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Palique

(Madrid Cómico, n.º 448, 19-IX-1891)

Hay ciertas menudencias de la vida literaria de las que conviene hablar de tarde en tarde, no por lo que en sí valgan, sino porque sirven de datos significativos para revelarnos lo que importa conocer y que por otro camino sería difícil descubrir.

Y va de ejemplo.

Doña Emilia Pardo Bazán se ha dedicado desde hace algunos meses a la crítica militante, periodística, de actualidades; y, como es mujer de gran talento, de cierta habilidad y escritora de mucha fama, es claro que su juicio literario tiene influencia poderosa en la opinión.

Por eso, cuando D.ª Emilia dice o hace algún disparaté mayúsculo, es una obra de caridad social, como ella diría, hacer notar al público el lapsus, sea de lengua o de lo que sea.

Doña Emilia publica una revista crítica mensual que es, hoy por hoy, de lo más importante que tenemos en el género. Sería ridículo, además de injusto, mirar con desdén el Nuevo Teatro Crítico, o fingir ese desdén si no se sentía. Yo reconozco graves defectos en la revista de la Pardo Bazán; de ellos he hablado, pero leo todos los números, porque lo creo hasta obligatorio para los de mi oficio. Hemos reñido D.ª Emilia y yo, he descubierto en su carácter cosas que no me gustan, noto en ella cierta decadencia, determinada por una hipertrofia de la vanidad, que parece una achaque senil y no puede serlo todavía; veo con disgusto, por ejemplo, que en el último número del Teatro todas las notas literarias del mes se reducen a comentar o rectificar noticias referentes a la importantísima personalidad de D.ª Emilia misma; pero nada de esto impide que me crea obligado a leer, repito, esos folletos (prescindiendo nada más de los cuentos, que son una debilidad disculpable). ¿Qué tienen que ver mis relaciones personales, lo que yo estimo o deje de estimar a D.ª Emilia en cuanto mujer con el mérito de sus escritos, con el valor de su opinión en nuestra república literaria?

Por lo mismo que le doy valor a o que lo tiene, y porque no soy autor que pide artículos para sus libros, pero sí autor que tiene gusto en conocer lo que de sus libros opinan las personas de criterio ilustrado, de competencia reconocida, esperaba, y no me parecía mucho esperar, que D.ª Emilia dijese dos palabras (sólo dos palabras) de mi última novela titulada Su único hijo, de que han hablado todos los periódicos de circulación. No esperaba yo lo que mi librejo no merecía: un detenido estudio, páginas y más páginas; ¡pero una ligera nota, cuatro palabras, digo, dos palabras, sólo dos palabras! Aunque no fuera más que para decir, por ejemplo: «Este Clarín quiere la ley del embudo; se asusta de la pornografía de mi Insolación, y él nos da el espectáculo de varios escándalos caseros. Su último libro se cae de las manos. Desde que riñó conmigo, desde que le puso unos cuantos reparos a una novela mía, Clarín no da pie con bola». Con esto, o cosa por el estilo, me hubiera dado por satisfecho. Nada, ni una palabra. ¡Ni siquiera en la modesta sección de libros recibidos del Nuevo Teatro figura mi desgraciada obrucha! ¿Creerán ustedes que no se la regalé a D.ª Emilia? ¡Vaya si se la regalé! ¡No faltaba más! Ella, desde que la encuentro manchas, como al sol, me ha retirado el saludo, no deja que me envíen sus libros. Pero yo no soy de otra manera. Ahí está mi editor que no me dejará mentir. Cuanto publico, y siga publicando, lo tiene y tendrá D.ª Emilia, aunque no me haga caso; y lo tendrá con la consabida dedicatoria: «Por encargo especial del autor». ¿Quiere ver en esto D.ª Emilia una bromita, alarde de magnanimidad burlesca y retozona? Lo que yo puedo decir es que procedo en justicia, ciñéndome a las leyes del trato literario, que por no dejar de entenderlas muchos, y no tener sanción exterior ni estar escritas en parte alguna, dejan de obligar a las almas rectas.

Sí, D.ª Emilia recibe mis libros, recibió mi novela, y sin embargo, en la lista de libros recibidos en Agosto (cuando se la enviaron) hay otras novelas, pero no la mía. Por anunciar, hasta anuncia entre los libros recibidos sus propias novelas traducidas en inglés. ¿Tan urgente le pareció darse tono haciendo saber al mundo que la librería de Cassel y C.º traducía sus obras? ¿No daría usted más pruebas de altruismo diciendo que había recibido mi obra, que anunciando que había recibido las suyas propias? Esto último era ocioso. Pero, en fin, decirlo todo. Porque eso que usted ha hecho es casi faltar a la verdad. Libros recibidos dice..., recibió usted el mío... y no lo confiesa. ¿O es que mi libro es tan malo que no llega siquiera a la categoría de recibido... aunque se reciba?

Nadie diría que soy yo aquel mismo Clarín a quien usted empezó a escribir sin que nadie se lo mandase; y con coronitas de marquesa en el sobre, por si cuajaba. ¿Qué se hizo del querido amigo, a las primeras de cambio, y del hermano mayor (y no en edad, por cierto), y de las citas para Madrid, que yo no pude llevar a cabo ni había para qué; y qué se hizo de aquel volverle a uno loco para que le buscara a usted editor que se encargara de La cuestión palpitante? ¿Y dónde está aquel autor de la Regenta, que según usted empezaba por donde acababan otros, y a quien usted un día y otro día, haciéndose pesada, animaba a escribir más novelas? Yo le decía: señora, me temo que no sirvo. Y usted: «¿Qué está usted diciendo, criatura? Vaya sí sirve. Adelante. Venga la segunda novela». Y allá va la segunda novela... y como si cantara. Ni siquiera dice usted que la ha recibido, como tendría que declarar si se la hubiesen mandado certificada. ¿Es que es muy mala mi segunda intentona, y debo dejar el oficio? Pues decírmelo, como yo se lo he dicho a usted con rodeos y con distingos. Acuérdese usted, señora, acuérdese usted. Mientras usted me adulaba, ésta es la palabra, me adulaba, y, sin sentirlo probablemente, me repetía cien veces que yo era novelista, yo le decía a usted que me temía mucho no serlo (y aún lo temo); y por medio de eufemismos le daba a entender... que usted no lo era tampoco. En aquellos tiempos usted no escribía de libros de actualidad sino de tarde en tarde, y hablando sólo de los maestros. Yo no tenía nada que esperar de usted. Mis elogios de sus obras eran sinceros, aunque las censuras fuesen atenuadas. Usted a mí me adulaba... porque yo escribía de todo lo actual y tenía fama de severo. Esta es la verdad, señora mía. Y ahora, porque cuando la vi demasiado fuera de camino le advertí el peligro, y con buenos modos señalé errores de sus nuevos libros, usted (entre otros alfilerazos graciosos, como el ponerme delante de las narices a varios apreciables sujetos de quien usted piensa peor que yo) reduce mi novela segunda, que esperaba con tanto afán, a la categoría de paquete extraviado en correos.

¿Qué se propone usted, señora? ¿Matarme con su silencio? ¿Dejarme en la oscuridad? Pues así como la modestia real me obliga a decir que me temo no ser novelista (aunque también a mí me quiere traducir las novelas la casa Cassel y C.º y no gracias a usted, ni mucho menos, y usted me entiende)229, no hay modestia que me obligue a callar que para sumirme en los abismos de lo desconocido es un poco tarde, tal vez por mi desgracia; y, francamente, señora, aunque usted insista en preterir mi humilde nombre sistemáticamente... aquí y en América ya saben que existe y que soy muy capaz de seguir hablando de usted bien o mal, según lo pida la justicia, aunque usted se empeñe en suprimirme como aquellos mal llamados años. ¿Ha visto usted un dibujo titulado La sombra? Dos niños de la aldea al borde de un camino se detienen asustados; la curiosidad, la admiración se mezcla en la expresión de su gesto al temor de lo extraordinario. Aquella actitud suya es la sombra del caballero que pasa. Pues bien, en lo que usted dice y no dice, veo en qué está usted pensando. Que es otra cosa. Como si los desdenes de Agosto no fueran suficientes, llega Setiembre, y dice usted:

«En esta época del año (el verano) no se publican libros». Y más adelante:

Entre los libros, de fin de temporada que merecen citarse, sólo recuerdo (entendido, señora, entendido) el de Antonio Valbuena, Capullos de novela, etc., etc.

