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Clasicidad e hispanidad en el nombre de «Valentia»

Sebastián Mariner Bigorra



Conferencia inaugural de las sesiones sobre la Antigüedad Clásica, organizadas por la Sección de Valencia de la SEEC en la Facultad de Filosofía y Letras, los días 22-24 de mayo de 1974.





«La formación en -ntia aplicada a dichos topónimos plantea, desde el punto de vista lingüístico, algunas dificultades que, a mi entender, no han sido suficientemente afrontadas por los filólogos». Que estas palabras de Miguel Dolç en el estudio más reciente que yo conozco acerca del nombre de Valencia1 sirvan de justificación -o, al menos, de excusa- al presente intento. Tanto más cuanto que su talante estimulantemente invitatorio recibe, a lo largo del propio trabajo, un aliento continuo, al comprobar cómo, del concurso de documentación histórico-arqueológica y de escudriñamiento lingüístico -en que consiste fundamentalmente el quehacer filológico-, han podido ir derivando, en la cuestión tan interesante del nombre de esta ciudad, elementos esperanzadores en su conjunto. No importa que los primeros entre estos elementos hayan sido precisamente las dificultades a que él alude: la clarificación del panorama, disipada la bruma que disimulaba tal vez los picachos, es la primera e importante ayuda que desea el montañero que quiere medírselas con ellos y superarlos.

Dos condiciones creo que se nos imponen desde el momento en que emprendemos esta ascensión. La primera, tener conciencia de la propia limitación en este intento de medírnoslas. Esta conciencia se concretará en un ceñirme al terreno en que mi intervención pueda parecer menos arriesgada, en cuanto pueda justificarla una cierta dedicación profesional. La dificultad que va a ser enfocada aquí fundamentalmente es la que se plantea en torno a la clasicidad, arcaísmo o vulgaridad de la terminación y flexión de los topónimos del grupo entre los que se cuenta el de Valentia. No me ocuparé ni de sus raíces ni del morfema derivativo común -nt- más que en cuanto me vea obligado a ello por la misma atención a la morfología en sentido estricto. Nada podría añadir, en efecto, a lo ya sabido después de muchas discusiones acerca de unas y otro2, como no fuese la observación de que la claridad en aquel punto del paisaje parece ser mucho mayor que la que haya podido alcanzarse en el que constituye nuestro itinerario3.

La segunda condición es la de no repetir, al menos intencionadamente. Invito, pues, a mi vez, a emprender la marcha desde el punto mismo hasta donde Dolç nos había guiado. Sólo en caso de atasco convendrá volver atrás y reemprender por algún camino tal vez abandonado, máxime si cabe la posibilidad de mejorarlo.

Apenas, en efecto, se podría hallar actitud más sugestivamente insinuante a proseguir que la que se encierra en las siguientes frases del párrafo final del estudio de Dolç. A renglón seguido de haber formulado su hipótesis explicativa de la terminación en -ia de Valentia basándola en que se trataría de un neutro plural de participio que habría concordado con un Castra que se habría omitido luego, agrega: «No creo que la hipótesis sea demasiado aventurada» Y, unas líneas tan sólo después, advierte honradamente del riesgo que quizás resulte ser uno de los mayores de esa aventura: «Pero aun en el caso de ser válida esta teoría, puede asegurarse que el supuesto valor de primitivo plural de nuestro participial había sido olvidado en esta época de proliferación de los topónimos en -ntia: lo prueba el solo hecho de haber sido incorporada Fauentia como puro apelativo en la solemne nomenclatura oficial, de la época de Caracala, asignada a Barcelona».

La verdad es que una primera etapa a partir de este cruce que el propio conocedor del terreno presenta como susceptible de haber creado desorientaciones podría intentarse todavía en sentido positivo, prosiguiendo la marcha en la misma dirección. Él, en efecto, ejemplifica la presencia de elementos toponímicos que un día concordaron con Castra, que luego sufrió elipsis, a base de Vetera, que presenta abundantemente documentado en Tácito. Se trata de un calificativo común, dado seguramente en oposición a su contrario Noua, como es corriente con tantos otros apelativos en la toponimia: confrontemos hoy los abundantes Castellvell y Castellnou, Vilavella y Vilanova etc. Pero es evidente que (Castra) Valentia no podría entrar en el grupo de los así adjetivados para marcar una oposición toponímica entre dos núcleos de una idéntica denominación, que se distinguen por la época de construcción o florecimiento de cada uno de ellos. Ni siquiera cediendo a la tentación de hipotetizar a base de que Bétera4 continuara hoy unos (Castra) Vetera a los que, una vez abandonados como inservibles, se les hubiesen opuesto unos (Castra) Valentia, pisaríamos terreno firme. La historia, bien conocida, se opondría terminantemente: no hay un traslado a un nuevo campamento, «en buen estado», «bien acondicionado» (ualentia?) desde otro que se abandona del todo o en algún grado (uetera); sino que «en Hispania, el cónsul Junio Bruto, a los ex combatientes de Viriato les asignó una plaza con su campiña, que recibió el nombre de Valentia»5. Parece que, incluso pese al matiz «militar» de oppidum entre los apelativos latinos de localidad, el contexto apoyaría muy poco la idea del establecimiento del nuevo núcleo como campamento, pues más bien se trataría en la intención del romano vencedor de una desmilitarización, según han interpretado explícitamente las fuentes antiguas concordantes6. Y, de todas formas, aun prescindiendo de las intenciones, lo que no aparece por ningún lado mencionado entre los hechos es el de un traslado desde otra localización que permitiera arraigar en la nueva un calificativo especificativo por contraste.

