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ArribaAbajo Insolación y Morriña


Palique

(Madrid Cómico, n.º 325, 11-V 1889)

[...] Hablo de la última novela de Armando Palacio, de la cual he de escribir largo y tendido (así como de La puchera, de Pereda, y de Insolación, de la señora Pardo Bazán) en mi próximo folleto literario.

La hermana San Sulpicio es, en mi opinión humilde, la mejor novela de su autor, a pesar de tenerlas éste tales que le han dado fama dentro y fuera de España, hasta el punto de ser su nombre popular en América; a lo menos entre los aficionados a las letras españolas... y a las inglesas, mediante sendas traducciones de uno y otro libro de Palacio.

[...]

Insolación, de la ilustre por tantos conceptos doña Emilia Pardo Bazán, es libro que merece ser notado y puesto entre los pocos a que una crítica seria en el fondo, de veras imparcial, y enemiga de ganar amigos fácilmente con benevolencias perniciosas, debe atender, para juzgar con detenimiento. No es esto decir que Insolación sea excelente novela, antes opino que es la menos digna de encomio de cuantas ha escrito doña Emilia, aún contando con La tribuna y El cisne de Vilamorta; pero como el talento siempre es el talento, y vale más Homero roncando que el bobo de Coria ojo avizor, a pesar de todos los reparos que pienso poner a esta boutade pseudo erótica de la ilustre dama gallega, declaro que debe leerse, y que se lee de pocos tirones, y aún de uno solo, y que en general agrada allí lo dulce del canto más que la novedad del intento, al revés de lo que le pasó al trace Orfeo en el infierno.

No es para mí doña Emilia uno de los escritores más profundos, ni de más corazón, ni más sinceros de España; ni tampoco de los artistas de más inventiva, fecundidad y gracia, pero sí de los más valientes, instruidos, discretos, elegantes en el decir y modernos en el pensar... en algunas cosas.

Insolación, como hijo de tal padre (y madre), no es libro que pase cual uno de tantos. Es, a manera de vástago de sangre azul, menos gracioso que otros hermanos suyos, pero que como todos lleva en la fisonomía el sello de la raza. Es más, creo que a muchos ha de parecerles mejor que a mí, y que aquellas aventurillas de romería de San Isidro, etc., etc., han de tener admiradores de muy buena fe. Mas no es por eso por lo que recomiendo también la lectura de esta novela, sino por lo ya dicho. En cuanto a la casa editorial, no dudo que verá recompensados sus sacrificios (así se llama el dinero que va a manos ajenas), porque el público se apresurará en agotar las ediciones de un libro que tiene inusitada hermosura tipográfica, finísimos grabados y otras excelencias de este orden, amén de una fábula agradable y picante, que será salsa que gusten con todo deleite los aficionados a las letras.

Nada tiene esto que ver con la amistosa fraterna, y hasta filípica, y hasta berrina que yo me reservo para administrársela a mi buena amiga doña Emilia en... el loco citato, como dicen los eruditos en las notas.

Estoy dispuesto a hacer en adelante (después de todo, lo mismo que hasta la presente) justicia seca, escrupulosa, y para que me entiendan hasta los necios casi, pondré los puntos sobre las íes, en vez de valerme de pretericiones, eufemismos y otros recursillos de que me he valido muchas veces para dar a entender que ciertas cosas buenas no eran óptimas.

Y dispensen ustedes este palique tan seriote y otros que puedan llover por el estilo.

CLARÍN




Morriña

I


(Madrid Cómico, n.º 351, 9-XI-1889)

Si se me obligara a decir en pocas palabras lo que me parece la última novela publicada por doña Emilia Pardo Bazán, me explicaría así:

Morriña es un Hermann und Dorotea en prosa. Al decir en prosa no me refiero sólo a la ausencia de verso, no; quiero decir: un Herman (sic) y Dorotea sin poesía, o a lo más, con muy poca.

Sin poesía y con algo, y aún algos, de la

Pobre chica

la que tiene que servir,

y con mucho de lo otro que empieza:

Pobres amas, etc.

Y aunque es verdad que el mismo autor de Herman (sic) y Dorotea dijo aquello de: la mano que empuña el sábado la escoba es la que mejor acaricia el domingo, no se debe olvidar que hay escobas de escobas. En esta Morriña, a su ilustre autora le ha perjudicado el demasiado conocer sus documentos, como decíamos todos en nuestra juventud naturalista. Si no fuera doña Emilia, además de un sabio y un crítico, una perfecta ama de su casa, no sabría tantas cosas de cocina, y del modo de planchar unas camisolas, y limpiar muebles; ni habría profundizado tanto el pesimismo psicológico reinante respecto de lo malo que se ha puesto el servicio de criados; ni podría distinguir a las fregatrices por razas, prefiriendo para unas cosas a las de origen céltico y para otras a las de sangre de bereberes.

Es lo que tiene esto de ser una señora y ser toda una artista a la moderna, esto es, sabia. Doña Emilia, que sabe hasta etnología comparada, es muy capaz de ponerle la cuenta en la mano a una sirvienta, diciendo, v. gr.:

-Hija, los informes son buenos, pero ese maxilar no me gusta. Cambie usted de mandíbulas y hablaremos.



Es más, ya voy observando que no sólo las criadas necesitan tener los huesos así o asá; hasta los héroes de sus novelas procura doña Emilia que tengan las sienes de determinada forma, un poco hundidas. Ella sabrá por qué.

Fuera broma, lo cierto es que nosotros los varones, los señoritos de nuestras casas respectivas, nos encontramos un poco humillados cuando se nos entera tan al pormenor de los quehaceres propios del otro sexo. Yo, por mi parte, recuerdo el conocido episodio de la juventud del más bravo personaje de la literatura clásica, y temo que el encanto del arte, según doña Emilia, me degrade a tan femenil estado. No, y por algo lo digo. Ahí está mi querido amigo Sánchez Pérez que, sin fijarse en lo que hacía, y llevado por el contagio, se ha puesto a discutir en un artículo de crítica el punto... del punto de media.

Entre todas estas chirigotadas doña Emilia comprenderá que hay algo serio; que quiero decir que, como otras varias veces, se ha puesto a aplicar su talento a una materia baladí, tal vez sin plan, probablemente sin pensar antes de escribir en la composición. El vicio capital de Morriña es el asunto... tal como está tratado. De lo que hizo Goethe un idilio sublime, hace la señora Pardo Bazán, unos cuentos primorosos, zurcidos, y no digo zurcidos por alusión a los paños de perpunte (sic) de Horacio, sino por alusión a la cesta de la costura.

Todo eso está muy bien bordado, pero es trapo; y algo más debemos exigirle a quien sabe dar relieve a los bronces y se contenta con darnos realce de hilos montados sobre hilos.

Pongamos el caso de un lector formal, ocupado en pensamientos serios (que es claro que pueden ser de risa). Este lector, que estaba, v. gr., filosofando, recibe un libro de doña Emilia, y, es natural, al instante ¡a leerlo! (Doña Emilia enseña algo al más pintado). Y se encuentra con que tiene que ir de visitas de la ceca a la meca con una señora gallega, y tomar informes de criadas, y traerlas y llevarlas con el baúl acuestas, y ayudarlas a repasar calzoncillos y barrer y... ¿qué aprendemos con esto, señora? Ni siquiera a servir, porque eso sólo se aprende sobre el terreno. Y si se nos habla de que el arte no necesita enseñar, del arte por el arte... de la sustantividad de la belleza, contestamos que la belleza hubiera estado en aprovechar los elementos poéticos, dramáticos que asoman en la obra, y dejar arrinconadas todas esas barreduras pseudo-naturalistas de que está lleno el libro. Un escritor francés, joven y listo, Morín (sic), dice que en un libro reciente, La literature de tout à l'heure, que el naturalismo ya tiene, como castigo, la cola de las medianías, que le arrastra por el suelo de lo trivial y lo aburrido. Hay que tener mucho cuidado con no incorporarse a esa cola, que efectivamente existe. Doña Emilia escribe demasiadas novelas: su imaginación no es fecunda ni variada; ella no puede hacer lo que un Pérez Galdós, lo que un Zola y, mucho menos, doble de lo que ellos hacen. Dos novelas en cinco meses, ¡ahí es nada! Resulta que, a ratos, escribe por escribir, siempre discreta, siempre hábil, pero muchas veces fabrica encajes... de telarañas. Fíjese bien la ilustre dama, y haga caso de los que la queremos de veras por lo mucho que vale como escritora; no lo haga de este o el otro sietemesino literario, que le va diciendo, v. gr.; «¡Oh, señora, sublime, sublime! ¡Qué verismo y qué elegancia y qué esmero en el planchado! Sí, señora, créalo usted; ¡esas camisas de Rogelio están tan bien planchadas como las mías!».

