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Colección de documentos inéditos del archivo de Valencia, por el Sr. Casañ

Juan Catalina García





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Siempre tuvo motivos ciertos la Academia para felicitarse de la creación de la clase de correspondientes, porque esparcida por todos los ámbitos de la madre patria y aún más allá de sus fronteras, ha contribuido con admirable fortuna á los fines de nuestro Instituto. Quiénes de ellos rebuscan los restos siempre preciosos de las civilizaciones antiguas; quiénes recogen y clasifican las monedas y medallas, testigos parlantes de los sucesos y de los hombres pasados; quiénes sacan á luz las escondidas noticias de nuestra historia civil y eclesiástica que aguardan la luz del día en el misterio de los archivos, mientras otros, tras de ruda labor de descifrar escrituras, medir y calificar monumentos arquitectónicos y registrar con ayuda de la crítica relieves y pinturas, dan á luz sendas monografías de sucesos particulares ó la historia hasta hoy desconocida de regiones, ciudades, villas, santuarios y monumentos.

En estas nobilísimas tareas, de que la historia y el arte, la arqueología y las instituciones sacan provecho nunca bastante estimado, no ha puesto fin, ni siquiera ha padecido desmayo aquella benemérita clase; antes su celo parece que se inflama más de día en día, como podemos advertir leyendo nuestras actas, donde como en anales nunca interrumpidos se van anotando los progresos de la erudición española. Mientras en Cataluña mantienen   —327→   este movimiento loabilísimo Girval, Botet, Miquel, Elías de Molins, Sampere, Morgades, Pella y Rubió y en las Baleares siguen algunos doctos el camino trillado por el insigne Quadrado, en la fecunda Andalucía se disputan la palma de la investigación Gestoso, Bonsor, T'Serclaes, Castro, Simonet, Eguílaz y Berlanga. En las regiones levantinas mantienen el sagrado entusiasmo Baquero, Llorente, Danvila, Chabret y Chabás, y en la banda opuesta Plano y los extremeños. Las asperezas de las regiones del Norte parecen ser propicias á la meditación y al estudio, y una copiosa pléyade de hombres de ciencia y de constancia investiga las ruinas y los archivos con preciadísimo fruto: dejadme citar entre otros á Murguia, Baráibar, Soraluce, Ferreiro, Canella, López Peláez, Vigil, Moro, Comillas y Martínez Salazar.

Como á borbotones vienen á la memoria menos feliz los nombres de los correspondientes de la Academia que honran su título y oficio en las comarcas centrales. Junto á nosotros y haciéndonos frecuente compañía viven algunos, como Costa, Vives, Leguina, Palazuelos, Herrera, Villa-amil, Fernández Montaña, Ferreiro, Altamira, Bethencourt, Santa María y Olmedilla. En las provincias de aquellas comarcas ofrecen de continuo las pruebas de su inteligente laboriosidad Jiménez de la Llave, Biu, Berenguer, Simón, Álvarez de la Braña, Díaz Milián, Hervás, Salvá, Delgado Merchán, Díaz Jiménez, Lécea, Ortega y Rubio, Rabal, Zapater y otros muchos. Porque de hacer aquí enumeración ajustada y completa resultaría prolijidad, muy excesiva y acaso impertinente, cuando sólo me propongo ensalzar con intención de justicia á la clase de académicos correspondientes.

Entre ellos contamos al Sr. D. Joaquín Casañ y Alegre, jefe del Archivo general del Reino de Valencia. Obligaciones de su oficio, amor á los papeles que la nación puso bajo su guarda, celoso entusiasmo de servir á la historia y el ejemplo estimulante de otros jefes de archivo le han llevado á los comienzos de una empresa costosa, poco recompensada, casi desconocida para el común de las gentes, la de publicar los más notables documentos del archivo valenciano. De la firmeza de su propósito da clara idea la publicación del tomo I, de cuyo examen se ha servido   —328→   encargarme el Sr. Director. Acepté gozoso el examen; lo primero porque es para mí día venturoso aquel en que veo impresos por primera vez documentos históricos, y lo segundo porque tengo por honra propia la de cualquier individuo del Cuerpo facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Anticuarios de que soy el último miembro, aunque el no menos entusiasta de su destino y de sus glorias. En él es antigua y permanente y jamás sufrió eclipse la inclinación, que pudiéramos llamar constitucional, hacia las ciencias históricas de que es obrero titular.

