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Año de 1702

Aún permanecían las Cortes de Cataluña, donde la provincia había conseguido del Rey más de lo que podía esperar. Aún mayores cosas pretendía para buscar pretextos a la queja. Aguardaban a un tiempo las mercedes del Rey y las promesas del archiduque Carlos. Creáronse marqueses y condes, armáronse caballeros en más número del que era justo; propasó al mérito la liberalidad del Rey, por si podía hacer sólida la dudosa fe de aquellos vasallos. A 14 de enero juró el Rey sus Leyes, Fueros y Privilegios; también la provincia juró de guardar fidelidad y obediencia, no con intención de cumplirlo. Los de ánimo natural infiel, con facilidad se absuelven del juramento, porque no le creen acto de religión, sino política ceremonia que pueden violar cuando se les antoja.

El almirante de Castilla, que ya abrigaba perniciosos dictámenes a la pública quietud, los ocultaba con el disimulo mayor, escribía al duque de Pareti a Viena con el mayor artificio, cubriendo de celo las cláusulas con que informaba de lo que los austríacos querían saber. Quejábase ser casi todos los nobles de Cataluña enemigos del Rey, aun habiendo éste excedido en la clemencia y la liberalidad, por su genio benigno y por error de sus consejeros, que, como medrosos de los catalanes, los habían querido ganar con beneficios y los perdían. Que él hubiera sido de contrario dictamen, hubiera bien fortificado la provincia y puesto en ella cuatro mil caballos. Que había mucho que temer aún de los castellanos, ofendidos de habérseles negado las Cortes, concedidas a Barcelona; por eso era preciso gran cuidado con la Andalucía, desarmada y sin gente, de cuyas costas era capitán general el marqués de Leganés, poco afecto a los franceses; los cuales, con arte y no sin altos designios de quedar siempre superiores, dejaban la España como la habían hallado, sin tropas ni fortificadas las plazas, y con todo eso habían determinado que pasase a Italia el Rey y dejase el reino indefenso y en el mayor riesgo que podía padecer.

Tenía estrechez el almirante con el duque desde que éste fue en Milán gran canciller y aquél gobernador, y se conservó siempre esta amistad. Estas cartas mostró primero en Viena el duque de Moles, y se enviaron copiadas a Inglaterra y Holanda para que les sirviesen de luz y aliento a la confederación que en fin se concordó en Londres entre la Casa de Austria, el rey Guillelmo y la república de Holanda. Adhirieron a ella el duque de Hannover, el Palatino, y Urico de Braswick. Ofrecieron tropas auxiliares el sajón, los círculos de Franconia y Suevia y muchos príncipes de Alemania; pero pagándoselas o vendiendo los regimientos enteros, como es allá costumbre, o tomando por ellos una determinada suma cada año.

El duque de Baviera, con veinte mil hombres, estaba acantonado en las cercanías del Danubio con las tropas de su hermano José Clemente, elector de Colonia; mostraban ser neutrales y defender sólo su libertad, pero en secreto adherían a la Casa de Francia, con cuyo dinero se hicieron las primeras levas, pero no se declaraba todavía el bávaro, hasta poder emplear bien sus armas en daño del Emperador.

Los electores de Maguncia y Tréveris también afectaban neutralidad, y secretamente favorecían la causa del César, porque aseguraron darle sus tropas en caso de necesidad. Este era el dictamen de los más de los príncipes de Alemania, que siempre dependen del que ciñe la imperial corona.

Los pactos de la gran Liga fueron éstos: Que se haría la guerra a la Monarquía de España hasta echar de su Trono a Felipe de Borbón, teniendo como en depósito los reinos o provincias que ganarían los príncipes de la misma confederación, quedando en poder del Emperador lo que se conquistaría en el Rhin y la Italia; lo que el Flandes y Francia, en el de los holandeses, y que todos los puertos de mar ocuparían los ingleses, aun en Indias, prohibiendo a toda nación el comercio de ellas mientras no se hiciese la paz, y permitiéndole limitado, aún a la Holanda; que en las armadas navales había de gastar por dos tercios la Inglaterra, por una la Holanda, y que en los ejércitos de tierra pagarían la tercera parte los ingleses. Que todos los gastos de la guerra, en cualquier éxito, los pagaría al fin de ella la Casa de Austria, y que se nombraría de acuerdo rey a la España, parte o toda conquistada.

Aún no habían declarado por rey a Carlos, archiduque de Austria, pero todos sabían no podía ser otro, pues por eso se hacía la guerra, no queriendo empeñarse en el reconocimiento y cargarse de estos gastos más hasta ver los primeros pasos de la fortuna después de empezadas las hostilidades. Así, a costa ajena, emprendió la Casa de Austria la mayor guerra que se ha visto en muchos siglos, no tanto fiada en las armas cuanto en la afición de los pueblos a su familia.

Gravemente opreso de una caída de caballo el rey Guillelmo, y agravándose una inveterada tisis, murió en Londres en 29 de marzo; príncipe esclarecido, valeroso, sagaz, disimulado y secreto; pero tirano, porque sin derecho alguno ocupó el Trono de Inglaterra después de la muerte de su mujer. No se le conocía amor a religión alguna; todas las sujetaba a la razón de Estado: por eso no conocía para el fin medio malo, porque todos los aprobaba su falsa y ciega política. No le agitaban tanto el ánimo los vicios como la ambición de reinar y de la mundana gloria. Era áspero y lo ejecutaba todo con blandura (¡tanto había enseñado a sus pasiones que se rindiesen a su política!). Estimaba tanto la fama póstuma, que, aun muriendo, dio instrucciones, de cómo se había de proseguir la guerra; o era querer dilatar el imperio más allá de la vida.

A 4 de mayo se proclamó en Londres Reina la princesa Ana Stuardo, hija de Jacobo II, mujer del príncipe Jorge de Dinamarca, el cual ni desde el tálamo de la Reina pudo subir al trono, porque le trataban en Londres como persona privada; nunca príncipe padecía mayor desdoro, porque no tenía menor acción por su mujer que la que dio el rey Guillelmo de Nasao, porque María y Ana eran hermanas. Así saben distinguirse entre los mortales los hombres de alto espíritu y de profundo consejo.

No se entibiaron por eso en Inglaterra las militares prevenciones, porque la Reina las emprendía con mayor tesón, afectándole aún, porque creían que la debilidad de su sexo podía padecer alguna inconstancia. Confirmó en el imperio de las armas al duque de Malbrugh, cuya mujer, grata mucho antes a la Reina, no dejaba descaecer el favor. Renovó los pactos de la Liga; y reconoció por rey de España a Carlos, archiduque de Austria, que llamaron tercero de este nombre. Lo propio hicieron los holandeses y demás príncipes de la Liga, pero se renovaron las condiciones. En la Monarquía se reservaron para sí los ingleses a Menorca, con Puerto Mahón, Gibraltar y Ceuta, y casi la tercera parte de las Indias; y la otra tercera parte, con una barrera a su arbitrio en Flandes, se ofreció a los holandeses; al Emperador, el Estado de Milán, pero incorporado en los Estados hereditarios como feudo imperial; lo demás de la Monarquía española y lo que quedaba de la América se dejaba al rey Carlos.

Esta era una quimérica división. Los mismos que la establecían entendieron que no podía tener efecto, porque era casi imposible echar de toda la Monarquía al rey Felipe, sin deprimir y sujetar antes a la Francia, que había tomado el empeño de defenderle. Ni aun sola España es conquistable, defendiéndola sus moradores; y no ignoraban que tenía en los pueblos de los reinos de Castilla asentado su partido el Rey; pero les pareció preciso a los coligados despedazar siquiera con la pluma este solio y mudarle dueño, para manifestar lo firme del empeño y de la intención.

En la Italia era donde se enardecía la guerra. Viendo el príncipe Eugenio la imposibilidad de tomar a Mantua, aplicó el ánimo a Cremona, donde estaba el mariscal de Villarroy. Un sacerdote de la ciudad, cuya baja fortuna le hizo discurrir en arbitrios indecentes a su estado, descubrió a los alemanes que un viejo conducto de agua, ya ciego y de ningún uso, se extendía desde el campo hasta su casa, que estaba junto a la muralla, y que por él era fácil entrar, sin advertirlo, la gente que quisiesen. No se despreció la propuesta y, alentándole más con promesas que con dinero, le ordenaron limpiase el conducto y que en el remate de él, por donde debían entrar, hincase un palo que serviría de seña para abrir de noche la tierra. Ejecutólo puntualmente, y se introdujeron por el conducto a la ciudad, de noche, seiscientos hombres escogidos, que, abriendo la puerta más vecina y matando las centinelas, dieron paso a seis mil hombres que conducían el príncipe Eugenio y el de Comerci, apoderándose de la muralla; pero como no había guía para saber ocupar los baluartes y era oscura la noche, hubo un poco de dilación perniciosa. Resolviéronse a atacar el primer bastión que encontrasen, y la misma resistencia de las centinelas avisó de la novedad a la plaza; acudieron los más vigilantes del primer cuerpo de guardia, y se empezó un combate que, aunque breve (porque luego fueron pasados a cuchillo), puso en armas toda la guarnición, que acudió a sus puestos. Llenóse de confusión la ciudad, y medio vestido salió de su casa, desarmado, el mariscal de Villarroy, creyendo ser disensión entre los ciudadanos y las tropas. Empezóse la más dura, difícil y sangrienta acción; porque, por todas partes divididos los enemigos, y por todo el presidio, ni aquéllos sabían por dónde andaban, ni éstos adónde debían acudir. Esto fue causa de grandes yerros, porque se herían entre sí los de una misma facción. A la densa oscuridad de la noche añadía horror la nube de la pólvora disparada, y sin orden militar alguno, ni formar línea, sabían los hombres mejor buscar la muerte que pelear. El duque de Villarroy dio en mano de los enemigos; conociéronle a la voz y le hicieron prisionero; amenazáronle con la muerte si llamaba gente a socorrerle, y una manga de soldados, sacándole por la puerta que ocupaban los alemanes, le llevaron a su campo. Don Diego de la Concha, gobernador de la plaza, hizo retirar muchos pasos a los enemigos; pero, cargado de la muchedumbre de ellos, murió gloriosamente; hallaron al otro día su cadáver, que aún conservaba en la mano derecha la espada, y se le contaron tantas heridas que parecía imposible haberlas podido recibir todas vivo.

El teniente del Rey, que quedó con el mando del presidio cuando aún dudosa la luz le mostraba los enemigos, mandó juntar toda su gente en la plaza que hay entre el castillo y la ciudad, y viendo no estaban perdidos los baluartes que caen a ella, los guarneció con más gente y formó en batalla la que le quedaba; así, ya puesto en orden, acometió a los enemigos, desordenados y fatigados del trabajo y vigilia, gran parte heridos, y en paraje que no sabían retirarse hasta que la luz iluminó a todos. No por eso cesó lo cruel y lo sangriento, porque, protegidos los alemanes de las casas y calles que habían cortado, mantenían con tesón la batalla. Acudió la nobleza toda, y los más distinguidos en el pueblo, a dar socorro a las armas del Rey, y se vio por todas partes el príncipe Eugenio cercado de enemigos; pero siempre tenía la comunicación con la puerta que ocupó al entrar, hacia donde se retiraban lentamente, porque hubiera sido la fuga su total ruina. En esta retirada adquirió más gloria que en el atrevimiento de venir. Hubiera podido salir antes, pero daba tiempo a que llegase Carlos de Lorena, a quien había ordenado acudiese con otro cuerpo de seis mil hombres después que amaneciese.

Había de pasar el de Lorena un puente, donde habían los franceses al cabo de él hecho de tierra y fagina un castillo, que le tenían guarnecido; y mientras el príncipe de Lorena perdió el tiempo en ganarle, el señor de Prasin rompió el puente y fortificó los vados. Esto imposibilitó el paso al príncipe Carlos, y el socorro a los alemanes, que estaban peleando todavía en Cremona, hasta que viendo el príncipe Eugenio que ya se ponía el sol, sacó de la plaza su gente, seguida en vano del enemigo. Tuvieron en esta acción los alemanes más atrevimiento que fortuna; los presidiarios no poca gloria, inferiores en número y cogidos de improviso.

Picado el mariscal de Tessé de la intentada sorpresa de Cremona,. acometió de repente a los reales enemigos, puestos en Puente Molino, y aunque no deshizo las trincheras enteramente, no se retiró sin haber hecho en los alemanes grande estrago. Luego convirtió las armas contra el general Trausmandorf, que estaba acampado entre Mantua y Castillón, y se resistió con brío, mas fue vencido. Siguieron los franceses hasta el puente de Languel a los fugitivos, que le habían, por equivocación -mal entendida la orden- cortado los alemanes; así, no pudiendo escapar, quedaban al arbitrio del vencedor prisioneros o muertos. Los más atrevidos, que quisieron pasar el río, hallaban otro género de muerte en la precipitosa violencia de las aguas. El día fue glorioso para Tessé; mostró valor y conducta, y quedó levemente herido: también a su hijo le aconteció esta gloria, siendo uno de los que se distinguieron en la acción en la que se señalaron heroicamente el señor de Bretorner y el de Jurhambren.

Fenecidas las Cortes de Cataluña, les pareció a los franceses debía el rey Felipe pasar a ver los Estados de Italia. No eran de este dictamen los más de los consejeros españoles; pero adhirieron al de los franceses el duque de Medina-Sidonia, el conde de San Esteban del Puerto y el secretario del Despacho Universal, don Antonio de Ubilla, que habían de pasar con el Rey, y se determinó el viaje.

Dejóse por gobernadora a la Reina con un Consejo privado de Gabinete, que se componía del cardenal Portocarrero y de los presidentes de los Consejos, don Manuel Arias, los duques de Medinaceli y Montalto y el marqués de Villafranca. Servía en la ausencia del conde de San Esteban la mayordomía mayor de la Reina el conde de Montellano, a quien se dio la presidencia de Ordenes, y la plaza de caballerizo mayor de la Reina al marqués de Almonacid; estos dos últimos le servían también de consejeros en el viaje a Madrid. Ordenó el Rey que al pasar la Reina por Zaragoza abriese el solio de las Cortes, permitidas al reino de Aragón sin más causa que por haberse permitido a Cataluña, y aunque podían servir de doctrina los inconvenientes que de éstas resultaron, fue preciso confirmarse en el error, o por no confesarle, o por quitar este motivo de queja a los aragoneses.

Llegó a Zaragoza la Reina, convocó los brazos, o los que llamaban estamentos del reino, y quiso llamar al duque de Montalto, presidente del Supremo de Aragón, para presidir en Cortes. Opúsose el reino, alegando el fuero de que no podía presidir en ellas sino persona leal o príncipe de la real sangre. Mientras se disputaba esta duda, presidiendo la Reina en el solio, confirmó en 26 de abril las Leyes o Privilegios del reino, y éste, anticipadamente, ofreció un donativo; hubo menester arte para conseguirle, en que trabajaron no poco Montellano y Almonacid, y más que todos el marqués de Camarasa, actual virrey de aquel reino. Ofreciéronse tantas dificultades por lo innumerable de los fueros, que no atreviéndose ni a romperlos ni a observarlos la Reina, prorrogó las Cortes; era la intención o no fenecerlas o que lo hiciese el Rey a la vuelta de Italia. Dejándolas en este estado, se encaminó a Madrid, donde fue recibida con singular aplauso y alegría del pueblo.

El Rey, embarcado en el navío San Felipe, que era el principal de la escuadra, que gobernaba el conde de Etré, salió de Barcelona el primer día de mayo, y con próspero viento llegó brevemente a Nápoles. Después, a 29 del mismo mes, hizo la entrada pública, acompañado de tres cardenales: Francisco de Médicis, Jaime Cantelmo y Todos Santos Jason; veinte obispos, la ciudad y los tribunales en forma, con toda la nobleza.

De este viaje del Rey a Italia escribió un libro su secretario del Despacho Universal, don Antonio de Ubilla, marqués de Ribas, con exactísima relación de todo, y así sería superfluo repetirlo. El Pontífice envió por legado al cardenal Carlos Barberini, pero no la investidura del reino de Nápoles por contemplación a los austríacos. Paso de Roma el duque de Uceda, y con el duque de Escalona, virrey del reino, fueron admitidos alguna vez al Consejo secreto, que se componía del duque de Medina Sidonia y el conde de San Esteban.

Nada se hizo ni singular ni provechoso en aquel reino. Minoróse el derecho de la harina para agradar al pueblo, y lo que para éste fue de poco o ningún alivió, era perjudicial a los que tenían censos sobre esta gabela. Las mercedes que a algunos se hicieron dejaron envidiosos a los demás, y aunque no se tenía por leal al príncipe de Montesarcho, para confiarle y divertir de su maligna intención, fue creado grande de España. Dejó esto sumamente irritado a don Mariano Caracciolo, príncipe de Avelino, que no lo había podido conseguir y creía merecerlo más, por haber servido con singularidad su casa en la primera rebelión de aquel reino; con todo eso siguió al Rey a Milán e hizo aquella campaña, aspirando a lo que jamás pudo lograr, y así concibió aversión a los intereses del Rey, no poco perniciosa, como veremos en su lugar.

A este tiempo se conjuraron contra la vida del Rey los príncipes de Petaña y Trebísacia y cierto Budiani, secretario del residente de Venecia; se creyó fuese autor de esta trama al cardenal Grimani; los más bien informados no la creyeron perfecta conjura, sino ofrecéseles que esto se podía ejecutar fácilmente: viendo al Rey con pocas guardias, y éstas dispuestas con negligencia en el palacio, hablaron muchas veces en ello; Budiani lo confió al conde Pepuli, bolonés; éste le reveló al Rey, que sin turbarse, nada conmovido de noticia tan relevante, encargó la averiguación del negocio al duque de Escalona, después que el Rey hubiese partido; dobláronse las guardias y, disponiendo con más vigilancia las centinelas en las puertas del palacio, no se hizo demostración alguna.

A su tiempo empezó a instruir el proceso el virrey; prendió bajo otro pretexto los reos, y apretado en la cárcel Budiani, dijo que había tenido esta conversación por modo de decir con Trebisacia, no con ánimo de ejecutarlo ni concebida como conjura, sino propuesto como posible, al ver el descuido con que se guardaba el Rey, y que censurando esta negligencia lo había dicho al conde Pepuli como en risa, que no se había llamado para disposición de esto ni a consejo a persona alguna ni tratado con nadie; de Petaña no constó ni haber concurrido a esta conversación; Trebisacia, que también se mandó prender, con ánimo más firme lo negó todo; dijo que había hablado muchas veces con Budiani y Pepuli de varias cosas, y aun del Rey, pero como eran conversaciones vanas y accidentales, no se acordaba de ellas; reconviniéronle con lo que había dicho Budiani; persistió en negar, y nunca se pudo instruir el proceso con bastantes pruebas que podamos llamarla conjura; pero lo que bastó a echar de los dominios del Rey a Budiani y a enviar a un presidio de África a Trebisacia. Muchos creyeron que esta idea tenía profundas raíces y no pocos cómplices, y prevenida su ejecución para el día que se había de embarcar el Rey, nombraban a muchos, lo que aseguran, lo que sospechan; por eso se escondió entre tantas invenciones la verdad. Hemos tenido en las manos el resumen del proceso y no consta más de lo referido.

***

El Rey, después de haber estado un mes en Nápoles, se embarcó para el Final, de donde pasó a Milán y luego al campo; mandaba las tropas, por estar prisionero el mariscal de Villarroy, Luis de Borbón, duque de Vandoma, que había determinado quitar el bloqueo a Mantua. Tenía el príncipe Eugenio fortificada una línea desde Ustiano a Burgo Fuerte, roto con varios fosos el campo, y abiertos los canales del agua para que no pudiese en todo aquel terreno pelear la caballería, y más habiendo fortificado a Ustiano con atención. Por eso fue éste el primer objeto de los franceses, y aunque habían levantado trincheras en las riberas del río los alemanes, las batió el duque con veinte piezas de cañón; después la forzó con espada en mano, y echando dos puentes se resistió Ustiano muy poco.

Pasó el príncipe Eugenio a Burgo Fuerte, y dejando todo el campo a los franceses, tomando éstos a Caneto, Castel-Gofredo y Goyto, se quitó el bloqueo de Mantua. Dejando a las espaldas el río Mincio, en el cual erigió tres puentes, plantó el príncipe Eugenio sus reales entre el Po y Burgo Fuerte, para que le pudiesen llegar víveres y provisiones de guerra. Juntáronse todas las tropas francesas y españolas para que tuviese numeroso ejército el Rey, y pasando a él, le encontró el duque de Saboya. Los cumplimientos fueron pocos, porque los españoles y parte de los franceses contuvieron al Rey en una etiqueta poco grata al Duque, por lo que no quedaron más unidos los ánimos.

En el Consejo de Guerra se dudó si se había de sitiar a Brixello o a Guastala; contra ésta se determinó el sitio, y luego se hizo en el Po un nuevo puente. El pabellón real se puso en la llanura de Casal. A 19 de junio, pasando 500 alemanes el Oglio y el Atesis intentaron arruinar el nuevo puente: defendíale el teniente general Albergoti, y aunque fue improvisada la invasión, peleó con tanto valor el regimiento de don Guillén de Moncada, marqués de Aytona, y otros españoles, que fueron con gran pérdida rechazados los enemigos. En esta acción se singularizó con su compañía don Jerónimo de Solís y Gante, nieto del conde de Montellano.

Tenía el príncipe Eugenio 30.000 hombres; no se le puede negar la gloria de resistir con ellos a 80.000 españoles y franceses, aunque divididos en varias partes y plazas, como lo podía la necesidad; nadie creía que pudiese subsistir en Italia, pero fue tal su pericia militar y constancia de ánimo, que hizo fácil lo que parecía imposible.

El príncipe de Vaudemont era el que más vecino a los enemigos se había acampado, observando al general Visconti, que con cuatro regimientos de caballería alemana, habiendo vadeado el Tasonio, estaba en Santa Vitoria; pero con tal descuido, que más que a guardar el puesto, atentos los alemanes al juego y a la gula, dieron oportunidad al duque de Vandoma a que enviando con grande secreto 2.000 hombres, acometiese a los enemigos, que fueron fácilmente deshechos y vencidos, porque los cogieron no sólo desordenados, pero paciendo libres por aquel prado los caballos; juntáronse los que pudieron para resistir al ímpetu de don Cristóbal de Moscoso, conde de las Torres; don Mercurio Pacheco, conde de San Esteban de Gormaz; del conde de Marsin, marqués de Crechi; el señor de Boncourt y Rabel, que fueron los que primero cargaron sobre los enemigos. Visconti peleó valerosamente, pero ya herido, y mal ordenados los suyos, huyó con felicidad.

Esta dicha aconteció a pocos, porque estaba tan crecido el Tasonio, que no se pudo en todas partes vadear y en ninguna sin peligro. Dos mil hombres perdieron en esta ocasión los alemanes; esto ocasionó la negligencia. Porque no se le disminuyese el ejército, sacó el príncipe Eugenio las guarniciones que en algunas plazas tenía, y se acampó en Luzzara, bien fortificado y ceñido de una difícil trinchera. El teniente general Albergoti ocupó a Reggio, que halló sin presidio, por arte del duque de Módena, para que no padeciese la ciudad los estragos de la resistencia. También dejó a Módena y se retiró a Boloña, a ejemplo del duque de la Mirándula, que había entregado sus Estados a los franceses. Así jugaba con los príncipes de Italia la fortuna.

El príncipe de Vaudemont tomó a Vasconcello, que le facilitaba unirse con el ejército del Rey, que mandaba el duque de Vandoma; esto puso en gran cuidado al príncipe Eugenio, y antes que se juntasen los dos ejércitos de los franceses, determinó atacar al del Rey, bien que era por la mitad inferior en la caballería, recelando también que ocupasen los, franceses a Luzzara, donde tenía sus almacenes, y todo el repuesto de víveres y municiones. Por esto era la intención del Rey sitiarla, dando si fuese menester la batalla porque los alemanes estaban acampados en su llanura y a un tiro de cañón de los muros.

Unió la suerte los dictámenes de ambos ejércitos para venir a las manos, porque el Rey determinó atacar las trincheras del príncipe y éste al ejército del Rey. Fiábanse los franceses en el mayor número de tropas; los alemanes, en que los habían de coger de improviso; y así, en el silencio de la noche, cada uno, ignorando la resolución de su contrario, partió a buscarle. Distaban los ejércitos cuatro leguas; y como de acuerdo, en el término de la noche dimidiaron la distancia, marchando con igual solicitud, y creían encontrar al enemigo desprevenido, mas con una gran diferencia: que marchaban los alemanes ordenados y los franceses sin orden, juzgando estarían los enemigos en su trincheras. Iban en dos columnas de muy corta Iban en dos columnas de muy corta frente; precedía a la manguardia la mitad de la caballería y la otra mitad cerraba el ejército, porque el sitio no permitía que cubriesen los lados, no tanto por lo rudo del terreno cuanto por lo desaliñado del bosque, poco frondoso y cortado, para sacar leña.

Los que batían por una y otra parte el campo, se encontraron, estando aún dudosa la luz de la mañana; de ellos empezó la lid; acudió la caballería, los alemanes cargaron sobre la derecha de los franceses, que, desordenados, hubieran quedado vencidos si no los socorriese toda la caballería de la manguardia. Con esto se retiraron unos y otros al cuerpo del ejército, porque no bien explicada la luz, la sombra del bosque prohibía descubrir todo el campo, y cada uno ignoraba en qué forma y por dónde marchaba el enemigo, y no había orden de los generales de empezar la batalla; esto fue al amanecer del día 15 de agosto.

Con este accidente aceleró los pasos el príncipe Eugenio; no hizo novedad el duque de Vandoma, ni aun ordenó las tropas; estaba desayunándose muy despacio, y le hubieran cogido los enemigos descompuesto, si en alta voz el marqués de Crechi no le avisase del riesgo; entonces mandó poner el ejército en batalla. Estaba ya alto el sol, y habiendo suspendido un poco la marcha los alemanes, por no entrar en la acción fatigados, era ya más de mediodía cuando empezó la acción, habiendo sido los primeros movimientos del príncipe Eugenio con tal ímpetu, que se desordenaron las primeras filas de los franceses, no pudiendo ser socorridas de la caballería, porque con arte, el príncipe -que no la tenía numerosa- dio la batalla en el lugar más escabroso y por varias partes cortado. Esto impedía que jugasen las bayonetas, y tuviesen gran frente las primeras filas, con que toda la obra estaba cometida a la fusilería, ni podían hacer grande efecto los cañones de campaña, porque no había lados en que extenderse, y por la izquierda de los franceses corría el Po, dejando un poco a las espaldas de Luzzara.

El Rey inflamó con su presencia los ánimos, tan adelantado a las filas y bajo del tiro, que no bastando ruegos, casi con violencia le detuvieron los suyos. Enardecidos ambos ejércitos, bajaron, para estrecharse más, una pequeña declinación que hacía el campo; adelantóse el centro de los alemanes, guiados del príncipe Eugenio y de Comerci, contra el de los franceses, con tanto ímpetu que padecieron mucho éstos; y como ni unos ni otros podían volver atrás por lo alto del terreno, se estrecharon tanto que sólo servían las bayonetas. Murieron gloriosamente, alentando los suyos, el príncipe de Comerci, de los alemanes, y el marqués de Crechi, de los franceses, a los cuales socorrió con mayor número de infantería y con su persona el duque de Vandoma,.tanto que estaban opresos de la muchedumbre los alemanes. Entonces hubo menester el príncipe Eugenio todo su arte militar y su valor; porque estrechando cuanto pudo las primeras filas, mandó que los últimos, sin volver la cara ni dejar de pelear, volviesen a subir aquella poca ladera que habían bajado, y que se uniesen a los escuadrones que estaban a la derecha ociosos, hasta formar del cuerno derecho y del centro un solo cuerpo, y dejando solos dos batallones que impedían cómodamente la subida a los franceses, tomando un poco dio de improviso casi con todas las tropas contra la izquierda de sus contrarios, que estaba muy separada del centro porque había en medio una grande cortadura.

Hasta que los socorrió el duque de Vandoma padecieron mucho los franceses, y no se derramó allí poca sangre; pero dividiendo éstos en dos caras el centro con poco giro, llegaron a socorrer a los suyos, que habían retrocedido muchos pasos; la caballería les fue de grande alivio, aunque no podía toda pelear; y tanto esforzó su valor el duque de Vandoma, que no sólo recobraron los franceses el terreno que habían perdido, pero pusieron en grande aprieto a los alemanes, hiriéndolos por el flanco, porque los franceses que peleaban en el centro habían ya vencido aquella pequeña ladera, y explicando en la llanura más las filas, peleaba más gente.

Los alemanes estuvieron obligados a hacer dos frentes; con todo, perdieron casi todo el campo por el centro y la derecha; sólo les quedaba en él intacta la izquierda, que no había podido pelear con la derecha de los enemigos por lo desigual y difícil del terreno y del interpuesto bosque. Heroicamente pelearon ambos ejércitos, cuya ira duró más que el día, ni las primeras sombras impidieron la batalla, y para que no cesase ésta con ventaja de los franceses, se esforzó a mantener el campo el príncipe Eugenio, y por más de una hora de noche se quedó formado, aún después que las tinieblas impidieron el combate. Todos permanecieron aquella noche en el campo sobre las armas; por eso quedó indecisa la victoria, celebrada a un mismo tiempo de ambas partes; como suya la participó el Rey Católico con el duque de Béjar a la Reina; lo propio hicieron, con oficiales de distinción, a sus cortes el príncipe Eugenio y el duque de Vandoma; estos correos se despacharon la noche misma. Al otro día se hallaron ambos ejércitos en orden de batalla; pero habían los alemanes mudado la artillería, puesta en lugar que incomodaba mucho a los franceses, y como nadie quedó enteramente dueño del campo, hubo una pequeña tregua para enterrar a los muertos.

El Rey, viendo que no daban otra batalla los alemanes, volvió las armas contra Luzzara, que la ganó luego, porque sin otra acción general no la podían socorrer los enemigos, aunque veían perder en esta plaza sus almacenes. Por esto se aplicaron la victoria los españoles y franceses, porque la consecuencia de ella fue tomar a Luzzara; que había sido la primera intención del Rey, ni con la batalla lo había podido impedir el príncipe Eugenio. Éste decía haberla ganado, porque perseveró cuatro días en el campo batiendo con su artillería al ejército enemigo, y que había peleado con inferior número de tropas, oponiendo treinta a cincuenta mil. Quedáronse los alemanes en las riberas del Po, y el Rey, para ceñirlos con sus tropas, mandó hacer una línea desde Guastala a Módena; mas fue en vano, porque también se había fortificado el príncipe Eugenio con otra desde la Mirándula al Ferrarés, para poder invernar sobre el Pánaro; y no se retiraba, no sólo por no estar adelantada la estación, sino porque había tenido en Mantua inteligencia, y pretendía sorprenderla; esto se desvaneció, porque el que meditaba ser traidor a los franceses, revelando al Rey el secreto, lo fue después a los alemanes.

Por atrevimiento insigne se debe referir el del caballero Davia, boloñés, que servía al Emperador. Con cuatrocientos caballos, vestidos él y los soldados con el vestido uniforme a uno de los regimientos de caballería de Francia, pasó por las espaldas del campo de Vandoma, y desde el Parmesano marchó hasta Pavía, tomó contribuciones de la ciudad, las que con gran prisa pudo, y algunas más sacó de los cartujos, usando del rigor por lo que inspiraba la fama de sus riquezas.

Adelantóse hasta Milán, y al abrir las puertas ocupó una; saqueó las casas más vecinas, y rompiendo el depósito de un dinero que procedía de una gabela, no dejó un maravedí, y porque le embarazaba el vellón, lo fue derramando por las calles a los muchachos haciéndolos aclamar al Emperador. Hasta entonces le habían creído francés, y cuando advirtió que se comenzaba a juntar contra él parte del pueblo, salió de la ciudad, y tomando el camino del Bergamasco, aunque con algún giro, se restituyó a su campo. Esto sintieron mucho los franceses, que con su indignación hicieron más célebre la temeridad.

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Menos segura estaba la España de lo que el Rey la creía; desarmado el reino, descontentos del ministerio los vasallos y discorde el Palacio, porque el conde de Montellano, con el favor de la Reina y de la princesa Ursini, adelantaba su poder opuesto a las ásperas máximas del cardenal Portocarrero, queriendo suavizar los ánimos para apagar tantas quejas e introducir el amor al Rey. De este blando dictamen eran la Reina y la princesa, pero el cardenal, apoyando a los franceses, mantenía su antigua autoridad, y había hecho venir de Francia a Juan Orry, para intendente general del Real Erario, al cual se permitió tanta autoridad que declinó la del Consejo de Hacienda; porque sin contemplación alguna, pretendía Orry enmendar los inveterados abusos y usurpaciones de las rentas reales. Esta era una dilatada providencia y el negocio más delicado, porque los usurpadores de las alcabalas eran hombres de la mayor autoridad en el reino.

Había Ferdinando el Católico mandado a sus sucesores deslindar este punto, pero la flojedad de los austríacos nunca tuvo valor de descontentar a tantos, ni aplicarse al útil de la Monarquía. Quiso hacerlo Felipe II, que era hombre áspero y sin compasión, pero sus teóricas embarazaban la práctica de lo más conveniente. También descuidó de esto la contemplación de los ministros de Hacienda, o el miedo, porque los magnates y los que llamamos grandes habían llegado en tiempo de los austríacos a una autoridad increíble y depresión de la demás nobleza, que no había pedido llegar a aquel grado o por estar lejos del príncipe, o por no haber logrado los casuales accidentes que alguna vez engrandecen las casas.

Juan Orry todo lo emprendió sin humanos respetos, y llegó a una despótica autoridad, que eclipsaba la de todos, y aun el cardenal se empezaba ya a doler de su arrogancia y, competido de Montellano, regía los negocios de Estado. El almirante, cuyas artes eran las más propias para el Palacio, se empezaba ya a introducir con la Reina y la princesa, ayudado de Montellano, que era su amigo; esto dio los celos más fuertes al cardenal, porque ya sabía que aquél era su irreconciliable contrario, y para apartarle de la corte inspiró en el Rey se debía enviar por sucesor del marqués de Casteldosríus a la embajada de Francia, porque a aquél, después de haberle hecho grande de España, se le había dado el virreinato del Perú.

Esto lo compuso con reflexiones políticas, y que se debía apartar el almirante de España, y enviarle adonde no pudiese hacer mal alguno. Asintió el Rey a este dictamen, y queriendo saber el gusto de su abuelo, vino en ello el Rey Cristianísimo, cuyo magnánimo corazón y modo el más obligante, creía atraer así un hombre que no ignoraba había sido del partido austríaco. Con esto se nombró por embajador al almirante. Nada le hirió más; creyóse ultrajado, comparándole con el antecesor, que aunque era de la familia Semanat, muy ilustre en Cataluña, le parecía que no igualaba a su alta esfera. Cierto es que hombres tan grandes como el almirante ha muchos años que no habían ido a esta Embajada como ministros ordinarios, pero ya ahora eran diversas las circunstancias, siendo una misma Casa de Borbón la que regía ambos cetros. No sólo agitaba al almirante su vanidad, sino su temor, porque receló que bajo de algún pretexto mandase el Rey echar mano de él y sepultarle en la Bastilla; parecíale indecoroso explicar tanto miedo, y para engañar al Rey admitió el empleo fijando al tiempo su remedio y a las que no ignoraba próximas disposiciones de guerra, las cuaba noticias había adquirido por Diego de Mendoza, embajador de Portugal en España, y para dar más dilación, pidió plazo a su partida con pretexto de tomar dinero y facultad real para empeñar por muchos años sus Estados, sin que nadie pudiese penetrar cuán lejos estaba de obedecer.

No había pocos magnates en España tan adversos como el almirante al presente Gobierno; pero no estaban tan observados ni perseguidos del cardenal Portocarrero, ni tenían contra sí mismos la fama de tan grande autoridad, que fue la que perdió al almirante, no sólo porque le temían los que gobernaban, sino porque aun para alentar a sus coligados le decantaban su parcial los austríacos, que enviaron a Londres una nota de los grandes de España que adherían a su partido, y por cabeza de ellos estaba el almirante.

Esta memoria se esparcía con arte, la cual era falsa, porque ninguno hasta entonces había dado señas de infidelidad, y todas eran presunciones y conjeturas de Diego de Mendoza, porque oía tantas quejas contra el Gobierno y las escribía a Portugal, donde tomaban estas noticias el príncipe de Armestad, que hacía veces de ministro cesáreo en Lisboa, y el canciller Montuvin, que lo era allí de Inglaterra, los cuales habían reducido el ánimo del rey don Pedro a la neutralidad, y trabajaban por incluirle en la Liga, no solamente porque necesitaban de aquel puerto para sus designios, sino también porque les parecía que aquella era la puerta más fácil para la España, que era la principal idea de la guerra.

Confirmóse en Inglaterra por general de las tropas Malebourg, nuevamente creado duque. A Peterbourg se envió a las Indias con una buena escuadra, y se nombró para pasar a España con una considerable armada al duque de Ormont; juntáronse naves de mercaderes que pasaban el archipiélago, y algunos corsarios y se hizo el número de 150 velas, no porque fuese necesario tanto armamento contra las costas de España, desprevenidas y sin nave alguna, sino porque importaba a la pompa y a poner terror a los reinos. Aunque el mando de las tropas de desembarco le tenía Ormont, pasó el príncipe Jorge de Armestad a embarcarse en esta armada, porque de consentimiento de los aliados se le había cometido la disposición de la guerra, ya porque le creían práctico en España, y ya porque había fomentado en ella algunas inteligencias.

Esta poderosa armada pareció en los mares de Andalucía a tiempo que mandaba sus costas, como capitán general, don Francisco del Castillo, marqués de Villadarias, y todas sus tropas eran 150 hombres veteranos y 30 caballos; los que presidiaban a Cádiz no llegaban a 300; no había almacenes, ni armas para dar a las milicias urbanas, ni más disposición de guerra que pudiera haber en la paz. Esto conmovió mucho a la España, turbó la corte, pero no el ánimo de la Reina, la cual, aunque estaba el Rey ausente, ayudada del dictamen de la princesa de los Ursinos y del conde de Montellano, convocó a los ministros del Gabinete, y habló con tanta eficacia y modo el más obligante, que no hubo quien no expusiese sus haberes y su vida en defensa del reino.

No omitió esta aparente demostración de fidelidad el almirante, a quien, por medio de la princesa, rogó la Reina fuese a defender la Andalucía con entera y absoluta autoridad de vicario general Negóse a esto, no porque no lo deseaba para estar al pie de la obra, ver de qué parte pendía la fortuna y adherir a la más propicia; pero quería ser rogado, para que no se le imputase jamás por traición cualquier siniestro acaecimiento, sino por desgracia. Daba por excusa no querer ir a perder su honra sin tropas, ni disposición alguna de defensa. La Reina la admitió poco satisfecha, y determinó que el mismo Villadarias se encargase de la defensa; entonces rogó el almirante para que le enviaran, y se valió del conde de Montellano; pero éste, no queriendo hacerse cargo de elección tan arriesgada, porque ya desconfiaba de él, mantuvo a la Reina en la resolución tomada.

El cardenal Portocarrero, don Manuel Arias y otros, hicieron un voluntario donativo para los gastos precisos de aquella guerra. La ciudad de Sevilla y la nobleza toda de Andalucía hicieron los mayores esfuerzos a la defensa; introdujéronse víveres en Cádiz con la posible prontitud, armáronse las milicias, la mayor parte con armas propias, y se experimentó en los pueblos la fidelidad mayor y eficaz deseo de defender la Corona.

A 24 de agosto dio fondo fuera de la bahía de Cádiz la armada de los coligados; no tenían seguridad alguna las naves, pero se extendieron por la costa. Algunas echaron una áncora, otras bordeaban lentamente. El primero que saltó entierra fue el príncipe Armestad, diciendo con arrogancia: Juré entrar por Cataluña a Madrid; ahora pasaré por Madrid a Cataluña. Esparció luego con los mismos paisanos (engañándolos simplemente) varias cartas al marqués de Villadarias y a don Félix Vallaró, que mandaba la caballería, con quien había tenido amistad en Cataluña; el duque de Ormont también escribió a don Escipión Brancacio, gobernador de Cádiz. El tenor de estas cartas era solicitarlos a una infamia, entretejiendo con amenaza las promesas, y exaltando el poder incontrastable de la liga.

Esto hizo ningún efecto en la fidelidad de los jefes; antes se dieron por ofendidos de imaginarlos capaces de una ruindad. Vallaró entregó su carta a Villadarias; ésta, la suya y la del gobernador de Cádiz, se enviaron a la Reina.

En Rota desembarcaron 500 ingleses; luego la rindió su gobernador vilmente, y tomó el partido de los enemigos; diole el título de marqués el príncipe de Armestad en nombre del Emperador; este ciego y acelerado premio era querer atraer a los demás. Otro regimiento desembarcó en el Puerto de Santa María, ciudad no fortificada y donde cometieron los más enormes sacrilegios, juntando la rabia de enemigos a la de herejes, porque no se libraron de su furor los templos y las sagradas imágenes.

Era la principal idea ganar a Cádiz; esto lo intentaron acercándose de Rota a Matagorda, una de las fortificaciones exteriores más importantes; creyéronlo fácil y acometieron en vano seiscientos hombres; con esto juzgaban que expugnando este castillo (que está en el continente fuera de la isla) se quitaban un grande impedimento para entrar en el Puerto. Levantaron trinchera y le batieron, pero no podían proseguir los aproches por el fuego del mismo castillo y del fuerte del Puntal,. que está en el ángulo de la isla de León, tan insinuado en el mar que guarda el puerto y muchas millas del mar afuera.

Más oposición hicieron las galeras de España y Francia, mandadas por el conde de Hernán Núñez, que estaban dentro del puerto, y herían directamente las trincheras, fáciles de arruinar, porque estaban fundadas en arena. Bajaron hasta dos mil ingleses a defenderlas, pero fue más para repararlas, porque los castillos que levantaron en la proa las galeras deshacían de día todos los trabajos de la noche.

No se atrevieron los enemigos a penetrar la tierra, porque el marqués de Villadarias, aunque tenía tan poca gente, levantando polvoreda de día y haciendo varios y distantes fuegos por la noche, fingía acampamento de un ejército y acercaba partidas de caballería, mezclando la veterana con la del país, para contener en la orilla a los enemigos, nunca informados de lo que pasaba en tierra, porque sobre no haber logrado desertor alguno, se mantenían tan fieles los naturales que huían de los ingleses; y si alguna vez podían hablar con algún paisano, éste, con arte y amor al Rey, exageraba los preparativos de defensa, imposibilitando ser bien admitidos en parte alguna de la España. En una de estas acciones murió don Félix Vallaró, casi desesperado, arrojándose al mayor peligro, porque le había dicho Villadarias que allá estaba su amigo Armestad.

Conocer tan constantes a los españoles puso en aprensión a los ingleses, y ver que tropas, favorecidas de la sombra de la noche, atacaban con imponderable valor las trincheras, que no pudiéndolas reparar a la luz por el cañón de los defensores, determinaron dejar la empresa y se retiraron con tanta precipitación hacia Rota, que seguidos de las milicias del país, padecieron no poco estrago. Quiso la retaguardia oponerse, y fue vencida; con esto, tumultuariamente volviendo las espaldas y echando las armas sólo buscaban lanchas en que acogerse a los navíos. Llegó a la orilla una multitud de ellas, pero no bastantes a recibir los que con pánico temor se arrojaban al mar desesperados; muchas se fueron a pique, cargadas de más gente que podían llevar, sin orden ni obediencia; era la confusión el mayor peligro. Seiscientos ingleses quedaron muertos, sin los que se anegaron. Recobróse Rota, y dejaron en tierra al gobernador, que, preso después por el marqués de Villadarias, le mandó ahorcar. Con esta noticia desampararon a Santa María, después de saqueada con barbaridad.

Viendo cuán difícil era mantenerse en tierra, determinaron las naves forzar la cadena del puerto, formada de encadenadas vigas y maderos, y echados a pique, inmediatos a ella, por de fuera dos grandes navíos viejos, llenos de piedras, que de tal manera embarazaban la garganta del puerto, que era imposible romperla, como lo experimentaron, aunque a velas llenas, con viento en popa, dos navíos que se dejaron ir impetuosamente contra la cadena, porque sobre resistirse la fuerte conjetura de ésta los cañonazos de las fortificaciones exteriores y de la ciudad, desarbolaban las naves. Por dos veces intentaron esta violencia y le maltrataron tanto los navíos, que no les costó poco trabajo repararlos para poder navegar.

Desesperado el duque de Ormont de poder salir con la empresa, juntando antes Consejo de Guerra y Marina, determinó desistir de ella, contra el dictamen del príncipe de Armestad, con quien hubo una pesada disputa, no sin palabras que provocaban al duelo. Argüíale el comandante inglés de su nimia credulidad y de haber informado falsamente a los príncipes de la Liga sobre el gran número de parciales que tenía en España el archiduque; pues en todo este tiempo no sólo no pareció uno, pero conocían con evidencia cuán de veras se tomaba la defensa. El príncipe de Armestad decía que las obras grandes no se hacían en pocas horas; que se debía desembarcar toda la gente, y marchando por tierra al puente de Suazo, tomado éste, apoderarse de la isla de León y en ella levantar trinchera contra la ciudad; que podía sitiarse perfectamente y rendirla aún por hambre, porque no estaba abastecida. Que se debían desde tierra batir las galeras y echarlas a pique, y poner mejores baterías contra Matagorda, para ser dueños del puerto y, en fin, ir tomando a Sevilla y las ciudades de Andalucía, con la seguridad que otra tanta gente como había en los navíos no tenía de soldados toda la España. Que para declararse los parciales, era menester ostentar más fuerzas de las que hasta ahora se habían manifestado, porque nadie quería buscar cierto su peligro.

El duque de Ormont hizo junta particular de pilotos y capitanes de navíos, preguntando si podía en aquellos mares estar la armada sin puerto y sin peligro el tiempo que era menester para ganar la tierra y las fortalezas que impedían poderla poner en seguro. Respondieron que aquélla era la costa más brava y tempestuosa de España, donde el océano bajaba impetuoso al Mediterráneo, enderezándose al Estrecho. Que no se podían fiar sólo en las áncoras las naves, y más si corriese furioso el poniente; y así, que era cierto el riesgo, sí grande la dilación. Que entrar en el puerto forzando la cadena era imposible sin rendir antes a Matagorda y el Puntal y que aun después de eso padecería mucho la armada por los baluartes de la ciudad.

De este mismo dictamen fueron los más de los holandeses; algunos hablaban con sinceridad, otros por adulación a Ormont, el cual, fundado en estos pareceres, levantó el áncora el último día de agosto, y partió, dirigiendo la proa al cabo de San Vicente. Dio sus quejas y sus protestas el príncipe de Armestad, y escribió agriamente contra el jefe inglés a Londres y Viena; casi le notaba de traidor y de inteligencia con el francés. Ni Ormont descuidó de sí, porque dio razón de su conducta y la infelicidad del éxito era un género de aprobación, y cargó a Armestad de embustero y crédulo; porque no se habían hallado los parciales austríacos, que decantaban, ni adherido español alguno a su partido más que el gobernador de Rota por necesidad y fragilidad de ánimo, después de ser prisionero; que se habían declarado toda la Andalucía y las Castillas por su Soberano, y que en término de pocos días se había juntado muchedumbre de gente armada, que aunque imperita, la práctica del país la hacía formidable, y que en defensa de su propia tierra cada uno sabía ser soldado; por eso no había querido aventurar las. tropas, internándolas en el país, ni era fácil tomar a Cádiz con ocho mil hombres, resuelto su gobernador a defenderla hasta el extremo; que sin eso no podían entrar las naves en el puerto, y que, en fin, la expedición se fundaba en las que suponía inteligencias Armestad, tan al contrario experimentadas, que el almirante de Castilla había sido el primero a ofrecer sus haberes a la Reina para defender la Andalucía, y que así, no le había parecido proseguir una guerra donde los alemanes hacían inútilmente gastar a sus alíados.

Estas razones de Ormont prevalecieron a las de Armestad entre los ingleses y holandeses, pero no en Viena, donde entró alguna desconfianza que no querían aquéllos hacer la guerra de veras.

Desengañado el almirante de Castilla de que se perdiese entonces la Andalucía, como esperaba, pertinaz en su error, y rendido al temor de su desgracia, resolvió buscar otro expediente contra ella, haciéndose más infeliz con el remedio; porque determinó, engañando al Rey, tomar refugio en Portugal. De nadie fió esta resolución más que de Diego de Mendoza, embajador de aquella Corona, y para ejecutarlo mejor fingió la jornada para Francia. Llevóse por camaradas a don Pascual Enríquez, hijo de su hermano, el marqués de Alcañiz; al conde de la Corzana, a quien envió a llamar desde Asturias, y a dos jesuitas, el padre Casneri y el padre Álvaro Cienfuegos; juntó gran cantidad de dinero y joyas, despidióse de la Reina y de la corte y partió como para Francia, dejando las letras credenciales y las instrucciones y un correo que le alcanzase con ellas, porque había menester de esta circunstancia su ficción.

El secreto fue toda la felicidad de su idea, porque a nadie lo descubrió. A tres jornadas llegó el correo que con estos papeles esperaba; nadie supo lo que traía, y así pudo fingir ira y enojo, diciendo a los suyos que había recibido una nueva orden, ni la propaló hasta que, llegando a paraje en que se dividen los caminos para Portugal y Francia, dijo que le había la Reina mandado pasar antes a Lisboa para asegurar en la amistad a aquel Rey, y así, a grandes jornadas, llegó a Zamora, y engañando con este pretexto al gobernador, entró en los términos del reino de Portugal. Entonces, juntando sus camaradas, quitó el velo a su bien observado disimulo, y dio las causas para haber buscado refugio.

Dijo que no faltaba al Rey, pero que se retiraba de sus reinos hasta que, mejor informado de lo que lo estaba de sus enemigos, conociese su inocencia. Que la embajada de Francia se la habían dado meditando su ruina y su opresión, siendo autores de este engaño el cardenal Portocarrero, don Manuel Arias y sus allegados. Que era lícito al vasallo mostrar desde el asilo la pureza de su intención y sus quejas, siendo éstas de la mayor entidad por lo que habían ultrajado su persona y dado crédito a las invenciones y falsedades de sus enemigos, notándole de constante parcialidad a los austríacos, la cual ellos decantaban, para adelantar su partido con el ejemplo, habiendo publicado el príncipe de Armestad que la expedición contra Cádiz se había fundado, más que en las armas, en la amistad que con él tenía, y en su inteligencia: que nada de esto ignoraba el Rey, avivada su desconfianza por las artes de sus émulos, y que así no se podía fiar de un Príncipe irritado, pareciéndole cosa extraña e impropia que fuese sincera la confianza de hacerle su ministro en Francia, entre tantos recelos que de él tenía la corte, pues se le había quitado el empleo de caballerizo mayor, apartado de todo manejo y tratado con desprecio; que ésta, más que declinación de fortuna, eran claros preliminares de una desgracia que no tenía remedio si se trataba con descuido. Que la ley natural quería, desde la seguridad del refugio, volviendo por sí y por su honor, manifestar al mundo y al Rey sus razones. Que se había llevado aquellos amigos para consuelo de sus trabajos y consejeros en sus dudas.

De otra manera habló a sus criados, y con menos razones les dio libertad o para proseguir con él el viaje hasta Lisboa o para volverse a España. Ni todo esto pudo proferir sin asomársele lágrimas a los ojos; habíasele rendido el corazón el golpe de la desgracia, y se quejaba con una tristeza de semblante tan irregular, que tiñó de sus afectos a los que le escucharon. Alentóle el padre Álvaro y ofreció seguirle en cualquier fortuna; los demás callaron y, menos algunos criados, todos le siguieron hasta Lisboa, donde se le señaló una casa de campo del duque de Cadaval. El rey don Pedro le recibió con benignidad; el almirante habló poco y no muy desembarazado; dijo que buscaba en la generosidad de aquel Príncipe su refugio, huyendo de la cruel calumnia de sus émulos, hasta que su Soberano estuviese bien informado, a quien no pensaba faltar, sino manifestarle su inocencia.