En España hay una porción de caballeritos que, no sirviendo para otra cosa, ni siquiera para encontrar ripios, se dedican a la novela, según la antepenúltima moda de las medianías francesas; estos jóvenes son muy pegajosos, ya lo sé; pero no faltan maneras de sacudírselos de encima, y la más eficaz es recibirlos con malos modos cuando le vienen a uno con alabanzas.

Doña Emilia no siempre medita sus novelas. Joselina (sic), que es la peor de todas, con mucho, que es el antipático poema de una jamona atrasada de caricias, no tiene una sola nota poética, nada profundo ni ideal, nada que sea una ventana abierta sobre el ensueño, ¡y es historia de amor! Además, carece de composición, se acaba porque llega el verano y se marcha el tren de Galicia... lo cual también sucede en Morriña. Las novelas de doña Emilia se acaban ahora por la misma razón porque se suspenden las sesiones de las Cortes: porque el calor aprieta. No, eso no es imitar la naturaleza, ni coger pedazos de realidad, etc., no; hay que distinguir; eso es escribir deprisa y corriendo, y a salga lo que saliere.

Morriña, aparte ya lo que tiene de reglamento para el servicio doméstico, peca también por la composición, que, lejos de ser un hortus inclusus, como lo pedía su asunto (el asunto que pudo haber tenido; hermoso por cierto), es un portillo de camino real por donde pasa todo lo que se quiera. Acaba de mala manera, con episoditos y recursos arbitrarios, sin proporción en la medida del tiempo, con desprecio de las probables etapas de la pasión y sin cuidado alguno de la perspectiva, ni de la jerarquía de los términos (en sentido pictórico). En suma: la composición defectuosísima echa a perder los gérmenes de hermosura que aquí y allí se advierten, sobre todo en la primera mitad del libro.

El cual no deja de tener muchas cosas buenas. Por algo al principio dije que era un Hermann y Dorotea, aunque prosaico. No hubiera sido tan prosaico si Esclavitud hubiera seguido siendo siempre lo que al principio (¡cuánta belleza prometía!) y si Rogelio tuviera un poco más de sustancia, no digo juicio, sustancia, aunque fuera sustancia de cabeza de chorlito. Se puede ser memo..., pero no así, si se quiere servir para protagonista de una novela.

Sea como quiera, este artículo se hace largo, y aún tengo mucho que decir, por prisa que me dé, así de lo malo como de lo bueno de Morriña. No creo que doña Emilia sea tan frívola como su Rogelio, que tenía por pasto espiritual (y salía suspenso) justamente los periódicos en que yo escribo -MADRID CÓMICO, Los Madriles y La Ilustración Ibérica-; pero si por casualidad lee este articulejo, sé que, gracias a la fortaleza de su ánimo, tendrá paciencia para aguardar, sin prejuzgar mi juicio, a que yo concluya dentro de ocho días, y sólo entonces decidir si me he de tomar a mal o no toda esta franqueza, a que ella no está muy acostumbrada, pero cuya intención pura bien saben Dios y el Santísimo Cristo de Candás que en mí existe y persiste.

CLARÍN

(Se continuará).




Morriña221

II


(Madrid Cómico, n.º 353, 23-XI-1889)

Es cierto que no hay seres, por insignificantes que parezcan, que no sean dignos del arte; por este respecto, ningún asunto es demasiado humilde. Pero en las relaciones de los seres las hay significativas e indiferentes, sugestivas y mudas; y por este respecto no sirven para el arte multitud de relaciones, multitud de asuntos. En Morriña, la acción que, aunque lenta y a cada paso detenida por incidentes opacos y fríos, se anunciaba interesante (en la descripción del hogar tibio y sereno de los Pardiñas, y en la llegada de la sirviente gallega, que buscaba una especie de patria de invernáculo en aquel tranquilo hogar), poco a poco va perdiendo su transparencia, los episodios sosos y arbitrarios le van echando jarros de agua fría, y por fin la arrastran consigo al arroyo por donde corren los desperdicios livianos de cien cosas de poca monta. Es Morriña buena toda ella para empezar; y, pese a las violencias ejecutivas del autor, ni porque Rogelio se examine y tome el tren de Galicia, ni porque Esclavitud se mate, no sabemos cómo se ha dado un paso realmente en la vida artística del argumento.

Suponer acontecimientos incongruentes, estéticamente, para forzar con mayor o menor verosimilitud el desenlace de una trama poética lo hace cualquiera, y por eso el espejismo de la vanidad transforma en novelistas a tantos ciudadanos que no osarían escribir como poetas. Yo no puedo suponer que doña Emilia Pardo se engañe a sí misma, como sin querer habrá engañado a otros con sus doctrinas estéticas, sacando falsas consecuencias de la idea, acertada en un punto, del arte que imita la realidad hasta en el movimiento de su vida, prefiriendo a un ritmo chillón artificioso y cargante a la larga, como el de una polca, el ritmo más complicado, menos ostensible, nada ostentoso, que el pensamiento reflexivo y observador cree descubrir en la savia del mundo, como Pitágoras pretendía oír la armonía de las esferas. Así como la teoría wagneriana no puede servir para que inventen música los que no saben sus leyes, así tampoco se puede entender por arte naturalista el que abandona las complicadísimas y arduas reglas de la composición, con pretexto de hacer las cosas como Dios permite que sean, o que parezcan. No, no creo que D.ª Emilia se haya deslumbrado a sí misma con sus propias teorías; lo que creo que habrá sucedido es muy otra cosa.

A mi entender, cambió la idea general de su poema; vio a Esclavitud, vio su morriña, y al paliativo original (y bien hermoso y natural y digno de mejor libro) de aliviar la nostalgia sirviendo en casa de gallegos; vio a Rogelio y a su madre en su tranquila vivienda... y se puso a escribir; le salieron al paso los amigos curiales, y los aprovechó, tal vez con cierto propósito simbólico que me ha hecho muchísima gracia; y con esto y lo que ella sabe del servicio madrileño y los caballos de lujo y los muebles y vestidos cursis y elegantes, allá va una leyenda amorosa... Pero ¿adónde va? Artísticamente, a ninguna parte. Esclavitud se malogra en la pasividad, detrás de un telón que no tiene nada que ver con los velos homéricos (porque justamente cuando llega la hora de los velos, D.ª Emilia más bien sigue la conducta de Efestos, o dígase Vulcano, con su adúltera esposa y con Marte). Las pretericiones y elipsis en la composición de una trama poética no han de ser tales que el lector le llegue a importar un bledo de los personajes a fuerza de no verlos. Mientras D.ª Emilia se entretiene con la sordera, bastante graciosa, aunque demasiado subrayada, del Sr. de Candás, y con las groserías ridículas de su mujer Pecha (muy bien pintada en pocas palabras), y con la descripción acertadísima de Nuño Rasura, digno de Gavarni, y con otros tipos y cosas de puro accidente, allí se está Esclavitud en la cocina o donde sea, sin que nosotros acabemos de conocerla ni podamos interesarnos por su suerte. Se puede huir de la psicología y de la fisiología, pero no tanto. El suicidio de la pobre chica llega tan sin preparación del patos, que lo leemos como la noticia de la muerte del mandarín de la China.

En otra parte he dicho que Rogelio vale mucho más que el buen mozo de Insolación, y así es verdad; pero tal vez fuera mejor decir eso así: el seductor de Insolación vale mucho menos que Rogelio. Rogelio es uno de tantos chicos como tiene uno que dejar suspensos por Junio; alegre, vivaracho, nerviosillo, mimado, lector de MADRID CÓMICO (y de algo más, porque habla en culto y con gracia, por broma, y eso no se aprende leyéndonos a nosotros); tan insignificante a pesar de la cuenta, como la jaca de que su madre quiere verle enamorado. Pero no es antipático estéticamente, no repugna como el otro, como ese andaluzote de infelice recordación.

La señora de Pardiñas es acaso la figura, entre las principales, mejor pensada y más viva; su amor maternal, sobre todo en las escenas primeras del libro, produce efectos de ternura legítima, artística. ¡Lástima que después se mueva en el vacío! Siempre nos encontramos con lo mismo en esta novela: la estática bien, la dinámica muy mal.

