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ArribaAbajo La piedra angular

Revista Literaria


La piedra angular, novela por doña Emilia Pardo de Bazán (Los Lunes de El Imparcial, n.º 8.900, 29-11-1892)

Dos de las obras de que me propongo hablar hoy a mis lectores, y justamente aquellas de que trataré con mayor detenimiento, no merecen por su propio mérito ocupar nuestra atención en estas rápidas revistas literarias, donde, según anuncié en la primera, se impone a mi voluntad cierta selección, en que se prefiere, o lo que se distingue por bueno, o lo que siendo malo ha obtenido aplausos injustos, y exige examen severo para que no se propague el mal gusto. Ninguna de las obras a que aludo se halla en este último caso, pues ni han llamado sobremanera la atención, ni menos han sido objeto de grandes elogios, ni tampoco son cosas detestables por todos conceptos.

Por lo que exige ser aquí examinada La piedra angular de D.ª Emilia Pardo, no es por su ingenio que la creó, probablemente en días de cansancio y preocupaciones, en rigor nada literarias. Siendo el talento de la Sra. Pardo parte muy considerable del escaso ingenio que constituye el caudal mermado de nuestras letras presentes, es obligación de la crítica diligente y que vela por el tesoro público del arte español, contribuir a que no se malogren los frutos de tan poderoso espíritu por faltas de buena higiene moral; y para coadyuvar a tal objeto la crítica no cuenta con más recursos que la franqueza y lealtad de sus juicios y la sugestión que puedan contener sus buenos consejos y saludables advertencias.

La piedra angular, inferior, sino a todas, a muchas de las obras de D.ª Emilia Pardo, no acusa decadencia, ni nada que se le parezca, y es natural que no la acuse. Es el ingenio de esta señora ilustre de los que ganan con la edad madura, y hoy que, según sabemos por la diligencia del P. Blanco García, la insigne escritora apenas pasa de los cuarenta años, puede decirse que está en la época del sazonado fruto, por lo que al jugo de la reflexión y experiencia se refiere.

No, La piedra angular no acusa decadencia; y no extrañaría que dentro de poco nos diera su autora, como hará si atiende a los buenos consejos, un nuevo libro de mucha sustancia, producto de bien asimiladas ideas y emociones y escrito correctamente, gracias a la atención y parsimonia en el trabajo. La señora Pardo, seducida, como era casi necesario, siendo mujer y siendo artista, por el perfumado ambiente de las merecidas alabanzas, que en pocos años hicieron de su nombre uno de los más ilustres en España, entregóse sin reservas a una actividad febril pública toda ella; y a más de lanzar a la prensa libros sin cuento, se creyó en el caso de redactar y publicar una revista monográfica, no en el sentido de la unidad del asunto, sino de la unidad de la pluma. Tanto como era laudable el empeño de dirigir ella un periódico de este género, era peligroso el afán, en cierto modo pueril, de excluir toda colaboración; y entre los varios males consecuencia de esta cuasi manía estaba el que me importa considerar ahora. Doña Emilia Pardo se obligaba a leer libros y más libros de una actualidad pasajera, a exagerar lo bueno, a veces, casi siempre lo mediano, en el piélago insondable de lo pésimo, y unido este trabajo, semejante al de las Danaidas, a otras frivolidades a que la literatura au jour le jour obliga, era imposible conservar el ánimo sereno, bien impresionado, con el necesario reposo, en el diapasón normal de las altas reflexiones, de la pura y seria contemplación artística; estado necesario para producir lo bello, lo digno de atención y estudio; estado a que disponen mejor la soledad que alterna con el trato de pocas personas discretas, y la lectura y meditación sobre los modelos de uno y otro género. Más adelante se ha de ver, al tratar del P. Blanco García y su gusto, muchas veces deficiente o tardo y nada fino, que a más de influir en sus desvaríos la limitación natural de sus facultades críticas, se debe en parte el mal resultado de sus sentencias a una precipitada lectura indigesta de cien y cien obras anodinas confundidas por el absurdo nivel de las clasificaciones retóricas con unas pocas producciones de veras literarias.

Esa constante escuela de vulgaridades y pruritos de moda y novedad efímera a que obliga a la señora Pardo su empeño de hacer por sí sola lo que hacen en las revistas extranjeras verdaderos pléyades de especialistas, deja a la larga como una emanación pestífera, cierto modo de sugestión de lo vulgar, lo cursi, lo pasajero y vano.

Tenemos hasta ahora, por una parte, el cansancio material de un trabajo estéril y tedioso, por otra el mal ejemplo, la influencia de lo vulgar, abortado y despreciable... añádase ahora la precipitación a que tales circunstancias de vida obligan, así para expresar, para escribir, como para concebir y asimilar lo estudiado.

