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Comentarios de la guerra de España e Historia de su rey Felipe V, el animoso


Vicente Bacallar y Sanna






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Comentarios

de la guerra de España e historia de su rey Felipe V, el animoso



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Dedicatoria al rey Felipe V

Señor:

Entregó Dios el mundo a la ambiciosa disputa de los mortales: de ella fue el primer objeto la dominación, pero como ésta es regalía de Dios, se glorían en vano las artes, el valor, los arrojos, el mérito y los decretos del logro de una Corona. Dios la ciñe al que con arcana providencia eligió, para sustituirle en el dominio de la tierra, que, directamente, sólo es de quien la creó. Con heroica, sublime e inimitable virtud despreció Vuestra Majestad su diadema; ciñóla un dignísimo sucesor, cuyo adorable nombre no tiene aliento de repetir el dolor, pero más oculta providencia se la conservaba a Vuestra Majestad en las reales sienes, aun cuando menos lo advertía, y aun cuando huyendo de sus brillanteces se negó Vuestra Majestad a los ojos del mundo, entregado a los divinos ocios de un retiro. El fatal motivo volvió a Vuestra Majestad al mundo, al solio y al gobierno; pero no sacó Vuestra Majestad su corazón del retiro, aprendiendo en él a tratar con acierto el mundo, que admiró otra vez a Vuestra Majestad sabio en el majestuoso Trono; recto en el sublime tribunal, esforzado en la sangrienta campaña, indefenso en las nunca intermitentes fatigas, constante en las triplicadas adversidades, moderado en las bien sudadas dichas y triunfos; sublime, descendiendo voluntariamente del Trono; dócil a la obligación y mayor rey de sí mismo, volviéndole a ocupar repugnante.

Con estas señas específicas de Vuestra Majestad, le restituyo yo también al orbe en estos comentarios de la guerra contra Vuestra Majestad, que pongo a sus reales pies, escritos tan ingenuamente y ser los villanos traidores humos de la lisonja, como obra que se había de presentar a príncipe tan amante de la verdad. Ella es el alma de la historia y la firmísima base en que se funda la noticia llega a ser erudición. Por eso, ni mi obligación ni mi amor a Vuestra Majestad ha contaminado la pluma, que ya que osé escribir, debí conservarla indiferente, y por la infelicidad de los tiempos, compasiva.

No defraudo a las heroicas acciones de amigos o enemigos el lugar elevado que les compete: ensalzando a éstos, sus mismas brillanteces descubren las feas sombras de que se tiñeron los menos amantes de su honra y de su obligación.

En la cadena de los hechos, como no se puede interrumpir, la misma dependencia de los engarces trae a la noticia lo heroico y lo vil. Indígnense contra sí los malos si ven -con horror o con más reflexión- de qué materiales quisieron construir su fama sin crítica alguna ni censura, escribo los hechos; si la pertinacia del propio dictamen los quiere todavía defender como buenos, no me toca impugnar, sino referir: el mundo queda por juez y la posteridad; algunos quedarán problemáticos, y no será poca dicha. Lo malo que no publicó su propio autor, lo callo, y callo mucho; por eso escribo Comentarios y no Historia, cuyas leyes, para lo exacto de las noticias, son más rigurosas. En guerra de intereses tan varios y complicados de acciones por política o por pasión, con tanta diversidad referidas, mucho ignoraré, aunque lo he procurado indagar con diligencia y aplicación, buscando el fundamento, no sin comunicación de los que hacían mucha figura en este teatro.

Mejores plumas escribirán los heroicos hechos de Vuestra Majestad en las crónicas de. España o en su particular historia; entre tanto verá el Príncipe nuestro señor, en estos Comentarios, cuánto tiene que imitar en su glorioso progenitor, que es otra obligación no inferior ni menos difícil a la que trae consigo el reinar. Espero que la vida de ambos ha de dilatar Dios hasta dar nuevos asuntos a la admiración y a la fama.




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Años 1698 a 1700

Con la Paz de Riswick descansó un poco la España, y también su rey Carlos II, fatigado de tan repetidos infortunios y de guerra tan infeliz. Para apartar de sí la nota de ambicioso, Luis XIV, gloriosísimo rey de Francia, restituyó a la España cuanto en la última guerra la había ganado: Luxemburg, Contray, otras plazas en Flandes y a Barcelona. Era más vasta su idea, y para correr mejor el espacioso campo de ella, se aligeró de los despojos de sus enemigos.

Al Trono aspiraba de España, no olvidando los derechos de su familia, viendo al Rey sin sucesión y con fama -aunque no muy cierta-, de inhábil a la generación. Este secreto, como era en sí, descubrió al rey de Francia María Luisa de Borbón, primera mujer del Rey; guardóle exactamente y se reservó su intención Luis XIV hasta tiempo más oportuno, porque tenía, con tan dilatada guerra, exasperados los ánimos de los españoles; su felicidad fundó en ellos una aversión indeleble, como en la Europa toda un justo temor de que no se agigantase más su poder, cada día mayor con los prósperos acaecimientos. Manteníase armado, y para no perdonar diligencia recurrió a las artes que aprendió en el largo uso de reinar.

Era a este tiempo presidente de Castilla y favorecido del Rey el conde de Oropesa, y pareciéndole oportuna esta aparente quietud de la Europa, trató de elegir sucesor a la Monarquía, para gloriarse autor de obra tan grande, y asegurar su autoridad y su poder si se debía a su industria la elección. Esto era para el Rey de suma molestia; nada oía con más desagrado que las disputas de los derechos que pretendían tener a la Corona el emperador Leopoldo, el rey de Francia y el hijo del duque de Baviera (éste era el menos aborrecido). No se le escondían los afectos del Rey al conde, y con su permiso, vencido blandamente el ánimo, fundó una junta de escogidos ministros del Consejo Real de Castilla y Aragón para que consultasen quién de los referidos tenía más acción al Trono.

Oró elegantemente por el delfín de Francia don José Pérez de Soto, hombre ingenuo, recto y gran jurisperito. Probó con energía no tener derecho alguno los austríacos, que reinaban en Germania, en virtud de las Leyes Municipales de España, favorables a las hembras, confirmadas por el testamento del rey don Fernando el Católico y la reina doña Isabel, que llamaban al reino a su hija doña Juana, mujer de Felipe el Hermoso de Austria, de quien nació Carlos V, cuyo bisnieto Felipe IV casó a su hija mayor, la infanta doña María Teresa, con Luis XIV de Francia, de quien nació el delfín Luis de Borbón, investido de los derechos de la madre, legítima heredera de España, muriendo sin sucesión Carlos II su hermano. Expresó cuán injusto era despojar de ellos a la reina doña María Teresa y pasarlos a la infanta doña Margarita, su hermana menor, casada con el emperador Leopoldo; por ella a su nieto José Leopoldo de Baviera, hijo de la archiduquesa María Antonia, nacida de la emperatriz Margarita, siendo de ninguna consideración los testamentos de los austríacos sobre la España, porque no era suya, sino de la reina doña Juana que llamaron la Loca, y reinó después de la reina doña Isabel, su madre, sirviendo esta sucesión de ejemplo a su posteridad. Ni tenía fuerza alguna la cesión a que obligó Felipe IV a su hija la infanta doña María Teresa, cuando casó con el rey de Francia, porque no nacía de ella originariamente el derecho, sino por ella se derivaba a sus descendientes; y si habían de valer estas violentas cesiones, también la hizo la archiduquesa María Antonia, cuando casó con Maximiliano Manuel, elector de Baviera, padre de José Leopoldo.

Este fue el parecer de don José Pérez, seguido de pocos, porque los más votaron por el príncipe de Baviera, o engañados de su propio dictamen o corrompidos de la adulación y del miedo, prevenidos los más del conde de Oropesa.

Pasó al Consejo de Estado la consulta y tuvo la misma felicidad el príncipe bávaro; no asistieron a él el cardenal don Manuel Portocarrero, ni don Sebastián de Toledo, marqués de Mancera, porque penetraron la voluntad del Rey, propensa al bávaro, y ellos se inclinaron al Delfín.

Persuadido el Rey a que hacía justicia, declaró heredero de sus reinos (muriendo sin sucesión) al príncipe José Leopoldo; y durando su menor edad, gobernador de ellos a su padre; y mientras éste pasase a España, al conde de Oropesa, que sólo con el secretario del Despacho Universal, don Antonio de Ubilla, concurrieron al decreto, hecho con el secreto mayor, porque no lo penetrasen la reina María Ana Neobúrgica, ni el almirante de Castilla, don Juan Tomás Enríquez, acérrimos parciales de la Casa de Austria; la Reina, por amor a los hijos de su hermana, y el almirante por adulación a la Reina, de quien era favorecido. Difícil de guardar un secreto al cual precedió tanta disputa, se penetró en la corte y llegó a la noticia del conde de Harrach, embajador de Alemania en España, que participándolo a su amo, encendió la ira del César hasta el inmoderado exceso de meditar la venganza. Fingió ignorarlo el rey de Francia y dejó que corriesen las quejas por los mismos austríacos. Aprobaron la resolución del Rey Católico el rey Guillermo de Inglaterra y los holandeses, y ofrecieron sus armas para que tuviese su ejecución emulando el inmoderado poder de los austríacos.

Permanecían aún los plenipotenciarios en Riswick, hasta perficionar algunos artículos poco importantes y dar tiempo a que se ejecutase los de mayor entidad; y no pudiendo disimular más su enojo el Emperador, después que se apartaron del congreso los españoles propuso la división de la Monarquía de España entre varios príncipes, de ninguno entonces bien escuchada, antes tratada la propuesta con desprecio de los ingleses y holandeses. El rey de Francia respondió que no era tiempo de disputar sobre unos derechos intempestivos, viviendo el Rey, y alentó la discordia entre el Emperador y el duque de Baviera, sin haber menester mucha maña, porque estaba radicada desde la muerte de la archiduquesa María Antonia, mujer del Duque e hija del emperador Leopoldo, a quien con instancia pedía el bávaro reintegración de los gastos hechos por la Casa de Austria en la última guerra de Hungría.

Fenecido el congreso de Riswick, reformaron los príncipes sus tropas, menos el francés, que las dividió por las plazas. Envió a España por embajador al duque de Harcourt, hombre prudente, sagaz y que se explicaba con felicidad. Quejóse blandamente con el conde de Oropesa de la injusticia hecha al Delfín, declarando sucesor al príncipe de Baviera; la respuesta fue grave y no prolija: Que lo había hecho el Rey con dictamen de sus consejeros de Estado y Justicia, desnudo de afecto y de temor: que había consentido Luis XIV a la cesión de su mujer, la infanta doña María Teresa: que por eso había pasado el derecho a su hermana la infanta doña Margarita, abuela del príncipe de Baviera.

Firme en su esperanza Luis XIV, mandó a su embajador que cultivase la amistad que tenía con el cardenal Portocarrero, el marqués de Mancera y el inquisidor general Rocaberti y el padre Froilán Díaz, confesor del Rey; no tanto porque sabía eran sus parciales, cuanto por enemigos del conde de Oropesa, de cuya caída, si acontecía, como es ordinario a los más favorecidos, esperaba mejor fortuna. Esto mismo deseaba la Reina, el almirante y el embajador austríaco, fiando vencer al Rey a revocar el decreto de la sucesión, si faltase Oropesa.

A este tiempo se esparció una voz, alentada más de la malicia que de la verdad, que estaba el Rey hechizado para asentir sin réplica al ajeno dictamen, dando por autores de un execrable hecho a la Reina, al almirante y al conde de Oropesa; dio asenso a esta falsedad Froilán Díaz, o por odio que a los más allegados al Rey tenía o maravillado de su demasiada docilidad, de su flaqueza de ánimo e inconstancia (alguna vez con injusticia) y verle padecer congojas y deliquios con indicante de más alto origen que de causas naturales, y así determinó usar de los remedios que prescribe la Iglesia y de los acostumbrados exorcismos. Aprobaron este dictamen el cardenal Portocarrero y Rocaberti, no sin la siniestra intención de que publicase el mal el remedio y se avigorase el odio del pueblo contra los que el Rey favorecía. Llevaba esto muy mal la Reina y los que gobernaban; pero no se atrevían a embarazarlo por no parecer se resistían al que se juzgaba remedio de las dolencias del Rey y acreditar con su repugnancia la falsa voz que trascendió hasta conseguir el crédito de no pocos, que nunca lo son en el vulgo los que le dan a lo peor.

El Rey, sin alientos a la réplica, permitió los conjuros, con los cuales excitó la aprensión una profunda melancolía, horrorizado de los fuertes y expresivos términos con que hablan los exorcistas; creyéndose poseído del maligno espíritu. Este quebranto le consumía más y le redujo a tan deplorable estado que la que empezó en sus vasallos compasión, degeneró en desprecio, anublada la majestad. No comprobada de señal alguna la sospecha de Froilán Díaz, desistió del intento, pero no bastó a que se aquietasen Portocarrero y Rocaberti, fiando a nuevas diligencias sacar a luz la verdad, porque de ella esperaban la ruina de sus émulos. Supieron que había una vejada en Cangas, villa de Asturias, y dispusieron que mandase Froilán al exorcista preguntase al demonio esta duda y la verdadera causa de la dolencia del Rey y de su remiso ánimo. Obedeció, malogrando la imprudente diligencia; respiró mil falsedades y mayores dudas el padre de la mentira; dijo que estaba hechizado el Rey, calló los autores, después nombró muchos, y porque quiso hacer mal a tantos, le hizo a ninguno. Esto se acriminó como delito después a Froilán, que le ocasionó muchos trabajos; porque la Reina, irritada de persecución tan inicua, hizo que el Rey le despidiese, y se le dio por confesor al padre fray Nicolás Torres Palmota, de la misma Orden de Predicadores, amigo del almirante.

No se había olvidado don Manuel Arias, fraile de San Juan, de la presidencia de Castilla, que en gobierno ocupó algún tiempo; y uniéndose con el cardenal Portocarrero y don Francisco Ronquillo, que había sido corregidor de Madrid con popular aplauso, determinan perder al conde de Oropesa y al almirante, que los miraban como embarazo a su exaltación. Ronquillo no descuidó de esparcir por el vulgo lo que podía irritarle; fingía compasión de sus males, alguna vez lagrimaba, favorecía a su designio la casual esterilidad de aquel año, por la cual se aumentaron los precios de la harina y el aceite; clamaba el pueblo, y todo se atribuía a que permitió el conde de Oropesa extraer trigo a Portugal, y que había la condesa su mujer mandado comprar por negocio todo el aceite de Andalucía para que fuese árbitra del precio la avaricia de una mano. Estas quejas traían encadenadas otras de no menor entidad: Que estaba desterrada la justicia, haciendo venales los empleos. Que tenían engañado al Rey y que sólo reinaba la tiranía hasta introducir el hambre, la pobreza y la miseria, y que se habían desterrado los más celantes ministros y padres de la patria para no oponerse a la barbaridad con que se trataban los súbditos.

Sin recato decía y murmuraba todo esto el pueblo. Aconteció que, maltratada en la Plaza Mayor de Madrid por un alguacil una verdulera, prorrumpió en baldones contra el corregidor don Francisco de Vargas, que se hallaba presente. Volvió éste las espaldas con prudencia, disimulando lo que oía; siguióle la plebe, y lo más ínfimo de ella, con oprobios y maldiciones; trajo la curiosidad o el rumor más gente, y en desconcertadas voces creció la multitud y la insolencia hasta formarse un tumulto alentado del crecido número y del ejemplo. Para fundar su razón pedían Pan, y al parecer, defendidos con decir Viva el Rey, pedían la muerte del conde de Oropesa. El ciego ímpetu con que procedían los llevó a la plaza del real palacio. Amedrentóse el Rey, encerróse en lo más retirado de él la Reina, tomaron las armas las guardias y ocuparon las puertas; no era la intención del pueblo violarlas; piden que se asome el Rey a un balcón; y aunque estaba ceñido de toda la nobleza, que luego concurrió a Palacio, parecióle darles aquella satisfacción. Dejóse ver; repetía el pueblo: Pan, y respondió el conde de Benavente, sumiller de Corps, que buscasen al conde de Orospesa, a cuyo cargo corría.