El embajador de España, marqués de Capicciolatro, le publicaba rebelde y le trataba como tal, y persuadió secretamente a su sobrino, don Pascual Enríquez, que se volviese a España, como lo ejecutó huyendo de su tío, contra quien, llegando a Madrid, depuso cuanto en forma judicial se le preguntó por el juez diputado a formar el proceso contra el almirante. La Reina le recibió con agrado y tuvo una carta muy agradecida de su padre, el marqués de Alcañizas, que vivía en Ríoseco. El almirante sacó un manifiesto que propiamente era una sátira contra el Gobierno, pero siempre protestó observar la debida fidelidad al Rey, cuya benignidad imploraba. Restituyó el dinero que se le dio de ayuda de costa para el viaje; engañándose a sí mismo con el fabuloso cuidado de su honra, queríala restaurar cuando la perdía, y, esclavo de sus afectos y de su soberbia, se dejó llevar de una vanidad que degeneró en abatimiento, porque luego trató con los ministros de los príncipes, enemigos del Rey Católico, y nombraba al archiduque Carlos de Austria con estilo que sólo era rebeldía, porque dos reyes de España no podía reconocer. Concluida la causa, le declaró el Rey por rebelde, aunque no lo pregonó, y le mandó confiscar los bienes.

Este primer rebelde, como por su alta esfera en Castilla ocasionó en todos tanto reparo, sirvió a muchos de pésimo ejemplo, y a no pocos ignorantes que después faltaron al Rey, de irracional disputa, como si el más alto grado de nobleza tuviese autoridad de hacer lícita una infamia, antes a proporción de sus quilates debe cuidar más de su obligación. Esto puso en mayor desconfianza al Rey, porque las casas de primera magnitud en Castilla todas tenían inclusión con la del almirante; ninguno tenía más allegados y dependientes por su autoridad, su riqueza y artificiosa afabilidad, no sin agudeza de ingenio, travieso y de feliz explicación.

Mientras la armada inglesa y holandesa, doblado el cabo de San Vicente, navegaba con proa incierta esperando la flota que venía de la América (porque ya había tenido noticia que no podía distar mucho de los mares de España y era su regular puerto Cádiz), había ya aquélla llegado a Galicia y, advertida por sus navichuelos de avisos, enviados a reconocer los mares, que estaba la armada enemiga esperándolos, tomaron el puerto de Vigo el día 22 de septiembre, aun repugnándolo el virrey de Galicia, príncipe de Brabanzón, por lo poco seguro de aquel paraje.

Una nave aportó en Sanlúcar, cinco en Santander, tres de las cuales pertenecían a los franceses, que con veintitrés naves de guerra bajo el mando del señor de Ciaterno, escoltaban las españolas mandadas por don Manuel de Velasco. Extendiéronse por la ría hasta Redondela, y le servían de antemural las naves francesas, dadas fondo en forma de defender la boca del puerto, en el cual se construyó una cadena de fuertes leños y hecha como una estacada; fortificaron la garganta del puerto cuanto fue posible. Éste le guardaban dos antiguas torres, llamadas Rade y Corbeiro, pero consumidas de los siglos, que a pocos cañonazos podían resistir.

Presidiáronse de gente de la flota y se mandaron venir las milicias urbanas para coronar la ribera, y llenar, si no de soldados, de gente, los baluartes y muros de la ciudad. Había la fortuna hasta entonces explicádose propicia, y ya en España y en el puerto cuanto de Indias se traía, en pocos días se podía todo poner en tierra; pero una intempestiva y fatal cuestión convirtió en desgracia la dicha.

Pretendió el comercio de Cádiz que nadie se podía desembarcar en Galicia; que eran aquéllos sus privilegios, y que se debían conservar seguras en el puerto, cargadas, las naves, hasta que se fuesen los enemigos. Sobre esto no fue tan breve como pedía la necesidad 1a expedición del negocio en el Consejo de Indias, ya por la natural lentitud y madurez española, ya porque eran varios los pareceres; por fin, sin determinar absolutamente la duda, se envió a don Juan de Larrea para que sacase luego de las naves el oro y la plata; ni esto se ejecutó antes de cumplido ya un mes que habían llegado al puerto. No se dio prisa a sacar las mercaderías, cuando, éstas excedían a la plata en valor. Ya había la armada enemiga alcanzado la noticia que estaba en Vigo la flota, y a 22 de octubre, con viento favorable, llegó a aquella costa: desembarcó cuatro mil hombres, y plantando baterías contra las torres del puerto, las ocupó con poco trabajo, desamparadas de los que las presidiaban, siendo imposible defenderlas ni ser su fábrica capaz de resistir la batería. Como era favorable el viento, dos naves a un tiempo, a velas llenas, armadas de los acostumbrados picos la proa, rompieron con facilidad la cadena. Entraron al puerto las que seguían, despreciando los cañonazos de los baluartes de la ciudad, que, no sin fruto, incesantemente disparaban.

Disputaron la entrada con valor diez naves de guerra francesas -las demás se habían vuelto, a sus puertos- y se trabó una batalla cruel, con tanto tesón de una y otra parte, que, mezclados los leños, casi era inútil el cañón. Peleábase con fuegos de inhumano artificio, ollas, camisas y bolas de betún ardiente. Deseaban los franceses venir al borde, porque estaban más bien guarnecidos de gente de guerra; pero los ingleses toda la lid acometieron al fuego, y siendo en número superiores, no podían diez naves defenderse de tanta multitud de leños enemigos, que suplían siempre los maltratados. Los de la flota procuraron internarse más en la ría por si podían tener socorro de tierra y echar a ella los fardos de las mercaderías; pero los ingleses habían ocupado la orilla, y a fusilazos embarazaban a los españoles sus faenas, permaneciendo a pecho descubierto contra la artillería de estas naves, que se defendían valerosamente.

Las que estaban más protegidas de los baluartes de la ciudad y más vecinas a ella, desembarcaron tumultuariamente algunas mercaderías con poco logro, parque mal guardadas en la confusión, el mismo paisano llamado a defenderlas, las robaba. No se puede describir día más cruel, ni más lastimoso, por el innumerable género de muertes que padecieron aquellos infelices, ceñidos de inevitables peligros en espacio tan estrecho. Los que siguieron las naves de la flota hasta lo más bajo de la ría, vencidos ya los franceses que hacían frente, pretendían apagar el incendio por la ambición de la presa, porque don Manuel de Velasco, a quien no desamparó el valor, sino la fortuna, mandó quemarlas; esto mismo hicieron los franceses, echándose al mar la gente que salvarse pudo. Los enemigos ya no cuidaban sino de apagar las llamas, aunque veían que la mayor parte de las mercaderías se habían echado al mar. Muchos perecieron buscando en el centro del fuego las riquezas; éstos y los que murieron en la batalla fueron ochocientos ingleses y holandeses; quinientos quedaron heridos, y una nave de tres puentes, inglesa, incendiada, pero tomaron trece naves de españoles y franceses, entre ellas siete de guerra y seis de mercaderías, aunque muy maltratadas y medio quemadas algunas; las demás las echaron a pique o las entregaron a la llama en el ardor del combate. Murieron en él dos mil españoles y franceses, y pocos dejaron de estar heridos.

Valerosamente se portaron los jefes de la armada inglesa y holandesa; Ormont Halemundo y Colemberg fueron vistos por su mano pelear en el más estrecho riesgo. No menos esforzados, aunque menos felices, fueron el señor de Ciaterno y Velasco. Se gloriaron aquéllos que el valor de lo apresado subía a la suma de cuatro millones de pesos; más de ocho es cierto que perdió el comercio de Cádiz, donde quedaban ocultamente incluidos los mismos enemigos; y así, no era todo ajeno lo que tomaron y echaron a perder. El Rey perdió más que todos, no sólo en no quedarle navío para Indias y en lo que había de percibir de las aduanas si se introducían todas las mercaderías, sino porque fue preciso después valerse de navíos franceses para el comercio de la América, que fue la ruina de sus intereses y de los de sus vasallos.

Al otro día de la sangrienta batalla hicieron bajar al mar los enemigos gran número de buzos con poco efecto, porque la artillería de la ciudad lo impedía, y volviendo a embarcar su gente, llenando de flámulas y gallardetes los árboles, cantaban con flautas y pífanos la victoria. Así dirigieron la proa a sus puertos, dejando llena de tristeza y horror aquella tierra; luego bucearon los españoles, y se recobró lo que aún no había corrompido el agua. De esta desgracia nacieron infinitos pleitos en toda la Europa, porque toda estaba interesada.

Al Rey Católico le alcanzó en Génova esta noticia, donde estaba magníficamente hospedado de aquella República en el burgo de San Pedro de Arenas. Con esto apresuró su viaje para España, embarcándose en las galeras de Francia: era su intención ir a Barcelona, pero furioso el mar y contrario el viento, le obligó a desembarcar en Antibo. Siendo la estación tan poco a propósito para navegar, era perder mucho tiempo esperar a que se mudase en favorable, y así emprendió el viaje por tierra, y en breves días llegó a Barcelona. Luego, con particular decreto, cesó el gobierno de la Reina, aunque a largas jornadas se encaminaba el Rey a Madrid, adonde no pudo llegar antes que feneciese el año de 1702.




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Año de 1703

No negaba el Rey claramente concluir las Cortes de Aragón, pero lo difería, que era un modo no injurioso de negarlo. De esto se dolía el reino, y no de que había merecido menos que Cataluña; estas quejas, nunca satisfechas, se entregaron más al disimulo que al olvido.

El Rey entró en Madrid el día 27 de enero, recibido del pueblo con el acostumbrado aplauso y alegría. Lo interior de la corte y la parte de ella más principal ardía en odios y artificios que inspiraban la ambición; vino con el Rey el cardenal de Etré, embajador de Francia, con ideas de mayor autoridad que podía tener defendiendo la suya el cardenal Portocarrero, y don Manuel Arias; ni era poca la que tenía el conde de Montellano con el favor de la Reina y de la princesa Ursini, que ya comenzaba a explicar su poder, ingiriéndose en los negocios más graves y usando las artes posibles para conservar amante del Rey a la Reina, a la cual enteramente poseía.

Montellano disentía en un todo de las máximas austeras de Portocarrero y Arias, y aunque sólo era presidente de Ordenes -pues había ya vuelto el mayordomo mayor de la Reina, conde de San Esteban-le quedaron a Montellano los honores y la entrada en el cuarto de la Reina; con esto se alimentaba el favor, y disponía la princesa que el Rey, separadamente, le consultase las más graves materias.

El cardenal de Etré, por necesidad que se tenía de la Francia más que por genio del Rey, resolvía lo más principal, y dispuso que nada despachase en su casa Portocarrero, y que llevase todo al Consejo del Gabinete. Esto le empezó a conmover, y más cuando vio que no era su voto atendido; hablaba mal ya de los franceses, y que no debían usurpar el mando a los es pañoles, sin advertir que era su adulación quien los había introducido al gobierno, y que declinaba su autoridad por donde pensó ensalzarla. Etré, sin atender a estos respetos, obraba impetuosamente y pretendió le visitase en su casa el presidente de Castilla. El Rey se inclinaba a esto, porque le parecía que, siendo cardenal, forastero y embajador, no perjudicaba a las preeminencias de aquel empleo. Don Miguel Arias mostró gran firmeza en sostenerlas, exponiendo al Rey sus razones y suplicándole que si en esto se hallaba mal servido, le exonerase del cargo. El Rey nunca quiso interponer su decreto, y Etré se quejó de esta que le parecía demasiada circunspección del presidente, al rey de Francia, que juzgando la cosa de poco momento para tanto empeño, le ordenó no tratase más de eso y dejase las etiquetas y formalidades de los tribunales como las hallaba.

Esto espinó los ánimos, y aunque la princesa no era amiga de Portocarrero ni de Arias, se conjuró con ellos contra Etré, con quien había tenido una disputa, porque pretendía libre la entrada en el cuarto de la Reina. La princesa, como camarera mayor, guardando las leyes de la etiqueta del palacio español lo prohibía, lo que alteró mucho el ánimo del cardenal, porque se había lisonjeado venía no sólo a hacer la primera, pero la única figura en la corte; por eso, aunque era francés le era también molesta la grande autoridad que Juan Orry tenía sobre la Hacienda Real. Este, aunque, como dijimos, era impetuoso y pertinaz en su dictamen, puso en buena forma el Real Erario y le reintegró en muchas rentas que le tenían usurpadas, ejecutando sobre las alcabalas lo que no se habían atrevido a hacer muchos reyes, aunque lo ordenase en su testamento Fernando el Católico; porque el descuido de los ministros de Hacienda o el poder de los que las habían usurpado, dejó inveterar el abuso. Desde que se concedieron a los reyes por toda Castilla la Vieja en las Cortes de Burgos y se ampliaron para ambas Castillas en las de Alcalá al rey don Alonso el Onceno, vendieron muchas alcabalas los reyes, empeñaron otras por tiempo limitado, algunas dieron por remuneración de servicios y por equivalente de pretensiones contra la Corona, otros las poseían sin más derecho que un abuso envejecido por siglos, con la buena fe que sólo esto les daba acción para mantenerlas. Juan Orry, aplicando antes al Real Erario todas las alcabalas, mandó que cada uno trajese los instrumentos justificativos de su posesión, formó una Junta en que se examinaban las razones del Rey y de las partes y se administró exactamente justicia, restituyéndolas a cuantos tenían legítimo derecho, y quedándose el Rey con las que claramente le habían usurpado.

***

El rey de Portugal, después de haber firmado la liga que dijimos, escribió al Emperador y a los ingleses que aquélla sólo se reducía a defensiva de sus Estados y a no permitir paso para la España, que era una mera neutralidad que no impedía la buena inteligencia ni el comercio. Con esta ocasión envió el Emperador por su embajador extraordinario a Portugal al conde de Vesteink, y supo introducirse tanto en la gracia del Rey, que tuvo forma de proponerle no sólo que dejase la neutralidad, pero que entrase, en la Gran Liga ofensivamente, pues siendo la guerra que por la Extremadura se hiciese la que más vivamente hería el corazón de España, reconocerían los aliados este beneficio como de su mano, dejándole dueño de Extremadura y de Galicia, que serían las primeras conquistas, y de Buenos Aires en Indias. Que nada gastaría en la guerra aunque levantase veinte mil hombres, porque lo pagarían los alíados, de que le resultaba el beneficio de que entrase tanto dinero en el reino y ejercitase en el arte militar sus gentes. Estos ofrecimientos confirmaban los ingleses y holandeses. No se acababa de determinar el Rey, aunque el embajador austríaco le había ganado el ánimo, y el dictamen de su confesor. El almirante de Castilla, que, con el conde de la Corzana había abrazado claramente el partido austríaco, facilitaba la conquista de España como cosa infalible y de ningún trabajo, no sólo por lo desarmado de ella, sino por el gran partido que tenía la Casa de Austria en la primera nobleza y los pueblos. Ni dejaba de esparcir las mismas reflexiones el padre Álvaro Cienfuegos, hombre de sublime ingenio y de natural eficacia en las palabras. No faltaban en Portugal otros que persuadían al Rey lo contrario; pero importó mucho para determinarle lo que de Madrid escribió su embajador Diego de Mendoza, hombre adverso a los españoles, poco amigo de la quietud y embebido de especies vastas y de ideas superiores al poder de su Soberano.

El primer paso que el Rey dio a impulsos de los que querían la guerra, fue leer las cartas de Mendoza en una junta particular que hizo, a la cual admitió a los embajadores de Alemania, Inglaterra y Holanda como para ser oídos, y éstos consiguieron que interviniese también el almirante. El tenor de las cartas era éste: que estaban las cosas de España en el estado más infeliz, sin fuerzas para sostener la guerra; sin armas ni tropas, ultrajada la nobleza e igualmente descontenta como los pueblos; dividido en bandos el Palacio y los que gobernaban; aborrecidos los franceses, adverso ya a ellos el cardenal Portocarrero, desconfiado el Rey de los magnates, quejosa la Andalucía de haberse el Rey en Vigo apoderado de sus caudales, sin puntual examen de si eran de sus enemigos o de sus vasallos, despreciando la consulta del duque de Medinaceli, presidente de Indias, que, irritado de esto, había dejado el empleo. Que estaba el reino de Aragón quejoso por haberle negado las Cortes que se concedieron a Cataluña, donde se contaban pocos leales, y que si se daba tiempo a que la España se armase, padecería Portugal, desprevenido, las primeras opresiones. Que toleraban mal los príncipes un neutral, y que ya rota la alianza con España, se había cargado de otro riesgo, porque era preciso haberla religiosamente observado o declarársele enemigo. Que el dominio del mar lo tenían los ingleses y holandeses, y que de ellos no podía defender el francés al Brasil y las Indias Orientales, ni aun a Lisboa si la invadiesen, porque, sobre no tener el francés tantos fuerzas marítimas, sostenía sólo la guerra en Italia, en el Rhin y en Flandes. Que estaban empeñados los aliados en perficionar la obra, y que no, tardaría en declararse por ellos el duque de Saboya, quejoso y atento a su utilidad. Que caería infaliblemente el Trono de España si se le internase la guerra por Extremadura, y que no podía esperar Portugal, de confirmarse poderosas estas dos Coronas, sino un eterno temor: que cuando cayese el Trono de España no podía dejarle de tocar algún deshecho fragmento de máquina tan vasta, pues no había otro medio de dilatar los Imperios que con la ruina de los confinantes, y que estando tan ceñido el de Portugal, no se debía perder la oportunidad de extenderse por la Galicia y Extremadura, porque no la hallaría semejante.

Esto persuadía en sus bien compuestas cartas Mendoza, cuyo dictamen tuvo muchos secuaces, porque habían los aliados con dinero corrompido a muchos, y los alemanes, al descuido, se dejaban entender que casarían al archiduque Carlos con la infanta de Portugal.

De contrario parecer era el duque de Cadaval, príncipe de la real sangre, serio y prudente. Dijo que no tenía fuerzas el reino para emprender una guerra sin necesidad, que constaba sólo de seis provincias destacadas, por accidente, de la España, con solas tres plazas fronteras; que si éstas se perdiesen o arruinasen y se devastase con hostilidades la tierra, sería irreparable el daño. Que para la propia defensa se debía aventurar todo, pero no por intereses ajenos, con soñadas utilidades que dependían de la fortuna; que fuese Borbón o austríaco, uno sería siempre el rey de España, las mismas sus máximas contra Portugal, a quien no daría parte de sus reinos, y más aquellos que le servían de antemural. Que había más que temer de los austríacos si volviesen a ocupar el solio, porque de su dominio se había apartado el que siendo duque de Berganza se coronó Rey, y aunque aquella fue ofensa hecha a la Majestad, que siempre es la misma, estaba demás el acordarse que se hizo a la propia familia. Que no se debía aventurar la posesión cierta y la quietud por ideados aumentos y promesas que no quiere cumplir la soberbia del vencedor, ni puede la infelicidad del vencido. Que eran las ligas de muchos príncipes necesariamente poco duraderas y fementidas, y que siempre quedaba peor el menos poderoso; siendo cierto que la vastidad de los reinos de España no se podía ganar toda en muchos años a fuerza de guerra, sosteniendo el empeño la Francia, cuyo poder, por su situación, por sus naturales fuerzas y admirable armonía con que la gobernaba el actual Rey, era igual al de los aliados, sin contar el invencible que adquiría la España, bien regida y ejercitada en la guerra, que la haría cruel contra Portugal el envejecido odio de los castellanos, y más sin razón provocados, porque no la había alguna para romper la paz hecha con la reina María Ana de Austria, en nombre de su hijo Carlos II. Que las maliciosas insinuaciones de casar al archiduque Carlos con la infanta de Portugal eran artes de corte, para dar otro color más al engaño, porque esta princesa tenía solos ocho años, y muchos más el archiduque, que si era un gran príncipe por su real linaje, no se le conocía más Estados que los que le podía dar la fortuna, y que no era razón entrar en el reino de Portugal a aventurarse en la ajena, y que si no le socorrían con muchas tropas, no podría hacer la guerra, y con ellas exponía su libertad a una necesaria servidumbre, y la pureza de la religión católica a que la contaminasen en los pueblos tantos herejes.

Este dictamen no tuvo aceptación en el Rey, y, más poseído del temor que de la ambición, adhirió a la Liga contra España y se firmaron en Londres los capítulos. Ofrecieron los ingleses el dinero que fuese menester para el ejército que había de militar en Extremadura, dándole por jefe a un general portugués, al que se habían de agregar ocho mil ingleses, y, si fuese menester, hasta doce mil. Los austríacos nada dieron más que esperanzas; prometieron dar parte de la Extremadura y de Galicia después de haber conquistado toda la España. De las que precedieron disposiciones a esta liga, y las que penetró en el ánimo del rey don Pedro, ya había dado cuenta al Rey Católico el marqués don Domingo Capicciolatro, su embajador en Portugal; pero les pareció a los españoles no darse por entendidos hasta que se publicasen los capítulos de la alianza, bien que ya había sacado de Madrid el rey de Portugal a su embajador, y el suyo de Lisboa el rey de España, mientras se hacían reclutas y bajaban tropas francesas.

A pocos días se publicó formalmente la guerra por una y otra parte, y por ambas se fortificaron cuanto era posible y presidiaron las fronteras. Enviáronse a la Extremadura tropas con el príncipe de Esterclaes; bajaron de Francia doce mil hombres con el duque de Berwick, hijo natural del rey Jacobo II de Inglaterra, hombre de valor, prudente y experimentado, a quien se dio el mando de este ejército. También se hacían levas en Portugal, y se nombró por general de la caballería al almirante de Castilla; agregósele el conde de la Corzana con el mismo grado que tenía en España; éstos fueron en esta guerra los primeros españoles que tomaron las armas contra su Rey, y los llamaban en su propio ejército los primeros rebeldes.

A este tiempo, justamente atemorizado el Pontífice de los grandes terremotos que sucedieron en sus Estados y en el reino de Nápoles, con desolación de pueblos enteros y ruina de muchos y magníficos edificios, parecióle aplacaría en parte la ira de Dios si exhortase a los príncipes a la paz, y así envió varios nuncios extraordinarios a las cortes más principales, sin fruto alguno. Fue a España el arzobispo de Damasco, Antonio Félix Zondadari, que después se quedó por nuncio ordinario. Fuéle fácil persuadir al Rey a la quietud; pero como la España y la Francia sólo se defendían de sus enemigos, era arduo, persuadir a aquéllos, obstinados en su empeño, y prosiguió la guerra más vigorosa. Para adelantar la de Italia, fortificó Guido Staremberg a Ostiglia, ante cuyos muros plantó los reales, adelantándose con un destacamento a Ostiglia a cubrir a Mirándula el príncipe de Lorena. Habían los alemanes hecho diques a las aguas del Po, junto a quien invadió el francés; dejóle empeñar en el sitio el príncipe Eugenio hasta abrir trinchera, plantar batería y hacer brecha, y cuando estaba para dar el asalto el duque de Vandoma, soltaron tan oportunamente los alemanes las aguas e inundaron el campo de los enemigos con tal ímpetu, que se llevaron las trincheras, las tiendas y todos los instrumentos y preparativos para el sitio.

Huyeron los franceses precipitadamente, mas los seguía el agua; padeció mucho la infantería. Los que ensalzaron el ardid del príncipe Eugenio censuraban el error de los franceses en haber atacado a la ciudad por la ribera más inferior y pantanosa del Po, cuyas aguas dominaban al campo, cuando, si antes hubiesen tomado a Mirándula, no podía mantenerse en Ostiglia el Príncipe, ni tenía más retiro que al Estado veneciano, y empezaría de nuevo la guerra. Este fue el parecer del príncipe de Vaudemont, pero le despreció Vandoma. El teniente general Albergoti asaltó el destacamento del príncipe de Lorena con tanta infelicidad, que fueron los franceses vencidos; hubiera sido mayor el estrago si don Mercurio Pacheco, conde de San Esteban de Gormaz, hombre de no vulgar valor, no hubiera resistido con su regimiento de caballería española el ímpetu de los vencedores. Alternaban la fortuna las dichas con las desgracias, porque a este mismo tiempo tomó el general Torralba, español, a Briscello.

Aunque hacía la guerra en Italia el francés, tenía más altas ideas, pero dependían de la suerte del duque de Baviera. Había secretamente determinado bajar contra el Tirol, y en caso de ganarle, tenía orden el duque de Vandoma de juntar a los bávaros gran parte de sus tropas, empresa que, si la prosperaba la fortuna, estaban expuestos a gran riesgo los Estados hereditarios de la Casa de Austria, y corrían los franceses sin dificultad desde el Rhin hasta el talón de la bota de Italia (que esta es su figura, que remata en Nápoles). Luego que penetró tan vastas ideas el duque de Saboya y tan perniciosas a su seguridad, determinó secretamente apartarse de la liga de España y Francia y adherir a los austríacos, si se ponía en ejecución, porque le pareció más heroico disfrutar su desgracia que dejarla llegar.

Los franceses llevaban esto con gran secreto; pero las mismas operaciones del bávaro daban a entender, porque no se podía con otro fin empeñar en la conquista de un país difícil, estéril, pobre y afecto a su Soberano. Contra él tenía prevenidos dos ejércitos el Emperador: uno conducía el conde de Sckilich, para infestar la Baviera, y constaba de veinte mil hombres; catorce mil introdujo al Palatinado el conde de Stirum; los prusianos sitiaron a Rhenoberga. Ni aun estando ceñido de enemigos se amedrentó el duque de Baviera; en cuatro días ganó a Neoburg, intentó llevar a su partido al círculo de Franconia, o que se quedase neutral, pero ya los había ganado el César. Rindióse Rhenoberga por hambre a tiempo que el mariscal de Villars había pasado el Rhin, aun observado del príncipe Luis de Baden, que retrocedió con su ejército después de haber presidiado el fuerte de Kell con cuatro mil hombres. Quedó con un destacamento el general Sibrach, pero fue vencido de los franceses y seguido hasta un vecino bosque en que se refugió. No dejó de quitarle mucha gente la espada del vencedor, y la deserción más.

Apartados estos dos cuerpos de tropas enemigas, puso Villars en contribución cuanta parte de la Germanía alcanzaban las suyas, y puso sitio a Kell, batida desde el día 5 de marzo con ochenta cañones y sesenta morteros; era su gobernador el conde de Usberg; hizo lo que debía, pero al fin cedió a la fuerza y ganaron los franceses la plaza en pocos días. El príncipe de Hesse Casel sitiaba a Trabrach; socórrela el mariscal de Tallard y levanta el sitio. Creyendo ocupados a los alemanes, cubría con una línea la Baviera el Duque; pero la forzó Sckilich y penetró en la provincia, haciendo hostilidades tan bárbaras que excedían los estilos de la guerra, porque era la que hacía con mayor animosidad el Emperador, cuyas tropas sitiaron a Riden, que rindieron con facilidad. Con esto hubieron de incendiar gran parte de la Baviera hasta el río Inn, donde plantó su campo Sckilich a los 30 de marzo. El duque de Baviera determinó seguirle, y emprendió la marcha en una noche sumamente fría y cubierta de niebla, y marchando hasta el alba vio una partida de caballos ligeros de los enemigos que batían la campaña; deshízolos luego, matando la mayor parte; los que escaparon dieron a Sckilich noticia que venía con sus tropas el Duque, y no esperando a que llegase, se retiró con las suyas a Pasavia, dejando, para asegurar la marcha, ocho mil sajones que disputasen al Duque la suya, dispuestos en las sendas más angostas; llegando a ellos los bávaros, se trabó una sangrienta disputa; fueron los sajones vencidos; quedaron prisioneros trescientos, y muertos cuatro mil; mil bávaros, y entre ellos el conde Leopoldo del Arco. No pareciéndole a Sckilich estaba seguro en Pasavia, la desamparó. No estaban de buen semblante las cosas de los coligados, porque oprimían la Germania con duros tributos bávaros y franceses, y por el alto Rhin entró con un ejército Luis de Borbón, duque de Borgoña, pretendiendo juntarse al del mariscal de Tallard. Los confederados tenían tres ejércitos, y el mayor le mandaba el duque de Malbruch, inglés, que marchaba hacia Mastrich; otro, el general Overcherchez, hacia el Palatinado Alto; otro, el general Cohoorn, holandés, que iba contra Bona.

Mandó el Rey Cristianísimo a Villars que por la Selva Negra juntase sus tropas con el bávaro, porque ya expugnados Kell y Keutringenno, era dueño de las riberas del Danubio. El bávaro, después de haber hecho no pocas hostilidades en el Palatinado Inferior, determinó acometer a Stirum. Guardaba el río Wilso con un fuerte destacamento el barón de Aspech, y mientras el duque de Baviera marchaba al puente, mandó que le acometiese el general Vechel, para que, embarazados los austríacos pudiese el Duque ponerse sobre Amberga. Favoreció la suerte esta idea, porque mientras peleaba Stirum -que fue poco después vencido y se retiró a Franconia- convirtió sus armas el bávaro contra Amberga y la rindió. Marchaba por caminos difíciles, ásperos y no conocidos Villars, y aunque le envió el duque de Baviera guías, siempre era ardua la empresa, porque no había podido romper las líneas de Stolfen, y para asegurar su retaguardia de las tropas de Luis de Baden, dispuso que plantase su campo en Offemburgo el mariscal de Tallard, para observarle. Entró primero en el bosque con la manguardia, compuesta de diez mil franceses, el señor de Blanvil; con poca separación llevaban la mayor parte de las tropas, y el centro de ellas, los tenientes generales Legal y Lahé; con diez piezas de cañón les precedía parte de la caballería, y parte marchaba entre el centro y la retaguardia, en que estaba Villars; treinta y cuatro mil hombres componían este ejército. Para embarazarle los pasos, el príncipe de Fustemberg ocupó algunos collados y eminencias, pero eran sus fuerzas pocas y nada intentó. El general Noremberg puso tres mil alemanes con alguna artillería en una pequeña llanura, a la cual habían de venir precisamente por una senda estrecha los franceses; disputóseles el paso, con muerte de algunos, pero quedaron vencedores, y, puestos en huida los enemigos, prosiguieron su marcha y tomaron a Vilinghen; vencido el monte, descansó algunas horas el ejército, y se envió antes al señor de Usón con alguna caballería a encontrar a los bávaros, porque el general Mafei estaba con cuatro mil de ellos en Fredingue, donde, con recíproco aplauso, se juntaron las tropas. Fue celebrada la conducta y disciplina militar de Villars y la obediencia de los franceses, sin deserción alguna, por caminos ásperos y bosques, siempre con las armas prevenidas.

Esto dio aprensión a los confederados: juntáronse Sckilich y Stirum. Enviaron los holandeses más tropas al príncipe de Baden, porque, sobre haberse juntado el duque de Borgoña con el mariscal de Tallard, temían las vastas ideas del duque de Baviera, con esta unión de los franceses más poderoso. Era justo el recelo, porque se hallaba en el corazón de la Germania un ejército de sesenta mil hombres, mandados por dos jefes, los más esforzados y peritos en el arte militar, como eran el duque de Baviera y el de Villars; pero esto mismo que tanto consternaba a los enemigos, fue la ruina del duque de Baviera, ya por sus desproporcionadas ideas y ya porque no duró la concordia y buena armonía entre los dos ejércitos.

Obedecía de mala gana Villars al Duque, y la soberanía de éste llevaba mal la poca docilidad de los franceses a sus órdenes. En fin, pasaron tan adelante los disgustos, que después de tantos gastos hechos para aquella unión, malogro de tiempo y peligros padecidos, fue preciso separarse. Determinó el bávaro con sus tropas invadir al Tirol, y juntándose por el Trentino, como ya dijimos, con el duque de Vandoma, despojar a los austríacos de sus Estados. Para guardar los suyos, dejó al mariscal de Villars y partió a la empresa; con poco trabajo y oposición entró en Tirol y ejecutó las mismas bárbaras hostilidades que las tropas austríacas en la Baviera y Palatinado; saqueó, quemó y asoló muchos lugares, de forma que más parecía venganza que guerra. La plaza de Kulflen se le opuso; rindióla, y se retiró la guarnición al castillo; esto le hacía perder tiempo, pero un accidente le fue favorable: prendióse acaso fuego en la ciudad; corría viento, y llevó las llamas al castillo, que también ardió, porque se cebaron no sólo en los maderos de la estacada, pero en otros que había de reserva; creció el incendio hasta llegar a los almacenes de víveres y municiones. Ocupada la guarnición en apagarle, se descuidó por breve tiempo en la defensa, porque no podía acudir a todo. Los bávaros, logrando esta oportunidad, aplicaron las escalas al muro, por donde lo permitía el fuego; distraído el presidio en dos tan grandes cuidados que por dos partes le amenazaban, quiso defenderse de uno y otro, pero no pudo, porque apenas venció el de las llamas cuando ya estaban sobre el muro los enemigos, y, aunque a costa de alguna sangre, ganaron el castillo.

Con esto obedeció todo el Tirol y su capital, Inspruck, de donde con algunas tropas salió el conde Solario y retiró a las montañas para juntar gente, que lo hizo sin dificultad, por ser toda la provincia fidelísima a los austríacos. El conde de Heister, que gobernaba la Carintia, también tomó las armas con las milicias que pudo juntar, y de modo observaban al ejército de los bávaros, que no poseían más tierra que la que pisaban, pues sólo mientras duraba la violencia obedecían los pueblos, de los cuales no era, fácil sacar contribuciones, ya por la suma pobreza del país, ya porque dejaban antes quemar sus haberes que contribuir al ejército enemigo, ni aun con víveres, porque los que no podían defender los quemaban para que no sirviesen a sus contrarios. Esto atajó los progresos del duque, pues una sola provincia le ocupaba un ejército.

Luego que llegó a la noticia del duque de Vandoma que se hallaba en el Tirol el de Baviera, juntó el Consejo de Guerra para el modo con que había de unirle parte de sus tropas, y dejando el mando de las que quedaban en Lombardía al príncipe de Vaudemont, sin participarlo al duque de Saboya, antes cautelándose de él, emprendió la jornada con quince mil hombres escogidos. Llevaban la manguardia por ambas partes del lago de Garda los señores de Prasin y Besons. Por el camino de Gargamo arriba conducía otras tropas Medavi, y hacia el Adda iban las restantes con el duque. En Monvaldo se les opuso el general Vaubon con tres mil alemanes, que puso en una pequeña llanura en la senda de un monte asperísimo y embarazado de peñas, donde un intrincado bosque imposibilitaba el formarse. No pudiendo abrir trincheras los alemanes por lo peñascoso del terreno, levantaron una pared de grandes piedras y, formando un vallado, contenían en él toda la gente, puestas algunas piezas de cañón contra la senda por donde habían de venir los franceses, y aun ésta la embarazaron con troncos y peñas.

De esta dificultad advertido el duque de Vandoma, y no siendo fácil penetrar por el ordinario sendero del bosque, porque venía a rematar la garganta de él en el campo de los enemigos, determinó subir un monte asperísimo que los dominaba, y desde allí marchar, evitando la pequeña llanura, hasta paraje en que pudiese bajar a ella formado; y apeándose el primero del caballo el duque, emprendió subir la cuesta; el ejemplo enfervorizó a los demás, y fue, tanto el ardor con que los soldados ejecutaron aquella obra, que llevaron en hombros, hasta las cimas del monte, las piezas de cañón de campaña y las cureñas, no siendo posible que mulos ni bueyes de la mayor fuerza las pudiesen subir por un collado tan difícil y precipitoso. En fin, vencida con gran trabajo esta dificultad, ya puestas las tropas y los bagajes en la eminencia del monte, dominaban el campo enemigo, el cual empezaron a batir con artillería, y bajando ordenados cuanto permitía la selva, no aguardaron los alemanes a venir a batalla, y dejando la artillería y tiendas se salvaron por el opuesto bosque. Esto facilitó a los franceses poder llegar hasta el Trentino y avisar de su marcha al duque de Baviera, que alcanzó esta noticia el día 28 de julio. Bajó luego a Brijo, pero los franceses no pudieron proseguir regulares las marchas, porque se entretuvieron en el sitio de Trento, que con dos mil hombres defendía el conde Solario. Estaban ya abriendo trinchera, y faltaban pocas leguas al bávaro, para llegar a juntarse con los franceses.

En este estado de cosas, traidora la fortuna cuando, más se les fingía propicia, los obligó a cada uno a retroceder por su camino; el bávaro, porque tuvo aviso de haberse con su ausencia sublevado todo el Tirol, y el francés, porque la tuvo con un expreso despachado por el príncipe de Vaudemont: de haberse declarado por los austríacos el duque de Saboya, y firmado los capítulos de la nueva confederación en Roma, en casa del embajador cesáreo, ajustados antes en Turín con el conde de Ausberg, consejero áulico de Leopoldo, que había venido oculto a este efecto, según avisaban los embajadores de España y Francia que en aquella corte residían. Con esta tan importante novedad bajó corriendo la posta el duque de Vandoma, con pocos oficiales, hasta llegar a su ejército de Lombarda, y dejó encargadas a dos tenientes generales las tropas, para que volviesen por sus regulares marchas. Este éxito tuvo tan trabajosa empresa, y tan irregular idea dio ocasión al duque de Saboya a mudar de sistema, mas no se habían aún declarado, porque esperaba cobrar primero el dinero que le ofrecieron dar los ingleses, y retirar cuatro mil hombres que tenía entre las tropas francesas. Para esto ordenó que, ya cerrada la noche, se apoderasen los suyos, matando los centinelas, del puente de San Benito, y chocasen con los que estaban a la otra parte del río, que hallarían, sobre ser inferiores en número, desprevenidos; y que pasando a cuchillo a los que fuese menester para abrirse paso, en la marcha de la propia noche se pusiesen en sus Estados.

Esto no pudo tener efecto, porque el día que precedía a la misma noche en que se había de ejecutar, sitiando a los cuerpos de los piamonteses el duque de Vandoma, los desarmó y detuvo prisioneros. Ya con esto, habiéndose descubierto el de Saboya, arrestó en sus casas a los embajadores de España y Francia, que tenía en su corte; por el Rey Católico lo era don Antonio de Arbiso, marqués de Villamayor, cuya prisión duró hasta que se dio libertad en España a un ministro del Duque que también estuvo retenido. Lo mismo se ejecutó con Francia, donde esforzaba la duquesa de Borgoña las razones de su padre, que ya las había publicado en un manifiesto, diciendo no habían guardado los franceses lo capitulado en su alianza, no sólo en haberle negado el mando de las tropas de Italia, pero en haber acometido a los Estados austríacos, por donde juntándose con el duque de Baviera, querían cortando por medio la Europa, correr desde el Danubio al Po, estando el Emperador distraído, en tantas guerras que era fácil desposeerle de las provincias que, dando paso a la Italia, le tejen una cadena. Que estas vastas ideas eran contra la seguridad pública, y que teniendo actualmente. el Rey Cristianísimo en pie trescientos mil hombres, ochenta mil el Rey Católico y treinta mil el bávaro, eran capaces de aspirar a la depresión de muchos príncipes, y de la Casa de Austria, que era la que daba justo equilibrio a las potencias de Europa, hallándose la Germania embarazada en la guerra de Polonia, y armado y vencedor un príncipe tan guerrero como Carlos, rey de Suecia, enemigo de la Germania y del César.

Que si en esta ocasión le moviese guerra, atacado por Inn de los bávaros; por el Tibisco de los rebeldes húngaros; por el Danubio del mariscal de Villars; por el Rhin del duque de Borgoña, y sosteniéndola en Italia contra sesenta mil franceses, estaba en manifiesto peligro, no ignorando el estrecho en que le ponían estos empeños Acmet, emperador de Constantinopla, príncipe de elevado espíritu y por esto sustituido a su hermano Mustafá, hombre remiso y amante del ocio. Que el propio interés podía adherirse a la parte más débil para sustentar la declinante fortuna, eligiendo mejor morir armado que dejarse oprimir inadvertido. Que no había violado la confederación, sino que la había, acabado de romper violada: que no hacía guerra el padre contra sus hijos, sino un príncipe contra otro. Que estaba obligado a aventurarlo todo por la quietud de sus pueblos encomendados de Dios, los cuales anteponía a sí mismo, a su Casa y posteridad, a la cual, si con siniestros sucesos perseguía la fortuna y la extinguía, siempre eran de Dios los pueblos y cuidaría de ellos. Que dejaría las armas siempre que ajustadas las cosas con peso y balanza igual, no hubiese probablemente de qué temer ni ambición de qué recelar.

Estas razones del duque de Saboya eran las mismas de todos los príncipes de Italia; pero no tenían fuerzas para explicarlas con las armas. No dejaron con todo eso de tener sus censores, pareciéndoles monstruoso empuñar armas contra los intereses de sus hijas, y tratar confederación secreta con un enemigo de sus aliados; pero los desapasionados conocían que los príncipes no están obligados a las estrechas leyes de las personas privadas, y que su único interés es la razón de Estado.

Los artículos de la nueva alianza en que se adhería el duque de Saboya a la que tenían hecha los ingleses y holandeses y el rey de Portugal con el Emperador, fueron muchos, y éstos los principales:

Que entraba en esta liga por seis años si antes, de común acuerdo, no se establecía la paz. Que se le daría luego cien mil doblones para los gastos de la guerra, y que Pagarían de sus tropas piamontesas doce mil hombres los ingleses. Que conquistado el ducado de Milán se le daría la plaza de Alejandría, la Lomelina, el Vigevenasco y la Valsesia, y que se declararían inmediatos a la línea austríaca sus derechos a la Corona de España. Secretamente hicieron esperar al Duque que darían por esposa del príncipe de Piamonte a la archiduquesa María Josefa, hija de José, rey de romanos. El Duque ofreció reconocer por rey de España al archiduque Carlos y tener en pie veinte mil hombres, de los cuales pagaría los ocho.

Esto alteró mucho el estado de las cosas de Italia: cobraron bríos los tiroleses y se levantaron contra el duque de Baviera, que aunque acudió a remediar el daño, no pudo. Asoló y destruyó la provincia, aplicó llama, hierro y las más horrendas barbaridades; pero no pudo rendirla, porque los amotinados, dejando las poblaciones y retirados a los bosques, bajaban a hacer sus correrías y mantenían en el dominio del Emperador cuanto no ocupaba con sus tropas el bávaro, a quien no era conveniente emplear un ejército en poca tierra inconquistable y dejar perder la suya, que la destruía el príncipe de Baden porque los franceses no podían atender a tanto, ardiendo en guerra el Rhin y el Danubio.

Luis de Baden intentó tomar a Ulma y marchaba a ella; pero penetrado el designio por el teniente general Legal, con los socorros de gente que le envió Villars acometió a los alemanes y los deshizo. No podía el puente del Danubio recibir cuantos se entregaron a la huida, y se ahogaron muchos; siguió Legal a los vencidos, hasta Munderkinguen; el ardor cegó algunos franceses, y se entraron, en la ciudad, donde quedaron prisioneros. En esta batalla murió un príncipe de la Casa de Hannover, y otros mil quinientos alemanes; los franceses perdieron al general Heroné y quinientos soldados. Para adelantarse más, sorprendió el mariscal de Villars a Ocstet. El duque de Borgoña sitió a Brisac, encargando el sitio al conde de Marsin; por donde corre más alto el Rhin puso las baterías con cien piezas de cañón y cuarenta morteros; empezaron a batir a 23 de agosto, y después de veintidós días se rindió la ciudad. El Emperador hizo cargo al gobernador de ella, conde del Arco, a Marsil, jefe de las tropas, por haberse muy presto entregado; formó el proceso el príncipe de Baden, y fueron degradados.

El duque de Borgoña volvió a París, y quedó el mando de las tropas al mariscal de Tallard en el Rhin; al marqués de Villars en el Danubio; y en Flandes al duque de Villarroy, a quien habían dado libertad los enemigos. El general Cohorn tomó a Bona; también se hizo cargo a su gobernador, marqués Daligre, pero se excusó con felicidad, diciendo que, ya desesperado de socorro, no había querido quedarse prisionera la guarnición, la cual, en fuerza de las capitulaciones, quedó libre. Intentó el mismo general holandés sitiar a Bruselas, y tomó los puestos; pero lo impedía el marqués de Bedmar, que estaba con sus tropas en Deuren, y le había juntado su gente el príncipe de Esterclaes; pero como no bastaba, pidió socorro al mariscal de Buflers, que vino luego. Dudóse si se había de dar la batalla, porque dividía ambos ejércitos una laguna cenagosa que impedía a la caballería, y había mucha entre españoles y franceses. Parecióles que los aguardaba el holandés resuelto a batalla; y sin reparar inconvenientes, la dieron.

Los españoles, que estaban a la derecha, deshicieron la izquierda del enemigo, que se volvió a rehacer, y duró la acción hasta que los separó la noche; pero mostró el día cuánto habían los holandeses retrocedido, y que perdieron el campo, donde hallaron los españoles muchas banderas y carros, sobre tener quinientos prisioneros; la pérdida de la gente fue igual, y entre todos murieron, seis mil.

Al marqués de Bedmar, por esta acción, le dio el Rey Cristianísimo el cordón azul del Orden del Espíritu Santo. Después, pasando el río junto a Amberes, ocupó a Bruth a vista del ejército inglés, Cohorn tornó la ciudad de Huy con facilidad, y con algún más trabajo el castillo, cuyo gobernador era el señor de Milón. Envanecido en esta victoria, quiso tomar a Limburgh sin sitiarle; envió cuatro mil hombres a forzar una puerta con una máquina militar parecida al antiguo ariete; consiguiólo, y se abrió paso a la ciudad; pero los paisanos y el presidio, guiados del señor de Reynach, hicieron frente, hasta que, saliendo por otra puerta una partida de ellos, cogieron en medio a los enemigos, que no tuvieron poca fortuna en poder escapar los más. Avisó el escarmiento a Cohorn, y plantó el sitio, en sus formas; abrió trincheras, batió los muros y se rindió prisionera de guerra la guarnición; así ocuparon los holandeses a Limburgh.

No era sola la tierra la que infestaban las armas coligadas: llenóse de escuadras el mar, y la mayor mandaba el almirante Roock, que constaba de cuarenta naves de guerra y diez de transporte; ésta cruzaba el Océano; otra, de treinta navíos, bajó al Mediterráneo. Pasó un vicealmirante a sondear los puertos del Adriático que tiene la Casa de Austria, y no los halló capaces para armada, porque los senos de aquel mar eran angostos y humildes; esto daba incomodidad para invernar, porque faltándoles, puerto amigo, era preciso buscar un neutral, y no le hallaban a propósito sino en Liorna o la Especia, en el mar Ligústico, lo que llevaban mal el Gran Duque y los genoveses, pareciéndoles era sujeción y causa de ruidos y empeños tener por tantos meses en casa gente tan desordenada y licenciosa como la que sirve en el mar, y más los ingleses, cuya arrogancia se iba haciendo intolerable.

La escuadra del Océano se presentó en las costas de Francia, por si los calvinistas ocultos de la Rochela hacían algún movimiento; no dejaban de hacer alguna trama y conspiración entre ellos; pero lo descubrió el Gobierno en tiempo, y se desvaneció el nublado. Este armamento quedó en aquella campaña inútil, porque no tenía nada en qué ejercitar su poder. Una borrasca obligó a Roock a retirarse al Támesis; logrando la oportunidad tres navíos franceses salieron de Dunkerque a encontrar en las costas de Escocia a los que venían de la pesca, del mar Báltico, y les favoreció la suerte; encontraron doscientas barcas cargadas de arenques y ballenas, escoltadas de cuatro naves de guerra mal armadas, que, acometidas por los oficiales, llegando al aborde, apresaron tres de ellas y una echaron a pique; pero fue infructuosa la victoria, porque los que traían la pesca, quemando sus barcas, se salvaron en tierra.

Restaurada de los daños padecidos, salió otra vez de Inglaterra la armada y se entregó al almirante Schiovel con algunos navíos más. Partió el día 12 de julio y pasó al Mediterráneo, para atemorizar a los reinos de él; navegó a vista de Almería y Cartagena, y su gobernador, don Carlos de San Egidio, coronó luego los muros con las milicias urbanas; juntó sus súbditos don Luis de Belluga, obispo de Cartagena y Murcia, y se armó la ribera, porque hacían los enemigos ademán de intentar el desembarco, que después ejecutaron en Altea sin suerte, pues no pudiéndose internar porque los paisanos se armaron, les faltaba aún agua y víveres, que venían escasamente de los navíos, no siendo fácil acercarse a la playa las lanchas con la continuación que era menester, ya por lo borrascoso del golfo de León, que allí empieza, y ya porque las eminencias del terreno las ocuparon gente del país, y alcanzaba la bala del fusil al desembarcadero.

Viendo esta imposibilidad el inglés, y que la caballería infestaba a los que habían desembarcado, los retiró, y dirigió a Italia la proa. No dejaron sus reinos de fortalecer sus marinas, como lo hizo en Sicilia el cardenal Judice, en Cerdeña don Ginés de Castro, conde de Lemos, y en Nápoles el marqués de Villena, con tanto mayor cuidado cuanto era allí más inminente el riesgo, porque no se había del todo olvidado la primer conjura. Estaban todavía enconados y teñidos de infamia los parientes más estrechos de los que padecieron suplicio, y avivaban la llama, desde Roma el cardenal Grimani, y el marqués de Pescara desde Viena.

Habíase vuelto de Madrid a Nápoles el duque de Monteleón despechado, y lo estaba también, porque no le había hecho el Rey grande, el príncipe de Avelino; éstos tenían continuas conventículas con el príncipe e Montesarcho, a quien hicieron más ingrato y desleal las últimas mercedes del Rey, concedidas por si podía ganarle. El marqués de Villena, aunque gratísimo a la plebe por su integridad y rectitud, no estaba bien visto de la nobleza por su natural sequedad y distracción; quejábanse que no daba audiencias, y que se entretenía más con los libros que en los negocios. Con esto se apartaban más cada día los ánimos de los intereses del Rey, lo que no ignoraba el Emperador; pero aun con tan buenas disposiciones, no podía emprender la conquista, porque estaba cruelmente encendida la guerra en Milán, y tenía el reino algunas tropas francesas. Esta fue la razón por que no se movieron los mal intencionados, ni aun a vista de la poderosa armada del almirante Schiovel, el cual, por no quedarle diligencia que hacer, viendo en tantas partes frustradas sus esperanzas, pasó a la costa de la Provenza y Lenguadoc, donde ya habían tomado las armas los sediciosos hugonotes, alentados con el dinero de Inglaterra.

Concibióse esta conjura en las Sevennas entre los calvinistas, que a pesar de la severidad del Rey Cristianísimo, estaban ocultos, y otros habían venido a la deshilada de Inglaterra y Holanda. Creció el número y llegaron las hostilidades hasta Montpeller, donde no les faltaban secretos parciales. Ocuparon el puente de Lunel y le fue preciso al duque de Rocloite, gobernador de Lenguadoc, juntar tropas, que no hacían gran progreso porque los sediciosos, llegaban a seis mil, y después que corrían la campaña saqueando y quemando los lugares, y ejecutando las más exquisitas crueldades con los católicos; se retiraban a los montes. Hacían una guerra desordenada, porque vivía cada uno a su arbitrio, sin obediencia.

Mandó el Rey al conde de Montrevel juntase más tropas y acometiese a los sediciosos; éstos, aunque inexpertos, tenían la ventaja de ser gente endurecida al trabajo,. y rústica; por eso, con entero conocimiento de aquellas selvas hacían más difícil a los veteranos la guerra, que parecía más ir a caza de fieras que combatir con hombres. Los rebeldes, advertidos de su daño, que era monstruo un cuerpo sin cabeza, tomaron por fuerza al conde Rolando y le dieron él mando de sus tropas, que ya más bien ordenadas, hacían frente a las del Rey; las cuales, ignorando este modo de hacer la guerra entre bosques y peñascos, sin poder formarse, hicieron venir del Rosellón a los que llaman carabineros de campaña, hombres acostumbrados a vivir siempre en ella, y que entienden aquel modo de pelear, guarecidos de un tronco o de un risco.

