus novelas y el propio autor se convertía en cronista del cine sonoro. Del mismo modo, D'Ors ejercía como analista de la estética cinematográfica y establecía sugerentes paralelismos entre cine y pintura.

A medida que se avanza cronológicamente en la Historia de la Cinematografía Española, se comprueba la múltiple incidencia y la heterogénea interrelación entre ambos medios, entre intelectuales, escritores y cinema, y, al mismo tiempo, la elección que va haciendo nuestra industria de la literatura precedente, priorizando unas obras sobre otras, unos escritores sobre sus coetáneos. En tal sentido, los cineastas del primer franquismo eligieron preferentemente la pieza decimonónica para ofrecerla como ejemplo y modelo donde el espectador pudiera mirarse; no hace falta aclarar que de la mencionada literatura quedaban excluidos aquellos autores cuyo liberalismo era sobradamente conocido; Valera y Alarcón ofrecieron unos arquetipos morales y costumbristas dignos de ser seguidos, frente a Galdós y Clarín cuya novela se regía por diferentes parámetros éticos.

Del mismo modo, cuanto decimos de la novela podría aplicarse a las adaptaciones de las obras teatrales. No en balde, Arniches y los Álvarez Quintero han sido los autores de preferente adaptación en cualquier época. La autoridad literaria de estos últimos, como la de Pemán o Muñoz Seca, fue durante años eficaz embajadora para nuestra industria cinematográfica. Al margen de otras interpretaciones, parece evidente que el denominado «teatro de la derecha», y su paralelismo novelístico, ha sido preferentemente la mejor estrella-guía para semejantes derroteros fílmicos. Es muy posible que la comedia de los hermanos Álvarez Quintero haya contribuido, en cantidad y calidad, a componer una específica concepción de Andalucía en el espectador español de cualquier época; su obra comenzó a ser utilizada por los cineastas desde 1918 con la adaptación de La dicha ajena, producida por Patria Films. De entonces a acá, sus títulos más populares se han convertido en paradigma de un determinado cine español y vehículo adecuado para divulgar la esencialidad de lo andaluz según su peculiar entendimiento. Malvaloca, El genio alegre, Puebla de las mujeres, Ventolera, etc., han servido para exacerbar nuestro particular star system, desde Estrellita Castro a Amparo Ribelles, de Rosita Díaz Gimeno a Maruchi Fresno, de Paquita Rico a Antoñita Moreno. El resultado es «una visión clasista y amable de Andalucía que los ideólogos del régimen franquista encontraban ya codificada en el teatro de los Quintero. Codificada además con una calidad verbal de indudable garra cómica»38. Los casos de López Rubio39 y Mihura40 son igualmente significativos por su vinculación a la industria, el primero dirigiendo filmes basados en guiones propios y ajenos y el segundo como experto dialoguista en películas de Maroto, Perojo, Román, Berlanga, etc., y guionista en películas realizadas por su hermano Jerónimo.

La novelística de Cela y Delibes ha tenido un trato preferente en el cine de la transición. La presencia en la pantalla del autor gallego se prodigó en diversos títulos. Han sido, generalmente, productos de dudosa calidad cuyo mayor mérito puede no ser otro que habernos presentado al premio Nobel en distintos momentos de su carrera; sin renegar completamente de ellos, Cela reconoció los defectos de tales filmes. Luciendo abrigo y bufanda, aparecía en La colmena, interpretando a su personaje Matías Martí, creador de palabras, en el café «La Delicia», formando grupo en la tertulia literaria compuesta por Rubio Antofagasta (Mario Pardo), Ricardo Sorbedo (Francisco Rabal) Ramón Maello (Paco Algora) y la presencia ocasional del futuro académico Don Ibrahim (Luis Escobar)41.

Por su parte, el autor castellano42 ha visto numerosas obras filmadas y adaptadas tanto en cine como en televisión: Mi idolatrado hijo Sissi, El príncipe destronado, La mortaja, El camino, ademas de conseguir un modelo cinematográfico, en la versión de Los santos inocentes, donde calidad y popularidad sólo en contadas ocasiones se han dado la mano en el cine español; novela y filme dicen mucho sobre unas relaciones interpersonales de clases sociales, sin necesidad de hacerlas palpables ni de expresarlas con signos, pero sutilmente sugeridas para que lector y espectador entiendan y sientan. «Milana bonita» es más que una frase hecha en boca de un inocente, Azarías, bobo ejemplar que mantiene una relación franciscana con ciertos miembros de la naturaleza.

Desde otros puntos de vista, los referentes cinematográficos en las obras de los escritores se han ido haciendo cada vez más patentes; en unos casos para recurrir a elementos cinéfilos como recurso literario, en otros, porque las estructuras narrativas de la novela se han visto influidas por los rasgos propios del cine.

Por lo que respecta a los escritores «del medio siglo»43, Fernández Santos44, Grosso, López Pacheco y otros, parece evidente que su cinefilia es constatable en sus planteamientos novelísticos y en la incidencia del relato fílmico en su producción, en la aportación cinematográfica al sistema reductivo del tiempo. El primer escritor mencionado fue, además, un consagrado cineasta que, tras pasar por la Escuela Oficial de Cinematografía, recurrió a la cámara para dirigir documentales culturales y diversos trabajos para televisión.

La novela española contemporánea vive en estrecho contacto con la cinematografía. La crítica cinematográfica y literaria constata en numerosas ocasiones la incidencia del cine en la obra de «los novísimos», la evidente textura cinematográfica del relato literario en autores como Martín Santos, Suárez45, Marsé, Moix, Vázquez Montalbán, Martín Gaite, Semprún, Muñoz Molina, Guelbenzu, Ortiz, Amo, Memba, etc. Tantos de ellos críticos de cine, guionistas o asesores de sus propias adaptaciones.

Constituye un caso singular el de Gonzalo Suárez, periodista y escritor en su juventud, autor adaptado por coetáneos, convertido finalmente en director de cine. Sus títulos combinan un arte y otro como lo demuestran sus obras Epílogo, Don Juan en los infiernos y Remando al viento. Del mismo modo, la novelística de Vázquez Montalbán está consideraba como pieza clave a la hora de enjuiciar el cine negro español contemporáneo.

El ensayo cinematográfico goza hoy de un prestigio que está apoyado en las firmas de quienes lo cultivan: los ya sólidos escritos de Juan Gil Albert han tenido afortunada continuidad en los de Julián Marías, Pere Gimferrer, Terenci Moix, Vicente Molina Foix, Fernando Savater, Eugenio Trías, etc., quienes, de forma habitual u ocasional, practican la literatura de tema cinematográfico46.

La poesía contemporánea goza igualmente de cultivadores cuyo interés por el cine se plasma en unos motivos vinculados a los héroes de la pantalla, a la ficción que desarrolla, al comentario de títulos míticos. Aquel poemario que Alberti inició en La Gaceta Literaria tiene hoy su continuidad en los libros de Manuel Pacheco, Manuel Marinero y Claudio Rodríguez Fer47 o en el puntual poema de Gabriel Celaya, César Antonio Molina, Vicente Molina Foix, Pere Gimferrer, Antonio Martínez Sarrión, Jenaro Talens.

Entre los dramaturgos de postguerra, llaman la atención especialmente aquellos que han tenido una prolífica actividad cinematográfica bien como guionistas o como realizadores. La obra de Alfonso Paso48 fue abundantemente adaptada en la década de los sesenta, posiblemente por encontrar los productores en ella aquellos elementos de comicidad y de crítica moderada no exenta de la moralina burguesa más oportuna que estaban de acuerdo con los códigos censores de la época, de modo semejante a como antes hemos dicho de la utilización de la obra quinteriana por el cine franquista. Antonio Gala49 ha escrito numerosos guiones para televisión y ha colaborado en obras ajenas para llevarlas al cine. Programas como Si las piedras hablaran o Conozca usted España, entre otros muchos, llevan su firma.

