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«Cirongilio de Tracia» [1545] o los albores de la fatiga

Javier Roberto González


Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina
Universidad Católica Argentina



El 17 de diciembre de 1545 salen de las prensas sevillanas de Jácome Cromberger Los quatro libros del valeroso cauallero don Cirongilio de Tracia; existen vagas noticias de reediciones, también sevillanas, de 1547 y 15551, pero lo cierto es que sólo conservamos ejemplares de la antedicha princeps, que deberemos por lo tanto retener como única edición fehaciente2. Del autor de la obra, Bernardo de Vargas, nada ha podido al día de hoy averiguarse; sí conocemos la persona del dedicatario, Diego López Pacheco (1503-1556), caballero del emperador Carlos, tercer marqués de Villena y de Moya, duque de Escalona y conde de Santisteban, de Xiquena y de Astorga3. El libro, impreso según la práctica habitual para el género editorial caballeresco en la primera mitad del siglo XVI en formato in folio y en tipos góticos a doble columna4, cubre un total de doscientos veintiún extensos y por momentos monótonos folios, que sin embargo reservan al lector no pocos momentos de genuino interés aun a despecho de lo mucho de tópico, artificioso y reiterativo que hay en la obra, según diremos.

La historia del caballero epónimo se encuadra en el modelo argumental conocido de los libros de caballerías. Nace de la reina Cirongilia, mujer del rey Eleofrón de Macedonia y Tracia, poco después de la muerte de éste en una emboscada ordenada por su traidor hermano Garadel; una serie de prodigios celestes subrayan el carácter extraordinario del nacimiento, y también lo hace en el brazo del niño una significativa señal de diez letras bermejas, bastante indescifrables, que más adelante serán leídas como su nombre: Cirongilio. Los sabios de la corte profetizan que éste vengará la muerte de su padre, a raíz de lo cual Garadel, que se ha apoderado del trono de su hermano, arrebata el infante a su madre y lo entrega a Argesilao para que lo mate; una descomunal serpiente aparece entonces a tiempo para rescatar al niño y llevárselo lejos, tras lo cual se revela como el buen gigante Epaminón, quien por sus artes mágicas ha sabido que el infante habrá de salvarlo de una dura prisión en el futuro y se ha metamorfoseado en la forma antedicha para apoderárselo. Epaminón educa amorosamente a Cirongilio, lo hace bautizar, y él mismo más toda su familia y la entera población de la isla que gobierna se convierten al cristianismo. Llegado a la edad conveniente, Cirongilio pide a su padre adoptivo ser armado caballero, y ambos marchan a Constantinopla para que el emperador Corosindo invista de armas al doncel; en la corte es armado junto a otros doce noveles cuyas aventuras cubrirán buena parte de la obra, y queda por caballero de la infanta Regia, hija del emperador. Las dos primeras hazañas de Cirongilio consisten en el desencantamiento de la isla de Ircania y de su rey, Circineo, padre de la sabia maga y profetisa Palingea, que desde entonces habrá de acompañar al héroe a lo largo de la historia con sus avisos y consejos, y en la liberación de su padre putativo Epaminón de la cárcel y los tormentos a que lo sometía el gigante Astromidar en la ínsula Serpentina, con lo cual queda cumplido el vaticinio del gigante que había determinado el rapto del niño. Siguen después numerosas aventuras y hazañas que el joven Cirongilio cumple por tierras de salvajes antropófagos, por Grecia y por Hungría, ocultando su identidad bajo los nombres de Caballero del Lago Temeroso -en referencia a un peligroso combate sostenido contra un jayán en un puente sobre un lago de fuego, en Ircania- y Caballero de la Sierpe -por las divisas de unas nuevas armas obsequiadas por Palingea. En el condado de Arox, que había usurpado Galafox a su legítima dueña y que Cirongilio ayuda a recuperar, éste es requerido de amores por la deslumbrada hija de la condesa, ante la cual cede y en quien engendra una niña de la que deja la historia de hacer mención. Las noticias que de las proezas de Cirongilio llegan a Constantinopla, en tanto, abonan su creciente fama y hacen