Ahora bien, los calificativos que, en la toponimia latina, acompañan a Castra no aparecen como necesariamente contrastivos. A primera vista, al menos, cabe, por tanto, una etapa de cierta superación de la dificultad. Etapa tanto más sugestiva en esta dirección, cuanto qué muchos de los indicados especificados con Castra acaban precisamente en -ia. Así, los tres seguramente más célebres: Castra Aelia, C. Cornelia y C. Iulia7. En ellos aparece un empleo más de los tan frecuentes de los nomina latinos, en función adjetival especificativa, abundantes en la lengua arcaica (pons Muluius, uia Appia), pero también bastante vivos en lenguajes conservadores durante la clasicidad (lex Iulia), e incluso -precisamente por este carácter conservador propio del lenguaje jurídico y político oficial- en una cierta oposición con los de referencia a mero posesor o propietario, que se caracterizan más abundantemente con -anus (horti Sallustiani). Apenas hace falta demostrar que, si esta diferencia es válida, se explica perfectamente la presencia del antiguo tipo de denominación -el referido a magistrados- en el caso de los campamentos: ninguna autoridad hay en Roma tan autocrática con respecto a sus subordinados como la de un jefe militar con imperium. Pero quede también esto en insinuación, pues basta atenerse a los hechos, según los cuales, Castra Cornelia, por ejemplo, no son un campamento propiedad de Escipión en su campaña africana, sino asentado por dicho general en la misma.

Llegados aquí, se estará atisbando que el avance practicado se revela inadecuado en el caso de Valentia. Sencillamente, debía haberse llamado Iunias8. O, si se pretendiera apurar hasta el límite, habría que suponer error en las fuentes. Pero ello equivaldría prácticamente a apurar hasta la desesperación, pues la contrapartida de invalidar la referencia al cónsul bien acreditado del 138 sería la obligación de buscar para fundador a un magistrado Valens o Valentius del que no se tiene noticia alguna para la época9.

Es posible que, ante ello, ya haya quien se manifieste abiertamente partidario de volverse atrás; y que incluso cunda la desmoralización con rumores que, como tales, no desentonarían al invocar el argumento ex silentio: supuesta en Valentia una braquilogía por elipsis de Castra, ¿cómo se encuentra ya ausente este término en el texto -arriba aludido- en que el sumario de Livio recapitula precisamente su fundación y la «imposición del nombre»? Lo corriente, para elipsis y braquilogías, es el transcurso de un lapso de tiempo que, habiendo permitido fijar tanto en la memoria, por el uso, un término, haga ya inútil su mención explícita al lado de otro -más específico y, por ello, más precisamente significativo- al que habitualmente acompañaba. No ha habido tiempo para ello en el caso de Castra Valentia.

De todos modos, y habida cuenta de la relativamente mala fama de la argumentación ex silentio, es posible que nuestro retroceso acabara imponiéndolo definitivamente algún rezagado que, sin molestarse ya en llegar al final de la etapa tentativa, adujera que ninguno de estos argumentos es tan fuerte como el que ya vimos honradamente presentado por el propio autor de la hipótesis: la pronta feminización de un neutro plural así sustantivado. Es cierto que no faltan testimonios esporádicos de este fenómeno en neutros colectivos del período arcaico y tal vez en el clásico (armenta y acina, por ejemplo, respectivamente10) y que Castra realmente puede tomarse por su etimología como un plural colectivo del neutro castrum; pero también lo es que aquellas feminizaciones ocurren en pasajes aislados -e incluso, en parte, discutidos-, mientras que una generalización tan grande como la aquí supuesta para estos topónimos no se hallará sino en los tiempos más tardíos de la latinidad, y aun ni siquiera generalizada en los textos escritos, aunque lo estuviera en la lengua hablada. Ahora bien, nuestros ejemplos no parecen ser muy tardíos. O, tal vez, nada tardíos, sino plenamente clásicos. Concretamente, el empleado en la ejemplificación que hemos visto, Fauentia para Barcino, es cierto que no era conocido, con un desarrollo amplio, sino en la dedicatoria a Caracala en el momento de la redacción del estudio en que el doctor Dolç lo aduce; pero justamente a fines del año anterior al de la publicación aparecía una lápida que lo contiene también y que se hace remontar a la primera mitad del siglo II11. Pero es que una y otra inscripción no han hecho sino corroborar la noticia que ya con respecto a este único título de aquella colonia se leía en Plinio12: Barcino cognomine Fauentia, y no hace falta recalcar que las noticias geográficas de Hispania aducidas por Plinio se refieren comúnmente a los trabajos geográficos patrocinados por Agripa en plena época augústea. Ni, seguramente, que todos los autores clásicos que atestiguan estos topónimos o los de su tipo los emplean desde siempre como femeninos singulares13. No parece que se pueda dudar de la clasicidad de tales clasificación y flexión.