Por su parte, la obra cinematográfica de Fernando Arrabal50, hecha en Francia, responde a unas características bastante peculiares: novelística, dramaturgia, cinematografía, son tres formas, tres modos de representación que se apoyan en una misma experiencia; las películas son el resultado del nuevo replanteamiento al que somete su obra precedente: Viva la muerte es el resultado de adaptar Baal Babilonia, Iré como un caballo loco tiene como punto de partida El arquitecto y el emperador de Asiria. El árbol de Guernica no parece apoyarse en Guernica pero no deja de ser por ello una reflexión en el tema aunque abordado desde distintas argumentaciones. Una valoración de su filmografía no puede perder de vista los planteamientos estéticos, ideológicos, formales, que caracterizan su literatura; su breve pero significativa filmografía se muestra como un cine alternativo con variantes psicoanalíticas, surrealistas, simbólicas y con otras que remiten a la crueldad, al fantástico, al político. En cualquier caso, un cine personal que reivindica su propia obra como materia analizable: partiendo de su «yo», se amplía hacia la esfera de lo colectivo para darnos aquél y ésta bajo perspectivas grotescas y delirios hiperrealistas, testigo distanciado de nuestra historia contemporánea. Dos notas esenciales están presentes en la experiencia cinematográfica de Arrabal, como lo están en su dramaturgia: el «postismo» y «lo pánico». En Iré como un caballo loco se ofrece una reflexión en la que el autor habla una vez más de sí mismo, para tomar la autobiografía como punto de partida de sugerencias orínicas, políticas, religiosas, para elaborar un filme que tiene algo de Rousseau y Gracián, de Buñuel y Pasolini, de Valdés Leal y el movimiento dadá, de auto sacramental calderoniano.

La Real Academia Española, tan aparentemente alejada de las innovaciones técnicas aportadas por la modernidad, ha visto cumplido un deseo que Ramón Pérez de Ayala no pudo llevar a término: incluir el cinematógrafo como tema de discurso en la recepción pública. En 1995, el novelista Luis Goytisolo51 lo hizo posible con un texto titulado El impacto de la imagen en la narrativa española contemporánea, donde entiende el cine como alteración en la forma de percibir la realidad circundante pero sobre todo como «la irrupción de una nueva forma de narrar, no verbal, sino visualmente». La contestación de Francisco Ayala, el autor de la temprana obra El escritor y el cine, varias veces actualizada en ediciones sucesivas, como el ingreso de miembros pertenecientes a generaciones formadas en el ámbito de lo audiovisual, evidencian que la consideración del cinema en el seno de la ilustre institución ha variado significativamente sus anquilosados planteamientos. La presencia de novelistas contemporáneos, Antonio Muñoz Molina, poetas, Pere Gimferrer, o actores, Fernando Fernán Gómez, sentados en los sillones de la Academia no es ya ningún motivo de sorpresa.






Bibliografía52

ALBERSMEIER, F. J., (2001), Theater, Film, Literatur in Spanien. Literaturgeschichte als integrierte Mediengeschichte, Erich Schmidt Verlag, Berlín.

ALONSO GARCÍA, L., (2000), El conocimiento historiográfico: del cine, las artes y los medios, Episteme, Valencia.

AYALA, Francisco, (1996), El escritor y el cine, Cátedra, Madrid.

COLECTIVO, (1999), Literatura Española: Una historia de Cine, Ediciones Polifemo, Madrid.

GIMFERRER, Pere, (1985), Cine y Literatura, Planeta, Barcelona.

GÓMEZ MESA, Luis, (1978), La Literatura española en el cine nacional, Filmoteca Nacional de España, Madrid.

GÓMEZ VILCHES, José, (1998), Cine y Literatura. Diccionario de adaptaciones de la Literatura Española, Área de Cultura, Ayuntamiento de Málaga.

GORDILLO ÁLVAREZ, Inmaculada, (1992), Nada, una novela, una película, Productora Andaluza de Programas, Sevilla.

GUARINOS, Virginia (1996), Teatro y Cine, Padilla Libros, Sevilla.

GUBERN Y OTROS, (2000), Historia del Cine Español, Cátedra, Madrid.

HEREDERO, Carlos F., (1993), Las huellas del tiempo. Cine español 1951-1961, Ediciones Filmoteca Generalitat Valenciana, Madrid.

JAIME, Antoine, (2000), Literatura y Cine en España (1975-1995), Cátedra, Madrid.

MÍNGUEZ ARRANZ, Norberto, (1998), La novela y el cine. Análisis comparado de dos discursos narrativos, Ediciones de la Mirada, Valencia.

MONCHO AGUIRRE, Juan de M., (1986), Cine y Literatura. La adaptación literaria en el cine español, Generalitat Valenciana.

MORRIS, C. B., (1993), La acogedora oscuridad. El cine y los escritores españoles (1920-1936), Filmoteca de Andalucía, Córdoba.

NAVAJAS, Gonzalo, (1996), Más allá de la postmodernidad. Estética de la nueva novela y cine españoles, EUB, Barcelona.

NEUSCHÄFER, Hans-Jörg, (1994), Adiós a la España eterna. La dialéctica de la censura. Novela, teatro y cine bajo el franquismo, Ed. Anthropos, Barcelona.

PEÑA ARDID, Carmen, (1992), Literatura y Cine, Cátedra, Madrid.

QUESADA, Luis, (1986), La novela española y el cine, Ediciones J.C., Madrid.

RIAMBAU, E. / TORREIRO, C., (1998), Guionistas en el cine español, Cátedra, Madrid.

RÍOS CARRATALÁ, Juan A., (1999), El teatro en el cine español, Generalitat Valenciana.

_____ / SANDERSON (Ed.), (1996 / 2000), Relaciones entre el Cine y la Literatura: 1.º) Un lenguaje común, 2.º) El guión, 3.º) El teatro en el cine, 4.º) La transgresión, Secretariado de Cultura, Universidad de Alicante.

SÁNCHEZ NORIEGA, José L., (2000), De la literatura al cine. Teoría y análisis de la adaptación, Paidós, Barcelona.

SEGUIN, Jean Claude (1995), Historia del Cine Español, Acento, Madrid.

UTRERA, R., (1989), «Teatro y Cine. Algunas consideraciones sobre un contencioso histórico», Ínsula, n.º 508 y 509, Madrid.

_____, (1997). «Españoladas y españolados: dignidad e indignidad en la filmografía de un género», en R. Gubern (coord.), Un siglo de Cine Español, Cuadernos de la Academia, n.º 1, Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, Madrid.

_____ (Ed.), (1999), 8 Calas Cinematográficas en la Literatura de la Generación del 98, Padilla Libros. Serie Comunicación, Sevilla.

_____ (Ed.), (1999), Cuentos de Cine. De Baroja a Buñuel, Clan, Madrid.




Filmografía

Don Quijote de la Mancha (1949), de Rafael Gil. I: Rafael Ribelles, Juan Calvo.

Campanadas a medianoche (1966), de Orson Welles. I: Orson Welles, Fernando Rey.

Tristana (1970), de Luis Buñuel. I: Fernando Rey, Catherine Deneuve.

A un dios desconocido (1977), de Jaime Chávarri. I: Héctor Alterio, Javier Elorriaga.

El sur (1983), de Víctor Erice. I: Omero Antonutti, Icíar Bollaín.

La noche oscura (1989), de Carlos Saura. I: Juan Diego, Fernando Guillén.

Don Juan en los Infiernos (1991), de Gonzalo Suárez. I: Fernando Guillén, Charo López.

