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«¿Clandestino e ilustrado?»

Juan Antonio Ríos Carratalá


Universidad de Alicante



La Ilustración, como ámbito cultural, es un ente abstracto lo suficientemente amplio como para admitir realidades muy diferentes1. En el plano de las ideologías esta pluralidad resulta evidente, pero no lo es menos en el de los sujetos, los protagonistas, que encarnan la dialéctica de la propia Ilustración. A pesar de ello, podemos elaborar unos modelos vitales más o menos cercanos a lo que sería el prototipo del hombre ilustrado. Modelos derivados de la reflexión teórica realizada por los mismos autores, o modelos elaborados por nosotros a partir de las biografías reales, históricas, de los protagonistas de la Ilustración. Esta segunda posibilidad es mucho más conflictiva y su resultado siempre sería dudoso a causa de la parcialidad de nuestros conocimientos. Por lo tanto, y teniendo presente la confrontación realidad-teoría, considero más práctico acogerse a los modelos teóricos que se delinearon como desideratum de todo hombre que compartiera el espíritu ilustrado de su época. No olvidemos que el deseable modelo a imitar es una proyección, directa o indirecta, de la realidad personal e histórica de aquellos individuos.

Dentro de estos modelos cosmopolitas por naturaleza pero con matices nacionales, el más destacado y conocido en el contexto español es el «hombre de bien», caracterizado de forma casi definitiva a través de la obra de José Cadalso. Para el gaditano, el «hombre de bien» es un modelo a imitar y difundir entre las minorías ilustradas. Su caracterización   —330→   se limita, como es lógico, a los rasgos más elevados y universales, los que reflejan los principios básicos que un ilustrado ha de mantener por encima de toda circunstancia concreta2. Pero esos mismos principios implican un acercamiento crítico, y en consecuencia conflictivo, del individuo a su propia realidad histórica. A pesar de que el «hombre de bien» evita el enfrentamiento -u la confrontación directa-, su racionalismo, integridad, honradez, independencia y criticismo suponen un desafío abierto aún cuando todo ello estuviera presidido por la búsqueda de la moderación y el justo medio. El «hombre de bien» se puede convertir, muy a pesar suyo, en un clandestino, en un sujeto rechazado y combatido por quienes atacan sus principios sin compartir la mutua comprensión y la tolerancia que él considera como la base de toda la felicidad social alcanzable. Ante esa posibilidad, que fue una realidad relativamente frecuente, José Cadalso indica la necesidad de sufrir con dignidad y honor las desgracias acarreadas por la independencia de criterio propia del «hombre de bien». Ante ello, una cuestión que cabe plantearse es si esta actitud estoica salvo en la negativa al aislamiento, propia de una élite, resulta compatible con el concepto de clandestinidad.

Lógicamente, la clandestinidad no es algo deseable salvo en muy peculiares circunstancias. Representa una situación impuesta contra la voluntad de un sujeto que no desea utilizar los cauces de lo secreto o lo oculto para manifestarse o actuar. Por lo tanto, el clandestino debe tener la intención constante de dejar de serlo. Mientras su deseo se convierte en realidad puede mantener una actitud digna, pero no estoica en la medida que limitaría su búsqueda de cauces para romper con su situación de clandestinidad y, en consecuencia, la búsqueda de un nuevo status que normalmente sólo es posible encontrar en una situación global diferente. El clandestino, el que asume conscientemente todas las consecuencias de esta situación, no busca el perfeccionamiento de un modelo social, económico, político, cultural..., que de hecho se niega a reconocerle, sino el alumbramiento de un nuevo modelo donde él tenga su propio y legítimo puesto. Esta lógica actitud de transformación, cambio e incluso revolución del clandestino choca con la del «hombre de   —331→   bien». Este último busca ante todo la armonía mediante el perfeccionamiento de los elementos que configuran su realidad histórica, pero esa misma armonía implica la aceptación de una realidad a mejorar, no a cambiar. Por ello, es posible que en un momento determinado el «hombre de bien» sufra rechazos y adversidades, pero considera que es una situación pasajera que -gracias a su digna actitud estoica- conseguirá superar sin poner en cuestión el sistema que la origina. El propio José Cadalso comprobó que su independencia de criterio impidió la publicación en vida de las Cartas Marruecas, sin que ello le llevara a buscar o desear una libertad de expresión propia de un sistema que dejaría de considerar su obra como clandestina o improcedente. Jovellanos -para muchos el prototipo del ilustrado español y, en buena medida, del «hombre de bien»- sufrió la persecución y la cárcel sin que ello le motivara para la búsqueda de un nuevo sistema político; limitándose a considerar su suerte como fruto de la degradación o de la falta de perfeccionamiento de un sistema que él aceptaba en sus grandes términos. José Cadalso y Jovellanos sufrieron situaciones de clandestinidad a causa de su «hombría de bien», pero nunca actuaron o pensaron como sujetos clandestinos.