desear fuertemente su presencia en la corte; a ésta regresa finalmente, después de vencer en unos torneos, en Hungría, al soberbio marqués de Heliox, y de anudar allí una estrecha amistad con el hijo del rey húngaro, Alcis, quien lo acompaña a Constantinopla. Ya en la corte, el héroe y la infanta Regia son designados, después de triunfar en una prueba mágica, para operar el desencantamiento de dos jóvenes convertidos respectivamente en león y en onza; en esa ocasión Cirongilio y Regia se descubren enamorados, y se inicia entonces un demorado proceso de cartas y furtivos encuentros a lo largo del cual, según las pautas corteses, ruega el caballero y resiste la dama, no por desamor, claro, sino por excesivo recato; pero la infanta cede al cabo, naturalmente, y queda así anudado el servicio de amor, que no alcanza sin embargo para doblegar la férrea castidad de la doncella. Se aleja nuevamente Cirongilio de la corte para acudir en auxilio del rey de Hungría, asediado por el vengativo marqués de Heliox; antes de sumarse a esta guerra protagoniza una mágica aventura en la Tremenda Roca, donde tras descender por el interior de una montaña en el medio del mar y derrotar a sucesivos atacantes humanos, monstruosos y sobrenaturales, logra desencantar al caballero Quisedel. En Hungría, y tras contribuir a la derrota del marqués, vive otra extraña aventura en la alegórica Casa del Amor, donde contempla las figuras de célebres enamorados de la Antigüedad y la caballería, y donde asiste a inquietantes imágenes proféticas que le muestran a un caballero que pretende a su amada Regia, y a una señora que se acerca a él mismo con intención de abrazarlo; ambas imágenes apuntan, como se verá poco más adelante, a la inminente rivalidad de Cirongilio con el infante Posidonio, hijo del emperador de Roma, que se ha enamorado de la infanta, y al también próximo reencuentro del héroe con su madre. Tras nuevas aventuras en los castillos de la Pujante Roca y de la Fonda Cava, donde vence a temibles gigantes y libera a muchos prisioneros, Cirongilio arriba nuevamente a Constantinopla, donde se celebran diversas fiestas cortesanas, juegos de motes y torneos; en éstos se suscita una disputa entre el príncipe Astrazoro, hijo del Gran Turco, y el infante Posidonio, que lo derrota y que enciende en el infiel deseos de venganza. Una doncella llega entonces en busca de un caballero que auxilie al rey Sinagiro de Tesalia -hermano a la sazón de Cirongilia e ignorado tío de Cirongilio- contra el rey de Macedonia Garadel, que lo ha desafiado; la maga Palingea designa a Cirongilio para ese cometido. En Tesalia el héroe combate contra un gigante que sostiene la parte de Garadel, y lo derrota; mientras se recupera de sus heridas, su madre Cirongilia descubre las marcas de su brazo y lo reconoce como su perdido hijo. Enterado de su linaje y de la triste historia de su padre, Cirongilio organiza una sublevación en Macedonia contra el usurpador Garadel, y tras la muerte de éste a manos de unos caballeros fieles marcha a su recuperado reino para hacerse cargo del trono. Por consejo de la siempre solícita maga Palingea, que entrevé peligros cercanos en su relación amorosa con Regia, se casa con ésta in absentia mediante un poder conferido a Alcis; a poco de celebrado este matrimonio el emperador Corosindo, ignorante de él, recibe y acepta de Posidonio, ya elevado a la dignidad imperial romana, una formal petición de la mano de Regia. A Roma parte ésta para la boda, y a Roma acude Cirongilio, a bordo de una mágica nave-tigre proporcionada por Palingea, para rescatar a su secreta esposa. Ya a salvo ésta en Macedonia junto a la reina Cirongilia, el héroe recibe airada declaración de guerra de Posidonio; ambos rivales preparan sus armadas y establecen alianzas con otros príncipes, pero antes del choque entre ambos los turcos del príncipe Astrazoro atacan a las naves romanas. Cirongilio depone entonces momentáneamente su rivalidad y acude a socorrer a Posidonio contra el común enemigo infiel. Derrotados los turcos, Posidonio se reconcilia con su generoso ayudador y renuncia a Regia. La obra termina con las bodas públicas de Cirongilio y Regia en Macedonia5.