La Lola se va a los puertos (1992), de Josefina Molina. I: Rocío Jurado, Francisco Rabal.

El perro del hortelano (1995), de Pilar Miró. I: Emma Suárez, Carmelo Gómez.






ArribaAbajo

Cine y pintura

Mónica Barrientos Bueno



MÓNICA BARRIENTOS BUENO es licenciada en Comunicación Audiovisual por la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de Sevilla. Profesora de Cine Español Contemporáneo en los Cursos para Extranjeros impartidos en las Facultades de Filología y Geografía e Historia de la Universidad de Sevilla. Máster en Información y Documentación de la Universidad de Sevilla y la Junta de Andalucía. Ha efectuado tareas de documentación en empresas públicas y privadas. Investigora de distintas parcelas del Cine Español, basa su Tesis Doctoral en el estudio del primitivo cinematógrafo de la capital hispalense a través de diversas fuentes.

El estudio de la relación entre pintura y cine es tema recurrente en las últimas investigaciones historiográficas. Con anterioridad, autores clásicos como Rudolf Arnheim y André Bazin especificaron semejanzas y diferencias entre los dos medios expresivos y Jean Mitry estudió la esencia icónica del cine.

Las relaciones entre pintura y cine no arrancan desde el nacimiento de éste: el cine fue antes industria que arte porque nació de los mismos dispositivos que impulsaron la expansión industrial. La posibilidad de crear una nueva realidad vino de la mano de Georges Méliès quien comprendió las posibilidades «artísticas» del cinematógrafo: en algunas de sus cintas pueden apreciarse influencias de la pintura simbolista y romántica y de ellas tomó formas, motivos y elementos estéticos.

Los primeros años del cine coinciden con el nacimiento de la pintura moderna: el impresionismo, que aportará tratamiento innovador de temas, luz, color, pinceladas...


La representación visual cinematográfica y pictórica (similitudes y diferencias)

El cine y la pintura son dos sistemas de representación destinados a salvaguardar formas del tiempo; el cine pierde sentido si es separado de la historia de la representación, y concretamente, de la pintura. Entre ambos más que semejanzas hay parentesco, representan de forma diferente el espacio, el tiempo y la ficción; a juicio de Eisenstein53, la ventaja del cine reside en que puede incorporar en su texto el concepto de cuadro sin renunciar por ello a la narratividad, al movimiento o al sonido. Es decir, el cine cuenta con medios que en la pintura están ausentes.




Cine, pintura y realidad

Desde comienzos del siglo XIX las artes plásticas mostraron un renovado interés por captar la realidad de forma fiel. Los avances científicos y técnicos posibilitaron el nacimiento de dispositivos mecánicos destinados a atrapar la vida: la fotografía revolucionó el mundo de la imagen e influyó en las composiciones pictóricas.

Las imágenes cinematográficas y las pictóricas (desde el siglo XV) son representaciones bidimensionales de una realidad tridimensional; ello tiene lugar gracias a una convención cultural, la perspectiva artificial o el sistema que reproduce el modo de visión humano. En cine, la profundidad de campo es el principal recurso para conseguir la ilusión tridimensional; su equivalente pictórico es la perspectiva aérea.

Frente a la pintura, el cine se ha diferenciado por un mayor realismo debido al mecanismo técnico empleado, plasma la realidad misma por la huella dejada sobre un soporte fotosensible; con posterioridad ésta es tratada con procesos de fijación química. El movimiento, característica intrínseca a la imagen cinematográfica, es otro factor importante; las vistas Lumière asombraron por sus efectos de realidad: la cantidad de detalles y la calidad de lo representado en los fondos (árboles agitados por el viento, nubes en movimiento...)54. No en vano el cinematógrafo era conocido como la «fotografía con vida». Más tarde, la presencia simultánea de imagen y sonido aportará una calidad perceptiva que lo acerca a la realidad.

En los años 70 se puso en duda el naturalismo cinematográfico: se dijo que procedía de las relaciones del cine con otras artes y no de la realidad. Al igual que la pintura, el cine es el resultado de unas convenciones y reglas y el realismo no es más que una de ellas.




Espacio y tiempo

El tiempo es inaprehensible, sólo cabe mostrarlo a través de sus efectos: el movimiento (incluye el factor espacial) y discurrir interior (vivencia). Pintura y cine construyen el tiempo de forma diferente55: el tiempo pictórico se desarrolla en profundidad, mientras que en el cine, por medio del montaje, el tiempo sucede horizontalmente.

La pintura representa el tiempo pero no lo contiene; para reproducir un acontecimiento recurre a la síntesis temporal: se selecciona lo más significativo del hecho. Hay técnicas que marcan una temporalidad pictórica diferente: las series y los collages. En las primeras se plasman momentos sucesivos de un mismo lugar, lo que implica una sucesión de instantes. En el segundo se reproducen varios instantes en el interior de una misma imagen de manera que resulta una síntesis del elemento temporal.




Marco

El término «cuadro» tiene un doble significado: representación pictórica limitada por un marco e imagen proyectada sobre una pantalla cinematográfica; a partir de ello se deduce que se trata de una superficie plana contenida en un marco.

El marco funciona como límite de la imagen, pero la pictórica y la cinematográfica son distintas según la teoría acuñada por André Bazin56: la figura plástica es centrípeta; la representación se agota en el marco, de modo que el fuera de campo es imaginario, el espectador no puede verlo. El límite de la representación acentúa la heterogeneidad del microcosmos pictórico. La imagen cinematográfica es centrífuga; remite a lo que hay fuera del marco, al fuera de campo; éste es algo concreto, puede verse con un simple movimiento de cámara, y el espectador lo tiene en mente al contener significantes del presente y del futuro de la imagen.




Composición

La composición pictórica y cinematográfica comparten los mismos principios: dirección de lectura del ojo, líneas compositivas, equilibrio de volúmenes, pero el cine trabaja con el espacio y el tiempo por lo que suma el movimiento. En la imagen cinética la estabilidad compositiva se logra por medio de la distribución de masas, enfatizando los ángulos, marcando las líneas verticales, horizontales y diagonales... Se enfatizan las relaciones entre los objetos, las figuras y el entorno al igual que hacía la pintura medieval.




Planos, encuadres y puntos de vista

El cine clásico y la tradición pictórica hasta finales del XIX comparten el encuadre centrado, de forma que el empleo del desencuadre será el rasgo definitorio de un estilo personal de cineastas no clásicos en este sentido (Dreyer, Antonioni, Godard...).

La existencia de múltiples perspectivas es un rasgo común entre ambos medios; el ejemplo pictórico por excelencia es la construcción del espacio cubista a partir de la pervivencia de varios puntos de vista de los objetos en una misma representación también conocido como síntesis óptica; en este sentido, el cine emplea varias técnicas que enriquecen la narración: movimientos de cámara, diferentes escalas de planos, etc.

Según las convenciones representativas clásicas, lo lejano y lo cercano se definen por su tamaño (lo cercano es grande y lo lejano, pequeño); el primer plano cinematográfico rompe con todo ello e instaura un nuevo sistema en donde conviven ojos, ventanas, manos, etc. de la misma escala.




Luz y color

Conceptos como iluminación, color, escenografía, composición, hablan de un vocabulario común aunque las técnicas sean diferentes.

El arte pictórico trabaja con una luz plástica, no real y muy dúctil; en cambio, el cine tiene grandes dificultades por su capacidad para atrapar la luz, algo que denota siempre su origen técnico: el soporte fotosensible.