Nada se les escondía a los sublevados porque tenían por todas partes ocultos amigos a los cuales unía el interés de su religión, y así trataron de fortificar los montes, cegando las veredas y caminos, y separándolos con hondones por donde era más angosta la senda; entretejían entre sus propias ramas troncos sobre los cuales desgajaban las más vecinas peñas y así formaban como una trinchera que hacía insuperable la eminencia de los montes. A pesar, de estas diligencias, las tropas del Rey los atacaron, pero en sitio tan resbaladizo y en cuesta tan empinada, que no podían fijar el pie los granaderos; por eso duró tanto el primer combate, porque convirtiendo la desesperación en valor, los calvinistas hacían valiente defensa, ni los desamparaban sus mujeres e hijas; éstas les cargaban sus arcabuces y daban municiones, les ataban las heridas y exhortaban a aplicar todo el esfuerzo. También ellas desprendían grandes peñascos por los derrumbaderos y se propasaba al sexo la intrepidez; murieron algunas; así se inflamaron más los ánimos y se hizo más crespa y viva la acción.

Desengañadas las tropas del Rey de poder vencer la cumbre, se alojaron en los valles, tomando los pasos, como bloqueando al enemigo. Éste, aunque por ásperos collados, tenía comunicación con las Sevennas, y de Oranges y Merendol les venían socorros, pero pocos y tardos por lo remoto del paraje, la falta de bagajes y lo arduo de los caminos. No podían subsistir sin bajar al valle, y así fue preciso separarse en partidas. Ocuparon a Merendol, lugar del condado de Aviñón, puesto en una eminencia que domina los campos de la Provenza; mas ya por todas partes había tropas del Rey que embarazaban las correrías. Con esto entraron en conocimiento los ingleses que era poca diversión la de aquella guerra y que no había que fiar en ella, porque habiendo publicado el Rey un indulto general con condición que saliese de sus reinos el que no quería ser católico romano, desertaron muchos y pidieron sus pasaportes para Holanda.

El vicealmirante Halemound, holandés, instó se retirase a sus puertos la armada; y aunque lo resistía Schiovel, estuvo precisado, a hacerlo.

A los doce de septiembre se reconoció solemnemente en Viena por rey de España al archiduque Carlos de Austria, por la corte y los ministros extranjeros, menos el de Suecia y el nuncio del Pontífice. Expusieron con esto los coligados un ídolo a los españoles, no olvidados de los austríacos, y les ofrecían un protector abriendo como feria a la ambición; explicaban más el tesón de su empeño, y daban que temer a los indiferentes, para que se determinasen. Cedieron los derechos a la España el Emperador y su primogénito José, rey de romanos. Diósele al nuevo Rey por ayo al príncipe Antonio de Leichtestein, hombre severo y fuerte, de tardo ingenio y de no muy viva comprensión; por consejero se le dio al duque de Pareti; y luego partió la nueva corte para Limbourgh, de donde pasó a Holanda y fue recibido por demostraciones proporcionadas a la Majestad; era interés de ellos exaltarla para que todos se persuadiesen a que había de ser rey de España; diósele una escuadra para pasar a Inglaterra; hízose a 1a vela, pero una horrenda borrasca le redujo al puerto. Partió otra vez el día 6 de diciembre con la misma desgracia, porque otra tempestad más furiosa y permanente separó las naves y buscó cada uno refugio donde lo permitían los vientos; las de más fuerza volvieron con el rey Carlos a Holanda; algunas no pararon hasta Noruega; otras, a Francia e Inglaterra, habiéndose sumergido sólo una. Como no partió este príncipe de Holanda hasta el año venidero, lo referiremos en su lugar.

***

Expugnando ya Hagembach, sitiaron los franceses a Landao; fingiendo acometer a las líneas de Stolfen, el mariscal do Tallard torció de repente hacia la plaza, a la cual había mandado embistiese el conde de Marsin, pasando por el puente de Kell el Rhin. Para divertir a los franceses, fortificaron unas líneas a Spubarch los palatinos; pero las forzó luego el señor de Courthobon, francés, haciendo prisioneros algunos alemanes. A los 17 de octubre se perficionaron las trincheras y se batió primero la media luna, que era fortificación exterior de la puerta que llaman de Francia; diose el asalto, y después de bien reñida disputa, se alojaron los franceses en ella. Supieron por cartas interceptadas que había llegado a Spira el príncipe de Hesse Casel con un ejército. para socorrer la plaza, al gobernador de la cual, el conde de Prisia, escribía alentándole a la defensa. Luego, dejando encargado el sitio al teniente general Lauban, partió el marqués de Tallard con veinte y ocho batallones y cincuenta y cuatro escuadrones a encontrar al enemigo, y porque era éste superior, despachó orden al señor de Pracontal, que estaba destacado, que acudiese con la mayor brevedad con toda su caballería; ejecutólo tan puntualmente, marchando a rienda suelta, que llegó a tiempo que ya estaba Tallard formando su ejército para la batalla cuando vio venir al enemigo, que dio tiempo a que le aguardasen en buen paraje; y ya juntos los franceses, por no haber salido los alemanes de Spira hasta celebrar el día del nombre del Emperador, que era el de San Leopoldo, con gran ímpetu y valor de una y otra parte se empezó la batalla. Pracontal acometió a la caballería holandesa, y después de bien sangriento contraste la puso en huida, pero con felicidad tan desgraciada, que penetrado de dos balas de fusil cayó muerto.

Los alemanes pelearon más a pie firme, y se admiró la destreza y valor con que combatió en el centro el regimiento de Hesse Casel, que hacía frente. Los franceses, alentados con los principios del vencimiento, cargaron, sin dejar cuerpo de reserva, con todas sus fuerzas contra la infantería enemiga, en la cual gloriosamente, alentando a los suyos, murieron dos príncipes de la Casa de Nasau y de Hesse Casel. Había extendido su línea el alemán, haciéndola en los extremos corva, para herir por el flanco la caballería francesa, porque por su derecha no la tenía, habiendo sido deshechos los holandeses. La acción se enardecía cada instante más, y quedaba indecisa; pero habiendo vuelto de perseguir a los que huyeron gran parte de la caballería francesa, ésta cargó sobre la siniestra de los enemigos; y aunque mudó figura a la orden de sus tropas el alemán, como no estaba cubierto de caballería pudo la de los franceses penetrar sus líneas y turbarlas. Así ganaron éstos fácilmente la batalla; retiróse vencido el príncipe de Hesse Casel, dejó el campo y tres mil prisioneros y cuatro mil muertos; tanto costó a los franceses la victoria, y se contaron entre ellos los generales Lavardin y Calven.

Esta es la función de Spira, que produjo la precisa rendición de Landao, con las mismas capitulaciones que habían dado vencedores, bajo esta plaza, los alemanes. Luego ocuparon los franceses a Hamburgo y Spira; el duque de Baviera, a Ratisbona, y para mayor seguridad quitó las armas a los ciudadanos y plebe. Juntáronsele más tropas al mariscal de Villars, y plantó el campo en Donavert, donde era más fácil echar al Danubio un puente, porque era la intención de los bávaros y franceses acometer al conde de Stirum, aunque estaba bien atrincherado. Puestos de acuerdo el duque de Baviera y el mariscal de Villars, dieron orden al teniente general Usón que acometiese por la frente, mientras ellos, con un algún giro, llegaban por los lados, para que a un mismo tiempo se pudiese forzar todo el atrincheramiento de los alemanes. Más presuroso Usón de lo que era menester, acometió solo, porque no habiendo aún llegado el Duque y el mariscal, el conde Stirum repulsó a Usón, salió de su trinchera y le hizo retirar hasta el vecino bosque. Ni aun vencidos dejaron enteramente la batalla los franceses, ni volvieron jamás la espalda. Para acabarlos de deshacer, sacó Stirum toda su gente de las líneas, y cuando en los últimos batallones, peleando gloriosamente, se estaba con el favor de la selva defendiendo Usón, asaltaron por las espaldas el bávaro, y por un lado Villars, a los alemanes; cobró con esto bríos Usón, estrechó su línea y avigoró por la frente la batalla; vuelven a ella los primeros franceses que se habían separado en el bosque; formó Stirum un triángulo, pero mal protegido de su caballería (porque ya la había puesto en fuga Villars), era casi imposible defenderse, aunque había formado una bien apretada línea de bayonetas, contra el ímpetu de la caballería francesa, que padecía tanto que obligó a Villars a echarle muchos batallones de infantería con las mismas armas.

Hizo gloriosa la desgracia de Stirum, porque ceñido por todas partes de superior número, gobernó aquella acción con tanta intrepidez y presencia de ánimo, que formando de sus tropas un ángulo contra la de Usón, y una corta línea contra Baviera; sólo para defenderse acometió a Usón con tal ímpetu, que, pasando por medio de sus tropas, se metió en el bosque, donde, aunque le siguieron los vencedores, no fue tanto el estrago como hubiera sido fuera de él, pero le hizo más grande la deserción de los alemanes con las sombras de la selva y de la noche; perdieron en esta acción diez mil hombres, todo el bagaje y preparativos militares; las reliquias del ejército se retiraron a Northlinguen; murieron tres mil franceses y mil bávaros y hubo gran número de oficiales heridos.

Viendo esta disminución de tropas el príncipe de Baden se retiró a Ausburg, hasta que fortificó con gran cuidado unas líneas en Augusta. Atacólas Villars dos veces y fue rechazado; la tercera lo hizo con mayor esfuerzo, pero con la misma infelicidad, porque le repulsó Luis de Baden, con gran pérdida de franceses -tanto les costó el desengaño-; así desistieron del intento, mostró su valor y su conducta el príncipe, y Villars padeció la censura de que, fiado en las pasadas victorias, emprendiese un imposible. Los alemanes, para vengarse del duque de Baviera, ocupan a Rothemberga, cabeza del alto Palatinado; exceden a la ponderación los incendios y estragos que en esta provincia ejecutaron. Quiso el Duque atacar otra vez con Villars los Estados hereditarios de los austríacos; rehusólo éste, si no se daba orden especial de la corte. Creció la discordia hasta obligar al rey de Francia a retirar a Villars y enviar en su lugar al conde de Marsin, no bien visto de los soldados porque les daba menos libertad, y porque había en el ejército dejado Villars muchos parciales y gran opinión de su valor.

El duque de Baviera con los franceses, no sin algún trabajo, ganó a Kempton y obligó al conde de Heister que levantase el sitio de Kustrim; con esto volvía el Tirol a estar sujeto a las hostilidades, que las padeció increíbles. Así corría el Danubio el bávaro, y aunque la rabia y tesón con que hacía la guerra parece no permitía a los alemanes dar cuarteles de invierno a las tropas, el señor de Goor, general de los holandeses, no quiso estar más en campaña y obligó al príncipe de Baden a retirarse. Con esta oportunidad tomó el bávaro a Ausburg, pero perdió al mismo tiempo a Amberga. Procuró avivar la rebelión de Hungría, porque se había adherido a Ragotzi el conde Caroli, y aunque los sajones habían ofrecido al Emperador socorros contra los sublevados, iban tan mal las cosas del rey Federico en Polonia, que ya estaba fuera de ella proclamado rey Estanislao, por las artes y fuerzas del sueco, que trajo a sí el marqués de Brandeburg, reconociéndole por rey de Prusia, para que no socorriese a Federico, y aún le ofreció socorros contra los holandeses si había de disputar con las armas la herencia del rey Guillelmo, que litigaba el prusiano con el príncipe de Nasau, a quien secretamente favorecían los holandeses, jueces de la causa, por estar estos Estados en sus dominios.

Había ocupado el prusiano por fuerza parte de aquellos feudos, y prosiguiera la guerra si no se hubiera interpuesto el Emperador, por no distraer las armas de los holandeses en otro empeño que el suyo; por esto procuró apartar al prusiano del sueco, para que socorriendo aquél al sajón, se encendiese en Polonia la guerra y no se estableciese en el trono Estanislao, grande amigo y criatura del rey de Suecia, que tenía aversión natural a la Alemania, y le quería el Emperador entretener en la guerra de Polonia con los sajones y moscovitas.

Menores progresos se esperaban a favor de españoles y franceses en Italia, habiendo mudado partido el duque de Saboya, a quien quería unir sus tropas Guido Staremberg, aunque era obra tan ardua. Haciendo correrías por el Monferrato el duque de Vandoma tenía intención de ocupar a Asta. Pocas tropas le quedaban al de Saboya, pues no pasaban de ocho mil hombres, y había de presidiar a Vercelli. Intentó hacer una confederación con los esguízaros, pero en vano. Tuvo orden el general Visconti de unirse al Duque; ejecutólo con tanto atrevimiento como felicidad, ocupando las gargantas de los montes, porque tenía su campo no lejos de Asta; cierto es que se descuidaron españoles y franceses, y aunque después le atacaron la retaguardia el conde de Aguilar, el de las Torres, el de Sartirana, esto era como una escaramuza, porque ya el bosque favorecía la marcha y llegó con muy poca pérdida de gente al campo del Duque el alemán; sin dificultad ocuparon a Asta los franceses. Estas fueron las primeras hostilidades contra las Estados del Piamonte.

Tessé puso en contribución la Saboya; el conde de Sales, saboyano, se retiró a Tarantasia con pocas tropas; con esto se rindió todo el condado de Morienna. Con arte el duque de Saboya dejó expuesto a Chambery, para poner cuidado a los esguízaros si acaso el temor los podía traer a su confederación, pero nada les movió, ni el proyecto que se les hizo de agregar a la república la Saboya, reservándose el Duque sólo las rentas. Aquellas gentes, acostumbradas a guardar los montes que les sirven de barrera y plazas, no quisieron embarazarse en la llanura ni tomar partido, porque les importaba estar bien con todos y gozar de su libertad. Los franceses, contra el dictamen de Vaudemont, tomaron cuarteles de invierno. Todo lo que baña la Sechia se encargó al mariscal de Besons: Asta, al gran prior Felipe de Vandoma: Milán, al príncipe de Vaudemont; la Saboya, al conde Temé, y el duque de Vandoma se retiró a Monferrato. La mayor parte de las tropas se acuartelaron en Mantua y confines de San Benito; otras, en el Modenés, y pareciendo después no eran precisas en Asta las tropas de Besons, se juntaron a Tessé. Así se dividió, con tantas distancias, el ejército de los franceses; a nadie le quedó poder para una acción repentina que acaecer podía. El duque de Saboya se mantuvo en campaña y sacó las guarniciones de las plazas; acampóse en Alva, para estar más pronto a encontrar a Staremberg, que había determinado desde la Sechia entrar por el Monferrato al Piamonte, como no haciendo caso de los franceses. Era el mes de diciembre, y en una noche, la más cruel y tempestuosa, con exacto silencio pasó el río con doce mil hombres junto a Concordia; apresurando la marcha vadeó el Crostolo y otros riachuelos que, aunque de oscuro nombre, los habían las continuas lluvias engrosado.

Estaban acuartelados en lo estrecho de los montes los franceses, sin centinelas ni guardias, entregados al juego, al ocio y a la gula. No había piquetes, ni en la caballería disposición para una pronta ocurrencia, y cuando advirtieron que habían vencido la montaña los enemigos, tomaron las armas, alcanzaron la retaguardia y acometieron con muy poco fruto, porque sobre ser áspero e incapaz de batalla el sitio, había Guido Staremberg interpuesto entre la infantería algunos caballos que embarazaban la prontitud de las armas, y él mismo gobernaba el último escuadrón; así llegó a Stradella, donde luego, fortificado, no le podían desalojar más los franceses. Esta marcha fue para los alemanes de tanta gloria como para sus enemigos de vergüenza. Es tan apretada de montes y angosta la senda que hay de Alejandría a Pavía, que la podían defender pocas tropas, bien dispuestas y vigilantes; y porque no perficionó su obra Staremberg en este año, lo diremos en su lugar, siguiendo el método que hemos prefinido para la claridad de los hechos, y volveremos a referir cuánta censura tuvo en esto el duque de Vandoma, pues si embarazaba como podía la unión de piamonteses y alemanes, hubieran sin duda echado de sus dominios al duque de Saboya, a quien tantos montes, lagos y ríos separaban de Staremberg.

***

Fatal este siglo para la Cataluña, lo predecía con portentos el cielo. En un día sereno del mes de septiembre se vio de repente sobre Barcelona un globo de fuego, cuyo centro tenía color de sangre, ceñido de una nube poco clara, y ésta de otro giro tenebroso y denso, que causaba horror. Así permaneció por espacio de una hora el fatal meteoro, adverso al sol. Lentamente, después, se extendió la negra nube por toda la región, como obruyéndola: el centro en que ardía la llama procuró consumir la más próxima materia con demostrable voracidad. Luego se oyeron ruidos y estruendos formidables, que no eran como de truenos, sino como tiros de cañón y fusilería alternados, a modo de los que se oyen en una batalla, porque si algún rato cesaba el ruido, después crecía; ya se oían como tambores, ya como armas disparadas combatiendo entre sí las nubes; ni por una hora se aquietó el cielo, y aunque no se vio fuego como rayo, se veían centellas y oían unos chasquidos como si echasen hojas de laurel sobre las brasas, hasta que, consumida la materia y desvanecido el fuego, se extendió la nube, menos densa, por toda la Cataluña. Permaneció por más de dos horas esta sombra, que desapareció, elevándose el vapor a la suprema región del aire, con lo cual quedó nublado el día y quitó el horror de esta sombra la de la noche.

Este presagio dio la naturaleza, y aunque todos son vulgares fenómenos, amenaza Dios con ellos, pues no mudando ley a las cosas naturales, les dio tal orden y con disposiciones de tales tiempos, que sirva al presente lo que ya estuvo arreglado desde el principio. Así habla Dios en la naturaleza para que le oigamos los mortales. Esto dio asunto a varias interpretaciones, según lo vario de los afectos. El vulgo, más fácilmente por su ignorancia supersticioso, lo tuvo a fatal agüero. Díjose en Madrid que no sólo significaba la guerra de Cataluña, pero aun la del Palacio Real, donde en discordia civil no había dos de un mismo dictamen, queriendo cada uno adelantar su autoridad con abatir la ajena, y, lo que era más maravilloso, ver al cardenal de Etré conjurado con la princesa Ursini contra su tío, el cardenal de Etré, para sucederle en el empleo; pero el mismo carácter le mantenía, y aplicó sus artes para apartar del gobierno al cardenal Portocarrero y a don Manuel Arias, al cual ya le había hecho quitar la presidencia de Castilla; esto lo consiguió con facilidad, porque vino en ello la Princesa Ursini para darla al conde de Montellano, y su presidencia de Órdenes al duque de Veraguas, que se había con humildes y casi indecentes obsequios introducido en su gracia; ésta solicitaban casi todos, siendo la ambición del hombre como el cocodrilo, que mientras vive crece.




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Año de 1704

No lo cruel de la estación rigurosa del invierno retardaba los pases del conde de Staremberg para el Piamonte; fingiendo por las altas riberas del Mincio que iba al Tirol, pasó el Crostolo y otros ríos de menor renombre, y en fin a Stradella; y advertido del ajeno error, embarazaba las sendas que dejaba atrás, ya cortándolas, ya cargando en ellas troncos y peñascos; siguieron la retaguardia los francés y en el mismo monte se trabó una sangrienta disputa, en la que Guido de Stairemberg, peleando con el consejo y con la mano, defendía la rústica trinchera de los troncos, poniéndose sobre ellos con intrepidez heroica, y aunque los franceses aplicaban donde podían fuego, lo grueso y verde de la materia, frescamente cortada, no favorecía su intento; así tuvieron tiempo de cumplir sus marchas los enemigos, a los cuales embarazó el camino más breve el torrente Orbia, que con advenedizas aguas se había hinchado; y por esto les fue preciso pasarle cerca de Alejandría, donde, dilatado en la llanura, abre vado; pasó todo el ejército, y fortificó la ribera Staremberg cuanto permitía la prisa; dejó en ella para guardarla y disputar el paso a los franceses al conde Solario con mil infantes y quinientos caballos, y lo ejecutó con tal brío, que aunque murió en la acción, entretuvo tanto a los enemigos en ella, que tuvieron los suyos tiempo de vencer el monte, por donde llegaron libres a Stradella, cuyas aguas pasó por el camino más breve al Piamonte, fortificando antes a Ostiglia. Esta es la gloriosa marcha de los alemanes, de inmortal honra para Guido Staremberg, como indecorosa, a los franceses y españoles. A quién, verdaderamente, se deba atribuir esta culpa, está oscuro: cierto que dio convenientes órdenes el duque de Vandoma; pero ni éstas fueron exactamente ejecutadas, ni podían serlo, porque con tanta distracción de tropas, estaba al cuidado de pocos tan gran negocio; no hay duda que la confianza perdió a los franceses, cuya arrogancia tiene por costumbre despreciarlo todo.

No tuvo el duque de Saboya más feliz día, porque se hallaba sin tropas y habiendo fortificado a Verrua, Vercelli y Villanueva, no le quedaban más que diez mil hombres, aun habiéndose añadido los que, con pésimo ejemplo, estando sobre su palabra prisioneros, huyeron; algunos cogió en el puerto de Génova el duque de Tursis, y los puso en las galeras; pero habiéndose quejado la República, los mandó el Rey Cristianísimo restituir. Aún estaban los franceses divididos. En Saboya estaba Tessé, y en Asta, el gran prior de Vandoma. El duque de Saboya entró a hacer hostilidades en los valles del Delfinado; no hizo tanto mal como quería, porque los propios paisanos, en número superior al destacamento de piamonteses, defendían sus confines. Carlos de Lorena intentó con poca felicidad echar los franceses de los términos de Asta; hubo algunas escaramuzas; todo se redujo a guerra de caballería, sin empeñar las tropas.

Quedó el general Waubon, alemán, para inquietar a los franceses; acometióles el marqués de Estrada, y le ahuyentó tanto, que dejando los alemanes a Concordia pasaron a Mirándula, no sin pérdida de los que cerraban la retarguardia. No quiso dar cuarteles de invierno a sus tropas el duque de Saboya, porque había concebido algunas esperanzas que le abrirían camino a la Francia los movimientos de los calvinistas. Pero ya éstos estaban sin fuerzas; había muerto a muchos, en un congreso de su religión, el coronel Grandval, felizmente sorprendidos, y el mariscal de Villars, enviado a este efecto de París, había persuadido a no pocos el retiro a sus casas, con un perdón general que el Rey mandó publicar, que tuvo el efecto que se deseaba; pero siempre los más obstinados se retiraron a las selvas, obligando a ser su jefe al conde Rolando; y como era el mando servidumbre, le ejercía con poca aplicación: ni se les continuaban los socorros que habían ofrecido los ingleses y holandeses, ocupados en más altas ideas y en prevenir una formidable armada contra España, cuyos reinos llenaban de sugestiones y emisarios los austríacos, y no les faltaban en la corte parciales y en el mismo Real Palacio; tanto había contaminado el error de que puede el vasallo juzgar de los derechos del príncipe, después de haberle prestado juramento. El conde de Montellano tenía en gobierno la presidencia de Castilla y la mayor autoridad en el Palacio; habíanle creado duque y grande de segunda clase, y aunque era más ingenuo y severo que lo que han menester a veces los palacios, como tenía el Rey tanto amor a la justicia, le eran gratos sus dictámenes. Hízole del Consejo de su Gabinete, donde quedó también el conde de Monterrey, que había entrado cuando presidente de Flandes, aunque m suprimió este Consejo por dictamen de los franceses para que tuviese en los Países Bajos absoluto imperio el rey de Francia. Esto lo llevaban mal los españoles; lo censuraban los descontentos con perjudiciales reflexiones, y cada día eran más en número, a medida de cuanto crecía la autoridad de los franceses, porque el cardenal de Etré más era ministro de España que embajador de Francia; los más prudentes disimulaban, y aconteció entonces la infeliz era de que cuantos no obtenían del Rey lo que pretendían, enajenaban el ánimo del Gobierno y adherían a los austríacos.

Menos dueño de sí que otros muchos, don Fernando Meneses de Silva, conde de Cifuentes, había excedido en este error, y esparcía por la Andalucía -en Granada, principalmente- proposiciones sediciosas, pintando injustamente horrorosa la imagen del Rey; atribuíale defectos que le faltaban, para engendrar odio en los vasallos; exageraba la tiranía de los franceses y su ambición; la clemencia de los austríacos, lo incontrastable del poder de los enemigos, y lloraba con fingida compasión la depresión de la España.

Era el conde por su naturaleza elegante y feliz en exprimir los conceptos, y como lo ilustre de su sangre llamaba a la atención y al obsequio, trajo a su dictamen no pocos, engañados de la hermosura de las voces, sin advertir que eran no sólo sofísticas, pero envenenadas del afecto; no formó conjura, pero dispuso los ánimos para la ocasión. Lo mismo hizo en los pueblos de la Mancha; lo que premeditaba se ignoraba, porque tenía autoridad para una sublevación que diese cuidado, y pocos nobles le oían con aprobación; era conocido su genio turbulento, inquieto y amigo de novedades, más que por ambición por novedad de dilatar el nombre, porque llevaba muy mal no ser del número de los grandes, siendo su familia más ilustre que algunos que lo eran. Estos desórdenes de su voluntad y de su proceder llegaron a oídos del presidente de Castilla, y se envió a don Luis Curiel, que era del Consejo Real, a formar el proceso y averiguar estos delitos con el mayor secreto, porque el conde, aunque había vuelto a Madrid, no estaba descuidado. Don Luis, cuya integridad, prudencia y entendimiento se llevó la confianza del presidente satisfizo con perfección a ella, y cumpliendo exactamente con su encargo, probó las culpas del conde, que, bien examinadas, mandó Montellano prenderle.

Diose esta comisión a don Miguel Pastor, hombre valeroso y resuelto, con orden que después le entregase a una cuadrilla de alguaciles, que, con don Andrés Pinto de Lara, alcalde de Corte, esperarían a lo lejos. Así lo ejecutó Pastor, aunque con alguna resistencia del conde, y le entregó a don Andrés Pinto para que le llevase a la cárcel de Corte. Éste, o por afición al conde, o por malicia, rehusó llevarle, con pretexto de que no sucediese algún ruido en el pueblo, y consultó al presidente lo que había de ejecutar; depositóle en una pieza baja del portal más inmediato, guardado de alguaciles, que apartados por el conde con motivo que fingió preciso porque ya les parecía que estaba seguro, mayormente no habiendo otra puerta, tuvo tiempo el conde para arrancar un hierro de una reja que daba a otra calle y, escapándose por ella, los dejó burlados a todos. No lo advirtieron sus guardas hasta que llegó la orden del duque de Montellano para que le llevasen a la cárcel, adonde irían treinta caballos a recibirle y llevarle a la de Segovia. Aún queda la duda de si hubo en don Andrés Pinto malicia o inadvertencia; sin examinar bien su infidelidad o su descuido, usó el Rey de una benignidad que le fue después perjudicial, porque sólo le quitó el empleo. El conde anduvo errante por la España, no sin protectores de la primera esfera. En el reino de Aragón y Valencia halló más fácil refugio, porque encontró menor amor al Rey; después se pasó al partido enemigo y reconoció por rey al archiduque Carlos.

No dejó de dar aprensión a la corte ver que contaminaba el desafecto a la principal nobleza, y se excitó más el rigor con menos felicidad que se esperaba, porque no estaban los ministros de acuerdo, y la discordia de los ánimos embarazaba muchas veces la justicia. También creció la desunión en el Palacio, tanto que por arte de la princesa Ursini fue llamado a París el cardenal de Etré; su sobrino, el abad, unido con la princesa, ayudó a echarle para quedarse con el empleo de embajador -no guarda la ambición fueros a la propia sangre-; luego se hizo adverso a la princesa, porque no ignoraba que el cardenal, su tío, en París instaba con el rey de Francia que le sacasen de España: esto era difícil, gozando el favor de la Reina; pero lo supo el cardenal disponer de tal forma, que el Rey Cristianísimo se resolvió a mandar a la princesa que saliese, usando del dominio que tenía en su vasalla. Replicó en vano la Reina, e hizo tantas demostraciones de sentimiento, que excedían la proporción de su altísimo grado.

Las razones que movieron a Ludovico XIV para esta gran resolución no son todas públicas: al Rey Católico no le dio otras sino que convenía así a la quietud de ambas Monarquías. Cierto es que el cardenal de Etré dio a su amo relevantes motivos, y no era el menor haberle asegurado ser adversa a los franceses la princesa, por ambición del mando, y que para tenerle absoluto procuraba la desunión de los dos reinos, o, por lo menos, que no tuviesen parte en el Gobierno los franceses. Esto ayudó a persuadir con varias cartas el abad de Etré, que, interceptadas por disposición de la princesa, le pusieron en desgracia del Rey Católico y pidió que le quitasen. Así lo ejecutó el Cristianísimo, y en poco tiempo, impelidos unos de otros, salieron de España el cardenal, el abad y la princesa.

A 4 de enero volvió la tercera vez Carlos de Austria a embarcarse, y con favorable viento llegó a Inglaterra, y fue allí reconocido y tratado como rey, sirviendo los aliados a su propia vanidad. Después de ocho días partió con una grande armada, que mandaba el general Roock; levantóse otra borrasca y se dividieron las naves por el rumbo que permitía lo furioso de los vientos; perdiéronse algunas, volvió a Inglaterra, y después de reparado de un fuerte mareo que había padecido, volvió, y emprendió otra vez su viaje.

A 6 de marzo llegó a Lisboa, no sin algún infortunio, porque al tomar el puerto se sumergieron dos naves sin que se salvase un hombre; halló de luto la corte por la muerte de la infanta Teresa, hija del Rey, con lo cual se quitaron las esperanzas del ideado casamiento. Desembarcaron ocho mil ingleses, buenas tropas y lucidas. El nuevo Rey fue reconocido como tal, y fue luego a besarle la mano el almirante de Castilla; díjose que se puso pálido, turbado y sin acertar a hablar: presentóle unos prisioneros vizcaínos para que recibiese aquel obsequio de los que le ofrecía como vasallos; el miedo obligó a aquéllos a besarle la mano, pero un niño de diez años que había entre ellos lo rehusó, diciendo que aquél no era el Rey, y que no besaba la mano, aunque le matasen, más que al que estaba en Madrid, que era su legítimo Soberano. Esto dispuso la Providencia para argüir al almirante, buscando un chico instrumento para confundir a los hombres que se tenían por grandes. A pocos días se hizo Consejo de Estado y Guerra y concurrieron los Reyes, los dos jefes de las armas, el príncipe de Armestad y Leichtestein, el almirante y Diego de Mendoza, secretario del Despacho Universal; reconocieron sus fuerzas inferiores a las del rey Felipe, y así se determinó estar sobre la defensiva y guarnecer las fronteras.

* * *

El ejército de españoles y franceses, mandado por el duque de Berwick, constaba de dieciocho mil infantes y ocho mi caballos, todos veteranos. Salió el Rey a campaña seguido de gran número de nobles de primera jerarquía. Salvatierra fue la primera empresa; tomó los puestos el conde de Aguilar, vino el Rey a reconocer la plaza bajo del tiro del cañón, pero los ruegos de los suyos le apartaron. Tenía de presidio seiscientos hombres, y era su gobernador Diego de Fonseca, que, llamado a la rendición antes de abrir trinchera, viendo no la podía defender, se entregó con toda la guarnición prisionero de guerra. Lo propio hizo Segura. Idaña se defendió con más brío, y forzó una de sus puertas, rompiéndola con hachuelas, don José de Salazar; y en pequeña distancia se formó una sangrienta disputa que la vencieron con valor los españoles, entre los cuales se distinguió gloriosamente don Antonio López Gallardo. Rendida la ciudad, no se retiraron al castillo seis compañías de irlandeses que en ella había, y quedaron prisioneros. También se entregó a los españoles Rosmarin.

Mientras el príncipe de Esterclaes devastaba la provincia de Alentejo, pasó el marqués de Villadarias el río Anna, y de esta forma se puso en contribución gran parte de Portugal. Determinó el Rey sitiar a Castel-Blanco, y envió a reconocer los puestos al señor de Thoy y al de Jofreville, que sin más diligencia que dejarse ver, ahuyentaron la caballería portuguesa, que estaba en los confines de la ciudad. Abriéronse las trincheras, despreciando una horrible lluvia de aquellos días. El Rey las visitó muchas veces, y algunas, despreciando la pompa y magnificencia, comió en pie y le sirvió un timbal de mesa, más pomposa que la más espléndida y adornada; pudo ser vanidad el desprecio de sí mismo, pero siempre es ejemplo que no deben olvidar los príncipes y que deben tomar como reprensión los cabos militares, que tanto tiempo y superfluidades gastan componiendo sus mesas en la campaña.

Mandaba Thoy el sitio; abrió brecha junto a una puerta y entró por ella; hiciéronle camino los granaderos, y hasta la plaza de la ciudad no hubo resistencia. Allí hallaron formadas tres compañías con un coronel holandés; defendieron con valor el sitio; pero, cediendo al mayor número, se retiraron al castillo; pasó a él la guerra más sangrienta que hasta entonces, y al fin se rindieron a discreción. Pasaron las tropas españolas a buscar a los generales Faggel y Adlon a un vecino bosque, donde se habían juntado con los portugueses, los auxiliares. A la entrada de la selva habían levantado un atrincheramiento de troncos y peñas los portugueses, donde pusieron seis mil hombres; separáronse Faggel y Adlon, dividiendo las restantes tropas para defender el bosque por todas partes. El coronel Puisegur, francés, acometió al primero y le ahuyentó sin jugar armas; el señor de Thoy marchó contra el segundo; duró poco la acción, pero fue sangrienta, y, ya vencidos los ingleses, rindieron las armas, y huyó Adlon.

Había entrado por otro lado de la selva el duque de Berwick con el resto del ejército, y no pudiendo resistir los enemigos, dejaron la provincia al arbitrio del vencedor; saqueóla con tiranía, y usó las mayores hostilidades don Bonifacio Manrique. El cuerpo de los franceses se alejó a la opuesta ribera del Tajo y, construido un puente de barcas, plantó el Rey sus reales en Nica; así quedaba tributaria toda la Provincia de Alentejo, menos Puerto Alegre, ciudad bien fortificada y guarnecida. Formóse el sitio y se puso una batería en un montichuelo que dominaba la ciudad, para batir el principal baluarte de ella; a pocos días cayó la media luna de la derecha, desamparándola los presidiarios, pero hicieron más adentro un atrincheramiento y una estacada que la forzó y deshizo con valor el príncipe de Esterclaes. Clama el pueblo e implora la clemencia del Rey por medio del obispo del lugar; consíguela, y se mandó no hacer hostilidad contra los paisanos, que, ya rendidos, prestaron la obediencia, y se hicieron mil y quinientos soldados prisioneros. El marqués de Villadarias sorprendió a San Alejo.

Estos arrebatados progresos pusieron en aprensión a la corte de Lisboa, y mandaron que se juntasen las tropas del general Faggel con las del marqués de las Minas, gobernador de Almeida, y que escribiesen a Monte Santo; así lo ejecutaron, y se dejaron ver otra vez en la campaña, formados en batalla, queriéndola dar al señor de Jofreville, cuyo cuerpo era el más vecino. Éste tuvo a menos valer rehusarla, aunque inferior en fuerzas, y con imprudente consejo formó su gente, poniendo en la primera línea cuatro escuadrones de caballería francesa; en el centro, la infantería española, mandada por don Francisco Ronquillo, dejando parte de ella para la retaguardia con algunos caballos por los lados. El primer acometimiento fue del general Faggel contra la frente de la caballería francesa, que a los primeros encuentros derrotó; al ver esto, sin pelear, se entregó a la fuga la infantería española; no paró hasta Salvatierra, con tal desorden que caían unos sobre otros.

Vuelve a recobrarse Jofreville y a ordenar los pocos que le quedaban; atacóle el marqués de las Minas y le deshizo; mayor hubiera sido la victoria de los portugueses si hubieran seguido a los que huían. Para reparar lo indecoroso de este hecho, envió el Rey al duque de Berwick con buenas tropas; otras llevaba el conde de Aguilar, con orden de buscar al enemigo, que ya se había retirado a la selva de Penamacor, sin querer tentar otra vez la fortuna, bastándoles guardar la provincia; porque después, si no con muchas tropas, no marchaban por ella los españoles.

Desamparados los términos de Castilla, los ocuparon los portugueses que presidiaban a Castel-David y Marvan; así tenían el ejército del Rey sin comunicación con su país, de que nació carecer de las necesarias asistencias y provisiones, de género que faltaba el pan. Envióse por esto al ingeniero Elizagar para reconocer la plaza de Castel-David, pero le pusieron en fuga los enemigos, hasta que el marqués de Aytona, con más tropas, le aseguró y mandó abrir la trinchera. Plantóse una batería de nueve cañones, mal situados sobre ser pocos; no hacían efecto alguno, hasta que mostró la experiencia el error. En una pequeña altura se pusieron doce cañones, más de campaña que de batir, y aunque se dirigían bien, eran de chico calibre para hacer brecha; con más felicidad disparaba la plaza y arruinaba las trincheras.

Dejaron los españoles de disparar, hasta que por orden del marqués de Villadarias se dispusiesen mejor las baterías, que ya con mejor arte plantadas, hacían la debida impresión en los muros. Clamaban los sitiados, pero resistían los ingleses que estaban de presidio, hasta que el miedo de los paisanos paró en tumulto y en disensión. El presidio convirtió contra ellos las armas; refiriéronlo los desertores a Villadarias, y aunque no estaba perfecta la brecha, mandó dar el asalto por no perder aquella oportunidad. Correspondió al atrevimiento la fortuna, porque, ayudados de la gente de adentro los sitiadores, aun repugnándolo los soldados, montaron la brecha y ganaron la ciudad. Retiráronse al castillo los ingleses; apretaron sin dilación los españoles, y se rindieron. Dióseles libertad para volver a la patria con la condición de no tomar armas en un año. El marqués de Lede tomó a Marbam, y así quedó abastecido de víveres el ejército. Era ya ardiente la estación y malsanos aquellos campos por sus estanques y pequeños ríos, y así se retiró el Rey a Madrid el primer día de junio, y las tropas a cuarteles de verano, porque en estos parajes no se puede proseguir la campaña hasta el otoño. Así, inútilmente, sin haber tomado plaza alguna importante, se gastó tanto dinero y perdió no poca gente; y lo que es más, la oportunidad de alguna gran empresa, estando casi sin tropas los portugueses.

Más cruel era la guerra en Alemania. Había tomado a Pasavia el duque de Baviera (se dijo que con alguna inteligencia); era su gobernador el señor de Groenfelt, y el cardenal de Lamberg, arzobispo; y éstos, discordes, atribuíanse recíprocamente la pérdida de la plaza., que abría el camino a las Austrias, porque sólo estaba en medio Lintz, fortaleza de poco momento. La Austria inferior estaba inquietada de los rebeldes y algo de la Stiria; habían los fríos helado el Danubio y se podía pasar por muchas partes de él a pie enjuto. De esto nació un justo temor en Viena, y si no les hubiese faltado a los rebeldes forma de tener provisiones, hubieran saqueado la provincia, porque el príncipe Ragotzi había ocupado a Scuthea, isla del Danubio, y por ambas orillas corría libremente, devastando los confines. El conde de Marsin, desde Ulma, amenazaba la Franconia -fuerte diversión, para que, por todas partes ceñida el Austria, temiese su ruina-. Se dudó en Viena si había de salir de ella el Emperador, y se resolvió exponerse al riesgo, por no consternar los confederados, siendo el dejar la corte la más ruidosa operación, sólo dispensada a la última necesidad.

Con el pretexto de ajustar las contribuciones, volvió el cardenal Lamberg a hablar con el duque de Baviera, a quien propuso, en nombre del Emperador, los más ventajosos partidos; pero todo fue en vano. La misma infelicidad tuvo el príncipe Eugenio con Ragotzi, pertinaz en su rebelión y más insolente después que tomó a Edimburgo y Vesprin, de que padecían no poco peligro Tocay, Casovia y Comorta, camino llano para Viena, donde se fortificaron los arrabales y se presidiaron con mil y quinientos soldados escogidos. También ocupó el bávaro a Arzol por un tumulto de los soldados; hízose cargo al gobernador y se le cortó la cabeza. Todo su cuidado ponían los alemanes en guardar las líneas de Stolfen y la Selva Negra, porque no penetrasen en la Suevia los franceses, contra los cuales el general Tungen había levantado como un muro de troncos y, entretejiendo ramas, cegó las sendas con peñascos y piedras y sobre ellas echó gran cantidad de madera cortada y escabrosamente dispuesto. La material disposición no era mala, pero faltaba gente, y por esto, o por creer seguras estas líneas, no parece aplicó todo el necesario cuidado para guardarlas.

Aprovechado de esta floja disposición el bávaro, fingió por el Danubio acometer a Norlinga o Nuremberga, para que, acudiendo allá los enemigos, pudiesen los franceses entrar en la Selva, como lo ejecutaron; pero aún no descubrió el mariscal de Tallard el designio de juntar sus tropas con el bávaro. Los alemanes se vieron obligados a hacer unas líneas, desde Maguncia a Francfort, y el duque de Malburgh pasó con todas las tropas a Conflans. Tallard, para que no se le penetrase la idea, envió tropas al Alto Palatinado, a Donavert y Witemberga, y cuando le pareció oportuno emprendió su marcha; y porque no se le opusiese la guarnición de Friburg, compuesto como para batalla, pareció delante de sus muros el señor de Cortubón: así pasaron los franceses seguros el valle de San Pedro, sólo cuando importaba menos bien guardado, porque el general Tungen estudiaba cubrir con sus tropas a Philipsburg y a la Suevia, y para que no se opusiese a Tallard, acercó el bávaro las suyas a Donaschinchen.

Los alemanes se contuvieron en Necharo; por el Danubio se les juntó el inglés con poderoso ejército y soberbio tren; había, sobre infinitos bagajes, dos mil carros y gran suma de dinero, pocas veces en Alemania visto. Este gran aparato dio cuidado al mariscal de Tallard y retrocedió desde la Selva Negra a cubrir a Strasburg con vano y errado dictamen, porque ya cuidaba de esta plaza el mariscal de Villarroy, y había introducido gente y víveres. Así estuvieron ociosas tantas tropas francesas, hasta que asegurando a Suevia, pasó a Witemberga el duque de Malburgh.

Los holandeses marcharon hacia la Mosa, y previnieron los alemanes en el Rhin gran número de barcos chatos. Tantos generales concurrieron en el ejército coligado, que se organizó perniciosa disensión: estaban el príncipe Eugenio, el de Nasau, el de Hesse Casel y el duque de Malburgh; las tropas auxiliares no obedecían más que a sus jefes; éstos a nadie, con que se perdía el orden militar.

En Viena se dio el expediente de hacer generalísimo de estas tropas a José de Austria, rey de Romanos; comprometiéronse en esto, y venían las primeras órdenes de Viena dirigidas al príncipe Eugenio; así creció su autoridad, porque se le dio la de explicar sin despacho la voluntad del Rey; con esto lo mandaba todo, pero nunca a Malburgh, que se declaró no estar subordinado más que a su Reina; pero era tanto el empeño de hacer la guerra, que siempre estuvo de acuerdo con el príncipe Eugenio, a quien, si no obedecía, respetaba por su sangre y por su militar pericia.

Parecióle al bávaro conveniente, pasando el Danubio, acamparse en Nortlingen; ocupó los collados de Donavert, fortificó sus alturas y con más cuidado la de Scolemberg. Contra ésta determinó Malburgh mover las tropas. Asintió Eugenio, y a las primeras horas de la noche se empezó a marchar. La manguardia se componía de doce escuadrones ingleses que, formados, hicieron la primera línea con la infantería alemana, cuya caballería ocupó los lados. La frente era más extendida que la de los defensores, que se contuvieron en sus líneas, y en la parte más expuesta estaban el conde del Arco, bávaro, y el general Lico, francés, con buenas tropas y bien asentada la artillería, cargada a cartucho. Despreciando ésta, al amanecer empezó a subir la cuesta el inglés, y acometió a las trincheras; perdió mucha gente en la subida, y ya puesto en lugar igual, aplicó los gastadores, que, protegidos de los granaderos para arrancar la empalizada, se trabó una sangrienta batalla; fueron al primer asalto rechazados los ingleses; dieron el segundo con mayor ímpetu: estaban para ser segunda vez repulsados, pero el príncipe Luis de Baden acudió con la infantería alemana y holandesa y los puso en el centro de la línea que acometía y la extendió, empleando todo el ejército por toda la longitud de las trincheras enemigas, de género que las ceñía; con esto peleaban todos, y fue preciso que los defensores se distrajesen por todo el espacio fortificado, y eran menores en número de los que asaltaban; con todo, suplía el valor, y sustentaban la pelea, hasta que, rota una parte de la línea por donde estaba el príncipe de Baden, entró, aunque herido, en el cerco de los enemigos; era estrecha la entrada, y perecieron muchos príncipes: el de Baraith, Goort y Venchein. Quedaron heridos el de Witemberg, el de Frisia y el cardenal Stirum.

Los bávaros se formaron en batalla hacia donde quedaba rota la línea; pero, estando ésta cada momento más arruinada, pudo entrar cómodamente formado el ejército enemigo por dos partes. Ya no podían resistir los bávaros: fueron vencidos, pero, con orden, retiraron las reliquias del ejército a Donavert, dejando en el campo muertos ocho mil hombres y mil prisioneros. Los vencedores perdieron doce mil catorce tenientes generales y treinta y cuatro mariscales de campo, brigadieres y coroneles. Brilló con admiración el valor de Malburgh; no quedó menos glorioso el príncipe de Baden, aunque pelearon sesenta mil contra veinte. Más tropas tenía el duque de Baviera, que no pudieron pelear. Culpáronle que aguardase encerrado y no fuera de sus trincheras; daba muchas disculpas, y la mayor era tener menos gente; cierto es que si Tallard no se apartara inútilmente del Duque, no hubieran los coligados logrado esta ocasión.

En odio del elector de Colonia demolieron a Rimberga los holandeses; acudió aquél al César; la respuesta no fue de Emperador, sino de príncipe austríaco que tenía aversión a toda la Casa de Baviera. Todos atentos al Rhin los franceses, descuidaron de la Flandes. Doce mil holandeses, fingiendo irse a unir con Malburgh, asaltaron las líneas de Medorp, y Nasseingen: devastaban la Flandes española, hasta que los echó de ella el marqués de Bedmar. Perseveró la rabia, y determinaron bombardear a Namur; pidió Bedmar socorros al mariscal de Villars, que le envió siete mil hombres con el marqués Daligre. Estaban los holandeses ya a la vista de Namur, y puestos los morteros hacían no poco efecto las bombas, con ninguna utilidad de la Holanda; duró por tres días la hostilidad; llegó el marqués de Bedmar y se apartaron, pasando por la Mosa las tropas; pero padeció la retaguardia, porque los españoles siguieron con el mayor tesón a los enemigos.

Resuelta ya la expedición contra Barcelona en Portugal, partió la armada sin el rey Carlos. Mandaba las armas el príncipe Jorge de Armestad. A los 14 de mayo dio vista Gibraltar. Convidaba con el fastoso poder a la entrega, y permaneció en su fidelidad la provincia. Pasó el Estrecho y puso en cuidado el conde de Tolosa, gran almirante de Francia, que con cuarenta naves estaba en Cádiz observando a los enemigos, que tenían cinco mil hombres de desembarco. Mandó al señor de Coetlongon que de Marsella y Tolón sacase las galeras y navíos que pudiese y pasase a Barcelona, no rehusando la batalla si fuese menester.

El conde partió luego de Cádiz y añadió al tiempo de pasar seis navíos de guerra, que estaban en Alicante; costeó la España y no encontró a los enemigos; dirigió a Mallorca la proa, y sus navichuelos de aviso le dieron noticia de que venía la armada de Roock bordeando entre el África y Mallorca, aguardando, al parecer, viento favorable para dejarse caer contra los franceses. Juntó el conde de Tolosa Consejo de Guerra, y se determinó en él retirarse a Tolón por la inferioridad de las fuerzas.

Libremente los ingleses dieron vista a Barcelona. Esperaba Armestad rendirla con sólo su presencia, pero no estaba maduro el negocio ni bien estrechada la conjura, porque había el príncipe ofrecido que vendría con veinte mil hombres y el mismo Carlos austríaco a desembarcar en aquella ribera. Eran ya los últimos días de mayo cuando se presentó la armada, y al virrey de Cataluña, don Francisco de Velasco, le faltaba un todo para la defensa, y, lo que es más, la fidelidad del país. Avivaba la llama de la sedición el veguer de la ciudad con gran cautela, y se tenían las juntas en casa de un carnicero. Salieron emisarios a conmover los pueblos, entonces con poco efecto, aunque corrieron hasta la plana de Vich y los confines de Aragón y Valencia.

Algunos ofrecieron adherir a la rebelión, pero no empezarla, por no correr riesgo, porque las fuerzas con que Armestad venía eran menores que sus promesas, y así, nadie osó ser autor de ten arriesgada obra. Por la ribera del poniente desembarcaron cuatro mil ingleses con algunos morteros, pero no cañones: así se hacía lenta y de ninguna esperanza la guerra, porque toda la fundaban en la deslealtad del país, y éste aguardaba mayores hostilidades, que no pudiese la plaza resistir. Ayudábase con cartas secretas y esparcidos papelones Armestad; pero no hacían fuerza, y permaneció traidoramente fiel la provincia; por lo menos lo parecía, porque todos ofrecieron al virrey no excusar peligro ni gasto a la defensa. El veguer pidió se le diese a guardar una puerta, con la siniestra intención de aprovecharse del éxito y seguir el más afortunado.

No ignoraba don Francisco de Velasco esta traición, pero fingía ignorarla, porque mandaba la necesidad no explicar difidencia cuando no se podía castigar la osadía. Algunos, más insolentes, buscaban ocasión al tumulto; todo era dilación. Conoció el almirante Roock que aquella guerra era preciso hacerla con las armas, no con papeles y falibles inteligencias Desistió de la empresa e hizo vela no sin redargüir la ligereza o credulidad del príncipe de Armestad, a quien agitaban tres furias: el amor, la soberbia y el odio.

Don Francisco de Velasco, ensoberbecido con la victoria, despreció el interno mal de que la provincia adolecía, y no haciendo caso de los desleales, dejó tomar cuerpo a la traición, que pudo, después de irse la armada, reprimirla con el castigo de los autores, los cuales cobraron más brío con la flojedad de Velasco, con la noticia de una conjura que había en Cádiz, que ellos la creyeron mayor, pero estaba concebida entre gente muy baja y no poderosa, y aunque fue allá el vicealmirante Jorge Binghs para alentarla, porque habían los conjurados ofrecido abrir y entregar una puerta después que ocupasen el baluarte de San Sebastián.

A la hora de ejecutarlo faltó valor y gente, porque eran pocos los que a esta ruindad consentían. Los ingleses, desengañados de que no servían inteligencias ni promesas, convirtieron contra Gibraltar las armas, no ignorando cuán desprevenida estaba la plaza, donde sólo había ochenta hombres de presidio, con su gobernador, don Diego de Salinas, y guardaban las riberas, treinta caballos. Púsose en cordón la armada y empezó el bombardeo con cuatro balandras. Consternáronse los paisanos con la novedad del estrago; desembarcaron al mimo tiempo cuatro mil hombres, que marcharon en derechura a la ciudad, la cual podía hacer poca defensa, sin artilleros ni municiones; la necesidad obligó al gobernador a capitular, saliendo libre la guarnición y cualquiera que no quisiese estar bajo el yugo de otro dueño.

Fijando en la muralla el real estandarte imperial, proclamó al rey Carlos el príncipe de Armestad; resistiéronlo los ingleses; plantaron el suyo, y aclamaron a la reina Ana, en cuyo nombre se confirmó la posesión y se quedó presidio inglés. Esta fue la primera piedra que cayó de la española Monarquía; chica, pero no de poca consecuencia. Quisieron los ingleses, para dominar el Estrecho, tomar a Ceuta, donde estaba por gobernador el marqués de Gironella, catalán, hombre de probada fidelidad y valor. Presentáronse a la plaza, la que querían rendir con persuasiones, despreciadas con grande honra. Era su obispo don Vidal María, sujeto ejemplar y amantísimo del Rey Católico, que ofreció cuanto poseía para la defensa, y exhortaba a ella. Estaba la plaza con su largo sitio de treinta años que le tenía puesto el rey de Marruecos, y así podían estas dos guerras justamente dar aprensión a otro que al fuerte corazón del gobernador, que atendía a todo: se defendía de los moros y se prevenía contra los ingleses, que, desesperanzados de vencer, se hicieron a la vela hacia el Mediterráneo, y como en él tenían algunas naves, tomaron el rumbo de la África, para unirse todos contra el conde de Tolosa, que no ignoraban había salido de Tolón con una poderosa armada, la cual a los 25 de agosto, había llegado a Málaga y tenía orden de sacar del Mediterráneo a los enemigos, dando o recibiendo la batalla si fuese menester. No la rehusaban los ingleses; antes buscaban la ocasión.