Como se desprende de esta apretada sinopsis, el Cirongilio de Tracia responde en gran medida al modelo estructural y argumental sentado a principios de la centuria por las obras fundacionales de la especie caballeresca castellana, Amadís de Gaula y Las sergas de Esplandián. Básicamente, ese modelo ha sido definido por Curto Herrero como un esquema bipartito en cuyo seno la primera parte refiere las hazañas individuales del héroe, destinadas a acreditarlo como perfecto caballero y consumado amador, en tanto la segunda parte se dedica a mostrar su evolución como conductor de ejércitos en vastas guerras entre imperios o religiones; según este esquema el matrimonio secreto y el matrimonio público del protagonista marcan el cierre, respectivamente, de cada parte6. Sin embargo, no en vano ha transcurrido casi medio siglo entre el Amadís de Gaula y el Cirongilio, y no en vano han visto la luz entre tanto las obras del fecundo y desbordado Feliciano de Silva, que suponen la introducción de nuevos parámetros y recursos compositivos que en gran medida modifican aquel paradigma establecido por la obra fundacional7. Las dos partes señaladas por Curto Herrero están presentes y perfectamente identificadas en nuestra obra, pero sus dimensiones aparecen absolutamente desproporcionadas y el peso relativo de cada uno de sus elementos notablemente distorsionado. Si reparamos, por ejemplo, en el matrimonio secreto de Cirongilio y Regia, que según la pauta estructural amadisiana marca el límite entre la primera parte y la segunda, observamos que no ocurre sino hasta ya comenzado el libro cuarto; este retraso en la presentación de un hecho que constituye la natural culminación de la anécdota amorosa central del libro es consecuencia natural, por cierto, de un similar retraso en la aparición y el desarrollo de dicha anécdota, ya que el enamoramiento y el establecimiento de los vínculos corteses entre Cirongilio y Regia sólo suceden en el capítulo trece del libro segundo. Otro elemento capital en el desenvolvimiento de la primera parte de la estructura, la anagnórisis del héroe y el descubrimiento de su verdadero linaje, también aparece ya en instancias muy avanzadas de la historia, a comienzos del libro cuarto. Vemos así de qué manera las dimensiones de la primera parte cobran una extensión desmedida respecto de la segunda, limitada a los capítulos finales del libro cuarto y último; la acción de las dos partes, en virtud de tal desproporción y tal asimetría, debe por fuerza aparecer amplificada en la primera y abreviada en la segunda, y los aspectos correspondientes al heroísmo individual en la andadura caballeresca de don Cirongilio se sobredimensionan nítidamente por encima del menor peso relativo de sus funciones como jefe de ejércitos y caudillo de batallas. La sensación de desequilibrio y falta de armonía estructural es fácilmente perceptible aun en un contacto inicial o somero con la obra, cuyo ritmo de lectura avanza pesadamente hasta comienzos del libro cuarto y se precipita con demasiada rapidez desde allí hasta el final, un poco a la manera de aquel que escala con trabajo y esfuerzo la ladera empinada de una alta montaña para después, alcanzada la cumbre, caer rodando a toda velocidad por la suave ladera; así, la sensación de tedio resulta no fácil de conjurar, sobre todo a propósito de los episodios de la primera parte, consistentes en una serie de aventuras, a menudo afuncionales desde el punto de vista de la trama y la organización argumental, que urgidas por la necesidad de rellenar y retrasar reiteran hasta la saciedad los mismos patrones temáticos y constructivos -auxilio a doncellas, encuentros camineros con caballeros soberbios, ataque a castillos de desmesurados gigantes y consecuente rescate de prisioneros, vencimiento de arduas pruebas mágicas- y que, según el modelo establecido por las obras de Silva, revelan en el fondo una concepción autocéntrica de la aventura por la aventura misma, más allá de su finalidad estructural, y un interés por impactar en la admiración del lector mediante la acumulación de hazañas deslumbrantes pero inmotivadas8. La acentuada tendencia al incrementum fáctico en la primera parte se traduce asimismo en el establecimiento de algunos nexos narrativos que auguran una continuación o segunda historia, que finalmente el autor no entrega o, en todo caso, de cuya existencia no tenemos al día de hoy conocimiento; en I 45, por ejemplo, el nacimiento e inmediato rapto de la hija de Cirongilio, habida en la doncella Astrea, sirven al autor para profetizar a la pequeña un gran porvenir que debía relatarse sin duda en futuros libros, y en repetidas ocasiones promete el narrador la historia de Crisócalo, hijo de Cirongilio y Regia. Se trata de un conocido recurso de los libros de caballerías, que mediante profecías o directas referencias prolépticas tienden lazos estructurales con las continuaciones que sus autores ya tienen planificadas o al menos meditadas in pectore9, pero el caso es que aquí esos lazos acaban en ninguna parte, los cabos de unión quedan sueltos y la promesa de continuación se incumple, todo lo cual constituye una abierta defraudación narrativa y una evidente grieta que resiente seriamente la solidez de la trama. Esta aparece gravemente dañada, por lo demás, en razón del carácter casi gratuito de la gran guerra entre turcos y romanos que da marco al desenlace. En el modelo amadisiano la guerra que marca el centro de interés de la segunda parte es la consecuencia lógica de lo que constituye la anécdota capital de la obra, la oposición entre la caballería (Amadís) y la monarquía (el rey Lisuarte); toda la tensión narrativa acumulada a lo largo de la historia conduce naturalmente a esas batallas, y éstas se erigen así en un verdadero climax, no sólo emocional sino argumental y estructural, perfectamente motivado y absolutamente inexcusable. En el Cirongilio, por el contrario, la guerra entre turcos y romanos se deriva de un episodio del todo lateral y adventicio en la organización fáctica de la trama, cual es el resentimiento de Astrazoro por su derrota en los torneos de Constantinopla ante Posidonio; el hecho atañe, como se ve, a personajes secundarios, surge a partir de un acontecimiento de escaso peso en el desarrollo de la historia, como el de los torneos constantinopolitanos, y proporciona a ésta un climax apenas emocional, mas no argumental.