Desandar el camino recorrido en la dirección de neutro plural con elipsis de Castra (el propio doctor Dolç desrecomendaba, acertadamente, pensar en la de rura: el sentido le abona ampliamente), supone volver al cruce de caminos de donde él arrancara después de la parte crítica de su estudio. Y, en el cruce, hallarse con la dirección hacia femenino singular representa también volver a la cuestión según la había dejado el trabajo inmediatamente anterior al suyo; a saber, el de H. J. Wolf14. Pero este artículo, meritísimo también por su crítica, no la hace seguir de una teoría -ni siquiera de una hipótesis- original. En su parte positiva no estamos en 1968, sino que se nos remite a 1898, a ciencia y conciencia, dado que, desmanteladas las opiniones expuestas en el ínterin, vuelve a quedar en pie la de J. Schwab, a quien sigue Perin en su Onomasticon15: «Fauentia, Fidentia, Pollentia, Florentia, Placentia, Valentia. Haec nomina nihil aliud sunt quam formae femininae participiorum»16. Por su parte, Wolf se encargará de añadir a la lista Potentia y, con dudas, Consentia, que razonará igual y explícitamente17.

Henos, pues, lanzados en una dirección no sólo divergente, sino diametralmente opuesta. Para ganar, en efecto, una cota en que un término acabado en -entia pueda ser femenino de un participio, hay que remontarse a la prehistoria del latín. Pues esta lengua, desde sus más antiguos monumentos, presenta -a diferencia de otras indoeuropeas, como, sin ir más lejos, el griego- neutralizada la oposición genérica de noción básica sexual en el participio de presente. En palabras más llanas: estos participios pertenecen al grupo «de una terminación». Es cierto que no faltan en su declinación indicios suficientes para haber dado pie a la teoría de que su moción existió, y se fosilizó luego: una oposición entre tema en consonante (masculino y neutro) / tema en -i (femenino) se refleja en la duplicidad de formas de ablativo singular (-e/-i) y del genitivo plural (-um/-ium)18. Pero, aun con tales supuestos, la flexión femenina que se reconstruiría con estos residuos latinos solamente sería una flexión en -i: a ella conducen el ablativo singular en -i y el genitivo plural en -ium tan distintos de los que en latín presentan las palabras de nominativo en -a, como serían los participios en -entia. Hay que remontar mucho más atrás, y, a través de entronques con los participios griegos y sánscritos, reconocer en aquella -i- y en esta -ia tratamientos diferentes de unos elementos que pudieron ser los mismos: una laringal (de apéndice palatal si éste se admite, o en combinación con la semiconsonante i si no se admite) que en unos lugares -contacto con consonante en un nominativo sigmático- ha desaparecido sin rastro, en otros -nominativos no sigmáticos- ha vocalizado en -a en griego y en los tipos latinos en -ia (-ntia entre ellos) o ha alargado la vocal resultante de aquella semiconsonante -o el apéndice palatal, mutatis mutandis- en sánscrito. Y claro que es legítimamente científico remontarse a tan remota lejanía, adonde llevan convergentemente los testimonios de las distintas lenguas que de aquel remoto lejano derivaron. Y lo es no sólo para buscar en ellas una explicación de las formas ahora distintas en estas lenguas derivadas, sino para tratar de razonar también tipos de sufijación que pueden haberse desprendido de aquellos de flexión. Concretamente, en lo que al latín atañe, para fundar el abundante tipo derivativo de abstractos en -antia y entia en el mismo grupo constitutivamente hablando: su relación con radicales verbales se hace evidente a quien repase las nutridas columnas que les corresponden en la obra de O. Gradenwitz19.

Pero no parece que, con pasaporte latino, quepa adelantar ya mucho más dentro del terreno de la legitimidad científica en esta dirección. Son las otras lenguas aquí aducidas para comparar, las que permiten tal vez hablar de relaciones sincrónicas entre formaciones, respectivamente, en -sa y en t=i, que igual pueden ser de topónimos que de participios de presente. En latín histórico, no. Y mucho menos en un latín ya tan histórico como el del cultísimo siglo II antes de Cristo, al que pertenece la difusión de los topónimos de este tipo, y concretamente el que aquí nos ocupa20. Mucho antes ya, una ciudad de nombre ancestral había estrenado una especificación hecha con terminación análoga a la de los participios de presente, y, por muy femenino que fuera también ancestralmente su nombre, Alba, aquel especificativo había sido ya no *Fucentia, sino Fucens.

¿Cómo pensar, pues, que hayan podido mantenerse como por una especie de arcaísmo toponímico unas posibilidades latentes de formación que aparecen perdidas incluso en la toponimia? Una casa es postular la posibilidad de esta vida latente para determinados abstractos en -entia (y -antia), y de una gran fecundidad para los mismos en el latín tardío y en las lenguas románicas21; otra muy distinta sería pretender la vida latente de un tipo que ya no volvería a aparecer más que en estas formaciones para las que se le guardaría ad hoc. Contra tal círculo vicioso clama el testimonio de estas lenguas romances, las cuales, si han creado nuevos femeninos en -a para participios de presente por analogía de los restantes tipos adjetivales con moción, los han hecho directamente sobre la -t-, cf. fr. descendante, vivante, o nuestros dolenta, valenta, o cast. asistenta, regenta, perfectamente distintos unos y otros del prolífico tipo transmitido de abstractos derivados de los en -antia y -entia: opónganseles, por ejemplo, descendente, dolença, esperanza.