La piedra angular es resultado, en cierto sentido, de todo estos defectos de higiene espiritual de que, con la mejor intención, hablo a la novelista. Los dos graves defectos de esta obra están en la precipitación que acusa la forma en gran parte del libro, precipitación que se revela en las incorrecciones, y en la falta de asimilación reflexiva y estética del objeto escogido, y aún en el modo vulgar, de superficial actualidad, con que el asunto está tomado.

Pocos meses hace nos declaraba la señora Pardo en el Nuevo teatro crítico que era completamente profana en materia de derecho penal, y decía esto con ocasión de juzgar un libro de un desconocido, de un señor Silió que desde Valladolid aprovechaba la ocasión de examinar las modernas teorías penales, para escribir párrafos de aquella prosa poética que tanto disgusta al señor Núñez de Arce. En la señora Pardo no hay más antecedentes penales que éste y la cacareada asistencia de dicha dama al sacrificio terrible de la desgraciada Higinia Balaguer. De los datos que este valeroso homenaje al canon naturalista pudo suministrarle prescindió por completo en su novela, donde jamás nos apartamos de su verdugo, pero sin llegar a verle funcionando.

A la señora Pardo le cogían de nuevas, como se dice, las doctrinas y los ensayos de la llamada con justicia escuela criminalista italiana, pues ni son italianos todos los tratadistas que en esa tendencia se han distinguido, ni deja de haber en Italia, sin remontarnos a otros tiempos, ilustres penalistas que con brillantez y sólida doctrina combaten a los médicos y profesores que llevan a extremos insostenibles en filosofía y en derecho ciertas hipótesis, dignas de estudio y de respeto cuando se proponen con prudencia. Armada de un Silió, como si dijéramos, la ilustre polígrafa se lanzaba, desde luego, sin esperar a más consultas, a dar por viejas y arrinconadas otras teorías penales, como la del correccionalismo a quien calificaba de candoroso o algo por el estilo, de tonto y bonachón en otras palabras. Es muy posible que el Sr. Silió le sugiriese a la señora Pardo la idea de compadecerse del inocente correccionalismo, sin haber penetrado su alcance la dama (que nada había estudiado de esto, según su confesión) y acaso sin que el mismo Sr. Silió o de cualquiera, que por cosa arrinconada se debía tener una teoría jurídica y filosófica que pasa de los cuarenta. Y aquí el prurito de la moda: como esas jamonas bien conservadas que son el encanto de la juventud primera, y están a la recíproca, hay pensadores, sin distinción de sexos, que se inclinan a la novedad como si fuera ésta en sí un argumento, sin ver que si ha habido quien pretendiera que lo bello era lo nuevo, nadie ha llegado a decir, ni Protágoras, que lo nuevo fuese lo verdadero.

Con graciosa ironía se refiere a este afán poco filosófico de borrar y pretender encontrar a todas horas, todos los días, nuevos descubrimientos que hagan anticuadas las reflexiones más recientes, el ilustre Renan en el prefacio de su último libro, pieza magistral con aires de testamento. Dícele este anciano, que bien puede llamarse sublime, a la juventud que inventa filosofías con excesiva ansiedad, como temerosa de quedarse a la zaga: Die neue Philosophie; Die neueve Philosophie, Die neueste Philosophie... La nueva filosofía, la filosofía más nueva, la novísima filosofía... ¿a qué ese afán de inventar nuevos errores? La verdad es que, sin participar del llamado grosso modo pirronismo de Renan, se puede reconocer que en el pensamiento contemporáneo, a lo menos entre la multitud de las medianías que en rigor imperan, a las antiguas influencias de la autoridad y de lo venerable ha sustituido la preocupación de la novedad; sí, se ha perdido el respeto a todo como decía poco a Faguet; y no se venera nada, como yo mismo he escrito, lamentándolo, hace un año; pero si a algo se atribuye todavía caracteres autoritarios; si a algo se tributa un homenaje de aquiescencia, sin suficiente examen, es a la moda, a esa diosa moderna, para la cual los griegos ni tuvieron un nombre, como observa un insigne filólogo.

¡Y menos mal cuando se sigue la última moda! ¡Lo peor es cuando se sigue la penúltima!