Entendió el enfurecido pueblo que con esto no sólo se le permitía, pero se le ordenaba el delito. Pasan con ímpetu feroz a la casa del conde, aplican fuego a las puertas, claman por su muerte y hirieron su nombre con las más graves injurias. Defendían la casa los criados y algunos familiares, que previendo este desorden habían acudido a ella; defendiendo la entrada, mataron algunos del pueblo, que se enardeció más con el estrago. Huyó el conde, con su mujer e hijos, por el tejado más vecino.

Súpolo el Rey, y para aplacar el furor de la plebe permitió que pudiese entrar a buscarle. No hallando al dueño se cebaron en las alhajas; reinó más la ira que la codicia, porque no fue saqueo, sino destrozo. Oyóse en el tumulto clamar contra la Reina y su confesor, el padre Gabriel Chiusa, de la Orden reformada de capuchinos, de nación alemán; más cruelmente contra el almirante; hubiéranlos querido víctimas de su furor, pero como nadie gobernaba la confusa multitud, ignoraban cómo ejecutar los delirios de la rabia.

Entróse por el tumulto a caballo, con un Cristo en las manos, para sosegarle, don Francisco Ronquillo, al cual nuevamente, por instancia del amotinado pueblo, había nombrado el Rey corregidor de Madrid. Ni con esto se aplacaron, ni con haber sacado el Señor Sacramentado los religiosos que asisten al convento de las monjas de Santo Domingo el Real (puesto en la misma plaza de la casa de Oropesa), hasta que salió con arte del palacio una voz, que acometerían a los sediciosos doscientos caballos que el Rey tenía junto a la corte. Este miedo, y las sombras de la noche, deshicieron el tumulto, y lentamente se retiró a sus casas el pueblo.

Al siguiente día suplicó el Consejo Real de Castilla al Rey, permitiese acudir a él su presidente el conde de Oropesa, siendo lo contrario injurioso a la autoridad real, no sin el peligro que viéndose contemplada tomase más cuerpo la insolencia del pueblo. El Rey, más medroso que político, desterró al conde y al almirante; fue autor de este decreto el cardenal Portocarrero, exagerando al Rey riesgos que estaban lejos de lo posible; pero fue fácil rendirle a cualquier resolución, porque estaba consternado, y aun fuerzas naturales le faltaban a la réplica. No perdió un ápice de la oportunidad que le ofrecía la fortuna el cardenal; dispuso dar la presidencia de Castilla otra vez en gobierno a don Manuel Arias, y se confirmó corregidor a Ronquillo. Ya era otro enteramente el semblante de las cosas, otros los que ascendieron al favor y al mando, ya vencida la Reina, porque del tumulto quedó despavorida.

En este estado de cosas murió tempranamente en Bruselas José Leopoldo, bávaro, el que, como dijimos, se había nombrado heredero a la Corona. Divulgóse el falso rumor que le habían envenenado los alemanes. Esto acrecentó el odio del duque de Baviera contra los austríacos: cobró nuevas esperanzas el francés, alentadas de que eran sus parciales los que actualmente mandaban. El Rey volvió a les molestas dudas y necesidad de elegir sucesor. Nada le costó más afanes, porque sobre ser tan grave el negocio era su ánimo naturalmente irresoluto. Creían los que no tenían perfecto conocimiento del Rey que luchaba con sus pasiones, y no las tenía vehementes; amaba poco a los austríacos, ni aborrecía con gran odio a los Borbones; pero le fue siempre molesta su felicidad.

Sin noticia del Rey, formó en su casa una junta el cardenal Portocarrero; fueron llamados el marqués de Mancera; don Pedro Velasco, marqués del Fresno; don Federico de Toledo, marqués de Villafranea, y don Francisco de Benavides, conde de San Esteban del Puerto, magnates de España y del Consejo de Estado. Trajéronse a disputa los derechos del Delfín y de los austríacos, y adhirieron todos a aquél como hiciese la renuncia en su segundo hijo Felipe de Borbón, duque de Anjou. De este mismo dictamen fue don Manuel Arias. Discurrían que esto convenía a la Monarquía, que había menester un restaurador, y de familia alguna le podían elegir mejor que de la de Luis XIV, príncipe potentísimo, feliz y sin igual en su siglo. Conjúranse a defender esta razón, apoyada de las legales que explicó con elegancia don José Pérez. Lo contrario defendían la Reina, don Rodrigo Manrique de Lara, conde de Frigiliana, y don Baltasar de Mendoza, entonces inquisidor general, que estaban por los austríacos, pero no tenían poder. El almirante, desde su destierro, mantenía con cartas en este dictamen a la Reina. Oropesa se mostraba indiferente; hacíale fuerza la razón de los Borbones, pero la contrastaba su voluntad, propensa a los austríacos. El conde de San Esteban tomó a su cargo tentar el ánimo de la Reina para traerla a su opinión, aunque la mantenía con cuantas artes le era posible el embajador cesáreo, conde de Ausberg.

El cardenal Portocarrero tuvo osadía de representar al Rey la indispensable necesidad de volver a elegir heredero. Oyóle con desagrado, porque su confesor, Nicolás Torres, le mantenía inclinado a los austríacos, y le presentó unos papeles que a favor de sus derechos escribieron don Sebastián de Cortes y don Pedro Guerrero, consejeros de Castilla, hombres sabios, pero lisonjeros. El duque de Harcourt, embajador de Francia, no perdonando diligencia, introdujo con la Reina a la duquesa su mujer, que blandamente la propuso las bodas del Delfín, muriendo el Rey. Creyeron algunos que no lo escuchase la Reina con desagrado, pero a respuesta fue grave y digna de la majestad. Esto mismo dispuso Harcourt que inspirase a la Reina don Nicolás Pignatelli, duque de Monteleón, su caballerizo mayor y muy favorecido. La Reina siempre se mostró indiferente, aunque con ocultas persuasiones conservaba al Rey averso a la Casa de Francia, y para fomentarlo mejor y echar de la corte a Harcourt, reveló el secreto de haberla propuesto de su orden las bodas del Delfín faltando el Rey, que gravemente herido, de tan intempestiva propuesta y de ver meditaban mucho en su muerte los franceses, mandó a su embajador en París, marqués de Calteldosríus, que llevase con la más viva expresión al Rey estas quejas contra su ministro, al cual apartó de Madrid y del ministerio Luis XIV, por complacer al Rey, y le sucedió con carácter de enviado el señor de Blecourt.

Antes de partir de España el embajador, esparció en idioma castellano un papel sedicioso, que con demasiada energía explicaba el infeliz estado del reino y los derechos a él de los Borbones. Trajo a la memoria las pasadas desgracias de los que le gobernaron., y no perdonó ni al sagrado de la Reina. Poco indulgente la política de muchos, hacían al Rey de todo noticioso, cuyo quebrantado ánimo y debilidad daba señas de poca vida. Esto obligó al Consejo de Estado a representar los inconvenientes de no elegir, sucesor.

El Rey, o por tomar más tiempo o por satisfacerse más, consultó la duda con el sumo pontífice Inocencio XI: pasaron los derechos por mano del duque de Uceda, embajador en Roma. Esto escribía el Rey al Pontífice: Que, va casi sin esperanzas de sucesión, era necesario elegir heredero a los reinos de España, que recaían por derecho en una Casa extranjera, aunque la oscuridad de las leves habían hecho dudosa la razón, siendo ella el único objeto de su cuidado, y que para encontrarla había hecho particulares rogativas a Dios. Que sólo deseaba el acierto, esperándole de su sagrado oráculo, después que confiriese el negocio con los cardenales y teólogos que juzgase más sinceros y de más profunda doctrina y reconociese los papeles y documentos que enviaba, que eran los testamentos de sus predecesores, desde Ferdinando el V y la reina doña Isabel, hasta Felipe IV; las leyes de la España, hechas en Cortes generales, y las que se establecieron contra las infantas Ana Mauricia y María Teresa, casadas con los Borbones; los capítulos matrimoniales, pactos y cesiones, y la serie de los austríacos, desde Felipe el Hermoso, para que, examinados con la más exacta atención estos instrumentos, se formase recto juicio y dictamen. Que no estaba el Rey poseído de amor ni de odio, y que aguardaba el decreto del Sumo Pontífice, para que diese norma al suyo.

Recibidos por Inocencio estos despachos con el mayor secreto (pues aún ignoraba su contenido el embajador), formó una junta de tres cardenales, Francisco Albano, Bandino Paciantici y Fabricio Spada; propuso la cuestión del derecho y la heroica carta del Rey, desnuda de afectos; viéronse los papeles varias veces, y después de cuarenta días, uniformes votaron por el Delfín, sin tener consideración alguna a la cesión de la infanta doña María Teresa, su madre, porque ésta no podía rescindir los estatutos patrios ni derogar la fuerza de la ley, autorizada con tantos ejemplares. Otras muchas razones dieron, que omitimos, y las extendió en una bien explicada y docta respuesta al Pontífice, que la guardó el Rey en su archivo secreto, sin haberla leído otro que el cardenal Portocarrero.

Para asegurarse más, mandó que diese su parecer el Consejo Real de Castilla, donde, por pluralidad de votos, se juzgó a favor del Delfín, sin haberle hecho al Rey fuerza un papel que escribió don Juan de Santa María, obispo de Lérida, a favor de los austríacos. Con gran secreto pidió también su parecer a don Fernando de Moncada, duque de Montalto, a don Juan Pacheco, duque de Escalona y a don José de Solís, conde de Montellano, separadamente, sin saber uno de otro, porque tenía hecho de ellos gran concepto, y todos declararon a favor de la Casa de Francia. Esto mismo dijeron al Rey varios jurisperitos que en las universidades mandó consultar. Por fin se llevó el negocio al Consejo de Estado, que, aunque era materia meramente legal, quería el Rey satisfacerse de que no fuese contra la razón de Estado el decreto, porque el padre Torres era de opinión que la conveniencia pública era superior a la ley, y que por ella podía el Rey, como supremo legislador, derogar la que fuese perniciosa al Estado. Componíase entonces el Consejo del cardenal Portocarrero, marqueses de Mancera, Fresno y Villafranca; de los condes de Frigiliana y San Esteban; de don Juan Claros Pérez de Guzmán, duque de Medinasidonia; don Antonio de Velasco, conde de Fuensalida, y don Cristóbal Portocarrero, conde de Montijo. Fue muy reñida la cuestión, y dieron su voto por escrito el cardenal, el conde de San Esteban, el marqués del Fresno y el de Mancera, casi de un tenor; la sustancia era: «Que necesitaba el reino de no vulgar reparo, destruido de tan perseverante rigor de la fortuna y amenazando ruina; que tenía peligro la dilación de elegir heredero, porque si en este estado faltase el Rey, cada príncipe tomaría un jirón del solio; ardería la Monarquía en guerras civiles, con la natural aversión de aragoneses, catalanes y valencianos a Castilla, y que caería la majestuosa pompa de tan esclarecido trono, víctima de la tiranía y de la ambición. Que no bastaba elegir sucesor, si no fuese tal que pudiese sostener la ruinosa máquina de tan vasto Imperio y que tuviese derecho a él, para que no provocase la sinrazón a la desgracia, y destituido de derecho, el poder se equivocase con tiranía; que entre tanta confusión de males sólo un remedio había preparado la Providencia, que era la Casa de Borbón, potentísima, feliz y que tenía legítimo derecho a la sucesión. De otra manera, se destruiría la Monarquía, y sujetados sus reinos con la fuerza, sería provincia de la Francia la España. Que luego se debía elegir por heredero de ella al duque de Anjou, para que en tiempo alguno recayesen en una sola mano ambos cetros, y con el nuevo Rey renaciese la eclipsada gloria de los españoles, no sólo quitándose un enemigo tan perjudicial, pero buscando un protector tan poderoso.»

Siguieron este sentir el marqués de Villafranca, el duque de Medinasidonia y el conde de Montijo. El de Fuensalida habló oscuro y dijo que era intempestivo nombrar sucesor estando ocupado el trono: que se previniesen ejércitos y armadas para defenderse de la violencia, en caso de cualquier decreto del Rey, o de verse precisados a él los reinos, para que sin temor y con libertad lo pudiesen ejecutar. Este parecer extendió con palabras más ásperas y expresivas el conde de Frigiliana. Confirmó que se armasen los reinos para que tuviesen libertad de elegir Rey en caso que no lo hiciese el que todavía ocupaba el solio; y añadió que, ni los derechos de los austríacos ni de los Borbones eran tan claros que no estuviesen embarazados de muchas dudas y litigios; que no se debía olvidar el congreso de Caspe, en que los jueces diputados dieron rey a Aragón; que era iniquidad e insolencia obligar al Rey al decreto, acaso de industria, difiriéndole para dejar a los reinos la libertad de elegir; que lo que declararían en Castilla no lo aprobarían los reinos de Aragón, eternos émulos de la grandeza de aquélla, con lo que sería infalible la guerra civil.

Despreciaron este dictamen los demás, y se confirmaron en el suyo. Conmovido Frigiliana, levantándose dijo: Hoy destruisteis la Monarquía.

De todo, según su serie, se dio cuenta al Rey, sepultó en el silencio su intención, y no se resolvió, por natural flaqueza, embarazado en lo mismo que quería determinar. Tenía vencido el entendimiento, pero le faltaba el valor para rendir las repugnancias de la voluntad; padecía los ímpetus de las persuasiones incesantes de la Reina y de don Antonio de Ubilla, secretario del Despacho Universal, que le apartaba de la última resolución, lisonjeándole que ningún mortal achaque le amenazaba la muerte. Con esto ganaban tiempo, y le sugirieron que mandase a don Luis de la Cerda, duque de Medinaceli, virrey de Nápoles; que admitiese y diese cuarteles en aquel reino a las tropas que enviaría el emperador Leopoldo; pero Medinaceli, jamás, con varios pretextos, dio cumplimiento a esta orden. Envióse a Mantua, desde Milán, al cuestor don Isidro Casada, para persuadir al duque Carlos Gonzaga admitiese presidio alemán. Dispusieron también que Sancho Scolemberg, enviado de ingleses y holandeses en España, ofreciese al Rey las armadas de Inglaterra y Holanda para que libremente, y según su dictamen, diese sucesor a su Monarquía.

Nada de esto ignoraba el rey de Francia, bien sí la respuesta del Pontífice, porque no la reveló el cardenal Portocarrero y en Roma guardaron con gran cuidado el secreto, para no tener quejoso al Emperador. No fiándolo todo a las armas, Luis XIV usó de su acostumbrada sagacidad, y sin comunicar lo verdadero de su intención más que al Delfín, al mariscal de Villarroy y al marqués de Torcy, secretario del Despacho Universal, dispuso la división de la Monarquía de España, para quitar a la Europa el miedo que deseaba poner a los españoles, amenazando con el golpe más cruel lo soberbio y altanero de aquellos ánimos. Excita la ambición de muchos príncipes, haciéndose servir de la codicia de los mismos que repugnaban a su oculto designio. Tomólos por instrumento, y con arte insigne -aunque no nueva- para conservar entero el cuerpo le mandaba dividir. No confiando que entrarían en el tratado los austríacos, convocó a los ingleses, a la república de Holanda y al rey de Portugal, y llamados con otro pretexto sus plenipotenciarios otra vez a Riswick, tuvo aceptación la propuesta.

Como árbitros del mundo, le dividen a su gusto; faltábales para eso autoridad y derecho, pero se le daban a la fuerza. Conviniéronse en que, muerto el Rey Católico, la mayor parte de la América y de sus puertos se diese a Guillermo de Nassau, rey de Inglaterra; lo demás de las Indias, a los holandeses, porque de la Flandes española se les había de señalar a su arbitrio una barrera; dábanse Nápoles y Sicilia al rey Jacobo Estuardo; Galicia y Extremadura, al de Portugal; Castilla, Andalucía, Valencia, Aragón, Asturias, Vizcaya, Cerdeña, Mallorca, Ibiza, Canarias, Orán y Ceuta al archiduque Carlos de Austria, segundo hijo del emperador Leopoldo. Los presidios de Toscana, Orbitelo y Plumbin, a sus dueños; el ducado de Milán y el Final al duque de Lorena; sus Estados, con la de Cataluña y lo que quedaba de Flandes y Navarra, al rey de Francia. Todo esto bajo la condición, si nombraba el rey de España heredero a la Corona, a alguno de los austríacos, o no nombraba heredero.