Por una y otra parte se despacharon las naves para descubrir los mares, y partió el conde de Tolosa de Málaga con poco viento, que casi era calma. La misma padecían los contrarios, y a todos los llevaba la corriente, que en el Estrecho es opuesta, porque la que baja del Océano al Mediterráneo va hacia el África, y la que del Mediterráneo el Océano, hacia la costa de España. Por esto es tan peligroso aquel paraje, por las opuestas corrientes. La que guiaba al África conducía a los ingleses; a los franceses, la que a España, no sin algún riesgo, porque tenían menos que navegar.

Así estuvieron dos días, hasta que un poco de viento de una y otra tierra puso a vista las armadas. Observaron una nubecita que precedía al sol, señal de Levante, y esto alentó a los ingleses, porque tendrían el barlovento; por esto forcejearon a buscar el origen del viento, para dejarse caer con ímpetu a la batalla; favoreciólos la corriente y aguardaron con poca vela a que refrescase, mientras los franceses aún estaban en calma, porque no llegaba hasta ellos el poco Levante que corría. Refrescó al ponerse el sol, y tuvo algún trabajo el conde de Tolosa para mantenerse en aquellas aguas toda la noche; buscó el mar abierto, dando las espaldas a la España, porque no pareciese que huía, pero, bordeando, se halló sobrelas aguas de Málaga a tiempo que corría recio el Levante, y habiendo ya amanecido, le avisaron que la armada enemiga venía tendidas velas y formada en batalla.

Mandaba el almirante Roock ciento y diez y ocho naves de varia magnitud, y ocho balandras que puso a los lados de la primera línea. En medio estaba la real de los ingleses, teniendo a la derecha al almirante Alemundo, holandés. La segunda línea solamente constaba de cuarenta navíos, y los demás estaban en la primera. Sin dilación puso en batalla a los suyos el conde de Tolosa; eran ciento ocho. De pocos constaba su segunda línea, porque había en ella cuarenta galeras de España y Francia que tenían orden de sacar de la batalla los navíos que estuviesen mal tratados y traer con el remolco otros hacia la línea. Porque el viento no le diese directamente por proa, torció a la derecha el francés sus naves. Retardaba el combate la mareta contraria al viento, y mientras se forcejeaba a vencerla, se prevenían mejor para él. Estaban a tiro, y antes se oían resonar las trompetas y timbales que se jugó el cañón. Al fin, casi a un mismo tiempo, dieron los almirantes la señal de acometer sacando la espada, y se empezaron ferozmente a cañonear.

Primero padecieron mucho los franceses, porque el viento contrario los agitaba más y no hería con tanta certidumbre su cañón, cuando los ingleses disparaban más firmes, menos conmovidos del viento en popa, y veían mejor, porque el humo cargaba sobre la armada francesa, la cual, estrechando la línea, deseaba llegar al abordo, porque sabía que tenía más gente de guerra. El inglés, que de esto huía, alargó su línea y sólo peleaba con el cañón; y porque los cuernos de ella se iban por la fuerza del viento a la segunda de los franceses, mandó estrecharlos y unirlos cuanto pudo al semicírculo, que era mucho mayor que el del conde de Tolosa. Impaciente éste, se dejó caer con ímpetu sobre la comandante holandesa, pero le faltó el viento, y sólo la abrasó a cañonazos. Había padecido mucho el ala derecha de los franceses, y con haber las galeras sacado las naves maltratadas y conducido otras a la línea, se fortaleció. Los ingleses hicieron lo propio de su segunda línea, y dieron más vigor a su izquierda, de género que, alargándolas un poco, casi todas peleaban, porque las que más habían padecido no podían retroceder. El viento, que daba en cara a los franceses, impedía incluir en su corva línea a los enemigos; y así, trabajaban en vano. En la segunda cayeron algunas bombas de las balandras inglesas con poco efecto, y no podían acertar a caer en ellas todas las que se dispararon, por la movilidad de las aguas. No echó menos la muerte este estrago, porque sobraban peligros para ser horroroso y fatal el día. Tiñóse el mar, y manchadas las naves de la vertida sangre, hizo la fortuna escarnio de los mortales. Veíanse afeados los rostros, o ciegos, o desmembrados, y hechos pedazos los míseros combatientes; y todo era horror, y hasta el aire, cubierto de una espesa nube de humo, casi prohibía la batalla. Trabajaron mucho los pilotos en mantener la línea, y mucho más los ingleses, porque el mismo favor del viento los echaba sobre la de los enemigos; y como era esto lo que el conde de Tolosa deseaba para llegar a las armas blancas, se mantenía a la capa, y los ingleses resumieron el velamen, porque se enfureció el mar, reforzándose borrascoso el viento, de género que ambas armadas iban perdiendo el orden. El inglés retiró el centro de la línea y juntó las alas, que aún no habían peleado bien y amainaron las velas, porque temían dar en tierra.

El francés, no pudiendo resistir la fuerza del viento, temiendo lo mismo, torció el clavo y navegó a orza. Esto, y la noche, puso fin a la batalla, aunque cuanto duró la remisa luz no cesó la artillería. Así, quedó indecisa la victoria. Los franceses perdieron mil y quinientos hombres, y aunque no les echaron a pique nave alguna, quedaron todas tan maltratadas, que si no hubieran tenido pronto el puerto de Málaga, perecerían muchas. Dos perdieron los ingleses; los holandeses, una, y de ambas naciones murieron ochocientos hombres, aunque hubo muchos heridos y naves destrozadas, y ya inútiles no pocas. Como iba entrando la noche, cesaba el Levante y se levantaron vientos de Mediodía, que a tres horas de noche cobraron fuerza. Bordeando los ingleses con grande arte, se hallaron al amanecer en las mismas aguas en que aconteció la acción. Esto no lo pudieron ejecutar los franceses, porque estaban más cerca de la tierra y les fue preciso tomar el bordo más alto. Roock compuso por la mañana sus naves otra vez en batalla, y no hallando a los franceses, victoreó el triunfo.

No estaban aquéllos lejos, porque los que hacían la descubierta en lo alto de los árboles los vieron como ocho millas distantes, forcejeando para buscar al enemigo. Todo lo impidió el viento, que obligó a los ingleses echarse a la costa de África, y de allí, más violento, juntando consejo de guerra, se vieron precisados a pasar el Estrecho y dejar el Mediterráneo, abrigándose de Gibraltar y Lisboa. Por esto se atribuyeron a sí la victoria los franceses, pues sólo era su intento el echarlos al Océano. Muchas cuestiones se levantaron sobre esta indecisa victoria, y ni aun habiendo leído lo que se escribió sobre esto nos atrevemos a definirlo.

En Hamburgo se decidió la cuestión a favor de los franceses, porque no habían éstos tomado cuerpo cuando dejaron el Mediterráneo sus enemigos, los cuales dicen que no dejaron el campo de batalla, y que faltó de él antes el conde de Tolosa. Ni aun el dictamen de los de Hamburgo ha quitado al mundo la duda. Ambos almirantes manifestaron imponderable valor, como también los demás jefes y comandantes de las galeras. Mandaba las de Francia el marqués de Roy, y las de España el conde de Fuencalada, a quien se agregaron las del duque de Tursis, mandadas por sí mismo.

Esta es la célebre batalla naval de Málaga, que duró trece horas continuas del día 24 de agosto. Muchos no aprobaron haberla el Rey Cristianísimo permitido, porque no sacaba fruto alguno de ganarla, pudiendo luego reparar el daño sus enemigos, ricos de naves, y era la ruina de la marina de Francia si la perdía; pues sólo con haberla maltratado no salió más armada de Tolón, y las naves que quedaron estaban en su rada arrimadas, y raras después han servido, dejando libre el dominio del mar a sus contrarios. Y era tan infalible este éxito, que lo mismo hubiera sido aun abiertamente venciendo.

Rendido en Italia por los franceses Brixello, convirtieron sus armas contra Robero. Al bajar por el Po las barcas con tropas, le desampararon los alemanes y se fueron a Ostiglia. Importábales a los franceses el tomar aun a ésta para estrechar a Mirándula. Intentaron por el Mincio invadir a Sarrabal, y con sola esta noticia desamparó sus estados el duque de Mirándula. En vano intentaron, los alemanes expugnar a Castro Fuerte, y en vano el duque de Saboya recobrar a Chambery. El de Vandoma marchó contra Vercelli y pasó con tres puentes el Po. Quisieron impedirle la marcha los alemanes, y se vieron obligados a retirar, con alguna pérdida de gente en la retaguardia, donde fue preso el señor de Waubon. Quedaba descubierta Villanueva; desamparóla el duque de Saboya, y pasó hasta Crescentino, fortificado por naturaleza y arte, a cuyas espaldas crece el río Doria, no despreciable alguna vez. Por donde se va a Verrua, la hace medio giro una laguna pantanosa y sin vado alguno, sino solamente el puente.

A un mismo tiempo emprendieron muchos sitios los franceses; el de Vercelli, Sarrabal y Sussa, después de haber tomado el duque de la Fullada a Brunet. Quisieron socorrer a Sussa tres mil saboyanos, que rechazados, aceleró la rendición de la plaza, de que hizo el duque de Saboya un fuerte cargo al gobernador. Importaba esta severidad para avisar al señor de Hay, gobernador de Vercelli, lo que había de ejecutar. Estaba la plaza embestida desde 31 de mayo con diez y seis mil hombres y cien cañones. Quince días se tardaron a plantar las baterías y ayudó mucho a promoverlas el ocultarlas el bosque de San Francisco. Otras se pusieron contra la que llaman Puerta de Turín, a cargo de los españoles, mandados por el conde de las Torres. Estaba bien fortificada y abastecida la plaza, y aunque se resistió cuanto fue posible, no pudiendo ser socorrida se rindió, quedando prisionera la guarnición. Dudaron los franceses si habían de demolerla, y al fin lo ejecutaron sólo en los baluartes, dejando las murallas.

Viendo desesperada la defensa de Sarrabal, los alemanes quemaron sus fortificaciones, y pasando el Tártaro, y por Castrobaldo el Atesis, marcharon al Trentino. El duque de Saboya hizo fuertes atrincheramientos en Crescentino; tenía prevenida la retirada a Verona, y como le venían por el Po las provisiones, fortificó la contraria ribera del Doria. Los franceses determinaron sitiar a Imbrea, porque no viniesen socorros por los esguízaros; esto obligó a retirarse a los valles de los Alpes los saboyanos. Devastaba la tierra el duque de la Fullada con más libertad, después que deshizo un cuerpo de cuatro mil piamonteses en el monte de San Bernardo. Con esto le fue fácil tomar a Augusta y cerrar las puertas de la Francia. Rindióse Imbrea, y alentó esta victoria a los franceses para emprender el sitio de Verrua, y pusieron en tanto cuidado al duque de Saboya, que llamó con vivas instancias a los alemanes que estaban en Trento. No había más trivial camino para que éstos pasasen que los montes de Verona; pero estaban tan cubiertos de nieve que eran intratables, y así se vieron precisados a pasar por unos valles pantanosos y sin vereda.

El duque de Vandoma vino a reconocer las fortificaciones de Verrua. El de Saboya había hecho una comunicación a Crescentino, de un puente que levantó en el Po y fortaleció con diez mil hombres para socorrerla. Esta plaza está situada entre ásperos montichuelos, cubiertos de un rudo bosque: éstos los había fortificado todos con atrincheramientos comunicables, porque importaba vencer lo arduo de tantos collados para plantar formalmente el sitio. El primero y el más fuerte era el de Gerbiniano, no tan fortificado con arte militar cuanto con la presencia del mismo Duque, y aunque estaba adelantado el mes de octubre y era lluvioso el otoño, atacaron los franceses las trincheras; donde, peleando con su propia mano, hizo el duque de Saboya maravillas y rechazó al primer asalto a los enemigos. Mandó dar el segundo el de Vandoma, añadiendo tropas; y se adelantó tanto, que arrancaba con sus manos las estacas, pero fue también rechazado, y no tuvo la tercera mejor suerte; con tanto valor, a vista de su príncipe, peleaban los piamonteses.

Retiróse el duque de Vandoma y recurrió a la industria. Había una eminencia por un lado de estas trincheras que las dominaba; ésta ocuparon los franceses sin que lo advirtiesen los enemigos, y subiendo con la mayor celeridad la artillería, la plantaron contra las trincheras, que ya en descubierto las desampararon los piamonteses y se retiraron a Crescentino. Entonces convirtió contra Verrua toda su fuerza el francés, y batía con felicidad el fuerte, llamado por su figura Cola de Golondrina, que hacía gran fuego; abrióse brecha en él, y aunque no perfecta para el asalto, le mandó dar el duque de Vandoma. Pocas veces se ha visto acción más viva ni más sangrienta en una brecha, porque con el mayor valor los sitiados defendían la ruda y angosta entrada, dependiendo de ella el perderse la principal fortificación de la plaza. Empeñados los franceses a fuerza de gente, perdiendo regimientos enteros, después de bien reñida disputa vencieron, y pudieron estrechar el sitio levantando nuevas trincheras; pero no podía ser perfecto el cordón, porque estaba abierta la puerta del socorro a las espaldas de la plaza y las guardaba el duque de Saboya por el puente que había hecho a Crescentino, el cual era menester cortar para poder ser perfecto el círculo.

Las continuas lluvias retardaban los trabajos, llenándose los fosos de agua; caían las trincheras, pero tenaz el duque de Vandoma, las mandaba reparar: disputaban la inclemencia del tiempo y su constancia. Plantó baterías contra el puente para separar al duque de Saboya; la impresión que hacía la artillería reparaban de noche los piamonteses, y así trabajaban ambos ejércitos de forma increíble. Prevalecía la fuerza de la batería, porque no podían reedificar tanto en una noche, muchas veces tempestuosa, y siempre oscura. Sin perder el puente de vista, con repetidos ángulos ya estaban los a aproches más vecinos al muro; dieron el asalto al camino cubierto, y después de una larga resistencia le ocuparon los franceses. Con esto se acercaron las baterías, y la misma noche entró el duque de Saboya en la plaza con tres mil infantes y dos mil caballos con intención de hacer una surtida. Era la noche oscura y tenebrosa, cubierta de niebla, y la más fría que es imaginable, porque estaba finalizando el mes de diciembre: yertos se hallaron muchos en las trincheras, porque embarazaba el hielo el movimiento, y por eso en ella había más quietud que vigilancia. El duque de Vandoma y los oficiales generales estaban en la cama; este pésimo ejemplo persuadió a muchos al descanso. A tres horas de noche salió el duque de Saboya con el mayor ímpetu contra las trincheras, que, mal guardadas o bien acometidas, las deshizo; pasó a cuchillo a los que las defendían y clavó la artillería, mandando deshacer las cureñas. Todo esto logró antes que despertasen los que dormían en sus pabellones; al fin tomó las armas el ejército. Medio vestido y desnuda la cabeza, salió el duque de Vandoma con espada en mano; llevaba las guardias buscando el origen o lugar de esta acción y se encontró en ella; empieza de nuevo más sangrienta, cuanto más por parte de los franceses desordenada, porque peleaban a ciegas, y el Duque con sus piamonteses, conservaba el orden y alentaba con el heroico ejemplo al valor; y viendo que ya cargaban todas las tropas enemigas, estrechando el orden de las suyas, procuraba retirar los infantes oponiendo la caballería, después de haber hecho una de ha salidas más gloriosas que puede a príncipe alguno acontecer; peleó con la dirección y con la mano, no excusó trabajo ni peligro, antes pródigo de sí mismo buscó los más evidentes, y hecho en los enemigos no pequeño estrago, se retiró con sólo la pérdida de trescientos hombres habiendo muerto tres mil franceses.

No se le puede negar al duque de Vandoma el valor con que se metió en lo más ardiente de la pelea inflamando a los suyos, ignorando el paraje en que estaba y cuántos peligros le ceñían. La luz de la mañana mostró la padecida ruina, con gran trabajo reparada. Despreciando estos accidentes de la fortuna, los franceses prosiguieron el sitio, y aunque se les disputaba cada palmo de tierra con valor, ocuparon el foso. En este estado cesaron las baterías un poco por falta de piezas, clavadas muchas, desfogonadas otras y algunas desmontadas, de género que fue preciso mandarlas traer de Casal.

Los alemanes intentaron socorrer al duque de Saboya; oponíanse los franceses guardando el Adda, el Oglio, el Mincio y el Atesis. El general Lenaghen, alemán, estaba en el Bresciano aguardando oportunidad y recibiendo las provisiones por el lago de Garda, disputadas con continuas escaramuzas. Los franceses ocuparon a Desensano para que, introduciendo en el lago barcas, no viniesen víveres a los enemigos. Callaron los venecianos, y aunque internamente adherían a los austríacos, mejor querían a Desensano en poder de los franceses, no tan licenciosos como los alemanes, porque, necesitaban menos. Estas empresas dejamos imperfectas por guardar la serie de los hechos, pues en este estado de las cosas de Italia feneció el año. No faltaba en alguna expedición la acostumbrada censura; creyeron los prácticos de la guerra que si los franceses aplicaban todas las fuerzas contra el puente quitándole las esperanzas de socorro antes de sitiar a Verrua, la hubieran con más facilidad rendido.

La victoria del duque de Malburgh en las líneas de Scolemberg puso en gran cuidado al duque de Baviera, y no desesperando ser socorrido de los franceses, hizo nuevas líneas en Ausburg. El conde de Marsin estaba acampado en el río Lechen, y en los términos de la Alsacia el marqués Coigny, ambos franceses. El señor de Courtobon aseguraba el camino al mariscal de Tallard por la Selva Negra, donde le encontró el general Froimbosart para guiarle por los campos de la Suevia. El mariscal de Villarroy ocupaba el valle de San Pedro; así distraídos en varias partes los franceses, en ninguna tenían grandes fuerzas, hasta que de orden del Rey Cristianísimo se juntaron con el duque de Baviera en 27 de julio Tallard y Marsin. También se unieron las tropas de los coligados mandadas por el príncipe Eugenio y el duque de Malburgh. La estéril tierra no podía alimentar tanta gente, y así era preciso venir a batalla, deseada de ambas partes e inflamados los ánimos de tan gran número.

Los franceses y bávaros eran inferiores en él a sus enemigos; pero lo ignoraban, porque en las revistas, el engaño de los comisarios, coroneles y subalternos daba a los generales a entender mayores fuerzas de las que tenían. Fiado en ellas el duque de Baviera pasó el Danubio con errado dictamen. Acampóse en Ocsted, entre una laguna y unos montecitos cubiertos de selva muy espesa. A 13 de agosto supo que venían los enemigos, y ordenó sus tropas; ocupó el centro de la primer línea y formó otra segunda igualmente extendida, en que puso algunos oficiales generales a las espaldas para que nadie retrocediese. No distaba mucho el centro de las alas, y como en los espacios había puesto separada alguna caballería para socorrer a ambas partes, casi era continua la línea que tocaba la selva y la laguna. En aquélla quiso poner seis mil hombres de reserva emboscados para cualquier accidente que sucediese a la siniestra, gobernada por el conde de Marsin, porque veía venir a los enemigos en forma de batalla, muy reforzada la derecha, que regía el príncipe Eugenio. Esto hicieron porque recelaron que en el bosque se ocultasen tropas; mas no lo quisieron ejecutar los franceses, por no privarse de tantos regimientos y para que peleasen todos.

La izquierda de los coligados estaba a cargo del duque de Malburgh, que marchaba inmediatamente a la laguna. Tenían el centro del ejército los holandeses y las tropas auxiliares de Alemania con innumerables príncipes que habían venido a hallarse en aquella acción. La derecha del duque de Baviera la gobernaba el mariscal de Tallard; era ya cerca de mediodía cuando empezaron a cañonearse, porque para no fatigar los soldados venían muy despacio los coligados, y como estaban más bien situadas las piezas del ejército del duque de Baviera y había elegido el campo, todo lo que duró jugar sólo el cañón padeció mucho la infantería alemana, porque por cuatro horas no se estrechó la batalla.

El príncipe Eugenio acometió el primero a Marsin. El encuentro fue feroz, mas bien sostenido de los franceses, porque la primera línea de los alemanes volvió las espaldas. Con gran brío, el príncipe Eugenio sostuvo la segunda, y fortificada con los que sólo hasta ella retrocedieron, volvió a pelear, mientras algunos cabos recogían los que habían huido.

En este desorden perdieron los alemanes algunas banderas y estandartes. Renovóse más dura la guerra, y los franceses que hasta la segunda línea se habían adelantado, se contuvieron, porque para reparar el desaire combatían con nunca visto ardor los alemanes; pero como los franceses habían visto la sombra de la victoria, tanto se esforzaron para que no se les huyese, que otra vez ahuyentaron a sus enemigos y los hicieron retroceder hasta donde tenían una batería de cañones, que la ocupó Marsin. Eugenio, viendo que se le deshacía la derecha, retrocedió formado, dando media vuelta y las espaldas a su centro, hasta que se unió al extremo de él porque de allí esperaba socorro y no en vano, pues se destacaron quince mil hombres que atacaron por un lado a Marsin, que también dando vuelta a la derecha hizo frente, y aunque con número desigual, sustentó fuertemente la violencia enemiga, y viendo que padecía mucho, le socorrió la segunda línea del mismo cuerno. Con esto sustentaba bien la acción; pero como eran más en número los alemanes, pretendía recoger sus tropas y unirlas a su centro. Viendo esto el de los coligados, se adelantó impetuoso contra el duque de Baviera para cortar a Mersin y dejarle atrás. Logrando Eugenio la oportunidad, le cargó con el último esfuerzo y le deshizo, aunque no tan del todo al principio que no procurase juntar el residuo de sus tropas con las de Baviera. Esto se lo prohibió con segundo asalto Eugenio, adelantando la caballería, de género que toda el ala siniestra de los franceses fue derrotada y puesta en huida, y no pudo el bávaro socorrerla, porque peleaban no sólo con todo el centro de los enemigos, sino también con la ala derecha victoriosa y regida por tan gran general como el príncipe Eugenio, que prohibiendo seguir a los que huían, quiso proseguir la victoria y se arrojó con tanto ímpetu contra el duque, que aunque éste hizo de su ejército dos frentes y combatía por su mano con admirable esfuerzo, le iban los alemanes derrotando, porque le faltaba la caballería de ambas alas, habiendo sido vencida y deshecha la derecha, que regía el mariscal de Tallard, contra quien peleó con arte y valor Malbruch; pues por aquella laguna, que pareció a los franceses invadible, pasó un destacamento de ingleses y atacó por un lado a Tallard. Éste no los vio hasta que los tuvo encima, por su cortedad de vista, y así, por dos partes ferozmente acometido, aunque dio grandes pruebas de su valor cuanto permitía, declarada contraria la suerte, fue preso queriendo volver a ordenar las primeras filas.

Con esto acabó de dar la última derrota a sus contrarios el inglés, y cargó también contra el bávaro, que aún sustentaba la ardua y difícil batalla, y flaqueó más después que todo el ejército enemigo convirtió contra él las armas; había llamado para su socorro a la segunda línea, y mientras pretendía formar un triángulo, pusieron en tierra las armas diecinueve batallones franceses, con sólo el vil ejemplo de un coronel que lo hizo, y pidiendo cuartel se entregaron prisioneros. Ni aun con esto le faltó el ánimo al bávaro, Porque ordenó con tanta regla la retirada, que si los franceses que abatieron las armas persistieran en pelear, se hubiera reintegrado la batalla, porque ya había vuelto a ella Marsin con todas las tropas que pudo recoger; más, ya triunfantes los alemanes e ingleses, se esforzaron con tal brío a perficionar la victoria, que volvió la espalda todo el ejército enemigo, al cual, por espacio de un día, siguieron los vencedores. Prohibió la noche mayor estrago, y el duque de Baviera y el de Marsin se retiraron a Ulma con las reliquias del ejército. De los que huían, dos mil perecieron en el Danubio; doce mil franceses y bávaros quedaron muertos, y fue igual el número de los prisioneros. ¡Infeliz día para el bávaro! ¡Indecoroso para los franceses! ¡Fatal y pernicioso para los españoles! El triunfo y la gloria se reservó a los vencedores, donde los cabos militares dieron evidente prueba de su conducta y valor: perdieron ocho mil hombres. Esta es la célebre batalla de Ocsted, origen de tantas pérdidas. Voluntariamente, y no forzado, la dio el bávaro, llevado de su destino, porque teniendo interpuesto el Danubio, podía vencer a los enemigos sin batalla, pues no podían subsistir en país tan estéril.

Esta es la primer desgracia que vio Luis XIV, después de medio siglo de continuadas glorias. Importó ser vencido para que creyesen los franceses que lo podían ser. El Rey llevó este golpe con maravillosa igualdad de ánimo; mandó reclutar su ejército y degradar de los militares honores y nobleza a los oficiales que ignominiosamente habían depuesto las armas en el ardor de la acción. Estos fueron: dos mariscales de campo, catorce brigadieres, veinte y tres coroneles, cuarenta tenientes y otros infinitos subalternos y capitanes, con decreto tan riguroso que los inhabilitó en adelante. También formó proceso contra los comisarios e inspectores, porque pagaba el Rey setenta mil hombres y no constaba de sesenta mil el ejército, ni habían hecho las reclutas según las órdenes dadas y la instrucción.

Por la Selva Negra bajaron a Strasburg el duque de Baviera y Marsin, dejando a Ausburg llena de víveres y municiones. Las tropas del César tomaron a Meminga, Lavinga y Braunavia, y poco después a Ulma; y antes que se reparasen del daño los franceses, determinaron sitiar a Landau, donde estaba por gobernador el señor de Lauban. Diose el cargo de sitio al príncipe de Baden con las tropas auxiliases de los príncipes del Rhin. El inglés invigilaba contra los franceses que estaban en Offemburg, para que no entrasen socorros en la plaza, pero burló la diligencia de los centinelas y de los que guardaban los puestos el señor de Monfort, que con una bien armada partida de caballos forzó la trinchera y socorrió con víveres y municiones la plaza, aunque al volver seguido de un regimiento de caballería, peleando en la retaguardia, dejó la vida.

Añadiéronsele las tropas del general Tungen a las de Baden, y vino a ennoblecer otra vez el sitio José, rey de Romanos. Desde 18 de septiembre jugaban tres baterías, y había hecho muchas surtidas el gobernador; pero fue más feliz la de la última noche del mismo mes, en la cual clavó dieciocho piezas y mató gran número de los sitiadores. Entraron a las trincheras los holandeses y prusianos; diose un asalto a la media luna del bastión de Melac, y fue sangrienta la disputa, pero al fin se alojó en ella el conde de Eck; después de dos horas le echaron los sitiados, y queriéndose resistir, quedó prisionero. Al otro día volvieron a recuperar lo perdido los alemanes; pero en el mismo día, con una salida de la plaza, los desalojaron. Impaciente el príncipe Eugenio de la inconstancia de la fortuna, vino con tres mil hombres a dar el asalto, y antes de pisar el fatal sitio perdió ochocientos, y los restantes que quedaban le ocuparon. Los franceses estaban fortificados a la otra parte del foso, al cual defendían con tanto valor y estrago de los enemigos, que ya no podían obligar los cabos con ofrecimientos, amenazas y castigos a que diesen los alemanes el asalto.

Con jactancia encargó esto a cinco mil de los suyos Malburgh, y fue feroz la contienda, hasta que, distraída el agua del foso, le llenaron de sarmientos y fajinas. Vencieron los ingleses a mucha costa, y plantaron una batería contra la puerta con gran felicidad. Ya a propósito la brecha, dieron el asalto y por tres veces fueron rechazados; pero a la cuarta ganaron el ángulo y se alojaron; allí, valerosamente peleando, murió el príncipe Próspero Fustemberg. Desalentaron mucho los defensores cuando, estando sobre el muro el gobernador, le quitó la vista el ardor de una bala de cañón que le pasó muy cercana, quemándole las niñas de los ojos; pero ni aun estando ciego apresuró la rendición, hasta que se ejecutase cuanto cabía en la defensa. Después admitió las capitulaciones que dieron los franceses vencedores, cuando tomaron la pieza al conde de Frisia.

A 26 de noviembre entró el Rey de Romanos en la ciudad, tan variamente agitada de la suerte. Los alemanes e ingleses se retiraron a cuarteles. Devastaba la Baviera el general Herbevil, y aunque se quería vengar en Ratisbona el señor de Bexe1, bávaro, lo impedían los alemanes, y había ya ganado a Traerbach el príncipe de Hesse Casel. Estaba todavía en Mónaco, capital de Baviera, Teresa Cunegunda Sobieski, mujer del Duque, y no pudiendo defenderla, ni queriendo el Emperador que sacase sus hijos, se los entregó con el Estado y se pasó a Venecia. Precedieron algunos pactos, pero ninguno se cumplió, porque se saquearon muchas casas de Mónaco y se pusieron en una torre los hijos del Duque, no tratados, como era justo, a la celsitud de su sangre. El Duque y su hermano, el elector de Colonia, se pasaron a Flandes, y se dio a aquél el gobierno de estas provincias con despachos del Rey Católico.

* * *

Poco apretaba con su sitio a Gibraltar el marqués de Villadarias, porque venían frecuentes socorros por mar. Un imperito ingeniero plantó junto al molino las baterías a 21 de octubre, sin efecto alguno, y se recibía gran daño del cañón de la plaza. Para abrazar con los aproches el bastión del mar se extendieron casi hasta el agua, aunque impedía los trabajos un navío de los sitiados que disparaba morteros cargados a piedra. Contra él se armaron algunas lanchas; le asaltó una noche oscura el señor de Gabaret, y le apresó, porque habiéndose prendido fuego en unos barriles de pólvora que estaban en la plaza de armas, la confusión embarazó la defensa.

Ni aun con todo esto estaban firmes las trincheras sobre la arena, porque a poco impulso las derribaba el cañón de la plaza, y así se trabajó en vano, con pérdida de tiempo y de dinero. No ha habido sitio donde mayores errores se hayan cometido; éstos mostraron dónde se habían de poner las baterías; por fin se dirigieron contra el baluarte que mira al Oriente, y contra la puerta; entonces verdaderamente empezó el sitio, pero tarde, porque antes de hacer una brecha y dar el asalto, llegó a 9 de noviembre el almirante Lake, inglés, con veintidós naves, tropas, víveres y municiones. Luego quemó tres de las suyas el jefe de escuadra Point, francés, y una, con viento en popa, trepando por los enemigos, se salvó.

Como en cordón plantó sus naves contra las trincheras Lake, pero el cañón de la tierra le apartaba. Batían los sitiadores el castillo situado en una eminencia, y aunque la brecha no era capaz de asalto, mandó Villadarias darle; marchara él era uno de los primeros peligros, porque habían hecho tantas cortaduras los defensores, que era menester ir por giros y descubiertos. Al primer acontecimiento, cansados de la subida y en terreno no igual, fueron rechazados los españoles; al segundo, desistieron de la empresa, bajando con modo de fuga por el precipicio. Con las mismas dificultades e infelicidad se asaltó el bastión de San Pablo. Intentaron los ingleses con lanchas desembarcar, y lo prohibió con valor don Luis de Solís, socorrido del marqués de Paterna. También intentaron prohibir los socorros que venían de Andalucía en pequeñas barcas, pero fue en vano, porque las defendió con brío don José de Armendáriz, y hubo una pequeña batalla en la orilla del mar. Llegaron a este tiempo de Inglaterra otras dieciocho naves; dábales el África los víveres, pero ya empezando a ser rígida la estación y no siendo aquel puerto capaz de tantas, las de primera magnitud se volvieron a sus puertos: quedaron pocas, y ninguna de línea. Las continuas lluvias embarazaban el sitio; caían las trincheras, y como las más eran de arena, humedecida ésta, cedía por sí, y la separaban los vientos; los españoles determinaron acantonar el ejército y cesar de la hostilidad, fortificando el terreno delante de la plaza; fue poco el descanso para el soldado, porque lo riguroso del tiempo hacía incómodo el cuartel, y así perecieron infinitos y se deshizo aquel ejército sin guerra, y la que hubo fue inútil.

Después de templada la ardiente estación y retirado -como dijimos- el Rey Católico a la corte, salieron a campaña los reyes don Pedro de Portugal y Carlos de Austria, pero no con ejército proporcionado a sus personas. Estaba en él el almirante de Castilla, que había levantado a su costa un regimiento de caballería de extranjeros, y algunos del país, gente nueva e inexperta; dioles la librea como la de los reyes de Castilla, pero todo era lisonja y engañarse a sí mismo; sabía que con aquel ejército no se podía hacer progreso alguno, y se acomodaba al tiempo, mal satisfecho del corto favor con que le distinguía el rey Carlos y de no tener en su Consejo la autoridad que esperaba. El duque de Berwick guardaba a Extremadura con quince mil hombres de buenas tropas, y antes de hacer operación alguna los enemigos. se volvió el rey don Pedro a Lisboa, por el poco respetoso modo de disputar que tenía el general inglés Scolemberg, que fue llamado a Londres, y le sustituyó Galloway, un religionario francés que servía a Inglaterra.

Envió la Reina nuevas tropas a Portugal, y con esto volvió a campaña el Rey, que por Almeida marchaba a Castilla. Opúsosele en el río Agueda el duque de Berwick, y se fortificó en él; hubo algunas acciones entre la caballería, siempre a favor de los españoles. Los ingleses y alemanes querían dar la batalla; los portugueses no venían en esto, y lo repugnaba absolutamente el Rey. En esta contrariedad de opiniones pasó el tiempo más oportuno, porque Berwick estaba precisado a recibirla y pelear con quince mil hombres contra cuarenta mil. Esta desunión fue perjudicial a los intereses de los coligados, que pudieron entrar libremente en Castilla y turbarla mucho, pero el rey don Pedro dio luego cuarteles de invierno a sus tropas. Esto llevó muy mal el rey Carlos, y lo disimulaba, porque los portugueses estaban verdaderamente cansados de tener en su país tropas extranjeras que pretendían mandar más que el dueño de él, y no dejaban de recelar algún peligro.

Ya retirados los enemigos pasó a Madrid el duque de Berwick, y no fue tan bien recibido como creía. Mandaba absolutamente el duque de Montellano, que había echado ya a su diócesis al arzobispo de Sevilla don Manuel Arias, pidiendo el Rey secretamente al Pontífice que no le diese más breve para residir fuera de ella. Viendo fenecida su autoridad, se fue voluntariamente a Toledo el cardenal Portocarrero.

Tenía Montellano orden de la Reina para hacer cuanto fuese posible a fin de que volviese de París la princesa Ursini; pero le faltaban al duque medios para dejar contenta la Reina, pues ni tenía en Francia amigos, ni Luis XIV estaba dispuesto a esto, habiéndose resistido a muchas cartas en que la Reina lo pedía. Tampoco quería Montellano interiormente que la princesa volviese, porque estaba mal vista de los españoles y gobernaba despóticamente, fiada en la gracia de los Reyes. Esto lo conocía la Reina, y lo disimulaba. Los émulos del duque le trataban de ingrato, pues debía su exaltación al favor de la Reina, que le había solicitado la princesa; pero como era hombre de dictamen constante y severo, y creía no convenía a la España la vuelta de la princesa, todo lo sacrificaba a esta política en que juzgaba servir mejor al Rey, que en esto estaba indiferente, y sólo por dar gusto a la Reina permitía se hiciesen las diligencias más eficaces. Estas tomó a su cargo el duque de Veraguas, para ganar la gracia de la Reina y tener por firme y segura protección a la princesa, si lograba su intento.

Todavía cuidaba del Real Erario Juan Orry, y queriendo formar las guardias del Rey de otra manera, suprimió la de la cuchilla, que era entonces la principal y la llamaban de Borgoña, fundada por Carlos V. Era sola una compañía, de la cual era capitán don Francisco de Castelví, marqués de Laconi, caballero de Cerdeña; y aunque este era empleo de la nobleza de Borgoña, dispensó, Carlos II en el marqués el no ser de aquella nación, porque se le había introducido con particularidad en su gracia. Como le quitaban tan grande honra, le hicieron grande de tercera clase. Como esto era de mucho lustre para la nobleza de Cerdeña, se dio por ofendido de no ser promovido a igual grado don Artal de Alagón, marqués de Villazor, hombre de ilustre y esclarecida familia y el más antiguo título entonces en aquel reino; era también de las más nobles y respetadas la de Castelví, y había pasado entre ellos la competencia a perjudicial discordia, que suscitó antiguos bandos, alguna vez sangrientos, y aunque la principal nobleza no entró en ellos, hacía poderoso el partido de los marqueses de Laconi el gran número de parientes y estar dividida en otras casas la misma familia.

Con haberse ido el marqués de Laconi a Madrid, cesó enteramente la discordia, pero siempre quedó entre las dos casas interna emulación, y habiéndose adelantado la de Castelví a la grandeza, quedó la otra herida de una mortal envidia, avivada de don José Meneses de Silva, hermano del conde de Cifuentes, que había casado con doña Manuela de Alagón, hija única del marqués de Villazor, y heredera de sus Estados después que el rey Felipe con un decreto quitó la duda de si en ellos sucedían hembras, porque pretendía el fiscal ser feudo riguroso, no ampliado; y aunque no se cedió por sentencia, permitió el Rey que pudiese pasar los Estados a su hija el marqués, y que en caso de su muerte, sin quitarle la posesión litigase el fiscal. Esto consintió don José de Silva (llamado por su mujer conde de Montesanto) por interposición del Cristianísimo, informado de los que favorecían a don José, que la casa de Villazor podía con su autoridad sola defender el reino de Cerdeña de los enemigos, y así, por tener grata esta familia, se le hizo merced tan relevante.

Hemos narrado esto difusamente para mostrar el origen de la pérdida de Cerdeña; porque ni con los beneficios obligada la casa de Villazor, viéndose al parecer pospuesta a la de Laconi, enajenó de los intereses del Rey el ánimo, y tomando don José de Silva el ejemplar de su hermano (aunque no tan abiertamente) y herido de la desgracia que asimismo se ocasionó el conde de Cifuentes, escondía (pero con grande arte) en su corazón el veneno que, explicado a su tiempo, perdió aquel reino; no porque, solo, fuese capaz para ello; pero halló disposición en los ánimos de muchos en quienes aún vivía escondido el amor a la Casa de Austria.

Juan Orry formó al Rey nuevas guardias de su persona, y las más principales de cuatro compañas de a caballo de a doscientos hombres cada una, nobles y veteranos, dos de españoles, una de walones y otra de italianos. A las primeras se las dio por capitanes a don Félix de Córdova, duque de Sesa, y a don Cinés de Castro, conde de Lemos; de walonas se nombró por capitán al príncipe de Sterclaes, y de italianos, al duque de Populi. También se formaron dos regimientos de guardias de infantería, uno de españoles y otro de walones, de tres mil hombres cada uno. Del de españoles se nombró por coronel al marqués de Aytona, y del de walonas, a Carlos, Florencio Acroi, duque de Havré. Quedó asimismo la guardia de los alabarderos de Palacio con su capitán el marqués de Quintana.

También esto, que parece ajeno de los COMENTARIOS, lo hemos dicho para inteligencia de muchas circunstancias que en ellos veremos; y con esto feneció el año.




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Año de 1705

Tenían igual progreso el siglo, la guerra y las desgracias. Estas eran consecuencias de aquélla, que se hizo ya necesaria, en los vencidos para redimir su opresión, en los vencedores para perficionar el asunto; y a todos lisonjeaba la esperanza que fomenta lo vario de la suerte, porque se gloriaban los franceses en Italia vencedores, aunque en Germania vencidos. La Francia, cansada de la guerra, deseaba una paz infame y perniciosa; nunca admitió este bajo dictamen el Rey Cristianísimo, ni el Delfín; todas eran sugestiones del duque de Borgoña, no queriendo -como decía- aventurar lo propio para salvar lo ajeno.

Tenía muchos secuaces esta opinión, o por lisonja o por amor a la patria. La señora de Maintenon, que no tenía poca parte en el gobierno y había sido en su juventud dama del Rey, no se atrevía a proponerle cosa tan opuesta a su gloria y al gusto del Delfín; pero le había ganado de género la voluntad la duquesa de Borgoña, que alguna vez propuso al Rey, si no desistir del empeño, buscar forma para no proseguirle con aire.

La soberbia de los coligados era tal, con los prósperos sucesos de Ocsted y Landau, que no daban oídos a razonable ajuste. Nada de esto ignoraba el Rey Católico, por lo cual se vio precisado a contemplar más a la Francia y a mostrar entera dependencia de la voluntad de su abuelo. Esta era una justa y necesaria política del Rey, que mal entendida de los españoles, se disgustaban cada día más y crecía el odio contra los franceses. Algunos, menos contenidos, hablaban con desacato; de esto crecía en el Rey la desconfianza, porque crecía el número de los que con razón se debían tratar con difidencia. El duque de Agramont, embajador de Francia en Madrid, llevaba muy mal el moderado ánimo del Rey, y como era de genio ardiente y violento, quería se usase de un rigor que no era oportuno, y por esto, o por la ingenuidad del dictamen, no reparaba en notar de desafectos aún a los principales ministros, y se desunió mucho de Montellano, de cuya sinceridad nunca dudó el Rey. Adhirió a Agramont el marqués de Ribas, secretario del Despacho Universal, porque desconfiando el Rey de muchos creciese su autoridad; y así sembraba algunas discordias perjudiciales al gobierno y al bien público, que conocidas por el Rey, le exoneró del empleo y se le dio una plaza supernumeraria en el Consejo de Indias.

Eligióse por secretario, con dictamen de Montellano, a don Pedro Fernández del Campo, marqués de Mejorada, hombre de gran comprensión, ingenuo, entero y con el largo uso de los negocios de la Secretaría del Real Patronato, muy práctico y de pronto expediente, aunque el natural no el más dulce. Después, viendo que tanta mole de negocios era insoportable cargo para uno, se eligió para los de Guerra y Hacienda, por secretario del Despacho, a don José Grimaldo, hombre de gran benignidad y rectitud y de un singular amor al Rey. No tuvo en estas elecciones parte Agramont, lo que llevó muy mal, porque quería ensalzar sobre todos su autoridad, y por eso repugnaba tenazmente la vuelta de la princesa Ursini, contra el gusto de la Reina, que había encargado al duque de Alba, embajador en París, que aplicase para esto los más vivos oficios.

No deseaba mucho esto el duque, por no descontentar a los españoles; pero era preciso obedecer entonces con poco efecto, porque sostenía en su dictamen al Rey Cristianísimo el duque de Agramont, que, ya reconciliado con Montellano, estuvieron ambos de acuerdo en instar a la Reina que nombrase camarera, que no lo había querido hacer hasta entonces, no desengañada de que volviese la princesa. Al fin, vencido primero el Rey, se obligó a la Reina a admitir por camarera a la duquesa viuda de Béjar, mujer -sobre ser de la más alta esfera- llena de virtudes y que hacía una vida retirada y ejemplar, por lo cual no quería admitir el empleo; mandóselo el Rey, y persuadida de sus parientes, se rindió con poco gusto; porque amaba más la tranquilidad de su casa, a la cual volvió muy presto, habiendo usado de tantas artes en París la princesa, ayudada de las instancias de la Reina, que pudo lograr el favor de la señora de Maintenon, la cual obligó al rey Luis a que la permitiese volver a España, lo que ejecutó luego y fue recibida de los Reyes con demostraciones nunca vistas de Soberano a súbdito.

Reintegróse en su oficio, y se aumentó su autoridad y su poder hasta donde no podía ser mayor. Entonces empezó a disponer a su modo otra vez el Palacio, y echar de él a los que no la habían sido favorables. El primero fue Agramont, que no la costó mucho trabajo, porque no era del genio del Rey, y le sucedió en la Embajada de Francia el señor de Amelot, marqués de Gournay, varón prudente y sagaz; era uno de los parlamentarios en París y nada ignorante; pero como entraba de golpe al manejo de un reino que no conocía, pareció al principio poco a propósito a lo que le destinaba la princesa, que era poner en él toda la autoridad que tenían los ministros españoles, pues había dado en París esta palabra para sincerarse de que quería apartar del gobierno a los franceses.

El duque de Montellano, que vio declinado su poder y ya adversa la princesa, hizo dejación de la Presidencia de Castilla, y no la admitió el Rey. Instó el duque, y la princesa dispuso viniese el Rey en exonerarle; pero quedó del Consejo secreto del Gabinete. Diose el gobierno de la presidencia a don Francisco Ronquillo, conde de Gramedo, por dictamen de los franceses, que querían uno que les tuviese respeto, y que conociese su no esperada elevación. Era Ronquillo un hombre de singular fidelidad y amor al Rey, tanto que se propasaba su celo, y por eso adquirió fama de demasiado rígido, y el temerle perdió a muchos, pero era hombre justo y de gran verdad. Ni a los franceses les salió cuenta de que los obedeciese, porque no era capaz de contemplaciones ni de grandes obsequios, poco lisonjero y cerrado, y por eso padecía notas de rusticidad su genio austero.

Viendo tan encendida la guerra, se aplicó todo a ella Amelot. Aunque permanecía el sitio de Gibraltar cada día más arduo, porque habiendo los ingleses renovado la amistad con Muley Ismael, rey en Marruecos, de allí traían los víveres y le ofrecieron socorro para que avigorase el sitio de Ceuta. Habían extendido sus trincheras los españoles hasta la altura del castillo de Gibraltar, que es toda la seguridad de la plaza; dieron un asalto y ocuparon el foso, pero luego fueron rechazados. Llegó al sitio el mariscal de Tessé con nuevas tropas y el jefe de escuadra Pointi con dieciocho naves de guerra, a las cuales se añadieron las españolas destinadas al comercio de Indias. Defendía la plaza el príncipe de Armestad, que para distraer a los españoles dispuso con los reyes de Túnez y Argel el sitio de Orán, luego ejecutado, porque no quisieron los africanos perder tan grande oportunidad. Una gran borrasca echó las naves francesas a las costas africanas; esta misma trajo con celeridad a los ingleses que del Támesis partieron al socorro de Gibraltar, los cuales venían en cuarenta y ocho naves, y acaso encontraron con las del señor Pointi, que volvían de África, que fue obligado a pelear con tan inferior número, y así fue vencido y muchas de sus naves sumergidas, tres apresadas y otras tuvieron la fortuna de escapar y entraron en Tolón, Málaga y Cádiz, pero tan maltratadas que no pudieron volver a servir más. Los ingleses, explicando con pífanos y salvas la victoria, entraron en el puerto de Gibraltar y socorrieron la ciudad con cinco mil hombres.

Con esto levantaron el sitio los españoles, dejando un castillejo en la montaña opuesta, presidiado de dos compañías. Este ejército, que estaba destinado a las fronteras de Portugal, se perdió inútilmente en este sitio, y así determinaron los portugueses venir a recobrar lo perdido. Mandaba el ejército de Extremadura el marqués de Bay, flamenco, con quince mil hombres. Bajó el general Faggel a Yelves donde plantó su campo; otros seis mil hombres mandaba el marqués de las Minas, que los puso entro Almeida y Penamacor; con poco trabajo recobraron a Salvatierra, aunque bien pudo hacer más su gobernador. No les sucedió así en Valencia, porque la defendió don Alonso Maradiaga, marqués de Villafuerte, casi fuera de los límites de lo regular. Sufrió cinco asaltos en la brecha, y se defendió después con cortaduras hasta que la necesidad le obligó, ya herido, a rendir la guarnición prisionera de guerra. Enviábanla ésta a Lisboa con la escolta de ciento y treinta caballos, y dejando los españoles, aunque desnudos y desarmados, descuidar a los soldados, los ataron y oprimieron repentinamente, les quitaron los caballos y huyeron.

Pasaron los portugueses a Alburquerque, y en siete días la rindieron; y después se acamparon contra Badajoz, ocupando la ribera del Ana; pero estaban los españoles a la otra parte del río disputándoles el paso. Hacia el Tajo estaba el marqués de Bayo, observando al de las Minas. Juntaron Consejo de Guerra los portugueses e ingleses sobre la expedición que se debía ejecutar: los ingleses fueron de dictamen de atacar a Ayamonte, para devastar la Andalucía; pero como era preciso pasar por los Algarbes y estaba el camino áspero, escabroso y poco cultivado, no se conformaron los portugueses. Pasó la cuestión a que la decidiese el rey don Pedro; no fue tan pronta como era preciso la respuesta, porque los portugueses no deseaban aventurada la guerra, sino segura. De esto nació alguna discordia entre el rey Carlos y el portugués; pero, al fin, se determinó no ir a Ayamonte, y tuvieron por instrucción los portugueses de conservar las tropas, sin exponerlas a grave acción, porque ellas eran toda la seguridad del reino y no temía el Rey tanto a los enemigos como a sus coligados. No dejó Faggel de penetrarlo y creció la mala satisfacción recíprocamente.

Estaba don Pedro con accidentes tales que hacían desconfiar de su salud, aunque no se le conocía determinada enfermedad, sino un tedio de sí mismo, una profundísima melancolía, inquietud y silencio; cansado, o con algún desorden el discurso, no estaba la cabeza hábil para el gobierno, de que nació querer los magnates entregarle a otro; pero esta era ardua y difícil empresa por la variedad de opiniones: algunos se inclinaban a que por la poca edad del príncipe del Brasil fuese gobernadora, con un Consejo de ministros, la reina Catalina, viuda de Carlos de Inglaterra, hermana del rey don Pedro. A otras, y al duque de Cadaval, parecía impropio excluir al príncipe, y estas disputas, que no llegaron a estar determinadas, fueron de grande impedimento a la guerra, y se les dio tiempo a los españoles para juntar más tropas, presidiar y abastecer a Badajoz, Alcántara y Ciudad Rodrigo; pero habiendo entrado la estación ardiente del sol, que prohíbe en aquel clima proseguir la campaña, se dio cuarteles de verano a las tropas de una y otra parte.

No era así remisa la guerra en Italia. No pudiendo el general Lenagen, tudesco, pasar los collados de Brescia, por haberlos hecho intratables las nieves, tomó el camino del bosque. No padecían poco los dominios de Venecia, porque guardaban los valles los franceses, y como éstos ocupaban a Palazolo, tenían el río Oglio bajo de sus armas. Los alemanes podían libremente ir por el Vicentino o el camino de Trento; pero querían socorrer al duque de Saboya por si se podía librar a Verrua. Llegó de Viena Guido Staremberg, y se acercó más a Verona; con esto fortificó mejor el Oglio el gran prior de Vandoma; llamó a las tropas del campo de la Mirándula, aumentó el presidio de Robero y Ostiglia y, quitando cuanto le fue posible del Po, puso sus tropas en Castillón Strideriense; todo era imposibilitar socorros a Verrua.

Entró en nuevos cuidados el duque de Saboya, porque el de la Fullada, habiendo pasado el Varo, sitiaba a Villafranca que, con poca dificultad, la rindió; quedaban los castillos bien presidiados, y antes de atacarlos cerró los pasos de los montes de Génova, donde corre más suave el Tanaro. El duque de Saboya, temiendo atacasen a , quiso socorrerla, pero llegó tarde, porque los franceses habían ocupado las riberas del Torvia y se les había rendido Montalván, y poco después, los castillos de Villafranca; luego pasaron al bloqueo de , presidiada de mil soldados; no pareció oportuno poner el sitio antes que se rindiese Verrua, que tenía ya las brechas abiertas. Difería el duque de Vandoma dar el asalto hasta que cayese Crescentino, contra el cual movió sus tropas. Desconfiando de poderle defender el duque de Saboya, se pasó a Chiva. Esto dio lugar a estrechar todo el Piamonte, porque extendieron los franceses sus tropas desde el Doria al Po. Padecía Verrua otra guerra en la falta de víveres, y no tenía poca ocupación el presidio en resistir los clamores del pueblo, que instaba la rendición, porque empezaba el hambre y no se admitía en el campo de los franceses a los que huyendo de ella salían.