¿Y yo no soy nadie? Habiendo dicho lo que usted en letras de molde tantas veces dijo de mí, un libro mío muy malo era cosa que debía llamarle la atención y que merecía que se dijese: «El que está echado a perder es Clarín. ¡Pobre chico! Acaba de publicar una novela que es una lata» (usted dice lata y otras gracias así), etc., etc. Si la obra le parece a usted insignificante, también había que decirlo, para desengañar a los que antes la hubieran creído bajo su palabra cuando me alababa. Y había que escribir: «¿Se acuerdan ustedes del chico de las de Clarín, que dije yo que valía tanto y cuánto? Pues cero. Ni fu ni fa. En adelante ya no hablaré de él, porque no merece dos renglones».

Y si mi novela le parecía a usted mediana, si tenía algo que significara una idea, un poco de arte y muchos algos que fueran otros tantos peros, lo que correspondía era decirlo.

Vamos, señora, con franqueza, ¿no estoy hablando como un libro? ¿No es justa mi modesta pretensión?

¿Qué ha sido ese silencio estudiado? ¿Una venganza? Pues si usted ha tomado a ofensa lo de Insolación y lo de inhibirse y lo de la edad de usted y lo de senado consulto, etc., etc., me parece que lo que usted hace conmigo... como desquite, es poco. Como injusticia y parcialidad, mucho.

Nuestras armas para combatir en lid soltera no pueden ser ya las que usted usa. Ese silencio ni pincha ni corta. Como dice usted bien, cada uno es cada uno. O ¿es que tiene usted miedo?

Yo seguiré diciendo de usted todo lo bueno y todo lo malo que merezca.

Si un día sale a relucir el San Francisco de Asís... comparado, no lo tome usted a despecho, sino a justicia.

Y si llegara a publicarse una novela titulada El Fardo y el Batán, no se dé por aludida, porque no va con usted nada.

Y en todo caso, usted con callar ¿eh? ha cumplido.

Porque ¿quién lee los periódicos donde yo escribo?

Monólogo verosímil de la Sra. Pardo Bazán: «Este Clarín, aunque se pique porque yo no le cito ni hablo de sus libros, no ha de quejarse, por tesón, por darse tono, por hacer creer que me desprecia y no se fija en estas menudencias». Monólogo verosímil de Clarín: «Mi orgullo, o lo que sea, va más lejos». Y ahora ¿quién me negará que esto es un artículo de costumbres?

CLARÍN




Palique

(Madrid Cómico, n.º 456, 14-XI-1891)

Me disgusta ver la insistencia con que D.ª Emilio Pardo Bazán (que no es la protagonista de mi próxima novela El fardo y el batán) se empeña en preterirme o en inhibirme, como diría ella, condenándonos a una especie de muerte civil literaria.

Eso no vale; como tampoco vale aconsejar a las casas editoriales extranjeras, de modo más o menos directo, que no traduzcan mis novelas y traduzcan las de ¡tente, lengua!; como no vale influir para que los historiadores nacionales y extranjeros no le citen a uno en sus reseñas literarias... Eso es una picardía...; y si no tuviera uno relaciones por otro lado, se había divertido uno. Y quien dice uno, dice dos y hasta tres.

Porque igual procedimiento aplica D.ª Emilia a Pereda y a Armando Palacio

A un corresponsal extranjero de una casa editorial americana que pedía a D.ª Emilia noticia de los novelistas españoles actuales dignos de ser traducidos, la Sra. Pardo Bazán le citaba varios autores, y llegaba hasta la bacteria novelesca... pero ¡qué memoria la suya! No se acordaba de que Pereda estaba en el mundo.

Si ha de entrar en la Academia, hay que dejar estos pellizcos y repelones femeniles, señora.

Envío yo al Nuevo Teatro Crítico, con sobre certificado, el Discurso que acabo de publicar; le envío a la calle Ancha de San Bernardo, número 37, casa propiedad de D.ª Emilia... y nada, como si cantara. En el número 11 del Nuevo Teatro Crítico, entre los libros recibidos encuentro dos discursos inaugurales de otras tantas universidades españolas, y el mío, que es de esos, se queda en el tintero. ¿Querrá demostrarme D.ª Emilia que no hay tal discurso mío? ¿Por qué no lo anuncia, puesto que lo ha recibido? ¿Porque yo he censurado cosas suyas? Pues eso no tiene nada que ver. En mis folletos literarios anuncio yo a veces libros que se escriben contra mí, porque me los envían y que, sólo por esto, tienen derecho al anuncio. Hay más leyes que las escritas y las que tienen sanción oficial. Eso que usted hace no es crítica. Las rencillas de usted no le dan derecho para falsificar así la verdad. Usted puede ponerme como un trapo, si lo cree justo; pero negar que recibe mis libros no puede, moralmente. ¿Es que en España no hay más escritores que los que a usted le entran por el ojo derecho, según se dice generalmente? ¿Para qué hace usted esto? ¿Para hacerme callar a mí? Pues no lo conseguirá. Yo seguiré diciendo de usted lo muchísimo bueno que merece, y también lo que no sea tan bueno.

Así, diré, por ejemplo, que el estudio que está publicando D.ª Emilia acerca de Alarcón es, en general, excelente y muy oportuno, y una obra de justicia. Diré también que el artículo que la Pardo dedica a Luis Taboada es discretísimo, penetra en el fondo del mérito de nuestro compañero, y demuestra que D.ª Emilia sabe prescindir de engañosas apariencias... a veces. Añadiré, además, que estoy conforme con la opinión de la ilustre escritora acerca de las llamadas Historias de Gayarre, que no son de Gayarre efectivamente. Mi admiración, mi egoísta admiración por Gayarre es acaso mayor que la de D.ª Emilia; yo creo que le echo más de menos que ella; pero concedo que un gran tenor no es un gran artista en el sentido rigoroso de la palabra. Y digo también que el autor de las Memorias ha hecho una buena obra, pero ha escrito una obra mala; no por nada, sino porque está mal escrita, muy mal escrita; y Gayarre merecía que su amigo hubiera encargado la colección de ese libro a una escritora artista. En lo que no estoy de acuerdo con la escritora insigne es en que se diga «facultades intelectuales y psíquicas», como ella dice en el núm. 11 de su Teatro. Porque si lo intelectual no es psíquico también, ¿qué es?

Tampoco apruebo que el verbo explotar se emplee en castellano en el sentido de estallar. Hay explosión, pero no explotar. La Academia en este punto me parece más castiza que doña Emilia.

Yo creo, señora, que la crítica es ésta: hacer lo que hago con usted; obligarle a estar a las dulces y a las agrias, a las verdes y a las maduras. Lo demás es compadrazgo por un lado, y venganza por otro.

CLARÍN




Sátura

(El Día, n.º 4.217, 21-1-1892. Recogido en Palique, en la sección Sátura, con el título de «Introducción», Madrid, Victoriano Suárez, 1894, págs. 125-138).

[...] Aún añadiré que seré satírico las menos veces que yo pueda; porque hemos llegado al reinado de la buena burguesía literaria, la cual, desde los tiempos más remotos, pasando por los de Jorge Dandin y M. y Mad. Joursain, y llegando a los de Bouvard y Pecuchet y de doña Emilia Pardo Bazán, esa Bubarda y Pecucheta230 (como diría ella castizamente), española, jamás gustó del género satírico, y siempre prefirió el ingenio inflexible, que nunca se humilla al chiste y a la gracia, a la burla discreta, porque se lo impiden sus principios y la natural impotencia [...].

Volviendo ahora a lo de sátura diré que no es mala ensalada la que ha hecho doña Emilia Pardo (Bouvard) Bazán (Pecuchet) con la novela realista, la novela espiritualista, el Escándalo de Alarcón y el porvenir próximo del género novelesco.

Es una lástima que doña Emilia, ya que no quiera o no pueda consagrar a estas materias el estudio y la reflexión necesarios, insista en tratarlas tomando como sustitutos del buen gusto, de la perspicacia y del juicio profundo, la ligereza, el barullo y la mala intención.