En los amores de Esclavitud y de Rogelio hay algo hermoso: el comienzo picante sin malicia de sus relaciones; la escena de las camisolas y la que anuncia lo que deja entrever (y que no llega). Después también hay algunos rasgos bien sentidos y expresados, naturales y fuertes en sus cuchicheos durante las horas en vela junto al lecho de la madre enferma. Pero en eso mismo hay muchas partes del diálogo inverosímiles, otras amaneradas y otras insignificantes y falsas. Y después, nada. Papel lleno de tinta y grabados bonitos. La prótasis, bien, diría D. Hermógenes, pero la catástrofe muy mal.

El lenguaje de D.ª Emilia es siempre correcto, abundante, y esta vez el uso del Diccionario no degenera en abuso: pocas veces ha escrito con tanta naturalidad y tan a lo llano. Sin embargo, voy a permitirme algunas consultas; no lecciones, consultas, porque tratándose de quien puede ser mi maestro, y de hecho lo está siendo hace muchos años, yo no he de osar presentarle mis reparos con otro nombre.

D.ª Emilia dice: Terminar de. ¿Se puede eso decir en buen castellano? ¿Se puede usar el gerundio como lo usa ella muchas veces en este libro? ¿Se puede decir desandó por desanduvo, como dice D.ª Emilia dos veces, como en su colección La dama joven, y otra no recuerdo dónde? Significa algo lo que en Morriña leo de la personalidad de la narración.

Estas son preguntas, consultas.

Ahora observaciones: creo que no es natural que la criadita gallega hable de melancolías, ni que un estudiante de Madrid llame la conferencia a la explicación de clase. Tampoco me gusta que un estilista como D.ª Emilia, en una obra de arte, hable de la vida de relación. Y, por último, ciertos atrevimientos sintáxicos que me agradan por la novedad del contento, no me gustan por lo poco dulce del canto. En Insolación abundan y en Morriña no faltan las muletillas del vulgacho, los ripios que la moda de la necedad pone en boca de la gente ordinaria (que bien pueden ser duquesas). Cabe en el arte el hablar pintoresco y rudo y caliente del pueblo, pero no caben esas latas y esos tomar el pelo y demás sandeces y absurdos de la necedad hablada. Tan mal como parecen en labios de una señorita esas agudezas colectivas de plazuela, parecen en la pluma de un artista. Zola, que ha admitido en sus novelas el lenguaje de la taberna, no ha estampado nunca ni una palabra de esas que tanto abundan en la jerga de cafés y calles de París y... hasta en ciertos periódicos.

Si he de decir la verdad, el poco tacto con que D.ª Emilia emplea los tonos familiares de estilo y las licencias del buen humor, se debe a que en ella no es espontáneo jamás el arranque festivo; más diré, la gracia y el chiste no son de su reino, como lo son el discreto y la observación aguda y cierta jovial franqueza que ella hace mal en confundir con lo cómico, ni siquiera con lo satírico. En cuanto D.ª Emilia quiere ser graciosa y desenfadada, aparece (y desaparece el artista) la señora española clara como el agua, discreta y franca y benévolamente socarrona... pero esto no tiene nada que ver con la poesía ni con ninguno de sus géneros en prosa o en verso. De todo lo cual, y es a lo que íbamos, se resiente el estilo, que se hace afectado, o de una agudeza antiestética, extraña al arte, cuando la Pardo Bazán se mete a ser maliciosa, o cáustica o cómica o familiar a lo alegre y desenfadado... Y basta. ¡Síntesis! (como diría Fabié). Morriña me gusta más que Insolación y menos que todas las demás novelas de D.ª Emilia, aún contando con La tribuna y El cisne de Vilamorta. El estilo y el lenguaje bien, como siempre, y en algún respecto, mejor que nunca. Mis esperanzas en pie, y la ilustre escritora tan digna como siempre de respeto, admiración y simpatía.

No olvidemos nunca esto:

¡Es única!

CLARÍN




Emilia Pardo Bazán y sus últimas obras

(Museum (Mi revista). Folletos literarios, VII, Madrid, Fernando Fe, 1890, págs. 51-88)


Desdemona.-
What would'st write of me if thou should'st praise me.
Iago.-
O gentle lady, do not put me to't;
For I am nothing if not critical.

(SHAKESPEARE)                



I

Acaba de publicarse en París, en traducción debida al Sr. A. Dietrich, la interesante obra titulada Madame de Staël, sus amigos y su importancia en la política y en la literatura, que escribió en alemán, y dio a luz el año pasa do la condesa Leyden, lady Blennerhasset. Acuérdome de esto, porque al empezar la presente revista, cuyo asunto ha de ser el carácter literario de una dama, me vino al ánimo así como un disparatado deseo de convertirme, por pocas horas a lo menos, en mujer, para juzgar a mi ilustre amiga la señora Pardo Bazán. Si el crítico, o quien haga sus veces, ha de procurar en lo posible ponerse en el lugar y en el caso del autor que estudia; si la verdadera imparcialidad y simpatía estética piden esa especie de avatar que tantas veces han recomendado los mismos críticos, aún los menos amigos de abandonar su personalidad, es claro que para comprender bien a un artista, a un literato... mujer, sería gran ventaja convertirse en hembra222. Yo soy del mismo siglo, del mismo pueblo, de la misma generación, probablemente de la misma raza que doña Emilia Pardo, pero no soy del mismo sexo; no juzgo extraño nada humano, pero sí todo lo femenino. En definitiva, tal vez sólo una mujer comprende a una mujer. Así se explicará acaso que lady Blennerhasset vuelva a entusiasmarse con los méritos, no sólo literarios, sino hasta políticos, de la hija de Necker, y pretenda renovar la admiración y casi idolatría que la tributaron algunos, muchos de sus contemporáneos más ilustres, como Cabanis, Sismondi, B. Constant, Werner, G. Schlegell, etc., etc. Hoy, en general, no corren tan buenos vientos para la fama de Corina, y en nada anuncia una de esas restauraciones de gloria que suele ofrecernos la historia de las letras, como, v. gr., la que cierta parte de la juventud poética procura en Francia para Lamartine y para Chateaubriand. Hoy lo común es tener por elegantes los desdenes de Byron para con su colega hembra, y perdonar, por lo graciosas, las desfachatadas salidas de Heine, en que este verdadero poeta mezcla el romanticismo y los muslos de Schlegell con las correlativas prendas personales de Madame Staël. Sí, tal vez para comprender por completo a Madame Staël hay que ser una señora, o por lo menos Benjamín Constant.

Sea por mostrarse muy varonil, o por imitar a Rivarol y a Heine, el crítico italiano de nuestros días, G. Chiarini, declara que Mme. Staël le parece un enfant terrible. Thiers había dicho de ella que era una perfecta medianía, y Chiarini, apurando la letra, añade que no es simpática, en suma, ni considerada como escritora, ni en familia, ni en el Estado, pues le faltan siempre las cualidades que hacen amable a una mujer: la gracia, el afecto, la sencillez.

No temo yo caer en las exageraciones de Chiarini, ni ser tan injusto al tratar de la que, como todo es relativo, pudiéramos llamar, por lo que toca al mérito, la petite Mme. Staël de nuestra presente literatura española; pero insisto en lo bien que me hubiera venido ser hembra por algunas horas; porque me da el corazón que, no siéndolo, no he de poder apreciar todo el valor que debe de haber en la ilustre gallega. El hombre, según está educado hoy por hoy, lo que más estima en la mujer, dígalo o no, es el sexo, el sexo contrario; el mismo San Pablo, a pesar de su castidad probada, excluía a las hembras de las funciones sacerdotales, siguiendo el mismo instinto que hoy todavía nos hace mirar con desdén mal disimulado todo lo que en la mujer tiene algo de hombre, y que viene a ser como una resta del eterno femenino. La mujer era finis familiae para el romano, se la excluía de ciertas responsabilidades por debilidad del sexo. El ciudadano que para meter en casa a la esposa la cogía en brazos, sabía cuán liviana era la carga, sabía lo que pesaba, como decía L' homme que rit de Víctor Hugo a los Pares ingleses. Es más: la mujer no debiera ofenderse, aún teniendo motivos para ser varonil, y hasta hombruna, ante esta predilección del macho por todo lo femenino. No se olvide que el macho de la mujer es el homo sapiens, un espíritu, como decimos; y como el sexo llega al espíritu, lo que la mujer amasculinada le resta, le roba al hombre, siendo menos hembra, puede ser cosa nada grosera, nada prosaica, sin dejar de ser sexual. Esto es lo que no quieren o tal vez no pueden comprender las mujeres varoniles: que nosotros, aún en presencia del más robusto ingenio, ante la más acreditada fama de un talento de hombre superior... en una mujer, suspiremos por algo que falta, que sin duda sobra para que aquella mujer sea lo que quiere, pero que falta para que haya allí todo lo femenino ideal que tanto necesitamos los que somos masculinos completamente. Por eso yo quería ser mujer para apreciar a otra mujer; porque las señoras, como es natural, le encuentran más gracia al género masculino que nosotros, lo que tenga de hombre una compañera de sexo, sabrán estimarlo en lo que vale. Yo, ni siquiera en mis funciones de crítico, aunque indigno, puedo ser, ni quiero ser, andrógino; y por eso, a mi pesar, muchas veces estaré tachando en doña Emilia cualidades que estarán muy en su sitio, y echando de menos otras a las que, aunque buenas en sí, se las pueda aplicar lo de non erat hic locus. No dudo, no, que muchas veces la eminente literata de quien hablo habrá calificado, en su criterio superior, de verdaderas impertinencias los reparos que yo y otros como yo solemos poner a sus escritos. Es claro: la juzgamos como mujer que escribe... y no es eso. Figurémonos que es un hombre, y muchas de nuestras objeciones vendrán por tierra.