El «hombre de bien» no ignora la posibilidad de verse en una situación de clandestinidad; es consciente de los peligros que le rodean, trata de evitarlos normalmente mediante la moderación -eufemismo de lo que en realidad es autocensura-, pero sabe que a veces puede no ser suficiente. Lo que nunca hace el «hombre de bien» es asumir lo que representa ser un clandestino, con lo que ello supone de rechazo de un sistema que no le admite. Por lo tanto, considero indispensable establecer esta matización a la hora de hablar de clandestinidad en el siglo XVIII español. Nuestro pensamiento ilustrado, teniendo como tal el conjunto de las aportaciones ideológicas que se encuadran en el ámbito cultural de la Ilustración, sufrió situaciones de clandestinidad, pero no fue un pensamiento clandestino con todo lo que ello conlleva. Si aceptamos que el «hombre de bien», en tanto que modelo deseable para un ilustrado, es un reformista y no un revolucionario, consiguientemente debemos rechazar la utilización indiscriminada del término «clandestinidad» en relación con sus actuaciones e ideas.

Sin embargo, a lo largo del siglo XVIII encontramos una publicística que asume su condición de clandestinidad. Tal condición es consustancial   —332→   con la intención de unos textos que intentan, básicamente, cambiar el poder político en ocasiones o, con más frecuencia, que el mismo cambie de manos. Pero, en ambos casos, supone el rechazo de un sistema o de unos sujetos que arrinconan a los anónimos autores en la clandestinidad. Los magníficos estudios de Teófanes Egido3 han demostrado que la mayor parte de esta publicística tiene un sentido opuesto a las reformas políticas y sociales auspiciadas en buena medida por la cultura ilustrada. Debajo de muchos de tales textos se sitúa el llamado Partido Español, expresión política de quienes se oponían a las reformas que -con las debidas matizaciones- denominaremos ilustradas. Por ello, es lógico que los «hombres de bien», los individuos que fueron dando un sustento real a este modelo vital y filosófico, se mostraron ajenos a dicha publicística. Pero no solamente por su orientación ideológica o política -poco significativa en relación con un modelo no determinado en tal sentido-, sino también por los métodos, canales y destinatarios de esta misma publicística.

Teófanes Egido subraya las siguientes características del material libelístico, panfletario y satírico que él examina: A) La fugacidad: letrillas, octavas, pasquines..., frente a los tratados, discursos y proyectos ilustrados. B) Producción de tono menor: no afrontan un tema en términos globales como lo haría un ilustrado, sino en sus aspectos concretos, parciales y personales. C) El matiz personal: frente al debate no personalizado propio de un ilustrado, esta publicística tiene como objeto directo las personas, a las que se intenta denigrar de manera sistemática e irrazonable mediante un ataque violento y despiadado. Estos métodos, radicalmente rechazables para un «hombre de bien», encuentran sus cauces normales en unos géneros que por su carácter vulgar le son igualmente rechazables. El modelo delineado por José Cadalso forma parte de una élite para la que los cauces propios de una literatura de cordel constituyen una realidad despreciable. Y los desprecia porque el «hombre de bien» no trata de influir sobre los sectores populares o mayoritarios, sino   —333→   sobre la misma élite a la que él pertenece, la única capaz de encauzar a la sociedad a su perfeccionamiento. Por lo tanto, el «hombre de bien», aquel que busca mediante la moderación la mejora general en un clima de armonía, rechazaría esta literatura clandestina, más que por sus ideas, por su propia naturaleza.

Se me podrá objetar que no toda la literatura clandestina se reduce a libelos, sátiras o pasquines y que los mismos Jovellanos o José Cadalso se formaron en contacto con obras cultas, frecuentemente extranjeras, prohibidas o clandestinas. Ahora bien, de nuevo observamos una situación impuesta ante la que no se manifiesta un radical rechazo. Lejos de defender una auténtica libertad de expresión y circulación de ideas, los citados autores defendían su derecho a consultar tales obras que, sin embargo, deberían seguir siendo clandestinas para los que no pertenecieran a su élite. Según su propia mentalidad, ellos no cometían un acto clandestino y, por supuesto, no pugnaban por un sistema diferente en el que la consulta de tales libros jamás fuera clandestina. Optan por la mejora, el perfeccionamiento, de un sistema que les permite este «privilegio» -que revertiría indirectamente en la sociedad-, y no por la transformación del mismo que implicaría una previa conciencia de realizar un acto clandestino.

También se me podrá objetar que, a pesar de que el modelo del «hombre de bien» rechazara los métodos propios de la publicística del siglo XVIII -y de cualquier época-, los sujetos reales Jovellanos o José Cadalso siguiendo con el mismo ejemplo- no fueron consecuentes en este sentido. De hecho, el gaditano satirizó a sujetos reales hasta el punto de ganarse un destierro en Zaragoza, y el santo laico que a menudo parece ser Jovellanos utilizó recursos, métodos y cauces bastante vulgares para atacar, por ejemplo, a Vicente García de la Huerta y Juan Pablo Forner4. Aparte de la lógica distancia entre la realidad y lo que es tan sólo un modelo a imitar, no hay que olvidar que en ambos casos actúan más como individuos que como ilustrados. El «hombre de bien» trata de subordinar el primero al segundo, de controlar al máximo el genio individual consciente de que éste se encuentra presidido por pasiones e intereses capaces de dificultar la armonía general, la subordinación del yo al interés general. Pero ello no es siempre posible en la realidad   —334→   y los individuos Jovellanos y José Cadalso, en la medida que dejan de ser «hombres de bien», escriben anónimos textos con características y cauces propios de la clandestinidad. De hecho son anónimos por razones lógicas, por imposición, pero dudamos que los reivindicaran como tales, que los consideraran como algo propio y reivindicable.