Con motivo, o mejor con el pretexto, o a pretexto (como ella dice donde no debe decirlo) de examinar La Fe, la última novela de A. Palacio, hinca el venenoso aguijón, como dicen los clásicos (que también dicen eso del diablo lo añasca, como doña Emilia, pero no decían pretencioso, porque eso lo añasca doña Emilia, no los clásicos), hinca el aguijón en el novelista inocente, que no le ha hecho a doña Emilia más agravio que el de ser más leído y comentado que ella por público y críticos extranjeros, y el de perdonarle a la dama todos los alfilerazos pretéritos, presentes y futuros, sin pararse a pensar en ellos.

Para pinchar a Palacio, se le antoja a la crítica gallega añascar lo siguiente: no hay originalidad en La Fe; si a Armando P. Valdés se le ha ocurrido tratar de asuntos religiosos en sentido idealista, es porque no hace más que imitar a Pérez Galdós [...]

Doña Emilia no ve lo ridículo fácilmente; pero aquí lo ridículo es tanto, de tal bulto, que debe de verlo. ¿No le hace reír a ella misma una afirmación tan rotunda? «La Fe procede de Ángel Guerra», constando como consta, porque yo lo aseguro bajo palabra de honor, y basta, que el que escribió La Fe no había leído Ángel Guerra al escribirla. Lo que no diré es que la consecuencia que doña Emilia saca de esa afirmación se viene al suelo; porque la consecuencia, por falta de lógica, no tiene nada que ver con la afirmación.

Ello sea como quiera, doña Emilia asegura que asistimos en España a una reacción a favor de la novela realista-espiritualista; que esta reacción se ha iniciado en Francia al influjo de la novela rusa (y por otras influencias, señora, que estudian los autores que de esa reacción tratan), y que venimos a parar en que la novela hispana ha vuelto a situarse (estilo Bouvard) en el terreno que le señalara Alarcón en El escándalo y El niño de la bola.

¡Así habla la autora de la Cuestión palpitante, de ese libro que para el vulgo sirvió en España de Código del naturalismo, en lato sentido; de ese libro que anda por ahí con un prólogo mío, del cual ya me arrepiento! Por cierto que doña Emilia apenas tenía derecho, en la nueva edición de su obra, para reproducir mi prólogo, habiéndose ella colocado tan fuera del derecho de gentes en sus relaciones literarias conmigo. Quiere decirse que toda la evolución literaria contemporánea ha servido para volver al ideal señalado, al terreno señalado, por El escándalo. Comprendo que gusten y hasta que gusten mucho, El escándalo y El niño de la bola; pero ver en ello modelos para el presente, ideales y normas de una transformación progresiva, aunque reconstructiva del arte, es... una ligereza, un verdadero contrasentido [...]

De modo que las novelas de Alarcón son obras secundarias, no llegan a la altura de los Viajes y de los Cuentos, y sin embargo, las coloca en calidad de modelos de momentos posteriores en la evolución literaria, mérito insigne que les daría, de existir, el carácter de fresca eternidad que tienen los modelos constantes, como la Iliada, la Comedia, etc., etc. ¿Y qué es lo mejor en Alarcón? «La forma».

¿Pero es a la forma de Alarcón a la que volvemos? No; porque en eso reconoce la Pardo que se ha cambiado y adelantado; volvemos al realismo espiritualista, y eso no es cuestión de forma, sino de fondo. De modo, que el renacimiento glorioso de la novela española toma, después de los años mil, como punto de parada donde situarse, novelas que son cosas secundarias en su autor y que más se distinguen por la forma que por el fondo. Bien se ve que doña Emilia se contradice, y que el diablo lo añasca. En cuanto a que El escándalo sea obra realista-espiritualista, diré que no es una contradicción, sino un absurdo.

[...] Ante todo, doña Emilia; ¿ha leído a Shopenhauer, o ha leído lo que Wagner dice de Schopenhauer? Yo he leído a Shopenhauer, y declaro que no es tan claro como dice Wagner o como dice doña Emilia [...] Me parece a mí, señora Pardo, que un libro que hay que leerlo dos veces para entenderlo; que parece claro y no lo es, no representa el sistema clarísimo de que se nos habla. Pero hay más: Schopenhauer exige para que le entiendan... «lo mejor posible» toda esta preparación, que no sé si habrá tenido la paciencia de procurarse doña Emilia, ni aún el mismo Wagner: 1º Hay que leer previamente la introducción a la obra; pero esta introducción no está en la obra misma; es un volumen aparte, y se titula «De la cuádruple raíz del principio de la razón deficiente». 2º Hay que conocer, entender, antes de empezar a estudiar El mundo como voluntad, etc., las principales obras de Kant.

Las cuales, muchas o pocas, no me dirá doña Emilia que son clarísimas, pues aún hoy se disputa sobre el modo de interpretarlas. Si doña Emilia me asegura que la Crítica de la razón pura, que ella leyó de joven (supongo que habrá vuelto a leerla), es como el agua clara... le diré que no ha entendido la Crítica de la razón pura, algunos de cuyos traductores no la han entendido tampoco por completo. De suerte, que vayan ustedes atando cabos, y díganme si es clarísimo el sistema de Schopenhauer.

Pero la misma doña Emilia nos da un argumento: Si tan claro es el sistema, ¿por qué no lo entiende la turbamulta de lectores que, según ella, lo entiende precisamente al revés? Y téngase en cuenta que la turbamulta que puede leer a Schopenhauer, no es una turbamulta como la que puede leer La Correspondencia; el mismo Schopenhauer lo dice: «Mi lector es también un filósofo».

Esto, por lo que toca a la claridad. Ahora viene lo más fuerte. Según doña Emilia, la filosofía de Schopenhauer no es pesimista; llega a un término de esperanza231. A un término de esperanza la filosofía que pone el ideal en el nolite vivere, en el aniquilamiento de toda voluntad? Doña Emilia me obliga a recordar vulgaridades, porque niega su verdad evidente. ¿No declara Shopenhauer que la cosa en sí (es decir, Dios nada menos para los cristianos), no tiene el contenido que le suponemos, que el noumeno, en lo que no es representación nuestra, no tiene más realidad que la que nosotros queremos que tenga, y que siendo esta apariencia de realidad mala, pésima, el ideal está en aniquilar la voluntad, en no querer; por lo cual la belleza nos seduce, puesto que su contemplación es desinteresada?

¡Y de un sistema así, dice doña Emilia que al término da la esperanza! ¡Y es una esperanza completamente acorde con las más sublimes afirmaciones religiosas! Ahí está la herejía, que lo diga el mismísimo P. Muiños. El sistema de Shopenhauer es clarísimamente ateo (para quien entienda que Dios puede decir Ego sum qui sum), y doña Emilia encuentra las esperanzas de ese sistema en perfecto acuerdo con las verdades religiosas; es decir, con el catolicismo; pues ella es católica y para ella las verdades religiosas son las católicas. ¿Para quién escribe la señora Pardo Bazán?

¡Ah dónde llega doña Emilia por trabajar deprisa, sin pensar lo que dice, y pensando sólo en mortificar a un escritor, diciéndole que no ha entendido a un filósofo clarísimo!

Yo sí que aconsejo, con la mayor buena fe, a doña Emilia, que se deje de filosofías. Su horror a la psicología (de que ahora parece arrepentirse, porque teme a la moda) le sienta mejor que sus veleidades filosóficas, y está más en armonía con la gran ignorancia de estas cosas que supone el colocar, como ella hizo, a Maine de Biran entre los psicólogos nuevecitos, como si fuera un Bergson, un William James, un Paulham.

Semejante anacronismo demuestra que doña Emilia no conoce ni la filosofía del tiempo de Maine de Biran ni la de ahora. Si conociese la de ahora, sabría que existe una cosa que se llama «la inhibición psicológica», y recordando lo que es, no hubiese creído que inhibirse de entender en un asunto es... meterse a juzgarlo. Para doña Emilia, inhibirse viene a ser como meterse en camisas de once varas... o en filosofías prietas.

Por último, doña Emilia, que estaba de mal humor estos días, echa sobre los españoles en general el sambenito de ser enemigos de los viajes. Enemigos de viajar y de escribir acerca de sus viajes.