En este estado de cosas, habiendo antes prevenido minas en los baluartes, mandó el Duque que, haciendo la acostumbrada seña, se entregasen a los franceses, y que en entrando se diese fuego a las minas. Fingióse desertor un teniente lorenés, y expuso al duque de Vandoma con tal energía el miserable extremo a que estaba la ciudad reducida, que le persuadió a no despreciar sus clamores, porque luego harían llamada. La mima fuerza y eficacia de las palabras -o traidor a sí mismo en su rostro el traidor- puso en sospechas al duque: mandóle dar tormento, y confesando la verdad, se libraron los franceses del riesgo que les amenazaba el engaño, prosiguieron la línea desde el Doria a los vecinos collados, intimaron la rendición y, ya no pudiendo resistir más, se entregó la ciudad con mil quinientos prisioneros.

No le quedaba al duque de Saboya más que Turín. Los franceses plantaron sus reales en Mantua. El príncipe Eugenio, que nuevamente había llegado de Viena, los puso en Verona; era su designio pasar con quince mil hombres el Mincio, y para divertir a los franceses atacó a los que estaban en Calcinato el general de Vibra. Los señores de Mursey y Sampater fueron a encontrar al príncipe Eugenio al paso del río; había plantado éste en la opuesta orilla algunos cañones de campaña y, a pecho descubierto, resistieron los franceses su estrago por cinco horas, no sin daño de los alemanes, a quienes hería la bala de fusil, porque era angosta la distancia. Desistió Eugenio de la empresa, y el general Vibra no logró ventaja alguna en la suya. Determinó Eugenio, juntando las tropas del general Lenagen, que pasase la caballería por la montaña, y la infantería en barcos por el lago de Garda, y aunque le guardaban los franceses y echaron a pique tres de ellos, pasaron los alemanes y plantaron su ejército a la vista del duque de Vandoma. No les pareció a ambos generales dar la batalla: a los franceses, porque habían determinado el sitio de Turín, y a los alemanes, porque sólo querían juntarse con el duque de Saboya, que hacía para esto vivas instancias, temiendo el sitio, pues ya el de Vandoma había elegido los puestos.

El duque de la Fullada, después que tomó la ciudad de , como le faltaba lo más difícil, que era el castillo, hizo tregua con él para pasar con todas las tropas contra Turín, porque el Rey Cristianísimo le había destinado por jefe de esta empresa. Era éste un desdoro para el duque de Vandoma, pero lo consiguió con el favor del señor de Xamillar, su suegro, que era ministro de la Guerra. Diose por ofendido Vandoma, y rogó al Rey le admitiese la dejación del mando de las tropas, y mientras no se le respondía, no aplicó el necesario cuidado a las disposiciones de la guerra como era preciso, y pudo el príncipe Eugenio fortificarse, tirando una línea desde Gavarron a Salon; había algunas escaramuzas de caballería con varia suerte; cuatro mil palatinos bajaron a aumentar las tropas del príncipe. El duque de Saboya fortificó a Chiva, puso sus tropas en los collados de Turín para estar pronto al socorro, echó un puente al Po, pero le arruinaron luego los franceses; quisieron en vano al mismo tiempo sorprender a Chiva, porque estaba bien prevenida; fueron a ocupar ambas orillas del Po, y lo resistió el duque de Saboya, que bajó con diez mil hombres y hacía no pequeño estrago en los franceses, embarazados en vadear el río. Con todo, fueron tan constantes, que le pasaron; guiaba la manguardia el príncipe Delbuf, que murió gloriosamente peleando. Con esto se retiró a Moncalier el Duque y le fortificó, derribando una suntuosa casa de campo que tenía para su diversión.

Aún persistían con poca felicidad los franceses contra Chiva; había el príncipe Eugenio ofrecido socorrerla; parecía difícil, pero más lo fiaba de su ardid que de sus fuerzas. A 21 de junio movió su ejército una noche, no del todo oscura, porque, aunque embarazada de nubes, daba la luna alguna luz. Eran sus tropas veinte mil infantes y doce mil caballos; conducía sesenta piezas de cañón, y para ocultar su designio se entretuvo más allá de Mella; luego subió al lago de Isla y ocupó el puente inopinadamente; torciendo por la derecha, bajó a Urago, y sabiendo que se guardaba con negligencia Calceo, con apresuradas marchas llegó al Oglio por las angostas y escabrosas sendas, mal guardadas del descuido del gran prior de Vandoma. Esta negligencia entró a la parte de la fortuna de Eugenio, que no debía esperarla, porque pocos cañones, puestos en lo estrecho del sendero, le hubieran embarazado, y más en un lugar incapaz de formarse las tropas. Acriminó esto a su hermano el duque de Vandoma que, no perdonando a su propia sangre, lo avisó al Rey. La ingenuidad y justicia del duque salvó al hermano.

Los alemanes ocuparon a Pozol y Calceo y luego a Palaceto, a quien desamparó don Fernando de Torralva; pero, sorprendido en la marcha, quedó prisionero. Así estaba expuesto todo el Cremonés: con mayor cuidado guardó el Atesis el gran prior, escarmentado de la pasada negligencia. Estos accidentes apartaron de Chiva al duque de Vandoma, en perjuicio del bloqueo que estaba formando a Turín el de la Fullada, y había ya ocupado los collados vecinos a la ciudad y a Castaneto, divirtiendo las aguas con gran trabajo del ejército, el cual aumentó con las tropas que llamó de Sussa, a cargo del conde de Estain. Renovóse la hostilidad contra Chiva, y pasando el Oreo los franceses, después de tres horas de batalla que les costó el vencer una pequeña eminencia: porque el duque de Saboya disputaba el menor palmo de tierra y estaba con la caballería en Setimio, lo que embarazaba mucho el forraje, y era preciso hacerle con continuas escaramuzas y encuentros de caballería, hasta que el teniente general Albergoti le ocupó, venciendo antes un destacamento de piamonteses.

Vandoma mandó echar un puente al Oreo, y tanto se estrechó Chiva, que se rindió; con esto tenían los franceses tributaria la provincia casi hasta las puertas de Turín. Mirábalo el duque de Saboya desde un montichuelo donde hay un convento de San Francisco; faltaba mucho por formar el sitio, y se prevenía lo necesario. El duque de Vandoma, para recoger sus tropas, pasó a Pavía y a Lodi; era preciso oponerse al príncipe Eugenio, que estaba en Romanengo fortificado, y había elegido un campo lleno de fosos y cortaduras. Para dar quietud al Cremonés pasó más adelante Vandoma; echó dos puentes al Oglio, y con continuos asaltos de caballería tenía siempre en armas a los enemigos, nada seguros por la izquierda, después que el gran prior ocupó a Matcaria, Caneto y Ustiano, donde hubiera podido encerrar cuatro mil alemanes si hubiera apresurado la marcha. Faltábanle tropas al duque de la Fullada para el sitio de Turín, y no lejos del Oglio los alemanes, podía recelarse el socorro, aunque los franceses guardaban las orillas, porque los había engañado Eugenio muchas veces.

Al duque de Vandoma, para estar más pronto a todo, le pareció poner sus tropas en Casán y ocupar los collados. Con esto resolvió el príncipe Eugenio atacar al gran prior de Vandoma; súpolo el duque por los desertores, y con toda la caballería fue a socorrer a su hermano; dejó en Casán el teniente general Seneterre, y mandó a don Francisco Colmenero y al señor de Luxemburgo que le siguiesen con gran parte de la infantería, por si se podían hallar en la batalla. Todo sucedió a medida del deseo, porque se unieron las tropas antes de ella, y estando ya a la vista de Eugenio se vio precisado a darla.

Era el día 17 de agosto, y en lo más ardiente del sol se ordenaron los ejércitos. Eugenio, que regía la derecha, cargó la izquierda de los franceses, mandada por don Francisco Colmenero, que, aun herido, sustentó con valor la pelea. Llamó más gente el príncipe, y a Colmenero le socorrió Albergoti, pero ni con esto pudo resistir el nuevo ímpetu de los alemanes, y fue la siniestra de los franceses deshecha; siguieron los vencedores hasta el puente y ocuparon unas rústicas casas, de donde a su salvo herían el centro de los franceses. Recogió con gran celeridad los huidos Alhergoti, y volvió a empezar nueva batalla, no favorable a los suyos, mientras conservaban las casas los alemanes. Para echarlos de ellas envió un gran destacamento Vandoma, y lo consiguió.

Ya todos en campo abierto, cobraron brío los franceses y volvieron al campo en que se combatía, retrocediendo Eugenio hasta el lugar donde había empezado a acometer; así, por la derecha de los alemanes alternaba la fortuna; la de los franceses la gobernaban los señores de Praslin y Fran-Sremond, impacientes de no poder pelear por lo escabroso del sitio. Duraba aún la sangrienta disputa con la izquierda de los franceses, y sin desistir de ella el príncipe Eugenio, movió el centro de sus tropas contra Vandoma; flaquearon las primeras filas y retrocedieron un poco los franceses; acercó la segunda línea el duque, y se exasperó la acción con tanta necesidad, que ya se peleaba sólo con bayonetas. El duque recibió una herida; ésta le encendió más, y tanto esforzó sus alientos, que retrocedió Eugenio a su lugar. Estrechábanle los franceses con gran denuedo y resolución, y para alentar a los suyos llamó a muchos por su propio nombre, y uniendo más las líneas, pasó con ellos hasta las primeras filas; también recibió una herida, porque trató el valor con desprecio, y tanto se adelantó peleando por su propia mano, que llegó hasta la mitad del campo, valerosamente sostenido de los franceses, sin que de él retrocediese un paso.

La noche pacificó la ira; nadie tocó a retirada, pero ambos generales la mandaron con voz baja. De los alemanes murieron el príncipe José de Lorena, el de Witemberg y el general Lenagen. De los franceses, ningún oficial general; pero fue igual la pérdida: quedaron en el campo doce mil hombres, y más prisioneros quedaron de los franceses. Por nadie quedó el campo ni la victoria; los franceses se gloriaban de haber dejado pasar el Oglio a los enemigos; éstos, de no haber embarazado el sitio de Turín. Por eso, se determinaron con más vigor los franceses, y acercaron a él todo el ejército. Saliéronse de su corte la madre, mujer e hija del duque de Saboya. Temió mucho la Italia este sitio, porque si rendían a Turín los franceses, la imaginaban esclava. Sus príncipes, estudiando cada uno su seguridad, favorecían por eso cuanto era posible a los alemanes.

No se le ocultaba esto a Luis XIV, y temiendo una liga de Italia contra él, o vencido de los ruegos de su nieta la duquesa de Borgoña, hija del Duque, envió por la posta al señor de Dreuscen, mandando se suspendiese el sitio de Turín. De esto se dolió altamente el duque Vandoma: representó se perdía la mayor oportunidad; propuso infalible el rendimiento de la plaza, y que con ella nunca saldrían de Italia los franceses, facilitándoseles cualquier empresa; pero la señora de Maintenon y Xamillat, contemplando a la duquesa de Borgoña, hicieron persistir al Rey en el decreto, del que resultó, como veremos, perder el Rey Católico los Estados de Italia. Vandoma propuso no servir más en ella, y que se perdiese en ajenas manos, porque ya veía que, difiriendo el sitio a otra campaña, se daba tiempo a los enemigos de aumentar su ejército, y conocía cuántas inteligencias tenía en París el duque de Saboya, y que no se hacía la guerra con el dictamen del entendimiento, sino de la voluntad.

Enviáronse a cuarteles de invierno las tropas, y algunas a Nissa y Sussa, porque había hecho el duque de Saboya esparcir un falso rumor, que se prevenía una armada en Londres a favor de los calvinistas de Francia. El gobernador de Asta la desamparó, porque dio engañado esta orden el secretario del duque de la Fullada; luego la ocupó el de Saboya. El príncipe Eugenio se fue a Crema, y el duque de Vandoma a Pizzigiton.

No se podía proseguir operación militar alguna por las continuas lluvias, rara vez vistas con tanto exceso, que pareció se sumergía la Italia. Salieron de madre el Po, Adda y Atesis, y mucho más el Ticino; perecieron muchas familias, llevadas de la violencia del agua las casas; se vio en este río, arrebatado en su propia cuna, un niño con un perro que con él dormía, y navegó así por dos días hasta que un hombre del campo le sacó. Lo irregular de las lluvias no retardó al duque de Berwick el sitio del castillo de Nissa; impedíale el paso el Varo, entumecido, y mandó reparar los puentes que se habían llevado las aguas; trajéronse por mar, de Lenguadoc y Provenza, los víveres y municiones, y se levantó trinchera. El señor de Carail defendía el castillo con dos mil presidiarios, hombre valeroso y experimentado. Había minado toda la fortaleza y hecho cuanto cabía en el arte para dilatar la defensa; y como feneció el año antes de cumplirse esta expedición, lo diremos en su lugar.

No ardía en menores llamas la Alemania y Flandes. Los bávaros, mal hallados con el nuevo dominio, llamaron al propio dueño; transpiróse el secreto, y padecieron más dura servidumbre; demuélense las fortificaciones, y ni a la principal de Mónaco se perdonó. Los franceses hacían sus almacenes en Theonvi1le y Metz; habíase reclutado con diligencia, y vino a mandar el ejército el mariscal de Villars, que había sido creado nuevamente duque y par de Francia. El señor de Almen, ministro holandés, corrió las cortes de Germania para inflamarlas a la guerra; no era menester esto, porque el Rey de Romanos lo hacía con mayor eficacia. Los coligados hicieron su junta de guerra en Tréveris, y la fortificaron para que fuese más libre la navegación a la Mosela. Edificaron un castillo en el monte, y se hicieron diques para soltar las aguas cuando fuese preciso. El general Doplh, holandés, llegó con sus tropas a la Mosela; aquí se juntaron las de los príncipes de Alemania. Viéndose inferior en fuerzas Villars, dispuso que el mariscal de Villarroy inflamase la guerra en Holanda para distraer a los aliados, y estudiando su seguridad, echó del puente de la Brilla a los palatinos, sorprendiéndolos.

El señor de Rossel, francés, devastaba la tierra del ducado de Dupont, y obligó a sus moradores a retirarse a Landau y Maguncia; también ocupó a Hemberg y Saarbourgh. Las tropas de Suevia y Franconia se acercaron a Philisburg, que eran veintitrés mil hombres, a los cuales se juntó el príncipe de Baden con treinta mil.

Aún no se había determinado en Viena expedición alguna; embarazábalo la quebrada salud del emperador Leopoldo, que ya daba señales del último peligro, y por eso a 23 de abril, prevenido con los sacramentos de la Iglesia, al siguiente día hizo su testamento, en que después de José, su primogénito, -si muriese sin descendencia varonil-, nombró por heredero de todos los países hereditarios a su segundo hijo, Carlos. Dio las razones porqué incluía en ellos los reinos de Hungría y Bohemia, explicando que ésta fue ganada por armas, vencido en la batalla de Praga Ferdinando, y aquélla conquistada con grandes expensas, sacándola del poder de los turcos, y que no había dado decreto alguno en que se les restituyese la antigua libertad o derecho de elección. Diole su hidropesía lugar a todas estas justas disposiciones, y a los 5 de mayo murió, de edad de sesenta y cinco años.

Este fue uno de los más esclarecidos y afortunados príncipes de su siglo. Era su aspecto majestuoso; la cara larga y morena, poco pobladas las sienes y el labio inferior un poco grueso y levantado; la estatura, mediana y bien formada; era blando, prudente, recto y religioso, aunque alguna vez dejó de parecerlo; porque las políticas de los reyes tienen tan oculto fin que hacen dudar de la verdad. Fue siempre casto, verídico, sobrio y taciturno. Montaba bien a caballo y entendía la música, a la cual y a la caza, estaba inclinado. No era liberal ni magnífico, ni propenso a la guerra. Tenía tanta experiencia de los negocios, que podía gobernar bien si quisiera; pero el temor de errar le embarazaba, y así, obedecía siempre a ajeno dictamen. Ninguno fue más abierto transgresor de las leves del Imperio; creó reyes, electores y príncipes a su arbitrio, y se hizo respetar más que muchos de sus predecesores. Conquistó la mayor parte de Hungría y coronó dos hijos. De éstos, el primogénito, José, rey de Romanos, fue elegido por Emperador, pero antes ya había tomado las riendas del Imperio, porque su inmoderado deseo al Trono no le dejó esperar las acostumbradas ceremonias. Reconocióle toda la Europa, menos los reyes de España y Francia, los electores de Baviera y Colonia, que aunque hicieron sus protestas, no fueron atendidas ni ellos admitidos al congreso de Ratisbona, como pretendían; tratáronse como rebeldes al Imperio y creyeron los demás electores ser en bastante número para hacer válida la elección. Con el nuevo Emperador declinó la autoridad de todos sus áulicos y dependientes, y mucho más la de su madre. Su mujer Amelia nunca la tuvo, y con la misma se quedaron el príncipe Eugenio, el de Baden y Guillermo de Staremberg. Teníalos por necesarios, y no le pesaba poco; creció el cuidado de la guerra, y ya no hablaban tan alto los eclesiásticos y los príncipes de Italia. Mandó luego hacer reclutas y pidió nuevos donativos, y presidió a Ratisbona contra los fueros de ella; daba la violencia al derecho.

Para no estar ociosas las armas, se acercó con diecisiete mil ingleses a la Mosela el duque de Malburgh. En Mastrich mandaba el ejército de los holandeses el general Overkerker. Determinóse en el Consejo de Guerra sitiar a Theonville y Kell; encargóse la empresa a Luis de Baden y a los ingleses, y por eso pasó por Cusambrik las aguas sarrenses Malburgh, con más de cien mil hombres, y puso su campo a la vista de los franceses, teniendo por la derecha la Mosela y por la siniestra a Carnoldo. Estaba atrincherado en Sirchen el mariscal de Villars; ocupaba la caballería la llanura, y la infantería las eminencias del terreno. Sólo por la frente podía atacar el inglés, si quería la batalla, pero ninguno la buscó. Por eso estuvo ocioso Overkerker en la Mosa, porque ésta entonces dependía de la Mosela. Logró de esta oportunidad Villarroy y mandó al conde de Gazen pusiese sitio a Huy, y se acampó en Viñamonte esperando el éxito; juntamente se abrieron las trincheras contra la ciudad y el castillo; mandábanlas los señores Bruzols y Artanian, varones esforzados, y a un tiempo batían a los baluartes de Picuat y San José. Rindióse la ciudad, y poco después el castillo, aunque bien defendido, y quedó prisionera la guarnición. Con esto se abrió a los franceses todo el país de Lieja, y entrando en aprensión los holandeses, trajeron de la Mosela más tropas.

El duque de Malburgh quiso juntar a las suyas las del general Tungen y del príncipe de Baden, para dar la batalla a Villars, pero no fue obedecido, porque Baden la creyó intempestiva. Tungen no podía moverse, porque le observaba el conde de Marsin; mucho se enfureció de esto el inglés, y en el silencio de la noche retiró sus tropas. Informó de esto el día a Villars, y picó la retaguardia de los enemigos, no sin alguna felicidad, y la caballería tomó algún bagaje. Para quitar a Villars toda aprensión, Villarroy fingió el sitio de Lieja y puso sus reales a vista de la plaza. Precisó esto a Malburgh a bajar a la Mosa, adonde también concurrió Villars. Los ingleses se acamparon en Mastrich, y los alemanes y prusianos en las líneas de Lautemburg; los westfalienses y palatinos en Tréveris, y los franceses en Theonville. Así estaban los ejércitos cuando el duque de Baviera tomó a Lieja; pero no habiendo podido rendir el castillo, desvaneció el sitio.

Más fuertes estaban en la Mosela los franceses; de repente se movieron Villars y Marsin; éste ocupó a Werseo y Seltz; aquél rompió las líneas de Tréveris y ocupó la ciudad; juntóse a Marsin para asaltar las líneas de Landau, pero fue en vano, porque se juntaron al general Tungen los prusianos, suevos y franconios, con que hizo un ejército igual al de los franceses. No pudo estorbar esto que rompiesen las líneas de Wisemburgh, deshechos cuatro regimientos de caballería; pasaron a Lautemburgh y se presentaron a los enemigos. Cinco días estuvo Villars formado en batalla, y no la quisieron los alemanes, atentos a guardar a Landau. Hacía el francés dilatadas correrías hasta el Rhin. Tomaron a Homberga con ochocientos prisioneros, pero luego pararon sus progresos, porque se destacó del ejército de Villars gran parte de tropas para Italia, y así le fue preciso estar sobre la defensiva y reparar las líneas de Haguenau.

Entendió la infausta continuación de las cosas Luis de Baden; entró en nuevas ideas, y se acercó a Maguncia. Otra vez volvió la Mosa a arder. Sitiaron los holandeses a Huy, y a vista del duque de Baviera la rindieron; fortificóse éste no lejos de Namur, y dio ocasión al inglés para que le asaltase. La noche del día 10 de julio movió sus tropas contra el bávaro, y aunque ya había amanecido, tuvo el favor de que hacía una niebla muy espesa, y de esta forma pudo llegar hasta las líneas sin ser visto. Dio el salto por una sola parte; acudió el bávaro, a la defensa, y sin rumor de tambores hizo el inglés un destacamento contra la parte que le pareció más descuidada; rompióla, y por lo más llano entraron los holandeses, a los cuales siguió todo el ejército. Diose otra batalla, pero estaban desordenados los franceses; los más esforzados concurrieron a sustentarla, y entre ellos don Pedro de Zúñiga, hermano del duque de Béjar, y el señor de Grandin, con sus regimientos, pelearon valerosamente; y habiendo entrado los ingleses a perficionar con la bayoneta la victoria, no mostraron poco valor los que retrocedieron con orden, y era tal, que volvieron a reintegrar la pelea, pero cargados de la muchedumbre fueron vencidos. Quedó no poca gente en el campo, y muchos prisioneros franceses; díjose haber sido causa de la victoria de Malburgh el haber el bávaro extendido la línea hasta la eminencia de Bajeo, cuya extremidad estaba guardada de solos cincuenta hombres, y que hubiera podido aguardar la batalla en campo abierto, ya que era igual en fuerzas a los enemigos. La fama, entonces poco propicia a los franceses, divulgó que estaban vistiéndose cuando los atacó el inglés, y que la mayor parte de ellos estaban en la cama, otros al espejo acomodándose los bucles de la cabellera, y no pocos en chancletas.

De tan continuadas victorias tomaron gran brío los aliados. Nada les parecía difícil, y ya nada seguro a los franceses. El bávaro adelantó sus tropas al río Dile, para cubrir al Brabante y Antuerpia. El inglés, que deseaba ocupar a Lovaina, determinó pasar el río; defendióle el bávaro, y se retiró a Malburgh con algún desorden, porque habían ya pasado muchos sobre un puente que hizo de excavados troncos; y como era angosta la senda, fue la retirada precipitosa, y cayeron al agua muchos. Las tropas del señor de La Mota se juntaron con el bávaro. El general Spaar mandaba un gran destacamento de ingleses y holandeses que se hizo contra Sas de Gante; ocupó el canal, y se infestaba todo el país de Brujas; acudió el duque de Baviera y se apartó Spaar con poco fruto. Juntas de una parte y otra todas las fuerzas, se pusieron a la vista los ejércitos en Overefil a 28 de agosto; estaba el bávaro formado en una eminencia ventajosa; pesaron los ingleses el Dile, por donde corría menos furioso, para dar la batalla; rehusáronla los holandeses, y dieron a sus tropas cuarteles de invierno bajo el mando de Overkerker, después de haberse perdido de una y otra parte algunos castillejos de poca consideración. Esta fue en este año la campaña de Flandes.

El mariscal de Villars, aun con pocas tropas, invigilaba contra el príncipe de Baden; con militar estratagema extendió por las riberas del Rhin su gente y la fingió más numerosa. Sacó los presidios de la Alsacia, y determinó el no dar ni rehusar la batalla, y para explicarlo al enemigo, ostentó formadas sus tropas muchas veces. Luis de Baden tenía la misma idea y ocupaba las cumbres y los collados, porque el valle estaba cortado de intratables lagunas y pantanos. Deliberó sitiar a Hagenao y lo encargó al general Tungen. Villars condujo su ejército al campo de Strasburgh y se fortificó. El alemán erigió un puente entre Druskeim y Ofendorf para gozar de la feraz isla de Dandalia, más allá del Rhin.

El príncipe de Frisia expugnó a Druskeim. Tungen bloqueaba sólo a Hagenao para rendirla sin sangre, sabiendo que estaba la plaza mal proveída; pero viendo que se resistía, empezó a batirla; ofreció indecorosos pactos a su gobernador, el señor de Perio, que no quiso admitir, y sacando con el favor de la noche los cañones con sus cureñas de los baluartes, dejando para guardar la brecha al coronel Harlin con pocos, salió con todo el presidio por la puerta del Saverne con grande orden y silencio.

Era sumamente oscura la noche, y dispuso por manguardia toda la artillería: seguíanse las tropas, y detrás todo el bagaje, para que sirviese de impedimento al enemigo si lo advirtiese; encontró con la gran guardia de los sitiadores, compuesta de cincuenta hombres: quisieron hacer oposición, pero fueron rechazados. Al amanecer vio Tungen lo que ocultó la sombra; mandó seguir los que se retiraban, pero ya era tarde, porque habían pasado el Soria y no era fácil vadear precipitosamente sus aguas. Rindióse Hagenao; mayores ideas concibió el príncipe de Baden, pero se hizo de sus tropas un gran destacamento para Italia, porque clamaba por el duque de Saboya el príncipe Eugenio. Los Estados de Baviera volvieron otra vez a armarse, y salieron a campaña quince mil hombres, ocupando de repente a Biburgh, Strambingh y Braunavia; rindieron por escalada a Burgauso, y hubieran hecho mayores progresos si se les hubieran unido los bohemios, solicitados a la rebelión, que rehusaron.

El César, sin dilación, envió tropas bajo el Palatino y el príncipe de Witemberg. El general Wentzio recobró a Burgauso; resistíanse los sublevados, y fueron precisas algunas capitulaciones para aquietarse.

Pasó el duque de Malburgh a Londres. y recibió no pequeños aplausos de vencedor; confirmábase cada día en la gracia de la Reina, y se le dieron diez mil libras esterlinas de pensión. Esto le cargó de envidia; no faltaba a sus enemigos materia en que censurarle, y porque no podían en la conducta y el valor, le notaban de avaro y poco legal en la administración de los grandes caudales que de Inglaterra se le remitieron y de las contribuciones de las provincias enemigas, que decían haberse aplicado para sí; pero con la celebridad de los triunfos y de la adquirida gloria estaban los ingleses ciegos. Gastábanse sumas inmensas de dinero; contribuían cantidades nunca vistas los pueblos: bajaban las acciones de los bancos, y se disminuía el comercio; todo servía para inflamarse más en el empeño y en nuevos gastos. Nombráronse siete almirantes para las escuadras que se prevenían, y como faltaban marineros, se trajeron con grandes expensas de Dinamarca. Diose una escuadra al almirante Skiovel, para que corriese las costas de Francia; añadiéronsele después las naves destinadas al almirante Roock, porque éste había hecho dejación de su empleo; entonces se mandó al almirante Binghs que con su escuadra invigilase sobre los puertos de Francia, otra se envió a la América, y se mandó a Skiovel pasase con la suya a Lisboa, donde entró faustosamente con ciento y treinta velas, incluidas las de transporte, porque llevaba doce mil hombres de desembarco mandados por el conde de Peterbourgh. Dieron vista a Portugal, donde luego se juntó Consejo de Guerra en que asistieron, a más de los jefes de ella y los ministros del rey de Portugal, el príncipe Jorge de Armestad, el almirante de Castilla, el conde de la Corzana; estuvieron también presentes los reyes de Portugal y Carlos de Austria, el príncipe del Brasil y la reina viuda Catalina, con el príncipe Antonio Leichtestein. Suscitóse la duda de cuál había de ser la expedición, y los pareceres fueron varios.

Galloway dijo se debía atacar a Lenguadoc, donde armados los calvinistas esperaban este socorro prometido de la Reina. Que había muchas inteligencias en Mompeller, Nimes, las Cevennas y todo el principado de Oranges. Que pasaban los rebeldes de diez mil, mandados por Rabanel y Catinacio, varones de valor, autoridad y celo por su religión; que estaba ya concertado, luego que esta armada pareciese, sorprender a Mompeller, Nimes, Agde, Pont de Lunel y Pesenás, y hacer correrías; desde el puente de Sanct-Spiritus a Narbona, infestar toda la Lenguadoc, el Bedarnés, las provincias de Fox y Bigorra hasta la Aquitania, porque aún en Burdeos y Bayona no les faltaba religionarios, y teniendo amiga toda la tierra del principado de Oranges a Merendol, y los pueblos de la montaña, era preciso que cayese Aviñón. Que se daba la mano esta conjura con la de la Rochela y Normandía, y que tenían los judíos orden de Holanda de suministrar el dinero. Que de todo estaba entendido el duque de Saboya para atacar al mismo tiempo el Delfinado. Que éste era el único medio de soyugar la parte de la Francia que baña el Mediterráneo, donde había pocas plazas y desprevenidas; que todas las tropas estaban en el Rhin, en Flandes y en Italia, y que se vería precisado el Rey Cristianísimo, teniendo en el centro del reino la guerra, no sólo a sacar a su nieto de España, pero a otras indecorosas condiciones que repugnaba, y a dejar en sus reinos libertad de conciencia, que era lo propio que eterna semilla de inquietud. Que no se podía mantener la España sola, y que enflaquecida o abatida la Francia, se lograba el intento. De este parecer fueron todos los ingleses y holandeses, y la reina Catalina, con algunos ministros de Portugal.

El príncipe de Armestad dijo se debía ir contra Barcelona, donde esperaban al nuevo Rey con ansia. Que estaba formada la conjura de la mayor parte de los nobles y ciudadanos, sostenidos de las casas de Centellas y Pinos, esclarecidas y autorizadas en aquel principado. Que ya actualmente estaba la plana de Vich sublevada, y que sólo ésta ofrecía ocho mil hombres. Que eran los catalanes gente feroz y pertinaz en la rebelión, que la tenían como por costumbre. Que el virrey de Cataluña era don Francisco de Velasco, hombre de poca autoridad y aborrecido, que había podido deprimir pocos sublevados por falta de tropas y de conducta. Que no era Barcelona plaza fuerte, y que el deseo de mudar dominio se había extendido a los reinos de Aragón y Valencia, cuya rebelión tenía ofrecido el conde de Cifuentes si con un proporcionado ejército viniese el rey Carlos. Que hasta los religiosos y todos los eclesiásticos estaban por la Casa de Austria, menos los jesuitas, y que en toda la nobleza había una señal de conocerse entre sí los austríacos, que eran cintas de color amarillo, y que sabían habían llegado a tal extremo los confesores, que muchos no absolvían a los que no detestaban en su corazón la dominación de los Borbones. Que rendida Cataluña, era fácil el camino a todas partes, pues no había en ella más plazas que Tortosa hacia Valencia, y Girona hacia la Francia; porque Rosas era marítima y puesta a un lado, Tarragona no era plaza regular ni estaba presidiada; que el reino de Aragón estaba abierto todo, porque Lérida era un antiguo castillo mal formado y de ninguna resistencia, por lo cual estaba también expuesto el reino de Valencia, cuya única fortaleza era el castillo de Alicante en la orilla del mar. Que había junto a Felipe de Borbón muchos traidores, que no lo parecían de la primera orden de la nobleza, cuyos nombres había dado al Emperador, y que él salía por fiador sobre su cabeza del feliz éxito de la empresa, sin que se hiciese reparo sobre la infelicidad de la primera expedición del general Roock, porque no había gente de desembarco ni estaba el Rey, como se les había ofrecido. Que la expedición contra la Francia era una guerra prolija, dudosa y de inciertas consecuencias, aun venciendo; que el objeto era España, y que se debía ir directamente contra ella. De este parecer fue el rey Carlos y todos los alemanes, porque sabían que ésta era la mente del César.

A ambos se opuso el almirante de Castilla, queriendo probar que el golpe mortal para la España era atacar la Andalucía, porque nunca obedecería Castilla a rey que entrase por Aragón, porque ésta era la cabeza de la Monarquía, y rendidas las Castillas obedecerían forzosamente los demás reinos, y aun la Cataluña, y con más facilidad, ya que estaba inclinada a los austríacos; que sería pertinaz en el amor al rey Felipe Castilla, si presumían los reinos de Aragón darle la ley, y que entrar por la Cataluña no era más que introducir la guerra civil, con la ruina del Imperio que se iba a conquistar; que las promesas del conde de Cifuentes no tenían fundamento, y poco se podía prometer de lo que había sembrado entre gente ínfima; que era hombre de sangre ilustre, mas no de los de la mayor autoridad, ni grande, y que su vanidad le hacía esperar imposibles. Que no se debía fiar el Rey de los catalanes, gente voluble y traidora, y tan amante de sí misma, que si les importase mudarían luego partido, porque sólo contemplaban el rostro de la fortuna, y no podrían ejecutar cuanto quisiesen, porque tenían contigua la Francia, que enviaría socorros frecuentes y oportunos para cerrar la Cataluña entre dos fuegos; que no era fácil con doce mil hombres tomar tantas plazas, ni eran de servicio los del país, que sólo saben pelear como ladrones, enteramente ignorantes de la disciplina militar; que para rendir este cuerpo de la Monarquía se debía dar el golpe a la cabeza, que era Castilla, y que la mejor puerta para ella era la Andalucía, porque estaba en Cádiz y Sevilla el emporio de la América, la cual obedecería al dueño de ellas, y que se le quitaba de golpe a España sin gasto alguno ni guerra las Indias y el manantial de cuanto oro y plata se gastaba hoy en el mundo; que plantaría en Sevilla su corte el Rey, lugar acomodado para el comercio de ingleses y holandeses, y que, perdida la Andalucía, no tendría el rey Felipe ni dinero ni caballos para formar sus ejércitos; que también podían entrar los portugueses a ella por los Algarbes, y si este camino les parecía escabroso, avigorar la guerra por Extremadura, que era una fuerte diversión y también atacaba el corazón del reino; y que al fin, que si el Rey llegaba a Madrid por el Betis, el Duero y el Tajo afirmaría su Trono; pero si venía por el Segre y el Ebro, no podría permanecer en él.

Este voto fue de la aprobación del rey de Portugal y de los más de sus consejeros, y se hubiera inclinado a él el rey Carlos si no sostuviera la opinión del príncipe de Armestad y el de Leichtestein. En este congreso nada se determinó; después de haber desembarcado el general Skiovel, hubo otra junta, y se resolvió ir a Barcelona, no dejando la guerra de Extremadura. Para dar en ella algunas disposiciones, se envió a Estremoz al almirante de Castilla, que, apesarado y con tedio de sí mismo, porque no le salían favorables sus ideas, tuvo un grande accidente apoplético con pérdida de los sentidos; volvió a ellos a fuerza de cauterios; recibió los sacramentos e hizo testamento. Dejó por heredero al rey, Carlos, después de cumplidos no pocos legados y obras pías, y por curadores testamentarios al padre Casneri y Cienfuegos. Al otro día le repitió el accidente a la misma hora en que le había acometido, y expiró. El rey de Portugal hizo magníficamente depositar su cadáver a propias expensas, fuera del panteón de los Reyes, en la iglesia de Belén, hasta que se fabricase el sepulcro que había ordenado en su testamento. Se dijo que lo había sentido poco el rey Carlos, a quien le era pesado un hombre de tanta magnitud que con nada se podía contentar.

Descubierta la conjura de los calvinistas en Francia, y entregados al suplicio los autores con otros trescientos secuaces, no tenía ya más lugar la opinión de Galloway, ni aun la del almirante, porque había el Rey Católico presidiado y abastecido bien a Cádiz y las costas de Andalucía, y se había descubierto en Granada la conjura que tramaba un indigno y relajado religioso de la Orden de los Mínimos de San Francisco de Paula, llamado Francisco Sánchez, hombre inicuo cuya sutileza de ingenio le servía sólo para cometer los más horrendos delitos.

Ya sin contradicción el parecer del príncipe de Armestad, aprobado por el César y sus confederados, se hizo a la vela la grande armada de ingleses y holandeses con el rey Carlos, que dejó por su ministro en Lisboa, con carácter de enviado, al padre Álvaro Cienfuegos; a 11 de julio dio vista a Cádiz, y para fingir alguna idea, empezaron las naves a sondear las aguas de la isla de León. Embarazólo la artillería de la plaza, y por la noche se volvieron a partir, enderezando la proa a Gibraltar. El tiempo les hizo dar fondo en cabo Espartel; permanecieron allí cinco días, y algunos después se entretuvieron en Gibraltar, pasaron el Estrecho y a 9 de agosto se dejaron ver en las aguas de Alicante; pusiéronse a la capa mientras volvía la respuesta de unas cartas que envió con una lancha el príncipe de Armestad al gobernador del castillo y al magistrado. La respuesta fue honrada y conforme al ya prestado juramento. Pasaron a Denia, y desembarcó disfrazado en humilde traje -no impropio de su nacimiento- un tal Basset, valenciano, que había muchos años servía en Alemania viviendo aún Carlos II. Éste, perito en la lengua y en el país, concitó la rebelión a unos hombres de grande autoridad de los pueblos, valientes por su persona y arrojados; tenían poco que perder, y así nada aventuraron en la sublevación. Estos eran Gil Cabezas, Vicente Ramos y Pedro Dávila. No les faltaban emisarios en el pueblo, que ofrecían entera abolición de tributos. Tumultuóse la plebe y se rindió la ciudad, no tenía el castillo provisiones, y con sólo amenazas y promesas hizo lo propio. Aclamóse al rey Carlos, y mandaba por él Basset, con un despacho de virrey y gobernador de las armas, en todo el reino de Barcelona. No se descuidó de turbar los confines, y creció el número de los sediciosos más de lo que se debía temer, porque concurrieron de todo el reino facinerosos y forajidos, y los que por falta de bienes querían tentar nueva fortuna.

Basset quitó las gabelas y todo género de tributos, de esto se regocijó mucho la provincia: contribuía con todo lo necesario de la guerra, pagaba mucho más, pero no lo advertía porque lo hacía voluntariamente, aborreciendo el nombre de tributo, o porque se vistió de un nuevo afecto y empeño a la voluntad (así nos engañan nuestras pasiones cuando, no bien examinadas, las permitimos que empiecen). Con estas noticias se le enviaron a Basset dos mil ingleses, que se hubieran internado en el reino si no lo embarazase don Luis de Zúñiga, a quien se juntó con un destacamento de guardias de caballería don José de Salazar. En Oliva se juntaron veinte compañías de infantería y ocho de caballería. Envióse al duque de Gandía, autorizado magnate en aquel reino, para mantener en fidelidad los pueblos; era virrey el marqués de Villagarcía, hombre ilustre, bueno, maduro y político. Había sido enviado en Génova y embajador en Venecia, y así, no era su profesión la guerra. Esforzaba cuanto podía su elocuencia para mantener leales aquellos nobles, que gran parte de ellos vacilaba, y por eso era menester armas y no palabras.

A 22 de agosto dio fondo en las costas de Barcelona, a vista de la ciudad, la armada inglesa. Empezó a cañonear la ribera, y se retiró la poca caballería que la guardaba. Hicieron su desembarco las tropas, y aunque prevenía para la defensa don Francisco de Velasco, no tenía lo necesario para esto. La ciudad fingió más miedo del que padecía, y todo era traición. Los principales conjurados fueron: el conde de Centellas, don José y don Miguel Pinos, los Clarianas, don Antonio de Bujadós, conde de Zaballá; don Francisco Amat, don Pedro Samenat, don Juan Antonio de la Paz, Berardo José Sebastida, y otros muchos. Mostráronse fieles al Rey los Marimones, Cortadas, Ons, Copons, Taberners, el marqués de Rupit, el conde Bornonville, don Jerónimo Rocaberti, don Francisco de Agulló, el marqués de Argensola, la Casa de Gironella, don Pedro Desbarch, Llar, Cartellas y otros; pero eran más en número los contrarios.

Acaso estaban en Barcelona el duque de Populi con su compañía de guardias italianas, que había traído de Nápoles, el marqués de Risbourgh y el de Aytona, hombres de incontrastable fidelidad y valor. Éstos asistían a Velasco, pero faltaban tropas, y las que había, en parte adhirieron a la conjura. La gente que desembarcó obedecía al conde de Petesbourg, pero la disposición de la guerra estaba a cargo del príncipe de Armestad, que cada instante despachaba cartas y manifiestos a la ciudad y su comarca. Esperaban se sublevase la provincia, y así iba lento el sitio y no formal, dilatándose las hostilidades veinte y cinco días.

Callaban con doble engaño los nobles que adherían al rey Carlos, pero adelantaban cuanto les era posible su partido. Dispusieron que seis mil rebeldes y forajidos llegasen hasta las puertas de Barcelona y aclamasen al rey Carlos. Esta era una turba de los hombres más perversos y malvados de todo el principado, que buscaban en la rebelión el perdón de sus delitos. Enarbolaron estandarte austríaco, y ciñeron la ciudad lo que bastaba a que no la entrasen víveres del circunvecino villaje, y a que probasen los moradores alguna penuria, exagerada de los traidores para conmover al pueblo. Pidió Velasco dinero al magistrado de la ciudad, y descaradamente se le negó; estaba ya todo corrompido, y algunos ciudadanos y nobles salieron a sublevar la provincia con felicidad, pues ya todo el país abierto estaba por el nuevo Rey. Algunas ciudades muradas esperaron de mala gana a que se presentasen tropas enemigas, que no las tenían por tales, porque luego las abrían las puertas.

A 29 de agosto desembarcó el rey Carlos, avisando de esta novedad al reino con duplicada salva de artillería. Tratóse luego como Rey Católico, y con estas ceremonias recibió y dio pública audiencia a los embajadores de las Coronas que consigo traía. El duque de Moles, por el César; el conde de Methobin, por la reina británica, y el conde de Azumar, por el rey de Portugal. Plantóse el real pabellón y se abrió como una feria a la ambición y a la codicia, porque luego se dieron premios y honores.

Los paisanos corrían desde el Hospitaleto al puerto. El conde de Cifuentes se internó más, y sublevando los confines del principado de Cataluña y esparciendo papeles en lengua española y catalana no sólo sediciosos, pero insolentes. Con la mayor brevedad se erigieron de tierra y fajina dos castillejos contra las salidas de la plaza y de Monjuí. Batíanse ya los muros, y se empezó el bombardeo por mar y tierra; poco fuego hacía la ciudad, por falta de artilleros, porque los del país, o huyeron, o se escondían, o disparaban sin bala. Aún desleal, quería la ciudad conservar la imagen de fiel. Fue el pueblo a pedir armas al virrey, aunque ya sabían que no las había; ofrecen defenderse, y todo era nueva traición. Los nobles más desafectos fueron a ofrecerle su persona y sus haberes, no sólo porque se corrían los más advertidos de quedar borrón de la Historia, como porque no viendo todavía sitio formal, aún dudaban de la felicidad de la empresa. Nada ignoraba el virrey, pero no lo podía remediar; faltábanle fuerzas para defenderse de los extranjeros y deprimir la insolencia de los naturales. Todo el mando se reducía a ruego, y aunque con los pocos de quienes se podía fiar no descuidaba de su obligación, todo era vano. Por horas sabían los enemigos lo que pasaba en la plaza, no sólo porque se hacía gala de la deserción, sino porque tenían dentro tantos parciales, que por hacerse mérito iban a porfía a dar las noticias.

Quinientos caballos y mil infantes ingleses fueron contra Figueras, donde había setenta soldados, y ni una embajada fue menester para rendirla. Con sola ella lo hizo Girona, donde había tres compañías que habían tomado ya partido antes de entregar las llaves. El gobernador de Rosas despreció amenazas y promesas, descubrió en su primer origen una conjura que se iba formando y mantuvo la ciudad por el rey Felipe. Ya todo el principado en armas, se enfureció contra sí mismo; hallaron la mayor oportunidad los facinerosos y malvados, y llenaron la tierra de sacrilegios, violencias, adulterios, robos y homicidios, y si acaso encontraban algún parcial de los Borbones le trataban con piedad si le daban luego la muerte.

Pasó la licencia a un furor que lo atropellaba todo. Los mismos católicos violaban los templos, buscaban a los que tenían fama de ricos y, a fuerza de tormentos, querían exprimir aún más de lo que los infelices poseían. Atado a un leño, el padre miraba violar a su hija, y el marido, el forzado adulterio de su mujer. Dudárase de la verdad si la escribiéramos como es en sí. No puede la ingeniosa malicia inventar atrocidades y crímenes que no cometiesen los catalanes contra sí mismos. Los ingleses profanaron los templos y las sacras aras, haciéndolas teatro de la torpeza. Servían las imágenes para el escarnio, juzgando con lo insensible la impiedad. Dios vivo en el sacramento de la Eucaristía se dejó pisar de sacrílegas plantas, y aún más ignominiosamente le trataron muchos herejes, que tiene la pluma horror para escribirlo. Hacíase de los templos pública casa de lascivia, lecho de los altares y alguna vez caballeriza; al fin, más rabiosa que regular aquella guerra, enfurecida la tierra contra sí misma, tuvo todos los ensanches la malicia.

Muchos sacerdotes y religiosos, cuyas órdenes y nombres callamos por veneración al santo instituto, dejando los sagrados hábitos de él, se vistieron de bandoleros, ciñeron armas y no dejaron atrocidad, sacrilegio y torpeza que no cometiesen: muchos ayudaban a los herejes a sus execrandas violencias; era el pretexto la causa pública y el amor al rey Carlos, y hacían servir el nombre de un príncipe piísimo y religioso a sus iniquidades. Hízose una injuriosa expedición contra Lérida, y se presentaron a la ciudad trescientos infantes del país, que eran sus armas antiguas y denegridas espadas y mal prevenidas escopetas, palos y lanzas; con poca diferencia armados, venían otros ciento y cincuenta a caballo en mulos y borricos, con alabarda. Este fue el formidable ejército que sitió a Lérida, y con la amenaza de que les destruirían sus huertas y jardines. Prevenido ya de algunos emisarios el pueblo, tumultuoso, pidió al magistrado que abriese las puertas; opúsose con fidelidad constante el obispo don Francisco de Solís, religioso de la Merced, hombre bueno, sabio y que entendía lo que era de su obligación. Convocó el clero y se ofreció a la defensa; mas ya sordo o corrompido de promesas el pueblo, aclamó al rey Carlos, abrió las puertas y convirtió las armas contra los que le parecieron desleales. Uno de ellos, que fue don Antonio Cabderilo, viéndose perseguido de la muchedumbre, se escondió en una cueva; huyó el obispo a pie, con sólo su breviario y dos criados, y se retiró a Fraga. El gobernador de la ciudad, con veinte y cuatro hombres que tenía de presidio, se acogió al castillo, y luego desertaron todos. Quedóse con seis enfermos, y éstos, sin noticias del gobernador, abrieron las puertas. Así se perdió Lérida; casi de la misma manera, Tortosa y todo lo restante de Cataluña, pareciendo aquel espíritu de sedición un fuego que prendía en los áridos campos de las mieses; tan dispuestos estaban a la rebelión aquellos ánimos.

Ya tenía Barcelona la brecha abierta, y habían hecho las bombas algún estrago en los edificios. El virrey dio permiso para que saliesen las mujeres, viejos, niños y enfermos; de las señoras salieron muchas, y de los demás, sólo los que fueron al rey Carlos. El príncipe de Armestad determinó atacar primero a Monjuí; a 14 de septiembre, por un desertor, supo el nombre del santo que había aquella noche dado el gobernador del castillo y, fiado en las sombras, condujo un buen número de tropas a sus muros. Disfrazado en granadero dio engañosamente el nombre del santo y aclamó al rey Felipe para que se le abriese el rastrillo. Había ya llegados al foso, y sin orden alguna, aclamaron imprudentemente sus soldados al rey Carlos. Conocieron los españoles el engaño y se pusieron en defensa; una bala de artillería hirió al príncipe en un muslo; apartáronle en hombros de los suyos, para retirarle a su tienda, y estando, al parecer, fuera de tiro, le pusieron en tierra para que un cirujano le tomase la sangre, que la vertía en gran abundancia, y atase la herida. Estando en esto, un casco de bomba que reventó no muy lejos, hirió otra vez al príncipe en un hombro y le mató.

El ruido informó a don Francisco de Velasco del hecho: hizo una salida, y rechazó a los enemigos. Peterbourgh, antes de saber la muerte de Armestad, viendo la infelicidad de la primera empresa y queriendo perder al príncipe, por envidia de la dirección que se le había encargado, repugnando trabajar para construir ajena gloria, mandó embarcar todas las provisiones, armas y pertrechos y que se volviese al navío el rey Carlos para atribuir la desgracia al príncipe, no habiendo sido jamás de su aprobación la empresa de Barcelona.

Mientras estaban alistando la que se había de llevar a la orilla del mar y recogiendo los equipajes, supo la muerte del príncipe y mudó de dictamen, porque, como vela que todo el peso del negocio se reservaba a su conducta y se le atribuía la gloria, no teniendo ya quien se la compitiese, se aplicó con más vigor y tenacidad a la expugnación de la plaza. Mandó que nada se embarcase, y se prosiguieron los ataques. Al otro día batió los muros con más fuerza, y el castillo de Monjuí. Una bomba dio en el almacén de la pólvora de Barcelona, cayó la muralla y mató algunos soldados; luego, sin perder tiempo, dio el asalto el inglés, y se alojó, aunque en estrecho lindar; llenóse de lamentos y confusión la ciudad, exaltados de la traición.

Adelantan los aproches los sitiadores, y también batían la muralla los cañones de las naves. Clama el pueblo pidiendo la rendición, y al mismo tiempo huyen los más de los soldados, y se fueron o al ejército inglés o a los rebeldes. Pocos leales acompañaban a Velasco, que, juntando Consejo de Guerra, hizo llamada. A 9 de octubre se capituló con 49 artículos. Estuvieron de acuerdo el virrey y los militares, a quienes les quedaron todos los honores en la salida por la brecha, bala en boca y tambor batiente, seis piezas de artillería, veinte mulos cargados y sesenta carros, quince de ellos cubiertos; sus armas y caballos, a la caballería, y que con sus bienes pudiesen salir los nobles y ciudadanos que quisiesen seguir el partido del rey Felipe. La ciudad no quiso entrar en estos pactos, y dijo se entregaba a la clemencia del rey Carlos; estaba más segura con la que ya habían tratado los traidores que con lo que la podían procurar los leales.

Determinóse para el día 14 el salir el virrey y los demás. Divulgóse maliciosamente que se llevaría los que tenía presos en las cárceles. Con sola esta noticia se tumultuó el pueblo; tocó al arma con una campana que le convoca; abrió las cárceles, sacó los presos y, ya embriagados en la ira, buscan los parciales del rey Felipe, saquean sus casas y las aplican fuego; algunos padecieron la muerte; otros, mil escarnios en las públicas plazas. Buscan al virrey para matarle, el cual estaba encerrado en el castillo, y creció el tumulto porque entró a saquear la ciudad el ejército de los rebeldes con setecientos desertores. Pedíase a voces la muerte de Velasco, y asaltan el castillo una turba de albañiles, rompen las primeras puertas y le aplican fuego; tanto ruido llamó al general inglés, que entró para apaciguar el tumulto. Esto salvó a Velasco, sacándole por una puerta falsa al mar y a una de las naves inglesas. Opúsose Peterbourgh al desorden de los sublevados, y se llevó a su tienda a los hombres de más distinción que seguían el partido del Rey Católico. Estos fueron el duque de Populi con su familia, el marqués de Aytona, el de Risbourgh, el conde de la Rosa, don Manuel de Toledo y toda la compañía de guardias que vino de Nápoles, de los cuales no desertó uno; todos eran nobles, y los más, de las casas más ilustres de aquel reino.