Porque hay que advertir que nada de lo dicho se refiere a las mujeres que en literatura o cualquier otro arte producen como hembras. Eso es otra cosa. El arte no es masculino; un poeta puede ser varón o hembra; la mujer que canta, pinta, toca, traslada al papel la belleza que imagina y siente, en nada abdica de su sexo, no es por esto virago, ni hombruna, ni nada de esto, no. Tan propio es de la mujer como del hombre el producir lo bello. Pero el caso de Mme. Staël y el de nuestra crítica gallega es otro; éstas son mujeres que en el arte y en la ciencia producen como hombres... algo afeminados a veces. Para mí, Safo, según la pintan y según los fragmentos que se le atribuyen, es toda ella hembra, cualquiera que fuese el objeto de sus amores; Jorge Sand en general, y a pesar de cierto carácter tendencioso de algunas de sus obras y a pesar de las formas puramente exteriores, sociales, de parte de su vida, es un novelista femenino; multitud de damas escriben hoy en verso y prosa en Inglaterra, Italia, Alemania, etc., y muchas de ellas escriben como mujeres; pero doña Emilia Pardo Bazán escribe a lo hombre, y así hay que ver lo para apreciar su mucho mérito; porque si nos empeñáramos en buscar en ella la inspiración femenina, el estilo femenino, caeríamos en la injusticia de decir que nuestra escritora no tiene estilo ni tiene inspiración. Produce como un hombre... algo cominero, en eso estamos; así es como vale, como vale tanto...; pero así es también como los críticos varones echamos de menos en ella algo que tanto nos agrada encontrar en todas partes: la mujer.

¿Tiene una señora derecho a escribir como un hombre? Es indudable. Como llegará a tenerlo para sentarse en el Congreso. Al hombre le quedará el recurso de no casarse con una diputada. Doña Emilia tiene derecho a saber todo lo que sabe, a sacar las consecuencias de una educación literaria y hasta casi podría decirse científica, de que suelen carecer nuestros más renombrados escritores; tiene derecho, además, a emplear su talento robusto, sutil, flexible, variado, en el estudio de los muchos asuntos sociales, artísticos y de cien órdenes que despiertan su curiosidad y atraen su atención. A nosotros, si queremos ser imparciales, no nos queda más recurso que reconocer ese talento, lo acertado de su empleo, y el mérito excepcional de haber podido cultivar en el suelo de España, sin medio ambiente adecuado, esa rarísima flor que se llama una sabia española en el siglo XIX. Porque no se olvide que doña Emilia es única; pues es claro que no se han de contar las poetisas y novelistas que andan disparatando por esos periódicos de modas; a las tales, como aludiéndolas en montón no se las ofende, que mejor estaban cosiendo.

Sí, la señora Pardo Bazán sabe mucho. Ha leído sin descanso desde niña, ha leído con inteligencia perspicaz, con criterio sano, y propio hace mucho tiempo, con discreción y gusto; además ha vivido, ha observado, ha admirado, ha tenido entusiasmos y desengaños, curiosidades y repugnancias; su correspondencia, sus viajes, le han enseñado mucho también, y si no es un gran sabio especial en nada, puede hablar con fundamento de muchas cosas. En todo país sería una de las más poderosas cabezas; en España es una verdadera maravilla. Porque advierto que, a pesar de ciertos insignificantes lapsus, que no hablan de lo que ignora, sino de lo que se precipita, doña Emilia, al revés de tantos otros... sabe más de lo que parece.

Es claro que cuando se dice que una mujer escribe como un hombre, no se ha de entender que pierde todas las cualidades del sexo: como una mujer vestida de hombre no deja de parecer mujer; pero así como ésta a los hombres a que más se parece es a los que se parecen a las mujeres, así la escritora varonil... semeja a los literatos afeminados. Y cualquier persona de gusto sabe que lo afeminado y lo femenino son cosas muy diferentes. Por todo lo cual no hay contradicción entre afirmar los caracteres masculinos de nuestra escritora y reconocer después, como se ha de hacer varias veces, lo afeminado de alguno de esos caracteres. En su misma sabiduría, que acabo de ensalzar como se merece, hay algo de esto. En la sabiduría, lo más femenino suele ser la erudición, y en la erudición lo más afeminado la curiosidad y la ostentación. Empiezo por esto. Cuando decía antes que doña Emilia sabe más de lo que parece, no quise decir, y no lo dije, más de lo que aparenta. Ya se sabe que en toda ostentación el aparentar, que es del que ostenta, no coincide con el parecer, que es de los demás. Doña Emilia aparenta saber mucho; después, a la malicia y a la envidia que cavilan, les parece que no debe de saber tanto...; pues bien, se equivocan: sabe todo eso223. ¿Y es pura vanidad esa ostentación? No; es coquetería, una cualidad femenina que conserva la mujer aún en sus funciones de hombre: coquetería que en quien al fin es una dama, es natural, innata, graciosa, pudiera decirse; que sólo es repugnante en esos hombres de verdad que se llaman ratones de biblioteca, verdaderos maricas o ninfos, como los llamaría Campoamor, del arte y de la ciencia. Es verdad, sí; doña Emilia hace alarde, pero con tino, de saber muchas cosas, como lo harían muchos varones... si las supieran. No se olvide que hoy entre nosotros escasean los pedantes, porque hay muchos literatos para quienes D. Hermógenes sería un sabio de veras. Muchas de las enemistades literarias que han surgido contra la señora Pardo Bazán tienen su origen en la envidia de varios barbudos sujetos, que no pueden llevar con paciencia que sepa más que ellos una señora de la Coruña. No participando de esa envidia, nada más fácil que tolerar las coqueterías eruditas de la ilustre polígrafa, que son inocentes, pues no consisten en falsedades. Por otra parte, aunque la erudición de la Pardo Bazán tenga que ser la más de las veces de segunda mano, aún así es utilísima, pues ya se sabe que escritores del género de doña Emilia tienen por oficio principal propagar y divulgar, explicándolas claramente, con valor y fuerza, doctrinas ajenas. Nuestra polígrafa es también aficionada en extremo a la novedad, a las modas, y esto se da la mano con la cualidad de escritor afeminado de que se hablaba antes, a saber: la curiosidad. La curiosidad y la pasión por lo nuevo de esta ilustre señora han tenido influencia favorable en parte, y en parte perjudicial, sobre la literatura contemporánea española, y a la misma Pardo Bazán le han producido ventajas y desventajas. El cambio de gusto y de la opinión que en estos últimos quince años se ha realizado en el público español, se debe en gran parte al entusiasmo, a la actividad, a los esfuerzos y persuasiva inteligencia de esta mujer excepcional; su Cuestión palpitante, sin ser un libro profundo, ni mucho menos, sin pertenecer siquiera al género de la crítica delicada, esotérica, para pocos, es una obra notable, y que por su misma ligereza, y hasta cierto punto vulgaridad, ha servido para la transformación de que se trata; es un libro algo superficial, pero de mucho sentido, sano, fuerte, persuasivo y lleno de noticias que cogían de nuevas a la mayor parte de los lectores de esta tierra. Doña Emilia tiene cualidades excelentes para intervenir y triunfar en esas polémicas populares en que el vulgo se erige en jurado, muy contento de fallar en materias especulativas, jugando al ateniense. Esos triunfos y el carácter han hecho en esta distinguida mujer un hábito el discurrir y disertar en el ágora; su dominio del idioma le da armas y pertrechos para triunfar de todas las dificultades que el pensamiento suele oponer a la expresión; ella dice con perfecta claridad todo lo que tiene que decir... y no dice más. Tiene la facilidad, la transparencia, la plasticidad del orador de raza, y con todo esto la falta de más allá, de claire de lune psicológico, de misteriosas perspectivas ideales, que también suelen faltar en los oradores y que, de tenerlos, les perjudicarían. Así como una mujer hermosa de cuerpo no deja en casa nada de su hermosura, doña Emilia lleva consigo, en sus obras, todo lo que vale. Es todo aquello, que nada más que aquello. Este modo de ser, que yo llamaría excesivamente latino, la hace deslucir más que nunca cuando se trata de asuntos religiosos. La religión, que es principalmente la capacidad de enamorarse del misterio, es lo más flojo en doña Emilia, considerada como pensador y artista, a pesar de sus oportunismos católicos y neo-católicos y de sus dilettantismos italianos, que a ella le parecen a lo Mme. Gervasais nada más que porque no son a lo Chauteaubriand. Doña Emilia pretende hacer con el arte cristiano lo que su amigo Goncourt con el Japón; pero éste nunca dijo que creía en los dioses que, según Loti, ya hacen reír a los peregrinos provincianos que van a la Ciudad Sagrada a adorar los monstruos que inventó la imaginación de sus antepasados. En mi sentir, es el de doña Emilia un espíritu laico por excelencia; pero tenga el consuelo de que en esta idiosincrasia la acompañan muchos Obispos.