El cine ha asimilado dos tendencias pictóricas basadas en la iluminación: por un lado la intensidad luminosa de los lienzos de Franz Hals tiene su reflejo en los films musicales y las comedias anteriores a los años 70, caracterizados por unas fuentes lumínicas difusas que logran iluminar fondo y figura de forma intensa y con pocas sombras. En cambio el claroscuro de Caravaggio y Rembrandt representa la tridimensionalidad de los objetos por medio de la gradación de tonos desde lo destacado hasta la penumbra. El expresionismo cinematográfico y el cine negro de los años 30 y 40 hacen uso de focos de luz puntuales y contrastados que producen muchas sombras; la iluminación adquiere funciones dramática y atmosférica.

Ambos sistemas representativos emplean diferentes practicas cromáticas que implican divergencias estéticas: en pintura se asigna directamente un color a cada porción de lienzo; porque mediante un sistema aditivo se utilizan tres capas de emulsión, en el cine no se logra semejante definición.

El color cinematográfico se distingue por su potencial expresivo y artificioso; ha perfilado la visualidad del cine musical al tiempo que lo que han empleado en su beneficio algunos cineastas para definir su estilo (Minnelli, Sirk, Hitchcock).




Las relaciones entre cine y pintura

Pintura y cine mantienen un diálogo complejo del que se enriquecen ambos; algunos pintores han estado influidos directamente por el cine (series de Léger a Charlot, las de Warhol a Marilyn Monroe o Antonio Saura y Christo a Brigitte Bardot) y cineastas que han desarrollado parte de su carrera como pintores (Antonioni57, Greenaway58...). Desde el cine se han dado experiencias cinematográficas de las vanguardias históricas, recreación de cuadros en las escenas, la inspiración de los directores de fotografía en ciertos pintores, las biografías de pintores...

La relación es fructífera, especialmente desde el punto de vista cinematográfico, aspecto en el que se va a profundizar.




La verosimilitud histórica

Buscando documentación para crear la estética de un film de época (escenarios, vestuario, ambiente...), la pintura adquiere la función informativa. Las fuentes pictóricas a las que se acude son de dos tipos: artes plásticas contemporáneas existentes en la época que va a ser recreada y la pintura histórica decimonónica. En el primer caso, la pintura de género (paisajes, bodegones, retratos, etc.) aporta datos sobre el referente formal (vestuario, peinados, objetos, etc.) mientras que la pintura formal de carácter oficial y religioso informa de los principios y la mentalidad de ese momento. Por otro lado, se dan a conocer aspectos formales: la composición de la imagen recrea la estructura social, la iluminación informa del sentido simbólico o realista de la luz... La pintura histórica del XIX es constructora del pasado según los intereses vigentes en aquel momento.

En la recreación histórica, lo más frecuente es acudir a fuentes posteriores a la época en una asincronía que no dificulta la obtención de verosimilitud pues se apela a una imagen del pasado instalada en el imaginario colectivo. Ejemplo de ello son las películas de romanos, cuya estética es deudora de la pintura de Alma Tadema.

Un desarrollo peculiar de la estética antigua es la sufrida por el cine de aventuras medievales del Hollywood de los años 50; gracias a la aplicación del Technicolor se instauró un estilo colorista, con gran fantasía en el vestuario, decorados y demás elementos de diseño como puede verse en El halcón y la flecha (1950, Jacques Tourneur); son pocas las películas que han optado por la otra tendencia, recurrir a la pintura medieval como elemento informativo como Enrique V (1944, Laurence Olivier). Paradójicamente, cuanto más se aparta el género medieval de los referentes pictóricos más se acerca a la estética feísta, de mayor verosimilitud histórica; es el caso de Robin y Marian (1976, Richard Lester).

El cine histórico en general toma la pintura decimonónica como modelo estético por su facilidad de uso (es un producto ya elaborado) y la aceptación que tiene entre el público (lo acepta como imagen construida del pasado sin cuestionar la verdad histórica); un caso especial es la vinculación del cine de Cecil B. De Mille con la tradición de ilustraciones bíblicas.

En otras ocasiones, buscando la fidelidad histórica, se emplean referencias pictóricas con peso en la narración y expresión; es el caso de Barry Lyndon (1974, Stanley Kubrick) donde confluyen composiciones y ambientes inspirados en La Tour, los retratos de Reynolds y los paisajes de Gainsborough con una iluminación natural a base de velas59, La marquesa de O (1976, Eric Rohmer) con la pintura de David, y La kermesse heroica (1936, Jacques Feyder) y su relación con los pintores flamencos del siglo XVII.

Todas las películas biográficas de monarcas basan la caracterización del personaje en la tradición retratista de su época; ejemplos de ello son Charles Laughton en La vida privada de Enrique VIII (1933, Alexander Korda) y Gabino Diego como Felipe IV en El rey pasmado (1989, Imanol Uribe).

La función informativa de la pintura no opera únicamente en el cine histórico; muchos films se inspiran en un género pictórico buscando construir una estética verosímil; es el caso de Nosferatu (1922, F. W. Murnau) y su relación con los románticos alemanes al plasmar atmósferas tenebrosas de iluminación contrastada, Un americano en París (1951, Vincente Minnelli) y la pintura francesa de finales del siglo XIX y principios del XX en la creación de ambientes y decorados genuinamente parisinos o Brigadoon (1955, Vincente Minnelli) y los paisajistas ingleses en la recreación del pueblo en el que sucede la acción.




El cuadro como elemento cinematográfico

El cuadro pictórico dentro del cuadro cinematográfico puede adoptar varias formas: efecto pictórico, tableau vivant y elemento de atrezzo. El efecto pictórico60 o creación de determinados efectos escenográficos por medio de la presencia directa de la pintura es un recurso expresivo estrictamente cinematográfico de marcado carácter autorial. Es el caso de los fondos pintados, creados para ser percibidos como tales por parte del espectador; algunos de los cineastas que lo emplearon fueron Hitchcock61 y Fellini.

La inglesa y el duque (2001, Eric Rohmer) recurre a las técnicas digitales para convertir los paisajes pintados expresamente para la cinta en espacios donde los personajes circulan. Pero el recurso a lo pictórico no se queda sólo en eso; los interiores, lo que se ve a través de las ventanas, el movimiento de los actores, proceden del área plástica.

Otros casos de efecto pictórico tienen como ejemplo el empleo de obras impresionistas para ilustrar una historia del París de los años 30, Los modernos (1988, Alan Rudolph), apelando a la imagen de la ciudad instalada en el imaginario colectivo.

El tableau vivant62, también conocido como cuadro viviente o efecto cuadro, es la representación de un cuadro por parte de los personajes del filme; se emplea para introducir una autorreflexión sobre la representación visual. Según el grado en el que se dé puede ser más o menos perceptible por parte del espectador.

Como elemento de atrezzo la obra pictórica adquiere la función de reencuadre ya que es la representación dentro de la representación.




Tableau vivant

Frente al plano cinematográfico, el cuadro viviente se caracteriza por la suspensión temporal, la definición del espacio y la selección cromática. Estuvo presente pronto en el cine; véanse las representaciones de pasiones (La Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, 1903-1905, Ferdinand Zecca) frente a las que es posible señalar el ejemplo paradigmático de tableau vivant paródico: la recreación de La última cena, de Leonardo da Vinci, por parte de unos mendigos en Viridiana (1961, Luis Buñuel).

El tableau vivant tiene diferentes usos; en el cine clásico no altera el discurrir de la narración, está al servicio de ésta. En el cine no clásico busca sorprender al espectador cuando se encuentra ante algo suspendido en el tiempo y fuera del espacio narrativo.

La mayoría de los críticos atribuye connotaciones peyorativas al cuadro viviente63; es considerado anticinematográfico aunque no siempre resulta con valores negativos pues depende de la conciencia que el cineasta tiene del procedimiento y la función atribuida al efecto en el film. Por medio del tableau vivant el cineasta reflexiona sobre el lenguaje que usa, contrastando coordenadas espacio-temporales estructuradas de forma diferente.