No piensan lo mismo insignes sociólogos y naturalistas extranjeros, entre ellos Darwin y Spencer, que tanto han leído de viajeros españoles, y que citan a menudo a Oviedo (Historia general y natural de las Indias), Garcilaso de la Vega, Clavijero, Molina, Simón, Herrera, Cieza de León, Arriaga, Jiménez, Piedrahita, Díez del Castillo, Palacio, Sahagún, Torquemada, Zurita, Acosta, el famoso Acosta, tan elogiado por un gran geógrafo alemán; Gama y tantos y tantos otros, muchos de ellos españoles, otros de raza española, muchos de ellos viajeros, otros historiadores, arqueólogos, etc., que a viajeros de su nacionalidad deben los datos de sus descripciones y narraciones.

No, no se puede acusar al español de sedentario ni de enemigo de describir lo que ve, si esta afirmación es general, si se aplica a todos los tiempos y regiones, como doña Emilia parece hacerlo. Menos amigos de salir de su casa son los franceses, y ellos mismos lo confiesan; y, sin embargo, la señora Pardo puede recordar varios nombres ilustres de viajeros de esa nación. Si se hubiera detenido a determinar más su censura, hubiera podido ser justa y exacta.

Para concluir, diré que, por lo mismo que reconozco importancia al Teatro Crítico de la señora Pardo Bazán, suelo examinar su contenido, para contribuir de vez en cuando a que tengan menos pernicioso efecto los errores que se deslizan en una obra cuya influencia principal se ejerce sobre la turbamulta de lectores; la que no es capaz de comprender a Schopenhauer, que, por lo demás, es clarísimo y uno de los más acendrados ortodoxos.

CLARÍN




Palique

(Madrid Cómico, n.º 466, 23-I-1892)

[...] Sección de filología: Diccionario y gramática de autoridades. Ya se sabe que D.ª Emilia Pardo Bazán es una autoridad.

Pero no hay que fiarse, porque también las autoridades filológicas tienen sus alcaldadas.

He aquí algunas de D.ª Emilia...

alcaldesa que se va peinando demasiado

pelo arriba, pelo arriba,

lo mismo que si fuera una duquesa.

Dice la ilustre gallega, en la página 81 de su Nuevo Teatro Crítico, núm. 13: «Esta (una escapatoria) ocurre precisamente cuando el sacerdote está fluctuando en el mar de la duda, cuando anda sumido en un piélago de confusiones».

¿En qué quedamos, señora, fluctúa o está sumido? El que fluctúa «vacila sobre las aguas», según la Academia, y el que está sumido «está bajo tierra, o bajo el agua», según la Academia también. De modo, señora, que pone usted a flote a ese P. Gil o le sume en los profundos...

¡Esto último quisiera D.ª Emilia! Además, lo que está sumido no anda, generalmente.

«Suele decirse: dadme tres renglones de mano de hombre y le haré ahorcar»..

Se dirá, señora... pero ¡tanto como suele! Yo no lo he dicho nunca.

«Si la tal persona es vulgar, pretenciosa».

¿Pretenciosa? Eso no es castellano, ni puede serlo.

Pretencioso nunca será español por esa c inexplicable en castellano, en tal adjetivo.

«Un vice-estreno de Don Álvaro...».

¡Vice-estreno!

¿Y por qué no vice-almirante?

Esto me recuerda el discurso de un ateneísta que hablando de Bécquer, Campoamor y Núñez de Arce, les llamaba ilustre trilogía.

Y exclamaba el Sr. Campillo:

-¡Trilogía! ¿Y por qué no tricornio... o trébedes?

Verdad es que D.ª Emilia llama Hamleto a Hamlet, que es como ponerlo en música.

«En literatura también ha de haber crédito (sí, señora, en esto conformes), como en comercio, y la firma de Echegaray es justo que se cotice muy alta, respondiendo lo hecho por lo hacedero».

Doña Emilia no sabe lo que es hacedero; la traducción en ero la tomó por significativa de futuro, y creyó que hacedero es lo que se ha de hacer.

Y no hay tal, es lo que se puede hacer, lo que es fácil de hacer; y no es eso lo que ella quería decir.

«Don José Echegaray posee una riquísima complexión literaria, y, cosa menos sabida, un talento muy flexible, dotado de variadas aptitudes».

Esto no es cosa de gramática, pero tiene gracia, Doña Emilia ha descubierto que Echegaray tiene flexible el talento y aptitudes variadas. ¡Oh Liwingstone!

Pero seamos justos. Si el último número del Teatro Crítico abunda en dislates, barbarismos y solecismos (no tanto como los primeros capítulos de La piedra angular, que es una cantera de faltas gramaticales), hay algo en el tal folleto en que D.ª Emilia tiene razón.

La Sra. Pardo Bazán sostiene que cabe amistad entre varón y hembra sin que haya asomos ni temor de que se convierta en inclinación sexual, o como quiera decirse.

Es verdad. Sin ir más lejos, D.ª Emilia y yo hemos sido amigos, y buenos amigos, años y más años, y aunque jamás he tenido el gusto de verla, la conocía por varios retratos. Pues juro que jamás se me ocurre sentir la menor inclinación sexual. Antes al contrario, acabamos tirándonos los trastos a la cabeza, como comprenderá el que leyere.

Y sexo no falta.

[...]

CLARÍN




Sátura

(El Día, n.º 4.237, 10-II-1892. Recogido en Palique, en la sección Sátura, con el título de «Bizantinismo», Madrid, Victoriano Suárez, 1894, págs. 139-149).

[...] Pero, dejando el arte, en el empleo corriente y utilitario del idioma, yo doy gran importancia a las palabras. Si hubiese muchos hombres de palabra, otro gallo nos cantara.

Por eso no me explico por qué doña Emilia Pardo Bazán da el nombre de polémica bizantina a la discusión entablada en el Casino de Marineda entre varias personas ilustradas, como v. gr., magistrados, autoridades, jurisconsultos, médicos, etc., etc. ¿Qué discutían aquellos señores? Pues discutían si se debe decir abolo, abuelo o abulo; según doña Emilia, unos y otros, los partidarios de cada solución, tenían argumentos y citaban autoridades... ¡y a eso lo llama la creadora de Marineda bizantinismo! Eso es marinedismo, a lo sumo, pues en cualquier otra capital de provincia, o Audiencia, Instituto y Capitanía general (como dice doña Emilia en estilo gráfico y encantador, dejándose de descripciones prolijas, que ya no están de moda, y ateniéndose a la concisa forma del Rueda y del Verdejo), en cualquiera ciudad de España sabrán los magistrados, jurisconsultos, etc., etc., que abolir es defectivo en todas las formas que no acaban en i, o cuyas desinencias principian por la misma vocal, según afirma la Academia, hablando por esta vez como un libro.

Llamar bizantinismos a los que discuten si se dice abulo, abuelo o abolo, es insultar, sin querer, a Constantino Láscaris y demás humanistas que nos trajeron las gallinas del Renacimiento.

[...]

CLARÍN




Palique

(Madrid Cómico, n.º 477, 9-IV-1892. Recogido en Palique, en la sección Paliques, con el título de «¿Quién descubrió América?», Madrid, Victoriano Suárez, 1894, págs. 239-242)

No podía menos. Doña Emilia Pardo Bazán necesitaba tener su opinión particular en eso del descubrimiento de América. Al efecto, vestida de raso blanco, lo dicen los periódicos, y ceñida la rubia cabellera por cinta de oro sembrada, o como se diga, de diamantes, se presentó en la cátedra del Ateneo, desde la cual demostró que el Nuevo Mundo lo habían descubierto, o poco menos, los frailes franciscanos.

Menos mal que no fue el P. Muiños.

Que lo hubiera descubierto en verso.

Bueno, pues para que se sepa la verdad, tampoco fueron esos frailes descalzos, o mal calzados, los descubridores de América.

Yo sé quién fue.

Tengo mi candidato.

Y pienso publicar un folleto en que se lea lo siguiente:

-Niño, ¿quién descubrió América?

-Pando y Valle.

-¿Para qué?

-Para darse tono; y ser una vez más secretario.

[...] En resumidas cuentas, a Colón no le queda más gloria que la del huevo.

Y aún ése no fue pasado por agua.

Fue un huevo crudo, único, quodlibético, como si dijéramos.

Y a propósito de quodlibético, palabreja que doña Emilia quiere poner en moda, aprovechando los Quodlibetos de Carvajal; admitamos lo quodlibético... pero con una condición... la de retirar lo medioeval.

El que va a ponerse en ridículo es Castelar, que va a publicar en inglés y en español un libro en que se entusiasma con el mérito del pobre Cristóbal... Pólvora en salvas. Las memorias de Colón, sus visiones, sus poéticos anhelos... música, música. ¡Castelar cantando el alma del gran aventurero... prosa ligera!