Mas recojo velas, porque, a partir de la idea empecatada de querer convertirme en mujer para apreciar los méritos varoniles de la Pardo Bazán, de una en otra, me he separado cien leguas del propósito directo de este artículo, que es referirme a las últimas obras de mi ilustre amiga.

Lo que dejo incompleto en el desarrollo lógico de lo que va apuntado, volverá a darme asunto para el discurso en varias materias de las que tengo que tratar en el examen de las novelas más recientes de doña Emilia.

Acerca de Morriña, que en mi opinión vale algo más que Insolación, he de decir poco, pues en Madrid Cómico he dedicado a tal novela varios artículos.

Además, Morriña peca por deficiencia, por saber a poco y algo a soso, y de esto no nacen grandes disquisiciones, sino votos porque Dios mejore sus horas. Pero los defectos de Insolación son de un género que pide examen algo detenido.




II

A los que afirman que divido a los autores en buenos y malos, y hasta en amigos y enemigos, para alabar todo lo que hacen los que admiro y quiero, y despreciar todo lo que emprenden los otros; a esos maldicientes, a cuyas injusticias estoy acostumbrado, les suplico que se sirvan pasar los ojos por los renglones que siguen para ver cómo de uno de los escritores españoles que más estimo, uno de aquellos a quien debo más amistad literaria, si vale hablar así, y hasta repetidos elogios, que nunca pude merecer, voy a atreverme a decir que sus últimas novelas no me parecen tan excelentes como yo quisiera que fuese cuanto sale de tan gallarda, noble y elegante pluma224.

Doña Emilia Pardo Bazán ha oído una y otra vez alabanzas tributadas por este humilde periodista, por la sencilla razón de que ella las merecía; hemos llegado a ser amigos por cierta concordancia de opiniones literarias y de gusto en materia estética, y no al revés, como suele suceder en las camarillas y en los compadrazgos de las letras, donde se ve frecuentemente que personas unidas por vínculos del todo extraños al arte, como la política, la idea religiosa, el espíritu de cuerpo, etc., etc., se amparan y asocian en literatura y forman verdaderas compañías de seguros contra toda clase de percances, como silbas, desdenes del público, censuras justas y contundentes de la crítica y otras catástrofes por el estilo.

Es más: cuando se empezó por acá a decir que había un naturalismo español, muchas veces mi nombre iba al lado del nombre ilustre de esta dama, y de otros pocos también ilustres; y amigos y enemigos, dentro y fuera de España, parecían tener empeño en que sus insinuaciones sirvieran a unos cuantos para animarse a formar una escuela, un bando por lo menos, y a uniformarse y caer en la tentación clasificadora, a que tan aficionado es el vulgo de los que se dedican a escribir o leer libros de arte.

Pues bien; ninguno de los que figuraban en ese grupo de realistas o naturalistas españoles, que algunos críticos primero, y el público después, se empeñaron en reconocer, hizo nada por procurar la verdadera formación de una escuela, o lo que fuera; y todos, mirando más adentro, y viendo grandes diferencias y larguísimas distancias en lo que parecía la misma cosa en conjunto a los que miraban desde lejos, se abstuvieron de formular artificiosas generalizaciones, prefiriendo a todos los realismos la realidad; y la realidad era que hay mundos de diferencia, v. gr., entre Pereda y Emilia Pardo Bazán. Entre Galdós y todos los demás novelistas españoles, entre Armando Palacio y cualquier novelista contemporáneo. La amistad que entre unos y otros puede existir, originada tal vez por el trato literario, nada tiene que ver, tal como ha llegado a ser, con nada que se parezca a escuela ni con cien leguas. Cuando Emilia Pardo Bazán publicó en La Época, y luego en un tomo, la primer obra que la hizo popular, La cuestión palpitante, fui de los primeros que llamaron la atención del público hacia aquellos artículos, que en cualquier país hubieran sido notables y en España eran verdaderamente extraordinarios, y más si se atendía al sexo del autor. Llegó mi entusiasmo a escribir un prólogo para el afortunado volumen, por el cual supieron muchos aquí, no sólo qué era la modernísima novela francesa, sino algo de lo que es en general el arte literario contemporáneo. Pero ni entonces, ni ahora, ni nunca, supuso tal afinidad de algunas ideas, trato ni contrato de especie alguna, alianza ofensiva ni defensiva entre este humilde gacetillero y doña Emilia Pardo, de la cual me separan y hasta alejan muchos más pensamientos y más importantes que aquellos, nunca muy analizados y depurados, en que, grosso modo a lo menos estamos conformes.

Digo todo esto para probar la imparcialidad con que siempre he podido apreciar los méritos excepcionales de esta mujer, única en España, como ya tengo escrito. Sí, tan única, y por esto tan digna de consideración y respeto, que si no fuera porque la verdad nunca puede lastimar a los nobles espíritus, hasta creería que era un homenaje que se le debía por sus méritos, la atenuación del juicio desfavorable que pudiera merecernos cualquier elemento de su producción artística, o de su gusto estético, o de su manera de entender la vida de la sociedad, etc., acerca del cual ella pudiera mantener alguna de esas queridas ilusiones de que la mujer, sea quien sea, prescinda aún con más trabajo que su débil compañero el hombre.

Si en lo que he escrito antes de ahora, o en lo que escriba en adelante, señalando ciertas reservas respecto de doña Emilia en cuanto artista de la novela, pudiera haber algo que le sirviera de mortificación, todo lo borro, y sólo mantengo aquello que signifique la fiel expresión de mi juicio, la verdad de lo que pienso; lo cual no cabe que hiera el amor propio de dama tan elevada por encima de vulgares aprensiones, de rencorcillos que se guardan, como alfiler en acerico, en el corazón, para pinchar en algún día al moro muerto con tamañas lanzadas.

La amistad y el consorcio de las ideas entre las almas bien nacidas y propiamente serias llegan a un punto, si cierta edad las acompaña, en que se deben esa austera y última sinceridad pura, que consiste en reconocer fielmente y declarar el aislamiento en que, por necesidad, viven todos los espíritus, y más los que algo piensan y aspiran a ganarse por su propio esfuerzo una verdadera personalidad bien consciente. El efecto y la simpatía que subsisten después de reconocidos y explorados estos mares que separan las almas, como islas de islas, valen más que todos los entusiasmos de concordancias nebulosas, amañadas sin clara conciencia del amaño, y que después de desvanecidos, por no querer confesarlo, dan ocasión a menudas perfidias, a cavilosidades y alevosías y picotazos de liliputienses.

Muchas novelas lleva escritas doña Emilia; la primera, que a penas es novela, revela su gran talento, pero no un artista verdadero; tiene un grave defecto: aquel rebuscado modo de decir, disculpable coquetería de una mujer que se encontró, aún muy joven, sabiendo más diccionario y más clásicos que la mayor parte de los doctos y ya maduros académicos.