En las biografías de pintores, los cuadros vivientes entroncan de forma natural con la narración; no son apreciados como tales; son escenas con los modelos posando frente al pintor. En el cine musical, el tableau vivant no encuentra trabas debido a los mecanismos que rigen este género cinematográfico, por ejemplo en Un americano en París (1950, V. Minnelli) hay un apoteósico baile final donde se trabaja la obra de Toulouse Lautrec, Pisarro, etc. y se convierte en cuadro danzante.

Como marca autorial y enunciativa que es, el efecto cuadro constituye una de las formas que consagra el cine de Pasolini, donde el discurso prevalece sobre la narración. Otras presencias del cuadro viviente apuntan a los títulos de crédito que reproducen cuadros y que, finalmente, se transforman en imagen real filmada, recurso muy empleado por el western.




Elemento de «atrezzo»

Los cuadros son parte del mobiliario de las casas donde viven los personajes de tal manera que pueden adquirir desde una función decorativa hasta una simbólica (vinculando la pintura a una situación concreta o al argumento). Véase por ejemplo el uso de las obras pictóricas en los hogares de los protagonistas de La edad de la inocencia (1993, Martin Scorsese) para dibujar su carácter, las relaciones sociales y la época.

En ocasiones, una pintura como útil de ambientación no tiene más pretensión que aportar una atmósfera especial, sin buscar intercambios entre la obra pintada y la fílmica, pero cuando la puesta en escena destaca algún cuadro es porque aporta algo al relato, da claves sobre lo que va a pasar... Es el caso de films con presencia de retratos como Laura (1944, Otto Preminger), Rebeca (1940, Hitchcock) o El fantasma y la señora Muir (1947, J. L. Mankiewicz), donde el simbolismo del cuadro nace del hecho de mantener presente a quien está ausente.

Si hay un género que emplea los retratos, éste es el terror gótico. Son retratos de antepasados que evocan seres malignos o es imagen de personas vivas. La cuestión es que estas obras pictóricas carecen de atmósfera, no se diferencian del resto del material audiovisual de la película ya que el cine, al visualizar cuadros «ficticios», debe enfrentarse a un problema: la carga simbólica de las pinturas se debe en buena parte a su condición de objeto cultural, algo imposible de atribuir a una obra imaginaria. Ello se refleja en La bella mentirosa (1991, Jacques Rivette), donde el cuadro epicentro de la narración nunca es mostrado a cámara o La dama de armiño (1948, Ernst Lubitsch), intento de realizar un intercambio entre el cuadro del lienzo y el de la pantalla.

En el caso de biografías de pintores reales, la puesta en escena se centra en los lienzos como elementos de culto; por ejemplo en El loco de pelo rojo (1956, Vincente Minnelli) la presencia de los cuadros en pantalla aparece desvinculada del relato.

Hay ocasiones en que las obras pictóricas aparecen como fondo de los títulos de créditos iniciales, aportando claves interpretativas (en El último tango en París (1972, Bernardo Bertolucci) se emplean obras de Bacon para reflejar la desesperación y angustia que vive el protagonista).




Vanguardias artísticas: un encuentro único

En las primeras décadas del siglo XX florecieron las vanguardias pictóricas; las experiencias de algunos artistas dieron lugar a un momento privilegiado en las relaciones entre cine y pintura, donde pueden observarse dos tendencias principales:

- Algunos vanguardistas llegan al cine desde la pintura; emplean a éste como vía de ejecución de valores plásticos diferentes; el resultado es la pintura animada.

- Adopción de estilos pictóricos por parte del cine.

A partir de los años 60, y a excepción de Warhol, la interacción entre pintores y cineastas se difumina o toma otros derroteros64.

Las vanguardias65 proponían un nuevo tipo de cine donde la piedra angular fuera la negación de la narración; el cinematógrafo era considerado un dispositivo mecánico que permitía la obtención de imágenes en movimiento, en definitiva el tiempo. Los futuristas fueron los primeros en explotar las posibilidades del cine66 en obras donde se propone un juego de deformaciones por medio de espejos y otros objetos presentados en fragmentos (Vida futurista, 1916, Ginna), historias con decorados y vestuario de carácter futurista (Thais, 1917, Bragaglia) o visualizadas únicamente a través de las piernas de los personajes (Amor pedestre, 1914, Fabre).

El cine abstracto optó por una depuración de la imagen, la desaparición de la figura y el argumento, logrando la forma geométrica pura que se va transformando según el ritmo musical; su propósito no es el cine como tal; ello se plasma en Sinfonía diagonal (1921-1924, Eggeling) donde las líneas se mueven en torno a un eje diagonal según impulsos musicales, Rhytmus 21 (1921, Ritcher) emplea cuadriláteros que interaccionan, cambian de tamaño, se impulsa el contraste entre blanco y negro...

Una obra diferente es Berlín, sinfonía de una gran ciudad (1927, Ruttman); en la línea del documental busca las verticales y horizontales según el ritmo marcado por una banda sonora musical.

El dadaísmo descubrió las posibilidades del cine para negar la realidad y reaccionar contra la estética clásica y tradicional; bajo estos presupuestos se encuentra Anemic cinema (1926, Duchamp), realizada siguiendo el estilo de animación de formas geométricas al estilo surrealista aunque incluyendo personajes y objetos. Retorno a la razón (1923, Man Ray) experimenta con la naturaleza fotográfica del cine poniendo en contacto el celuloide con diferentes sustancias granulosas. Siguiendo la tradición de trucajes cinematográficos desde Méliès, Entreacto (1924, Clair) busca la espectacularidad y el rechazo dadá.

El cine cubista tiene como único representante a Léger; en Ballet mecánico (1924) busca la disparidad entre el lenguaje cinematográfico y pictórico más que la concomitancia por medio de la síntesis de la imagen en movimiento, la temporalidad (analiza conceptos como la sucesión y la duración), la organización visual mediante recursos fílmicos (primer plano, velocidad, movimiento, etc.)...

Como se ha comentado anteriormente, algunos estilos pictóricos fueron tomados por el cine dando lugar a movimientos y estilos cinematográficos concretos: expresionismo y surrealismo.

El expresionismo cinematográfico adoptó las deformaciones que caracterizan a su homónimo pictórico: el espacio, la iluminación y la cámara se encargaron de desvirtuar la realidad creando otro de carácter simbólico. Los decorados adquieren protagonismo como reflejo del subjetivismo de los personajes; los escenógrafos intentarán sacar el máximo partido a las posibilidades expresivas.

Los paradigmas del cine expresionista son la obra de Murnau y El gabinete del doctor Caligari (1919, Wiene); Murnau se caracteriza por su particular empleo de las luces y sombras, el diseño visual de sus films... Con respecto a la película de Wiene destacan los fondos (telas pintadas por artistas expresionistas), el maquillaje, el vestuario, la iluminación, encuadres y demás recursos que contribuyen a crear una atmósfera asfixiante y angustiosa; por otro lado, se opta por potenciar las posibilidades subjetivas de la imagen mediante las deformaciones en detrimento del realismo fotográfico.

Gracias al cine, el surrealismo encontró un campo fértil para desarrollar su creatividad, revitalizando la imagen poética bajo lo que subyacía una crítica hacia la sociedad y la necesidad de esconderse en lo más recóndito de la mente. Aparte de la obra de Buñuel (Un perro andaluz, La edad de oro...), destaca L'Étoile de mer (1928, Man Ray) donde se logran efectos oníricos mediante cristales rugosos a modo de lente que producen texturas semejantes a las de los cuadros.

Al margen de todas estas tendencias hay films que integran influencias de varias vanguardias; es el caso de La inhumana (1923, L'Herbier) donde cada espacio está diseñado por un artista diferente; esta heterogeneidad se integra perfectamente en el relato.