Cristóbal Colón, Castelar... ¡comparen ustedes eso con cualquiera de las secciones del Ateneo o con los pelos rubios y la erudición franciscana y quodlibética de doña Emilia!

[...]

CLARÍN




Sátura

(El Día, n.º 4.298, 11-IV-1892. Recogido en Palique, en la sección Sátura, con el título de «A Gorgibus», Madrid, Victoriano Suárez, 1894, págs. 151-157)

«Mi querido Gorgibus: Me preguntas qué me ha parecido de tu sobrina Cathos. Moralmente, ya lo sabes, la conocía de mucho tiempo atrás, aunque después de haberla visto y observado de cerca, se me figura que le entiendo mejor el alma; de su aspecto mortal, de su cuerpo, en lo ostensible, creo que me hablas; de eso que antes yo no conocía, quieres saber qué opino. No es vulgar, aunque lo parece por los atavíos. Tiene en su rostro algo de esfinge, porque su frialdad o falta de expresión, es misteriosa; pero no poéticamente y a lo hierático, a no ser en cuanto pueda llamarse cosa hierática y hermética la rubicunda faz de un canónigo a lo Rabelais, o de los Cuentos droláticos, de Balzac, dibujados por Doré; o la del Clerigón, de Tirso, en Don Gil de las Calzas Verdes. Es cara aquella que se mide por estadios, como Herodoto los monumentos orientales, y casi toda ella obra muerta, por lo que toca a ser reflejo del espíritu.

En ciertas arrugas de la frente veo socarronería comprimida; en expansiones más altas de la caja del cerebro, indicios de natural despejo; en los ojos de color mezclado, pequeños y avisadillos, sagacidad, estudio, penetración aguda de lo relativo y menudo, inconsciente confesión de la muy limitada idealidad, y de tarde en tarde sonriente placidez, inesperada serenidad bondadosa que desconcierta por lo incongruente. Lo que no veo allí es nada femenino. No digo que no lo haya, sino que no lo veo. Hubiera preferido contemplar a tu Cathos como vemos las antiguas estatuas que ya no conservan la pintura que dicen que tuvieron: el color habla, y cuando es falso, miente. Por eso, por lo que me dicen los colores de tu Cathos, no quiero juzgar. Si la mujer que amó al héroe de La educación sentimental, de Flaubert, se le hubiera presentado al final del libro como una Minerva de Fidias, restaurada por un arqueólogo amigo del romanticismo escultórico, el más patético efecto de la novela se hubiera perdido, perdiéndose la trenza... de canas que Mad. Arnoux regala a Federico. Tu Cathos no tiene el alma rubia, no es septentrional, no es inglesa, no se parece a las mujeres dóciles y apasionadas de Shakespeare, no es capaz de sacarle al cant británico la poca poesía que tiene, como escrúpulo respetable y gracioso del santo recato; en vano se echa a la cabeza toda una cosecha de trigo, de doradas espigas; una cabeza rubia es una caricia del sol, un resplandor de idealidad que se plasma; nada de eso conviene a Cathos.

El cabello negro es pasión, pero el cabello rubio puede ser la pasión que llega al rojo en la fragua de sus ardores... y las canas venerables pueden ser la pasión que llegó al blanco. Quien tiene canas no tiene idea de la gama dialéctica de la dramática existencia en su vida sentimental. En el Mefistófeles de Boito hay una escena muy bella que falta en el Fausto de Gounod: aquella en que Fausto vuelve a la extrema vejez antes de morir. Boito comprendió mejor a Goethe, que también vuelve a su héroe a la vejez extrema.

Si los ángeles salvan a Fausto, es porque retorna a la razón, a la verdad, a sus canas. Dante llega a comparar la vejez con una rosa muy abierta que da sus perfumes, los de la experiencia, a todos. Fausto, al volver a su vejez, piensa en el bien público, y el autor del Convivio también atribuye al anciano la alegría de entrar en los consejos de su país para bien de todos. Pero la mayor gloria de la vejez es acercarse a Dios; ésta es para el poeta florentino la más grande belleza del anciano; la vecindad de Dios y la vista de la muerte que se le aparece como el puerto eterno en donde va a entrar en paz, contento del viaje de la vida. Ya se abaten las velas del navío, los remos se humillan y no hacen más que rozar el agua tranquila; a la ribera corren los conciudadanos y los amigos para festejar la vuelta del peregrino, los amigos de la patria celestial, por los cuales es digno de ser acogido.

"Al punto saldrá del barco así como se sale de una hospedería, y bendiciendo la vida pasada entrará en su casa"232...Gorgibus, dile a Cathos, tu sobrina, que no tiña de sol la nieve, que rehusar las canas es rehusar la corona de plata de la mayor sabiduría. Si hasta Cicerón, pagano, alabó la senectud y la alabó Catón el antiguo, que ella, cristiana, a su decir, no sea menos, y vea que por la nieve de esas cimas se llega a donde canta el Coro místico.


Alles Vergängliche
Ist nur ein Gleinchniss;
Daus Unzulängliche
Hier wird's Ereigniss;
Das Unbeschreibliche,
Hier ist es gethan;
Das Ewigweibliche
Zieht uns hinan.



Lo cual, traducido para ti, Gorgibus, no para Cathos, que bien lo entiende en alemán, quiere decir: "Todo lo perecedero es sólo un símbolo; lo insuficiente llega hasta aquí; lo inenarrable está aquí cumplido; el eterno femenino nos atrae"... El pelo rubio de Cathos me desconcierta; me la disfraza, me oculta la historia de sus desvelos, de sus dolores, de sus ideas. Las canas cantan una elegía; esa mazorca contrahecha es farsa de circo, adorno de figuranta, una máscara a guisa de casco.

¿Si creerá Cathos que es armadura contra el tiempo? Los golpes de Kronos le llegarán al cerebro, a pesar del cobre de que reviste el cráneo. ¿O será símbolo también el disfraz del tocado? ¿Querrá decir la cabellera dorada a la moda que los sesos también se tiñen del color del tornasolado capricho? Tu pobre Cathos, como diría persona insigne, vive de apariencias; parece artista, y no lo es; parece erudito, y no lo es: al tomar el color de cierto personaje de Milton y del Casio de Shakespeare, revela bien su propia naturaleza, sin pensarlo; vive apegada al terruño; lo mundano la deslumbra, la domina: su misticismo de ocasión y de librería es como un polvo dorado con que se tiñe el alma. Más apariencias de tu Cathos: sus amistades.

Ni ella estima a sus amigos, a los que valen algo, ni ellos la aprecian. ¡Si los oyera! Lo que yo digo donde ella puede oírme, no es más que una apología, comparado con lo que de ella dicen algunos que siguen tratándola. Y ¡cosa para ella más terrible! Los que así la maltratan no son los necios y los envidiosos. Ésos también la despellejan, y de modo que da ganas de defenderla, pero hay más que ésos: los otros, los serenos, los claramente superiores a ella.

Pero así y todo, tal como es tu Cathos, vale más por sus apariencias y por su ratonil sapiencia y su despejo natural y su aplicación algo difusa, que muchos que la motejan de varios modos.

Por eso hace más daño con sus malas cualidades, con sus lamentables limitaciones de gusto, de caridad, de poesía, de profundidad intelectual y piadosa. El vulgo sano tiende a mirarla con demasiado asombro, y acaba por sentir repugnancia y algo de envidia ante ella; el vulgo sabiejo y refinado en la tontería colegiada suele ser partidario de Cathos, y la rodea de incienso envenenado. En estos focos es donde hace estragos esta deletérea medianía que no tiene de femenino nada de lo que nos atrae en el femenino eterno de que hablaba el coro místico. Si quisiera definir en pocas palabras a tu sobrina Cathos, te diría, Gorgibus, que representa en su sexo lo contrario de la mater gloriosa del poeta, la que dice:


Komm ¡hebe dich zu höhern Sphären!
Wenn er dich ahnet, folgt er nach.



«Ven, elévate a la más alta esfera; si te adivina, él te seguirá». ...¡Ay, Gorgibus! El que adivine a tu Cathos no la sigue, porque Cathos rubia tiene el espíritu de aquel Mammon, dios dorado, demonio de Milton, que no quería volver al cielo, porque decía:


...This must be our task
In heaben, this our delight! How wearisome
Eternity so spent, in worship paid
To whom we hate!...