Y no cabe el apaño de sospechar que las afirmaciones de Schwab y de Wolf deban interpretarse diacrónicamente, en el sentido de que las debamos tomar no literalmente, sino como «aptas sólo para lingüistas»: «no son otra cosa que femeninos de participios» se referiría, tal vez, a que con ellas se había dado origen al tipo de derivación de abstractos de que se hace mención22, y en la cuenta de éste deberían cargarse los tales empleos toponímicos. Todo lo contrario: esta suposición es explícitamente no sólo rechazada, sino incluso impugnada por extenso dentro de la dirección en que ahora nos hallamos. Por extenso y con detalle: Wolf dedica una buena parte de su artículo a rebatir esa posibilidad y no sólo en su aspecto más patente -apelativos de abstractos impuestos a las nuevas fundaciones como nombres concretos-, sino que tampoco deja asomar cabeza a una elaboración más compleja que supondría una evolución a través de una fase teonímica: los nombres abstractos se habrían hipostasiado para designar personificaciones de los propios conceptos divinizados, como es el caso -aunque con culto registrado sólo a nivel meramente local de nuestra Valentia y de Pollentia23. Ni siquiera el paralelismo con casos atestiguados del tipo de Concordia y de Copia, ni aun el caso límite de la hipóstasis del apelativo Dea como topónimo, resisten el embate de la argumentación del autor en el caso de los que aquí nos ocupan.

Y no creo que puedan resistirlo. Ya indiqué antes mi admiración por la razonada crítica del trabajo de Wolf. En este punto creo que la merece sin reservas. Incluso osaré añadir (añadir no será repetir) un motivo más a los que a él le inspiran una actitud negativa. La hipóstasis de nombres de divinidad es ciertamente fenómeno bien conocido en la toponimia, bien se trate del nombre mismo, bien de derivados referidos a él. Esto es especialmente frecuente con nombres de santuario. En la toponimia romana es, además, fenómeno de dilatada duración: desde el campus Martius hasta las múltiples Arae del culto imperial. Pero a lo largo de esta prolongada cronología y a lo ancho de su amplia difusión geográfica, hay una constante obvia que los condiciona: por definición, un lugar así nombrado ha de tener una relación conspicua con el culto de la divinidad cuyo nombre antonomásticamente recibe. Creo que no necesito darle vueltas. Pero me parece también que, por muchas que les diera a Valentia y a los topónimos de su tipo, no conseguiría descubrir para ninguno una especial vinculación a las oscuras divinidades de nombre en -entia que pudiéramos pretender hipostasiadas en ellos. Modesta y honradamente reconozco que cabe contraobjetar que esta mi apelación al silentio -como todas en general, y quizá más que otras muchas- puede estar condicionada por las circunstancias de la transmisión. En el presente caso, muy especialmente por la de que se trata de localidades de historia mal conocida, cuyos aspectos culturales se nos pueden estar escapando en buena parte. Pero me parece poder replicar a mi vez que, si bien poco célebres en los textos literarios y documentales, varias de estas ciudades han aportado, en cambio, un notable acervo epigráfico, en cuyo conjunto se refleja el mosaico de divinidades del panteón romano en cantidad nada despreciable. Y ya tendría que ser mucha casualidad la ausencia de dichas vinculaciones entre las noticias que de la actividad religiosa de estas ciudades nos dan sus epígrafes. Concretando mediante el ejemplo barcelonés, por ser el que menos desconozco, la variedad de aquella vida cultural, a juzgar por sus inscripciones, debió de ser grande: desde los dioses en general, pasando por los nombres concretos de varios de los olímpicos en particular y por los campestres y funerarios, hasta las divinizaciones imperiales, bien de los olímpicos -Diana Augusta, Venus Augusta-, bien de las virtudes -Aequitas Augusta- o de los emperadores mismos, sin que falten un par de textos crípticos, uno de ellos tal vez relacionable con el culto de Mitra24. Cualquier cosa -se diría- menos una alusión, por leve que sea, a la divinización de un concepto, por lo demás, tan fácilmente hipostasiable en el sentido de «Providencia, Bondad», como era Fauentia, o -si se pretende así- su posible «primitivo» Fauor. Lleva, pues, toda la razón Wolf25 al resistirse a admitir esta relación de primitivo a derivado entre Fauor y Fauentia, entre Flora y Florentia: las dificultades morfológicas de la derivación formal casan con las de contenido: a la ausencia indicada en Bárcino cabe añadir la falta de documentación de cultos especiales a Flora en Florentia, a la Fides en Fidentia, etc.

El cruce de caminos de donde hemos partido en distintas direcciones hacia la justificación de la terminación y flexión de Valentia y su serie, a medida que vamos retrocediendo ante las distintas barreras que los cortan, puede antojársenos ya que adquiere categoría de laberinto: tan inútil va siendo el moverse dentro de él. Sin embargo, no hay por qué alarmarse todavía: sólo se pierde en un laberinto quien, después de tentar alguno de los posibles trayectos y encontrarlo obturado, no acierta a regresar al punto desde donde empezó la tentativa, cerrándose así la posibilidad de probar otra nueva. No es éste nuestro caso: después de fallidos los intentos de recurrir a explicaciones del problema propuesto que exigirían unos condicionamientos propios de las circunstancias de la latinidad tardía o, en el extremo opuesto, de un tan remoto arcaísmo, que, más que de latín, habría que hablar de la lengua prehistórica de que este latín deriva, nos hallamos de nuevo situados ante las posibilidades de interpretación que pueda ofrecer precisamente el mecanismo de la lengua en su período clásico o inmediatamente anterior, pero no tan arcaico que no sea ya el mismo que va a perdurar en plena clasicidad, que es el período, desde luego, no de iniciación26, pero sí de franca expansión todavía de los topónimos del tipo de Valentia. Y, efectivamente, desde el nudo de comunicaciones a que nos vemos devueltos, parte todavía una restante ruta, que discurre precisamente durante un buen trecho por el terreno perfectamente transitable de la clasicidad, y que sólo en sus últimos vericuetos alcanza el período protohistórico, si bien con la abundante ayuda de numerosos entronques bien conocidos y comprobados. Una situación, pues, que permitirá sostener la clasicidad del nombre de Valentia y topónimos de su tipo, aunque originados alguno o varios siglos antes, de la misma manera que no se niega la clasicidad de la mayoría de los términos vigentes y vivos en el período llamado clásico, por más que se les tenga documentados desde los primeros textos de la lengua.