La segunda novela, Un viaje de novios, es, contando con todo en suma, la mejor de las suyas; inferior, con mucho, en lo que atañe a la habilidad técnica que cabe adquirir y mejorar, a otros libros posteriores del mismo autor, a todos excede en lo que más importa, en inspiración, en gracia, novedad y fuerza, en la frescura de ser flor de ingenio, de esas que vienen no se sabe de qué abismos del alma, donde germina la genuina vegetación del arte. No importa que en Un viaje de novios la mano de obra, por inexperiencia, eche a perder bastantes cosas, malogre algunos efectos artísticos; la idea original, fuerte, graciosa y fresca, allí está, y puede en cualquier tiempo producir gran impresión en lectores despreocupados.

Todo lo que en punto a novelas siguió a Un viaje de novios, fue de menos valor, sin que revelase progreso del savoir faire en doña Emilia, hasta que llegaron Los pazos de Ulloa, en donde hay, entre mucho mediano, algo de veras bueno, de lo que no se hace con recetas caseras de crítica económica para uso de las familias que quieren tener un novelista en casa. En esta novela, y en su segunda parte, se vuelven a revelar las esperanzas que Un viaje de novios hizo concebir. En Insolación, el savoir faire sigue sus progresos; pero la inspiración no aparece ni en una sola página. En lo que el hacer novelas puede parecerse a hacer puntillas de hilo y encajes finos, Insolación no tiene rival; pero no hay en todo este libro nada que nos hable del alma de un verdadero artista. Es una historia amorosa que ni una vez nos recuerda el verdadero amor; es un libro de tonos alegres, que tiende a lo cómico y a lo humorístico... y ni una sola vez nos hace reír, ni sonreír apenas. La romería de San Isidro sí es cosa divertida, y pintoresca y característica; pero tal como la presenta Insolación, no.

Uno de los preceptos más importantes de las reglas eternas del arte no suele mencionarse en los tratados, pero va supuesto y es muy sencillo: hay que dar en el clavo. Insolación no da en el clavo.

Ni hace sentir ni hace pensar; no excita ni llanto ni risa; se asiste a las torpes y vulgares aventuras de la gallega de maimón y del andaluz de pastaflora, como se oye hablar de los escándalos de una pareja desconocida, con una débil curiosidad genérica, que distraerá y deshará cualquiera otra serie de fenómenos que la casualidad nos ofrezca en los azares de la calle.

Asís Taboada no es nadie; Pacheco es un imbécil de Sevilla, que a los que no nos enamoramos de las personas porque tengan las sienes algo cóncavas, no nos parece más que un revulsivo confitado. Hay en todos los amores de estos dos, para el lector, una sensación semejante a la de estar comiendo huevos hilados, secos, todo el día, o mazapán de Toledo con sabor a la caja, o bizcochón viejo... En fin, yo no sé cómo decirlo, pero El cisne de Vilamorta era un terrón de sal comparado con este Pacheco que tanta gracia le hace a doña Asís la viuda...

Pero antes de continuar y poner un poco de orden en esta verrina literaria, una observación en forma de pregunta: ¿en qué consiste que, a pesar de todo, Insolación se deja leer, y no de muchos tirones? Consiste en muchas causas. La novela es corta, de tono ligero, de hermosa y simpática forma tipográfica, una edición de un lujo inusitado en España, y que honra a la casa Ramírez; el asunto promete, el crédito del autor promete más, y se va leyendo, leyendo con la esperanza de que más adelante venga lo bueno. Por desgracia, lo bueno se quedó por allá esta vez. No tardará en presentarse. Además, hay aquello del savoir faire que antes decía, en lo accesorio, en lo que es pura curiosidad, v. gr., descripción documentada de costumbres distinguidas, de bibelots y cosas de comer y de vestir, etc., etc.; en la observación superficial, pero ingeniosa, de pormenores sociales; en la discreción con que se maneja el arte menudo, penetrando en cuyos misterios muchos se creen ya críticos sagaces, y otros maestros en la invención y composición; en cuantos elementos dependen, no de los misterios del estro (de aquel antiguo estro, hoy tan desacreditado, pero que con este nombre o con otro será eterno y siempre lo principal), sino de la multitud de cualidades que en doña Emilia concurren como hablista, erudito, hombre de mundo (porque mujer de mundo es, aún en la acepción más inocente, otra cosa, no lo que yo quiero dar a entender) dilettante de varias artes decorativas, etc., etc., cualidades que hacen de ella un precioso estuche literario...; pero un estuche con muchísimo talento y no poca trastienda... mundana. En todo esto hay cierto encanto de segundo orden, que hará siempre que el libro menos apreciado de esta señora se pueda leer con gusto y provecho. Por eso, si se tratara de animar a un principiante, o de defender a un buen ingenio discutido, en tales primores me detendría, y haría resaltar sus méritos; pero ¿a qué vendría aquí semejante oficiosidad? Insolación puede ser un mal ejemplo; en general lo es todo cuanto en el ingenio grande no es oro de ley, cuanto es obra de facultades inferiores, que el asiduo trabajo del hombre vulgar y las circunstancias de la posición o de estado social pueden procurar.

Una Asís Taboada o un Gabriel Pardo, o... un Salvador López Guijarro o un Ramón Correa, pueden tener la pretensión de escribir novelas así. ¿No conocen ellos también el mundo? ¿No saben dónde les aprieta el zapato en materia de buen tono y de experiencia y diplomacia para luchar con las malas mañas de la vida cortesana? Es claro que a las novelas de Correa, de Pardo y de Francisca Taboada, les faltaría mucho de lo que hay en Insolación, con ser lo peor de doña Emilia; pero tendrían todas esas otras menudencias que estoy seguro que todos esos sietemesinos del arte que doña Emilia no sabe sacudirse de encima, como si fueran moscas, la han de alabar, y la habrán alabado ya, como lo exquisito y lo más delicado.

Como a buen entendedor pocas palabras, y nadie habrá en el mundo que entienda más pronto ni mejor que la señora Pardo Bazán, no insistiré en esto.

Y ahora va lo más grave, que tal vez debió ir antes, aunque no es cosa segura, pues en esto del método en la crítica aún no hemos encontrado el Alonso Martínez que nos lleva a la unificación del Código; lo más grave, mi discretísima colega, es que... no sé cómo la vamos a defender a usted contra los que hablan de la inmoralidad de Insolación. Es claro que una novela por sí no puede ser inmoral; nadie es inmoral ni moral en este mundo más que las personas; los libros no son nunca inmorales, como una langosta con la endemoniada salsa amarilla, no es una indigestión. Pero puede ser inmoral el autor de un libro escribiéndolo con intención de pervertir al que leyere. Esta inmoralidad no nos preocupa; no puede ocurrírsele a nadie que doña Emilia Pardo Bazán, la discretísima autora de San Francisco de Asís, se proponga corromper a su generación y a las que la siguen. Mas queda otra cosa que no puede llamarse propiamente inmoralidad, si se sabe lo que se dice, y que sin embargo así la llaman los más de los que se ocupan en estos asuntos. Puede un autor, sin mala intención, sin querer, y por consiguiente sin ser inmoral, escribir un libro que... no será inmoral tampoco, pero puede producir la indigestión de marras al que se coma la langosta entera. ¡Culpa del glotón, dirá el cocinero; culpa del glotón que, sin estómago suficiente, se atrevió a tal valentía! Es evidente que no cabiendo que los libros sean inmorales, sólo queda que puedan ser desmoralizadores; pero sólo un examen superficial, y cegado por la preocupación y el escrúpulo sentimental, puede dejar de ver que en la desmoralización se trata de una relación entre términos diferentes, y que hay que atender, no sólo a la calidad de lo que desmoraliza, sino al que cabe que sea desmoralizado. Esta relación no la estudia la crítica literaria; la estudian la moral aplicada, la pedagogía, y todavía otras seis o siete ciencias más o menos perfeccionadas en la actualidad; pero la crítica literaria puede estudiar si la langosta estaba fresca, y si la salsa estaba en su punto, porque puede suceder que lo que con relación al estómago se llama ya indigestión, con relación al arte se llama fealdad; cómo un color puede ser venenoso, y además chillón. Sería absurdo decir: «ese azul sienta mal en ese cielo, porque está hecho con veneno, que traerá la muerte instantánea al que chupe una pastilla de tamaña droga; y es una atrocidad pintar el cielo con veneno; pero es posible que aquel azul veneno, como color, sea también impropio del cielo, y que sea la misma causa química la que le hace mal azul para firmamentos y buen ingrediente para un reventón».

Este creo que es el caso de la novela que examino. Se puede asegurar que el asunto de Insolación es la concupiscencia, pero no examinada y pintada desde un punto de vista superior, estético, desinteresado. De aquí el efecto desmoralizador del libro y el efecto de fealdad de la composición, sirviendo la misma causa para ambos efectos.