«¡Tal será nuestro cometido en el cielo, tales nuestras delicias! ¡Oh! ¡qué fastidiosa será la eternidad empleada en rendir adoración a aquel a quien odiamos!»... Y Cathos amarilla, como Casio, odia todo mérito digno de un culto. Estas y otras cosas acabé de aprender respecto del alma de Cathos, leyendo como pude en su rostro de esfinge ingerto en canónigo. Tuyo, Alcestes».

CLARÍN




Revista mínima

(La Publicidad, n.º 4. 741, 3-VIII-1892)

He recibido varios anónimos en que se hace el interesante descubrimiento de que la Sra. Pardo Bazán, en un cuento titulado «La mariposa de pedrería», llama coleóptero a la mariposa, y habla de sus élitros.

Yo opino que esta clase de equivocaciones nada dicen contra la ilustración de tan instruida señora, pero sí son elocuentes por lo que se refiere a su manera de escribir, en que se acentúa su falta de respeto al público y la poca conciencia con que suele emplear los esdrújulos técnicos.

Van siendo famosos los lapsus de la ilustre coruñesa, y es lástima que por falta de un poquito de modestia no se libre de tan feos lunares que, si en el fondo importan poco, tienen apariencia formidable.

Hacer de Maine de Biran un contemporáneo, un psicólogo flamante, creer que una sesión del Senado romano se llamaba «Senado Consulto»; entender que cuando un juez se declara competente «se inhibe»; hablar de risotadas mutuas, y llamar coleópteros a las mariposas, con tantas y tantas otras lamentables equivocaciones en que de algún tiempo a esta parte incurre D.ª Emilia, no es síntoma de ignorancia en quien tantas pruebas da a menudo de vasta lectura, y casi de ciencia, pero si es prueba de desatino y ligereza que contrasta con las pretensiones de purismo y corrección que la Sra. Pardo manifiesta, por ejemplo, en su afán de españolizar los nombres extranjeros.

[...]

CLARÍN




Sátura

(El Día, n.º 4.513, 15-XI-1892. Recogido en Palique, en la sección Sátura, con el título de «Congreso pedagógico», Madrid, Victoriano Suárez, 1894, págs. 175-180)

El Congreso pedagógico recientemente celebrado en Madrid ha sido muy útil, según mis noticias, por los trabajos serios, concienzudos y modestos de las secciones; pero en la discusión pública, que es lo único de que podemos juzgar directamente los que no hemos asistido al Congreso, no ha habido mucho que admirar y se han notado desde luego dos graves males: primero, que se han abstenido de tomar parte en los debates los más competentes de los congresistas españoles, como v. gr., el Sr. Giner de los Ríos, que es un orador como pocos y que sabe hablar cuando es oportuno que hable; segundo mal, qué han hablado demasiado ciertos polígrafos y polígrafas, y que se ha dado el principal lugar a una cuestión que en España es prematuro plantearla en la forma radical y nada práctica en que se ha planteado: la enseñanza de la mujer; mientras han faltado tiempo y atención para los más perentorios problemas de educación e instrucción nacionales.

De todo esto ha tenido mucha culpa doña Emilia Pardo Bazán, que va dando a sus naturales y legítimas aspiraciones a la notoriedad una tendencia demasiado plástica.

La señora Pardo debiera reflexionar un poco si le conviene justificar ciertas murmuraciones, según las que ha llegado el caso de recordar a las preciosas francesas que puestas en la picota de lo ridículo por la musa de Molière se refugiaron, abandonando el preciosismo literario y social, en la sabiduría pedantesca, dando ocasión para que Poquelin escribiera una de sus obras maestras, Les femmes savantes.

Sea como quiera, doña Emilia se presenta a defender la enseñanza de la mujer, causa por sí nobilísima, con un radicalismo, con unos aires de fronda y con un marimachismo, permítaseme la palabra, que hacen antipática la pretensión de esa señora, ya de suyo vaga, inoportuna, prematura y precipitada.

Uno de los pruritos, casi pudiera decirse manía, de la ilustre dama, consiste en el afán de mezclar a hombres y mujeres, de hacerlos andar juntos y codearse en Academias, Ateneos y Universidades. Antes hizo una gran campaña para que las señoras ilustradas pudieran ser académicas de la lengua, y ahora quiere que las jóvenes púberes vayan a cátedra con los aspirantes a bachillerato y aún con los aspirantes a licenciados. Y es más, experimentando su teoría in anima nobili, envía a una hija suya a las aulas del Instituto del Cardenal Cisneros, donde, como es natural, profesores y alumnos la consideran con el respeto que merece una señorita.

Ante todo, lo confieso, y sea lo que quiera de las teorías de la señora Pardo, aquí hay que admirar el valor y el patriotismo de esta señora, que, por amor al progreso, o lo que ella entiende tal, de la cultura patria, no vacila en hacer la experiencia, algo arriesgada por lo nueva, de enviar una hija propia a una cátedra llena de muchachos que suelen ser el diablo.

Pero no espere la señora Pardo que su conducta tenga muchas imitaciones, porque, como ella dice, la mujer española, por su falta de instrucción, no sabe imitar a la madre de los Gracos; no comprende la abnegación social, no sacrifica la familia a intereses más altos y no se atreverá a ensayar tales experimentos por temor a fracasos que (concédaseles también) serían más probables, si fueran muchas las jóvenes casaderas que frecuentasen las cátedras hasta ahora monopolizadas por el sexo fuerte.

Mas, descartado el valor personal y cívico que supone el experimento de la señora Pardo, yo creo que no tiene razón en dar tanta importancia a este aspecto material de la cuestión.

Puede la mujer ser sabia, literata, sin ir a la Academia, y puede estudiar ciencias sin ir al Instituto ni a la Universidad.

¿A qué insistir en lo que es secundario y pugna tanto con las costumbres, con las preocupaciones... y acaso con el temperamento nacional?

Además, señora, hay cátedras y cátedras; así como hay libros y libros. Yo, por ejemplo, he explicado algunos años Derecho romano, y aunque he conseguido siempre tratar con la mayor pulcritud y con la santa castidad de la ciencia las famosas disputas de proculeyanos y sabinianos acerca del tiempo de la pubertad, con todo aquello de la investigación empírica del sexo, etc., declaro que si hubiera habido delante señoritas de dieciséis y diecisiete abriles, sentadas entre los chicos, que estaban serios a duras penas, es fácil que se me hubiera trabado la lengua o por lo menos que hubiera estado, de intento, obscuro, para no ofender el pudor y la inocencia, en que creo y adoro, no sé si porque la he corrido poco.

Y aún más difícil, por no decir imposible, me hubiera sido explicar delante de aquellas almas puras y pudorosas la singular naturaleza de los desventurados spadones, de que habla el romano con una riqueza de detalles realistas que no he visto siquiera en Insolación y otros dechados de naturalismo contemporáneo.

Y ya que hablo de Derecho romano, ¿por qué doña Emilia, que se ha dedicado a toda clase de enciclopedias, no se da una vuelta por una cátedra de Instituciones, o por lo menos lee un manual o remedia-vagos de esa asignatura? Lo digo porque siempre que alude al derecho que se llama la razón escrita, tropieza de poco graciosa manera.

En una novela, La Tribuna si no recuerdo mal a una sesión del Senado romano la llamaba senado-consulto, que es un selectísimo disparate.

Pues ahora, en la memoria que ha leído en el Congreso pedagógico, nos dice que la mujer, en opinión de ciertos filósofos «no tiene existencia propia, ni individualidad, fuera de su marido e hijos; es toda su vida alieni juri». Primeramente, señora, no se dice alieni juri, sino alieni juris (y lo advierto, por si no es errata, que creo que no), y después, y esto es lo más grave, el ser alieni juris o sui juris es cosa diferente de tener o no tener individualidad, como usted dice, y tener o no tener existencia propia o sólo para su marido e hijos. Pregúntelo usted a cualquier estudiante de esos que, contra mi consejo, usted quiere que sean condiscípulos de las señoritas abogadas.

No se puede hablar de estas cosas a ojo, ni a oído; a usted eso de alieni juris le sonó a vida sacrificada a fines ajenos, y a tutela o cosa así, y no es eso. Como inhibirse no era lo que usted creía, porque inhibirse es abstenerse de juzgar por no creerse competente, y usted creía que era meterse uno donde no le llaman, y casi casi lo mismo que exhibirse.