La explicación que sitúa en este período de la lengua la motivación de estos nombres es la que los toma como los correspondientes femeninos de un tipo muy extendido en la onomástica latina, lo mismo en la personal, cf. Valentius, que en la geográfica, cf. Antium, que pueden a la vez servir de ejemplos de la formación en los otros dos géneros. Que se daba en femenino desde la época de las primeras fijaciones literarias lo atestigua, nada menos que en torno a la cuna el legendario fundador epónimo de Roma, el nombre de su nodriza Acca La(u)rentia. Parecería, pues, a primera vista que sólo hace falta razonar el femenino de estos topónimos: lo que en La(u)rentia no ofrece problema, por tratarse de mujer, debe justificarse en Placentia, Vibo Valentia y similares frente al neutro en que se presentan Antium y tantos otros nombres de localidad. Y es aquí donde empiezan las dificultades.

En efecto, vamos a emprender esta nuestra última ruta prácticamente solos. Pero no en el plan de exploradores que huellan por primera vez un terreno intransitado; al contrario, nos han precedido ya los que en buena parte han sido nuestros guías. Tanto Dolç como Wolf han atendido a esta posibilidad; no la inventamos. Pero la han atendido para rechazarla. La etapa presenta, pues, aunque no sea inédita, un cierto aliciente de novedad, hasta de independencia frente a las opiniones que han acabado por desaconsejarla. Por supuesto, hará falta demostrar que los obstáculos en que se nos previene que vamos a chocar son superables, y que, más allá de ellos, el camino continúa en aceptables condiciones de transitabilidad.

Por supuesto, también, independencia nada terca; al revés, todo lo dócil y agradecida que quepa. Podemos, en efecto, beneficiarnos de la negativa de Dolç27 a aceptar que se trate de elementos concordables con un uilla, aunque no le hayamos seguido en su opinión de considerarlos neutros plurales -que es lo que a él le resulta dirimente en contra de una posible concordancia con aquel término, lo mismo que con ciuitas o urbs-. En efecto, lo que no cabe con Valentia y su serie, desde el punto de vista histórico, es considerarlos como topónimos de posesores, como son los que típicamente se construyen con uilla; ni, desde el lingüístico, pretender que hayan sido un antecedente del tipo auténticamente documentado como derivativo de antropónimos en la toponimia de posesores, a saber, con el sufijo -anus/-am (en el caso de uilla) /-anum. Y podemos extender este beneficio al rechazo de ciuitas que, como res publica, suele más bien especificarse en la época a base de derivados en -ensis o -con toda la razón como colectivo que es- mediante genitivo plural del nombre de los habitantes. E incluso al de urbs, poco apropiado para fundaciones de nueva planta por parte de quienes tenían de su Roma un concepto que la hacía Vrbs por antonomasia.

Como Dolç basa su estudio principalmente sobre el nombre de Valentia, de la cual es bien sabido que no fue colonia en sus comienzos, y como llega incluso a sostener -contra la cronología de Devoto28- que29: «El apelativo de Valentia [...] quizá lo inauguré nuestra ciudad [...]», no se ocupa de roturar la posibilidad de que la concordancia en femenino deba establecerse precisamente con dicho término de colonia. En cambio, sí lo tiene en cuenta Wolf30, para rechazarlo también. Y también a él cabe seguirle en el motivo del rechazo: no creo, efectivamente, que estos topónimos puedan deberse a antropónimos considerados como fundadores. En unos casos -y es el nuestro-, porque el nombre del deductor se conoce, y discrepa; en otros, porque el mero hecho de ser un desconocido indica suficientemente su falta de celebridad, como para que se diera su nombre a una localidad importante: la importancia de la ciudad habría exigido, en varios casos, que se le recordara precisamente como fundador de la misma. Éste es, en síntesis, el argumento de Wolf: «Die hier zur Sprache kommenden Orte waren nie so unbedeutend, als dass sie nach einem Unbokannten genannt worden wären».

Pero una cosa es que tenga razón en no admitir que se trate de localidades designadas con el nombre de personajes relacionados con su fundación, y otra que la tenga en no considerar más que esta posibilidad entre las que permitirían la atribución de femeninos especificativos a un más o menos apelativo Colonia en que se habría pensado como nombre genérico en las primeras fundaciones de este tipo. Hay otros senderos de posible recorrido. Ellos, tal vez, seguidos con prudencia, van a permitirnos la salida del laberinto, que parecía inextricable si también esta vía de la onomástica por derivación y concordancia en femenino se daba por inaprovechable. Aquí empiezan las etapas de la singladura que ahora, a mi vez, invito yo a recorrer. Si ninguna de ellas comporta paso alguno en falso, la consecuencia final será la validez, para este tipo toponímico, de una atribución de denominativos, en femenino, naturalmente, al término Colonia que dio lugar a las más antiguas formaciones de la serie: Placentia, Vibo Valentia y Potentia, todos ellos anteriores a nuestra Valentia, que difícilmente pudo ser fundada como tal.