No hay que confundir novelas como Insolación con las obras llamadas pornográficas, ni tampoco hay que igualarla a aquellas otras, completamente artísticas, que tienen por asunto desinteresadamente visto, sentido y expresado, la concupiscencia. Ocupa Insolación, y otros libros de su clase, un lugar intermedio. No es libro pornográfico, porque no obedece al propósito inmoral de suscitar groseras imágenes con un fin de lucro o de pura perversión escandalosa: en la idea del autor no había más que la sana intención de producir belleza, y para ello no se recurrió a esa fácil imitación directa, inmediata, antiartística, ajena a la literatura, que es a la poesía lo que las figuras de cera vestidas con ropa, a la escultura. Pero, por culpa de una ilusión muy frecuente en casos análogos, la novelista no vio que los datos, de observación y experiencia, la sugestión que de ellos nace, la impresión personal y otros elementos, no estaban depurados, ni se habían elevado en su espíritu a ese grado de contemplación puramente estética a que ha de llegar todo asunto para que se convierta en primera materia artística. Sucede con estos casos algo semejante a la digestión de los rumiantes; cuando Goëthe (sic) sacaba partido de sus propias emociones y de su propia historia pragmática para su Guillermo y para su Werther, ya había rumiado, como poeta, lo que primero había visto y sentido como hombre. El engaño de la mayor parte de nuestros pobres muchachos líricos consiste en olvidar que ellos no son rumiantes, que para ellos la digestión no tiene más que una forma, la vulgar, la sencilla; sienten mucho la vida y cantan, sin más, sus penas y sus alegrías; creen que por estar muy entusiasmados o muy sinceramente doloridos, ya tienen la inspiración en casa.

Por espejismos de este género, algunos novelistas fundamentalmente sosos y anodinos atribuyen a ciertas obras suyas, historia de su corazón acaso, una exquisita esencia de perfume sentimental, que no tienen. Yo conozco personas que se han apartado del camino del arte, desengañados de las vanidades humanas, convencidos de la injusticia del público, pero seguros de que ellos eran unos poetazos no comprendidos, y todo por no haber reconocido que en ellos no había más mérito que el de haber llevado, en efecto, unas tremendas calabazas, o haber amado mucho, etc., etc.; pero no el de saber sentir y expresar eso mismo de un modo desinteresado, estético, con valor de emoción universal. Y no son éstos, que al fin lo dejan y llegan por otros senderos a ministros, obispos o contratistas de carreteras, los más perjudiciales; sino los que insisten... y hasta consiguen ganar las simpatías de cierta clase de público, que prefiere las imágenes con trajes, a la frialdad desnuda de la estatuaria, y se pirra por las novelas y los poemas como por las causas célebres, encontrando un mérito superior en la autenticidad de las aventuras y de las lacerías que se narran o lamentan. Como uno de estos lectores, que suelen ser señoras, tenga motivos para creer que el autor pasó por trances parecidos a los que pinta, y sufrió de veras él, como particular, lo que allí atribuye a un personaje imaginario, ya no necesita más para acompañarle en el sentimiento y llorar con él, y tenerle por una maravilla. Llenas están las crónicas de la biografía literaria de señoras inglesas, y de otras nacionalidades, que escriben cartas indiscretas, pero filantrópicas, a los autores, para ver si hay modo de consolarlos, etc., etc. Generalmente la mujer, la vulgar (tal vez la mejor moralmente) se inclina mucho a sacar sustancia de todo, y a no ver en el arte el puro arte.

En la Insolación de doña Emilia existe una ilusión de ese género, pero no de esa clase. No se trata allí de enternecimientos, ni de saudades, ni de amores desgraciados o de inefables alegrías, nada de eso; pero aunque las emociones a que esta obra se refiere sean de otra categoría, no está menos patente el engaño de tomar la impresión individual, interesada, como preparado artístico, como depurada visión estética trasladada al papel. Es muy frecuente en esta señora tomar por materia literaria lo que no lo es, y así se observa en cuanto en sus obras se refiere al elemento cómico; las anécdotas de sus novelas suelen ser de efecto desgraciadísimo, porque casi siempre pertenecen a ese género antiartístico que produce por su naturalidad e inmediato interés gran efecto en la conversación de determinados círculos, pero que pierde toda fuerza cómica al generalizarse y pasar ante un público extraño a las circunstancias particulares que daban natural atmósfera, color y vida a tales sucedidos o chistes locales. Doña Emilia se esmera en contar esas quisicosas con gran sencillez, sin quitar ni poner, y resultan para el lector frialdades, incidentes insípidos. Ejemplo bien reciente de esto es casi todo cuanto se lee en los primeros capítulos de Una cristiana, la última novela de la Pardo Bazán225.

Contribuye mucho a estas equivocaciones de doña Emilia su manera de entender el realismo. Yo he llegado a convencerme de que para esta ilustre dama, como para mucha gente, el realismo ha venido a ser la antítesis, no del idealismo, sino de la poesía. El gran color y la sinceridad y fuerza de convicción con que la señora Pardo Bazán ha defendido entre nosotros la tendencia realista, se deben a su temperamento; es una mujer completamente prosaica; creyó que el realismo era la prosa de la vida fielmente expresada, y de aquí al preferir para sus novelas la copia exacta del mundo... sin poesía. Esa ilusión de creer materia artística el dato experimental, sin más, con la sola garantía de habernos impresionado, es en esta señora sistemática, querida; es decir, que estima suficiente para la expresión artística la impresión inmediata, interesada, singular, egoísta, con todos sus elementos insignificantes, prosaicos; porque esa es, en su opinión, la materia propia del realismo.

No hay más que ver, por ejemplo, cómo explica ella su entusiasmo por las obras del antiguo realismo castizo español, en las que aprecia sobre todo las deficiencias, como son, la ausencia general de idealidad, la prosa de los asuntos, la falta de sentimiento delicado y caritativo, defecto a que atribuye la esencia de tal realismo en lo que tiene de peculiar, de genuinamente español.

Insolación es un episodio realista, en ese sentido no artístico; un episodio de amor vulgar, prosaico, es decir, de amor carnal no disfrazado de poesía, sino de galanteo pecaminoso y ordinario; es la pintura de la sensualidad más pedestre, y hasta pudiera decirse de una sensualidad gastada, superficial, anémica hasta de deseos, sosa y ñoña. El principio, el medio y el fin de los amores de Asís Taboada y su andalucito bobalicón y chorlito, no son más que vulgaridad, necedad, pobreza de espíritu y sangre; y la perversión inútil, caprichosa, sin gracia, de la viuda, no deja ver más que la profunda inmoralidad del carácter, pero sin enseñar nada, ni doctrinal ni estéticamente. Si, como quieren ciertos críticos, el arte se resuelve en simpatía social, en Insolación no hay nada de arte; todo es antipático y todo es disolvente. El cacumen de la inmoralidad y de la fealdad está en aquel diálogo del filosofastro Pardo y su amiga Asís, de noche, en el Dos de Mayo o por allí cerca, en fin, en la sombra. No se tocan los personajes; pero ¡qué cosas se dicen! ¡Qué explicaciones para el libertinaje! ¡Qué estúpida libertad de pensar y qué falsa fuerza de espíritu! Y lo peor es que la autora no nos cuenta aquella conversación para nada, absolutamente para nada, porque es claro que su propósito no es defender tales ideas, ni siquiera indirectamente