El hombre libre podía ser alieni juris, y el sui juris podía estar bajo tutela; un impúber podía ser sui juris y un hombre libre, ciudadano, cargado de hijos, con canas, podía ser alieni juris; es más, para que vea la señora Pardo que esa idea de tutela perpetua en que suponen a la mujer ciertas teorías no puede expresarse por la frase alieni juris, le diré que el pupilo necesitaba ser sui juris; sobre el alieni juris no hay tutela posible. Yo no tengo la culpa de verme obligado a hablar de estas cosas. Tiene la culpa doña Emilia. A esto dirá ella que si en su juventud la hubieran mandado a la Universidad, sabría lo que era senado-consulto y lo que quería decir alieni juris. Es verdad; pero replico que entonces también sabría lo que eran spadones.

Y más vale que no lo sepa.

CLARÍN




Palique

(El Heraldo de Madrid, n.º 1.978, 9-IV-1896)

[...]

Adán y Eva

(CICLO)

¡Ciclo! Está muy bien; kuklos en griego.

Muy bien. Pero doña Emilia debía seguir dándole a Grecia lo que es de Grecia y a Dios lo que es de Dios.

Digo esto, porque, entrando en el ciclo, leo que, según doña Emilia «Los romanos, para hacer aborrecible la embriaguez a los jóvenes, emborrachaban a un ilota ...&&».

Ilota... romanos... el borracho modelo...

No me suena.

O mucho ha adelantado la crítica histórica desde que yo iba al Instituto, o eso del borracho ilota debía decírselo doña Emilia a los griegos. Era uso de los lacedemonios.

Pero en fin si lo de ilota de los romanos está mal, lo de ciclo está bien. Ciclo, de o kuklos. ¡Muy bien!

CLARÍN




Palique

(El Heraldo de Madrid, n.º 2.015, 16-V-1896)

Varios corresponsales desconocidos me atosigan y roban el tiempo, empeñados en que me escandalice porque, en un artículo reciente, publicado en Blanco y Negro, según creo, doña Emilia Pardo Bazán habla del vuelo de la garduña. Y a todos se les ocurre lo mismo, que ya tiene compañera la gacela de Balaguer.

Este incidente me recuerda otro semejante producido por otra afirmación, también atrevida, de la señora Pardo, según la cual las mariposas eran coleópteros o cosa así, en fin, algo que no son, y además tenían élitros.

Entonces, como ahora, la señora Pardo se equivocó, si miramos las cosas desde su punto de vista vulgar.

Pero yo llamo la atención de los que entonces y ahora me dieron cuenta de lo que la ilustre naturalista (en ambos efectos, literario y científico) afirmaba.

En un célebre y popular diccionario de notabilidades contemporáneas, el de Bouillet (última edición), se asegura, como ya tengo copiado en este mismo periódico, que doña Emilia Pardo vulgarizó en España el darwinismo.

Pues bien; si para un Agesziz o para un Quatrefages sería absurdo imaginar que las mariposas tenían élitros y que las garduñas volaban, para una transformista, algo exagerada, para una darwinista... meridional... la cosa no se hace tan cuesta arriba.

Todos sabemos algo (gracias a la señora Pardo, por supuesto) de la selección natural, de la ley de herencia, de la adaptación al medio, de la función sugiriendo el órgano etc., etcétera, y... en buen darwinismo -meridional- ¿no podrá suceder que una garduña, tirándola muchas veces al alto, se adapte al medio... y acabe por criar alas? Yo recuerdo, ahora, que una vez Fernanflor mató una liebre al vuelo... pero al día siguiente rectificó con mucha gracia. Pero es que Fernanflor cree en la variedad de las especies, y por eso le cortó las alas a la liebre.

Todo es uno y lo mismo; y eso de que la garduña vuele o no, es cuestión de perspectiva... y de tiempo.

Den una garduña a Sagasta; denle además el poder y denle, el compromiso de plantear una reforma que no le guste; pues yo respondo de que (sic), para cuando la reforma se lleve a la práctica, la garduña de Sagasta ya vuele.

Sin embargo, y por pura cuestión de oportunismo político... y administrativo:

Yo suplico a la señora Pardo que retire su afirmación, relativa al vuelo de ese antipático cuadrúpedo.

Porque después de lo que hemos oído aquí del matute, de los concejales prevaricadores y de tantas y tantas irregularidades, a mi ver, no conviene que todavía se les den alas a las garduñas.

[...]

CLARÍN




Palique

(Madrid Cómico, n.º 694, 6-VI-1896)

[...] Y dice D.ª Emilia, hablando de Novelli:

Debe a la naturaleza una cara blanda...

¡Pues vaya un regalo!

Lo que hay que tener en este mundo de Mogueles y desengaños, es cara dura.

Además, una cara blanda, como las manos de los barberos, debe de dar asco. Sin contar con que doña Emilia no se la tocó, para saber si la cara de Novelli es blanda. Para ser flexibles los músculos, no necesitan estar blandos.

«Blanda, dúctil».

¿Cómo dúctil? Dúctil es lo que se deja reducir a hilos más o menos delgados.

Pero, señora, ¡siempre hemos de andar tropezando con los términos técnicos y tomándolos de mala manera!

Una cara dúctil sería buena para uno que tuviera que llevar muchos bofetones. Acabaría por no tener donde recibirlos.

«Dúctil, movible». ¡Cara movible! Claro ¡Pues bueno estaría Novelli si no pudiera mover la cara! ¿O cree esa ilustre dama que los cómicos que no llegan a Novelli padecen tortícolis o parálisis, etc., etc.?

«Con el modo de agarrar el asa de una taza de té, Novelli sabe decir infinidad de cosas».

¿Pero relativas al té todas, supongo?

Más dice Cánovas con el modo de agarrar la sartén por el mango. Pero desafío yo a Novelli a que diga con los dedos los disparates que se le ocurren a Pidal en sus célebres discursos de inauguración del curso en la Academia de Jurisprudencia (donde insulta a Comte con p, así: Compte, Compte, varias veces), y en el no menos célebre de la Asociación de la Prensa, donde compara a los héroes de Cuba... con los toros.

Ni de cocina sabe ya D.ª Emilia. ¿Pues no dice que un gran cocinero da a todos los manjares el mismo sabor?

¡Vaya una gracia!

Si es esa la moda culinaria que acaba de traducir la Pardo del ruso, pasado por Francia, reniego de esa salsa à la de Vogilé, y despido al gran cocinero igualitario.

Siempre se dijo, señora, que en la variedad está el gusto.

[...]

CLARÍN




Palique

(El Heraldo de Madrid, n.º 2.308, 5-III-1897)

Según afirman varios cronistas, la señora Pardo Bazán ha dicho en sus estudios superiores del Ateneo, que Víctor Hugo, más que gran poeta, era poeta amplio.

Será como la ciencia de doña Emilia, que me parece más amplia... que grande... y apretada.

También dicen que Castelar, oyendo esto de la amplitud de Víctor Hugo, exclamó:

-¡Injusta! ¡Muy injusta!

No, D. Emilio. Cada uno habla de la feria como le va en ella; el Víctor Hugo que doña Emilia puede comprender, no es el mismo Víctor Hugo que puede comprender Castelar.

La señora Pardo, que es una Petra in cunotis, embarca de todo, y habrá leído las poesías de Víctor Hugo deprisa y corriendo. Además, tiene el espíritu cerrado a las más altas sugestiones artísticas; llega donde puede, y la luz que ya no puede resistir la niega. La señora Pardo vive en perpetuo psitacismo, esclava, particularmente, del que impone la moda, y ya se sabe que es moda desconocer el mérito de Víctor Hugo.

Añádase a esto que doña Emilia no perdona a los poetas, grandes o amplios, que le tomen el cabello; y así como a Zorrilla no le perdonó lo de la inevitable Emilia, a Víctor Hugo no le perdona cierta desdeñosa acogida, que la misma Pardo nos describe. Figúrense ustedes que, siendo una muchacha, visitó la Pardo a Víctor Hugo y se atrevió a discutir con él.

¡Qué cara pondría el patriarca de la lírica francesa!

Pues eso es lo que no le perdona la Emilia: la cara que Víctor Hugo había puesto.