1. ª La primera de estas etapas ha de consistir en despegar de la dificultad que dejaba planteada Wolf. Aquí mismo, al comienzo, para rechazar la posibilidad de la elipsis de Castra, argumenté con el hecho de que los especificativos de tales Castra, si tenían relación con posibles masculinos, era en caso de referirse a los antropónimos de los jefes militares que los habían asentado. ¿No me habré cerrado yo mismo el camino para, ahora, intentar este despegue? En realidad, mi argumento referente a Castra parece del todo paralelo al de Wolf respecto a Colonia...

Paralelo, sí; pero no análogo. En cuanto paralelo, ya he dicho que le debo el haber visto que no puede tratarse de derivados del nombre del fundador. En cuanto no análogo, ya he indicado también que los especificativos de Castra en la toponimia resultan ser mayoritariamente estos referentes a los fundadores; a su lado, los contrastivos, del tipo de Vetera, también allí considerado31; mientras que la onomástica de las colonias ofrece una situación muy distinta. No que falten en ella los especificativos de fundadores: basta una mirada de conjunto sobre el artículo correspondiente de Pauly-Wissowa32 para encontrar, sobre todo, Iulia y Augusta abundantemente. Ya abundan menos los contrastivos (tipo Magna, para Karthago): son, desde luego, minoritarios respecto a otros tipos de especificación que cabría llamar honorífica (Patricia para Corduba: Romulea y Romulensis para Hispalis) o descriptiva (Gemella para Tucci). No se suele hablar de un Patricius como deductor de Corduba, ni se supone que Rómulo viniera a fundar a Sevilla, ni Martos se atribuye a ningún Gemellus. Parece claro, por tanto, que no es imprescindible razonar Placentia, etcétera, como colonias fundadas, respectivamente, por unos cuasi desconocidos Placentius33, etc. Puede haber otros motivos para haberse apellidado como tales localidades en femenino. ¿Cuáles?

2. ª Esta segunda etapa la vamos a recorrer sin fatiga. En realidad, sólo en la intención estaremos solos. En la comprobación nos acompañan nuevamente nuestros guías. Un trecho que recorremos juntos, tramo común de nuestros trayectos, divergentes esta vez. Uno y otro autores han hecho la observación, preciosa a nuestro respecto, de que estos especificativos toponímicos en -entia (tal vez, alguno más) son denominaciones de buen agüero. Dolç, después de haber afirmado como hecho que no necesita subrayarse el de que «estos topónimos encierran las ideas de favor, confianza, florecimiento, agrado, eficacia, poder o vigor, dada su respectiva conexión con los verbos fauēre, fidere, florēre, placēre, pollēre y ualēre», se pregunta: «¿O es que su misma singularidad aconsejaría a los conquistadores su implantación gracias a la acepción augural u optimista inherente a su significado?», para contestarse inmediatamente: «No puede desecharse esta conjetura»34. Para Wolf es más que una conjetura, una realidad «dass Faventia, wie seine Artgenossen bei seiner Gründung lediglich den Wunsch der Siedler verkörperte, Gunst (Blüte, Macht, Stärke) in ihren Gemeinwesen realisiert zu sehen»35.

He aquí, ofrecido en bandeja, el motivo que necesitábamos. Estas denominaciones augurales, a base de ideas -y de las raíces que en muchos verbos las expresan- deseables para los nuevos establecimientos, se presentan con la misma naturalidad que sus paralelos y homónimos en la antroponimia latina, sólo que habitualmente en femenino. De la misma manera que los latinos de la época y de tantas otras épocas han podido elegir nombres de buen augurio para un niño36, lo han podido hacer también a la hora de nacer una ciudad o un nuevo núcleo de población. Para ello no han necesitado que existiese previamente el correspondiente nombre personal, ni siquiera -en el caso de los de la serie de Valentia, pues apenas necesito decir que existen abundantemente otros también augurales, pero con distinta terminación, tipos Beneumtum, o Felix, por ejemplo- les hizo falta que los posibles participios de presente de los verbos cuyas ideas favorables auguran sobre las poblaciones que van a llevarlos fuesen ya empleados -como realmente lo fueron a lo largo de la latinidad varios de ellos- como nombres propios. Valentia, pues, pudo augurar «vigor» a una fundación nueva, dentro de una formación perfectamente latina, sin que hubiera habido todavía niña ni niño romanos a quienes se les hubiera impuesto el nombre de Valentia ni de Valentius, y pudo derivar morfológicamente de modo regular del todo a partir de un participio ualens sin que éste hubiera llegado -como efectivamente llegó- a ser usado como nombre propio, antropónimo o topónimo no importa.

3. ª Bien: dispongámonos a admitir, aunque no sea más que como hipótesis de trabajo, que Valentia y su serie son, desde el punto de vista morfológico, derivados mediante sufijo -*jo -tan abundante en la derivación de determinativos latinos- sobre el tema de los participios de presente de verbos que indican ideas deseables; todo ello con un procedimiento que se acredita vivo para la formación de onomásticos a lo largo de toda la latinidad. Pero ¿por qué, precisamente, en femenino?