No hicieron mención alguna del duque de Anjou, los franceses, con arte; los demás, no persuadidos a que podía llamarle a su trono Carlos II. En este congreso hizo el rey de Francia pompa de su moderación y amor a la quietud pública, porque la prefería a los derechos de su hijo el Delfín. Con esto alucinó a los príncipes y a la Europa. Fórmase la liga para el cumplimiento del tratado, y permitióse al rey de Francia que se mantuviese armado como el más próximo a invadir la España a su tiempo; creían con esto los príncipes dejarle el peso de la guerra, y se engañaron. Luego envió tropas a la Navarra baja, mandadas por el duque de Harcourt; otras al Rosellón y Cerdaña, las más a los confines de Italia, con el mariscal de Catinat, y dio cuarteles de invierno a las restantes en la raya de Flandes y la Alsacia. Muchos siglos ha que no había tenido príncipe alguno tantas tropas, porque con las que quedaron en las plazas llegaban a trescientos mil hombres veteranos, gente ejercitada y triunfante. Previno en Tolón una gruesa armada el almirante Luis de Borbón, conde de Tolosa, hijo natural del Rey; otra se prevenía en Brest, y las galeras en Marsella.

Este formidable poder era el terror del mundo; para justificarse, mandó formar un manifiesto dando las razones de esta división de la Monarquía de España, olvidando sus derechos, para dar una eterna paz a la Europa. Mandó que su ministro en Madrid lo significase así al Rey, diciéndole moriría con esto en paz, sin cuidado de elegir heredero, porque importaba al bien público deshacer lo vasto de esta Monarquía, a que tantos aspiraban, y que unida a cualquier príncipe resultaban mil inconvenientes, no dándole a la Europa equilibrio. Lo mismo mandó insinuar al Pontífice y a las repúblicas y príncipes de Italia y al gran Sultán, que ofreció armarse contra los austríacos e invadir la Hungría por que no llegasen a ocupar el trono de España. Esta resolución fue grata al sueco, dano y moscovita, y a los electores del Imperio, y más al duque de Baviera, por el odio natural que tenía a los austríacos.

Ninguna fatal noticia hirió más vivamente el ánimo de Carlos II ni le consternó más; entonces mostró que era capaz de afectos, y se le acrecentó la aversión que a los franceses tenía. De esto tomaron ocasión los que adherían a los austríacos, para avivar en el Rey las llamas del odio; los que a los Borbones, para exaltar el riesgo y el temor, si no se nombraba heredero al duque de Anjou. Estas disputas trascendían alguna vez con inmoderación a las antecámaras de Palacio, donde enfervorizados los ánimos, pasaba más allá de lo justo la porfía, porque los más de los grandes y criados del Rey estaban por los austríacos; y así, ordenó no se tratase, ni por conversación, de la sucesión de los reinos ni se propusiese la duda en los tribunales.

Esta ira del Rey inflamó las esperanzas del César; mandó que le cortejase más su embajador, y se previno cuanto le fue posible a buscar amigos y aliados para el caso. Tenía treguas, con Mustafá II, emperador de Constantinopla, y dispensó con los electores algunas gracias con más despótica política que jurisdicción; tentó cuantas artes le fueron posibles para traerlos a sí; adhirieron secretamente muchos, nunca el bávaro, ni su hermano José Clemente, elector y arzobispo de Colonia, ni príncipe alguno de Italia, a los cuales nada era más grato que esta división, porque los príncipes chicos aborrecen la inmoderada grandeza de los que Dios hizo nacer mayores.

Esto acaeció hasta el año de mil seiscientos noventa y nueve del nacimiento de Cristo.




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Año de 1700

Ponían los mayores esfuerzos para perfeccionar su intento, y daban la más estudiada eficacia a sus palabras los magnates que en España adherían a los austríacos, pero tenían mayor autoridad en el Gobierno los contrarios. El Rey no sabía determinarse; inspiraban aquéllos que se armase el reino, y se envió al marqués de Leganés a Andalucía para que hiciese levas y abasteciese de víveres y municiones las plazas. Lo propio se ordenó al príncipe de Vaudemont, gobernador de Milán. Esto tenía con expectación al mundo: era la España el asunto de todas las conversaciones en la Europa; todos sabían que estaba el Rey más vecino a la muerte que a la determinación de nombrar heredero.

Estas dudas e incertidumbre de su intención trascendieron hasta Roma, donde, por la muerte de Inocencio XI, estaban en cónclave los cardenales, nunca más divididos en encontrados pareceres y desunidas las facciones, siendo esta que parece discordia, instrumento de la soberana Providencia, que se vale de las mismas repugnancias de la libre voluntad del hombre para ejecutar su altísimo decreto, uniendo distantes extremos a un fin que no entiende nuestra ignorancia. Habíanse por siglos unido los cardenales españoles y alemanes, pero ya aflojaban este nudo y producía recelos la quebrada salud del Rey y lo vario del dictamen en sus vasallos.

En estas dudas, que tenían embarazada gran parte de la Europa, enfermó el Rey mortalmente; acometiéronle vivísimos dolores que excitaron una disentería, dando evidentes señas de lo maligno del humor el desconcertado pulso. Se apresuraba más la muerte que la resolución de hacer testamento, y este que deseaban ambos partidos; era más poderoso y de mayor opinión con el Rey el que adhería a los Borbones. Con nunca intermitente vigilancia le ceñían, pretextando cuidado y amor, el cardenal Portocarrero, el duque de Medinasidonia, el marqués de Mancera y don Manuel Arias, atentos a que no se hiciese violencia y sacasen sugestivamente algunas palabras que pareciesen decreto, y no tenían la mayor confianza en el secretario del Despacho Universal don Antonio de Ubilla. Oían claramente que el confesor Nicolás Torres y el inquisidor general Mendoza le traían siempre a la memoria su Casa y sus parientes, inducidos de la Reina, que, no embarazada del dolor, proseguía en su idea y en su empeño.

Todo lo miraba el Rey y lo entendía; tenía de sus vasallos entero conocimiento; no ignoraba sus dictámenes, y la lid de las encontradas pasiones que alguna vez prorrumpían en mal refrenada disputa, porque con la decadencia del Rey cobró mayores bríos la osadía de los vasallos; declinó la autoridad de la Reina, a quien ofreció el conde de San Esteban del Puerto que si desistía de su solicitud y dejaba en entera libertad al Rey, sería bien atendida en sus intereses, y que los tomaba a su cargo.

Por que no estuviese todo lo moral en manos del confesor, mandó el cardenal venir otros religiosos, los más doctos y ejemplares, para ayudar al Rey a enfervorizar sus afectos y disponerse a morir con resignación y con todos los sacramentos que la divina clemencia ha instituido para facilitar con la gracia la justificación del pecador. A vuelta de esta loable caridad, estaba el recelo que obligase el confesor al Rey a alguna resolución, conforme al dictamen que muchas veces le había dado. Vinieron luego los llamados, y con la mayor blandura desengañaron al Rey de poder vivir; porque la reverencia o la lisonja de los médicos no le quitaba la esperanza, por no avivar la aprensión: vulgar infelicidad de los príncipes, a quienes acompaña hasta el sepulcro la adulación y el engaño.

Esto sirvió de que el Rey escuchase más atento, para que, viendo le faltaba el tiempo, se aplicase a ejecutar cuanto era indisputable a un monarca y a un católico. Propusiéronle los riesgos a que exponía sus reinos dejándolos sin sucesor, y que de nada haría con Dios tanto mérito como de evitar, con su último testamento y libre declaración de su voluntad, los daños que amenazaba una guerra civil inevitable, dejando confuso el Trono; que eran de Dios los reinos, a quien se habían con resignación de restituir, haciendo justicia, porque ella esencialmente residía en Dios, que esperaba ya a su tribunal supremo a quien llamaban en el mundo Rey, Padre y Juez, términos que significaban la más estrecha obligación, y no concedidos sin ella, la cual hasta el postrer aliento permanecía; que el Rey debía prescribir y disponer la forma y método del gobierno en que habían de quedar sus vasallos; el Juez, después de ponderadas las razones y examinadas las leyes, hacer justicia, dando a cada uno lo que le pertenece; el Padre, mirar con amor y interesarse en el útil y conveniencia de los que le había adoptado Dios por hijos, precaviendo sus daños cuanto a la humana comprensión le es permitido, que aunque se excluye de nuestra ignorancia lo venidero, rige con lo presente cuanto puede lo futuro la providencia del hombre; que el inmortal espíritu que nos anima, criado de Dios a su imagen y semejanza, sólo con las heroicas virtudes se ennoblece y se ilustra, no con vanos apellidos y abalorios; porque al alma no le eran ni parientes los austríacos ni enemigos los Borbones, siendo ésas terrenas impresiones que con la muerte se desvanecen; que en sí era el negocio de la mayor entidad, pero que ya estaba ventilado y definido, y por eso quedaban por fiadores de la justicia los que habían dado su dictamen, al que se debía, adhiriendo al mayor número, conformar el Rey, porque era más segura opinión la más común; que la más noble porción del hombre era la que debía deliberar, sin que se escuchasen bastardas voces de naturales afectos, que engañan con el halago, cuyo fomento quedaba en el sepulcro resuelto en cenizas; pero el autor del decreto, que era la razón que residía en el alma, había de dar estrechísima cuenta de él.

Esto excitó la atención del Rey, cuyo corazón pío y religioso luego se desprendió de lo caduco. Mandó llamar al secretario del Despacho Universal, y apartando los circunstantes, menos al cardenal Portocarrero y don Manuel Arias, hizo su testamento, confiriendo antes a don Antonio de Ubilla la autoridad de notario, para que no faltase circunstancia alguna legal. Nombró por heredero y legítimo sucesor de sus reinos a Felipe de Borbón, duque de Anjou, segundo hijo del delfín de Francia, aprobando y prefiriendo a todos el derecho de su abuela la reina María Teresa de Austria. Derogó cualquier ley en contrario y mandó a sus súbditos admitir por rey el que elegía. Explicó la mente de sus mayores de excluir la Casa de Francia por que no se uniesen en una mano ambos cetros, y confirmó esta circunstancia como condición precisa. Nombró gobernadores, mientras llegase su heredero, a la Reina, al cardenal Portocarrero, al presidente de Castilla, don Manuel Arias; al de Aragón, duque de Montalto; al de Italia, marqués de Villafranca; al de Flandes, conde de Monterrey; a don Baltasar de Mendoza, inquisidor general; por el cuerpo de los grandes la nobleza, a don Pedro Pimentel, conde de Benavente, y por el Consejo de Estado (después de un codicilo), al conde de Frigiliana. No se dio a la Reina más autoridad que de un voto, y a la pluralidad de ellos se reservó el decreto.

Ordenó se alzase el destierro al almirante, al conde de Oropesa, al duque de Montalto, conde de Monterrey y conde de Baños; esto se obedeció luego, pero el cardenal excluyó a Oropesa; no tenía entonces autoridad para eso, mas nadie se atrevió a replicarle. Señaló por alimentos a la Reina cien mil doblones, y que pudiese vivir en la ciudad de España que quisiese, con el gobierno de ella. Esto fue lo principal del testamento, que leído en alta voz por Ubilla, le ratificó y lo firmó el Rey. Cerróse con siete sellos y por de fuera firmaron otros tantos testigos.

Este es el decreto y última disposición que tanto agitó el corazón de los príncipes, cuyas dudas hicieron tan vigilante la ambición. Este el que, enderezándose a la pública quietud, movió guerras tan sangrientas y envolvió en mil tragedias la Europa. Esto ejecutó el Rey libremente, no sin repugnancias de la voluntad, vencida de la razón; no le era de la mayor satisfacción, pero le pareció lo más justo, y rendido al dictamen de los que tenía por sabios e ingenuos, al amor de sus vasallos, a quienes creyendo dar una perpetua paz dejó una guerra cruel (tanto yerra el hombre en sus juicios, tan poca luz tiene de lo venidero, que las medidas más ajustadas a la prudencia falsean). Después de esto, se le rasaron los ojos en lágrimas, y dijo: Dios es quien da los reinos, porque son suyos. No pudieron, de ternura, contener el llanto los circunstantes; congojóse más el Rey; encargó mucho la vigilancia y rectitud al presidente de Castilla, y a todos la pureza de la religión y la paz. Porque no parase el curso de los negocios, dio con otro decreto, al otro día, suprema potestad de gobernar al cardenal, mientras durase la enfermedad, y se le entregaron con los reales sellos: nunca otro vasallo consiguió tanto.

Esto llevaron a mal los magnates de la contraria facción, y mucho más la Reina, a la cual quería incluir en la autoridad de ese interino Gobierno Portocarrero; pero el Rey no quiso, porque ya desprendido de lo terreno, prevalecía contra el disimulo la sinceridad: miserable condición del hombre, que guarda sólo a los últimos períodos de la vida la verdad, desembozando el ánimo que por tan largo espacio vistió la máscara del disimulo y del engaño.

Ya nada somos, repitió con amargura el Rey. Estas eran luchas del amor propio; pero ya desengañado, pidió los sacramentos, que recibió con la mayor edificación de los que admiraban, en los extremos de la vida, constante un ánimo tan remiso y débil. Agraváronse los accidentes, y en primero de noviembre, dos horas después de mediodía, expiró.

Vióse en aquella hora con general reparo brillar la estrena de Venus opuesta al sol; los menos entendidos en la astronomía lo admiraron como portento; y aún no fenecida la lisonja al todavía tibio cadáver, sacaba favorables conjeturas para la eterna felicidad del difunto Rey. Hallóse acaso en aquel instante perigeo el lucero y cuanto es posible distante del sol, que mirándole en recto le hizo brillar más; por eso parecía, y porque estaba declinado y con menos actividad el sol. De la muerte y testamento del Rey avisó luego con expreso el cardenal al rey de Francia, y otro correo le despachó su ministro el señor de Blecourt.

Antes de llevar el real cadáver con la acostumbrada pompa al panteón de El Escorial, en presencia de los grandes de España y de los presidentes de los Consejos, mandó el cardenal abrir y leer el testamento; publicóse por heredero al duque de Anjou: aplaudieron todos y se conformaron a la voluntad del Rey. Algunos fingían; otros, embarazados del actual dolor, confundían dos causas en un efecto, porque los más allegados y familiares del Rey deseaban príncipe austríaco, o criados con esta aprensión, o conservando a la Francia un odio más heredado que justo. Envióse copia del testamento al marqués de Casteldosríus para que le presentase al nuevo Rey, a quien, y a su abuelo Luis XIV, escribieron los gobernadores. Firmó la Reina estas cartas, cuyos ejemplares, esparcidos con arte de los franceses por la Europa, parecieron poco conformes a la delicadeza del ánimo pundonoroso de los españoles, porque era demasiado expresivo el ruego, explicando ser posible que dejase de admitir la Casa de Borbón otro trono más vasto del que poseía, y para que esto no sucediese se hicieron rogativas en Madrid, con alguna más que desaprobación de los extranjeros, porque esto era haber creído que la división de los reinos que hizo en Riswick el rey de Francia fuese sincera y con ánimo ejecutivo.

Poco después se determinaron a enviar al Rey, en nombre de los reinos, uno que prestase allá la obediencia; dejóse la elección a la Reina, y la hizo en don José Fernández de Velasco, condestable de Castilla, hombre ingenuo, sincero e incapaz de poner en el Rey siniestra impresión contra alguno. El conde de San Esteban pretendía este encargo para el marqués de Villena; ofreciólo la Reina; después, inducida del conde de Frigiliana, mudó de dictamen, de que ofendido San Esteban, hizo dejación de la mayordomía mayor de la Reina, la cual, retirada de este que la pareció desaire, pasó sus quejas al Rey con más viveza que felicidad, porque protegido el conde del cardenal Portocarrero, tuvo la Reina respuesta poco agradable y de ninguna satisfacción. Desde entonces empezó la civil discordia entre los gobernadores, y declinó tanto la autoridad de la Reina, que se veían claros preludios de las consecuencias fatales de su desgracia.