Por otra parte, estos textos satíricos y clandestinos que circulaban en copias manuscritas o que se difundían oralmente servían para denigrar a las personas mediante la caricatura grotesca, pero nunca para una verdadera transmisión ideológica ni, por supuesto, para un análisis racional y equilibrado. Algunos ilustrados los utilizaron para sus rencillas personales, jamás para fundamentar y propagar el pensamiento ilustrado. Este requería un nivel y una profundidad incompatibles con unos textos fugaces que giraban en torno a pasiones y acusaciones primarias y repetidas machaconamente. La literatura clandestina estudiada por Teófanes Egido y otros es tan sólo un arma de combate que intenta manipular la opinión pública, nunca un vehículo de análisis como el que requería la Ilustración. Por ello, considero improcedente la confusión a la hora de trazar las bases de la Ilustración entre textos accidentalmente clandestinos y textos pensados y redactados clandestinamente. Los primeros sí contribuyeron a la misma y ahí está, por ejemplo, la influencia ejercida por numerosas obras foráneas. Pero los segundos, si guardan alguna relación con la configuración del pensamiento ilustrado, se circunscribe a los aspectos más superficiales de una dialéctica cultural que a menudo queda reducida a un mero enfrentamiento personal.

La armonía a la que constantemente aspira el «hombre de bien» supone una voluntad de integración a todos los niveles. No hay en él un rechazo a las realidades heterogéneas o a las diferencias entre los distintos elementos que integran la sociedad. Sin embargo, se ignora o rechaza lo marginal. Las razones de esta actitud son varias, pero fundamentalmente hay que relacionarlas con un individuo, con un modelo, que todavía cree en la validez de un sistema social perfectible mediante el mutuo acuerdo y sin ningún tipo ruptura. Desde esta perspectiva, el «hombre de bien» no podría comprender la actitud de quien actuara clandestinamente, de quien no utilizara unos cauces previamente establecidos. Admite la posibilidad de que dichos cauces no tengan la fluidez debida, de que el individuo choque con la indiferencia de su sociedad o que ésta sea insensible. El Nuño de las Cartas Marruecas nos lo recuerda a menudo.   —335→   Pero ante esta situación cabe un cierto escepticismo y, sobre todo, el fortalecimiento de la «hombría de bien», nunca la marginación o el paso a una situación de clandestinidad que tratara de encontrar nuevos cauces. El «hombre de bien» no admite lo secreto, lo oculto, la conspiración, porque ello le llevaría a negar su propia identidad y admitir la imposibilidad real de un modelo ideal, de un desiderátum, que José Cadalso y otros autores fueron trazando abstrayéndose a menudo de unas peculiares circunstancias históricas e individuales. Por ello, la figura del «hombre de bien» acaba siendo en ocasiones un salvavidas frente a la realidad, un modelo ideal que trata de fortalecer al individuo frente al desmoronamiento de una sociedad que en las últimas décadas del siglo XVIII y primeras del siglo XIX acaba perdiendo toda armonía integradora, toda capacidad de ser perfectible sin ruptura.

En definitiva, quisiera subrayar la incompatibilidad del «hombre de bien» y el sujeto clandestino. Históricamente, los que guardaron alguna relación con el citado modelo no actuaron en la clandestinidad porque en su mayoría pertenecían a los círculos del poder. Pero cuando esta situación privilegiada dejó de darse, incluso cuando se vieron atacados o prohibidos, tampoco asumieron lo que suponía una verdadera clandestinidad. Siempre trataron de encontrar un hueco desde el cual seguir armonizando esfuerzos para el perfeccionamiento de un modelo social y cultural que se desmoronaba irremediablemente. Los últimos años de Jovellanos son una excelente prueba de esta actitud. El reconocimiento de tal situación no supone necesariamente, claro está, el paso a la clandestinidad, pero sí -por ejemplo- a un liberalismo que en cierta medida implica una ruptura con el modelo del «hombre de bien». Los grandes, y abstractos, principios de este último podían seguir siendo asumidos por el liberal, pero éste ya ha negado la posibilidad de una armonía total, ya no busca sólo el justo medio ni considera que la moderación sea un bien absoluto. El liberal admite el enfrentamiento en una sociedad real que no intenta reducir a un ideal de armonía, y dentro de ese enfrentamiento cabe -por desgracia muy a menudo- la postura del sujeto que asume todo lo que supone la verdadera clandestinidad. Pero con ello ya nos situamos en otra época completamente distinta a la que auspició el modelo del «hombre de bien», el cual nunca acabó siendo clandestino pero sí relegado a un puro ideal.





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