A propósito de la guerra turco-romana, no debe verse en ella, tampoco, una reedición de aquella caballería pro fide que había definido y ejemplificado Esplandián en las Sergas; si bien es cierto que un vago sentimiento religioso anima a Cirongilio a socorrer a su enemigo Posidonio cuando éste es atacado por los turcos, lo cierto es que tal socorro aparece mayormente causado por la nobleza y generosidad personales del héroe, y que lo que llamaríamos el «compromiso cristiano» de nuestra obra se muestra generalmente como ingenuo, estereotípico, esclerosado, sin ir más allá de las consabidas e inmotivadas conversiones al cristianismo de todos aquellos paganos o gigantes «buenos»10 y de un espíritu de cruzada meramente formal, tal como se trasluce en algunos discursos de ocasión11. Pero también en esta guerra de cruzada el canónico topos caballeresco aparece modificado, pues en tanto éste estipula, según el modelo de las Sergas y el Tirante, un ataque turco al cristianismo oriental encabezado por Constantinopla y la inmediata reacción del cristianismo occidental, que acude en defensa de la gran ciudad, en el Cirongilio de Tracia los roles de ambos cristianismos aparecen invertidos: los turcos atacan directamente a la cabeza de occidente, Roma, y es entonces el oriente cristiano quien socorre a ésta y contribuye con su auxilio a derrotar al invasor. Lo curioso es que ese cristianismo oriental que acude en ayuda del occidental lo hace a través de comarcas laterales y secundarias del área griega -Macedonia y Tracia, Tesalia, Arcadia-, mientras la capital misma de Grecia, Constantinopla, permanece absolutamente al margen de la contienda, y el emperador Corosindo no sólo no se mueve de su sede sino tampoco se preocupa por enviar tropas, limitándose apenas a esperar noticias; resulta evidente que el papel de Constantinopla aparece sensiblemente disminuido respecto de la imagen tradicional de la ciudad proporcionada por el topos, pues de directamente atacada y protagonista de la cruzada pasa a ser ausente espectadora de una lejana guerra ajena. Esta modificación de la función constantinopolitana en el seno del conflicto entre la Cristiandad y el Islam puede deberse a razones históricas y a las concretas circunstancias políticas del Mediterráneo a mediados del siglo XVI; es muy probable que el recuerdo del ya lejano desastre de 1453 haya funcionado como factor inhibidor para la participación en la guerra ficcional de una Constantinopla que en la guerra real resultó débil e incapaz de defenderse, pero más probable todavía es que en la elección de Roma como víctima del ataque turco en nuestra obra haya pesado la situación contemporánea de un Imperio Otomano que, ya ganado Bizancio y definitivamente afirmado su poder en oriente, tendía ahora sus redes directamente hacia occidente. Pese a estas rectificaciones al modelo del Amadís-Sergas, perduran con todo algunos elementos inalterados; la caracterización del emperador de Roma, Posidonio, como soberbio y arrogante, calca en gran medida la de aquel otro emperador romano del Amadís de Gaula, Patín, y la relación de rivalidad en amores que establecen en ambas obras los héroes epónimos y los emperadores romanos, más los raptos-rescates de las respectivas enamoradas, en poder de éstos, por mano de aquéllos, son asimismo coincidencias motívicas significativas.

Como en todo libro de caballerías, el elemento mágico y maravilloso tiene en el Cirongilio de Tracia suma importancia. Pero también aquí la evolución sufrida por el género se hace sentir. Abundan las pruebas mágicas, los encantamientos, los portentos y los episodios maravillosos, pero cuadra decir de las aventuras maravillosas en particular lo que ya hemos dicho sobre las aventuras en general: se prodigan en tal cantidad y tan frecuentemente, los trazos de su construcción se exageran y reiteran a tal punto y su justificación estructural resulta a veces tan difícil de establecer, que el producto acaba siendo percibido como afuncional, desmesurado e hipertrófico. La maga Palingea es una presencia constante a lo largo de la obra, con sus consejos, profecías, regalos mágicos, aparatosas apariciones y encantamientos varios, pero no todas sus intervenciones encuentran igual fundamentación en orden a la progresión del argumento; según el modelo merliniano y de la Urganda amadisiana, las profecías de Palingea recurren casi siempre a la característica obscuritas y a la denotación oblicua, por medio de perífrasis, reticencias, equívocos e intrincadas alegorías, a menudo animalísticas:

«-[...] y porque no os quexéis que, siendo sabidora, no quise avisaros del peligro, os quiero dar cumplida relación de lo que en los tiempos venideros passaréis de necessidad. Y sabed que la infernal cabeça, apartada de su indómito señor, será causa de mover el grande animal en tal manera que con su sonora y profunda boz atraerá a sí al vacante y loçano ciervo, y en este concurso a desora perderá su fuerça y sus vencedores cuernos aprenderán a obedecer. Será causa de tal novedad el rayo encendido de la corneja mansa, que le abrasará de tal manera que tomará muchas vezes por reposo la muerte, y a la fin no se le podrá escusar si el prisionero halcón se va con la presa que al presente tiene entre sus agudas uñas. Y no te digo más, porque es tiempo de remedio más que de consejo. Por essas armas ternás mis razones, pues tiempo verná que, si en ello miras, ternas tu sentido por basto en no comprehender su sentencia; y esto será cuando conocerás claramente lo que agora por figuras secretas te represento».


(I, 36, lvi v.b - lvii r.a)                


Pero también estos anuncios resultan con frecuencia afuncionales y gratuitos, pues no siempre los enigmas son satisfechos mediante una aclaración o interpretación de sus formas alegóricas con posterioridad a la verificación del vaticinio, tal como era de rigor en el modus propheticus de Merlín o de Urganda12. Al carecer de aclaración, la oscuridad de la profecía deviene un mero énfasis estilístico, una fastidiosa cargazón que en nada contribuye a ese sutil juego de información dosificada que impulsa al lector a elaborar conjeturas acerca de la correcta interpretación de la alegoría en la tranquilidad de que a su debido tiempo sus conjeturas serán ratificadas o desmentidas expresamente; no siempre bastan los hechos para despejar la oscuridad, y muy a menudo éstos ocurren sin que nosotros, lectores, advirtamos su correspondencia con las imágenes del vaticinio. A mayor grado de obscuritas mayor es la necesidad de una aclaración explícita, y la falta de ésta debe reputarse una torpe falla en la composición de nuestro libro. Seamos, sin embargo, justos. Puede ocurrir que las aventuras mágicas abrumen por su reiteración afuncional, pero fuerza es reconocer que aun en su hinchazón su diseño no carece de destreza, y que el manejo de algunos símbolos tradicionales -los arquitectónicos, por caso- revela indiscutible pertinencia. Quizás el episodio del desencantamiento de la isla de Ircania constituya a este respecto un buen ejemplo. La aventura se articula en dos partes; la primera es una prueba orientada a determinar quién es el caballero destinado a operar el desencantamiento, y consiste en el vencimiento de unos gigantes y una serpiente -en realidad la propia doncella Palingea metamorfoseada- que llegan a la corte de Constantinopla a bordo de un carro mágico, y en la posterior extracción de una espada clavada en un arca; naturalmente, Cirongilio, que acaba de recibir su investidura caballeresca, es quien resulta vencedor. La segunda parte de la aventura, para la que queda habilitado el héroe tras su triunfo en la prueba de la espada y el arca, se desarrolla en Ircania, el reino de Circineo, padre de Palingea; Cirongilio debe desencantar al rey y a su isla, sumidos ambos en una especie de letargo, superando una serie de obstáculos a lo largo de un peligroso itinerario: se adentra primero por un camino de llamas, que desemboca en una cámara triangular donde un par de profecías escritas le advierten sobre lo arduo de la empresa que ha comenzado; prosigue por un pasadizo estrecho que termina en una gran sala cuadrada, donde unas figuras fantasmagóricas intentan hacer retroceder al caballero; éste persevera y penetra en otra sala, al cabo de la cual se abre un puente de vidrio, muy frágil, que pasa por sobre el foso de fuego que rodea al castillo donde Circineo y los demás moradores del lugar se encuentran encantados; sobre el puente un horrible gigante lucha con Cirongilio, con la intención de hacerlo caer en el foso ígneo, pero resulta vencido y es él quien cae en el fuego; el caballero atraviesa entonces el puente y llega a las puertas del castillo, que abre con tres golpes de su espada; es entonces cuando el texto nos ofrece una de las mejores muestras de esa desmesura de lo maravilloso por acumulación de elementos a que hemos aludido:

«Aquí viérades maravillas estrañas. Demonios con formas y vissiones muy espantables, e fieras con aspecto de tigres, leones, onças, serpientes, y otras infernales imagines, le ponían muy gran temor. Unas vezes de lexos hazían acometimiento de despedaçarle, otras de cerca le tomavan de los braços y con sus agudos dientes asían de su muy tajante espada, y hazían tales cosas y representaciones que a todo el mundo pusieran pavor. Unas vezes oyeras los silvos que davan, que de mejor grado padecieras mill muertes, y otras con bramidos espantables y temerosos atronavan y hazían temblar los aires e firmamento. ¡O quién pudiera dezir enteramente el armonía y estrépito que sonava dentro de aquel temeroso lago, las llamas que del salían, que con su cumbre abrasavan y encendían las altas nuves y la región del aire, que, viéndose interclusa con el fuego superior, el que nuevamente venía, la lucha y batalla se travó entre ellos tan fuerte que, no pudiendo prevalecer contra su fortaleza admirable, corriendo a una parte y a otra, començó reziamente a tronar, assí que la tierra y el cielo parescía juntarse! Las meteorológicas impressiones se aumentaron de tal manera que el cielo impíreo vissiblemente se paresció encender, y abrasóse de tal suerte Atalante que quisiera dexar la pesada carga del exe y los dos polos si pudiera; los cuales imagino que con el tostamiento grande y fortaleza del fuego inferior se torcieron e hizieron perder a los equinociales y del austro la retitud que tenían, acrecentando a la declinación del sol resplandeciente y menguando de sus cuarenta y ocho grados, en tal manera aquel regúlate del universo perdió la rectitud y orden inviolable que tenía».


(I, 16, xxv v.b- xxvi r.a)                


Ya en el castillo, y por el solo hecho de haber arribado a él y superado los portentosos obstáculos que la más maravillosa magia había dispuesto, Cirongilio logra que todos los encantamientos de Ircania queden deshechos y el rey Circineo y sus súbditos vuelvan a la vida13. Este apretado resumen de la aventura nos permite por igual advertir su hipertrofia y cargazón, pero también su funcionalidad argumental, pues al colocarse sobre el inicio de la andadura caballeresca del héroe oficia en cierto modo de prueba iniciática y supone para éste una primera y gran cualificación en su conquista de la fama; por otra parte, el itinerario de la aventura presenta algunos viejos símbolos muy bien aprovechados, como el del triple recinto, en el que cada uno de los tres -cámara triangular, sala cuadrada, castillo- supone un avance en el proceso de iniciación y aparece separado del anterior y/o del posterior por los correspondientes «símbolos de pasaje» que representan lo arduo y lo peligroso -el pasadizo estrecho, el puente frágil sobre el fuego. La pertinencia estructural y el buen manejo de los símbolos tradicionales en gran medida salvan, contrarrestan y atenúan, entonces, el desborde descriptivo y la sobresaturación; no ocurre lo mismo, claro está, con otras aventuras mágicas de la obra, donde estos mismos esquemas se reiteran, recargan y exageran sin que una similar motivación argumental lo justifique14.

La escasísima crítica que se ha ocupado hasta hoy del Cirongilio de Tracia hace un hincapié quizás excesivo en el carácter plano y estereotípico de las psicologías de sus personajes15; como sucede en la mayoría de los libros de caballerías epigonales -y el Cirongilio, como todos aquellos posteriores a los Amadises y Palmerines, evidentemente lo es-, ello es básicamente cierto; sin embargo no conviene exagerar, y más allá de la inevitable maldad de los gigantes, de la integral virtud de los caballeros amigos del héroe, de la insalvable soberbia de sus enemigos, de la belleza y discreción de las doncellas de la corte y de la suma de virtudes guerreras, civiles, cristianas y corteses que compendia Cirongilio en su perfectísima persona, el héroe epónimo no siempre actúa conforme a éstas y por momentos despuntan en su comportamiento algunos rasgos de irreflexión e inmadurez que enriquecen su personalidad y alejan al personaje de la chatura característica. Buen ejemplo de ello es el episodio en que, sorprendido de noche, mientras duerme, por la irrupción del buen caballero Nagares y sus hombres que vienen armados, juzga precipitada y erróneamente que se trata de una traición y arremete con furia contra los visitantes, produciendo una batahola no exenta -pese a las muertes que resultan de ella- de ciertos ribetes cómicos, y que para en lamentable resultado y en los avergonzados intentos posteriores del caballero por achacar su error a las «tantas maldades y engaños» de este mundo (I, 28, xlv r.a)16; si reparamos ahora en los sucesivos pasos de tan poco edificante episodio -presentación de una realidad confusa o equívoca, interpretación errónea de esa realidad por parte del caballero, precipitación irreflexiva hacia la lucha en virtud de la anterior interpretación errada, resultado catastrófico de la lucha, excusas del caballero-, el esquema guarda una notabilísima analogía con el de la típica aventura quijotesca -reemplácese el achaque a las maldades y engaños del mundo por el de los malos encantadores-, y este modo de manifestarse la irreflexión de don Cirongilio bien pudo pesar en el diseño del comportamiento temerario y precipitado del don Quijote de 160517.