El rey de Francia, para justificarse con los príncipes de la última confederación y dar satisfacción a sus vasallos, mandó que el Parlamento y Consejo de Estado deliberasen si debía admitir para su nieto la Corona. Los que sabían las artes que a este fin había usado y los ejércitos que tenía prevenidos en los confines de España, conocieron que era afectada la duda, y aunque eran de opinión que le convenía más a la Francia la división de aquellos reinos que el empeño de sostener en ellos a un príncipe de la real estirpe, se adhirieron a la voluntad del Rey y respondieron, casi uniformes, que debía admitirla sin temer la nota de haber faltado al pacto de la división, porque en ésta sólo se estuvo de acuerdo en el caso que hubiese Carlos II nombrado heredero a un príncipe austríaco o muriese sin nombrarle. Que el presente caso no estaba prevenido ni hecho mención de él, y que así, sería tiranía cuitar de su familia un reino que con las más obsequiosas expresiones le aclamaba.

Reconocióse rey de España después de esta consulta el duque de Anjou; prestóle obediencia el embajador, marqués de Casteldosríus, y le besaron la mano los españoles que allí se hallaban; diose a las cartas de los gobernadores la más urbana y obligada respuesta; otra carta escribió de su mano al cardenal Portocarrero el rey de Francia, con cláusulas que le manifestaban agradecido, y ofrecían el real patrocinio en cualquier ocurrencia y, lo que era más grato al cardenal, que se gobernaría siempre su nieto por su dictamen. Aclamóse con la mayor pompa en Madrid y en toda España al nuevo Rey, a quien reconocieron luego el duque de Saboya y demás príncipes de Italia, las repúblicas de Venecia, Génova, los Cantones, esguízaros, Luca y Ragusa y -lo que no se esperaba- la Holanda. También el nuevo pontífice Clemente XI (antes cardenal Albano). Lo propio ejecutaron los reyes de Suecia, Polonia, Dinamarca, Prusia, Portugal y el rey de Inglaterra Guillelmo de Nassau. De los príncipes del Imperio, sólo los electores de Baviera y Colonia, el duque de Lorena y el de Brunswick.

Este no esperado accidente hirió en extremo el ánimo del emperador Leopoldo y de toda su familia. Divulgóse en Viena que había sido violentado el Rey a este testamento con las artes del cardenal Portocarrero; algunos decían que era supuesto y fingido; otros, que no estaba el Rey en sí cuando le hizo. Todo era respirar por la herida y cargar de injuriosos epítetos el nombre del rey de Francia. No habían quedado menos irritados el rey de Inglaterra y los holandeses, pero no podían, desde luego, mostrarlo, porque estaban desarmados y había Luis XIV retirado sus tropas a los confines de España y dado cuarteles junto al Rhin y la Holanda.

Escribióles una carta artificiosa, dando las razones de esta inexcusable determinación, y que era el medio más ajustado a la quietud de la Europa, porque no se movería jamás la España a empuñar armas sino en caso de defensa, y que, de no ejecutarlo así, sería la Francia su enemigo mayor y la que procuraría contenerla en sus límites y en estrecha alianza con sus antiguos amigos. Que con esta condición había dado a su nieto a los españoles, al cual procuraría defender con todas sus fuerzas contra cualquiera que intentase turbar la quietud de su trono. Que le hubiera sido más útil a su reino la división de los de España, pero que ya una vez ésta resuelta a llamar Rey para toda la Monarquía, no era fácil dividirla. Que las leyes de España y el testamento del último Rey austríaco prohibían, con repetidas precauciones, el poderse en algún tiempo unir las dos Coronas, y que en esa inteligencia en que estaban de acuerdo todos los de su real familia había cedido el Delfín, y su primogénito el duque de Borgoña, sus derechos a la Corona de España al duque de Anjou, y éste los suyos por la de Francia. Que el testamento le había hecho Carlos II, obligado de las leyes y de la incontestable razón de los Borbones, donde si hubiera tenido arbitrio un príncipe austríaco, no hubiera excluido a su Casa de tan preciosa herencia. Que con dolor permitía saliese un ramo de su real estirpe a ilustrar otro solio, pero que no había podido faltar a la justicia negando a la España su legítimo dueño; y, en fin, que tenía las armas en las manos contra su nieto, si intentase novedad, y por él, si le disputasen su derecho.

Una carta del mismo tenor escribió al rey de Portugal. Respondieron muy tarde los holandeses, y mucho más el rey de Inglaterra; la respuesta fue casi la misma, porque la hicieron de acuerdo, pero explicaba más su ira con amagos de amenaza el inglés, y se confesaba burlado. Viéronse algunos papeles de incierto autor, que se rozaban con sátira, al rey del Francia, tratándole de falaz, violador de la palabra y juramento (estas despreciables armas les quedaban a los infelices y a los mordaces).

De estas apariencias nadie dudaba se había de encender nueva guerra, y más cuando retiró de Madrid y París el Emperador sus embajadores, y pidió al duque de Baviera, gobernador de Flandes, que se la entregase, el que respondió no podía faltar al prestado homenaje al rey de España, por cuya orden la entregó al marqués de Bedmar y se retiró a sus Estados. Esto enconó más al César contra el Duque, y se avigoraron las pasadas discordias.

Estas fueron las primeras disposiciones de la guerra, que, aunque más lenta no menos cruel, estaba ya encendida en Madrid, porque el cardenal Portocarrero, o para acreditar más su celo con el Rey o para establecer firme su autoridad, ensangrentó contra muchos la pluma; fueron los primeros objetos de su furor la Reina viuda, el almirante de Castilla, el conde de Oropesa y el inquisidor general, don Baltasar de Mendoza; sus nombres manchó con impiedad, descubrióles los defectos del ánimo, o los fingía, para apartarlos de la voluntad del Rey, imponiéndoles nota, aún más que de desafectos, de sediciosos, y que eran las cabezas del partido austríaco. Esto exaltó con tales términos, que llegó el Rey a recelar de una guerra civil, y adhirió al dictamen del cardenal de confirmar el destierro de Oropesa e imponerle a Mendoza, y que luego se retirase a su obispado de Segovia.

También escribió a la Reina eligiese la ciudad en que, según disposición de Carlos II, debía vivir. La carta contenía reverentes expresiones y persuadía el retiro para que con la nueva Majestad no se anublase la suya, y viviese más sosegada fuera de los embarazos de la corte. Cogió a la Reina de improviso esta novedad; turbóse mucho con ella y dilataba resolverse, porque ya había dejado el palacio real y vivía en casa del duque de Monteleón, su mayordomo mayor; pero no pudiendo sufrir más los desaires que el cardenal la hacía, se pasó a Toledo. Así trata a los mortales la fortuna, sin que exceptúe de sus mudanzas el grado más sublime.

Al almirante se le quitó el empleo de caballerizo mayor que tenía en tiempo del difunto Rey, y para el nuevo nombró el cardenal en su lugar al duque de Medinasidonia, y mayordomo mayor al marqués de Villafranca. Reformó todos los gentiles hombres de cámara con ejercicio; volvió a nombrar algunos y añadió otros, o adheridos a su persona, o no aún, por su juventud, peritos de los engaños y astucias de los palacios. Estos fueron: don Félix de Córdova, duque de Sesa; don Francisco Girón, duque de Osuna; don Baltasar de Zúñiga, marqués de Valero; don Martín de Guzmán, marqués de Quintana; don Antonio Martín de Toledo, duque de Huéscar; don Agustín de Velasco, primogénito del marqués del Fresno, y confirmó sumiller al conde de Benavente. De toda la real familia redujo los criados y oficiales a un número casi indecente; todo lo ejecutaba para acreditarse celante y estrechar, cuanto era posible, al rey a que tratase con pocos. Este duro sistema del cardenal no se ejecutó sin consentimiento y parecer de don Manuel Arias, cuyo genio, no menos áspero, estaba propenso a lo severo. No faltó quien creyese que con arte dio al cardenal ese dictamen para hacerle odioso; que, aunque eran en apariencia amigos, la ambición del mando sobre cualquier afecto prevalece.

Esta agigantada autoridad del cardenal y su aspereza llenó de descontento la corte; a éstos los llamaba austríacos, sin reparar que el amor propio no se puede acomodar al daño y a la injuria. Estas noticias, que las alcanzaban exactamente en Viena, los alentaba a la guerra, porque ya el mismo rigor del Gobierno descubría cuáles eran sus parciales y fundaban su esperanza más en la disensión civil que en la violencia de las armas.

Así lo expuso al Parlamento, que mandó juntar a este efecto, el rey de Inglaterra. Después de haber ponderado el ultraje de su real nombre, padecido en la falta de fe del rey de Francia, cuya ambición -dijo- no se contenía en los términos de la Europa, mostró los perjuicios que resultaban al comercio, y que serían los franceses dueños del de Indias, del mar Mediterráneo, el Adriático y Jonio, y se aprovecharían con nuevas fábricas de las lanas de España. Que le amenazaba inevitable riesgo a la Holanda la unión de estas Monarquías, no habiendo olvidado la España sus derechos; que menos estaba segura la Gran Bretaña y su religión, amparado Jacobo Estuardo de dos poderosísimos príncipes, y que así, antes que la dilación los excluyese de la oportunidad del remedio, era preciso aplicarle.

Este fuego de la oración del Rey no encendió los ánimos de todos, como pretendía, porque el mariscal de Talar, embajador de Francia nuevamente en Londres, esforzaba las razones de su amo con delicadez y cautela, por no enojar más al Rey, al cual no pudo aplacar y había ya determinado armarse, porque verdaderamente entró en la aprensión que, unidas estas dos Coronas y no embarazadas o distraídas en otra guerra, podían restituir al trono al rey Jacobo, y en todo trance quería la seguridad de su Casa, y por eso cuidaba tanto de los holandeses, temiendo que ya más poderosa la España suscitase sus antiguos derechos; por todo esto los persuadía se previniesen a la guerra y dispusiesen sacar de sus Estados, sin estrépito, al conde de Brior, ministro de Francia.

Eran superfluas las persuasiones del rey Guillelmo, porque ya habían concebido bastante temor los holandeses para no descuidar, y les acordaba siempre su riesgo el Emperador por medio de sus ministros, no descuidando al mismo tiempo de encender el ánimo de los príncipes de Alemania, y propuso la guerra en la Dieta de Ratisbona. Expuso allí los riesgos que era justo precaver por las vecinas agigantadas fuerzas del francés, que ya, no ocupado en la guerra contra España, convertiría sus armas al Rhin. Que se debía formar una liga y que entrarían en ella los ingleses, holandeses y el rey de Portugal, ofendidos del engaño, y los príncipes de Italia, temerosos de perder su libertad. Que todavía no se había olvidado la España del blando gobierno de los austríacos, y que tenían muchos parciales en ella atentos a la oportunidad y ocasión de declararse. Que nada embarazaban los movimientos de Polonia, pues aunque contra el rey Federico había tomado las armas Carlos, rey de Suecia, le defendía el moscovita. Que el otomano observaría religiosamente su tregua, mal reparado de las pasadas desgracias, y que, en fin, era causa común el peligro de cualquiera en el cuerpo del Imperio.

Estas razones, a quienes daba mayor fuerza la autoridad del César y los particulares fines, movieron el ánimo del prusiano, hannoveriano y neobúrgico a ofrecerle tropas auxiliares; pero no entrar en liga, porque no pudieron los austríacos conseguir que ésta se declarase guerra de círculos, no teniendo el Imperio interés con la España, no habiendo movido las armas el rey de Francia ni intimado la guerra; con todo, perseveraba el Emperador en solicitar los príncipes y mantener en España sus parciales, valiéndose del dictamen de don Francisco Molés, napolitano, duque de Pareti, que había sido embajador de Carlos II en Viena; y aunque reconoció al rey Felipe por cartas y se le mandó se restituyese a España, como ya tenía intención de servir a los austríacos con el motivo de la oposición que le hacían sus acreedores, se quedaba en aquella corte, y para salir de ella pidió tan exorbitante suma de dinero, que se conociera era estudiado pretexto para lo que después ejecutó.

Esto no dejó de ser perjudicial a la quietud de España, porque mantenía el duque algunas correspondencias en ella, no habiendo aún declarado su determinación, y con esto tenía noticias de cuanto pasaba por cartas del almirante y otros, que, lamentándose del presente gobierno del cardenal Portocarrero, se explicaban descontentas, y todo avivaba la esperanza de los austríacos, que pasaban estas noticias a las cortes de Inglaterra y Holanda para alentarlos a la liga.

Aunque el reino de Nápoles había dado la obediencia al Rey, le negó la acostumbrada investidura el Pontífice, por contemplación al Emperador. Instaban por ella el duque de Uceda, embajador de España, y el cardenal Jasson, que lo era de Francia; pero confirmaba en su resistencia al Pontífice el cardenal Vicento Grimani, veneciano, acérrimo parcial de los austríacos, hombre resuelto y atrevido, que tenía la confianza del Emperador y el patrocinio; esto le hacía más osado para que no hiciese representación sin amenaza.

No era necesaria la investidura para la posesión del reino; pero lo era para que aprobase el Pontífice los derechos del Rey con aquel acto jurídico (formalidades que alguna vez importan para el vulgo), pues aunque habían jurado al nuevo Príncipe todos los reinos que componen la Monarquía de España, no faltaba en los pueblos quien disputase sobre la legitimidad de los derechos a la Corona, y como habían tenido seis reyes austríacos, de quienes en el largo curso de más de dos siglos habían recibido innumerables honores y mercedes, permanecía en muchos el amor a la familia, y esto hacía disputar, aun a los ignorantes, lo que no entendían. Los más cuerdos disimulaban; en fin, nació un problema pernicioso a la quietud de los reinos, porque los que no penetraban la fuerza del prestado juramento de fidelidad y obediencia y la indispensable obligación en que los constituía su propia honra, llevaban mal el dominio de un Príncipe francés, cuya nación era, por gloriosa, aborrecida. Ni se descuidaban los austríacos de sembrar estas reflexiones en el vulgo, porque no había reino donde no tuviesen sus secretas inteligencias.

En este estado de cosas partió el Rey para España, acompañado hasta Burdeos de sus hermanos el duque de Borgoña y el de Berry, y de gran número de magnates de aquel reino; pero nadie pasó la raya de Francia, porque mandó prudentísimamente Luis XIV que ningún vasallo suyo entrase en España, menos el duque de Harcourt, que volvía a ella por embajador. Con esto explicaba entregar enteramente el Rey al dictamen de los españoles, y que ni los celos de su favor o el mando turbasen la pública quietud. Aquí expiró el año y el siglo. De la narración de estos hechos componemos el principio de este tomo: lo demás dividimos en cada un año de los siguientes, conforme al tiempo en que las casas acaecieron, para la claridad del que quisiese escribir la Historia y valerse de estos COMENTARIOS.




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Año de 1701

Con poca intermisión en las jornadas, aun en la más rígida estación del año, entró el Rey en sus dominios. Cesó luego, en cuanto a la formalidad, el gobierno del cardenal Portocarrero, pero no su autoridad ni sus influjos, y aunque no fue declarado primer ministro, gobernaba absolutamente como tal, porque el Rey, instruido de su abuelo, seguía su dictamen, hasta que la edad y la experiencia le diesen mayor luz.

Hallábase en Barcelona por virrey de Cataluña el príncipe Jorge de Armestad. Era alemán y algo pariente de la Reina y de la Emperatriz; por eso se desconfiaba de él, y aunque hizo los mayores esfuerzos para que se le confirmase, en el gobierno no pudo conseguirlo, y se le nombró por sucesor a don Luis Portocarrero, conde de Palma, hermano del cardenal, hombre áspero, tardo y fácil a la ira, no a propósito para suceder al príncipe, cuya afabilidad, blandura y liberalidad se concilió los ánimos de los catalanes más de lo que era conveniente al Rey. Hallábase bien en Barcelona, porque tenía empleada la voluntad en una dama y le dolía con extremo apartarse de ella; por eso, despechado de la repulsa, viendo lo mandaban salir de España, dejó tramada una conjura y tuvo el encargo de adelantarla esta mujer, que, herida sensiblemente de la ausencia del príncipe, lo ejecutó con la más exacta diligencia y con la facilidad que ofrecía el genio de aquellos naturales inclinados a la rebelión. Empezó el perverso designio entre pocos, los más allegados al príncipe; después contaminó el error tanta muchedumbre, que quedaron pocos leales.