Y cierto que si se aprovecharan esta inclinación y las aptitudes que la enaltecen, pudiéramos llevar nuestros estudios por sendas más anchas y menos ásperas que las que siguen. Si lo que un ánimo valiente y generoso hizo con el archivo de la corona de Aragón y el del Sr. Casañ hace ahora con el de Valencia, encontrase en el Estado, tutor supremo, aliciente y estímulo, nuestros fondos diplomáticos saldrían de la oscuridad para ser antorchas esplendorosas de la verdad histórica y de la arqueología, su fiel servidora. Las colecciones de documentos inéditos no se podrían contar, como sucede ahora, con los dedos de la mano; y no tendríamos por singulares rarezas en la materia los Bularios de las órdenes militares; las Pruebas de la Casa de Lara, de Salazar; las Antigüedades de España, de Berganza; los Documentos del archivo de Madrid, de Palacio; los libros sobre Asturias del señor Vigil; las Relaciones de la casa de Trocifal, de Suárez de Alarcón; las Memorias de San Fernando, de De Manuel, y algunas otras obras donde se dió á los documentos holgado espacio, sin contar con el gran número de historias donde á ejemplo de Argote, Salazar, Cascales y Fernández del Pulgar se han incrustado para mayor gala los documentos en la narración para justificarla y comprobarla.

Sea, pues, bien venido y justamente alabado el primer tomo de la colección del Sr. Casañ. Propiamente no merecen algunos de sus documentos el título de inéditos, porque ya vieron la luz, y no una sola vez, pues divulgada la existencia del códice en que se contienen, movió la curiosidad de algunos escritores modernos. De ese códice, una de las más ricas preseas del archivo de Valencia, dió ya noticia muy cabal nuestro correspondiente D. Miguel   —329→   Velasco y Santos, á la sazón jefe de aquel archivo, en el Anuario del cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Anticuarios de 1881. A su descripción añadió la nota de los documentos que contiene, todos ellos tocantes á las relaciones diplomáticas en varias ocasiones establecidas entre dos grandes adversarios de Pedro I de Castilla, el conde de Trastamara, su hermano, y Pedro IV de Aragón. De estos tratados, hechos más ó menos secretamente, y algunos con intervención del rey de Navarra, se publicaron por el Sr. Velasco en dicho Anuario los que llevan los números 1 y 13, y por el Sr. Morón en la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos los números 1, 2, 3, 4 y 5. También el núm. 1, que es el célebre tratado de Pina entre el conde y el aragonés, primer concierto de sus odios y pretensiones contra el castellano, se insertó por el Sr. Tubino en su opúsculo Pedro de Castilla, que dió á luz á la manera de prueba de lo que había de ser obra de más fuste sobre el infeliz vencido de Montiel. En mi Historia de Pedro I de Castilla me aproveché, según supe, de estos tratados; y en los apéndices di á luz como inéditos y de superior interés los que en el códice y en la colección del Sr. Casañ tienen los números 14, 15, 17, 18 y 20.

De manera que en el sentido absoluto de la palabra no son inéditos varios de los documentos de la colección del Sr. Casañ, pero en su conjunto sí lo son hasta ahora en que salen de la imprenta. Porque sólo se conocían sueltos y desmembrados, y no con aquella íntegra unión que es necesario conocer para formar cabal idea, no sólo de las pretensiones de las tres partes contratantes, sino de sus finales propósitos y aun de lo que estos variaban según los tiempos y según apretaban las circunstancias. En aquella época de traiciones y de falta de escrúpulos, en que la mudanza era como un estado natural de los hombres, el estudio de los tratados que concertaron personajes tan difíciles de comprender como Pedro IV, Carlos II y el conde de Trastamara, cada cual se procuraba el auxilio ajeno donde lo hallara, sin el íntimo propósito de cumplir las promesas que sellaban los pactos. En estos de la colección puede estudiarse el carácter de los tres personajes, de los que el más noble era sin duda el pretendiente castellano, y no el menos astuto y de talante menos firme; antes   —330→   al contrario, como mostró en todos los trances de su vida, juntaba uno de los caracteres más sólidamente tenaces que conozco, con apariencias de dulzura y de flexible condición. Procuró siempre sacar provecho de sus alianzas y más solía parecer dadivoso que necesitado, aun cuando en el juego intentaba ganar una corona á cambio de concesiones adventicias.