Dio pasaporte el inglés a cuantos quisieron ir a Madrid, que fueron las casas de Gironella, de Rupit, de Argensola, de la Floresta, de Ons, de Llar, de Darnio, Cortada, Marimón, Grimaos, Taberners, don Juan de Josa y don Agustín Copons, que ostentaron la más gloriosa y constante fidelidad. Otros muchos siguieron el ejemplo, que fuera prolijo referirlo; y aunque no se hace aquí mención de ellos, no se les quita cosa de su gloria. También salieron muchos eclesiásticos, inquisidores y ministros, algunos jesuitas y religiosos de San Benito. Desde su real pabellón confirmó los privilegios del principado y de la ciudad el rey Carlos y dio por nulos los decretos y mercedes del rey Felipe. Creó grandes al conde de Cifuentes, al de Centellas, Zaballá y Pinos; hizo algunos marqueses y condes, y nombró por gobernador de Cataluña a don Pedro Samenat. Muchos, ambiciosos del premio, fingieron servicios que no habían hecho; la codicia no les dejaba ver que se imponían la nota de traidores. Algunos perseveraban fieles, y no pudieron mostrarlo, o por amor a sus bienes o por remisión de ánimo.

Tratóse con desprecio el retrato del rey Felipe; quemó la ciudad los privilegios que le había concedido, pero no dejó de guardar copias, por lo que podía suceder después -que los desleales todo lo juzgaban voluble, como su fe-. Rebosaba alegría la ciudad cuando entró el nuevo Rey; parecieron efigies y estatuas injuriosas a los franceses, y la humilde plebe y mujercillas cantaban insolentes canciones en oprobrio del Rey que habían tenido. La ciudad violaba sus privilegios en lo que contribuía, y además de dar todo lo necesario para la guerra, fundó rentas para la Casa Real y se encargó de insoportables no conocidas expensas; permitióse a los luteranos y calvinistas cátedra pública, porque también obedecía el rey Carlos a la necesidad.

La ciudad de Tarragona también, a ejemplo de su capital, quería sacudir el yugo; presidiábala con su regimiento don Pedro Vico, caballero sardo; hízose un destacamento inglés, y apenas fueron vistos de la plaza, cuando se tumultuó el pueblo, abrió las puertas y se rindió prisionera la guarnición. Partió el almirante Skiovel para sus puertos, dejando diez mil ingleses en Barcelona de tropas arregladas, y de las del país entraron hasta nueve mil hombres, que, aunque escogidos, más servían para la confusión que para la defensa; fortificáronse los confines y se envió a Lérida con un regimiento de caballería alemana al príncipe Enrique de Armestad, hermano del difunto Jorge. Peterbourgh pasó a Girona, y después de fortificada y hecho un nuevo baluarte (al cual puso por nombre La reina Ana) se dejó competente guarnición.

Volvió a tentar en vano la fe del gobernador de Rosas; faltábale lo necesario para el sitio, y así se volvió a Barcelona. Las partidas de los rebeldes corrían los confines del reino de Aragón, y aún se internaban con el conde de Cifuentes; dio la obediencia Caspe y Alcañizas y vaciló el reino. Para confirmarle fiel, hizo los mayores esfuerzos el arzobispo de Zaragoza, don Antonio Ibáñez, y la mayor parte del orden de los nobles; levantóse gente a cargo de don Martín de Espinosa, gobernador de Jaca, e hicieron a su costa por el Rey muchas levas el conde de Peralada y el de Atarés, los marqueses de Campo Real, Villasegura y el de Liert, con don Juan Pérez de Muros, hombres nobilísimos y facultosos. Con errado dictamen se llamó del reino de Valencia para defender a Aragón a don José de Salazar, con las guardias de a caballo, porque era el que se oponía a Basset, formóse en Aragón un cuerpo de doce mil hombres, mandados por el príncipe de Esterclaes: Salazar se adelantó a Fraga, y mucho más el conde de San Esteban de Gormaz, porque pasó hasta Lérida cuando ya estaba fortificada, de manera que era menester sitio formal, y entonces no había prevenciones para ello. Por Híjar quería penetrar en Cataluña Esterclaes, para dar la batalla a los ingleses si ellos quisiesen; pero no tenían tal intención.

Recobró sin dificultad a Alcañizas, desarmó al pueblo y casi cogió allí al conde de Cifuentes, que salió en una litera. En Calandra se habían fortificado algunos rebeldes; tomáronla los españoles y ahorcaron cincuenta de ellos; desde entonces por un decenio, empezó a manar sangre de catalanes la provincia. Toda la tierra que está entre los ríos Cinca y Segura obedecía al rey Carlos, a quien también se rindió Ribagorza y los valles de los Pirineos; pero no se pudo adelantar a Jaca porque los bearneses presidiaron su castillo. Escarmentados quedaron los rebeldes de atacar a Maella, y murieron muchos. El conde de San Esteban de Gormaz y el de Guaro aseguraron a Belgida y Atienza con la tierra circunvecina.

Después de la ausencia de don José Salazar creció la rebelión de Valencia. Perdióse Oliva por arte del coronel don José Nebot, que, con todo su regimiento, en el ardor de una acción, se pasó a las tropas austríacas, llevándole engañado. Algunos capitanes, amantes de su honra, detestaron tan vil hecho y quedaron prisioneros; los más tomaron partido, y pocos supieron su depravada intención. También dio la obediencia Gandía, y ya vacilaba la metrópoli del reino, donde la mayor parte de la nobleza estaba por el rey Carlos. Era el autor de la sedición el conde de Cardona, hombre en aquella ciudad nobilísimo y de grande autoridad. El arzobispo de Valencia defendía la parte del Rey, y con esfuerzo persuadía a la fidelidad; sus súbditos le escuchaban poco, y los más estaban contaminados, esperando cada uno, con el nuevo Gobierno, nueva fortuna o adelantar la que poseía; algunos nobles sacaron la cara por el rey Felipe; los condes de Palma, de Belgida, el de Escallén, el de Albayda, el de Parsén, el del Real de Cerbellón y Carlet, los marqueses de Suma Cárcel, Villanueva y Almenara, con otras muchas familias de nobles: los Ferreres, Valterras, Milanos y otros, que por no ser prolijo, omitimos. El pueblo meditaba la rendición; conmovióse cuando llegó Basset llamado del conde de Cardona. Salióse de la ciudad el virrey, marqués de Villagarcía. Furioso el pueblo abrió las puertas y aclamó al rey Carlos. Entró Basset con quinientos infantes y trescientos de a caballo, y don José Nebot con mucho número de rebeldes. Poco ejército rindió a Valencia, pero no se podía resistir. Basset explicó su carácter de virrey; sustituyóle luego en el conde de Cardona, y después le confirmó el rey Carlos.

Diose libertad para que saliese cualquiera que quisiese. Hízolo el arzobispo, con el inquisidor don Diego Muñoz y muchos nobles: Escribán, Castelví, Armengol, don Luis Mercader, los marqueses de Busián y Castellat, a más de los ya nombrados. De los ministros, el regente García de Soto y otros once. También quedaron aquí por parte de los leales, que no tuvieron valor de probar la adversidad de la fortuna. Todo le era fácil a Basset: creó en marquesa a su madre el rey Carlos; era una vieja desconocida, que aún vivía en la miserable suerte con que nació. Dióla el título y villa de Cruella, con sus pesqueras (también tiene monstruos la fortuna). Mejor título la daban algunos predicadores desatinados que, señalando con el dedo desde los púlpitos, le aplicaban, blasfemos, las palabras de Marcela a la Virgen: Beatus venter, etc., tratándola como a restauradora de su patria en su hijo Basset. ¡A tanto había llegado la ceguedad y locura de aquella plebe! Con haberse rendido Játiva, cayó todo el reino de Valencia, menos Alicante y Peñíscola, y aún se extendió la sublevación a los pueblos de la Mancha. Envióse al conde de las Torres, con alguna caballería, a que entrase por Requena en Valencia. Vinieron tropas de Aragón por Monroy, que ocuparon los españoles, y quedó prisionero su gobernador, Blas Ferrer, cabo de rebeldes. No le ahorcaron porque tenía despacho del rey Carlos y era empezar una guerra sin cuartel.

El lugar de Monroy, después de saqueado, se quemó enteramente, porque no hubo morador que no se confirmase en su perfidia. El conde de las Torres puso su campo en Moncada; era su intención rendir el lugar de San Mateo; pero, penetrado por los sublevados, le quisieron presidiar con ochocientos hombres del país y doscientos ingleses, llamados para este efecto. Ya puestos en marcha, les hizo una emboscada don Antonio de Amézaga en lo eminente de la selva, y en los pasos más estrechos puso el regimiento de Navarra. Después de haber entrado todos, en el bosque, ocuparon los españoles la senda, y se acometió a los enemigos desprevenidos; trabóse la acción en un lugar angosto, y por todas partes ceñidos los sublevados, fueron deshechos, los más pasados a cuchillo, y pocos pudieron escapar. Como las tropas del rey Felipe no eran muchas, si se atendía a Aragón crecía la sublevación de Valencia, y si a ésta, la de Aragón, porque todos los tres reinos deseaban sacudir el yugo de los Borbones. Antonio Grau, cabo de rebeldes, entrando por Ribagorza ocupó a Benavarte; era hombre valiente y atrevido; hubiera tomado a Belgida si no la socorriesen los condes de San Esteban de Gormaz y de Guaro; con todo, rindió a Monzón, atacó a Fraga, retiróse la guarnición al castillo, pidió éste capitulaciones y las negó Grau, perseverando en el sitio, hasta que un soldado español, gloriosamente atrevido, hizo con pocos una salida, y de propósito fue a agarrar por la corbata a uno de los principales rebeldes, con tanta felicidad que se le llevó al castillo. Esto hizo condescender a los sitiadores a capitular, dejando ir libre la guarnición.

Hubieran hecho los sublevados mayores progresos a no haber enviado tropas francesas el conde de Monrevel, gobernador de Aquitania. Con esto se contuvieron los catalanes en el Cinca y Segre y volvió al dominio del Rey Católico Fraga.

* * *

No descansaba la provincia de Extremadura, porque se habían hecho grandes reclutas en Portugal. A principios de octubre determinaron los portugueses sitiar a Badajoz, y pasando el Anna tomaron los puestos y fortificaron una línea desde el camino que va a Talavera hasta San Gabriel y San Roque. Eran los jefes de las tropas el marqués de las Minas y Galloway; el gobernador de la plaza, el conde de la Puebla. Cinco leguas distante estaba el mariscal de Tessé con pocas tropas, aunque en buen paraje. Había sacado de Badajoz los regimientos de San Vicente y Córdoba, con que enflaqueció el presidio y él no pudo formar ejército. Era Badajoz una fortificación antigua, mal formada y de poca fuerza sus baluartes; por eso conoció Tessé que era menester más gente, y se la volvió cuando los señores de Geofrevil y Barois se le unieron con las tropas sacadas de Cádiz. Entonces se acercó a Talaveruela y plantó de forma su campo, que, aunque los sitiadores habían hecho brecha a propósito para el asalto, no le dieron, de miedo de Tessé, el cual, con el favor de una noche oscura y lluviosa, pasó el Anna y se acercó a Evora, pequeño río que se le junta y lame las murallas de Badajoz. La luz mostró a los portugueses a Tessé puesto en batalla. También estaban ordenados los sitiadores, pero les impedía llegar al río la artillería de la plaza; y porque no le pudiese pasar Tessé, pusieron en la opuesta orilla una batería, la cual no impidió que por un vado poco distante le pasasen los franceses y se formasen bajo de un tiro de cañón, para dar allí la batalla, si los portugueses la quisiesen.

Una bala de artillería quitó un brazo a Galloway; no por eso aflojó el cuidado y la aplicación; toda la había menester, porque no podía mantener el sitio ni irse, ni dar la batalla. En todo había gran riesgo; pero mandó la necesidad elegir uno. Pusiéronse los portugueses en orden de batalla, y como para ella sacaron los cañones de las trincheras, recogieron sus bagajes y así se mantuvieron dos días. La noche del segundo, con gran silencio, empezaron su marcha para retirarse; lo hicieron con orden, y pusieron toda la caballería en la retaguardia. Así marcharon hasta ocupar un sitio ventajoso, y se mantuvieron formados, deseando la batalla si los españoles la diesen. Por la mañana los mandó seguir Tessé, pero ya era tarde; algunos preparativos de guerra se dejaron en el campo. Así se levantó el sitio de Badajoz; dijeron los peritos que podían los portugueses dar el asalto antes que llegase Tessé, a quien debían disputar el paso del río no rehusando la batalla, porque eran superiores en fuerzas. Tessé y el conde de la Puebla quedaron gloriosos.

* * *

También tenía la corte su guerra, pues habiendo mandado el Rey Católico dar al príncipe de Esterclaes, como capitán de la guardia, un asiento en la capilla real, adelantado al banco de los grandes e inmediato a su persona, esta novedad los hirió sensiblemente, por lo que hicieron una súplica al Rey en que manifestaban su agravio, y algunos declararon no entrarían en la capilla. El Rey dejó sobre esto libertad; pero el duque de Montellano insinuó que encontrarían más con el agrado del Rey los que asistiesen. Los más resistieron a esto, inflamando los ánimos el duque de Medinaceli. Dejaron sus empleos de capitanes de las guardias el duque de Sessa y el conde de Lemos, para manifestar la ofensa que a los grandes se hacía. Algunos cedieron luego al gusto del Rey; otros, con el tiempo, y otros, nunca. Esta disensión, aunque pequeña, la exaltaban los enemigos, y verdaderamente quedó enconado el cuerpo de los grandes, quejándose también que se había conducido prisionero a Francia, sin manifiesto crimen, al marqués de Leganés, sólo porque en una familiar conversación había dicho que era cosa fuerte sacar la espada contra la Casa de Austria, a quien tantos beneficios debía la suya. El Rey tenía otros motivos, pero nunca los declaró, y obraba con severidad e intrepidez.

Movióse también otra cuestión que irritó mucho a los españoles. Propuso Amelot en el Consejo del Gabinete que, sacando el actual presidio, se guarneciese de franceses. San Sebastián, Santander y Sanlúcar, toda la costa de Guipúzcoa y Vizcaya. Eran consejeros de Gabinete a esta sazón los duques de Montalto, Medina Sidonia y Montellano, el marqués de Mancera, los condes de Monterrey y de Frigiliana. Callaron al principio todos, sorprendidos de la novedad. Montellano habló el primero, oponiéndose a Amelot, y expuso al Rey los inconvenientes de cuánto era esto indecoroso a la Majestad y de ofensa para los vasallos, notados de inútiles o traidores, pues desconfiaba el Rey. Menos Frigiliana, que habló oscuro, los demás adhirieron a Montellano, y el Rey a Amelot.

Así lo mandaba la infeliz constitución de los tiempos. Los franceses desconfiaban de todos los españoles, y el Rey, no; pero habiéndose puesto todo en manos de la Francia, no tenía arbitrio a muchas cosas que quisiera, ni habiendo quedado Amelot superior en la disputa, templó su ira. Hubo una alteración poco decorosa para ser oída del Rey; el ardor de la disputa, llevada con ímpetu del ministro francés, hizo que los españoles hablasen más claro, aunque con modestia; pero a Amelot le ofendían las verdades; fiaba toda la conservación de la Monarquía a la Francia, y hablaba con desprecio de la nación española. Esto sufrió más el marqués de Mancera, pero nada le quedó que decir.

El Rey, para dar satisfacción a la Francia, le mandó no asistiese más al Consejo del Gabinete. Voluntariamente hicieron dejación de él el conde de Monterrey y el duque de Montalto. A este último se le quitó la presidencia de Aragón y se dio al conde de Frigiliana; y fueron nombrados para el Gabinete el duque de Veraguas y don Francisco Ronquillo. Quería también Amelot echar al duque de Montellano, pero lo resistió el Rey, y perdonó a la ingenuidad del dictamen y a su bondad. Gozaba siempre del favor de la Reina, aunque menos declarado, porque lo contradecía la princesa Ursini, irreconciliable enemiga del duque, la cual, para mantenerse con la Francia, avigoraba la persecución a los españoles; y porque había muchos malos, trataba con igual aspereza a los buenos, y sólo se lo parecían sus amigos, que eran raros y, los más, lisonjeros.

La mayor infelicidad que entonces padeció la España fue que, aun teniendo un Rey santo, justísimo y amigo de la verdad, ésta no se podía proferir, porque ofendía a los franceses. Vendían caro el auxilio que daban, y cuanto más interés mostraron por la España, queriéndola dominar, confirmaban a los ingleses y holandeses en el duro sistema de la guerra, que no hubiera sido tan pertinaz, o no la hubiera habido, si se hubiese conservado la España independiente.




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Año de 1706

Contra los príncipes pareció formada la constelación de este año. Nunca en el teatro del orbe hizo tan varios papeles la fortuna; se mostraba favorable a quien tenía prevenido adversidades; rígida, a quien aguardaba favores. Todo es erudición de la Providencia para que aprendan los hombres a usar bien de la esperanza y del temor, para que, ni aquélla exalte, ni éste humille más de lo justo el ánimo.

Daba mucho que pensar a la España la rebelión de Cataluña y Valencia. No estaba el aula del rey Felipe tan tranquila y entre sí conforme como era menester para una aplicación tan seria y que tenía su mayor peligro en la dilación. Asaltaban al Rey cuidados no sólo grandes, pero aun del más difícil expediente; ni podía enteramente fiarse de sus vasallos, ni debía abiertamente desconfiar. Los traidores traían máscara de leales, y por eso no se conocían; más perjudiciales eran en lo oculto que en lo manifiesto. El amor y la obediencia de los vasallos era el fundamento del Trono. Estaba la dificultad en conocer los buenos, pues muchos de los que no querían ser traidores eran desafectos, y esto les hacía servir sin aplicación ni celo.

No se ha visto reino en más fatal constitución: esta era su guerra. Por eso le fue preciso al Rey ponerse todo en manos de la Francia y subordinarse. Con este motivo no tenían autoridad los ministros españoles, y estaban los más afectos desabridos, quejosos y sin hacerse cargo del gobierno. Éste le tenía todo Amelot, y se había tomado más mano de la que le quería dar la princesa Ursini, y los celos de la autoridad la inquietaban no poco; pero disimulaba, porque temía a la corte de Francia. En ella tenía también otra guerra el rey Felipe, porque no toda estaba a su favor. Mantenían heroicamente el empeño el Rey Cristianísimo y el Delfín, y aunque parece que esto bastaba, tenía su facción el duque de Borgoña.

Envió el Rey Católico a las tropas de Aragón al mariscal de Tessé. Nombróse por virrey de Valencia al duque de Arcos, en aquella poca parte que quedaba de aquel reino. Las tropas que en él había las mandaba el conde de las Torres, que estaba ocupado en Moncada, de donde salían las partidas contra los lugares rebeldes, talando las campañas y quemando las poblaciones; todo era destruir la España, pero era tal la enfermedad, que había menester hierro y llama. El conde administraba este encargo con rigor; dijeron algunos que con crueldad; comoquiera, no sin justicia. En Carbonera juntó sus tropas; dio señas de someterse al Rey Villarreal; después, adhiriendo a la sugestión de los rebeldes que tenía dentro, perseveraba en su infidelidad; ofréceles el perdón el conde si se rindiesen, y lo desprecian. Acerca las tropas a la muralla, que, rabiosas, sin orden alguna abrieron con hachuelas una puerta; trabóse sangrienta disputa y se tiñó de sangre el fatal y estrecho sitio; entran los españoles, usando con impiedad de la victoria; no dieron cuartel, y no perdonaba la enfurecida bayoneta edad ni sexo. Al mismo tiempo quemaron otra puerta las guardias del Rey; defendíanla un buen número de rebeldes, y ya la acción podía ser dudosa si el conde de las Torres no asaltase a la ciudad con todas sus fuerzas. Vino forzado en ello, porque les pareció a las tropas indecoroso que se resistiese un lugar mal fortificado y que le costase sujetarle tantas vidas. Esto encendió los ánimos, y con la embriaguez de ira le entregaron a las llamas y pasaron sus moradores a cuchillo. Los ingleses se retiraron al castillo. y después quedaron prisioneros, pero ya habían muerto ciento cincuenta, con el general Virtenfeld; también murió Rosmo, cabeza de los rebeldes. Sólo quedaron los templos ilesos, y costó gran trabajo a los oficiales reservar lo sagrado de la desenfrenada ira de las tropas.

Escarmentados de la ajena tragedia, se entregaron Morviedro y Nules. Voluntariamente se quemó Cuarto, una chica aldea, que despreció el perdón ofrecido por don Antonio del Valle. Habíanse ya salido gran parte de los moradores, viejos, mujeres y niños, pero los rebeldes que quedaron se compusieron con las propias manos la hoguera. ¡Tanto pudo la desesperación! El conde de las Torres se acercó a Valencia; tentó en vano su rendición con amenazas y promesas. Basset envió dos mil ingleses contra Alicante, y muchas milicias del país; pero fue tan prontamente socorrida la ciudad por los obispos de Murcia y Orihuela, de los marqueses del Bosque y de Rafal, que huyeron los ingleses, no sin pérdida, porque viéndolos estrechados hizo una salida el gobernador del castillo y les mató mucha gente.

No estaba Barcelona tan feliz como se había figurado: padecía robos, violencias, adulterios; todo crimen era lícito a la desenfrenada licencia de los soldados, y no podía el rey Carlos remediarlo, aun siendo un príncipe rectísimo, porque las tropas obedecían a Peterbourgh, y éste a nadie.

Los negocios políticos estaban a cargo del duque Moles, y los caseros, al del príncipe Antonio de Leichtestein. Todos estaban desunidos, y la ciudad poco gustosa de que nada se atendía a sus privilegios y de que se hacían tantas insolencias y escándalos, porque el que se alojaba en una casa no sólo se llevaba los bienes, sino también las hijas de ella, y mudaba posada. Prohibían muchas veces al marido entrar en su casa; otras, al padre y parientes, para hacer de ella un público lugar de lascivia. Robaban por las calles las doncellas, y las tenían encerradas hasta que se hartase el desenfrenado apetito, y dándolas después libertad, traían otras. Nadie osaba proferir la menor queja, porque luego le tachaban de desafecto, y se tenía por enemigo del rey Carlos el que repugnaba su ofensa o su deshonra, el que censuraba tanto desorden y el que, celoso de la verdadera religión, impedía los progresos de la que pretendían introducir los herejes. Por eso no fueron aceptos a aquel Gobierno los jesuitas, cuyo celo ardiente por la religión católica romana hacía los mayores esfuerzos para conservarla ilesa, porque había cátedra pública de la errada doctrina de Lutero y Calvino, y la plebe simplemente informada, niños y mujeres distinguiendo mal el error, bebían, engañados, el veneno.

Aun estando expuesto el Señor Sacramentado entraban los herejes con desprecio en los templos, y encasquetado el sombrero. Este miserable estado de cosas hacía infelices a los que se creían afortunados: ciegos en su empeño, nada veían los catalanes. Tomaron las armas cuantos eran hábiles para ellas; las ciudades, y hasta las pequeñas aldeas, con firmeza de ánimo, cada uno había hecho propio empeño de sostener a los austríacos, menos Cerbera, que siempre conservó amor al rey Felipe, aunque oprimida, y por eso tratada con inhumanidad. Renovóse la conjura de Rosas, que, aunque era su gobernador fiel, corría peligro, porque la traición se difundió entre los más; descubrióse, y acudiendo con prontitud el duque de Noailles, capitán general de Francia en aquellos confines, se desvaneció todo.

Del Rosellón y Cerdania bajaron tropas al ejército que en Aragón mandaba Tessé. Con mucha sangre de una y otra parte tomaron los españoles a Mirabet y ahorcaron a su gobernador, porque alargó la defensa hasta ser barbaridad y fuera de las leyes de la milicia. Corría la caballería española por la derecha del Ebro hasta Tortosa. El duque de Noailles entró por los Pirineos con otras tropas, ocupó toda la tierra de Ampurias e hizo tributaria la provincia hasta el río Ter; esto distrajo mucho las tropas austríacas. El principado hizo coroneles de dos nuevos regimientos que formó a sus expensas a don Miguel Pinos y a don Jaime Cerdells. Reclutaron gente inexperta y que aborrecía la disciplina. Habían las tropas austríacas de guardar muchas plazas y las fronteras, y estaba el ejército veterano muy consumido; mas los vicios de la guerra acababan con los ingleses, y por eso se determinó en el Consejo del Rey Católico sitiar a Barcelona. Con este designio habían ya llegado a Aragón diez mil franceses, y había puesto el Rey Cristianísimo en Colibre grandiosos preparativos para un sitio, que los pasaría en su armada el conde de Tolosa, el cual, con treinta naves de guerra y seis balandras, tenía orden de pasar a Barcelona, cargando en la Francia también gran cantidad de víveres, porque no podía el rey Felipe traerlos con seguridad, estando los caminos llenos de rebeldes, ni los había en Aragón con abundancia. Mandó el Rey pasar las tropas de Valencia, dejando al conde de las Torres solo con dos mil hombres.

* * *

A los 23 de febrero salió el rey Felipe para el campo de Tessé, seguido de un gran número de magnates. Los de Aragón le encontraron con el conde de San Esteban de Gormaz, virrey de aquel reino. El mariscal de Tessé le encontró en Caspe. Estaban las tropas extendidas por las orillas del Ebro, al cual se le echó dos puentes, y después pasó el Rey con todo el ejército a Fraga. Publicó un indulto general, sin excepción de personas, pero en vano. Movióse la duda de si se había antes de sitiar a Lérida, Monzón y Tortosa, para dejar guardadas las espaldas, si no se podía tomar Barcelona: éste fue el parecer de Tessé. Los demás oficiales generales que tenían voto en el Consejo de Guerra fueron de contrario dictamen, principalmente los españoles, a los cuales les parecía imposible que se dejase de rendir Barcelona, porque sabían la poca guarnición que tenía la plaza, y no imaginaron que podía tan presto ser socorrida. Por esto decían que toda la felicidad de la empresa consistía en la brevedad, y que así no se debía perder tiempo, porque si cayese Barcelona todo lo demás era llano. Prevaleció este parecer.

El Rey se adelantó a Igualada. Constaba el ejército de dieciocho mil hombres veteranos. El marqués de Gironella, de Argansola, don Agustín Copons y don Juan Fosa andaban por la provincia exhortando a que se rindiesen a la clemencia del Rey y no perdiesen tan favorable ocasión para el indulto. Nada, con toda su diligencia, adelantaron; crecía más cada día el odio a la persona del Rey y a los castellanos, y sacrificaban sus vidas gustosos. Quemaron los paisanos todo el forraje y cuanto comestible podía servir al ejército; retiraron a las montañas sus ganados, y hasta las aguas envenenaron cuanto fue posible. Los niños y las mujeres se abrigaron de las selvas, y cuantos podían manejar armas se juntaron con el conde de Cifuentes, que iba vestido en traje montaraz. Como iba marchando el ejército del Rey, cerraba los pasos Armestad con la guarnición de Lérida. Oponíanse a los primeros escuadrones de la manguardia los rebeldes; pero, atacados por el caballero de Asfelt, desampararon el camino, y pudo el Rey adelantarse a Llobregat. Diose al conde de Tolosa la señal en que se estaba de acuerdo, cuando explicaría en cordón sus naves, y así lo hizo adelantando las balandras. Juntáronse las tropas del duque de Noailles y del teniente general Legal a las Rey, y todas las gobernaba Tessé.

Se determinó abrir la trinchera desde Orta a la orilla del mar. Esto fue a los primeros días de abril, que no se pudo madrugar más. El real pabellón se plantó en Sarriá; ocupóse Santa Matrona y los Capuchinos y todos los casinos que están entre Monjuí y la ciudad. Mostró el éxito el error de atacar antes a Monjuí, y los que tanta prisa tenían de asaltar a Barcelona perdieron el tiempo en una inútil conquista. Al castillo de Monjuí le presidiaban quinientos Ingleses y doscientos catalanes; asaltáronle sin trinchera los españoles, y fueron rechazados. Tomóse a 4 de abril un castillo junto al río, para poder traer de las naves los víveres al ejército. Bajó el conde de Tolosa a saludar al Rey, y se le ordenó empezase el bombardeo, a tiempo que ya por Santa Matrona se batía la muralla; mandaba la trinchera el marqués de Aytona, con el teniente general Firmacón, francés. La ciudad se puso en defensa valerosamente, pero casi se tumultuó el pueblo, porque corrió voz que, a instancia de Peterbourgh y el príncipe de Leictestein, se quería salir de la plaza el rey Carlos, el cual mostró una imponderable constancia. Decían a voces los catalanes que había de morir con ellos, ya que era causa de su ruina, porque habían determinado defender la ciudad hasta el extremo, sin admitir pacto alguno, y no había en toda ella quien sintiese lo contrario, aun hasta las mujeres.

Los religiosos y sacerdotes, tomaron las armas, y, atadas con una cinta sus barbas, los capuchinos no eran los menos eficaces. Hicieron juntamente de la plaza y de Monjuí una vigorosa salida; fue la acción viva y ardiente, pero se defendieron con igual valor las trincheras, distinguiéndose mucho los señores de Legal, Fromboisart: y Bourdet. Después de dos días se dilataron los aproches, e hizo otra salida la plaza a mediodía; aplicó fuego a las trincheras, que no favoreció poco el viento, pero los sitiadores le apagaron con presteza. A los 23 de abril se perficionó la línea de circunvalación, y la visitó muchas veces el Rey a distancia de tiro de fusil. El ingeniero Lapara plantó mal una batería en la que llaman Lengua de Serpiente; reprendióle el Rey, y queriendo enmendar el error, se acercó tanto al fuego de la plaza, que le quitó un cañonazo la vida. Mejor puestas ya las baterías, cayó el opuesto castillo y el ángulo del baluarte de San Felipe y gran parte del de San Ignacio. Asaltaron los sitiadores con felicidad el camino encubierto y se alojaron en él, porque los ingleses no le defendieron cuanto podían.

Ya a propósito la brecha, dio el asalto a Monjuí el marqués de Aytona, por la tarde, con gran valor, y pasó a cuchillo a los primeros defensores de la otra parte del foso. Estábalo mirando el rey Felipe, y no dejaba de dar alientos su presencia. Perdidas las fortificaciones exteriores, defendía el último recinto valerosamente el general Dunnegal, inglés, gobernador del castillo, y se encontró cara a cara con el marqués de Aytona; enardecióse la pelea, y una bala de fusil mató a Dunnegal. Esto acabó de desalentar a los sitiados, y se rindió el castillo con trescientos prisioneros. Este era el más fuerte y el nuevo; quedaba otro, que llamaban el viejo, que se resistió después cuatro días. Pidieron treguas los ingleses para buscar el cadáver de Dunnegal, que concedidas, le hallaron e hicieron honrosas exequias a su modo. Con veintiséis barquillos intentó socorrer a Barcelona el conde de Cifuentes, a quien puso en huida don José de los Ríos. Perdido Monjuí, entró en mayor aprensión Barcelona.

A 25 de abril, en una noche oscura, determinó el rey Carlos, con parecer de Leictestein y Peterbourgh, salirse de Barcelona. Consentíanlo las tropas extranjeras, por no obligarlas a la defensa, que ya la juzgaron desesperada porque tenía la muralla tres brechas abiertas y todas capaces de asalto. Penetrado esto por la plebe, tumultuaron y sitiaron el palacio, y aun la persona del Rey. Las guardias tomaron las armas para que ejecutase su partida, alentándola Peterbourgh. Magnánimamente desistió el rey Carlos, y dijo estaba dispuesto a morir o ser prisionero, y dio su real palabra de no salir de la plaza.

Con esto se avigoró más la defensa, aunque se perdiesen las vidas en ella. Hicieron una salida y fingieron otras con el favor de la noche. Salió una voz en el campo, que habían atacado los catalanes el pabellón del rey Felipe. Acudieron todos a él, y, aun cargado de viruelas, el duque de Noailles. El Rey, constante, aún no sabida la verdad y sólo avisado del rumor, esperaba el éxito. Toca el ejército al arma, y sólo estaba la guerra en la aprensión, que duró hasta que las guardias que estaban de trinchera avisaron no haber novedad. Al otro día se advirtió que diez mil catalanes ceñían el campo del Rey, y parte de ellos se pusieron a San Cucufato, bajo el conde de Cifuentes; en San Jerónimo Bromense otros, mandados por Morrás; los demás, a San Jerónimo Murtraense, con don Miguel Pinos, y el príncipe de Armestad se adelantó hasta la gran guardia de los españoles. Nada faltaba para el asalto general sino la resolución de Tessé, que mandaba las armas.

Estaba el Rey impaciente de la dilación, y se quejaban de ella los españoles. Juntóse Consejo de Guerra, y fue el sentir de Tessé el retirar al Rey a Perpiñán, porque si no se rendía la plaza, no llegando las tropas ni aún al número de quince mil hombres, y estando los pasos cerrados por todo, sin plaza alguna, ni palmo de tierra seguro, corría la persona real gran peligro; porque no se sabía si la gente que quedaría, dados los necesarios asaltos, era bastante para contener la furia de una provincia rebelde, viéndose sitiados los sitiadores; y que, aún dado caso de que la ciudad se ganase, no quería encerrar en ella al Rey, porque sin duda la bloquearía la provincia, cerrando por todas partes los pasos, para que no entrasen víveres; y no se podían éstos esperar por mar, porque el donde de Tolosa era preciso que se retirase a sus puertos luego que pareciese la armada inglesa, de cuyo arribo a las costas de España avisaban los gobernadores de los lugares marítimos, y que era fácil hubiese ya pasado el Estrecho, y que así, se debía apartar al Rey del riesgo y dar después el asalto.

Al Rey no le era grato este dictamen, no sólo porque le parecía indecoroso, sino también por los estímulos de su propio valor. Los jefes y ministros españoles decían que se había de vencer cuando se presentaba la oportunidad, y fiar lo venidero a la suerte; que la ciudad no tenía presidio para defenderse, y rendida ésta, quedaría sin duda muerto o prisionero el rey Carlos, y de cualquiera de estos dos accidentes nacería la paz y la entera consternación de los aliados. Que los rebeldes de afuera no podían sitiar la plaza, por ser gente imperita y sin preparativos para tan gran empresa, y no podía traer gente de desembarco para ella la armada enemiga. Y que estos reparos actuales debían considerarse antes o despreciarse ahora.

Mientras embarazaban al Rey tan contrarios pareceres, estaba el almirante Lake haciendo los mayores esfuerzos para llegar con su armada a Barcelona, donde ya cayó enteramente la esperanza. Habían muerto, infinitos de los veteranos, faltaban víveres y municiones y, lo que era más pernicioso, que estaba la ciudad entre sí dividida, y de muchos aborrecido el nombre del rey Carlos, como el principal origen de tantos males. Por dictamen del duque de Medina-Sidonia, el conde de Frigiliana -adhiriendo todos los jefes de guerra españoles- impaciente el rey Felipe, mandó que se diesen aquella noche las disposiciones para dar al amanecer el asalto general, y mientras se estaban dividiendo a sus puestos las tropas, un navío de aviso le dio al conde de Tolosa noticia -y éste al rey y al mariscal Tessé- de que ya la armada enemiga había pasado los mares de Valencia. La francesa puso luego los víveres de las tropas en tierra, y se hizo a la vela hacia Tolón aquella misma noche, que era la del día 6 de mayo; luego mudaron las cosas de semblante y se difundió esta noticia por todo el campo, por lo que se determinó suspender el asalto hasta saber qué tropas venían en la armada inglesa, porque sólo con esta noticia habían cobrado brío los sitiados.

Después de dos días dio fondo en Barcelona el almirante Lake, y se divulgó que traía diez mil hombres de desembarco y dos mil caballos. Esto era falso, pero aunque siempre ilícita, nunca fue más provechosa la mentira, porque entró una entera consternación en el ejército del Rey. Ni un solo veterano traía el inglés. Vestida como las tropas desembarcaba la marinería, y volviendo a la mar por la noche los que habían bajado repetían los desembarcos, fingiendo el número y la calidad de la gente. No ignoraba esto el Rey por los desertores, pero ya no estaban las tropas hábiles para combatir con denuedo, creyendo ser mayores en número los defensores, y que los atacarían en el ardor del asalto los catalanes, que con Cifuentes y los referidos cabos estaban bloqueando el ejército. Por estas razones se determinó levantar el sitio.

La noche del día 11 de mayo, antes de la media noche, se puso el ejército en marcha, que fue admiración de cuantos le veían. Guiaba el caballero de Asfelt la manguardia, y la retaguardia Tessé, no con mucha orden, porque eran angostas las sendas y embarazadas de rebeldes. Al amanecer salieron los de la plaza con algazara y júbilo igual a la angustia que padecieron, y hallaron en el campo, sobre grandes preparativos para un sitio de víveres y armas, ochenta cañones de batir y sesenta morteros, grandes montones de balas y de barriles de pólvora, que todo lo había descargado el conde de Tolosa, creyendo que no por la venida de la armada se dejaría de proseguir hasta su remate el sitio.

Los catalanes seguían con poca ventaja la retaguardia. Mayor daño se padecía de los que estaban como apostados en los collados de las sendas por donde había de pasar el Rey y las tropas. En aquel día aconteció un eclipse de sol, pocas veces visto tan tenebroso, pues por tres horas se vieron las estrellas. Era tanta la oscuridad, que no podían marchar las tropas, ni sabían a qué paraje recogerse. Se hizo más prolijo este accidente porque, interpuesta perigea la luna al sol -que estaba apogeo-, tardó tres horas en desembarazarse de lo que le impedía iluminar la tierra, enteramente en aquel hemisferio oscura, porque sucedió en el novilunio de la conjunción del sol y la luna, en el signo que llamamos Dragón. Algunas veces se paró el caballo del Rey, como asombrado, porque ni aún los irracionales dejaban de estarlo; pero el valor del Rey y su constancia de ánimo prevaleció a todo.

Los que lisonjeaban al rey Carlos sacaban de esto los más tristes vaticinios contra el rey Felipe. Ni los españoles creían lo contrario, porque empezaban a experimentar el efecto. Al fin, con gran trabajo y no sin peligro, pasó el Rey los Pirineos y llegó a Perpiñán, de donde, acompañado de pocos, a grandes jornadas pasó a España. Los más seguían con lentitud, y las tropas con sus regulares marchas; las de Francia se quedaron en su país, muy disminuidas porque fue grande la deserción. El mariscal de Tessé persuadía al Rey que con la ocasión de estar en Francia fuese a París a ver a su abuelo; era su intención llevarle adonde las persuasiones del Rey Cristianísimo le hiciesen consentir en el nuevo proyecto de paz que habían los aliados propuesto.

Este era dar al rey Felipe los reinos que la España poseía en Italia y las islas de Sicilia y Cerdeña, y a Carlos la España con la América, dejando indeterminado si darían al duque de Baviera la Flandes, y al Emperador sus Estados. No era esta división grata al Rey Cristianísimo ni al Delfín; mas por lisonjear Tessé al duque de Borgoña, quería conducir al Rey a paraje en que corriese peligro de convencido; pero éste, siempre constante, respondía que no había de ver más a París, resuelto a morir en España.

Esta fue la infeliz expedición contra Barcelona, en que los franceses, en las acciones militares, mostraron gran valor. El mariscal de Tessé no fue tan eficaz como pedía la ocasión, porque contemplando al duque de Borgoña -que quería a toda costa hacer la paz-, le pareció que, dejando aquella espina de la rebelión de Cataluña, no pudiendo haber dos reyes en España -porque ambos se juzgaban con legítima acción para el todo-, vendría el rey Felipe en las condiciones que se le proponían, cansado de la prolijidad de la guerra o de la desgracia. No ignoraba este traidor sistema el Rey Católico; pero lo disimulaba su modestia, por no encender la disensión que había entre su abuelo y su hermano.

El rey Carlos usó con gran moderación de ánimo de esta victoria, y con su acostumbrada piedad dio públicamente gracias a Dios de ella. Cierto es que pareció milagrosa, porque no pudo llegar a mayor extremo la angustia y la aflicción en que aquel príncipe se vio constituido, siendo sus defensores sus enemigos. No faltó quien meditase, por salvar la ciudad, entregarle al rey Felipe; y como esto era impracticable, invigilaban tanto en que no se escapase, que, bajo pretexto de guardarle, le sitiaban el palacio con tanta vigilancia cuanta ponían en las brechas. Cierto es que hubiera vencido el rey Felipe si diera el asalto porque no había defensores, ni la armada los traía; pero después del arribo de ésta, como tenían los catalanes libre el mar y las naves por refugio, habían determinado, en caso de ser vencidos, entregar a las llamas la ciudad y meterse en los navíos. No era enteramente posible conseguir esta idea, pero hizo la desesperación el decreto de que no cayese alguno vivo en manos del vencedor. A este extremo dejó Dios llegar al rey Carlos, para que fuese manifiesta la Providencia de salvarle.

* * *

Nada embarazado de las lluvias y de la cruel estación del año, el duque de Berwick rindió el castillo de Nissa, y le demolió de orden del Rey Cristianísimo, contra el parecer del mariscal de Catinat, diciendo se debía dejar por antemural de la Francia. Estaban en mala constitución las cosas del duque de Saboya, porque después de haber padecido los alemanes una derrota en Monteclaro, y haber ocupado el duque de Vandoma a Calcinato, estaban casi fuera de Italia. Para que no volviesen a internarse en ella, guardaba los pasos de los montes el señor de Medavi, Albergoti el Adda y otras tropas francesas el Mincio, por donde declina el lago de Garda, y porque no pudiesen los alemanes ir a Verona, puso su campo junto a Mantua el duque de Vandoma, fortificados los pasos de Rovigo y Villabuena, y así tenían cerrada la Italia los españoles y franceses. El príncipe Eugenio, habiendo intentado por el Ferrarés pasar el Adda, no pudo, porque lo repugnó Albergoti, ni tampoco penetrar el Bresciano, porque tenía contrario el país, escarmentado de los pasados desórdenes; y así, le fue preciso, por el lago de Garda, pasar al Trentino a recoger sus tropas.

Mientras adelantaba las trincheras contra Turín el duque de la Fullada, guardaba los pasos el de Vandoma; pero fue al mismo tiempo llamado a París, y le sustituyó en el mando de las armas Luis Borbón, duque de Orleáns, príncipe valeroso, joven y de perspicaz ingenio. La duquesa de Borgoña dispuso esto con arte, porque el de Vandoma estaba empeñado en echar de sus Estados al duque de Saboya, y esperaba que, siendo el duque de Orleáns hermano de su madre, trataría con más piedad al Piamonte. La Fullada se alojó entre el Isara y el Doria, a los Capuchinos, dilatada su siniestra al bosque, que le había cortado el duque de Saboya, porque la artillería de la plaza viese los sitiadores. A Turín la defendía el conde Ulrico Daun; alemán, hombre esforzado y de experiencia. Los franceses, desde el bosque a San Lucinato, tiraron una línea para defenderse de las salidas de la plaza, sobre la cual invigilaba mucho su soberano. La mujer y toda su familia pasaron a Génova, donde fue recibida con galantería y obsequio; no quiso alojamiento en el recinto de la ciudad, y le tomó en una casa de campo de San Bartolomé de los Armenios. Los genoveses, no por amor al Duque, sino mirando a su seguridad, deseaban asistirle, pero no podían, y aunque halló algún dinero prestado, fue de particulares, y sobre joyas.

A los 20 de mayo pasaron el Doria los franceses, ocuparon el camino de Moncalier y batían a un tiempo el castillo y la ciudad con ochenta cañones y sesenta morteros El conde Daun lo defendía valerosamente; hizo vigorosas salidas, arruinando los trabajos; pero, constantes los sitiadores, proseguían el empeño. Ganaron tres medias lunas del castillo, y entre ellas y el último recinto habían hecho una gran cortadura los sitiados, sembrada de unos palos tan bien escondidos como agudos, y la brecha la repararon con unos maderos fortísimamente entretejidos.

En Saluzzo hubo una acción de caballería entre el duque de Saboya y los franceses; vencieron éstos. Buscó aquél refugio en los montes de Lucerna y acampóse en el valle de Angroña, con poca gente. Mandó el duque de la Fullada ocupar el castillo de Ceba; quísole socorrer el conde Parelo, pero quedó prisionero del conde de Sartirana, que se le opuso con un destacamento de españoles. Bajaron de Alemania nuevas tropas al ejército del príncipe Eugenio, que determinó socorrer a Turín, sin que esto pudieran creerlo los franceses. A 16 de junio pasó el Atesis por Petrolassso, y de allí fue a Polesin de Rovigo, donde se fortificó. No imaginaron los franceses que había por allí camino al Piamonte, porque la interpuesta tierra es sumamente pantanosa y las aguas que bajaban del río Tártaro no sólo forman invadeables lagunas, sino que está allí el canal Blanco, y así, descuidaron de aquel paraje.

Por veinte y cuatro millas en contorno, los alemanes, sin oposición, parte nadando y parte sobre unas vigas que echaban en las angostas separaciones, pasaron las aguas y ocuparon las orillas del Mincio. El duque de Orleáns se acercó a Correggio, pero los alemanes hicieron en una noche de verano una marcha tan larga, que igual no la cuentan las historias, y es casi increíble, porque ya no se les podía impedir que fuesen contra Reggio, que rindieron en cinco días de sitio, sin que pudiesen los franceses socorrerla; con eso tenían libre el camino por el Crostolo. Para asegurar a Milán, el duque de Orleáns, habiendo fortificado a Guastala y Plasencia, se retiró al Cremonés.

Descansó tres días Eugenio y se encaminó al Piamonte; lo propio hizo el duque de Orleáns. Pudo éste adelantarse por más breve camino y cerrar el paso a los alemanes, porque el día 25 de agosto había llegado a Valenza y pasado las tropas Vaudemont por un puente que echó al Po. Quedaban atrás los alemanes, y estaba el general Medavi, francés, situado entre el Mincio, y el Oglio, aunque después, con errado dictamen, descuidando del Mincio, se pudo juntar con el príncipe Eugenio el de Hesse Casel.

Estaba muy adelantado el sitio de Turín, con brechas abiertas y ocupado el foso de una fortificación de la ciudad. En una mina se encontraron a los enemigos, y hubo en ella cruel disputa. Diose el asalto al camino encubierto de la ciudadela en una noche muy oscura, que obligó a los sitiados a encender teas; alojáronse después de larga y sangrienta acción los franceses, y levantaron su tejadillo de maderos y vigas contra el fuego, granadas y peñascos que se echaban del muro. Preveníase bajar al foso, y entre tanto, pasando el Po, se pusieron ocho batallones franceses en los Capuchinos, y otros ocho en el camino que va a Lucerna, para que no volviese el Duque. Después de hechas tantas cosas, todo estaba por hacer, y nada se hizo. No puede haber para los franceses suceso más indecoroso; sería increíble, a no ser historia de nuestros tiempos, en que no tenemos que dudar.

Estaba el duque de Orleáns, adelantado al príncipe Eugenio, que por Asta había pasado el Tártaro, ya por solas treinta millas distante de Turín. El duque de Saboya, con un gran rodeo, se juntó a Eugenio con seis mil infantes, y dos mil caballos. Juntóse también con el duque de la Fullada el de Orleáns. Formó Consejo de Guerra, y era la duda si habían de esperar dentro o fuera de las trincheras al enemigo, dejando en ellas contra la plaza lo que bastase a defenderlas, pues en este caso podía sacar a la batalla el de Orleáns cincuenta mil franceses; ésta fue su opinión, y darla en campaña abierta.

Lo contrario sintió el conde de Marsin, no pareciéndole posible que treinta mil alemanes rompiesen unas líneas que guardaban sesenta mil hombres De este dictamen fue el duque de la Fullada, para que no deshiciesen las trincheras los sitiados y fuese preciso empezar de nuevo el sitio. La mayor parte de los votos le siguieron, y se conformó a él el duque de Orleáns. Venía muy despacio Eugenio, para no cansar la infantería. Luego que pareció, extendieron los franceses veinte mil hombres por la línea; diez mil pusieron entre el Isara y el Doria; otros tantos entre el Doria y él Po, con Albergoti, los cuales quedaron inútiles, porque fingió el duque de Saboya atacar el puente, y el del Doria ya estaba de antemano cortado. A 7 de septiembre, en dos columnas, marchó en persona a la línea, llevando la manguardia. Regía Eugenio el centro. Diose el asalto con poca frente por dos partes, y fueron dos veces rechazados los alemanes.

Apeóse el duque de Saboya de su caballo; pasó a la primera fila, diciendo a los suyos: Este es el día de vencer o morir; en vuestras manos está la libertad de Italia. Y dio con tal ímpetu y valor el tercer asalto, que admiró a los más esforzados. Salió1e al encuentro el duque de Orleáns, y se enardeció la mano de ambos con tanta viveza, que no podía ser más sangrienta la acción. Eugenio pasó también luego a las primeras filas, y con él los oficiales de mayor nombre, y con esto se exaltó la ira y el valor por ambas partes. Eugenio peleaba estrechando la línea contra los franceses, extendidos por toda ella, y el duque de Saboya tuvo tanto ardimiento, que llegó con su mano a arrancar las estacas, y lo consiguió, aunque con gran pérdida de gente. Traían materiales prevenidos para llenar el foso, y se ejecutó con increíble celeridad.

Peleando con glorioso denuedo fueron a un tiempo heridos, los duques de Saboya y Orleáns; para socorrer a éste acudió, poniéndosele delante, el conde de Marsin; a favor de aquél llegó Eugenio, y cada instante era más tremenda la batalla; ni heridos la dejaron los referidos príncipes, y la vertida sangre ayudó al ardor. Rompe la fortificada línea Eugenio; defendía el paso intrépidamente Marsin, que cayó mortalmente herido; fue preso, y luego expiró. Sustentaba el empeño el duque de Orleáns; pónese en su lugar, vuélvenle a herir, y por fuerza le retiraron los suyos. Entró la Fullada, y mantuvo por gran rato, dudosa la acción, que duró cinco horas, con igual pérdida indecisa, hasta que, ya más ancha la entrada, pudo la caballería alemana ceñir a la infantería enemiga, en quien hizo un gran destrozo. Huyen vencidos los franceses y sepáranse las tropas sin orden. Glorioso defensor de Turín, Ulrico Daun sale con su gente siguiendo a los que huían; prohíbelo Eugenio, para distraer la suya, y ocupaba las trincheras gozando de un preciso botín, porque abundaba el campo de los franceses de todo. Entra en su plaza gozoso el duque de Saboya, y sacándose una sortija de gran precio, la dio a Daun. Los franceses se retiraron a Cariñán, y sus bagajes a Pinarol. De éstos murieron doce mil, y quedaron seis mil prisioneros. Mientras se peleaba, pasó el coronel Pablo Diach, con dos mil franceses, vilmente, a los alemanes. De éstos quedaron ocho mil muertos y mil heridos.

Más decisiva que pedía la acción fue la victoria; quedó a los franceses un entero ejército, que con los que estaban en varios destacamentos quedaron con los españoles más de setenta mil hombres, y todas las plaza de Milán y la de Mantua. No tenía más consecuencia esta victoria que no perderse por entonces Turín; pero los franceses, o maliciosamente inspirados de muchos que seguían el sistema del duque de Borgoña, o consternados vilmente, tomaron el camino de la Francia, y persuadiéndose a esto los unos a los otros, sin parar, echadas las armas, se enderezaron al Delfinado. No tenían ni jefes que los guiasen, ni víveres; no se ha visto ejército más descarriado. Seguían los oficiales por necesidad y por genio de dejar la Italia muchos; ni los detuvo haber a esta misma sazón deshecho Medavi a Hesse Casel, en una acción que hubo entre dos gruesos destacamentos.

No quisieron, claramente, conservar la Italia, creyendo les era esta guerra de insoportables expensas, y que tenía el Rey Cristianísimo no poco que hacer en atender a su reino, y más habiendo Malbourgh en Brabante logrado una completa victoria. Los pocos españoles se retiraron a las plazas,. y los franceses, con el duque de Orleáns, a Francia. Aprobólo todo Luis XIV, que ya estaba persuadido a que la guerra de Italia le destruía, y así, en una sola acción, muy remota de tantas consecuencias, la ganaron los alemanes, como veremos, porque no quedó ejército para defenderla, ni el Rey Católico podía enviar tropas, deshechas ya las que sirvieron al sitio de Barcelona, y sin tener bastantes para la defensa del continente.