Si hablo de todas estas cosas es porque el libro de doña Emilia Pardo no tiene de literato más que la apariencia; es en el fondo, y no creo que quiera ocultarlo, un tratadito de sociología criminológica, como podríamos decir, aunque con dificultad; es al Derecho penal moderno lo que a las ciencias naturales aplicadas esos libritos de Figuier en que se expresa sabiamente Le drainage, o el cable submarino, etc., etc. En rigor, más se parece La piedra angular todavía a Las recreaciones filosóficas del P. Almeida, escritas en diálogo medianamente dramático y con láminas al final de cada tomo. Lo digo más que por los diálogos, aunque algo lo digo por éstos, por los grabados. En efecto, la figura de Moragas, y principalmente la del abogado antropólogo Lucio Febrero, «mozo de buen talle y gallarda figura», digno sobrino carnal, como dice la autora, de otro hermoso caballero, hizo que estos personajes nos recuerden los señoretes de chupa y casaca que manejan en los grabados del P. Almeida los instrumentos de física del siglo pasado, y mueven palancas, levantan bloques con unas manos muy pulidas con puños de encaje... Tal vez el propósito, siempre laudable, de la escritora fuese que su Moragas y su Febrero (Reformado, como si dijéramos), disertando sobre el muelle de madera en Marineda, nos recordasen a los filósofos de los diálogos platónicos, orillas del Eurotas o del Cefiso... pero el resultado es que Manolo Febrero me representa lo dicho; el Franklin con la cometa en los tratados populares de física; o, en fin, la figurilla anónima, insustancial, con que se adorna la aridez de las láminas en los libros científicos. Y si quiere la señora Pardo algo más humano, diré que también al ver al abogadito de Marineda tan enterado de lo que decían las Revistas de Psichiatría de hace cuatro o seis años, y al pensar en su buen talle, saltan en mi memoria ciertos figurines viejos, pobres, tristes, mustios, que suele ver detrás de la vidriera de una sastrería humilde, con la fecha al pie de la lámina: Eté de 188... gallardos Febreros, de levita entallada... blanca... pero ultrajada por las moscas.

Hablando seriamente, si bien en rigor lo que antecede es serio, aunque va lleno de imágenes, aseguro que me ha causado pena ver a la señora Pardo Bazán metida, por culpa de su impresionismo femenil, en esas filosofías jurídicas de penúltima moda. Decíalo un día Virchow, el gran químico, al famoso Haeckel en una solemne conferencia que el transformismo y teorías anexas no debían llevarse desde luego a la enseñanza primaria, como el otro pretendía, porque no eran sino hipótesis más o menos probables, y no algo sólidamente adquirido para el conocimiento general. Pues yo la diría algo semejante a doña Emilia Pardo: esas teorías de los Lombroso, Ferri y Garofalo, etc., etc. de que ella se enamoró con ocasión del libro del Sr. Silió, aún prescindiendo de sus grandísimos defectos intrínsecos, de sus temerarias conclusiones, de sus algaradas por el campo de la verdadera psicología y por el campo del verdadero derecho, de todo lo cual en esta ocasión se trata; aún prescindiendo, añado, de que no representan lo verdaderamente nuevo, lo novísimo, mejor (die neueste Philosophie), como gritan por todas partes otros que pretenden representar la última moda, y que en muchos casos van por muy buen camino como v. gr., sin salir de Italia, los Carnevale, Alimena, Cologanni, Pugliere, Vaccari, etc., etc.; tales teorías, repito, prescindiendo de todo eso, no son materia asimilable para el arte, hoy por hoy a lo menos. No lo son por sí mismas, por su estado incierto, embrionario, por su falta de aclimatación social, por su carácter de hipótesis indecisa, variable, oscura; y menos lo son en manos inexpertas que ni tienen la poderosa habilidad de un Zola para dar cierto aspecto de interés real, vivo, a tales escritos, ni obedecen al mandato de un cerebro que haya hecho suyos tales estudios por la ya reposada y concienzuda meditación, por gran acopio de datos personales, por asimilación sentimental, que hace falta aquí, como en todo, si se trata de aprovechar algo de lo científico para lo artístico.

La piedra angular no interesa a los estudiantes de derecho penal porque la ciencia de Febrero es de clavo pasado; no interesa al público en general porque toda aquella criminología está cruda, es árida, fría. De mí puedo decir que lo más agradable que encontré en el libro fue el episodio brevísimo de los calcetines de la niña de Moragas. También interesan algunos rasgos de las relaciones del verdugo con su hijo. Todo lo demás es un pretexto para el fin trascendental de la novela. Es la obra muerta que hubiera podido lucir algo en otra parte.