Antes de partir escribió a la Reina y al almirante; aquélla respondió por mano del secretario del Despacho Universal, Ubilla, con solas expresiones de urbanidad. Nadie vio la respuesta del almirante -dúdase si la hubo-, pero sea fingida o verdadera, cierto es que la mostró después en Viena el príncipe, y ya que hacía ostentación de ella no dejaría de ajustarse a su intención.

Cuando para embarcarse en la nave se puso en la lancha en el muelle de Barcelona, dijo en alta voz que volvería con nuevo rey a ella. Todo esto alentaban los alevosos ánimos, que mal hallados con la quietud, solicitaban su ruina.

***

Había ya el Rey pasado los Pirineos y concurrían a verle de muy distantes parajes los pueblos. La aclamación y el aplauso fue imponderable; llenóles la vista y el corazón un Príncipe mozo, de agradable aspecto y robusto, acostumbrados a ver un Rey siempre enfermo, macilento y melancólico. Ayudaba al popular regocijo la reflexión de la gloriosísima Casa de Francia, y muchos, sin más fin que distraídos de su propio alborozo, le acompañaron hasta Madrid, donde entró el día dieciocho de febrero por la puerta de Alcalá, con tanto concurso de pueblo y nobleza que fue trágica para muchos la celebridad, porque, estrechados en la confusión, murieron algunos. Esto tuvieron o ponderaron como mal agüero los desafectos, que no faltaban entre los primeros hombres; asomóseles a algunos por el rostro el ánimo y el temor, recelando no sería este Príncipe tan culpablemente benigno como el pasado, y que tenía riesgos de ser abatido el inveterado orgullo de los nobles. No podían luego amarle y le temían: el amor a los reyes es justo y es obligación; pero no se engendra verdadero sino con el trato, con los beneficios y por las virtudes del príncipe.

Aunque el Rey tenía bastantes para ser amado, parece que procuraba lo contrario, con su aspereza, el cardenal Portocarrero, y se debía reflexionar sobre el temor con tal arte que quedase respeto y no degenerase en aversión; pero despreciando esto el cardenal, que no sabía ser político, exasperó los ánimos de muchos hasta enajenarlos enteramente del Rey. Al amor sigue el miedo; pero si se radica éste sin aquél, se hace odio.

Apartó al Rey de todos, para que nadie se insinuase en su ánimo, y con cuidado estrechó el Palacio a pocos, y aun con ellos le mantenía siempre difidente, trayendo por pretexto que se habían apoderado tanto de Carlos II, que llegó a ser más esclavo que Rey. En medio de tan celosos ardides, para mantener única su autoridad erró el modo, porque introdujo al gobierno a los franceses, con tanto perjuicio suyo, que después le echaron de él, como veremos. Hizo que el Rey formase un secreto Consejo de Gabinete y que entrase en él el duque de Harcourt, que se resistió hasta tener orden de su amo, ni lo permitió el rey de Francia hasta que interpuso segunda vez sus ruegos el cardenal.

En esta Junta en que presidía y despachaba el Rey, no entraban más que el cardenal, el presidente de Castilla Arias, y el embajador de Francia, a cuyo voto se tenía la mayor consideración, porque se veían disposiciones para la guerra, y se conocía el cardenal incapaz de manejar solo tan gran negocio. Desde entonces tomaron tanta mano sobre los de España los ministros franceses, que dieron más celos a los príncipes, viendo estrechar la unión a un grado que todo se ponía al arbitrio de Luis XIV, de cuyas vastas ideas recelaban su ruina los vecinos reinos.

El mayor temor le concibieron los holandeses, habiéndose ordenado al marqués de Bedmar, gobernador de Flandes, obedeciese en todo al rey de Francia, y salió una falsa voz esparcida con arte de los austríacos, que esto era porque se trataba en España de recobrar la Holanda con tropas auxiliares francesas, y al fin de esta guerra dar a la Corona de Francia la Navarra Alta y la Cataluña; pero esta orden sólo tuvo origen en la adulación del cardenal, que aplicaba cuantos medios le sugería su ambición para conservarse en el mando, y le parecía que sólo el rey de Francia le podía sostener. Por eso invigilaba tanto, con nunca visto rigor, contra los que imaginó eran parciales austríacos, y ponía en el número de ellos a los que veía tristes, quejosos, apartados de la corte o que dejaban algún empleo; estos los notaba ya por traidores, y llegó a tanta la infelicidad de aquel tiempo, que nadie se atrevía a suspirar o nombrar a Carlos II.

Esta opinión y tiranía del cardenal, ayudada con la rigidez de don Manuel Arias, dio al archiduque Carlos de Austria más parciales que esperaba; y ya perdidos algunos por el injusto concepto, meditaban su seguridad con un delito, adhiriendo secretamente a los intereses de los enemigos y disponiendo llegase su nombre a Viena. Este número de los desafectos crecía cada día, aunque los más cuerdos y los hombres más cautelosos lo disimulaban; pero no había quien no llevase mal que tuviesen tanta mano en el gobierno los franceses, y más que ellos estaban aborrecidos el cardenal y Arias, visibles instrumentos de las que se padecieron desgracias, porque aumentó su rigidez al contrario partido, confirmó a los diferentes y entibió aún a los que habían sido más parciales del Rey. Algo había en que se debía invigilar, pero con menor severidad y sin tanta inquisición, porque algunos males de la república se curan mejor con el afectado descuido y fingiendo ignorarlos: perseguidos algunos vicios del ánimo con demasiado rigor, se hacen pertinaces; nunca se deben claramente permitir, pero no todos se pueden remediar; causaría infalible muerte el que pretendiese evacuar del cuerpo humano todos los malos humores.

Habíase determinado en tiempo del gobierno del conde Oropesa reformar parte de la muchedumbre de oficiales de la Contaduría y Secretarías, y aun de ministros en los Tribunales y Consejos; pero como muchos no tenían otra forma de vivir y aquel era su oficio, se tuvo consideración a su pobreza, y así, no se ejecutó; poco compasivo el ánimo del cardenal, lo puso por obra, y creyó, con ahorrar doscientos mil pesos al Real Erario, remediar la Monarquía. Esto acrecentó de género las quejas y los lamentos, que mudó semblante con la infelicidad de tantos la corte.

Era verdaderamente crecido y superfluo el número de consejeros; pero nada había más fácil de remediar, fiándolo al tiempo, pues con no proveer las plazas que vacasen en diez años, no habría supernumerarios y se reducirían al prefinido número, sin afligir y constituir en extrema pobreza tantas familias cuando se dejaban en pie los abusos más perniciosos a la Real Hacienda, no sólo en el modo de arrendar los derechos reales, sino en el rigor y número de comisarios para la exacción de los tributos, que doblaban el coste a los lugares y comunidades, cargando gastos y dietas sin tasa y al arbitrio de los que tenían anticipado el dinero por las rentas, porque en la estrechez de la Monarquía era preciso valerse de ellos, tomando el dinero a daño.

Esta intempestiva providencia, corta para remediar tanto abuso y demasía, porque empobrecía tantas casas, le concitó un odio mortal; parte de él, inculpablemente, resultaba contra el Rey y contra los franceses, porque a ellos atribuía el cardenal todas las resoluciones, por disculparse. El Rey difería a su dictamen, ya por la precisa inexperiencia, ya porque no sabía de quién fiarse, porque el cardenal a pocos dejó entera la opinión.

Mostró el Rey, desde luego, un entendimiento claro, comprensivo y serio; un ánimo sosegado, capaz de secreto y silencio y nada contaminado de los naturales vicios de la juventud; antes religioso, modesto, y amante con admiración de la castidad: eran sus delicias el juego del mallo, la raqueta o el volante, más la caza y alguna vez los libros, porque poseía una erudición no vulgar en los príncipes y le habían en Francia educado con la vigilancia mayor. Estas virtudes del Rey no las vició jamás el poder ni la soberanía, antes las hizo más robustas y echaron raíces con la experiencia y los trabajos.

Estos desórdenes del rudo genio del cardenal y claros perjuicios de su conducta llegaron a oídos del rey de Francia por cartas de su embajador, y aunque comprendía cuán poco ajustado a la razón era aquel método, se holgaba que fuese español el instrumento de abatir la vanidad de algunos principales magnates, acostumbrados a ser los ídolos del reino y despóticos en él, sin tener a la justicia y a la Majestad aquel respeto que es toda la armonía del gobierno; y así jamás desaprobó al cardenal su rigidez ni otra operación alguna, porque los ministros franceses, fiados en el invencible poder de su Rey, creían allanarlo todo, no se amedrentaban con las amenazas de la guerra y hallaban su interés en él desorden de la España, porque, mal regulada, la tenían más dependiente, estudiando más su política dejarla desarmada y sin militar experiencia, porque no le compitiese el poder, pues conocían que, bien regida, esta Monarquía no tiene igual.

Aún mayores perjuicios se podían esperar si no se hubieran desunido Portocarrero y Arias, porque éste era más acepto a los franceses, y ya el cardenal, por su incapacidad despreciado, concibió sospechas no mal fundadas, que pretendían disminuir su autoridad, a lo cual concurría con ambición de adelantar la suya don Francisco Ronquillo, que contra ambos se insinuó en la gracia del duque de Harcourt, cuyo dictamen prevalecía en todo. La Reina tocó el desengaño de las bodas del Delfín, por advertencia del padre Chiusa, que descubrió ser enredo de los franceses y del duque de Monteleón, de los cuales hablaba con alguna irreverencia. Este fue el motivo de desterrar el Rey a Chiusa de los reinos de España, y viendo el duque ya perdido el favor de la Reina y declinada su autoridad, hizo dejación del empleo de su caballerizo mayor; pero más fue por contemplación a los franceses, de quienes estaba recíprocamente aborrecida, y aunque no los amaba mucho el duque, los temía.

A este tiempo llegó un holandés, como para sus dependencias, a Cádiz, porque no estaba prohibido aún el comercio. Éste le enviaron para avisar a los negociantes de su nación que residían en España a que retirasen sus efectos, investigar el estado del Rey, sus fuerzas, tropas y preparativos de guerra; informarse de las fortificaciones y plazas y del sistema de aquellos pueblos, su genio y el número por mayor de los parciales austríacos y de su calidad; porque exaltaba la fama el general descontento más allá de la verdad. Cumplió éste con su encargo, y para hacerlo mejor pasó hasta la corte, donde le dio en su casa hospedaje el ministro holandés Sancho de Scolemberg. Allí tomó más exactas noticias y verdaderas, y examinó que todo dependía de la aversión, no al Rey, sino al Gobierno. Trató familiarmente con el almirante que, con la mayor cautela, con palabras equívocas, propaló su ánimo como hablando acaso de cosas actuales con el extranjero, y por conversación, alabando la Andalucía, dijo ser la llave del reino y por donde, si aquélla se rindiese, se subvertiría el Trono; no calló el descuido y desaliño de las plazas, y no ser de la moderna militar arquitectura, y presentó al holandés un mapa de la España, exactamente delineado, explicándole la topografía del lugar con todas las circunstancias que pudieron hacerle capaz de lo que pretendía inquirir.

El holandés regaló al almirante con un reloj de repetición, y le dijo: Acordaos de mí cuando suene la campana. Esto pasó, entendiéndose ambos y ambos reservándose; así se tramó una tácita conjura, comprendiendo el forastero explorador que se debía atacar la Andalucía y que no sería el almirante el postrero a declararse por los austríacos; así lo refirió a su vuelta al Gobierno de la Holanda y se participó al rey Guillelmo con menos secreto del que era menester, porque lo penetraron los franceses y empezaron a desconfiar más del almirante, a cuya noticia llegó las que se tuvieron sobre esto en París.

Para dar alientos a los príncipes de su facción, ordenó el Emperador al príncipe Eugenio de Saboya hiciese por todos sus Estados hereditarios reclutas, y acuarteló sus tropas lejos del Rhin, como descuidando la Germania, porque los príncipes de ellas avivasen el temor y el cuidado, publicando las enviaría a Italia. Volvió a enviar ministros extraordinarios a las cortes de Inglaterra y Holanda, ponderando el riesgo de la Europa con la unión de dos poderosísimas Coronas, y que entraría en Liga con cualesquiera condiciones, como se quitase el cetro de España de manos de quien le poseía, y porque ya no era la cuestión sobre la legitimidad de los derechos, sino sobre salvar la Europa de los peligros que la amenazaban, en lo que debían todos interesarse. Que la misma vastidad y riqueza de la Monarquía de España daba esperanzas más que probables de compensar los gastos de la guerra, y que no había príncipe en la Europa que no adhiriera a ella, huyendo la servidumbre que intentaban ponerla los franceses, y que así había determinado el César empezar las hostilidades, porque era indecoroso hallarse oprimida su injusticia en brazos de la inacción y del ocio; y si experimentaba adversa la fortuna, tendría por blasón sacrificarse generosamente por el bien público, y ellos, el sonrojo de no asistir al que tenía dictámenes tan heroicos, enderezados a la seguridad común.

Esto decían los ministros del César en las cortes del Norte; y por las de Italia, el conde Castel-Barco, empezando por Venecia, donde se hallaba el ministro del rey de Francia, persuadiendo con eficacia al Gobierno, no permitiesen bajar tropas alemanas a Italia, porque sólo su seguridad era toda la idea del Rey, y que hiciesen sus príncipes una liga, para prohibir viniesen tropas extranjeras a turbar su quietud. Que en tal caso tampoco bajarían las suyas, ni francés alguno pasaría la raya ni los términos de los montes, como un ejército formado a expensas de los príncipes de Italia defendiese de todos el país, y que contribuiría el rey de España a estos gastos por lo que le pudiera tocar, como rey de Nápoles y duque de Milán. Que eligiesen un capitán general de común acuerdo para este ejército, que se llamaría de la Neutralidad de Italia, cuyo sólo objeto sería defenderla. Que cotejasen estas razones con las del Emperador y viesen cuáles eran más ajustadas a pública utilidad: si apartar la guerra de Italia y prohibirla a todos, o permitir los estragos de ella en sus propios Estados. Que aunque se quisiesen conservar indiferentes, padecerían los daños sólo con entrar en Italia dos opuestos numerosos ejércitos, cuya militar licencia no se contendría en los límites de la razón y suscitaría las del Imperio Leopoldo, si por suerte quedaba en Italia superior. Que el rey de Francia tenía a los términos de Italia prevenidos ya treinta mil hombres Para ampararla, si los quisiesen, o para defender los Estados del rey de España si bajasen sus enemigos, en cuyo caso era preciso ocupar los lugares y plazas más convenientes a hacer con ventaja la guerra. Esto decía a los venecianos el ministro de Francia; a los romanos, el cardenal de Jasson; a los genoveses y demás príncipes de Italia, el señor de Iberville.

Otras eran las razones del cardenal Grimani y conde de Castel-Barco; decían tener ya los Borbones hecha entre sí la división de la Italia, por la cual podían después aspirar a la universal Monarquía y a vengarse de las repulsas y agravios muchas veces en la Italia padecidos, donde mostraba la experiencia que no florecían los lirios; pero que ahora, con los derechos, armas y Estados de los españoles, tenían otro fundamento sus esperanzas, las cuales sólo las podía hacer vanas el César, si los mismos italianos le ayudasen a propulsar la violencia que les amenazaba infalible, antes que se hallasen con la cadena de irremediable servidumbre. Que, aunque emprendiera la guerra Leopoldo, debían considerar a cuántas partes era preciso distraer sus armas, embarazada en sangrientas disputas la Alemania sobre el Trono de Polonia, a donde las armas auxiliares de Moscovia y Suecia hacían más peligrosa la guerra que lo fuera entre sólo Federico y Estanislao, nuevo pretendiente de la Corona. Que el Rhin y la Mosela estaban ocupados de enemigos, habiendo cargado hacia esos parajes sus fuerzas el francés, y con todo, como olvidado el César de sus Estados hereditarios bajaba ya con treinta mil hombres a defender la Italia, porque no fuese víctima infeliz de la ambición de los Borbones, si no es que ella voluntariamente quería ser esclava. Que eran bien distintas las ideas y método de los franceses y de los austríacos, habiendo mostrado la experiencia con cuánta benignidad éstos han tratado la Italia y sus príncipes, dejándolos pacíficamente gozar de sus feudos y privilegios concedidos por los emperadores, bajo cuya protección viven tantos siglos las repúblicas a quienes faltara propio poder para defenderse, si la autoridad del César no fuese fiadora de su libertad; y que así, para mantenerla, debían tomar con los austríacos las armas, contra el que se declara ya común enemigo.