Sin perder tiempo pasaron los alemanes a Milán; rindióse luego la ciudad, y quedó el castillo, adonde se retiraron los que no querían estar bajo de la dominación tudesca. Estaba bien presidiado con cuatro mil hombres, y no le faltaban armas ni víveres. Disponíase al sitio Eugenio; pero, conociendo su dificultad, hizo con él treguas, y que se rendiría si en seis meses no estaba socorrido; prohibiósele la comunicación con la ciudad, pero se le permitió el que entrasen víveres y dinero. Rindióse con poco trabajo Lodi, y pasaron los alemanes a Tortona; nada se resistió la ciudad, pero mucho el castillo, aunque el duque de Saboya fue contra él, porque fue rechazado en un asalto, en el cual murió el gobernador don Francisco Ramírez.

Era contraria la estación del tiempo a adelantar las hostilidades, y así se pudo defender más de tres meses. Al fin se rindió, e hizo lo propio Asta y Novara; ésta, por tumulto del pueblo, inflamado de su obispo Visconti, logrando la ocasión de estar ausente, por orden del príncipe Vaudemont, su gobernador don Francisco Pio de Moura, príncipe de San Gregorio; y aunque hacía sus veces el marqués Corio, no fue traidor, pero no defendió la plaza. También cayó Pavía, y quedó preso su gobernador el conde de Sartirana, porque Luis Belcredi levantó el pueblo y a todos los frailes y sacerdotes, que hicieron la entrega de la ciudad. Fuese a Mantua Vaudemont, que estaba en Pizzigiton, la cual dejó encargada a su gobernador Rubin, que llamando luego a los enemigos y haciéndola sitiar, la entregó; buscaba con aquella ficción el honor, que despreciaba.

De la misma suerte defendió don Francisco Colmenero a Alejandría; era pública voz que tenía antiguo trato secreto con el duque de Saboya, y que solicitó muchas veces al prelado de aquel lugar para que adhiriese a los austríacos. Estos papeles de Colmenero al obispo se leían públicamente en las antecámaras de París, adonde les envió aquel prelado. Era tan fuerte la plaza, que sin declarada traición no la podía Colmenero rendir, y así, no faltó quien dijo que, fiándose de uno de los guardas del almacén de la pólvora, lo mandó poner fuego; con él voló un convento de monjas que había vecino, de las cuales quedaron catorce muertas, y estropeadas muchas; luego llamó a capitulación, como si aquello le sirviese a la posteridad de excusa.

No hemos entrado a la exacta averiguación de todo lo que de Colmenero se decía, por no ser necesario para estos COMENTARIOS poner en claro su corazón. Los hechos posteriores arguyen contra él, porque aunque quedó prisionero cuando entregó la plaza, luego tomó partido y recibió no pocos premios, y entre ellos el gobierno del castillo de Milán, que después de tres meses se entregó de orden del Rey Católico a los alemanes y se evacuó enteramente el Estado, y, lo que es más, por orden de Luis XIV, Mantua, sin necesidad -y plaza ajena-. En ella estaba Vaudemont con diez mil franceses; llególe de improviso esta noticia al duque de Mantua, que estaba retirado en Venecia, y ni las rentas de su Estado le quedaron, castigando el Emperador el haber admitido presidio francés; pero poco después murió. Parecerá increíble a la posteridad que un Estado que costó tanto dinero y sangre a la España, con posesión de la cual adquiría tantas ventajas la Casa de Austria, se haya dado como regalo, y con él toda la Italia, al arbitrio del vencedor.

Esta fue una impensada tumultuaria resolución de los franceses, sin que a ella concurriesen los españoles; antes rogaron les diesen sólo sus tropas, que ellos defenderían el Estado; pero el duque de Orleáns, aborreciendo la tierra en que había sido vencido, la quiso entregar al enemigo, para imposibilitar a los franceses que pudiesen volver a ella. Al duque de Saboya se le dio, en el Estado de Milán, la Alejandría y la Lomelina, y los valles de la Valsesia; menos era de lo que le ofrecieron, porque pretendió el Vigevenasco. Desde el lindar de su última desgracia, salió no sólo con más gloria, pero aún más poderoso -estas no conocidas vueltas tiene la fortuna-; luego resucitaron contra la Italia los antiguos derechos del Imperio, y se echaron contribuciones a arbitrio del Emperador; entonces conoció su error. No disputamos las razones del César, pero éstas las avigoran el poder y las armas que ya se extendían vencedoras.

Parecióle al duque de Malburgh conveniente pasar la guerra a la Mosela, pero los holandeses, que deseaban tener el Brabante, lo rehusaron y se acamparon en la Mosa. El mariscal de Villarroy, que mandaba en vez del de Bouflers, no se descuidaba de Lovaina y de Namur, y estaba con sus tropas en Firlemond, pasando el río Dile. Juntáronse las tropas de los aliados; tenía deseo de otra batalla el general inglés, y para ceñir a los franceses, y que estuviesen obligados a darla, tomó los pasos y sitios más aventajados. Saliendo de Gosencourt Villarroy, le acometió Malburgh de repente. Trabóse una sangrienta batalla en Ramilli. Por una hora peleó con gran valor la infantería francesa, rechazando a los enemigos; y para resistirlos mejor, juntando a la primera línea el centro, peleaban unidos, teniendo a la derecha la caballería, contra la cual se dejó caer Malburgh con tanto ímpetu, que la deshizo, y sin seguir a los franceses que huían, dio con espada en mano contra el centro, del cual formó Villarroy dos frentes, peleando con esfuerzo y arte; extendió una línea corva, para encerrar la caballería enemiga; flaqueó entonces la frente de su infantería; retrocedieron muchos, y se empezaban a desordenar, hasta que, exhortados, reintegran la batalla, ya tan estrechada que estaban ociosos los fusiles. Se disputó mucho la victoria, pero habiendo perdido toda su caballería los franceses, quedaron vencidos enteramente, y a su arbitrio el vencedor degolló los más tardos en huir, y murieron cinco mil, quedaron prisioneros mil y perdieron cincuenta piezas de cañón y todo el tren de guerra y bagajes. Mayor pérdida se experimentó en la deserción, y es cierto que en todo les faltó a los franceses cuarenta mil hombres.

De esta victoria de Malburgh se siguió la pérdida de Lovaina, Bruselas, Meclivia. Gante, Her, Brujas, Dendermunda y Amberes, con todo el Brabante, y poco después ganaron a Ostende. Estas desgracias se le referían al Rey Cristianísimo muy poco a poco, porque en edad tan adelantada no le hiciese mella la desventura; no se las pintaban como eran en sí, y todo por boca de Maintenon, mujer del mayor artificio y maña que conoció el siglo. En Londres se fabricaron unas medallas con la efigie de la reina Ana y del rey Luis vencido, con esta inscripción: Una mujer mortal triunfa de un inmortal varón.

Mejor le fue en el Rhin al mariscal de Villars, habiendo hecho levantar el sitio de Castel Luis, precediendo una acción en que quedó victorioso. Tomó después a Seltz y Belheim, por manos del señor de Bipont, a Druskein, y por las del conde de Broglio a Hagenau. Esta fue la seguridad de la Alsacia, porque desde el Rhin a Philisbourgh descansaba el país. Corrían los franceses libremente hasta Maguncia, y no dejaba de estar en peligro Landau, porque el conde de Broglio había ocupado a Hocsted; pero la desgracia de Ramilli llamó a los franceses a Flandes, y quedó Villars sin fuerzas. Añadiéronse al príncipe de Baden, enviándole gente de la Mosa; con esto quiso llamar a una batalla a Villars, que se había retirado a Spira y atrincherado en Lautembourgh. No pudiendo Luis de Baden conseguir su intento, determinó pasar el río por Castel Luis, pero habían los franceses consumido los forrajes de aquella tierra hasta Landau. Enfermó gravemente Luis de Baden, y le sucedió en el mando de las armas el general Tungen, que pasó con catorce mil hombres el Rhin; y mientras que Villars se prevenía en Viusemburgh a la batalla, porque había fingido el alemán quererla dar, éste se desvió y fue a introducir socorro a Landau, que carecía de víveres y municiones, y aún le faltaba el justo presidio, porque recelaban que se la llevasen los franceses desprevenida. Con esto volvió a pasar el río el general Tungen, y puso en cuarteles de invierno a las tropas; lo propio hicieron luego los franceses.

* * *

Con el infeliz suceso que tuvieron en Barcelona las armas del Rey Católico cobraron más brío los españoles del partido del rey Carlos, y mientras aquél volvió a Castilla por Navarra, éste se adelantó a Aragón, que le obedeció sin violencia alguna. Era su mayor ejército su apellido y su felicidad; pocos nobles de Aragón dejaron sus casas. Rindióse Zaragoza, y los pocos presidiarios, con el gobernador, se retiraron al castillo, y como no era fortaleza regular se rindieron; los más de los soldados tomaron partido, pero no el gobernador.

Ya en la Península de España poseía tres reinos Carlos: Cataluña, Aragón y Valencia. Una sola chica plaza le quedó en cada uno de ellos al rey Felipe: en Cataluña, Rosas; en Valencia, Peñíscola, y en Aragón, Jaca, porque la socorrieron los franceses. A Peñíscola la defendió con tenacidad y valor su gobernador don Sancho de Chavarría, ceñido de enemigos, y aún lo eran los que no lo parecían, porque en aquel corto pueblo no faltaban austríacos parciales, solicitados de Peterbourgh y del conde de Cifuentes, después que los ingleses tomaron el castillo de Alicante. Estos tres reinos, estrechamente unidos y pertinaces, ponían en peligro a Castilla, que por la Extremadura también le tenía evidente, porque se había formado un ejército en Portugal de treinta mil hombres, mandados por el marqués de las Minas, y aunque las reclutas se habían hecho de gente inexperta y estudiantes, había doce mil veteranos ingleses y holandeses, mandados por Galloway.

Tenía esta gente dos jefes, de que resultó algún perjuicio; pusieron su campo entre Alcántara y Badajoz. No estaba lejos el del duque de Berwick, pero muy inferior en número, habiendo encerrado en Alcántara cinco mil hombres escogidos para su defensa. Esto lo hizo contra el dictamen de los españoles, y principalmente del conde de Aguilar, que lo repugnó fuertemente, porque era infalible perder aquellos regimientos en una plaza mal fortificada y sin defensa. Luego la atacaron los enemigos, más por hacer prisionera aquella gente que por tomar la ciudad, la cual con poca hostilidad rindieron, quedando prisionera la guardia, que se envió luego a Lisboa. Estas tropas hicieron mucha falta, porque no quedándole a Berwick bastante infantería para oponerse a los portugueses, dividida la poca que tenía en las plazas, se retiró con sólo la caballería hacia tierra de Madrid.

Quedó el marqués del Bay con poca gente hacia Badajoz; hizo cuanto pudo, e hizo mucho, pero no podía defender los términos de Castilla, por donde entró faustosamente y sin oposición alguna el ejército enemigo, talando, destruyendo e imponiendo contribuciones. Manteníanse las provincias leales, y más viéndose ultrajadas de los portugueses, que tienen con los castellanos eterna emulación; y así no tenían los enemigos más tierra que la que pisaban, y cuanto más se adelantaban hacia Castilla estaban ceñidos de la misma tierra, que los aborrecía.

Después que tomaron a Ciudad Rodrigo, se adelantaron a Salamanca, ciudad de España célebre por ser el emporio de las ciencias e insigne en la fidelidad a su Rey. Como no está fortificada, cedió a la fuerza; entraron los enemigos y se entretuvieron poco, porque conocieron en los semblantes la aversión. Apenas la desampararon cuando volvieron a aclamar al Rey, y formaron compañas a su costa para defenderse y cerrar los pasos de Portugal, que se hizo con tan exacta diligencia que no pudo aquel Rey tener noticia positiva de su ejército, porque no pasaban cartas, interceptando los correos aunque tomasen camino extraviado. Esto se debió a la fidelidad del país, que excede a toda ponderación; y también tomaron una partida de dinero que enviaba el rey de Portugal a su ejército.

De estas correrías cuidaba el marqués del Bay, y de Badajoz el de Risburg, con buen presidio, despreciando las amenazas y promesas de los enemigos, cuyo ejército seguía a Berwick, que, con continuadas escaramuzas en la retaguardia, le retardaba las marchas, hasta que el marqués de las Minas, a 22 de junio, ocupó con ocho mil hombres al Espinar. Entonces le fue preciso a Berwick retroceder, y desamparando a Castilla la Vieja, se encaminó a Guadarrama, por donde llegó a Madrid, para retirar al Rey hacia Navarra, tierra más remota del peligro y confín de la Francia. Esto turbó mucho a la corte.

Aún no había el Rey descansado de la infelicidad padecida en Barcelona y de la pesada jornada, cuando le amenaza mayor riesgo. Ciérranse los tribunales, habiendo determinado el Rey dejar la corte, porque ya bajaba por el monte el ejército enemigo, que luego ocupó las llanuras y se acampó junto a la Virgen de Genestal. Juntóse consejo de guerra y de Estado; fueron de dictamen muchos de que pasase el Rey a Andalucía. El embajador Amelot, que quería retirarle hacia la Francia, persuadía que fuese a Pamplona. El Rey eligió ir al campo de Berwick, que estaba en Sopetrán con cinco mil infantes y tres mil caballos. Hízose un decreto de que pasase la Reina a Burgos con todos los tribunales, y les dio libertad a cuantos no tenían empleo para que se quedasen donde les fuese conveniente. Este accidente descubrió los corazones de los magnates: los verdaderamente afectos al Rey, ni un instante de duda tuvieron de seguirle, o al campo o adonde fuese la Reina; los que pretendían parecer leales y eran desafectos estaban en mayores dificultades embarazados; pocos se quedaron en Madrid; algunos, no muy lejos; otros tomaron el camino hacia el campo del Rey lentamente; los más aguardaban ver descubierta la cara a la fortuna; todos deseaban conservar su honra y, sin menoscabo de ella, muchos deseaban mudar príncipe, más cansados ya de los franceses y de la princesa Ursini que del Rey. El temor contuvo a muchos, y esto los preservó de declararse por los austríacos.

Los ministros del Gabinete, todos fueron con el Rey Medina Sidonia, Montellano, Frigiliana y Ronquillo, que era presidente de Castilla. No faltaron los jefes de las guardias de la persona real, que eran el duque de Populi y el de Osuna, el conde de Aguilar, el príncipe de Sterclaes y el marqués de Aytona, que lo era de las guardias de infantería. El conde de Benavente, sumiller, y los gentileshombres de Cámara, el marqués de Quintana, el de Jamaica, el conde de San Esteban de Gormaz, el de Baños y don Alonso Manrique; fue también el mayordomo mayor, condestable de Castilla, y los mayordomos de semana. Sin tener empleo alguno, estuvo siempre con el Rey el marqués de Laconi. Nadie de su real familia dejó a la Reina. Era mayordomo mayor el conde de San Esteban del Puerto, y caballerizo el marqués de Almonacid; pasaron a Burgos todos los presidentes de los Consejos, y algunos principales magnates de crecida edad que no podían seguir al Rey, como el marqués de Mancera, el del Fresno, el duque de Jovenazo y el de Montalto. También estaba el de Veraguas y los más de los consejeros de Castilla, Indias, Italia, Aragón, Órdenes y Cruzada, que fuera prolijo nombrarlos.

Apenas salió el Rey de Madrid para Sopetrán, cuando los grandes internamente desafectos al Rey escribieron al marqués de las Minas que se apoderase de la corte, porque prestando ésta la obediencia, seguiría su ejemplo el reino entero, y que habiendo tenido noticia que partía de Zaragoza para Madrid con doce mil hombres el rey Carlos, no podía Felipe subsistir en España, estando unidas estas tropas. Estas cartas, que no eran pocas, el marqués de las Minas las entregó después al rey Carlos para su disculpa, y no se guardó mucho secreto en reservar los nombres, antes se sacó una nota de ellos y se envió a todas las cortes de los aliados. Hemos tenido en nuestras manos una copia, y pudiéramos dejar aquí escritos sus nombres; pero nos ha parecido no descubrir lo que ha ocultado la fortuna, y así sólo daremos noticia de los hechos publicados a la luz del mundo, de lo que no puede resultar queja, porque es preciso juntar en estos COMENTARIOS materiales verídicos para la Historia, y si de lástima y atención a varones principales callamos ocultas infamias, perdónesenos el no disimular las públicas, ya que no las tuvieron por tales los que las ejecutaron.

El marqués de las Minas, alentado con estas persuasiones, aunque por regla de guerra debía seguir al Rey hasta echarle a lo menos de Castilla -éste era el dictamen de Galloway-, envió al marqués de Villaverde con dos mil caballos a Madrid, donde entró el día 25 de junio, y se le prestó la obediencia de muy mala gana, cediendo a la fuerza, porque aquel pueblo era amantísimo del Rey. Era corregidor el marqués de Fuempelayo, y lo ejecutó todo con prudencia y con fidelidad, tanto más gloriosa cuanto se dejaba conocer en un acto que era reconocer otro amo; pero era preciso conservar la corte, y esta era la orden y la mente del Rey Católico. Después de dos días entró el marqués de las Minas con Galloway en Madrid, nada aclamado; antes conoció en los semblantes de todos una profunda tristeza y repugnancia. Puso sus reales en El Pardo, extendiendo las tropas por Manzanares, la derecha desde la huerta del Cerero a la quinta de los padres jerónimos, y la siniestra al Pardo. Así lo dispuso el conde de la Corzana, que venía con los portugueses y había orden del rey Carlos de que se gobernase por su dictamen en cosas de guerra el marqués de las Minas. Erigiéronse luego los tribunales, nombró consejeros y mandó asistir a los que se habían quedado en Madrid; pero fuera de la corte no se obedecían las órdenes, ni hacía caso de ellas el más pobre lugarejo, sino forzado de tropas.

Pocos grandes halló en quienes mandar; muchos se fueron a sus Estados. El duque de Medinaceli tomó el camino de Burgos, pero a muy chicas jornadas. El conde de la Corzana decía que esperaba al rey Carlos, y que por eso no se apresuraba; ignoramos su intención; cierto es que tomó asiento pocas leguas lejos de Burgos y que fue a ver dos veces a la Reina. Otros magnates se dividieron por Castilla la Nueva, en parte que los enemigos la habían dejado; y los mismos que habían escrito al marqués de las Minas no se atrevieron a verle en la corte. De esto se quejaba, con gran razón, y el despecho le hacía revelar el secreto.

Creyeron los portugueses, adulados de muchos españoles, que la corte era todo el reino, y esperando tener noticias del rey Carlos, sin hacer operación alguna, como pudieran en la paz trataron la guerra; ni se abrían el camino para encontrarle ni seguían al rey Felipe, que con muy pocas tropas -y éstas desertando cada día- estaba en Sopetrán. Un destacamento del ejército de los enemigos le hubiera podido echar de Castilla; pero lo reservaban, como cosa de ninguna dificultad, para cuando se juntasen las tropas del rey Carlos, mandadas por Peterbourgh, el cual aún estaba en Zaragoza sin tener noticia alguna de lo que en Madrid pasaba, porque la caballería del rey Felipe, habiendo ocupado y fortificado el puente de Viveros, extendidas las partidas con toda vigilancia al confín, que era camino para Aragón, no dejaba pasar persona alguna ni correo.

En este ocio del ejército de los portugueses en la corte, fue fácil introducirse los vicios, y se entregaron a la embriaguez, a la gula y a la lascivia las tropas; esto consumió mucho el ejército, y juntamente no dejaban los del pueblo de matar algunos soldados que de noche entraban en Madrid, sin más ocasión que la que les daba la oportunidad y lo que inspiraba el odio. Así se perdió la de seguir al Rey, el cual esperaba los ofrecidos socorros de la Francia. Sus parciales divulgaron en la corte la voz que había muerto en Aragón el rey Carlos, y esto lo decían con tales circunstancias, que nombraban el lugar, la iglesia en que se había sepultado y los accidentes de su enfermedad, y hubo un clérigo que le dijo al Rey que le había visto sepultar.

Todo esto era arte para que el marqués de las Minas no saliese de Madrid y diese tiempo al Rey para formar su ejército. No fue en vano el artificio, porque el marqués, lleno de dudas, no sabía salir de Madrid, no del todo ajeno de sus delicias; porque, de propósito, las mujeres públicas tomaron el empeño de entretener y acabar, si pudiesen, con este ejército; y así, iban en cuadrillas por la noche hasta las tiendas e introducían un desorden que llamó al último peligro a infinitos, porque en los hospitales había más de seis mil enfermos, la mayor parte de los cuales murieron. De este inicuo y pésimo ardid usaba la lealtad y amor al Rey aun en las públicas rameras, y se aderezaban con olores y afeites las más enfermas para contaminar a los que aborrecían, vistiendo traje de amor el odio: no se leerá tan impía lealtad en historia alguna.

Al contrario, los parciales del rey Carlos divulgaron que se había ido el Rey a Francia y había dejado a Burgos la Reina. Fingieron una carta del duque de Híjar, virrey de Galicia, escrita al de Jovenazo, en que le decía se estaba perdiendo aquel reino, por haberle ocupado dieciséis mil portugueses, y que habían entrado otras tropas enemigas con Juan Hurtado de Mendoza en la Andalucía.

En este tiempo se perdió Cartagena, y porque el principal motor fue don Luis Manuel Fernández de Córdova, conde de Santa Cruz, es preciso referir cómo se pasó a los enemigos. Hallábase sitiado y con gran estrechez Orán de los moros, y se mandó a don Luis Manuel, cuatralbo de las galeras de España, que con dos de ellas saliese de Cartagena y llevase socorro a aquella plaza y la ordinaria conducta de cincuenta y siete mil pesos. Estaba ya corrompido de varias promesas por los emisarios de los austríacos y así, en vez de llevar dichas galeras a Orán, fingiendo en lugar nuevo de esperar el tiempo, llamó a la armada inglesa, que estaba en Altea, y sublevándose la chusma y todos los oficiales, que ya estaban de acuerdo, se aclamó al rey Carlos. Quiso resistir tan infame conjura el capitán de la capitana don Francisco Grimáu, y fue preso; lo propio se hizo con don Manuel de Fermosella, capitán de la otra galera, y con el veedor don Manuel de Grimáu, hijo, de don Francisco; y es la cosa singular que sólo estos tres oficiales se mantuviesen en la debida fidelidad entre tantos partícipes de la traición, y que un secreto comunicado a una muchedumbre de gente ruin y facinerosa se guardase tan exactamente, porque las chusmas no lo ignoraban y se les había ofrecido libertad; a don Luis Manuel, el generalato de las galeras, y a todos los oficiales, darles ascenso a su grado.

Las dos galeras se condujeron a Barcelona, y nada de lo ofrecido se cumplió, ni se hizo de don Luis Manuel gran caso por lo feo de la acción; y en tiempo que con grave perjuicio de los cristianos corría tanto peligro Orín, plaza ganada por el arzobispo Cisneros casi de milagro, y que asegura de invasión de africanos la España, faltóle este socorro que se le enviaba con las galeras, y se rindió, padeciendo la Cristiandad el daño de tener aquel gran puerto los moros, y poder armar naves de mayor magnitud que las que usaban, por falta de puertos. Un hermano de don Luis Manuel, arcediano de Córdoba, detestando tan indigna y abominable acción, se fue a buscar el libro en que la parroquia asienta los baptizados, y arrancó la hoja en que estaba notado serlo su hermano, diciendo con honrado furor: No quede en los hombres memoria de tan vil hombre. Éste, pues, persuadió a los ingleses ir a Cartagena, donde ya tenía dispuesta la conjura, y aunque decían no les servía plaza tan remota, les facilitó tanto el que no costaría trabajo, que se resolvieron a esta empresa, lograda con felicidad, porque los pocos franceses que había capitularon luego.

Entre tantas artificiosas mentiras, esta verdad se divulgó en Madrid y aun en el campo del Rey, con lo cual creyeron muchos que estaba la España perdida y la Andalucía, y así prosiguió la deserción; y más habiéndose publicado que el Rey, por dar gusto a su abuelo, se iba a Francia, y que tenía orden de promover esta resolución Amelot, el cuál verdaderamente lo persuadía al Rey; pero siempre le oyó con desprecio, y aseguró no saldría de la España.

Viendo los franceses que no le podían convencer a dejarla, le persuadían a lo menos que se fuese a Navarra. Los ministros españoles que le asistían repugnaban el que el Rey dejase las Castillas, porque sin duda se perderían, y sería la consecuencia perder Andalucía, y con ella a las Indias; que se consternarían los pueblos y los más afectos, porque daba muestras de eso la continua deserción, y que debía el Rey hacer a los soldados un público razonamiento en que los asegurase no saldría de España. Así lo ejecutó, y juntando las tropas se quejó se imaginase de su real magnanimidad tal resolución, y que sobre su real palabra les aseguraba morir con el último escuadrón de caballería que le quedase.

No dijo esto el Rey sin rasársele los ojos en lágrimas, tan eficaces, que trascendió la ternura a los circunstantes y le acompañaron con ellas, asegurándole que pondrían todos sus vidas en defensa de su persona y reino, y que no habría más deserción. Así lo cumplieron, cobrando aquellos pocos españoles tanto brío, que osaban resistir a muchos. Ésta, que pareció corta diligencia, le afirmó la corona en la cabeza, y más habiendo llegado de Francia quince mil hombres escogidos, con los cuales pudo el duque de Berwick poner su campo entre Jadraque y Sopetrán.

A 23 de julio se creyó en Madrid -por voz falsamente esparcida- que entrase en la corte aquella tarde el rey Carlos. Sus parciales se previnieron a recibirle; otros salieron a encontrarle, y cuantos llegaron al puente de Viveros quedaron prisioneros de la caballería del rey Felipe, que aún estaba allí, fortificados los pasos; condujéronlos a varias cárceles, y fue uno de los que se prendieron el conde de Lemos, que iba con una carroza con su mujer, doña Catalina de Silva, hermana del duque del Infantado, a la cual permitieron que acompañase a su marido al castillo de Pamplona. También fue preso el patriarca Benavides, y llevado a Francia con fray Benito Salas, obispo de Barcelona. Poco después se cogió también a don Baltasar de Mendoza, obispo de Segovia, que venía disfrazado a la corte para obsequiar al rey Carlos. Eran éstos verdaderamente desafectos, pero más incautos que desleales, porque iban a prestar la obediencia a quien ya en Madrid habían tácitamente jurado cuando la prestó con pública aclamación la villa; no se les halló haber cometido otro delito.

Ya le había llegado al rey Carlos la noticia de estar en Madrid el ejército portugués, y con ella partió para la corte, mandando sus tropas Peterbourgh. Impaciente el marqués de las Minas de ocio tan pernicioso, dejando dos solos escuadrones de caballería en la corte a cargo del conde de las Amayuelas, declarado parcial austríaco, salió de ella con su ejército hacia Alcalá, y de allí pasó a Guadalajara, tomando después las marchas por la izquierda para encontrar con el rey Carlos.

Enfrente, ocupadas las alturas de Hita, puso sus tropas Berwick, fortificado bien el terreno y extendida la derecha al monte de Jadraque, y la izquierda a Alcalá, con la intención de dejar atrás cortado a Madrid. El portugués dejó los bagajes en Guadalajara y se encaminó a Sopetrán el día 28 de julio, con el designio de asegurar el camino al rey Carlos para que no diese con las tropas del Rey Católico, que ya eran superiores a las que venían de Aragón. El Rey, dejando a Hita, determinó defender el río de Guadalajara, sin dejar las alturas de Jadraque, de las cuales con facilidad cansaba con escaramuzas a los enemigos, que ya habían retrocedido hasta Yunqueras, entrando en la villa de Jadraque y entregándola a las llamas.

Llególe al marqués una carta del rey Carlos, escrita en Daroca, en que le daba noticia que venía por Molina Peterbourgh con la manguardia, y había llegado ya a Pastrana; allí esperó cuatro horas el rey Carlos a que viniese a prestarle la obediencia el duque del Infantado; pero éste no parecía ni lo había jamás resuelto. El conde de la Corzana lo había escrito imaginándolo por cierto, porque había tomado el partido austríaco el conde de Gálvez, hermano del duque, y creía vendría toda la familia. El conde de Gálvez se vengó en sí mismo del enojo que concibió por no haber obtenido del Rey Católico el empleo que deseaba, y hallándose sin él le parecía podría, sin nota, seguir el contrario partida. Este engaño padecieron muchos nobles, que fuera largo el nombrarlos, y sólo hacemos mención de los más principales. El duque del Infantado, aun sabiendo la resolución de su hermano y desaprobándola, huyó siempre de encontrar con el rey Carlos y se internó más en los lugares a donde no podía pasar este Príncipe; fuese a Mondéjar, y también de allí se apartó.

De este lugar sacaron las tropas austríacas a dos hijos del marqués de Mondéjar, dejándole por viejo y lleno de achaques, ni hubiera éste ido, sino arrastrando, porque era hombre de la mayor y más sólida bondad, serio y uno de los caballeros más entendidos de España. Sus hijos luego tomaron gustosos el partido contrario y se fueron con el ejército; poco después murió el padre. El rey Carlos sintió mucho haber en vano esperado al duque del Infantado, el cual no se libró de hacerle unos cargos bastantes a mandarle poner el Rey Católico después en la torre de Segovia; el mayor fue haber escrito al presidente Ronquillo en su defensa una carta libre y poco respetuosa, que se leyó en el Consejo del Gabinete del Rey, con lo cual encendió el ánimo de aquel ministro, a cuyo cargo corrían todas las causas de difidencia, y se le hizo proceso al duque en sus formas, imputándole que en Madrid había hablado en el convento de Copacabana con el marqués de las Minas y el conde de la Corzana sugiriendo medios como promover la guerra, y que después había tenido conferencias secretas con Peterbourgh. Nada de esto se pudo probar, antes lo contrario, y con los mismos cargos se manifestaba más la inocencia del duque.

Extendidas las tropas del Rey Católico entre Guadalajara y Alcalá, ya puesta a las espaldas Madrid, sin poder ser socorrida de los portugueses, envió el Rey al marqués de Mejorada con quinientos caballos a cargo de don Antonio del Valle, para recobrarla. Excede a toda ponderación el júbilo de aquel pueblo al ver las tropas del Rey; pudiéramos escribir muchas circunstancias, a no parecer increíbles. Eran tantos los excesos de alegría, que parecía haber enloquecido la plebe. Con doscientos hombres del partido austríaco se encerró en el Real Palacio el conde de las Amayuelas; no podía defenderle, aunque se resistió algunas horas; al fin se entregaron todos a discreción, y se envió preso a Francia al conde, hombre ilustre y alentado y de apreciables calidades; engañóse, como muchos, en creer no podía dejar de ser rey de España Carlos de Austria; y, alimentando quejas de poco atendido en el presente Gobierno, buscaba mayor fortuna.

No aún restituidos la Reina y los tribunales a Madrid, empezó a inquirir don Francisco Ronquillo contra los parciales austríacos. Desterró a cuantos nobles de distinción habían hablado con el marqués de las Minas, quitó los empleos a los ministros que se habían quedado con algún pretexto en la corte y asistieron al tribunal que el marqués había formado; de este castigo se libró don Pedro Colón de Larreátegui, consejero de la Cámara de Castilla, o por patrocinio del duque de Veraguas (que era algo pariente suyo), o era verdadera la voz de que se había quedado en la corte de orden del Rey, para informar de cuanto pasaba.

También se desterraron los que acompañaron el estandarte austríaco el día de la aclamación de la corte, porque la adversidad de la fortuna, bien disfrazada, propuso a los míseros españoles un problema que no podían entender; los menos fuertes temieron peligrar con el Rey; los avaros, perder sus haberes; los ambiciosos, llegar tarde a los premios; los quejosos, desahogar su ira; los abatidos, buscar más alta fortuna. De éstos se compuso el partido del rey Carlos; muchos, con mayor realce desleales, aun acompañando a los Reyes escribieron a los ministros del austríaco príncipe. También a éstos perdona la pluma, porque pudiéramos nombrar algunos, mal guardado su nombre en los que hacían gala de tener muchos parciales, y por eso los publicaban.

El teniente general Legal, francés, recobró a Alcalá a tiempo que ya había llegado a Guadalajara el rey Carlos, y como el marqués de las Minas había pasado más adelante por otro camino, retrocedió el ejército austríaco por si podía juntarse con el portugués. De Guadalajara mandó sacar el rey Carlos al conde de Oropesa y a su yerno, el conde de Haro, con sus familias. Poca violencia hubieron menester, porque lo deseaban, aunque conociendo la gravedad del hecho el conde de Oropesa lloró al resolverse, porque lo hizo a impulsos de la mujer, hermana del duque de Uceda, que conservaba eterno odio contra los franceses, y decía que con esto se libraba de su tiranía. El conde de Haro, hijo del condestable de Castilla, no tuvo valor de quitar su mujer a los padres ni dejarla. Era muy mozo, y se dejó llevar de aquellas caricias o persuasiones que, faltándoles contraste, vencieron.

Verdaderamente, el cardenal Portocarrero perdió al conde de Oropesa, acusándole de mortal aversión contra la nación francesa, y permitió la justísima providencia de Dios que no sólo adoleciese el cardenal de este achaque y que estuviese el Rey desconfiado de él, pero pasó a tantos excesos su mal domada ira y queja desde que le apartaron del Gobierno, que decía públicamente que eran los franceses tiranos y ingrato el Rey. Con esto enajenó su ánimo de género que adhirió al partido austríaco, y esto lo manifestó en una oscura y dudosa respuesta que dio a la ciudad y Chancillería de Granada, consultándole sobre el modo de defender aquel reino, y en una carta artificiosa y llena de ofrecimientos que escribió al duque de Medinaceli, al cual, como juzgaba desafecto, se le ofrecía pronto a seguir su dictamen y cualquier cosa que en esta ocasión determinase; y para que no hubiese duda en su mudanza, cuando de orden del marqués de las Minas fue a ocupar a Toledo el conde de la Atalaya, general de la caballería portuguesa, el día que la ciudad prestó el juramento y homenaje al rey Carlos nada le quedó que hacer al cardenal para manifestar su alegría; iluminó su casa, entonó en la iglesia catedral el himno con que ordinariamente damos a Dios gracias, dispuso esta función con la mayor celebridad y dio un espléndido banquete a los oficiales de guerra, brindando a la salud del rey de España, Carlos III (así le llamaban sus parciales, y se veía impreso en la moneda que se fabricaba en Cataluña); bendijo su estandarte con las públicas ceremonias de la Iglesia, y esto lo ejecutaba con tal modo que fue admiración de los propios enemigos, porque este era el mismo que tantos oprobios había dicho de los alemanes, tan poco respetuoso había sido en sus palabras con los austríacos y el que tantas diligencias había hecho para poner el cetro en manos de los Borbones. Este era aquél que por menores causas había perdido a tantos, que acriminaba un suspiro o un gesto y hacía delito del silencio y de las palabras.

Reconcilióse entonces con la desgraciada Reina viuda de Carlos II, que también estaba en Toledo, como dijimos, que, incauta, creyendo las persuasiones del cardenal, o arrastrada de su afecto al hijo de su hermana, la Emperatriz viuda, parece que adhirió el partido austríaco con demostraciones que evitaría el menos advertido. Dejó los hábitos viudales el día de la aclamación y se vistió de gala, mandando a toda su familia que así lo hiciese; adornó de fiesta el palacio, escribió a su sobrino, el rey Carlos, y le regaló con algunas joyas de alto precio. Habíale ofrecido el conde de la Atalaya que quedaría por gobernadora del reino mientras le disputase en campaña Carlos. Nada se le escondió al rey Felipe, y cuando se retiraron sus enemigos de Castilla envió al duque de Osuna con doscientas guardias de a caballo para que, entregándola antes un despacho del Rey, acompañase a esta princesa hasta Bayona. Las voces o términos de la real carta eran los más atentos y reverentes, porque la suplicaba el Rey que, dejando las turbulencias de la guerra que tanto agitaba a la España, pasase a gozar de mayor quietud en la Francia, en donde estaría igualmente asistida como en Toledo. Este imperio, embozado en ruego y en obsequio, la afligió infinito, y subordinada a la disposición del duque de Osuna, pasó con su familia a Bayona.

Quiso dejar la mayordomía mayor de su Real Casa el conde de Alba de Liste, para mostrar al Rey su fidelidad y cuán ajeno había estado de adherir a los dictámenes de la Reina, antes avisó por menor cuanto pasaba. El Rey, satisfecho del proceder del conde, mandó que la prosiguiese a servir y no se hiciese cargo alguno a los de su familia, que hicieron alguna demostración de regocijo para complacerla. Estuvo poco satisfecha la Reina del modo con que la condujo el duque de Osuna, porque la obligó a unas jornadas incómodas; así jugaba este año con los soberanos la fortuna. Al cardenal Portocarrero le perdonó el Rey sus excesos por su edad y los servicios que había recibido; de miedo hizo últimamente otro, dando una cantidad de dinero para reparar el daño que habían ocasionado en Toledo los enemigos, que no fue poco.

* * *

El marqués de las Minas, después de haber desamparado la tierra de Guadalajara, quiso por Aranjuez penetrar en lo interno de Castilla, por si podía volver a Extremadura; pero como era preciso pasar la Mancha y el marqués de Santa Cruz había armado aquellos pueblos, no le fue fácil ejecutar su designio, seguido de las tropas del Rey Católico; y así, marchó por Loranca, protegido de la ribera del Tajo, poblada de árboles y huertos; aquí el rey Felipe quiso dar la batalla, que tanto deseaban los españoles: juntóse Consejo de Guerra, y no fue de ese dictamen Berwick, ni los más de los franceses. El marqués de las Minas pasó a Chiloeches y Morata, y aunque el pabellón real del Rey Católico estaba en Torrejón, le seguían los franceses y picaban la retaguardia; pasó el Rey su campo a Ciempozuelos, para defender las riberas del Jarama y obligar a los enemigos, a bajar a las llanuras del Tajo, en que podía mejor la caballería española mostrar su brío, porque la de los portugueses, sobre ser de mala calidad, estaba cansada con incesantes escaramuzas, porque don Juan de Cereceda no los dejaba reposar un momento.

Sin saber fijamente adónde se encaminaba, movía el paso incierto el portugués, explicando su rabia en el fuego que aplicaba a los lugares y en el saqueo hasta de los templos. El rey Carlos, a quien habían dado esperanzas de socorro los valencianos, se entretenía en los términos de Castilla, y como vio el marqués de las Minas que era imposible volver a Extremadura, determinó juntarse con el ejército de Peterbourgh y correr la misma fortuna, o retirarse a Valencia; y aunque sabía que no era este el gusto del rey de Portugal, no tenía otro remedio para conservar las tropas que le quedaban, bien disminuidas y enfermas. Luego que se juntaron estos ejércitos, se dispuso sobre lo que se había de ejecutar. El marqués de las Minas quería aplicar todo el esfuerzo para volver a Madrid y penetrar con el rey Carlos hasta Extremadura, para tomar otro ejército que tenía el portugués prevenido de hasta 15.000 hombres de reclutas -hechas con el dinero de ingleses y holandeses-, y volver a empezar más dura guerra. Galloway disentía de este dictamen, cansado de Portugal, y exponiendo la imposibilidad de volver a penetrar las Castillas con un ejército de franceses y españoles, ya bien ordenado, al parecer victorioso, pues sacaba de Castilla a los enemigos sin haberlos dejado fijar el pie, con pérdida de tanta gente. De este parecer fue Peterbourgh, que deseaba retirar a Valencia al rey Carlos, y habían llegado tres mil valencianos a Cuenca para asegurar los pasos. Este voto fue el que se siguió, contra el dictamen del conde de la Corzana y el de Gálvez, y así se encaminaron por la Mancha y llegaron al lugar en que estaba el duque de Nájera; con ninguna repugnancia suya le mandaron seguir al rey Carlos, aunque dejó a su mujer y a su hija. Así parece que satisfizo a la queja que en el principio de este tomo apuntamos.

A grandes jornadas marchaba hacia Valencia el rey Carlos, y cuando entró en ella fue recibido con el mayor aplauso y regocijo. Todo lo que le aborrecían las Castillas, le amaban los reinos de la Corona de Aragón; luego se adhirió a su partido el conde de Elda, y su hermano, el marqués de Noguera. Llegó la manguardia del ejército que gobernaba Peterbourgh; salióle a recibir, como a su restaurador, el inmenso gentío de aquella ciudad. El alboroto fierético de la plebe tuvo disculpa en el desatinado del estado eclesiástico y religioso; de éste salieron todos (excepto los jesuitas) y los franciscos, observantes y capuchinos de comunidad, y casi escuadronados, llevando la derecha los observantes, llegando a la presencia del general inglés cada uno de los guardianes le saludó con la ceremonia militar de jugar al espontón que llevaban sobre los hombros los dos; sonrióse Peterbourgh y volviéndose a los circunstantes les dijo: No estamos mal aquí, donde nos sale ya a recibir la Iglesia militante.

Había dejado Peterbourgh a Galloway la retaguardia, seguida incesantemente de un gran destacamento de franceses mandados por el señor de Legal, que se portó en esta campaña con la mayor vigilancia, e importó no poco para ella el haberlos cogido a los enemigos los víveres y hacerlos retirar a San Torcuato; él recobró unos hornillos de cobre de Carlos V, que perdió don Juan de Austria cuando fue en Yelves vencido de los portugueses, disponiendo la fortuna que viniesen a dejarlos en España.

A 15 de septiembre había ya pasado el Júcar todo el ejército portugués y dejado enteramente a Castilla. Entonces puso su campo en San Clemente el mariscal de Berwick. El rey Felipe, desde Villatobas, por Ocaña, pasó a Aranjuez, y de allí a la corte, donde fue recibido con imponderables demostraciones de júbilo. Importó este examen de la fidelidad de Castilla para desengañar a los enemigos de que no se podía conquistar, según lo escribió Peterbourgh a Londres, con la expresión de que no la dominaría el rey Carlos aunque tomase este empeño la Europa toda; pidió licencia para retirarse a su casa, y se la concedió la Reina, por influjo de Malbourgh.

No podrán borrar los siglos, ni la real estirpe de los Borbones que reinan en España olvidar la fidelidad de los castellanos, que, desarmados y sin ejército que los sostuviese, repugnaron de género otra dominación, que confirmaron al Rey, en el Trono, pues si se hubieran declarado por los austríacos, como lo hicieron los reinos de Aragón, se subvertiría, sin duda, el Imperio.

El portugués se acampó en Buñol y el francés en Albacete. Como poseían los alemanes a Cartagena, quisieron sitiar a Murcia. No fue perfecto el cordón, pero era más que bloqueo, y se hubiera rendido a no estar con la mayor prontitud o corrida por su obispo, don Luis de Belluga, que, no embarazado de sus sacras ínsulas y sus años, montó a caballo y, juntando gente, no se desdeñó, por el celo de la religión y seguridad de los feligreses, de manejar las armas. También el obispo de Calahorra defendió gloriosamente los confines de Navarra de las correrías de los aragoneses.

Quisieron otra vez los portugueses que estaban en los confines ocupar a Salamanca; pero se defendió resueltamente y con empeño la ciudad. No era ya la estación a propósito para la guerra, pero no se dio en toda España cuarteles de invierno a las tropas. Las de Berwick quedaron acantonadas. El rey Carlos, a instancia de los catalanes, volvió a Barcelona; la reina de España, a Madrid; con todos los tribunales; así renovó el pueblo su alegría y regocijo. El Rey Católico privó de sus empleos a los gentileshombres de Cámara que no le habían seguido. Estos fueron: el duque de Béjar, los condes de Fuensalida y Peñaranda, también se quitó la chancillería de Indias al marqués del Carpio. No se volvieron a admitir las damas de la Reina porque no la siguieron, aunque se excusaban con haberlas la Reina dejado, y que después no estaba el paso libre para Burgos. Esta razón no ablandó el ánimo de la Reina, manteniéndola en este decreto la princesa Ursini, que no era propicia a las damas, quizá porque no la hacían tantos rendimientos cuantos anhelaba; y así contuvo el Palacio en que sólo camaristas sirviesen a la Reina, que estaban más subordinadas a la camarera, porque no eran de la alta esfera de las damas, sin las cuales no hay duda le faltaba al Palacio aquel antiguo esplendor y pompa, porque brilla más cualquier príncipe cuando se hace servir de los de más alta jerarquía. Don José de Armendáriz, aplicando con valor y silencio de noche las escalas a Alcántara, la sorprendió, rompiendo con celeridad la puerta. En Valencia recobró el obispo de Murcia a Orihuela, y partió con el coronel Mahoni a recobrar a Cartagena, que después de cinco días de batida con el cañón, se rindió a discreción.

* * *

No tenía aún noticia de su ejército el rey de Portugal; y esto aumentó tanto sus accidentes y melancolía, que a los 8 de diciembre murió. Príncipe más feliz que prometían los principios de su fortuna, fundada en la ruina de su hermano, el rey don Alonso, de cuyas manos arrancó el cetro y la mujer; y aunque los primeros años gobernó con severidad, después fue amantísimo de sus vasallos, hizo justicia y la promovía mucho. Era hombre fuerte y de buena comprensión, tenaz y exacto en lo que ordenaba; nadie con él tuvo tanto valimiento que soltase las riendas del gobierno, porque lo veía todo.

Sucedió en el reino su hijo primogénito don Juan, príncipe del Brasil, a quien luego los aliados propusieron para esposa a la archiduquesa María Ana de Austria, hermana del Emperador, para estrechar con este vínculo la amistad. Pero los portugueses, siempre hacían de mala gana la guerra, porque veían claramente cuán poco provechosa les era, y que no salían las ideas de los que la persuadieron, porque el marqués de las Minas escribió la incontrastable fidelidad de los castellanos y dio noticia de cómo era casi imposible que ni un individuo de su ejército volviese a la patria, ya porque estaba arruinado, ya porque los pasos los tenían los castellanos cogidos y los guardaban con la mayor vigilancia. Estas cartas llegaron por mar y consternaron no poco aquella corte, que sin operación alguna perdía unas tropas recogidas con gran trabajo; porque no es Portugal, por lo corto del país, lugar de grandes reclutas, ni la gente es inclinada en este siglo a la guerra.

Galloway, que no estaba muy de acuerdo con el marqués de las Minas, escribió al ministro británico que residía en Lisboa, casi un diario de lo sucedido en España, dándole cuenta por menor para que la diese a aquel Rey y enviase otras cartas adjuntas a la Reina, en que cargaba al general portugués el mal éxito de aquella campaña, por haberse entretenido tanto en Madrid y dado cuarenta días al Rey Católico para que le viniesen socorros de Francia, cuando antes podía echarle de las Castillas e ir a sitiar a Pamplona, enteramente desprevenida, con lo cual, no pudiéndose mantener la Rioja y la provincia de Álava, se veía la Reina precisada a pasar a Francia y el Rey a retirarse a los Pirineos, adonde le seguirían pocos.

A esta negligencia del portugués añadía Galloway que pudo deshacer las tropas del duque de Berwick, dándole la batalla antes de ponerse entre Guadalajara y Alcalá, y aun después, porque tenía superior número de gente, y la del Rey no pasaba de veinte mil hombres, con no poca penuria de víveres y dinero. Todo esto lo confirmaron en Londres las cartas de Peterbourgh, el cual añadía la gran discordia de aquel ejército y los varios pareceres en los consejos de Guerra, queriendo el rey Carlos que entrasen en ellos los españoles que seguían su partido, aunque inexpertos en la milicia. El conde de Oropesa, el de Cifuentes, el de Gálvez, el de la Corzana, los hijos del marqués de Mondéjar y el duque de Nájera entraron en una Junta de Guerra, de lo cual, irritado Peterbourgh, retiró las tropas a Valencia. No faltó quien de esto se acriminase en Inglaterra por cartas del rey Carlos, que estaba inclinado, después de la unión de los ejércitos, a dar la batalla a Berwick, y aunque de esta opinión fue el marqués de las Minas y lo aconsejaban los españoles, no fue posible vencer al general inglés, que desesperó de rendir las Castillas, y no tenía alemanes prevenidos, ni copia de víveres; y pasó a tanto la ira contra Peterbourgh, que se le imputaba casi secreta inteligencia con el francés; lo cual, exactamente inquirido, hemos hallado ser falso.

Ni le faltó a Berwick su crisis, por no haber dado en las riberas del Tajo la batalla al marqués de las Minas, como quería el rey Felipe y sus ministros; porque marchaban con tal desorden y sin provisiones los portugueses, que se podía probablemente esperar la victoria, y pasaron los ríos hasta el Júcar en partidas y no formados. Esto acrecentó a los españoles el odio contra los franceses, acusando la negligencia de Berwick y mostrando al Rey que en cuantas ocasiones llegaron a las manos con los enemigos de esta campaña, habían quedado vencedores, porque el coronel don Juan de la Paz, con solos quinientos caballos, había atacado tres veces la caballería enemiga y la había puesto en huida, haciendo trescientos prisioneros. Que sólo don Juan de Cereceda había hecho detener y mudar marcha al ejército con sus correrías, cogiendo en Tarancón todo el bagaje de Peterbourgh; que lo propio había hecho don Francisco Caballero, venciendo con pocos a muchos, y que así, ya experimentado el valor de las tropas, se debía aventurar la batalla, que sería, sin duda, decisiva. Daba no pocas razones en su defensa Berwick, que se vieron en una carta escrita al Rey Cristianísimo, diciendo no había querido aventurar aquel pequeño ejército, único prestigio de la España toda.

Antes de concluir el año, recobró el teniente general Gabriel Hesio a Cuenca, haciendo dos mil prisioneros. También se tomó a Elche con otros mil, los más ingleses. Así feneció, sin descargar sus iras, el nublado que amenazaba a la España, combatida este año de tantas desgracias, no sólo en su continente, sino también en Italia, Flandes y en las vecinas islas; y como está la más inmediata a Cataluña la de Mallorca, pocos navíos que se pusieron a vista de la ciudad de Palma en cordón, hicieron tumultuar al pueblo.

Había fomentado mucho tiempo antes esta conjura en Palma, capital del reino, don Juan Antonio Bojadors, conde de Saballá, catalán, pero hombre de grande autoridad en Mallorca por el ilustre y antiguo mayorazgo de la Casa Paz, que posee en aquella isla. Valióse para esto de don Francisco Sola, juez más antiguo en aquella Real Audiencia, y del doctor Pablo Balbona, administrador de la Hacienda. Tomaron este partido don Nicolás Truyols, marqués de la Torre, y casi toda la familia; la de Escallar, Bordils, Net, Berard, Dameto y Zaforteza. A estos siguieron hombres de menor representación; y a uno de ellos, llamado Salvador Truyols, se le eligió por caudillo del tumulto popular que se prevenía.

Casi toda la nobleza nueva era de partido austríaco, y no pasaban de veinte y cinco los caballeros que seguían el partido del rey Felipe. Contaminó la conjura a los eclesiásticos, relajados por la mayor parte desde que murió el arzobispo don Pedro de Alagón, hombre de la más severa y rígida disciplina eclesiástica, lleno de virtudes y defensor acérrimo de su jurisdicción; y aunque le sucedió en la prelacía fray Francisco Antonio de la Portilla, religioso observante, hombre ejemplar y de la mayor fidelidad al Rey, no tenía tanta autoridad como su antecesor, y así, los eclesiásticos libremente se mancharon de la traición, que trascendió los regulares, principalmente a los capuchinos.

No ignoraba el virrey, conde de Cerbellón, esta trama; y, ayudado de don Marcos Antonio Cotoner, cabeza del magistrado de la ciudad, hombre ilustre, celoso y leal, procuraba con buen modo, porque no tenía tropas, apagar esta oculta sedición; pero los ocultos emisarios de Cataluña y del reino de Valencia la mantenían viva, porque sabían que había de venir la armada enemiga, mandada por el general Lake, contra aquel reino.