Si el afán de lo cuasi-nuevo produjo en la obra de que hablo los malos efectos que van indicados, aquella precipitación a que antes me refería causó, a su modo, no menos estragos. Y tratándose de la castiza, abundante y correcta pluma de la señora Pardo Bazán el caso es muy lamentable. Siempre lo sería, pues en literatura las buenas palabras importan tanto como en pintura el dibujo y los colores.

Las muchas incorrecciones e incoherencias que se notan en el lenguaje de La piedra angular no cabe achacarlas a impericia, sino a descuido... y un poco a prurito de decir lo inaudito, de ostentar no sé qué privilegio de señorío sobre los giros y los vocablos. No cabe duda de que para que el idioma progrese, en cuanto a forma artística sobre todo, hay que atreverse, hay que renovar... pero con una condición, la de hacerlo bien.

En la página 9 de La piedra angular se habla de risotadas mutuas. Y no las hay. En otra página se habla de la silueta paternal, y tampoco hay esas siluetas paternales; como no hay bigotes paternales ni piernas paternales. Tampoco existen las siluetas furtivas de que se habla en otra parte, y es más, según la Academia, que la señora Pardo respeta, no hay siluetas siquiera. En la página 24 se habla de un «azul carcelario». No creo que se haya inventado un azul especial para las cárceles. Veo a renglón seguido: «sábanas divorciadas del agua y del jabón». A renglón seguido: «...había tenido, si no precisamente colchas de seda y palacios por morada, al menos un interior bien cuidado».

Después leo «difumada». Tampoco lo juzga español la Academia. A una piedra angulada la llama esta ilustre señora «piedra circunscrita entre barras de hierro». Aquí diría Sancho: lo de circum está bien, pero lo de escrita no. En la página 30 dice: «De su piedra había adquirido la noción escueta y coercitiva del literalismo». Ni hay nociones coercitivas ni el ser esclavo él le libra de ser coercitivo. En la página 39: «Telmo sentía físicamente el peso de su traje». En la página 40: «Le parecían más ínfimas que dos ruedas de plomo». «Una nube de piedras venciendo la gravedad subió en busca de la cabeza del intrépido adalid». Las piedras no vencen la gravedad cuando suben, la obedecen lo mismo que cuando bajan. «Otras veces produciendo el impulso de... filtrarse por las calles». «El sol batió alegremente en los cristales». «Alguna col y algunas enredaderas animaban a la diminuta morada». «Aquellas cuestiones de la moderna medicina que llevan involucrado algún problema metafísico». ¿Involucrado? «Era que el sol se ponía y su luz oblicua inflamaba cuanto tocase». «Iban en actitud más triste que hostil, con cara y actitudes de gente que acompaña a un entierro». «Moragas no se había meneado del mirador». «...Se derrocó en el banco de mimbre rústica». «El cochecillo empezó a rodar con sosiego». «...con apagada y terrosa voz». «...De los cuales se suele hablar en provincias, y aún fuera de ellas». «... Le ceceó: Moragas, psí, Moragas». (Decir psí no es cecear; véase el Diccionario académico). Es de notar que doña Emilia Pardo se burla de la crítica que se detiene a corregir vocablos. También a Sancho le parecía mal que Don Quijote diese, aún en medio de tan graves aventuras, la importancia que daba a los vocablos. Pero a buen seguro que a haber el Sr. Panza tenido mejores letras, no empleara su amo el tiempo en corregirle los desafueros de la lengua. Ríese la señora Pardo de los socios de un casino de Marineda, hombres ilustrados, que después de discutir la pena de muerte se acaloran, disputando si se debe decir abolo, abuelo o abulo. No está, a mi ver, lo malo en que se discutan cuestiones gramaticales, sino en que esos señores magistrados, médicos, alcaldes, etc., etc., de Marineda, no sepan, todos sin excepción, que abolir es defectivo en todas aquellas formas que no acaban en í o cuyas desinencias principian por dicha vocal. Pero aún no es esto lo peor. Lo peor es que el discutir lo de abuelo, abolo o abulo, crea doña Emilia Pardo que es cuestión de «una mala desinencia». Fíjese la ilustre escritora en que ahí la irregularidad que se discutía no estaba en la desinencia, la desinencia nadie la discutía, era en o. La irregularidad estaba... en el hueso. Es claro que de estas menudencias no se suele hablar en la crítica seria y de importancia, pero es porque los autores no suelen dar ocasión para ello.

La gramática, en la literatura, tiene mucha mayor importancia, que las hipótesis científicas extremadas y pasajeras. Cuando ya nadie se acuerde en el mundo de L' uomo delinquente, seguirá siendo el verbo abolir un verbo muy respetable hasta en sus extravíos. Y las desinencias seguirán siendo desinencias.

[...]

CLARÍN