Esto proferían los ministros y parciales austríacos, y esparcieron algunos papeles injuriosos a la Francia, que nada movieron el ánimo de los italianos, resueltos a quedarse neutrales y dejar a cada uno la libertad de la guerra, porque no podían embarazar, sin grave dispendio e incierto éxito, que bajasen franceses y alemanes, ni formar ejército propio superior al de dos príncipes tan poderosos, con que resolvieron aguardar el decreto de la fortuna, sin provocar la adversa con estudiadas diligencias; ni era fácil unir tantos príncipes y repúblicas de tan distintos intereses. Conociendo esto, resolvieron empezar los austríacos solos la guerra, por si algún fausto acaecimiento ponía en crédito sus armas y los granjeaba la felicidad amigos. La Italia fue el primer teatro de ella. Baja el conde Guido Staremberg con treinta mil hombres a los confines del Tirol; con diez mil franceses más, el mariscal de Tessé a Fenestellas. No se movieron los esguízaros, y renovaron su liga con los venecianos, que, viendo cerca la llama, presidiaron a Verona.

Antes de empezar las hostilidades, volvió a enviar el Emperador a las cortes de Italia al cardenal Lamberg, y el rey de Francia al mismo ministro; y aunque aplicaron, cada uno por su parte, para traer a la Liga los venecianos y genoveses, las mayores diligencias, todas fueron vanas. La oculta propensión de los italianos eran al César; pero pesaba igualmente en su balanza el temor a los franceses. No aborrecían a los españoles, cuyo blando imperio experimentaban por siglos; pero verlos unidos con los franceses les hacía participar del odio casi común. Temían igualmente al César como a Luis XIV, si alguno quedase superior en Italia, y así, a nadie querían unir sus fuerzas por no hacerle más poderoso y perder el patrocinio del otro, que los dejaría gemir bajo el tirano yugo del vencedor. Ni para la prontitud de la resolución tenían estas repúblicas tropas veteranas; ni ellas pueden con precipitación hacer un decreto que depende de tantos y tan varios dictámenes en un Gobierno aristocrático.

Los genoveses miraban más lejos de sus Estados la guerra que los venecianos; por eso afectaron ocio aquéllos; éstos, cuidado. Juntaron algunas tropas y hicieron general a Alejandro Molino, fortificando a Lañano; ya veían ser pocas las fuerzas para resistir la violencia, pero buscaban el aplauso de advertidos, ya que no podían tener la felicidad de respetados. El mariscal de Tessé, encaminándose a los confines del Tirol, fortificó y presidió a Chusa; no podía ser mejor la conducta si hubiera perseverado en ella; pero pareciéndole se alejaba mucho de poder recibir socorros y que empleaba en este presidio mucha gente, le desamparó contra el dictamen de los más experimentados.

El duque de Saboya no movía sus armas; sólo trataba de reclutar y tener sus regimientos completos, porque estaba adelantado el tratado del matrimonio de su segunda hija, María Luisa Gabriela, con el Rey Católico, esto lo promovió en París María Adelaide, su primera hija, duquesa de Borgoña, persuadiendo al rey de Francia con promesa de traer a una confederación a su padre. Se envió formalmente a Turín por embajador extraordinario al marqués de Almonacid, para pedir esta princesa por esposa del Rey; y, celebrados los capítulos matrimoniales, se proclamó reina de España y se hizo el tratado de la alianza, que era la dote principal.

Ofreció el Duque dar quince mil veteranos al sueldo del Rey Cristianísimo para que sirviesen en Italia solamente, cuyo ejército mandaría el Duque, y que sólo obraría defensivamente, sin insultar Estados de otro príncipe; y que sin consentimiento de los tres que concurrían a esa liga, España, Francia y Saboya, no se pudiera jamás hacer la paz. Esto alentó a que entrase también en confederación con España y Francia el rey don Pedro de Portugal; formáronse en Lisboa los capítulos con el ministro francés. Ofreció don Pedro prohibir sus puertos a cualquier enemigo de la España, y que sólo en defensa de su Estado habían de servir sus tropas, unidas con las de España, que el Rey Católico enviaría. Ofreció el francés una escuadra de navíos para guardar las costas, y se les amplió a los portugueses el comercio de las Indias desde el Río Janeiro a Buenos Aires, cediendo la España la colonia del Sacramento y sus adyacencias. Confirmóse en todos sus artículos la paz hecha entre España y Portugal en tiempo de la reina doña María Ana de Austria, en la menor edad de Carlos II, y quedó acordado que sólo de común consentimiento se trataría la paz con cualquiera que moviese guerra.

Estas dos ligas, que parece confirmaban el Trono de España y aseguraban su quietud, fueron su ruina, porque sobre haber sido poco duraderas, burlaron con gran perjuicio la confianza, descuidóse del continente de España y de sus fronteras: todas las fuerzas echó a la Italia el francés, donde tenía ya sesenta mil hombres, antes que pisasen los alemanes los límites de ella, sin que se atendiese a fortificar y presidiar las plazas marítimas de Andalucía, Valencia y Cataluña, que eran las llaves del reino; el cual, como si no se disputase de él, yacía sepultado en el ocio. Ruinosos los muros de sus fortalezas, aún tenía Barcelona abiertas las brechas que hizo el duque de Vandoma, y desde Rosas hasta Cádiz no había alcázar ni castillo, no sólo presidiado, pero ni montada su artillería. La misma negligencia se admiraba en los puertos de Vizcaya y Galicia; no tenían los almacenes sus provisiones: faltaban fundidores de armas, y las que había eran de ningún uso. Vacíos los arsenales y astilleros, se había olvidado el arte de construir naves, y no tenía el Rey más que las destinadas al comercio de Indias y algunos galeones; seis galeras consumidas del tiempo y del ocio se ancoraban en Cartagena.

Estas eran las fuerzas de España; éstos los preparativos de una guerra infalible con evidencias de pertinaz y sangrienta. Ni los reinos que del continente dividía el mar estaban con más vigilancia tratados, no tenía todo el reino de Nápoles seis cabales compañías de soldados, y ésos, ignorantes de la guerra y arte militar o de ella olvidados con la quietud de tantos siglos. A Sicilia guarnecían quinientos hombres, doscientos a Cerdeña, aún menos a Mallorca, pocos a Canarias y ninguno a las Indias. Las milicias urbanas creían poder suplir en la ocasión, sin tener más disciplina militar que estar sus nombres por fuerza asentados en un libro y obligar a los labradores y a las rústicas guardias del ganado a tener un arcabuz. Ocho mil hombres había en Flandes, seis mil en Milán, y si se contasen todos los que estaban al sueldo de esta vasta Monarquía, no pasaban de veinte mil. Las fuerzas marítimas de los reinos extranjeros eran trece galeras, y seis daba en asiento en Génova Juan Andrea Doria Carreto, duque de Tursis, y otra, Esteban de Doria. Así dejaron este reino los austríacos y así le dejaban ahora los que gobernaban en España, si no hubiera sido erudición la desgracia.

Nada embarazado el francés de este desaliño, tomó el empeño de sostener el desarmado cuerpo del reino, cuya misma vastidad y grandeza hacía casi imposible la defensa, y para mostrar que no le arredraban las amenazas de los enemigos, mandó que, de repente y a un mismo tiempo, entrasen tropas francesas en las plazas de la Flandes española que presidiaban por antigua convención los holandeses, que, echados sin hostilidad ni daño, se quedó guarnición francesa en ellas, y porque esto se ejecutase sin rumor y con seguridad, ordenó el mariscal de Buflers que con un buen número de tropas se acercase a Lila.

Ejecutóse todo con quietud y felicidad, pero no sin gran queja de los holandeses, que la hizo mayor haber ese mismo tiempo el gobernador de Güeldres hecho represalia de unas barcas que por el río Mosa pasaban cargadas de municiones de guerra, por lo que conocían que la estaba esperando, no desprevenido, el rey de Francia; y aunque expusieron sus quejas, no era con tanta sumisión que no ponderasen la violada fe, y explicasen se verían precisados a unirse con el Emperador. Habíanse ya resuelto a esto por el tratado que estaba perficionando el rey Guillelmo; pero, para adormecer un tanto la ira de Luis XIV (porque no estaban todavía prevenidos), propusieron condiciones de ajuste, y que no entrarían en alguna confederación si se les daba por barrera a Venloo y San Donato, y casi otras veinte plazas, en las cuales se incluían Raremunda, Stebambert, Luxemburg, Namur, Charle Rey y Mons, para que estuviese seguro el paso desde Mastrich. O si no quería el rey de España darles estas plazas, que diese su Flandes española y el ducado de Milán al archiduque Carlos.

Esto fue con desprecio oído del rey de Francia, y la respuesta fue injuriosa y soberbia; dijo que si querían ser neutrales, restituiría las guarniciones holandesas a las plazas de que las había echado; y les añadiría, para que las presidiesen, las que, vecinas a sus Estados, ganaría de los enemigos, y doblaría en la Mosa y Mosela las tropas para su seguridad.

Nada de esto escucharon los holandeses, y, obstinados en la resolución de la guerra, apresuraban las prevenciones. El francés acercó tropas a Güeldres; esto avivó a la Holanda el cuidado, y clamó a la Inglaterra por socorros, representando con repetidos ministros el peligro; pero el mayor agente de ellos era el mismo rey Guillelmo, que propuso con energía al Parlamento el riesgo de los holandeses, y que por la antigua convención se les debía enviar tropas auxiliares; consiguió esto y se determinó pasasen diez mil hombres con la mayor brevedad, aunque no asintieron a que formalmente declarase la guerra.

El Rey, para buscar otro aliado que añadiese eficacia a sus instancias, propuso elegir sucesor a la Corona, después de la muerte de Ana Stuarda, princesa de Dinamarca, llamada al solio en falta de Guillelmo. Esto movió grandes disputas; los que adherían ocultamente al rey Jacobo dijeron no había necesidad de apresurarse a elegir otro heredero, porque esto debía diferirse al reinado de Ana, que no estaba todavía incapaz de tener hijos; los parciales del Rey consintieron con su dictamen, ponderando los riesgos a que se exponía la quietud del reino si muriese Ana sin nombrar heredero, y que siempre era útil tener este protector, más el decreto de que reinase la línea protestante, y así, por mayor número de votos, después de Ana, fue elegida sucesora al Trono de la Gran Bretaña Sofía Lunebúrgica, viuda del elector de Hannover Ernesto Augusto, nacida de Federico Palatino y de Isabel, hermana de Carlos I de Inglaterra, ampliada la elección a sus sucesores. Había otros príncipes que le podían competir el derecho a la Corona, y aún le tenían mejor; pero se tuvo consideración a la religión protestante, que Sofía profesaba, y adelantó sus razones el César, porque le pareció interesar al duque de Hannover en esta guerra y ligarle con este nuevo beneficio, sin que a Leopoldo le hiciese fuerza no ser católico, ni poner en peor estado la infelicidad del rey Jacobo, porque en los príncipes -es menester proferirlo con dolor- prevalece muchas veces la razón de Estado al celo de la religión.

Aunque Guillelmo estaba tan inclinado a mover esta guerra por sus particulares intereses, por dar satisfacción al Parlamento, que no quería entrar en ella, respondió al mariscal de Talard, que le pedía positiva respuesta de las proposiciones que para el ajuste había hecho su amo el Rey Cristianísimo, que no romperían los ingleses la paz, si se les daba a Ostende, Dunquerque y Neoport y se satisfacían los derechos que el Emperador tenía a la España.

Aunque esto era abiertamente negarse a ser amigo de la Francia, contuvo Luis XIV las armas, porque esperaba la resulta de los movimientos de Escocia, que daban por nula la elección de Sofía, por no haber intervenido en ella, y por los de Alemania, donde el sueco, favoreciendo a Estanislao, trajo a sí al rey de Dinamarca, para que no socorriese a Federico de Sajonia, expulso casi del reino y procurando restablecerse. El César, indiferente, por no entrar en guerra tan dispendiosa y que tanto le distraía de la que empezaba en Italia, sólo persuadía la paz; cuando la Francia, por ocultos emisarios, alentaba al sueco con socorros de dinero a la guerra, y no descuidaba que los rebeldes de Hungría pusiesen en nueva aprensión al Emperador, después que huyó de la prisión del Neustard el príncipe Ragotzi, que con barbaridad indigna había intentado dar veneno a toda la Casa de Austria. Juntó éste algunas tropas, y las aumentaba el concurso de calvinistas franceses, que tomaban partido en ellas; socorría con dinero la Francia, pero no podían ser grandes los progresos de Ragotzi, porque el Turco no quiso adherir a sus ideas, y las guarniciones de las plazas de Hungría bastaban a contener los sediciosos.

No embarazado de estas dificultades el Emperador, ordenó bajase a mandar el ejército de Italia el príncipe Eugenio de Saboya, uniendo las tropas que había juntado Comerci; Guido Staremberg emprendió con las suyas el primero vencer lo arduo de los montes y los pasos que guardaban con más gente que vigilancia los franceses, que ya tenían doce mil hombres más de tropas del duque de Saboya y ocupaban la llanura que pertenece a Cremona.

Estaba en Ripalta el mariscal de Tessé bien fortificado; el príncipe de Vaudemont en los collados, entre el lago de Garda y el Adda, con un grueso destacamento; el mariscal de Catinat más adelante, teniendo el lago a las espaldas, y a Chiusa enfrente, y cerrados los pasos desde el Tirol al Atesis, con doce mil infantes.

Si quería evitar un peligroso e infeliz combate Staremberg, pocas sendas le quedaban, y esas ásperas, montuosas y embarazadas de peñascos, por las cuales nadie creía se atrevería a emprender la marcha; pero burlando o la confianza o el descuido de los franceses, condujo con el silencio de la noche y gran cantidad de gastadores sus tropas a Rovereto, lugar ya de Italia en el Estado veneciano; ésta fue en esta guerra su primer hazaña, y no la menos importante, porque luego el príncipe Eugenio, echando un puente en el Tártaro, a vista de Catinat, plantó su ejército en los campos de Ferrara. Lo escabroso del lugar y la desigualdad de los montes impidieron antes la batalla, y no pudo después la caballería francesa embarazar este hecho, porque ya había ocupado las orillas del río el Príncipe, y era tan cenagoso, lleno de turbales y pantanos el terreno que dividía ambos ejércitos, que cómodamente y sin apresurarse pudo pasar el suyo el alemán, no sin hacer alguna burla de los franceses, como dijeron los desertores.

Quisieron después pasar el Adda, pero Catinat, que estaba con sus tropas en Verona, asentando artillería a la otra parte del río, lo impedía; esto embarazaba las ideas del príncipe Eugenio, y recurrió a la maña. Dispuso que se quejasen los venecianos del largo tiempo, que estaban los franceses en Verona, y adhirió a esta queja el Pontífice, por sugestión de Grimani, diciendo se habían arruinado casas y heredades de muchos eclesiásticos, y que podía Catinat elegir otro campo para sus tropas. Despreciando los franceses el inferior número del enemigo ejército, se apartaron de Verona.

El vicelegado de Ferrara, parcial de los austríacos, dispuso dejasen los pescadores sus barcos a la orilla del río que poseían los alemanes como acaso, los cuales, valiéndose de ellos, pasaron en una noche su gente. Quejóse el rey de Francia al Pontífice, y diósele por disculpa la que el vicelegado había dado, de haber sido una mera inadvertencia y casualidad que durmiesen los pescadores aquella noche a la otra parte del río.