Para justificarlo procede acudir al carácter «concordante» que, en general, ofrecen estas creaciones onomásticas, dotadas de moción completa, es decir, acabadas en -ius/-ia/-ium según deban referirse a un nombre o a un ser de género, respectivamente, masculino, femenino o neutro. ¿Qué «concordancia», explícita o implícita, pudo llevar a las formaciones que nos ocupan a nacer precisamente en femenino?

No puedo descartar del todo la pretensión de que se trate, sencillamente, de una influencia de los dos nombres más típicos de localidad, urbs o ciuitas, es decir, que la concordancia haya sido meramente «mental», analógica con el género de estas palabras y otras, ya topónimos concretos, que coinciden con ellas en ser femeninas; incluso, si se quisiera, analógica de la Vrbs por antonomasia, Roma, femenino también. Pero declaro sin rodeos que no simpatizo con la explicación. La toponimia latina de la época contenía, efectivamente, muchos femeninos ya; pero la presencia de neutros constituía todavía un conjunto muy numeroso. En principio, sólo el masculino estaba en francas condiciones de inferioridad para la toponimia local. Por lo demás, junto a los denominativos comunes urbs y ciuitas, existía y se empleaba con gran frecuencia otra serie toponímica de neutros, muy «militares» por cierto: oppidum, castrum, castellum. De antemano, pues, habría que encontrar las razones geográficas que en cada caso han permitido a los generales «deductores» el referir sus fundaciones a conceptos mejor entroncables con las denominaciones en femenino que con éstas en neutro. Por su parte, la posible analogía de Roma es espada de dos filos, pues ya sugerí antes que su carácter antonomástico de Vrbs podía dificultar el que se extendiese este concepto a localidades mucho menos populosas y políticamente sometidas a ella.

En el caso concreto de Valentia, y para que no se me pueda tildar de parcial, me atendré a los textos, y lo dejaré en un empate. En efecto, Salustio nos hablará de urbe Valentia en su relato de la guerra sertoriana37, y Mela, en su descripción de Levante, hará más, contándola con Sagunto entre las «urbes... opulentissimas» de la región38. Pero, por definición, ambas referencias atañen a unos tiempos en que la ciudad parece haberse desarrollado ya mucho, hasta poder -en el segundo caso- codearse con la más célebre -para un romano- de todas las ciudades de la región. En cambio, el texto «fundacional», tantas veces aludido, de la períoca de Livio habla de un oppidum. Renuncio, en aras de la imparcialidad de que he alardeado, a explotar en favor de esta última denominación el argumento de que su influjo podría haberse tenido por más fuerte precisamente porque se hace, además, referencia a que dicho oppidum fue llamado Valentia, y reconozco de nuevo que los criterios lingüístico y geográfico podrían dejar la cuestión en el alero.

Pero el criterio histórico no va a permitir que siga mucho tiempo en este estado de irresolución. Ya indiqué, en efecto, que las dos primeras localidades designadas con topónimos en -entia, Placentia y Vibo Valentia, habían sido fundaciones. Como a las demás en el período de extensión de la romanidad a que corresponde la mayoría de las de la serie, les fue aplicado, en una u otra época, el apelativo de Coloniae. Este vocablo está atestiguado ya con claro sentido de fundación política y dentro de una terminología técnica que durará como tal en una inscripción que se data entre el 183 y el 181 a. de C.39: en ella se habla de un triu(m)uir Aquileiae coloniae deducendae. No digo que no fuera empleado ya mucho antes, tal como hacen los historiadores con referencia a fundaciones más antiguas. Sólo que -como estos historiadores son de época posterior, y es conocida la costumbre de los historiadores romanos de referir a tiempos y a lugares diferentes de los suyos la terminología propia de su contemporaneidad- podría asomar la objeción de que han aplicado el término Colonia tomándolo de las fundaciones de su época. Nada de ello, por tanto: ya en la indicada fecha de comienzos del II a. de C. el término está atestiguado en un contexto de vocabulario político perfectamente tecnificado, lo que vale para pensar que llevaba ya tiempo empleándose en el lenguaje usual desde el que se tecnificó.

Llegados aquí, apenas hace falta advertir que, en el empleo de Colonia como topónimo, el hacerle acompañar de un «apellido» fue lo más habitual, como no lo haya sido con ningún otro, ni siquiera municipium y, desde luego, a gran distancia de los demás femeninos, como ciuitas y urbs, que podrían haber dado lugar también a concordancias en femenino.

Y tampoco hará falta gran esfuerzo para admitir que conceptuar esos títulos como «apellidos» no es algo que yo me invente porque va que ni pintado para apoyar su carácter de derivados onomásticos que les trato de atribuir. Nada de invento: son los propios romanos quienes han llamado cognomina a estas adjetivaciones de sus localidades, con una frecuencia que salta a la vista: sólo en el ablativo cognomine lo catalogan catorce veces en solamente los pasajes geográficos de Plinio los redactores de este lema en el Thesaurus l. Latinae.