Cinematografía artística

Los documentales sobre pintores establecen una serie de vínculos específicos con la pintura: sometimiento (el cine es un instrumento para divulgación de la pintura) y tradición (el relato fílmico está construido por una cronología y establece lazos ficticios entre obras pictóricas separadas en el tiempo y en el espacio).

Las películas sobre arte que unen documental y creación artística tienen como protagonista a la propia obra plástica y en ocasiones a su propio creador; son obras en sí mismas. Su estética nace de la conjunción de cine y pintura y arrojan una nueva visión sobre las obras de arte en que se centran. Las líneas formales que desarrollan van desde la reconstrucción biográfica a través de la obra hasta el análisis formal de una pintura en concreto. Cuando los documentales tratan la figura de artistas contemporáneos se enfrentan a la ausencia de perspectiva temporal que impide la ficcionalización de éstos.

El documental artístico ha buscado enfatizar la ilusión de tridimensionalidad, y uno de los recursos empleados, la fragmentación, contribuye a que la obra gane en profundidad. La movilidad de la cámara desmiembra el cuadro de tal manera que éste es destruido como unidad a favor de una nueva obra plástica cuya esencialidad descansa en los detalles mostrados por la cámara.

Las vanguardias preconizaron los films de arte al cultivar los logros cinematográficos en la fusión artística de dos medios como el pictórico y el cinematográfico. La primera película del género es Idée (1934, Bartosch), centrada en los grabados de Masereel; en los primeros títulos se observa una influencia de las vanguardias, lo que explica películas como Violons d'Ingres (1939, Brunius) donde una naturaleza muerta es pintada ante la cámara por el surrealista Tanguy, o Sueños que el dinero puede comprar (1942, Richter) sobre Calder, Ernst y Duchamp.

Los años 40 se caracterizan por la ausencia de novedades, se producen películas que analizan las obras de pintores contemporáneos de forma muy descriptiva, se pretende una divulgación de la materia artística en un estilo directo. La renovación temática, estética y técnica llegó un poco más tarde con cineastas como Emmer (Leonardo da Vinci, 1952 y Picasso, 1954) y Resnais (Van Gogh, 1948 y Guernica, 1949). Hicieron que la cámara rompiera la barrera del marco y entrara en la obra: el recorrido visual que realizan del lienzo discrimina las dimensiones reales del mismo, hay un cambio en la percepción tradicional de la imagen fija. Por ejemplo en Guernica la obra homónima de Picasso se representa de forma fragmentaria y reelaborada por Resnais para hablar de lo que inspiró al artista: miedo, dolor, guerra y muerte.

En 1955 Clouzot realizó una de las obras maestras del género, El misterio Picasso, donde el artista malagueño aparecía pintando una obra sobre un vidrio transparente; es decir, se muestra a Picasso trabajando67. Clouzot descubre a los espectadores una dimensión temporal desconocida en los cuadros: los intermedios son la misma obra que se transforma hasta que el pintor la considera acabada y el tiempo de la creación artística aparece alterado por el montaje (introduce la elipsis). El cineasta hace un particular empleo del cromatismo ya que las secuencias pictóricas son en color y las extrapictóricas en blanco y negro.

Los años 60 supusieron una gran crisis para el género debida en gran parte al auge de la televisión; ésta asimiló la estructura funcional y didáctica de la cinematografía artística con medios más rápidos. Los últimos años han visto un crecimiento y posterior declive de la cinematografía artística y han surgido obras de calidad y originalidad en sus planteamientos: Painters painting (1978, Emilio de Antonio) con artistas estadounidenses como Warhol o Motherwell trabajando ante el objetivo; en España el ejemplo más sobresaliente es El sol del membrillo (1992, Erice) del que hablaremos al tratar el caso español.




Biografías de pintores

El pintor, cinematográficamente hablando, es el artista por excelencia, está obsesionado por el proceso de creación y ello lo convierte en una presencia muy atractiva. Los artistas plásticos llevan inscrita en su actividad la noción de espectáculo aunque hay adaptaciones que escapan de ello. Las vidas de pintores (reales o ficticios) sirven a los cineastas para elaborar metáforas sobre la condición humana. Son artistas destacados por su talento, personalidad y obra, cuyo mito es perpetuado por el cine.

Todas las biografías fílmicas de pintores derivan del modelo Vidas de Vasari; en él se proponía un nuevo canon, el héroe cultural, paradigma personificado por Miguel Ángel; a ello se sumaron posteriormente los arquetipos del genio romántico.

El biopic o género biográfico engloba una serie de films por su contenido aunque las formas adoptadas pueden ser muchas, desde el estilo hollywoodiense al servicio de una estrella cinematográfica pasando por melodramas que exaltan las trágicas vivencias personales del artista y sus reflexiones existenciales.

En los dos primeros casos se suele dar una evocación romántica del artista como ser maldito. Es un genio loco y torturado que desdeña las normas y convenciones sociales. Las referencias pictóricas sirven para evocar su ideario en contraste con los motivos que las inspiraron y el reconocimiento de algunas de las obras suele vertebrar la narración. Los puntos de inflexión en esta tendencia son Montparnasse 19 (1958, Becker) y Andréi Rublev (1966, Tarkovski): plantearon un análisis del papel social del pintor de modo que restaba espectacularidad y ganaba rigor histórico.

Cuando la película se propone una reflexión artística, ésta puede estar centrada en un pintor no real tal y como sucede en El contrato del dibujante (1982, Greenaway) donde el director expone el problema de la representación del movimiento y del tiempo y el relato queda estructurado por los dibujos realizados por el protagonista.

En el caso de biografías de pintores recientes, un rasgo importante es la ausencia de imágenes de su obra en pantalla debido a la negativa de los herederos a que sean reproducidas. Así en películas como Sobrevivir a Picasso (1996, Ivory), Basquiat (1996, Schnnabel) o El amor es el demonio (1998, Maybury) se realizaron pinturas al estilo de Picasso, Basquiat y Bacon respectivamente; la excepción es Pollock (2000, Harris) donde aparecen fieles reproducciones de los lienzos de este artista americano.

Entre los pintores medievales llevados al cine destaca Andréi Rublev, una pesimista reflexión sobre la condición humana a través de la vida de un pintor de iconos en la Rusia del siglo XV, centrado en el enfrentamiento entre el artista y el poder; estéticamente el film se resuelve con la influencia de los iconos, la pintura rusa paisajística del XIX y el propio Rublev en el diseño de producción, la iluminación, el vestuario, etc.

Pasolini lleva a la pantalla a Giotto en El decamerón (1970) siendo él mismo quien lo interpreta. Además de los tableaux vivants a los que recurre el cineasta destaca el análisis del papel social del artista y el proceso de creación, tanto pictórico como cinematográfico.

Los pintores modernos buscan su consideración social como artistas dejando atrás la de artesano: son más libres e intentan imponer su voluntad, tal y como le sucede al Miguel Ángel de El tormento y el éxtasis (1965, Reed); el epicentro de la película es el enfrentamiento del artista con el Papa Julio II por los frescos de la Capilla Sixtina. Se trata de una biografía según el modelo clásico espectacular de Hollywood.

Caravaggio (1986, Jarman) es una interpretación personal de los últimos años de la vida del pintor italiano; es a la vez radical y original en el empleo de anacronismos, las reproducciones de las obras de Caravaggio realizadas por el propio cineasta no son tales sino interpretaciones en clave contemporánea. Sienta sus bases en una estética moderna y en las violentas relaciones entre sus personajes.

Artemisia (1997, Merlet) se centra en Artemisia Gentileschi, una de las primeras pintoras de la Historia del Arte. El retrato realizado por la cineasta equipara el exceso del barroco con la vida y obra de la artista.