Lo más triste de todo es que del conjunto del libro se desprende que la escritora ilustre nos da las aventuras de su viudita como un idilio realista de amor, como diciendo: «el amor, bueno o malo, es eso; examinado de cerca y con profundidad y franqueza y sin idealismos, el amor es ese apetito, no vehemente, pero sí tenaz e invariable, prosaico, soso, frío», y a pesar de verlo así, no se desespera, ni siquiera encuentra un dejo de amargura en ese amor; no hay pesimismo, no hay sarcasmo implícito en esta historia de aventuras indecentes y frías, sosas y apocadas; hay complacencia, casi alegría; no se sabe qué pensar leyendo aquello. ¡Y esta es la obra por excelencia amorosa, de doña Emilia! Esta señora se ha dejado llevar en tal ocasión del prurito de los sectarios imprudentes, vulgares, superficiales, y ha sacrificado a lo que ella cree dogma realista, mucha clase de fueros de la misma dama y de la escritora célebre; por el afán de la impersonalidad, mal entendida, ha llegado a preferir para heroína de su novela de amor un ser repugnante en su insignificancia, baja y deslavazada criatura imaginaria, que nada puede decirnos de lo que el amor, en efecto, haya podido ser para la fantasía y el corazón de la artista; y al pintar tipo tan lejano de su propio modo de ser, no supo darle más vida que la somera y aparente de una observación vulgar, prosaica y fragmentariamente nacida. Es claro que a una señora como doña Emilia no pueden comunicarla las mujeres alegres (¡triste alegría!) que ella pueda tener, por obligación social, que tratar en el mundo, no pueden comunicarla el secreto de sus ideas más íntimas, el fondo último de sus pasiones y de sus aventuras. Y doña Emilia, empeñada en tener un documento, lo que hizo fue echarse a adivinar, y produjo un monstruo que sólo tiene de real, lo que tiene... de figura, de cera, de antiartístico. Sí; fíjese en esto la perspicaz gallega, honra de la Coruña: ese pedazo de la realidad que ha copiado en su Insolación, sólo tiene de real lo que tiene lo real de no asimilable para el arte; en cambio el fondo poético de la realidad, que tanto resalta aún en los mayores horrores naturalistas de Zola (románticos para doña Emilia y otros), ese fondo que existe en el amor más depravado si lo ve un artista verdadero, no hay que buscarlo en la historia amorosa figurada por doña Emilia.

Por donde se ve que la misma causa que hace feo el libro, lo hace inmoral, o desmoralizador, mejor dicho, no porque sea fealdad el desmoralizar, sino porque aquí lo que pervierte es el desnudo prosaico, lo que acerca, por culpas de la poca habilidad y el error estéticos, lo que acerca las obras de esta clase a las pornográficas, por más que el propósito en los autores sea tan diferente. No hay más remedio: el que trata materia pecaminosa, si no sabe elevarse a la región de la poesía, deja ver el pecado como pecado. El amor sensual, objeto de un libro, cuando no muestra una trascendencia artística, es... escandaloso, en la rigurosa acepción de la palabra.

No creo necesario insistir más en tan delicada y desagradable materia, sobre todo considerando que me dirijo a quien es lince para los propios como para los ajenos defectos.

De Morriña he escrito mucho en otra parte; y antes que repetir, aun disfrazado, lo ya dicho, prefiero remitir al lector al libro futuro en que lo apuntado tiempo atrás se reimprimía.

Además, en rigor, el juicio que a mi parecer merece esa novela se construye por sí solo, sin más que tener presentes algunas de las cualidades señaladas más arriba al ingenio y a las tendencias escolásticas y de temperamento de la señora Pardo Bazán.

Morriña, como he dicho en otra parte, es una especie de Hermann y Dorotea en prosa... y prosaico. Pudo, debió haber sido poético este libro sin dejar de ser realista, pero la musa de la vulgaridad, de lo insignificante y pedestre, muy pronto torció la inspiración de la autora, que en resumidas cuentas vino a darnos un comentario discreto, en castellano elegante, de la popular canción llamada de «La pobre chica».

Si en Insolación el asunto es lo principalmente malo, en Morriña, superior con mucho a su hermana mayor, lo peor es el sesgo dado a una materia que pudo haber sido muy interesante. La primera conversación de la criada gallega con la madre del seductor imberbe, prometía mucho. Después la Dorotea de nuestra novelista no es nadie, es una víctima anónima del donjuanismo a domicilio; y en cuanto al Hermann gallego, es uno de tantos suspensos bobalicones de la Universidad Central. Está en la edad del pavo, y como pavo se porta todo el tiempo.

Más vale su madre, sobre todo al principio; su cariño está bien pintado, y la inocente doblez de su carácter es de lo mejor que ha visto y expresado doña Emilia, encontrando esta vez el verdadero realismo, el que nada pierde de verdadero y documentado pero no degenerar en vulgar, soso, insignificante y pedestre.

La señora Pardo Bazán sabe componer esos tipos, que son una moderna edición ilustrada de Sancho Panza; el sentido común, al servicio del egoísmo individual, familiar, o lo que sea, pero, en fin, egoísmo en cuanto es la preferencia de intereses a ideales y abnegaciones superiores o indefinidos. A veces el prosaísmo de esta señora se eleva a esta región, ya artística, en que a la prosa misma al terre-à-terre se le aguza el sentido, se le da carácter genérico, y se le desentraña lo que él también tiene de bueno y hasta de bello, mezclado. Así se verá en la última novela que hasta hoy ha publicado nuestra autora Una cristiana (primera parte), que la madre del que parece protagonista, Salustio, y un fraile franciscano, que de haber vivido en los tiempos heroicos de la Orden hubiera sido de los conventuales, no de los espirituales, no de los de San Antonio, son los personajes mejor pensados y dibujados; porque ambos representan el apego a lo temporal, cada cual a su modo, pero los dos legítimamente y con cierta poesía. En efecto; la madre de Salustio, dama gallega, viuda, de escasos medios económicos, hacendosa, amantísima del hijo, pero sin melindres ni lirismos, es una figura simpática; y por lo que respecta a su actividad crematística y a la energía de su voluntad, recuerda otras madres semejantes de Zola (v. gr.: la de La fortuna de los Rougon, y la Conquista de Plassans, y también la de La joie de vivre), pero hay en la española esa forma particular de sancho-pancismo culto, hijo del progreso, que tiene la fealdad de sus limites, pero también cierta mezcla de belleza que nace de su sinceridad, de su fuerza plástica para la lógica vulgar, real, inmediata. En cuanto al fraile, repito que representa ese mismo elemento temporal, antiquijotesco, en la relación de lo divino. Su conversación con Salustio, después de la boda, es un cuadro de mano maestra, y nos deja ver ese laicismo de doña Emilia de que hablaba antes, y nos explica mejor el sentido que yo daba, al emplearla entonces, a tal palabra. Sí: hay santos laicos también; y más se puede decir: el elemento oficial de la Iglesia casi siempre se ha guiado, a la larga, por ese sabio término medio que por pretender estar a igual distancia de la tierra que del cielo, acaba, como es natural, por caer en la tierra de bruces. El hombre no es ángel ni bestia, bueno; pero, si es discutible que cuando pretende hacer de ángel está haciendo de bestia, no cabe negar que cuando prescinde por completo de sus aspiraciones a las alas, cae en cuatro pies, como Nabucodonosor. Ya se ha notado muchas veces que la obra del catolicismo consistió casi siempre en huir de exageraciones; para hacer una Iglesia duradera y de fácil propaganda, nada más a propósito, en efecto; como la iglesia, aunque en relación directa con el cielo, al fin es cosa del mundo, tiene que cuidarse mucho de sus bases, de sus raíces en el predio romano. Para esto, prescindiendo aquí, porque nada nos importan, de las medidas políticas y diplomáticas del Papado, nada más a propósito, en el terreno puramente moral, que esa religiosidad en buenas relaciones con los sentidos, con las artes plásticas, con los Gobiernos fuertes y prudentes, con las medias tintas de la virtud y del arte. Doña Emilia ha comprendido perfectamente este profundo sentido de la confesión que profesa, y sabe, en el esoterismo (que al fin y al cabo lo tiene) de su doctrina, apoyar sus procedimientos en ese anti-romanticismo de la Iglesia oficial, en eso que «yo llamo, cuando se trata de españoles, sancho-pancismo ilustrado, progresivo, reformable, que se resuelve, en arte, en el prosaísmo realista; en moral, en una especie de hedonismo, que no se puede llamar cristiano, pero sí católico, y que es claro que no hay que confundir con lo que históricamente se ha llamado por antonomasia hedonismo. Doña Emilia no admite el sueño por el sueño, el exceso por la exaltación, la abnegación por la dulzura de sus deberes: muy a la española, su moral se confunde con aquel benthamismo que Matthew Arnold echa en cara a la Saturday Review226 y que es una gloria nacional para muchos ingleses... Si se quisiera ver hasta qué punto doña Emilia es una benthamista... católica, lo mejor sería observarla cuando en su libro de viajes Mi romería parece más mística, frente a frente de los recuerdos cristianos de Italia».

¿Cómo explicaré yo mi idea de la religiosidad realista de doña Emilia?

Por medio de una sustitución, que sería sacrílega si fuese mal intencionada:

Figurémonos que Jesús, en vez de encontrar junto al pozo a la Samaritana, se encuentra con doña Emilia Pardo Bazán.

Pues bien: en mi opinión, Jesús se hubiera abstenido de decir las cosas sublimes que allí dijo, por miedo de parecerle a doña Emilia... demasiado romántico.

FIN