He de reconocer que no todos los cognomina de las colonias son femeninos. Un repaso exhaustivo del lema Colonia en Pauly-Wissowa40 me permite afirmar, sin embargo, que sí lo son todos los que concuerdan con Colonia -y son la inmensa mayoría, por cierto-. Es decir, que los raros tipos restantes tienen concordancia con algún otro término, según los siguientes subgrupos:

1. º En masculino, porque el nombre de la ciudad precolonial pudo serlo, y con él concuerda el cognomen; por ejemplo: Colonia Iulia Paterna Claudia Narbo Martius. El contraste entre los tres primeros títulos, femeninos todos en cuanto concuerdan con Colonia, y Martius, masculino tras de Narbo, me parece instructivo en alto grado41.

2. º En neutro, porque la concordancia se establece con un término de este género, aunque sea distinto del nombre anterior de la localidad; por ejemplo: Colonia Praesidium Iulium Scallabi. No parece caber duda de que el responsable de que sea Iulium y no Iulia, como tantas otras, es la concordancia con Praesidium.

3. º En plural, por la misma razón o por una combinación de las dos anteriores; por ejemplo: Colonia Iulia Augusta Aquae Sextiae. Huelga insistir en el también instructivo contraste de este plural con los dos singulares auténticamente concordados con Colonia.

4. º En una forma sin moción, que, naturalmente, puede referirse con toda facilidad al femenino desde el punto de vista gramatical, aunque se haya motivado, tal vez, por referencia a un auténtico cognomen del fundador; por ejemplo: Colonia Iulia Felix Capua.

El último caso es, además, aleccionador en otro sentido. Cabe preguntarse, en efecto: ¿por qué Felix y no Felicia? La colonia, que aparece con esta titulatura completa, figura en la indicada lista como establecida el 59 a. de C. La diferencia con las fundaciones de más de siglo y medio antes es paralela a la que se observa en las designaciones antroponímicas. El sistema nominal de los romanos ha pasado, de basarse muchas veces en el solo nomen, a necesitar indispensablemente un cognomen e incluso a verlos proliferar para un solo individuo. El predominio de las terminaciones en -ius/-ia entre los nomina puede verse en cualquier lista de ellos. Esta terminación, en cambio, es excepcional entre los cognomina antroponímicos. Nada tiene de extraño, pues, que, a medida que han ido proliferando éstos y ganando en importancia, hayan podido pasar también ampliamente sus tipos a las denominaciones de colonias.

4. º Para llegar al final falta todavía superar dos repechos que confío que han de permitir pasar por encima de la última dificultad: la que pueda haber en aplicar toda esta argumentación basada en concordancia cognominal con Colonia a esta Valentia nuestra, que no lo fue cuando ya empezó a ser denominada así.

Dos analogías importantes creo que dan cuenta de esta aparente contradicción. Una, de carácter general: ya quedó indicado que otras localidades habían precedido a ésta en el empleo de una terminación en -entia; una de ellas, incluso, llevaba este mismo nombre, Valentia. No ha de extrañar, pues, la denominación por parte del romano que la impone. Para él se trata de un caso normal en la toponimia.

La segunda es una analogía de carácter particular, que afecta a los asentados que reciben esta denominación: tampoco a ellos tenía que extrañarles.

En efecto, aun con los leves descuentos que Corominas42 ha practicado en la lista elaborada por Tovar43, el número de topónimos hispanos derivados con sufijo -ntia, y agrupados sobre todo en las zonas célticas y paracélticas de la Península, es imponente. Varios de ellos son de antigüedad acreditada. M. Fernández-Galiano les ha dedicado un estudio más reciente todavía44, a propósito del más célebre y difundido de todos ellos, Segontia. Quien lo lea, no podrá considerar que yo exagere cuando ahora propongo para Valentia, junto a la clasicidad perfecta de su origen y de su tipo, según he venido razonando, una también hispanidad de «aclimatación», si se me permite expresarme así.

No trato, en efecto, de resucitar a Holder. Él, a propósito de Valentía45, admitía con seguridad el carácter latino de nuestro topónimo («wohl lateinisch»), pero consideraba céltico de origen el homónimo de la Galia, la Valence actual. Wolf le ha criticado esta dicotomía46, y creo que también en esta crítica lleva razón. No propongo, pues, una aceptación entusiasta del nuevo nombre por parte de los lusitanos asentados en el oppidum que lo llevaría, movidos de que en una lengua congénere lo podía haber: si de Valence se trata, creo, con Wolf, que no lo había aún.

Pero sí había, en cambio, varias Segontia y quizás una Termantia (o, al menos, vista la crítica de Tovar, una posibilidad de llamar así a una Termes), y tantas otras, sin olvidar un río Palantia en esta misma región levantina. Incluso si en la antroponimia nada menos que de un caudillo Viriatus había la posibilidad no ya sólo de parecido formal con antropónimos latinos, sino aun de gran proximidad de sentido con uno de ellos, Torquatus, me atrevería a sugerir que tampoco andaba tan lejos un encomiástico Segontia de ese Valentia con que el romano, aun a sabiendas de que no estaba estableciendo una colonia, bautizaba el asentamiento en que iban a rehacer sus vidas, también encomiásticamente.

Es de celebrar, en efecto, que el romano, que se las había pintado solo a la hora de designar a sus hijos de tantos modos realísticos que llevaron a difundir como cognomina hasta Bestia, y, sin ir más lejos, Brutus, haya encontrado, por fin, en el momento de designar a esta serie de ciudades, la vía toponímica del piropo y de la flor47.

En este sentido he tenido la osadía de sugerir que, junto a la nítida y clásica latinidad del nombre-requiebro de Valentia, quepa reconocerle la correspondencia de una ambiental hispanidad.





 
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