Poco importa que la Pardo no le reconozca a Víctor Hugo más que una dimensión; lo grave es que, por una tolerancia mal entendida, se mezclen con los estudios superiores, que realmente lo son, como v. gr., los de Cajal, M. y Pelayo, Simarro, etc., etc., esas superficiales rapsodias de asuntos manoseados a que se entregan la Pardo y un don no sé cuantos M. Pidal, que está explicando nada menos que los orígenes de la lengua castellana.

¿Qué diría uno de esos sabios extranjeros que nos honran estudiando profundamente las letras españolas, si viniera a Madrid, y, en el Ateneo, nada menos, y en clase de Estudios superiores, oyera las vulgaridades de ese muchacho que es un político pidalino, que en los ratos de ocio se dedica a Menéndez y Pelayo, ...instantáneo?

El Sr. Moret sabe, si lee el HERALDO, que yo le he celebrado por su iniciativa en esto de los Estudios superiores; pero no hay que llamar así lecciones que correrán parejas, a lo sumo, con las ordinarias de multitud de cátedras de literatura española, sin pretensiones de superioridad.

Para hacer algo bueno en empresas como la acometida por Moret, no hay más remedio que saber ganar enemigos. Enemigos tienen que ser, en España, de quien pretende ayudarle en su progreso, todos los que salen perdiendo con que no sean río revuelto ni la enseñanza ni la crítica.

Otros presentan con orgullo el pecho lleno de cruces; yo tengo en vez de cruces multitud de enemigos que me he ganado negándome a reconocer mérito donde no lo hay.

El Sr. Moret podía aumentar su gloria de iniciador de esa institución tan digna de alabanza, hilando más delgado, y no consistiendo que expliquen superiormente varios ínfimos reclutas de las ciencias y de las letras.

Esto de reclutar ínfimos lo digo por Menéndez Pidal, no por la Sra. Pardo, que es persona de mucha lectura, y de merecida fama. Pero sus causeries...leídas, acerca de la literatura moderna, así, en peso, toda la literatura moderna, tendrán que resentirse del indispensable carácter de segunda o tercera mano y de la superficialidad que se advierte v. gr., en su obra acerca de San Francisco (que pienso examinar muy pronto), y en sus pocos originales estudios de la literatura rusa. Para una dama española es ya milagroso lo que hace doña Emilia. Pero esos estudios no son superiores... más que a los de M. Pidal acerca de los orígenes de nuestra lengua.

En fin, que la idea del Sr. Moret es excelente, pero los que la consideramos beneficiosa, debemos, no elogiarla sin reservas, sino procurar su mejora, señalando los inconvenientes con que tropieza... en la ejecución práctica, como dice el Sr. Navarro Ledesma, un M. Pidal fúnebre y que sabe mucho de gestas y gualdrapas.

Y voy a acabar con un chascarrillo, al estilo de Fernández Bremón.

-¿Qué le parece a usted, condesa, de ese muchacho que siempre nos está hablando de los Niebelungen y del Mio Cid?...

-Creo que es un crítico muy erudito y que domina todo lo medioeval...

-Eso me ha parecido a mí; medioeval y... medio-tonto.

CLARÍN




Palique

(Madrid Cómico, n.º 47, 12-VI-1897)

[...] Y ahora vamos al feminismo.

No hay razón para que una mujer pueda encargarse de la venta del papel sellado y no pueda encargarse de la literatura sellada. No hay razón para que una mujer pueda resolver las crisis políticas más importantes para el país, y no pueda resolver si se ha de escribir exhuberancia (como cierto ilustre poeta) o exuberancia.

Sí, las mujeres deben de entrar en la Academia.

Y también debe darse, de vez en cuando, un puesto a la aristocracia, a la nobleza, como hacen en París. La Academia es un galicismo, una imitación del francés; pues tengamos nuestros académicos de la aristocracia como en Francia los hay.

Y combinando lo de la alta nobleza académica con lo del feminismo académico, yo propongo para la vacante del Sr. Ayuso...

A la Marquesa de la Laguna.

Y perdone la de Pardo Bazán, que no es más que pontificia.

Clarín




Palique

(Madrid Cómico, n.º 241, 17-III-1900)

[...] Pero dejemos las impurezas de la realidad y vamos con doña Emilia Pardo Bazán, que es una postal comparada con la Unión a las regiones de la poesía descriptiva, y, de camino, a Elche y Orihuela.

Ya he dicho días pasados, que siempre que tenga que censurar algo de un autor ilustre de veras, como doña Emilia, lo haré con el mayor respeto y sin pizca de broma.

Todo lo que sigue va dicho con muchísimo respeto y sin chanzas impertinentes.

Y empieza doña Emilia: «¿De qué color era el tejido de mi imaginación cuando el tren me llevaba hacia Orihuela, donde no pensaba detenerme -o mejor dicho- donde no tenía tiempo de detenerme algunas horas?».

Señora: yo no lo sé. Pero no me parece puñalada de pícaro la necesidad de que la imaginación sea un tejido... a no ser cuando resulta un tejido de disparates; ni veo por qué ha de tener color; ni tampoco se me alcanza, por qué está mejor dicho lo de no tener tiempo para detenerse que lo de no pensar detenerse.

Las dos cosas son compatibles. Si usted no tenía tiempo para detenerse, es natural que no pensara en tal cosa.

«Sonreía de aquella boutade o humorada».

Señora, sonreía de no es castellano. No dé usted mal ejemplo. Si usted, que vale mucho, dice sonreía de, ¿cómo doña Soledad, que no vale nada, no ha de parar a?.

Verdad es que la Academia opina que sonreír es «reír un poco». Pero no hay tal cosa; porque el que ríe un poco, ríe; y sonreír es otra cosa... que no explica la Academia.

Por eso está bien reírse de y no sonreír de. Y sonríase usted de cuentos.

«Bajo este celaje dramático y sombrío».

No comprendo un celaje dramático... a no ser en las bambalinas del teatro.

Verdad es que, según Hamlet, en las nubes se ve lo que quieren los poderosos.

Dice doña Emilia que, según un inglés, en Orihuela se imaginaba situado «el Paraíso perdido» de Milton. El Paraíso perdido de Milton es un poema, señor inglés; y lo que usted querría decir no es el Paraíso perdido sino el Paraíso propiamente tal.

Por cierto que doña Emilia, se figura el Paraíso a manera de selva virgen de inextricables senderos. ¡Vaya una virginidad la de una selva llena de senderos!... Además, ¿quién habría de hacer los senderos en el Paraíso?, ¿Adán y Eva solos? No es de suponer.

Senderos, inextricables o no, los tendrá el otro Paraíso, no el de Milton, el de Costa, Alba y Compañía, y puede que el tal Paraíso, acordándose de sus antiguos idealismos republicanos, que nunca le hicieron dictador, al verse ahora cerca del poder, por caminos -o canales- tan diferentes, exclame con el poeta:


Dichas que no merecí
en cambio de amor sincero
¡por tan obscuro sendero,
qué tristes llegáis a mí!
..........................................................



CLARÍN






ArribaÍndices

Relación exhaustiva de prensa periódica y libros que contienen escritos de Leopoldo Alas sobre Emilia Pardo Bazán, comentarios sobre la escritora o simples referencias. Aunque el presente volumen incluye los más relevantes, mencionamos aquí otros cuya consulta enriquece el ámbito de las relaciones críticas y personales entre ambos autores233:

El Progreso, «El año literario», 1-I-1882.

El Día, Suplemento literario, «Un viaje de novios. Novela de la señora doña Emilia Pardo Bazán», 2-I-1882. Recogido en La literatura en 1881, Madrid, Alfredo de Carlos Hierro, 1882, pp. 181-189.

La Ilustración Cantábrica, «Un viaje de novios. Novela de la señora doña Emilia Pardo Bazán», 18-I-1882. Recogido en La literatura en 1881, Madrid, Alfredo de Carlos Hierro, 1882, pp. 181-189.

Prólogo a La cuestión palpitante, Madrid, Imprenta Central a cargo de V. Sáiz, 1883, pp. VII-XX.

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Para todo el mundo. Biblioteca semanal, cómica, ilustrada, con ribetes de seria, «Palique del palique», 15-V-1889. Recogido en Palique, en la sección Paliques, con el mismo título, Madrid, Victoriano Suárez, 1893, pp. 207-212.

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