Las dos biografías más destacadas de Rembrandt son Rembrandt (1936, Korda), una de las primeras obras maestras del género inspirada estéticamente en la obra pictórica del maestro holandés; repasa la vida social de la época y la relación con sus esposas; y Rembrandt fecit 1669 (1977, Stelling), obra original y esteticista que formalmente acude, al igual que el artista holandés, al trabajo de la luz y la composición; en los últimos meses de su vida Rembrandt se dedicó a pintar una serie de autorretratos que lo muestran desolado.

Van Gogh es uno de los pintores más cinematográficos tanto por su biografía como por su obra; muestra de ello son las numerosas adaptaciones que ha conocido; la década de los noventa ha sido más prolífica por la celebración del primer centenario de su muerte: Vincent y Theo (1990, Altman), Los sueños (1990, Kurosawa), Van Gogh (1991, Pialat), etc.

El loco de pelo rojo (1956, Minnelli) es producida durante el esplendor del biopic artístico, explota las posibilidades que le ofrece el color para establecer un paralelismo entre la vida de Van Gogh y la evolución de la paleta de colores; Minnelli traduce los colores de Van Gogh al Technicolor; el duelo creativo entre Van Gogh y Gauguin sirve para contraponer dos conceptos de la vida y el arte.

Vincent y Theo muestra con detalle el entorno de Van Gogh y la relación que tiene con su hermano. Van Gogh toma lo cotidiano en la vida del artista al que muestra como un hombre cualquiera a pesar de sus crisis de locura; Pialat realiza una humanización del mito y evita caer en una puesta pictoricista.

El episodio «Los cuervos» de Los sueños interpreta a Van Gogh desde la fascinación por la pintura y la creación artística; Scorsese aparece literalmente dentro de los cuadros del pintor: el campo pictórico se convierte en cinematográfico.

Soberbia (1942, Lewin) se centra en la figura de Gauguin, al que retrata como un hombre de mediana edad que da la espalda a su familia y a la sociedad para dedicarse a lo que siempre había querido: pintar.

De la estética naif de su homónimo se impregna Pirosmani (1972, Shengalaya), retrato de una trágica vida que terminó en la miseria, el olvido y el alcoholismo. Muestra al artista dedicado a su arte, creyendo en él a pesar del rechazo social. El estilo naif se manifiesta con planos frontales y estáticos, la anulación de la perspectiva mediante la bidimensionalidad...

Toulouse Lautrec reúne los tópicos del pintor atormentado: es un ser solitario, repudiado por la sociedad y su familia por una deficiencia física, bebe y está frustrado por sus sucesivos fracasos amorosos; estos elementos coinciden con el arquetipo de personaje hustoniano y por ello se convierte en el personaje central de Moulin Rouge (1953, Huston). Es una biografía que recrea el color del mundo de Lautrec a base del Technicolor y gelatinas de colores a modo de filtro, el universo en que se inspiró la mayor parte de su obra, el Moulin Rouge. Lautrec (1998, Planchon) es distinta, ya que es menos un retrato del artista y más un cuidado estudio de los motivos de su inspiración fotografiados bajo luces cálidas.

Montparnasse 19 es una visión ortodoxa del artista incomprendido: Modigliani; se centra en el retrato del París bohemio, sus amores además de sus devaneos con el alcohol. Es un film teñido de pesimismo, muestra al pintor intentado lograr la perfección en su trabajo y el reconocimiento social. La atmósfera de la película refleja los cambios de humor del protagonista.

En los años 70 hay un auge del género con la proliferación de películas con creadores contemporáneos, muestra de ello es Edward Munch (1975, Watkins), film que reúne ficción y documental al retratar la juventud del artista, logra transportar la atmósfera angustiosa de los lienzos de Munch a la puesta en escena y la luz, y Las aventuras de Picasso (1978, Danielsson), recreación de la imagen mítica y la leyenda del pintor malagueño por medio de los tópicos.

El recurso a artífices contemporáneos tiene pocos ejemplos por la proximidad temporal; aún así destaca Frida. Naturaleza viva (1984, Leduc), una sucesión desordenada de momentos en la vida de la artista mexicana con sugerentes imágenes. Lo que le sucede a Frida Kahlo (su enfermedad, sus relaciones y pasiones) queda plasmado en los lienzos, autorretratos de la artista. Yo disparé a Andy Warhol (1996, Harron) y Basquiat recrean el ambiente artístico neoyorkino.

La bella mentirosa (1991, Rivette) recrea la figura de Frenhofer, artista de ficción que pinta un desnudo sobre otro anterior; el lienzo final acaba emparedado porque solo puede saciar la sed de su autor y carece de interlocutores. El cineasta cuestiona el concepto de creación: para él es algo inacabado en parte, pero logra demostrarlo con una película cerrada.




El caso español

La contribución del cine español a las relaciones entre cine y pintura se limita a un grupo de películas; en ellas lo pictórico es empleado de diversos modos; puede ser un recurso para la ambientación y la verosimilitud histórica; Locura de amor (1948, Juan de Orduña) es deudora de la pintura histórica decimonónica; el diseño de producción de El rey pasmado (1991, Imanol Uribe) está inspirado en la pintura de Velázquez.

E incluso se pueden construir tableaux vivants; los cuadros de Solana son recurrentes en la recreación de ambientes carnavalescos típicamente españoles como puede comprobarse en Domingo de carnaval (1945, Edgar Neville) y Belle époque (1992, Fernando Trueba); ésta incorpora un cuadro viviente no artificial en la secuencia del carnaval (las máscaras y los disfraces). En Viridiana (1961, Luis Buñuel) se incluye el tableau vivant por excelencia: la recreación del fresco La última cena de Leonardo da Vinci a cargo de un grupo de mendigos.

Los cuadros forman parte de la narración: El rey pasmado (1989, Imanol Uribe) relata el descubrimiento de la sensualidad por parte de Felipe IV en una corte donde han sido prohibidas las imágenes de mujeres desnudas (los cuadros que reproducen desnudos femeninos -Tiziano, Veronés...- están encerrados en una habitación). En La hora de los valientes (1998, Antonio Mercero) un empleado del Museo del Prado salva de un bombardeo un autorretrato de Goya; la pintura se convierte en testigo de los horrores de la Guerra Civil.

En otros casos, se recrea al pintor como un personaje más: Volaverunt (1999, Bigas Luna) es una intriga histórica donde Goya es uno de los protagonistas junto a la Duquesa de Alba, Pepita Tudor, Godoy o la reina María Luisa de Parma. Buñuel y la mesa del Rey Salomón (Carlos Saura)68 recrea una imaginativa aventura vivida por Buñuel, Dalí y Lorca en Toledo.

En el campo de las vanguardias pictóricas, las incursiones de Buñuel y Dalí en el campo cinematográfico conforman las aportaciones del cine español al cine surrealista. Un perro andaluz (1928, Luis Buñuel y Salvador Dalí) constituye un intento de solucionar procesos literarios y pictóricos con el cine, por ello emplearon de forma transgresora el raccord; la desaparición de los valores temporales y espaciales refuerza la presencia de lo imposible y lo extraño. Influenciado por los presupuestos freudianos y el surrealismo, Dalí diseñó la secuencia del sueño de Recuerda (1945, Hitchcock) recurriendo a ojos gigantescos, gente sin rostro, tijeras... Algunos proyectos que no llegaron a realizarse fueron una colaboración con Disney, Destino69, y un guión, Babaono (1932), recientemente filmado y donde se ponía de manifiesto el ideario daliniano70.