Pero si el elemento humorístico está en este episodio de la batahola nocturna apenas insinuado y aparece fuertemente atenuado por el desenlace trágico de la aventura, en otras instancias de la historia la risa se desata abiertamente, como en los diversos momentos en que ocupa la escena el Caballero Metabólico, curioso personaje dado al engaño y las bromas pesadas, que se dedica a burlar la buena fe de aquellos con quienes se encuentra y, específicamente, a robar sus caballos18. Algunos de los caballeros así burlados acuden al castillo de Metabólico a recomprar sus caballos, y éste, desde las almenas de la torre, sugiere que un escudero suba con el dinero hasta él, dentro de una cesta atada de una soga que les arroja; cuando el escudero Armelindos se encuentra a mitad del trayecto, el astuto bromista amarra la soga y lo deja colgado al sereno durante toda la noche; más adelante los caballeros consiguen apresar a Metabólico y, como castigo y según estricta ley de analogía, lo amarran también de los troncos de dos árboles, extendidos los brazos y suspenso el cuerpo en el aire (III, 12-16)19. En opinión de Eisenberg20, estos episodios pudieron influir en la configuración de la aventura en que Maritornes deja colgado a don Quijote de un agujero del pajar de la venta, amarrado por el brazo con el cabestro del rucio de Sancho (I, 43).

Otros elementos de peso en el Cirongilio son, naturalmente, el cortés y el cortesano, el primero de los cuales cobija las numerosas anécdotas relacionadas con el servicio de amor establecido entre el héroe y la infanta Regia, y el segundo las variadas instancias que reflejan la vida palaciega y las relaciones aristocráticas en la corte constantinopolitana, con sus torneos, fiestas, juegos de motes y galanteos varios21. Como queda dicho, el amor de Cirongilio y Regia no se manifiesta sino hasta bastante adelantado el libro segundo; el proceso cortés, que se inicia con el súbito enamoramiento de ambos y prosigue con demorados lamentos solitarios o compartidos con sus respectivos confidentes, Alcis y Leria, se extiende por largas páginas de tópica retórica, tal como inmejorablemente se observa en las muchas cartas que jalonan el proceso de conquista de la dama:

«Razón tenía, generosa infanta, para no hazer lo que al presente hago, pues solamente me endereça mi voluntad a hazeros todo servicio; pero el desseo de mi aumentada passión y pena me fuerça a que siempre os sea importuno, procurando forçar vuestro firme coraçón con el desseo que de remedio tengo. Una sola cosa os suplico por ésta, y es que, pues vuestra voluntad es que, yo muriendo, dexe de ser vuestro, querría, pues vuestra presencia fue causa de mi prisión, que ella lo fuesse de mi libertad o mayor cautiverio, dando manera cómo os pueda hablar; que, aun por no ser digno de tal merescer se me deva negar, acatando la voluntad que de hazeros todo servicio tengo, no será justo. E si esto hazéis, conosceré aver en vos algún zelo de piedad e misericordia, e si no, seré cierto del desamor que me mostráis y del plazer que recibiréis con mi muerte, y, siendo lo mejor, con mis homicidas manos daré principio a vuestra gloria e fin a mi gran tormento».


(II, 30, xcvii v.b- xcviii r.a)                


La infanta accede a estos pedidos, y se suceden varios encuentros nocturnos, pero siempre castísimos y en presencia de sus solícitos confidentes; según los más clásicos cánones de la cortesía, el caballero ruega y la dama resiste, con lo cual el deseo se posterga y el sufrimiento ennoblece el corazón y fortalece la virtud de quien así sufre. Finalmente, la doncella acepta el amor de su caballero, y se establece formalmente el servicio (II, 31). Pero para ello, muchas cartas de ida y de vuelta han sido necesarias, probablemente influidas en su factura, a estas alturas de la evolución de la especie caballeresca, por la epistolografía amorosa de la novela sentimental; no se trata por cierto de la única impronta que estas novelas han dejado en el Cirongilio de Tracia: las composiciones líricas intercaladas, con sus juegos conceptistas tan del estilo cancioneril, los extensos discursos que traban la acción y, en concreto, la compleja alegoría de la Casa del Amor (III, 19)22, calcada en su concepción y arquitectura de aquella otra situada al comienzo de la Cárcel de Amor de Diego de San Pedro, son algunos de los elementos de indudable procedencia sentimental23.