Así es que, cuando llamado por el aragonés vino del destierro á Aragón para secundar los propósitos del Ceremonioso contra el rey de Castilla, en el tratado de Pina, y amanecida ya para él su buena estrella (porque, como observa Zurita, si hubiera quedado en Francia, probablemente fuera preso en Poitiers con su protector el monarca francés), en el tratado de Pina, digo, sólo ofreció su persona y las de sus amigos para pelear contra el hijo legítimo de Alfonso XI, recibiendo en cambio grandes recompensas territoriales y sueldos muy crecidos. Ni aun siquiera llevó entonces el de Trastamara el prestigio de una bandera contraria á la legítima que daba sombra al trono castellano, porque no fué si no más tarde cuando por propios deseos ó por sugestiones ajenas se declaró pretendiente á la corona, suscitando así esa fuerza colosal que en los pueblos mal regidos ó agitados por facciones turbulentas tienen siempre las querellas dinásticas. Y cosa curiosa y digna de mención, porque prueba como aun en los actos más opuestos á la ley se quiere mostrarla respeto, el conde recordaba al suscribir el tratado de Pina que era menor de edad y se dispensaba á sí propio este impedimento para que sus juras y promesas no careciesen de fuerza de obligar.

Pero las contingencias militares, la inconstancia de Pedro IV, la paz de Deza, que se cree aconsejó por causas no muy conocidas el mismo pretendiente, y sobre todo el calor que daba el Ceremonioso á las aspiraciones á la sucesión de Pedro I, que alimentaba el infante D. Fernando de Aragón, rompieron la avenencia entre Pedro IV y el de Trastamara, y llevaron á éste otra vez á tierra francesa. Pero volvieron á entenderse y, caminando D. Enrique hacia el centro de España, firmaron en Monzón, en el último día de Marzo de 1363, un tratado importantísimo, donde aparece el conde como aspirante oficial á la corona de Castilla. Aquí ya se mostró más generoso el conde porque ofreció pagar los auxilios   —331→   del aragonés con la sexta parte de lo que conquistase en Castilla, oferta torpísima, sino es que era vana, y en este caso censurable falsía. Porque aunque entonces no era tan clara como hoy la idea de la integridad nacional, según el mismo Pedro I demostró en sus pactos con el príncipe de Gales y con el rey de Navarra, justo es censurar todo atentado contra ella, cualquiera que sea el tiempo en que se cometiera.

Fuera alargar mucho este informe el discurrir sobre el valor y consecuencias de cada uno de los documentos que contiene la colección del Sr. Casañ. Mas en todos se advierte el sentido de la política de cada uno de los tres personajes principales que los firmaron, lo mismo cuando convenían en aliarse para atacar al enemigo común, que cuando de antemano establecían las condiciones del reparto de sus futuras conquistas: lo mismo cuando llegaban á lo hondo de las relaciones entre los reinos, así en la rectificación de sus fronteras como en el alcance ulterior de sus, por lo común, fugitivas alianzas, como en la afirmación de estas alianzas por medio de proyectos matrimoniales, y aun en cosas de menos bulto y consecuencia, como era la paga de tropas y mesnadas. Son, pues, estos documentos espejo no muy empañado de tres personas, cuyos perfiles se escapan á la solícita curiosidad de la historia, y aun pudiéramos decir que son también palpitaciones de su obscura psicología. Hacen relación además á sucesos y alianzas que contribuyeron poderosamente á mover los actores y los hechos de una de las más grandes tragedias de la historia, que acabó con desenlace de sangre eu los campos de Montiel, y que llevó los destinos de Castilla por derroteros que señaló la liviandad de Alfonso XI, aunque no su espada gloriosísima y su política varonil y previsora.

De manera que se comprende desde luego la importancia de este primer tomo de la Colección de documentos inéditos del archivo de Valencia que valientemente ha empezado á publicar el Sr. Casañ. Según promete, seguirán á este tomo otros bien henchidos de preciosos documentos relativos á los cristianos nuevos, á la correspondencia entre D. Jerónimo de Vich y Fernando el Católico, á los privilegios de la comunidad de pescadores desde 1392 á 1623 y á cartas-pueblas del reino de Valencia.

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Declare la Academia, según propongo, que ve con singular y muy grande satisfacción los propósitos del Sr. Casañ, y que le considera digno de la más cumplida alabanza. Con ello hará acto de justicia y premiará dentro de sus medios á un digno socio correspondiente.





Madrid 13 de Abril de 1895.



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