Las biografías de pintores es el género más difundido: La dama de armiño (1947, Eusebio Fernández Ardavín), uno de los primeros retratos de artistas del cine español; reconstruye la vida de El Greco en Toledo según el estilo del cine histórico de la época. Goya, historia de una soledad (1971, Nino Quevedo) es un recreación de la vida del pintor aragonés interpretada por Francisco Rabal. Dalí (1990, Antoni Ribas) sitúa al creador en un hotel de Nueva York donde relata su vida; el tono dado por el cineasta apuesta por la caricatura. Goya en Burdeos (1999, Carlos Saura) recrea las obsesiones vitales y personales del artista con una puesta en escena de gran plasticidad. Buñuel escribió un guión que no llegó a filmarse basado en tres momentos clave en la vida de Goya: su juventud en Zaragoza, pintor de corte y el exilio en Burdeos.

Algunos films se plantean reflexiones sobre el sistema de representación pictórico: Luces y sombras (1988, Jaime Camino) es un estudio sobre Velázquez y Las Meninas, una obra que ya de por sí es una reflexión sobre la representación. El cineasta aprovecha el juego de espejos y espacios propuestos por el lienzo recreando diferentes planos narrativos, visuales y temporales.

Un film diferente en la común producción cinematográfica española es El sol del membrillo (1992, Víctor Erice). El cineasta se acerca al trabajo del pintor Antonio López con un membrillero, un motivo recurrente en la obra del artista desde 1961. Erice no inventa, fabula o relata, tampoco hay actores e interpretación en sentido estricto. Es una película sobre la pintura y el cine que reflexiona sobre ambos como sistemas de representación. El realizador deja ver el proceso de creación y el entorno del pintor con una mirada primeriza, despojada de artificios; emplea encuadres fijos para observar y aprehender la realidad; eliminando cualquier pretensión de recreación. Uno de los temas del film es la separación de pintura y cine manifiesta en la imposibilidad de una (atrapa el instante) y en el éxito de otro (plasma la duración)71 al captar la evolución de la naturaleza. El propósito de Antonio López, y, por extensión, del artista, es conciliar las leyes del arte (propugnan la elección del instante de plenitud de las cosas, el instante pregnante) con las de la naturaleza (el cambio es permanente, el flujo vital es imparable). Esta imposible conciliación conduce al artista a abandonar el cuadro del membrillero sustituyéndolo por un grabado. Más que el resultado importa el proceso creativo como la búsqueda de la belleza a pesar del devenir del tiempo, manifestado en la modificación del objeto a través de los accidentes de la luz. Ese motivo compartido entre pintor y cineasta, el trabajo del artista, hacen que transcurran en paralelo cuadro y película. Primero Erice sigue al pintor para introducirse en su universo figurativo y luego acompaña el diálogo entre artista y modelo, pintor y membrillero. Hablando del tiempo es ineludible la presencia de la muerte -en el film: cuadro inconcluso encerrado en el sótano, la «muerte» figurada del artista para servir de modelo a su esposa, la caída de la noche como muerte de la luz... Cineasta y pintor, cada uno cuenta con sus herramientas e instrumentos para representar la realidad; es el dispositivo del cineasta (cámara, trípode, película...) frente al del pintor (paleta, caballete, lienzo...).




Bibliografía

AUMONT, Jacques, (1997), El ojo interminable: cine y pintura. Barcelona: Paidós.

BAZIN, André, (1990), ¿Qué es el cine? Madrid: Rialp.

BORAU, José Luis, (2002), El cine en la pintura, Real Academia de Bellas Artes, Madrid.

DALLE VACCHE, Angela, (1996), Cinema and painting: how art is used in film. Texas: University of Texas Press.

FONT, Domènec, (2001), «Sobre El sol del membrillo. En el curso del tiempo», en CATALÁ; CERDÁN; TORREIRO (coord.), Imagen, memoria y fascinación. Notas sobre el documental en España. Madrid: IV Festival de Cine Español de Málaga.

MONTERDE, José Enrique, (2001), «El dispositivo visual: pintura, fotografía y cine», en VV.AA., El origen del cine y las imágenes del siglo XIX. Gerona: Museu del Cinema, Universitat de Girona, Ajuntament de Girona.

ORTIZ, Áurea; PIQUERAS, M.ª Jesús, (1995), La pintura en el cine: cuestiones de representación visual. Barcelona: Paidós.




Filmografía

El gabinete del doctor Caligari (1919, R. Wiene).

Nosferatu (1922, F. W. Murnau).

La inhumana (1923, Marcel L'Herbier).

Un perro andaluz (1928, Luis Buñuel).

La vida privada de Enrique VIII (1933, Alexander Korda).

La kermesse heroica (1936, Jacques Feyder).

Rembrandt (1936, Alexander Korda).

Rebeca (1940, Alfred Hitchcock).

Soberbia (1942, Albert Lewin).

Enrique V (1944, Laurence Olivier).

La mujer del cuadro (1944, Fritz Lang).

Laura (1944, Otto Preminger).

Domingo de carnaval (1945, Edgar Neville).

Recuerda (1945, Alfred Hitchcock).

El fantasma y la señora Muir (1947, Joseph L. Mankiewicz).

La dama de armiño (1947, Eusebio Fernández Ardavín).

Locura de amor (1948, Juan de Orduña).

Guernica (1949, Alain Resnais).

Un americano en París (1951, Vincente Minnelli).

Moulin Rouge (1953, John Huston).

Christo (1954, Margarita Alexandre y Rafael M. Torrecilla).

Brigadoon (1955, Vincente Minnelli).

El misterio Picasso (1955, Henri-Georges Clouzot).

El loco de pelo rojo (1956, Vincente Minnelli).

Montparnasse 19 (1958, Jacques Becker).

Viridiana (1961, Luis Buñuel).

El tormento y el éxtasis (1965, Carol Reed).

Andrei Rublev (1966, Andrej Tarkovski).

El decamerón (1970, Pier Paolo Pasolini).

Goya, historia de una soledad (1971, Nino Quevedo).

El último tango en París (1972, Bernardo Bertolucci).

Pirosmani (1972, Georgij N. Shengalaya).

Barry Lyndon (1974, Stanley Kubrick).

Edward Munch (1975, Peter Watkins).

La marquesa de O (1976, Eric Rohmer).

Robin y Marian (1976, Richard Lester).

Rembrandt fecit 1669 (1977, Jos Stelling).

El contrato del dibujante (1982, Peter Greenaway).

Frida. Naturaleza viva (1984, Paul Leduc).

Caravaggio (1986, Derek Jarman).

Los modernos (1988, Alan Rudolph).

Luces y sombras (1988, Jaime Camino).

El rey pasmado (1989, Imanol Uribe).

Dalí (1990, Antonio Ribas).

Los sueños (1990, Akira Kurosawa).

Vincent y Theo (1990, Robert Altman).

La bella mentirosa (1991, Jacques Rivette).

Van Gogh (1991, Maurice Pialat).

Belle époque (1992, Fernando Trueba).

El sol del membrillo (1992, Víctor Erice).

La edad de la inocencia (1993, Martin Scorsese).

Basquiat (1996, Julian Schnabel).

Sobrevivir a Picasso (1996, James Ivory).

Yo disparé a Andy Warhol (1996, Mary Harron).

Artemisia (1997, Agnes Merlet).

El amor es el demonio (1998, John Maybury).

La hora de los valientes (1998, Antonio Mercero).

Lautrec (1998, Roger Planchon).

Goya en Burdeos (1999, Carlos Saura).

Volaverunt (1999, Bigas Luna).

Pollock (2000, Ed Harris).

Buñuel y la mesa del rey Salomón (2001, Carlos Saura).

Frida (2001, Julie Taymor).

La inglesa y el duque (2001, Eric Rohmer).





Arriba
Indice Siguiente