Sin perder tiempo, vigilantísimo Eugenio, echó un puente en Castel-Bando al Atesis, y dejándole guarnecido se encaminó al Po, cuya contraria orilla la halló ocupada de los franceses, que la guardaban con muchas tropas y artillería. Estaba el río tan crecido, que no era fácil de noche vadearle, ni había bastantes barcas para pasar un ejército observado del enemigo; y así, ambos marchaban por su ribera midiendo el paso los franceses al de los alemanes, cuya vanguardia guiaba, con un destacamento de caballería, el general Palfi, hacia Carpi, donde había fortificado un campo con tropas españolas Felipe Spínola, marqués de los Balbases, pero con menos vigilancia en las centinelas y gran guardia de lo que era justo; porque la noche del día 10 de julio, antes del alba, le acometió tan de improviso y con tan feroz ímpetu el príncipe Eugenio, que muertas las centinelas puso en confusión el campo, donde los más dormían a sueño suelto; como la resistencia fue poca, lo fue la batalla; vencidos los españoles, apenas acertaban a huir. Entró las líneas el vencedor y pasó a cuchillo a cuantos embarazados de la oscuridad y de la confusión no se rendían, prontamente prisioneros. Muchos hombres de distinción huyeron medio vestidos hasta Mantua, y otros hasta Milán.

La acción, aunque no de gran consecuencia, engrandeció a los alemanes, porque era la primera después de haber pasado con tanta dificultad los montes y el Mincio; todo acreditaba su fama y ponía en crédito las armas austríacas, que era lo que pretendía el Emperador para traer a la liga muchos príncipes y poner más aprensión al francés para que, cargando tropas a Italia, no pudiese hacer la guerra en el Rhin, porque los tudescos no la querían en casa propia.

Estos malos sucesos se atribuían entre sí, con no pequeña disensión, los generales Catinat, Tessé y Vaudemont; cada uno quería echar de sí la culpa, que cargaba al otro, y trascendió tanto la discordia, que ya se introducía en los ánimos la pertinacia y desaprobación de todo lo que no era el propio dictamen; porque estos tres generales, independientes uno de otro, ni al duque de Saboya obedecían, de lo que nació otra desunión con Catinat, que no quería estar subordinado al Duque. Dio éste sus quejas en París, diciendo se le faltaba a las condiciones de la alianza, porque no se le había entregado el mando de las tropas de Italia, y daba eso por pretexto de su inacción y estar como indiferente mirando la guerra; todo era arte, porque no quería que acertasen los franceses, y como los veía más poderosos amaba su error, deseando el equilibrio y que nadie quedase en Italia dueño absoluto de ella. Por eso alentaba la discordia y no aconsejaba lo que se debía ejecutar, aun sabiendo más que todos: obraba como príncipe, no como amigo: esto censuraban los que no entendían la necesidad que tiene un príncipe de no fiar de nadie su seguridad y que en ellos la razón de Estado prevalece a todo.

Esta política del Duque no se escondía de la penetración de Catinat, y daba cuenta de ella con reflexiones muy justas al Rey Cristianísimo; pero estaba en aquella corte siempre vigilante por su padre la duquesa de Borgoña, a la cual adhería Tessé, y por eso se mostraba más obsequioso al Duque, que pretendía apartar a Catinat del ejército, porque era quien más le entendía; y aunque era un general de los de mayor experiencia y valor que tenía Francia, el Rey, por satisfacer y contemplar al Duque, con muy honroso pretexto le sacó de Italia y sucedió en su lugar el mariscal de Villarroy, hombre alentado y celoso, pero infeliz. Los alemanes, para adelantarse, pasando el Mincio ocuparon a Cofredo y Castillón, plantando su campo a los confines del Estado de Milán, y le fortificaron tanto que, intentando los franceses romper sus líneas, no lo pudieron conseguir y desistieron del intento.

Pasó a Caneto el príncipe Eugenio, lugar veinte millas distante de Mantua y Cremona, para distraer con dos cuidados la atención de los franceses, y fortalecidas las riberas del Atesis, bloqueó a Mantua cuanto bastaba a no poderla entrar socorros ni provisiones. Tenía la ciudad guarnición francesa, porque don Isidro Casada (valiéndose del marqués Berreti Landi, favorecido del Duque) pudo conseguirlo. Estaba dentro el mariscal de Tessé con doce mil hombres; no era fácil con esta guarnición emprender el sitio de una plaza, la más fuerte de Italia por su situación y otras circunstancias que la hacían inexpugnable. Retiráronse por eso los alemanes, sin dejar el bloqueo, a Briselli y Mirándula, y dieron cuarteles de invierno a las tropas en los Estados de Parma y Módena. El príncipe Eugenio puso sus reales en Luzzara. También se retiraron a cuarteles los franceses; Vaudemont, con parte de las tropas, a Milán; otras se dividieron por el Estado; y Villarroy, con ocho mil hombres, se quedó en Cremona. Así se concluyó en Italia la campaña.

***

Como la oficina de la guerra es la corte, no faltaba en ella otra lid, si no sangrienta, a lo menos perniciosa. Volveremos a Madrid, donde el cardenal Portocarrero, más obruido de la dificultad de los negocios y cansado de los franceses, inspiró al Rey se llamasen otros ministros al Consejo secreto del Gabinete, y entraron en él, a más del presidente de Castilla y el embajador de Francia, el duque de Montalto, presidente de Aragón, y el marqués de Mancera, del de Italia. El peso de la guerra y la disposición se dejó enteramente en manos de los franceses, que pedían más sumas de dinero que podía suministrar el Real Erario; pretendían que se impusiesen nuevos tributos, pero repugnó el cardenal, diciendo tenía bastantes rentas el Rey si las administrasen bien, y para que se les diese una forma más pronta de cobrarlas y de inquirir en los abusos, pidió de la Francia un intendente general de ellas, y se le nombró a Juan Orry, hombre práctico, inteligente en administración de caudales, de buena razón, pero impetuoso e impaciente.

Esto no se llevó bien en España; disimulábase el dolor, y con la nueva planta que quería dar el francés se enajenaban más cada día los ánimos. Esto hizo discurrir a los magnates y padres de la patria que sería conveniente juntar Cortes generales en Castilla, con las cuales se daría asiento, de común consentimiento, a muchas cosas, y confirmarían el homenaje al Rey los pueblos. Autor de este dictamen fue el marqués de Villena, hombre por su sangre de los más ilustres, ingenuo, erudito y sincero; decía importaba corregir muchos abusos y establecer nuevas leyes conformes a la necesidad de los tiempos, y que promulgadas éstas de acuerdo con los pueblos, no sólo tendrían inviolable ejecución, pero se podía prometer al Rey mayores tributos y con mejor método cobrados, porque nadie ignoraba las estrecheces del Real Erario para una guerra que se preveía infalible dentro y fuera de España; que era razón observase el Rey los fueros, y que esto lo creerían los súbditos cuando con nuevo juramento los autorizase, sin añadir otros, porque en Castilla, aunque había pocos, no se tenía ambición de ellos, como en los reinos de la Corona de Aragón, y que así podía el Rey, sin peligro, juntar las ciudades a Congreso, que sin duda confirmaría los ánimos en la fidelidad, amor y obediencia a su Príncipe.

Esta proposición, examinada en el Consejo del Gabinete, se envió sin resolver al rey de Francia, que no quiso dar su dictamen con el motivo de que no podía entender las cosas peculiares de la España sino quien hubiese nacido en ella, y que debía el Rey conformarse en esto con el Consejo de Estado y el parecer de los ministros del Real de Castilla.

Vista y discurrida menudamente en ambos Consejos la materia, no tuvo aceptación; pocos siguieron el dictamen de Villena; los más dijeron que no convenía remover en tiempo tan turbulento los ánimos, y exponer los pueblos a que entendiesen lo que pueden cuando se juntan, pareciéndoles entonces estar como en un paréntesis el poder del Príncipe, el cual se venera mejor menos tratado y de lejos, sin dar ocasión a disputar sobre privilegios o fueros, ni pedir otros que enflaquecen con la exención no sólo la real autoridad, pero aun la justicia, porque se abre como una feria para la ambición y codicia de mercedes, las más veces desproporcionadas al mérito y perjudiciales, exaltando los más insolentes y que inspiran en los pueblos inobediencia y tenacidad de sus leyes, aun perdiendo el respeto de la Majestad. Que el segundo juramento, no ligaría más que el primero, ya prestado cuando se proclamó al Rey; que si le hacía más solemne sobre la observancia de las leyes, creerían poder poner después en disputa cualquier decreto si le interpretaban o le entendían contrario a sus patrios estatutos, y se daba fomento a las quejas, las cuales serían aun antes de acabar el Congreso infalibles, porque no se podrían llenar las vastas medidas de la ambición, y en vez de buscar obligados sería crear descontentos. Que de su propia voluntad jamás contribuirían los pueblos con más dinero, antes pretenderían aliviarlos de tributos, que impuestos por tiempo, nunca llegó el de quitarlos.

Este parecer fue más del agrado del Rey y de sus íntimos consejeros, y se hizo un decreto que no convenía por ahora juntar Cortes. Algunos magnates y ciudades quedaron disgustados de esto, por que ya se habían publicado posibles, y creían que negarlas era opresión; y así, se dijo se habían sólo diferido, porque debía salir el Rey de la corte hasta Cataluña para encontrar a la Reina, como lo ejecutó en el mes de septiembre. Muchos fueron de opinión que no saliese el Rey tan lejos, ni de los términos de Castilla; pero el cardenal Portocarrero se lo persuadió vivamente, para quedarse mandando en la corte, y el embajador de Francia, conde de Marsin, para tener más autoridad, teniendo al Rey solo en la jornada. Burló esta ambición el cardenal, y le dio al Rey por consejeros al duque de Medinasidonia y al conde de San Esteban del Puerto; de ambos y de Marsin se componía el Consejo del Gabinete del Rey, y Portocarrero se quedó en la corte con tan amplio poder como le había dado Carlos II en tiempo de su última enfermedad.

Esto hirió sumamente a los tribunales y a la nobleza, porque volvían a depender del duro y despiadado genio del cardenal, que comunicando sólo con don Manuel Arias y en su casa con un tal Urraca, criado suyo, no era fácil conferirle una audiencia, y si de paso la daba, no se podía aguardar más respuesta que oscuros e imperceptibles acentos, ni había a quién acudir, porque todo el peso del gobierno cargaba sobre dos solos hombres austeros y que huían la humana sociedad. Añadióse a esto que el cardenal, por adulación, molestaba al rey de Francia, consultando aun cosas de la menor importancia, y esto dilataba tanto los expedientes, que llamaba a la impaciencia: pero la fidelidad de los castellanos y su amor al Rey lo toleraba todo.

Habíase ya desposado en Turín el día 11 de septiembre la Reina con el príncipe de Cariñán, su tío, que tenía los poderes del Rey, y luego partió para Niza, donde se había de embarcar en las galeras del duque de Tursis; debía encontrar allí a la camarera mayor, María Ana de la Tremolla, viuda del príncipe Ursini, que estaba en Roma, mujer de esclarecido linaje, prudente y capaz de entender y manejar cualquier negocio, muy secreta y cauta. Costó no pocas disputas esta elección, que, cometida primero al rey de Francia, se excusó de ella. Era su parecer que fuese castellana la camarera, como lo había sido siempre; pero lo repugnó tenazmente el cardenal Portocarrero, diciendo sería volver a poner el palacio en el desorden en que le tenía Carlos II por el despótico dominio de las mujeres; y que si una española de la primera nobleza adquiría la grande autoridad que lleva consigo este empleo, siendo los Reyes tan jóvenes, les introduciría en la gracia y favor a sus parientes y allegados. Querría entrar en todas las dependencias y mandar con sola su recomendación en los tribunales, porque procuraría participase su casa y sus parientes de la favorable oportunidad, gozando de los primeros honores y empleos, quizá con injusticia y con riesgo. Que no habría secreto, porque la camarera sabría las resoluciones y sería árbitra de la repartición de las gracias; que una extranjera sin allegados, ni inclusiones de sangre, aun cuando más ambiciosa, no tendría que mirar más que por sí, y no teniendo casa ni facción en la corte, no tendría tanta osadía cuanta la sugerirían los suyos a una española puesta en lugar tan sublime, como era regir y gobernar una Reina niña, a la cual doctrinaría con las artes y máximas que quisiese, propicias a la vanidad y codicia de los magnates, de los cuales había pocos de quien fiar, y por consecuencia, de las señoras de su esfera, como era preciso que fuese la camarera, y que así, para obviar tantos inconvenientes, sería lo más acertado que eligiese el Rey Cristianísimo una francesa, buscándola proporcionada a tan alto empleo.

Este injusto dictamen del cardenal, nacido de los celos de la autoridad, hería a toda la nación y al cuerpo de la primera nobleza, donde las más de las mujeres están dotadas de singulares prendas, de sólida y cristiana virtud, modestia y prudencia; por eso lo tuvo muy secreto el cardenal, y siempre atribuyó a los franceses esta elección, a la cual no dejó de concurrir don Manuel Arias con el mismo temor de que se introdujesen los españoles en la gracia del Rey, y se hicieron este agravio a sí mismos; siendo cierto que para este empleo, en que era preciso criar una tierna princesa con la etiqueta y seriedad española, ninguna era más a propósito que la que lo fuese, y más habiendo tantas dignísimas en que elegir.

La princesa Ursini, que estaba con suma aceptación y autoridad en la corte de Roma, ya maestra en las artes de ella, no quería probar nueva fortuna, y se excusó de esta honra, hasta que la estrechó a aceptar una orden del Rey Cristianísimo, dada con términos tan obligantes que se resolvió partir a encontrar a la Reina y desde Niza la sirvió de camarera mayor. Salieron al mismo tiempo de Madrid las damas de Palacio para encontrarla; fue elegido gobernador de su Casa Real, con honores de mayordomo mayor, el conde de Montellano, que venía de ser virrey de Cerdeña, hombre ya de crecida edad, maduro, sabio, cristiano y político, pero sin los enredos y lisonjas que confunden los palacios. Éste eligió de su propia voluntad el cardenal, porque le miraba ajeno de ambición y que no le querría competir en la autoridad, que era todo su cuidado y recelo.

Llevó el conde toda la familia de la Reina hasta Figueras, lugar de Cataluña, donde también llegaron los Reyes, cada uno por su camino; el Rey vino de Barcelona, y la Reina pasó por tierra de Francia, dejando las galeras porque la molestaba mucho el mar. Luego que encontró a la familia española se despidió la que la Reina trajo de Turín, y no la quedó ni una camarista conocida, sólo la camarera mayor. Sintió esto mucho la Reina, pero cedió al gusto del Rey, que lo ordenó así, sugiriéndolo los españoles, que no olvidaban las confusiones que suscitaron la Cantina, camarista de la reina María Luisa de Borbón, y la Berliz, que lo fue de María Ana de Neoburg.

El Rey entregó todo el desocupado corazón a la Reina, en quien no faltaban calidades para prenderle. Tenía sólo catorce años, era de agradable aspecto y de gracia singular, benigna, afable y atractiva: esto le dio la naturaleza; después el arte la enseñó a conciliarse la benevolencia de los súbditos y a confirmarse siempre en el amor del Rey, que nunca declinó de las primeras impresiones.

Después de tres días pasaron a Barcelona los Reyes; las exteriores aclamaciones fueron grandes; más sinceras en la plebe más humilde, que aún no estaba contaminada de la infidelidad. Pidió el principado de Cataluña Cortes, y las concedió el Rey, cuando se habían negado a Castilla, cuyos pueblos no son tan arrogantes e insolentes. Para sosegarlos fueron de este dictamen los consejeros que el Rey tenía consigo y el embajador Marsin.

Con tantas gracias y mercedes como se concedieron se ensoberbeció más el aleve genio de los catalanes; la misma benignidad del Rey dejó mal puesta su autoridad, porque blasonaban de ser temidos, y pidieron tantas cosas, aun superiores a su esperanza, para que la repulsa diese motivo a la queja, y algún pretexto a la traición que meditaban. Deseaban más ocasión a la ira que al agradecimiento: por eso no reconocían los mismos beneficios y mercedes que suplicaban, ya prevenidos de ingratitud; todo lo perdió y lo malogró el Rey, pues los más favorecidos fueron los primeros desleales.