Finalmente, dos palabras acerca del rasgo que tal vez se percibe con mayor evidencia en nuestra obra, y que mereció las irónicas críticas de Thomas24: lo afectado de su lengua y su forma elocutiva. La conducta de Vargas no deja de observar cierta coherencia, y su gusto por la amplificación no para solamente en un incremento de la materia narrativa mediante la repetición ultra mensuram de las mismas aventuras y las mismas células temáticas, sino que también para en un incrementum verborum, en una desmesura verbal que convierte a su lengua en descarriada, enredada, sobrecargada. Algunos momentos descriptivos, como los que refieren amaneceres o fenómenos atmosféricos, bien pueden parangonarse en su hinchazón con las características descripciones de Silva, y no dejan de evocar también la parodia cervantina de aquel «apenas había el rubicundo Apolo»:

«Apenas el hijo de Latona, aviendo girado e illustrado la antípoda región, ahuyentados los bicolóreos crines de la tripartita e triforme aurora, con rostro sereno y prefulgente, dexada y desmamparada su fúlgida y áurea cuna, subiendo en su ignífero e cuadriequal carro, visitava a la dorada Queroneso, alegre con su visita cotidiana, e ya estendía sus rubicundos braços, comunicando sus generativos accidentes con los habitadores del elemental orbe, centro del firmamento universal, cuando el cavallero Rodilar, despedido del Águila muy consolado de lo que por él le avía sido prometido, se partió a su castillo, donde Rocadel su padre estava».


(I, 23, xxxiiii r.b)                


Especial predilección demuestra Vargas por la anadiplosis, recurso por el cual se repite la palabra final de una cláusula al comienzo de la siguiente, como se observa en algunas de las poesías intercaladas y, también, en los discursos amorosos:

«-¡O señora mía, cuan bienaventurado me avéis hecho! ¡O soberano Dios!, ¿y cómo pude ser digno de la soberana gloria en que me veo? Véome en más alto lugar que príncipe ni otra persona humana nunca fue, fue tal mi ventura que mereciesse mi tormento lo que mi propio merescimiento niega, niega el sentido lo que cree mi fe, mi fe sola pudo traerme al estado en que me veo, veo que mi esperança es cumplida y toda mi bienaventuranza ha venido junta a alegrarme. ¡O dios injusto de los amores!, ¿y por qué permites que hombre humano pueda de tan incomparable gloria gozar?».


(III, 45, clxvii r.a)                


El léxico resulta a menudo latinizante en exceso, y la sintaxis, ambiciosa en sus pretensiones supuestamente ciceronianas25, suele naufragar en períodos mal resueltos y violentos anacolutos. La hipérbole está a la orden del día, toda adjetivación tiende a la ponderación superlativa, y los símiles alcanzan proporciones que oscilan entre la afectada solemnidad de lo cósmico y la ramplona bastedad de lo zoológico:

«Y de los turcos era tanta la multitud que no parecía sino que verdaderamente a cuando del congelamiento de los marinos vapores y calor del elemental fuego, deshaziéndose las congeladas nuves, empieça a caer sobre la subjeta tierra una masitante lluvia que ni es pequeña ni tan grande como ha de ser, o como cuando el espino puerco sacude su agudo y armado cuerpo, alançando de sí aquellas herideras y versicolóreas saetas y espinas».


(IV, 31, cxcix v.b)                


Sin embargo, no sería aconsejable cebarse tan fácil y prestamente en estos desbordes, sin advertir que no todo el estilo del Cirongilio resulta así de ingrato. Cierto es que la tónica dominante del libro, tanto en sus situaciones y motivos narrativos como en su lengua e imaginería, es la exageración, la reiteración afuncional y la cargazón, pero por momentos el relato cobra mayor interés y su retórica sugestivamente se aligera. Probablemente los valles sean más que las cumbres en un balance final sobre los logros artísticos de nuestra obra, pero algunos de sus mejores momentos, como las aventuras de Ircania, los episodios del condado de Arox que nos revelan a un Cirongilio más esférico, sucesivamente irreflexivo en la batalla y dócil ante los requiebros amorosos de la doncella Astrea, y el interludio humorístico centrado en el Caballero Metabólico, constituyen aceptables logros literarios que bien justifican la lectura de este típico libro de una etapa en que la vitalidad de la especie caballeresca comenzaba a dar ya señales de fatiga.





 
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