No se estableció en estas Cortes ley alguna provechosa al bien público y al modo del Gobierno; todo fue confirmar privilegios y añadir otros que alentaban a la insolencia, porque los catalanes creen que todo va bien gobernado gozando ellos de muchos fueros. Ofrecieron un regular donativo, no muy largo, y volvieron a jurar fidelidad y obediencia con menos intención de observarla que lo habían hecho la primera vez. Escribíanlo todo con delincuentes reflexiones al príncipe de Armestad a Viena, por medio de los genoveses, y se mostraban las cartas en las antecámaras del Emperador, que envió copia de ellas al conde de Bratislavia, su ministro en Londres, para que las viese el rey Guillelmo y tomase más alientos la liga, que aún repugnaba el Parlamento, al cual ponderó nuevamente el Rey la injuria que le acababa de hacer el Cristianísimo, con haber reconocido por Rey a Jacobo III, hijo de Jacobo II, rey de Inglaterra. Este había muerto en San Germán a los 16 de septiembre, con tanta edificación y fama de santidad, que mostró cómo podía ser dichoso un infeliz, haciendo de las desventuras sacrificio para convertirlas en bienaventuranza eterna. Así discurrimos piadosamente de un Príncipe que enseñó con el ejemplo cuánto se debe anteponer a todo la religión.

El mismo tratamiento y reverencia conservó en Francia su hijo. Los adheridos al rey Guillelmo ponderaban esto como infracción de la Paz de Riswick, donde había ofrecido Luis XIV reconocer por legítima sucesora a la Corona de Inglaterra la línea protestante de sus príncipes, y que no se debía tratar como rey a quien no había empuñado el cetro, tolerándose en su padre porque lo había sido; pero ya expulso y establecida por ley la línea heredera, decían que no le quedaba derecho ni acción a su hijo, y que por eso se debía reputar como agravio la resolución del Cristianísimo. Los que ocultamente favorecían a los Estuardo, alegaban ser insustanciales estos reconocimientos, y que nada importaba a la Inglaterra ser Jacobo II o III el reconocido; que no debía el rey de Francia ser juez contra el mismo a quien había dado refugio en sus reinos, porque sería borrar con inútil circunspección lo benigno y lo magnífico. Que los títulos de que usan los príncipes no inducen posesión, ni derecho, porque en sus dictados ponen lo que no poseen, apropiándose la vanidad de una aprehensión y de un título vano.

El rey Guillelmo, que todo lo abrazaba por nuevo pretexto a su resolución, declaró formalmente a Francia y España la guerra; ofreciéronle socorros el duque Jorge de Hannover y la princesa Ana de Dinamarca, ésta con expresiones más vehementes, porque dijo que vendería para esta guerra hasta sus anillos, y sortijas. Tanto los empeñó el temor de que el poder de la Francia intentase restituir al Trono a Jacobo. Ordenáronse en Inglaterra levas y se armó una escuadra de navíos que se entregaron al almirante Roock. Luego se hizo la liga con el César; entraron en ella el rey Guillelmo, los holandeses y el duque de Hannover y el de Neoburg, y para dar las más convenientes disposiciones a la guerra pasó Guillelmo a Holanda, donde ya habían llegado los diez mil ingleses auxiliares, y dejadas sus instrucciones, volvió a Londres. Partió Roock con cuarenta y seis naves hacia las costas de Francia, con más pompa que utilidad. Otra escuadra se envió a las Indias con el vicealmirante Bembo, que tuvo la misma suerte; nada hicieron más que dejarse ver y gastar en vana ostentación muchos tesoros, porque ya el Rey había conseguido del Parlamento los subsidios.

Esto atemorizó los reinos de España, y mucho más los separados del continente, donde tenían los austríacos sus ocultos emisarios y parciales; pues el largo dominio de su familia había dejado impresión en los más de los nobles, porque de ella reconocían las mercedes y privilegios que gozaban; y así, sólo el apellido de Austria hacía otra más cruel guerra al rey Felipe.

El primer reino en quien prendió fuego la rebelión fue Nápoles. Concibióse ésta en Roma; fueron los autores el cardenal Grimani y don César Ávalos, marqués de Pescara. Entró el barón de Sasinet oculto en el reino, y a pocos días perficionó su tratado con el príncipe de Laricha, el duque de Telesia don Carlos de Sangro; don Tiberio y don Malicia Carrafa, don José Capecia y el príncipe de Marcia, que acababa de llegar de España. En esta conjura entraron otros de más oscuro nombre, y con palabras equívocas no desalentó don Andrés de Ávalos, príncipe de Montesarcho, hombre de grande autoridad y séquito en la plebe. Ganados con dinero Nicolás Prisco, maestro de esgrima del duque de Medinaceli, virrey del reino, y su cochero, ofrecieron hacer lo que se les ordenase. Quedaron todos de acuerdo que la noche del día 27 de septiembre darían muerte al virrey en Fuentemedina, volviendo en coche del paseo, porque todos los días pasaba por aquel paraje; que la misma noche entraría con seiscientos hombres armados el príncipe de Caserta, y que ocuparían a Castelnovo, donde ya tenían conjurada parte de la guarnición y al jefe de la armería, los cuales, para abrir las puertas, esperaban por señas unos silbos.

Esta era la disposición, creyendo que, proclamado el archiduque Carlos, ocupados los puestos más principales de la ciudad por la caballería de Caserta, y un castillo, muerto el duque de Medina y permitido a la plebe el saqueo de las casas que quisiesen, un delito confirmaría otro y se sostendría por propio interés la rebelión, a la cual alentaba Sasinet con los ofrecimientos del príncipe Eugenio de socorrerlos con tropas en caso de sublevación, y que pasarían otras por el Trieste con las galeras de Raguza. Antes determinaron los conjurados que se diese principio a la obra y se matase al virrey la noche del día de San Jenaro, en que sale en público; está toda la ciudad iluminada y hay mayor concurso de plebe, porque querían interviniese más gente para tener más secuaces; pero lo embarazó don Malicia Carrafa diciendo sería hacer funesta la celebridad de aquel día, tal vez con indignación del pueblo, que le tiene consagrado a un santo protector de la ciudad, cuya venganza era justo temer, y así se aplazó para el que ya dijimos; pero antes que llegase, un letrado, llamado Nícodemo, pariente de uno de los que entraban en la conjura, la penetró y declaró con todas sus circunstancias al duque de Medina, y aunque esto era ya a más de dos horas de noche, sin perder instante de tiempo mandó prender a su cochero y al maestro de armas Prisco y ponerlos a cuestión de tormento, donde, sin mucha dilación, confesaron el propio delito y el ajeno; porque declararon los cómplices que sabían, pues había otros de alta esfera que sólo se confiaron a Sasinet, y ofrecieron que seguirían, mas no empezarían la rebelión.

Mandó el virrey prender los que de pronto pudo hallar, gente no de la mayor importancia; mudó al instante la guarnición de Castelnovo, la puso en arresto introduciendo otra; ordenó estuviesen sobre las armas los castillos y cuerpos de guardia, y dobló el del palacio real. Llamó a los ministros y oficiales de guerra y los magnates en quienes tenía más confianza o ejercían algún empleo; divulgada esta novedad, acudieron otros y casi todos al palacio; nadie parecía desleal; muchos de los que acudieron, secretamente lo eran y uno de ellos el príncipe de Montesarcho, que hacía de la necesidad virtud.

Consultó el duque con los ministros y sus más allegados qué se debía de pronto ejecutar. Determinaron, lo primero, poner en salvo su persona, porque en cualquier tumulto no se expusiese la ciudad a tan gran crimen, y que permaneciendo aquella, como no faltaba la imagen del Soberano, andaría menos licenciosa la insolencia y que se mantendría la cabeza de facción del Rey, con que desmayarían infaliblemente los sediciosos. Juzgaron estaría más seguro en Castelnovo, y por el camino secreto que hay desde el palacio pasó el duque con la nobleza; acudió también a ofrecer la suya, y la pública fidelidad, el electo del pueblo. Dijo que ignoraba la verdadera causa de este rumor, pero que, sin duda, sería delito concebido entre particulares, no contaminada la universidad.

Viéndose descubiertos los sediciosos, se juntaron para su propia defensa, y creyendo la harían mayor empezando el tumulto, proclamaron en alta voz por varias partes de la ciudad al archiduque Carlos; llamábanle Sexto, guardando la relación de la serie de los reinos napolitanos; fueron a Castelnovo, hicieron la seña concertada con sus silbos, porque ignoraban que se había mudado la guarnición. Las centinelas de las garitas de los baluartes respondieron con el fusil; este ruido indujo más confusión, porque todos ignoraban qué fundamento tenía esta conjura y los verdaderos autores parecían muchos, porque, convirtiendo la desesperación en delirio, los sediciosos esparcían más vivamente el aclamado nombre del archiduque Carlos, por si el ejemplo traía los ánimos de los que imaginaban más tardos, por temor más que por fidelidad al Rey.

Abrieron las cárceles, sacaron los presos; los que creían no podían deteriorar de condición por la gravedad de sus delitos, abrazaron también éste; otros se refugiaron a los templos. El barón Sasinet, en los claustros de San Lorenzo erigió una bandera con las armas austríacas, y, sentado ante una mesa con muchos doblones esparcidos por ella, hacía gente y daba de entrada lo que pedían; pocos dieron su verdadero nombre, porque no quedase escrito; tomaron algunos partido para ganar de pronto aquel dinero; muchos de estos desertaron luego y se fueron a sus casas, pero siempre quedó el cuerpo de los sediciosos bastante a turbar la quietud de toda la ciudad, lo que duró la noche, y recogiendo cuanta gente podían, acometieron el palacio de la Vicaría, rompieron archivos y destrozaron papeles, fijando uno en las puertas que pretendía probar el derecho de los austríacos al reino.

El duque de Medina y los que con él estaban nada de esto sabían a punto fijo; sólo el rumor les daba aprensión y las que por todas partes oían desordenadas voces, que no mostraban hecho alguno particular ni haber ocupado ni asaltado alguno de los castillos; y disputándose en lo que se debía ejecutar, fue de parecer don Antonio Judice, príncipe de Chelemar, que nada se emprendiese en las sombras de la noche, porque se ignoraba quiénes eran los conjurados y desconfiaba aún de muchos que tenía presentes; ponderó que cumplían los hombres mejor con su obligación de día, estimulados de su honra, y que no había peligro en la dilación, porque faltaba poco para amanecer, y entre tanto se diesen las órdenes necesarias y se previniese todo para que al rayar del día se acometiese a los sediciosos. Este prudentísimo dictamen aprobó el duque, y ordenó que con las compañías que allí estaban y la nobleza se ejecutase, y dio a todos por jefe a don Rustaino Cantelmo, duque de Populi, general de la artillería, hombre de conocido valor y experiencia, maduro y de sólida honra y fidelidad: todo lo comprobó el éxito. Salieron al amanecer a buscar a los rebeldes, y con poca dificultad deshicieron la unión de la desordenada muchedumbre; murieron pocos, porque la acción fue breve.

La nobleza dio manifiesto ejemplo de su fidelidad, y trajo mucha parte del pueblo; que tomó las armas por el Rey. Desvanecióse con la acertada conducta del duque de Populi aquella borrasca, que daba más aprensión de lejos, y con la oscuridad de la noche plantó la artillería contra la torre de Santa Clara y los claustros de San Lorenzo, donde se habían refugiado los principales rebeldes, que no se atrevieron a defender; algunos huyeron por secretas puertas al campo, otros se metieron en las cuevas y escondrijos de las casas, y así, a poca ruina que empezaron a hacer, batidas las paredes se apoderaron de todos los soldados y se volvió a proclamar al rey Felipe. Mandáronse buscar y seguir las principales cabezas de tan depravado intento, y se alcanzaron en la fuga el barón Sasinet y el príncipe de Laricha, que se enviaron poco después a la Bastilla de Francia; también fue preso don Carlos de Sangro, y a pocos días degollado. Fueron en busca de don José Capecia el duque de Samo y el príncipe de la Valle, y le hallaron escondido en una gruta de Monte Virgen, donde, después de haberse resistido cuanto pudo, se dio muerte a sí mismo; llevaron su cabeza a la ciudad, y se colocó pendiente de una escarpia de hierro para público espectáculo.

Los Carrafas y otros huyeron más felizmente; mandáronse ahorcar los que en el primer encuentro pudieron cogerse y se perdonó a la multitud. Declaráronse traidores al marqués de Pescara y al príncipe de Caserta, y se confiscaron sus bienes; a este último también le castigó con destierro el Pontífice, como a su súbdito, porque tiene feudos en los Estados Pontificios, y reprendió agriamente al cardenal Grimani de tan detestable designio, impropio de lo sagrado de la púrpura.

Este éxito tuvo entonces tan mal concebida y precipitada sublevación, que, aunque la deseaban muchos, la emprendieron pocos nobles, y no de la mayor autoridad y conducta. Quedó ahogada en cenizas la llama; apagada, no, porque el príncipe de Montesarcho y otros conservaron hasta mejor oportunidad su depravada intención, no por odio al Rey y a los españoles, sino cansados del tirano, injusto y despótico gobierno del duque de Medina, cuya intolerable soberbia y vanidad trataba a todos con aspereza y desprecio.

Habíase traído de Roma el duque, y tenía en su casa, con nombre de camarera de su mujer, a Ángela Georgina, que le había costado muchos empeños y disputas conseguirla; era mujer de baja esfera: había sido cantarina de la reina Cristina de Suecia, y debía a la Naturaleza algunas buenas calidades, que las hizo instrumento de su deshonestidad. Ésta, fiada en el favor del duque, cuya voluntad poseía absoluta, tenía tanta parte en el gobierno, que era el único y más proporcionado medio para las gracias y provisiones, y aun de justicia, la cual, esclavo de sus afectos, ultrajó el duque muchas veces, y cuanto dinero adquiría -tratando sin celo ni atención al real Erario- todo servía para enriquecer a esta mujer, cuya soberbia se propasó hasta querer igualarse a las señoras de primera esfera, que las hay muchas y de esclarecida sangre en el reino de Nápoles.

No desayudaba a hacer odioso al duque otra hermana de la Georgina, que también tenía en casa, llamada Bárbara, no menos soberbia y arrogante que ella. Estos y otros desórdenes le concitaron un odio común, y se dio cuenta al Rey del peligro que amenazaba a aquel reino. Pretextando celo, corrieron los primeros avisos por manos del cardenal Francisco Judice y del duque de Uceda, embajador en Roma, que cada uno de ellos pretendía el virreinato de Nápoles, y para que fuesen más eficaces sus representaciones, hicieron que escribiese contra el duque al Rey Cristianísimo su ministro el cardenal Jasson. No dejaron algunos magnates napolitanos de quejarse al Rey, y tanto cúmulo de quejas consiguieron que fuese llamado a la corte el duque de Medina, y aunque se le dio la presidencia de Indias, enajenó del Rey desde entonces el ánimo tan pertinazmente, que se precipitó a la desgracia que después veremos.

Los napolitanos fueron tan advertidos y atentos a su utilidad, que aunque se valieron del duque de Uceda para echar al de Medina, al mismo tiempo suplicaron al Rey no se les diese por sucesor, por su aspereza y precipitación, notándole otros defectos que le quitaron este gobierno, y se dio al duque de Escalona, virrey de Sicilia, a donde pasó en ínterin el cardenal Judice. En este hecho también perdió el Rey al duque de Uceda. Los que más íntimamente le trataban, conocían adhería ya interiormente a los austríacos, aunque había escrito un papel muy difuso contra ellos, con cláusulas poco reverentes para príncipes tan grandes, probando los derechos del rey Felipe; pero, como los ambiciosos y que tienen superficial la lealtad sólo sirven a sí mismos y a sus particulares intereses, viendo burladas las esperanzas de ser virrey de Nápoles, concibió aversión al Rey, reservada con tanto cuidado que aun los pocos que lo sospechaban no lo creían, porque, fiándose al tiempo y a la casualidad de los sucesos, difirió su maligna intención cuanto le fue permitido, como también veremos en su lugar.

En los últimos períodos de este año se vio un cometa; era su figura una faja ancha y resplandeciente, cuya parte extrema miraba al ocaso; la cabeza, tendida hacia la parte oriental, se sumergía tanto en el contrario horizonte, que ni el más exquisito telescopio pudo averiguar su magnitud. Dijeron algunos que era imagen periódica, porque cada sesenta años aparecía, de lo cual habiéndonos querido certificar en las observaciones de astronomía, lo hallamos falso. Si alguna vez los cometas predicen infortunios y calamidades, ninguno más que éste, a quien siguieron tan crueles y sangrientas guerras, tantas desolaciones de provincias, traiciones, motines y delitos los más enormes.



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