Al fin apareció en ella el día 24 de septiembre, acordonada fuera del tiro del cañón de Palma; todas eran cuarenta naves de varia magnitud. Venía en ella el conde de Saballá, nombrado por virrey y plenipotenciario del rey Carlos. Envió una faluca con cartas al virrey y al magistrado. La respuesta fue heroica, envióse con ella a don Jerónimo Pablo de Puidorfila y don Miguel Cotoner, ambos del partido del rey Felipe. Indignóse el general inglés y mucho más el conde de Saballá, con quien por la noche fue a hablar secretamente don Tomás Zaforteza, uno de los conjurados. El día 26, en que parecía estaba todo con quietud, salió a reconocer la ciudad con algunos caballeros el virrey; oíanse confusas voces que aclamaban ambos príncipes. Juntáronse ochocientos hombres, toda gente de mar; aclamaron al rey Carlos y ocuparon la puerta de afuera que entra al muelle. El virrey se retiró a un fortín y después al palacio. Don Marcos Antonio Cotoner quiso, con don Mateo Gual y dos hijos de don Antonio de Sureda, atacar los sublevados. Era su intento matar a Salvador Truyols, caudillo de los rebeldes, pero no pudo lograr esta fortuna, aunque don Dionisio Rugerio le disparó dos carabinazos. Quiso también de un baluarte hacer fuego contra los sediciosos; pero por traición de los artilleros halló deshechas las cureñas. A este tiempo llegó don Gabriel de Verga con treinta caballos; era hombre alentado, de la primer distinción en la nobleza, y amante de su honra; entróse al tumulto con arrojo, disparó contra uno de los sublevados su pistola, y éste le respondió con un fusilazo que le quitó la vida. Con este delito creció el tumulto, agregóse más gente y aún entraba de fuera de la ciudad, que ya estaba casi toda perdida, porque se habían formado tres cuerpos: uno de marineros, otro de ciudadanos, y el tercero, de eclesiásticos.

Viéndose ya el virrey ceñido de enemigos -aunque lo contradijo don Marcos Cotoner a los principios-, envió a la armada al conde de Montenegro, al marqués de Belpuch, don Juan Sureda y don Salvador Sureda, para pedir capitulación. Acordóseles fácilmente, entregándose la plaza y todo el reino con la fortaleza de San Carlos. El día 27 se publicaron las capitulaciones, que eran breves, con casi universal júbilo de aquel pueblo; consistían éstas en la observancia de los privilegios, y a cada uno libertad de poder salir de aquel reino. Tomó posesión de él, por el rey Carlos, el conde de Saballá. Luego salió don Marcos Antonio Cotoner con los setenta franceses que estaban en la fortaleza de San Carlos, y don Jerónimo Pablo Puidorfila, los cuales fueron conducidos a Rosas. Después salió el virrey el día 6 de octubre con su familia, don Miguel Bordils, gobernador de San Carlos; don Miguel Cotoner, don Antonio Puidorfila, don Dionisio Rugerio, regente de la Audiencia, y don José Leysa, ministro. de ella, que desembarcaron en Almería. El obispo, por afecto al rey Felipe, fue llamado a Barcelona, donde murió. También desterraron nueve principales caballeros, porque la rabia de los rebeldes pasaba a persecución.

Con facilidad tomó el conde de Saballá a Menorca, pero no pudo por entonces rendir el castillo de San Felipe, que defiende a Puerto Mahón. Así se rindieron las islas, y con sólo una carta del nuevo virrey la de Ibiza, adyacente a las que llaman Baleares y la Formentera. En esta forma se iban perdiendo los reinos de la Corona de Aragón, sin que le costase al rey Carlos más trabajo que quererlos, porque sobre estar los más indefensos, era contagio el error y la infidelidad

Más gloriosa página ocupan en la Historia las islas Canarias, donde a 5 de noviembre apareció con trece naves: de guerra el almirante Genings, dirigiendo la proa al cabo de Santa Cruz sin estandarte, para que no se previniesen a la defensa sus paisanos, que sólo con la duda de que fuesen enemigos tomaron todas las armas y coronaron la ribera. Ya vecinas al puerto las naves, pusieron bandera de Francia, y poco después de Suecia; y cuando era ya preciso cañonear a los baluartes porque hacían mucho fuego, explicaron bandera inglesa. Era esto en la isla de Tenerife, que en ausencia de don Agustín de Robles gobernaba don José de Ayala, a quien escribió una carta muy cortesana el almirante inglés; pero estaban los últimos períodos llenos de amenazas si no se rendía la isla al rey Carlos.

La respuesta fue breve y honrada, diciendo que se defenderían, guardando al rey Felipe fidelidad mientras durase la vida. Lo demás lo explicó el cañón de la plaza, que apartó a los enemigos del tiro, y, desengañados, se hicieron a la vela el día 7 de mismo mes hacia sus puertos.




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Año de 1707

Con el ducado de Milán se entregó también a los austríacos el marquesado del Final, no porque hicieron gran fuerza en esto los alemanes, sino porque no se podía ya defender. Mudóse enteramente el teatro de Italia, y cuando creyeron sus principales haber roto una cadena, se ponían otra. Ya reflexionaba sobre sí mismo el duque de Saboya, menos atendido de los alemanes y poco satisfecho por no haberle cumplido cuanto le ofrecieron. Tenía ya acabada casi su guerra, los franceses poseían la Saboya y el condado de Nissa, no podía recobrarlos por las armas, porque después de la demolición de algunas fortificaciones, todo quedaba abierto y a arbitrio de los franceses. Estaban acantonadas sus tropas en la Raya, pero era en vano, porque los franceses no querían de la Saboya más que consumirla a contribuciones y desfrutarla.

Se había retirado a París, después de haber perdido el ducado de Milán, el duque de Orleáns, y para restaurarle su opinión fue elegido al mando de las tropas de España; bajaban otras de la Francia para confirmar aquella parte del reino que ya claramente se veía no querer otro príncipe; pero tuvo orden el duque de Berwick de no dejar el ejército hasta que llegase el de Orleáns. Sobre el apartar a aquél se discurrió variamente en la corte, y se atribuía a no ser bien visto de la princesa Ursini, cuya áspera conducta contra los españoles desaprobaba el duque, porque había entrado en el conocimiento de que sin ellos no se podía el reino mantener, y habló con ingenuidad al Rey en esto, no sin la aceptación de todos los afectos al Rey, y aún se creyó estimulado de don Francisco Ronquillo, que cuan severo era contra los que le parecían desleales, patrocinaba a los finos y celosos del bien del reino y de la persona del Rey. A ella verdaderamente se dirigieron los obsequios y las finezas, pero no se puede negar que sostuvo mucho el ánimo de los castellanos la natural vanidad de no ser conquistados de aragoneses y catalanes y ultrajados de los portugueses, a los cuales despreciaban y aborrecían. Estas razones daba la princesa Ursini a Amelot y a algunos italianos, para que nada se les agradeciese a los castellanos, con lo cual creció la discordia con no poco perjuicio, y así padecía el Palacio alguna confusión.

No estaba muy unida la del rey Carlos en Barcelona después que se fue Peterbourgh, porque el mando de las tropas quedó al marqués de las Minas y a Galloway, entre sí enemigos y hombres de menor autoridad, que necesitaban aquellas tropas, compuestas de tantas y tan varias naciones, que reconocían distintos jefes.

A los catalanes no los dejaban tomar tanta mano el príncipe Antonio de Leichtestein y el duque de Pareti, pero el más introducido en la gracia del rey Carlos era el conde Stella, napolitano, que no desayudaba a que lo pasase el Rey divertido. No son a la Historia necesarios el referir los rumores que esparcía la fama, quizás falsos, aunque en Barcelona pasaban por verdaderos, no sin descrédito de alguna familia. Estas voces alentaban a los castellanos que seguían a este Príncipe, de envidia de que no se hacía de ellos tanto caso como imaginaba su vanidad; y no fue alguno admitido al Consejo secreto más que el conde de Oropesa, por instancias del rey de Portugal, su pariente, que aún le daba de su real erario asistencias. Esto tenía en alguna veneración al conde, al cual no desayudaban las artes de su mujer; pero a los demás españoles los tenía abatidos el príncipe de Leichtestein, y el Emperador había escrito a su hermano que no se fiase de los castellanos, y más cuando supo que el conde de Oropesa se excusó de asistir a muchas juntas, diciendo estaba muy viejo y cansado y que votaba de mala gana contra Castilla.

A los catalanes los sostenía don Ramón Vilana Perlas, uno de los secretarios de aquel Universal Despacho, porque Leichtestein a todos procuraba apartar del ánimo del Rey y que sólo a los alemanes adhiriese, y pedía para el gasto del Palacio a la ciudad sumas inmensas, no sin queja de los catalanes, con tan civil expresión que decían se gastaba demasiado en músicos, porque el rey Carlos tenía algunos para su diversión, llevándole su genio a la música, en la cual estaba bastantemente instruido. Todo lo que era deprimir a los catalanes lo hacía Leichtestein con animosidad, y decía públicamente no se debía fiar de gente enemiga de quien la domina, e inclinada a la rebelión, estando esta última concebida no en el amor a los austríacos, sino en el temor a los franceses.

* * *

Cuando, llegó a Londres Peterbourgh proponía tan difícil la conquista de la España, que hubiera la Reina suspendido los socorros para continuar en ella la guerra, a no ser de contrario dictamen Malbourgh, que gozaba únicamente del favor y había crecido su crédito y autoridad con tantas victorias al ápice de la mayor felicidad. Éste hacía ver a la Reina cuánto la importaba estar armada y tener aliados, no sólo por la sublevación sucedida aquel año en Escocia, sino porque no ignoraban los parciales de la Reina cuánto trabajaban en Francia los escoceses y los jacobitas para que tornase el Rey Cristianísimo la empresa de restituir al Trono al rey Jacobo, y así le era preciso a la Reina estrechar la amistad con el César, que era el alma de la guerra y la alentaba con el mayor esfuerzo; que, como no tenía descendencia varonil, buscaba para su hermano un reino, porque con eso quedaban los Estados hereditarios para su hija, la archiduquesa María Josefa. Para asegurar más en la alianza al rey de Portugal, dispuso que la reina de Inglaterra le ofreciese por esposa a su hermana, la archiduquesa María Ana, y el rey Carlos, en dote, la Extremadura, y juntamente dos puertos en Galicia, después de conquistada la España. Como el rey don Juan no tenía más que dieciocho años, le asistían al gobierno el duque de Cadaval, los marqueses de Algrete y Mariana y el conde de Viana, que no todos aprobaban este casamiento, porque le ganaba la archiduquesa al Rey seis años, el dote les parecía quimérico y la nueva alianza de sumo empeño, porque estaban cansados de la guerra los portugueses y quejosos de que les habían quitado todas las tropas veteranas y no reemplazadas las que habían entrado con el marqués de las Minas y Galloway en Castilla, por lo cual quedaban indefensos los confines; y aunque habían juntado otro ejército, era de gente inexperta. El almirante Skiovel templó estas quejas, ofreciendo traer luego otras tropas.

Habíanse perdido, como dijimos, en el precedente año las islas de Mallorca y Menorca; pero quedaba el castillo de San Felipe, que defiende a Puerto Mahón, donde, habiendo entrado con seis naves de guerra el conde de Villars, francés, y desembarcando armada la marinería y la guarnición de los navíos, recobró la isla de Menorca, porque, sobre haber pocos presidiarios ingleses, los hombres más principales de ella, que eran los Martoreles y Esquellas, eran parciales del Rey Católico, cuyo nombre se volvió a clamar en aquella isla inútilmente, porque, habiéndola desamparado los franceses, siendo toda llana y abierta como un arrabal de Mallorca, perseverando ésta en el dominio del rey Carlos, le fue fácil al conde de Escallar, con pocos navíos ingleses, volverla a recobrar.

Corría estos mares la armada de los aliados, y se dejó ver en Sicilia por si tomaba cuerpo una conjura que no ignoraban estaba tramada de algunos ciudadanos y otros hombres principales en la plebe. No se le ocultó al marqués de los Balbases, virrey de aquel reino, y haciendo algunos prisioneros, se desvaneció por entonces la malignidad de la intención. No era tampoco buena la de algunos españoles domiciliados en aquel reino, de un tercio antiguo, que llevaba a mal que viniesen a presidiarlas los franceses, y que a ellos los sacasen de Palermo a otros lugares de menor importancia. No estaba el reino de Cerdeña libre de este contagio, aunque muy oculto, porque los desafectos, que eran los parciales de la casa del marqués de Villazor, andaban con la mayor cautela, y se avigoró más su intención cuando vieron que había otros de su dictamen; porque gobernando aquel reino el marqués de Valero, se vieron prender a don José Zatrillas, marqués de Villa Clara, que estaba en sus Estados, y a don Salvador Lochi, juez de la Real Audiencia, y en un ganjil francés embarcarlos sin dilación alguna a la Francia. Después se prendió a un médico, que era del magistrado de la ciudad, aguardando sólo a que dejase la Chia. Estos eran verdaderamente inocentes y parecieron culpados; el caso pasó de esta manera:

Hallábase en Zaragoza un fraile mercedario llamado Trincas, cuando se tuvo allá noticia de que había aclamado Madrid al rey Carlos; y creyendo que ya estaba toda la España perdida, valiéndose de unos poderes que traía de los referidos sujetos, dio por ellos memoria al rey Carlos, los cuales los envió al marqués de las Minas, para que en el Consejo de Aragón que había formado se viesen, y los recibió, aunque tarde, don Juan Jerónimo Ricarte, secretario en aquel Consejo, por lo tocante a los negocios de Cerdeña. Privado éste de su empleo, porque despachó con el marqués de las Minas, y reconociendo sus papeles don Pascual de la Sala, a quien se confirió, se hallaron estos memoriales en que el marqués de Villa Clara pedía el gobierno de los cabos de Caller y Gallura, que poseía don Vicente Bacallar y Sanna; don Salvador Lochi, una plaza de regente provincial en el Consejo de Aragón, y los del magistrado pedían confirmación para otro año. Esta acción de dar los memoriales, que era acto de reconocimiento en personas que vivían en Cerdeña, era, sin duda, delito; pero sólo le cometió el fraile movido de la amistad que tenía con ellos y creyendo la entera ruina del rey Felipe.

Esto hirió mucha parte de aquella nobleza, incluida en la familia de los Zatrillas, una de las más ilustres de aquel reino, y enajenó el ánimo de don Salvadar Zatrillas, hermano del marqués, y del conde de Villa Salto, su hijo, yerno de don Antonio Genovés, marqués de La Guardia, con lo cual se acrecentaba el partido de los descontentos, que sólo aguardaban la ocasión, para manifestarlo.

También dio el referido Trincas al rey Carlos una memoria de los nobles afectos a su partido y de los parciales del rey Felipe, que se cogió en los mismos escritos de Ricarte, y la envió el Rey al marqués de Valero para que informase de ellos. Esta memoria hemos tenido en nuestras manos, y no debemos propalar lo que a su arbitrio escribió el fraile, porque poniendo muchos de sus amigos en el partido del rey Carlos, creía hacerles beneficio, mas no dijo en todo mentira.

El blando y piadoso ánimo del marqués de Valero, o no quiso hacer mal a muchos por solas sospechas, o se le escondió la verdad, y pudiendo entonces sacar del reino a los que le perdieron, les dejó en quietud o despreció su poco poder, como decía, no teniendo aún guarnición aquellas plazas para oponerse a las insolencias del pueblo. Nada de esto ignoraban los parciales austríacos en Cerdeña, y ya los agitaba un nuevo temor que hacía discurrir medios a su seguridad. Tenían sus protectores en la corte, que, mal informados, extendían su favor fuera de lo justo; pero perdieron este asilo, porque el Rey Católico suprimió el Consejo de Aragón y agregó la Cerdeña al de Italia, en que era presidente el marqués de Mancera, casi sólo de nombre, porque faltando el ducado de Milán era menor su autoridad.

Estaba próximo a la rebelión el reino de Nápoles, que despreciaba igualmente al Consejo Supremo y al virrey, marqués de Villena, trabajando incesantemente el cardenal Grimani en la conjura, que tuvo éxito más feliz que la primera, porque la apoyaron las armas. La guerra de España alentaba a los conjurados, que, o no creían que el rey Felipe había vuelto a la corte, o lo callaban, aunque estaba cansado de publicarlo el virrey y de exaltar las fuerzas del ejército de Berwick. Éste estaba acampado muy dentro de Valencia, haciendo irreparables correrías, ya igual a los enemigos, porque estaba el ejército del marqués de las Minas y Galloway sumamente disminuido y discorde. Entre los confines de Aragón y Navarra, donde era virrey el príncipe de Esterclaes, había una continua guerra de pequeñas partidas, y desde Egea infestaban a Bárdena los aragoneses; por eso, determinó el virrey que el marqués de Salutzo sitiase aquélla, donde había de presidio seiscientos hombres. Púsolo en ejecución; plantó baterías y morteros; aunque no muy perfecta la brecha, dio a un tiempo cuatro asaltos por distintas partes, conduciendo las partidas los coroneles vizconde del Puerto, don Francisco Mencos, don Agustín Sola y el señor de Clarfuntan, francés.

Resistiéronse los sitiados valerosamente por espacio de dos horas, pero al fin fueron vencidos. Se distinguieron en esta acción los cuatro nombrados coroneles, don Félix Marimón y el marqués de Santa Clara. El marqués de Salutzo, que era hombre de ánimo feroz e implacable, mandó pasar a cuchillo a los moradores, exceptuando niños y mujeres, y a algunos pocos que se retrajeron a los templos, no del todo libres de la desenfrenada furia de los soldados, a quienes se permitió el saqueo; y después se mandó quemar enteramente la ciudad. Así sólo de la infeliz Egea quedaron tristes vestigios en la memoria. Con esto descansó Navarra.

El mariscal de campo conde de Ayanz, partió de Sangüesa contra un lugar que llaman Un Castillo; desamparándole sus moradores, le entregó a las llamas, y lo propio hizo de Luesia. Los moradores de los circunvecinos pueblos se retiraron a la montaña, y desde allí bajaron contra Verdum, que, socorrido por don Félix Marimón, puso en fuga a los aragoneses. Ni aun con esto escarmentaron, porque un gran número de ellos se interpuso entre Jaca y su castillo, a quien socorrió el marqués de Salutzo, pero el poder llegar a tiempo se debió al valor y atrevimiento del vizconde del Puerto, porque habiendo hallado las tropas alto el río Javerre, y defendida la contraria ribera de los rebeldes, fue el primero que entró en él, llegándole el agua a más de la cintura; siguieron el heroico ejemplo los coroneles Mencos y Durbán, y se retiraron los rebeldes a un vecino bosque; allí los atacó el marqués de Santa Clara y los obligó a huir, habiendo antes muerto a muchos y hecho prisioneros no pocos. Logró Salutzo felizmente su expedición, y dejó bien abastecida a Jaca.

* * *

Todo el cuidado del ejército del rey Felipe era Valencia, en cuyo reino estaban acampados los enemigos, fatigados con correrías continuas de la caballería del Rey, principalmente de las partidas que conducía don Juan de Cereceda, que con ochenta caballos, ayudado del valor y del ardid, venció muchas veces a quinientos. Con reclutas continuas de la Francia y de la España se aumentaba el ejército de Berwick, que estaba aguardando al duque de Orleáns, el cual, a 10 de abril, llegó a Madrid y fue recibido de los Reyes con el mayor agasajo, aunque al duque le quedaba el sinsabor de que algunos de los grandes de España que descienden de la sangre real de Castilla y Aragón, rehusaron el verle, por no darle tratamiento de Alteza; esto lo disimuló el Rey con gran prudencia, pero no dejó de desagradarle la que creía más soberbia que razón, y más queriendo tener contento al duque de Orleáns, porque tenía las armas de España en su mano. Estaban ya no lejos de Valencia los ejércitos a la vista, observando cada uno los movimientos de su enemigo. En Yecla y Caudete estaba el marqués de las Minas, y en Montealegre y Chinchilla, Berwick, no queriendo éste dar la batalla hasta que el duque de Orleáns llegase; pero, con todo eso, le fue preciso moverse de Chinchilla y juntar en Montealegre sus tropas.

A los 19 de abril, mientras los portugueses pasaban de Yecla a Villena, tomaron su castillo, y después le desampararon y se acamparon en Caudete; los franceses y españoles, en el campo de Almansa dejándola atrás por la derecha, casi formados en batalla, porque veían que los pasos de los enemigos se enderezaban a ella; al fin, el día 25 del mismo mes marchó formado contra los españoles el marqués de las Minas. Rehusaba cuanto podía Berwick venir a las manos, o por esperar al duque de Orleáns, o por no aventurar en una acción la Corona, porque en toda España no había más ejército, y sólo en Extremadura estaban algunos regimientos; pero ya no daba lugar a más reflexiones el marqués de las Minas, que bajaba por un modesto collado a la llanura y tenía puesta su artillería en paraje que con poco avance estaban bajo del tiro los franceses, que luego plantaron la suya.

Empezáronse a cañonear los ejércitos, con poco daño de una y otra parte, porque aún estaban las líneas estrechadas y marchaban unidos los portugueses e ingleses que regía Galloway en la siniestra, donde cargó la mayor fuerza, porque la derecha de los españoles la daba el duque de Populi con las guardias del Rey de a caballo. La infantería de esta ala estaba a cargo de un teniente general francés y de don Antonio del Valle. En el centro estaba el duque de Berwick, asistido de don Miguel Pinos, y en la izquierda el señor de Lavare, francés, y don Carlos de San Egidio, contra el conde de la Atalaya, porque el centro del ejército austríaco le tenían el marqués de las Minas y el conde de Donna, holandés.

Estaban los españoles firmes sin empezar el combate, al cual dieron principio, impacientes, los ingleses por el centro, cubiertos de su caballería, que cargó contra Berwick; luego movió su ala el duque de Populi contra Galloway, con tanto ímpetu que desbarató la primera línea de los enemigos, pero sosteniendo ferozmente la segunda, no sólo hizo parar al duque de Populi, sino que precipitadamente le obligó a retroceder hasta la segunda, línea, que regía el caballero de Asfelt, el cual la había con arte ordenado con tantos espacios y vacíos, para que si la primer línea volvía atrás, no le desordenase la suya; y viendo que venía huyendo, dijo a los suyos que era arte, para acometerlos desordenados después, y que no se moviesen hasta que hiciese con un lienzo la señal. A esta prudente disposición favoreció la fortuna, porque siguiendo a la primer línea del duque de Populi desordenadamente los enemigos, y confusas las dos suyas, encontraron con las de Asfelt, que los esperaba a pie firme y había puesto el regimiento de Humena en paraje que recibió a los enemigos con tal horrible fuego, que no sólo los embargó al ardimiento, pero se confundieron de manera que cargando sobre ellos toda la segunda y la primera, que había vuelto a reparar a espaldas de la de Asfelt el duque de Populi, venció a Galloway y deshizo enteramente la izquierda de su ejército, con muerte de muchos, seguidos de la fuga y despedazados en la batalla; porque los guardias, para borrar la primera acción, se arrojaron nuevamente, espada en mano, con el mayor ímpetu, aunque ya no hallaron resistencia, porque fueron en vano las persuasiones de los cabos ingleses para detener los suyos.

Viendo Galloway que era imposible volver a formar la izquierda, juntó los infantes que pudo a espaldas del centro, y los introdujo en las filas con alguna caballería que había quedado de oficiales y de gente más amante de su honor que los que habían precipitadamente huido. Esto avigoró las tropas del centro, que peleaban valerosamente contra Berwick, y protegidos de su derecha le habían hecho retroceder casi hasta Almansa, cediendo los franceses y españoles al brío de sus contrarios. No dejaron el combate ni volvieron la espalda, pero rompió el marqués de las Minas la primera y segunda línea y pasó adelante con más que probables esperanzas de victoria, porque era inútil la que los españoles habían tenido por la derecha, cuando estaba su centro dividido en dos cuerpos, donde los oficiales mandaron formar dos caras para coger en medio a los enemigos. Este fue el acertado orden que dio Berwick, corriendo valerosamente el campo, que no sólo reparó el daño, pero le dio la victoria; porque acometiendo por las espaldas del centro de los enemigos con dos regimientos de caballería de don José de Amézaga, los sorprendió del género que fue menester valor para pelear con orden. Entonces estrecharon las dos partes del centro, divididas, y cogieron en medio a los que se habían internado tanto que no podían escapar.

Los ingleses y alemanes sostuvieron la acción con imponderable, brío. Alentaba a sus portugueses el marqués de las Minas; pero en vano, porque habían descaecido los ánimos y, ceñidos en círculo de sus enemigos, rindieron las vidas. Escaparon pocos, y entre ellos, herido, Galloway, y algunos oficiales. El marqués de las Minas se pasó a la derecha y la fortificó con cuanta más gente pudo. Estaba ya la victoria por los españoles en el centro y la derecha; pero no estaba el ejército enteramente vencido, porque el conde de Donna, que no se había adelantado tanto, retiró a las alturas de Caudete trece regimientos, y aún no había peleado la derecha; pero fue con tanto denuedo acometida de la izquierda de los españoles, que se trabó un rigoroso combate y murió tanta gente de ambas primeras líneas que fue preciso ser socorridas de las segundas.

Dos veces se separaron las tropas volviendo cada cual a su lugar: pero, avergonzadas las del rey Felipe de no entrar a la parte de la gloria, acometieron de género que, después de bien sangrienta disputa, huyó, herido, el marqués de las Minas, y fue el residuo del ejército y todo el ala derecha vencida.

Halláronse difuntos, todavía formados, algunos regimientos portugueses, y muy pocos de los de esta nación pudieron contar la desgracia. Tuvieron los franceses y españoles una completa victoria, y decisiva, porque si la hubieran perdido era probable la subversión del Trono.

Esta es la célebre batalla de Almansa, a la cual dio eterna memoria el Rey con una columna que mandó erigir, y entallar en mármol su inscripción. No será menos eterna la gloria que adquirió el duque de Berwick, parte de la cual tocó a los que se distinguieron, y fueron el duque de Populi, el de Sarno, el señor de Davaré, don Carlos de San Egidio, don Miguel Pons, don Antonio del Valle, don Juan Caraciolo, don Lelio Carrafa, el marqués de Santelmo y Piasneli, quedando muchos de éstos heridos. Sostuvo valerosamente el lugar de don Diego Dávila don Jerónimo de Solís y Gante, después de muerto aquél. También murieron en el ardor del combate el señor de Palastrón, y Silery, franceses; no quedaron los valones inferiores, y entre ellos el señor de Bocoy, el duque de Havré y Potelberg; este último, con un batallón de infantería, resistió en la derecha a la furia de dos de los ingleses y los deshizo, que contribuyó infinito al triunfo de este ala.

Mucho más que todos los franceses hizo Asfelt, que al otro día trajo prisioneros con el conde de Donna trece batallones que sitió en las alturas Caudete, cinco de ingleses, otros tantos de holandeses, y tres de Portugal. Quedó en el campo rico botín a los vencedores, donde se hallaron, sobre infinitas armas y provisiones de guerra, veinte piezas de cañón, trescientos carros cargados de municiones y ciento y doce banderas. Se rindieron prisioneros cinco tenientes generales, siete brigadieres, veinte y cinco coroneles, treinta tenientes capitanes, y subalternos, ochocientos; soldados prisioneros, doce mil, sin los que murieron en el campo, que fueron seis mil. Estos diez y ocho mil hombres perdió el rey Carlos, y fue tanta la deserción, que en la revista que el marqués de las Minas y Galloway mandaron pasar en Tortosa, adonde se retiraron, no llegaban a cinco mil, y éstos, los más de caballería, porque los infantes no pasaban de ochocientos. Dos mil y quinientos españoles murieron, los más de las guardias del Rey, que hicieron maravillas, y más de mil quedaron heridos. Esta tan cumplida victoria abrió al vencedor toda la tierra no fortificada, menos Alcoy y Játiva, fiados en la eminente situación y en estar ceñidos de una aunque simple muralla, y tener presidio de veteranos. En Játiva estaba el marqués de las Minas, que para entretener el curso de la victoria inflamó aquellos ánimos y se retiró a Tortosa.

Luego se despachó esta feliz noticia al Rey Católico con don Pedro Ronquillo. Al otro día llegó a Madrid el conde de Pinto con cien estandartes, los cuales envió luego el Rey a su capilla de Nuestra Señora de Atocha; allí se veían las armas de muchos príncipes: la Inglaterra, la Holanda, Brandembourg, el Palatino, Portugal, Luneburg y muchos príncipes del Imperio. Tantas naciones concurrieron contra la España, y lo que era más lastimoso, la España misma, sirviendo al Rey Católico de trofeo las banderas de Cataluña, Aragón y Valencia.

Faltóle al ejército vencedor víveres, y por eso no se pudo seguir antes que respirase y volviese en sí el enemigo. Prevenía ya su rendición Tortosa; pero se confirmó en el dominio del rey Carlos, porque Galloway metió en ella las reliquias del ejército. No le quedaba ya que mandar al marqués de las Minas mas que la poca caballería que había quedado, que pasó después a Barcelona, porque este suceso consternó sumamente aquella ciudad, no sin asomos de sedición, y casi sin tumulto se apagó luego con arte y ficciones, esforzándose los nobles a sosegar la plebe.

Llegó al ejército el duque de Orleáns, disgustado de una victoria en que no intervino, y empleó un ejército vencedor de treinta mil hombres en rendir a Alcoy y Játiva, para quitar a Berwick, si no la gloria, la ruidosa fama de la utilidad del triunfo. Con todo eso, no permitió se fuese del ejército, por el conocimiento que tenía de la España y porque cualquiera acción se la atribuiría ya al duque de Orleáns la fama. Dividióse el ejército en dos cuerpos; Berwick, sólo con presentarse, rindió a Requena y quedó prisionero su gobernador, don José Iñigo de Abarca. Asfelt marchó contra Játiva; casi todo el reino de Valencia estaba sin tropas austríacas, menos una poca de caballería que hacía en Carlet algunas correrías, y porque no se perdiese la infantería toda en Tortosa, dejando allí el solo presidio, la pasaron a Denia, Alicante y Barcelona.

A 7 de mayo se dejó ver en Valencia el ejército del Rey Católico; huyó a Tortosa el conde de la Corzana, y no quedó hombre de armas en su defensa. Imploró la clemencia del Rey la ciudad y el pueblo, aunque más eran sus lágrimas de rabia que de dolor. A 8 del mismo mes entregaron las llaves al duque de Orleáns, de quien consiguieron cuanto pedían, y no se saqueó la ciudad; sí sólo se envió a don Antonio del Valle con un destacamento para admitir el nuevo homenaje. El pueblo, o ambicioso o para dar señas de su arrepentimiento, quiso acometer a las casas de los autores de la rebelión; pero ya había escapado a Barcelona el conde de Cardona con otros nobles tan acérrimamente parciales al rey Carlos, que antes de salir aplicaron fuego a las casas de los afectos al rey Felipe, porque querían destruir y aniquilar la patria que ya no habían de volver a ver.

Echando los españoles un puente al Júcar, fue contra Alcira el duque de Berwick, y el de Orleáns se retiró a la corte, donde fue recibido con el mayor aplauso; se entretuvo poco, y pasó luego a mandar las armas en la raya de Aragón, cuyo reino amenazaba desde Fraga. En el de Valencia todo se redujo a la obediencia del Rey, menos Alcira, Játiva y Alcoy. Comunicábanse por el puente del Júcar las tropas de Berwick con las del caballero de Asfelt, que sitiaba a Játiva, que estaba presidiada de ingleses. Hacía la empresa difícil el estar sus moradores pertinaces aún, después de alojados los franceses en la brecha del muro y haber tomado los baluartes de los lados. Daba la rabia valor a los de adentro, y, obstinados, se dejaron dar el asalto sin escuchar proposiciones de perdón, porque clamaban absolutamente que sólo querían morir. Enfurecido el soldado, y vencida la brecha, no dio cuartel ni a niños ni a mujeres, aunque a éstas las exceptuó la piedad de Asfelt. No se puede describir más lastimoso teatro; buscaban la muerte los vencidos y rogaban los matasen; ellos y los vencedores aplicaban fuego a las casas; aquéllos por desesperación cruel, y éstos por ira; exhortábanse recíprocamente a morir, creyéndose más felices acabando que sirviendo al Rey que aborrecían.

No se pudo discernir quién con mayor tesón aplicaba fuego, si los propios moradores o los soldados; no se perdonó ni aun a los templos; pocos sacerdotes escaparon; mujeres, pocas, y hombres, ninguno. Nada quedó de Játiva, ni aun el nombre, porque en su reparación el Rey mandó llamarla San Felipe; ochocientos ingleses quedaron prisioneros.

Poco menor estrago padecieron Alcoy y Alcira; tiene horror la pluma en escribir de tanta sangre derramada. Rindióla la fuerza, y no se les daba cuartel a los vencidos, porque Asfelt lisonjeaba con la sangre su genio duro y cruel. Desarmó a Valencia y a todo el reino; prohibiéronsele con tanto rigor las armas, que un solo cuchillo llevó centenares de hombres al suplicio. No puede haber hombre más exacto en hacerse obedecer; aun con haber sido tan grande el delito, ya el rigor de Asfelt padecía excesos, porque había puesto su delicia en derramar humana sangre.

Así era feo escarnio de la suerte el reino fértil y hermoso de Valencia, que no guardaban los vencedores para el Rey; sí sólo le destinaron para mísero despojo de su codicia, porque igualmente franceses y españoles cometieron tantas tiranías, robos, extorsiones e injusticias, que pudiéramos formar un libro entero de las vejaciones que Valencia padeció, sin tener noticia alguna de ellas el Rey, porque a los vencidos no se les permitía ni el alivio de la queja. De compasión callamos los nombres de los que injustamente defraudaron sus riquezas a aquel reino, y no nos atrevemos a decir la suma de dinero que se sacó de él, por no aventurar nuestro crédito. Nada sirvió para el Rey; mancharon sus manos los que las habían gloriosamente ilustrado con la espada.

* * *

El duque de Orleáns, llamando hacia sí todas las tropas, corría libremente el Ebro; había vencido algunos rebeldes que en cortas partidas le infestaban, y los rechazó, hasta que se presentó con el ejército ante Zaragoza; rindióse la ciudad y casi toda la tierra abierta; aquello se ejecutó con más quietud y menor estrago, pero no se podía evitar la licencia del soldado vencedor, siempre insolente. Los rebeldes se retiraron a los montes, y se limpió de ellos también el confín de Navarra.

Estos hechos llegaban a Italia confundidos de la ficción de los parciales austríacos, y muy cercenadas las victorias; porque, empezada ya a gustar la dulzura de sus dominios, para adelantar en ella sus derechos, el César determinó atacar el reino de Nápoles; pidió paso al Pontífice para veinte mil hombres, y como era el número tan superior a los que se podían oponer, no era menester pedirle y así lo creyeron los jefes del ejército; ;porque cuando el cardenal Grimani lo estaba exponiendo al Papa, ya las tropas estaban en el Ferrarés, mandadas por. el conde Daun, que eran sólo nueve mil hombres; pero no tenían resistencia, y había el Emperador mandado que, sin aguardar licencia, prosiguiesen la marcha.

Turbóse, al parecer, la corte romana, y mucho más el Pontífice, porque veía que, introducidos en Nápoles los alemanes, era preciso contemplarlos o experimentar sus extorsiones. Juntó una congregación, y aunque algunos fueron de parecer de resistirse, la mayor parte del Sacro Colegio adhería a los austríacos o por necesidad o por amor. Estaba encargado en aquella corte de los negocios de Francia el cardenal de la Tremoglia; pero ni él ni el duque de Uceda, embajador de España, tenían alguna autoridad, y muy pocos parciales desde que se perdió Milán, porque ya sabían era la puerta de Italia. No veían con gusto, sino con temor, a los alemanes; pero éstos no cuidaban de ser amados, sino de ser obedecidos, y así se encaminaban ya a los Estados de Roma, desde donde avisaron su próximo peligro a Nápoles.

Era a este tiempo virrey el marqués de Villena, que no ignoraba el designio de los enemigos; pero se prometía de los napolitanos más de lo que debiera. Juntó los que llaman sergios, que son colegios de nobles, y a la ciudad; llamó al electo del pueblo, Lucas Puoti; todos prometieron fidelidad y constancia, aunque sólo en las palabras; ofrecieron cien mil ducados si perdonaba el real fisco la tercera parte de sus rentas. No consintió el virrey, pero era imposible de otra manera hallar dinero, porque ya nadie fiaba de las asignaciones de la Real Caja en las rentas ordinarias, con el regular logro de seis u ocho por ciento, porque veían que se iba a perder el reino, al cual turbaba ya en los confines de Roma una cuadrilla de hombres facinerosos que tenía por jefe a Julio César de Santis, al cual, por sus delitos, había el marqués de Villena desterrado, y se había introducido hasta Valdepiedra: bien que defendía los términos del reino don Francisco de Resta, bajo la mano del duque de Atri, vicario general de Apruzo, que pasó con un regimiento de caballería y trescientos infantes a Celán y Avezano, porque el número de los bandoleros crecía cada día, agregándose cuantos temían las satisfacciones de la justicia.

El virrey, que meditó muy tarde la defensa, la quería ahora apresurar con resoluciones que tomaba precipitadamente, pero no todas eran adecuadas al caso ni iguales al peligro, porque le faltaban tropas, que son la más segura defensa de un reino indiferente, y casi lo más contaminado de las sugestiones de los parciales austríacos, que eran muchos, y de la primer nobleza, no descuidándose el cardenal Grimani de abrir con ofrecimientos los tesoros de las manos del Emperador y del rey Carlos. Creó Villena oficiales generales, mariscales y brigadieres, con el poder que para esto tenía del Rey; envió a la Pulla al marqués de la Roca, y dio el mando de todas las armas al duque de Bisacia; éstos, con el conde de San Esteban de Gormaz, fueron a fortificar a Gaeta, y se mandó al duque de Atri que recogiese las tropas de su cargo y guardase atentamente los confines. El marqués de la Roca pasó a Sora y después se encaminó al mismo paraje el príncipe de Castillón, general de caballería, y el mismo Bisacia.

Hízose Consejo de guerra, y para cualquier operación faltaban tropas. Hubo varios pareceres, y el más aprobado fue cortar el puente de Cypri, y con peñas y árboles embarazar los caminos después de forrajear y consumir los víveres de los confines, para dificultar el paso a los enemigos; pero nada se ejecutó, conociendo los jefes la disgustada obediencia de las pocas tropas que ya habían interiormente tomado el contrario partido, engañados con promesas, y sólo esperaban la ocasión de declararse. Envióse al duque de Sora y otros varones a sus Estados para prevenir las milicias urbanas, y se volvió Bisacia a Nápoles, dejando la custodia de los confines al marqués de la Roca, a quien ofreció el virrey grandes socorros que olvidó después. No pudo enviarlos, atento sólo a fortificar a Gaeta, la cual destinaba para refugio, con mayores demostraciones que convenía en un accidente: que el temor del virrey acrecentaba el de los demás; pero no podía defender todo el reino, y así lo hacía de una plaza que por su situación y fortaleza era más hábil para defenderse, y conocía ya la intención de los napolitanos, de quienes era preciso guardarse más que de los propios enemigos.

A los 26 de junio entró en el reino de Nápoles el ejército austríaco, mandado por Ulrico Daun, que constaba de nueve mil hombres, como dijimos, porque sólo eran cinco regimientos de caballería y cinco de infantería, no completos. Desamparó el marqués de la Roca los confines, con parecer de los coroneles Caraciolo, Rozo y Carofolo; retiróse a lo interior de la provincia, y ninguna se quería defender, por no exponerse a los estragos de la guerra. Los enemigos ocuparon a Sora y San Germán. Retiróse con la caballería el príncipe de Castillón, porque sólo tenía ochocientos caballos, y ya la tierra enemiga.

Esta noticia consternó, al parecer, a Nápoles, y todo era afectación. Persuadieron al virrey los mismos ocultos austríacos que sólo atendiese a defender la capital y sus castillos, aunque el torreón del Carmen, que gobernaba don Pedro Niela, estaba indefenso porque sus pertrechos se habían pasado a Gaeta. Parecieron a esta sazón cuatro naves holandesas, que hacían navegación incierta; no dispararon los baluartes, aunque estaban casi a tiro, porque no quiso el virrey dar este fomento más al rumor que ya empezaba en la plebe, disfrazado en miedo. Mandó Villena que el conde de la Roca presidiase a Capua; allí se encaminó Castillón, pero no había víveres para veinte días. Venía con el ejército, destinado para virrey, Jorge Adam, conde de Martinitz, y se le juró obediencia en San Germán, aclamando al rey Carlos, de quien traía los despachos. Adelantóse, con su regimiento el coronel Waubon para asegurar la marcha a las tropas, que aún no habían gastado un grano de pólvora. Llegó a Fiano el primer día de junio, y por los desertores supo el infeliz estado de la plaza de Capua y la propensión de sus moradores a mudar de dominio. Había sacado de ella, con orden de Villena, don Rodrigo Correa la guarnición española; con que no había modo de cómo defenderla, aunque clamaba su gobernador, marqués de Feria, y había el conde de la Roca consultado desampararle; y mientras ésta se disponía a ir a Nápoles, pareciéndole a Waubon la ocasión oportuna, con solo un destacamento de caballería se presentó a la plaza y ocupó el puente.

Corrió a defender la puerta el marqués de la Roca y los demás oficiales con dos compañas de infantería, que a fusilazos apartaban a los alemanes, concurriendo con su artillería el castillo; pero habiendo pasado aquéllos el río Vulturn por donde es más bajo, se alojaron a la sombra de una arboleda que los defendía mejor del cañón, la cual mandó entonces cortar el gobernador; pero no había gente que lo ejecutase. Ocupó Waubon el río, y parecía guerra de burlas, porque ni él tenía fuerzas para rendir la ciudad, ni el gobernador para defenderla, y más cuando ya el pueblo empezaba a clamar por la rendición, y había traído a su dictamen muchos soldados; pero los sosegó el buen modo del marqués de la Roca, ofreciendo que en su caso capitularía muy útilmente a la ciudad. Viendo Waubon la imposibilidad de la empresa, se restituyó a Tiano para tomar artillería, y avisó que se le enviase infantería, porque sabía que venía a socorrerla el príncipe de Castillón, el cual llegó con seiscientos caballos, tan a tiempo, que ya se estaba perdiendo la ciudad, por haber tomado el pueblo las armas contra la poca guarnición que guardaba las puertas, y habían sucedido ya algunas muertes. Sosegóse el tumulto con haber entrado un destacamento de caballería a cargo del mariscal de campo don Francisco Belvalet; pero no desistía, con todo eso, la ciudad de aclamar por la rendición; y precediendo antes Consejo de guerra, viendo no podía defenderse, la desampararon las tropas españolas, con el marques de la Roca, habiendo antes introducido socorros en el castillo, donde se encerraron voluntariamente muchos oficiales y los nombrados coroneles que acompañaban a La Roca.

Luego la ciudad aceleró los obsequios y llamó a las tropas de Daun. Mandó éste que volviese Waubon, y a pocos días Regaron también Daun y Martinitz, y plantaron contra el castillo una batería de piezas de cañón de campana que nada amedrentaron al marqués de Feria,. y con los suyos hacía no poco daño a los que ocupaban el puente; pero faltándole lo necesario para le defensa, hizo muy honradas capitulaciones, y salió con todos los honores militares la guarnición, aunque ofreció no tomar en seis meses las armas. Luego se rindió Caserta, y casi todo el país abierto hasta Nápoles.

Mayor guerra tenía con el pueblo el marqués de Villena: quiso privar de su empleo a Lucas Puoti; repugnólo la plebe y no se ejecutó el decreto, porque ya veía el virrey que todos deseaban la dominación austríaca y no querían defenderse. Por eso negaron los socorros de dinero que les había pedido, y se oían vanos e inciertos rumores que obligaron a que la condesa de Egmont y la de San Esteban de Gormaz, nuera del virrey, pasasen, con otras señoras, en las galeras del duque de Tursis, a Gaeta. Salió con muchos nobles a caballo por la ciudad el marqués de Villena para sosegar estos ruidos, que ni eran sedición ni dejaban de serlo, atizando el fuego los ocultos traidores, y no carecían de ellos las tropas. Abasteció los castillos y encomendó el de San Telmo a don Rodrigo Correa, quitando de él a don Diego de Buides; Castel Novo, a don Manuel de Borda, privando a don Antonio Cruz; pero le dejó en el mismo castillo, con errada opinión de que serviría a Borda de freno, cuando estaba Cruz herido de una injuria. A Castel del Ovo le gobernaba don Antonio Carreras. Estos tuvieron orden del virrey, dada por el duque de Bisacia en 3 de julio, para que, en caso de ser sitiados, disparasen contra la ciudad, porque con eso ella tendría cuidado de los castillos. Pareció un edicto en nombre del Emperador, impreso en Roma de orden de Grimani, en que probaba los derechos austríacos a aquel reino. y no tener algunos el rey Felipe; estaba concebido con cláusulas insolentes y poco atentas a la nación francesa; vióse fijado en la catedral y en el Real Palacio, y después en varias esquinas.

Hallándose en este estado, escribieron al conde de Martinitz, ofreciéndose al servicio del rey Carlos, los príncipes de Monte Sarcho, Abelino y Cariati, y el duque de Monteleón. Otros muchos nobles hicieron lo propio; pero los autores de la rebelión y conjura fueron aquéllos, sin la cual no se hubieran atrevido nueve mil hombres a querer conquistar un reino. La ciudad nombró por su síndico al duque de Monteleón, sin noticia de Villena. Las palabras de los que esto ejecutaban no conformaban con la intención; decían que era sólo poner al cuidado de los nobles la ciudad, y que ésta se estaría indiferente a que la defendiesen las armas del Rey. El duque no quiso admitir el empleo sin el consentimiento de Villena, que no le quiso dar, ni las causas que para negarle tenía, de lo que se ofendieron; pero no podía explicar el marqués cuánto justificaba su resolución, porque todo era trama del mismo duque, que se disponía para ser rebelde y quería parecer leal.

Los alemanes, después de tomada Capua, se encaminaron a Nápoles. Corría la provincia el duque de Telesia, que venía con las tropas alemanas, y estaba desde la primera conjura en Viena; éste dispuso que Aversa llamase la caballería del enemigo para sorprender la del Rey, y anticipadamente este pueblo juró fidelidad y obediencia al rey Carlos. Viendo ya el marqués de Villena que era imposible la defensa, suspendió de su oficio a todos los ministros reales y los mandó salir de la ciudad para que no estuviesen obligados a despachar en sus tribunales. Ordenó que las galeras del duque de Tursis sacasen del arsenal cuantos pertrechos pudiesen, y se previno para irse a Gaeta.

Estaba ya insolente la plebe, y para contenerla se encargó la plaza del Mercado al príncipe de Monte Sarcho, porque ya habían tomado las armas más de veinte mil hombres y querían quemar el palacio del virrey por una falsa voz esparcida con artificio, de que tenía preso al electo del pueblo y a los cuatro diputados de los sergios, que ofrecían al virrey, para defenderse, cuarenta y cuatro mil ducados, porque hasta el extremo querían parecer constantes. Volvióse a mandar al duque de Monteleón que gobernase la vicaría, porque no se podía sufrir ya la insolencia del pueblo sin tener temor al castigo; mas todo fue en vano, porque habiendo llegado ya los alemanes a Aversa, estaba perdido Nápoles.

El marqués de Villena envió al príncipe de Castillón con la poca caballería que le quedaba -porque iban cada hora desertando- para que se juntase con el duque de Atri. La ciudad pidió permiso al virrey para prestar la obediencia al rey Carlos, ya que no había tomado las providencias para defenderla, y expuso la urgentísima necesidad, desesperando ya del remedio. Con el secretario Branconio escribió al conde Daun excusándose de la retardada rendición, porque tenían los españoles los castillos. Esta carta se firmó en 6 de julio por mano de los sergios y de la ciudad. En el mismo día firmó otra carta el marqués de Villena que entregó su secretario, don Juan de Torres, dirigida a la ciudad, en que decía veía ya ser imposible el salir a resistir al enemigo por falta de tropas y no haber querido el reino hacer las reclutas que desde el mes de abril se tenía mandado; que no había otro remedio, para conservar el reino, sino defender los castillos y a Gaeta, desde donde esperaba volver con tropas que restituyesen al justo dominio del Rey aquella ciudad, cuyo pueblo estaba más de lo justo consternado, porque se podía defender muy bien de nueve mil hombres no cabales, sin víveres ni artillería; que esperaba daría la ciudad lo necesario a los castillos para mantenerse, por no aventurar su ruina, porque había mandado asolasen la ciudad si ésta no les suministraba víveres.

El mismo día se embarcó el virrey en las galeras de duque de Tursis, y se pasó a Gaeta, cuando ya en Aversa habían jurado los diputados de Nápoles fidelidad al nuevo Rey, y en su nombre confirmó los privilegios de la nobleza y ciudad el conde de Martinitz, al cual fue a recibir la mayor parte de los nobles, gloriándose los jefes del ejército austríaco de que sin armas, con sólo el terror del nombre, habían rendido un reino tan vasto y tan poderoso.

Con el marqués de Villena se fueron a Gaeta, a más de los oficiales españoles y tropas que embarcó el duque de Bisacia, el príncipe de Chelamar y don Horacio Copula, general de la artillería. Estos solamente fueron los que de la nobleza napolitana que se hallaban en la ciudad de Nápoles, siguieron el partido del Rey, abandonando sus casas, con heroico ejemplo de fidelidad. Los ministros aragoneses se quedaron todos en Nápoles, menos don José Celaya. De los castellanos, ninguno; y se pasaron a Gaeta don Alonso Pérez de Araciel, presidente del Consejo de Santa Clara; don Gregorio Mercado, regente del Collateral; don Pedro Mesones, don Ambrosio Bernal, don Miguel Lesada, don Luis Alarcón, don José Bustamante, don Gonzalo Machado, don Bartolomé Sierra, el marqués de San Egidio, don Jerónimo Pardo, y después don Francisco Milán. De los ministros napolitanos sólo uno, que fue don Francisco Cernicala.

La mañana del día 7 de julio salió de Aversa para Nápoles el conde de Martinitz, a quien precedía con seiscientos caballos el coronel Paté, y a paso más lento seguía el ejército, cuya manguardia llevaba con dos mil caballos el general Carrafa. Iba en el centro el conde Daun con Waubon, y cerraba con la retaguardia el general Wecel. Marcharon por los lados ocho piezas de cañón, y aunque el ejército era poco más de ocho mil hombres, porque habían dejado quinientos en Capua y habían muerto en su sitio algunos, eran más de veinte mil los alemanes que entraron en Nápoles, contando niños y mujeres, porque es costumbre de aquellas tropas marchar con ellas. El pueblo salió algunas millas a recibirlos, con imponderable júbilo y aclamación; despoblóse la comarca a ver esta entrada, mostrando en su inmoderado gozo el desafecto que tenían al Rey Católico. Antes de entrar en la ciudad ocupó el centro y la mano derecha Martinitz, como virrey, no sin alguna emulación del conde Daun, que paró en enemistad.

Renovó el pueblo su alegría, y las mujeres tejían coronas de flores a los soldados y les ofrecían al tiempo de pasar frutas y dulces con grandes vasos de vino, no despreciados. Apeóse Martinitz en la catedral para venerar las reliquias de San Jenaro, aunque más era por lisonjear al pueblo que por devoción, porque la tiene particular a este Santo aquella ciudad y todo el reino. Teníasele al virrey prevenido su hospedaje en casa del príncipe de San Severo, a donde pasó desde la iglesia. Los que fueron en la primer conjura rebeldes y estaban fuera del reino, volvieron a él, y excitaban a la plebe a incesantes aclamaciones. Estos eran el duque de Telesia, el marqués de Rofrano y el príncipe de Chusan; seguía innumerable pueblo, y llegando a la plaza de los Jesuitas, donde había una hermosa estatua del Rey a caballo, que estaba puesta desde el año de 1702, la acometió la plebe por influjo de Telesia, y aun siendo de bronce, la hicieron, con mazos y martillos, pedazos; con sacrílega insolencia herían con las espadas la cara, y no pudiendo deshacer la imagen, la mancharon con tinta. Estaba ya la cabeza dividida de lo restante del cuerpo, y uno del pueblo, o atento o ambicioso del metal, la robó a la ira, que la ejercitó el pueblo por largó rato, hasta que lo prohibió el magistrado, fingiendo dolor del suceso, y mandó recoger los pedazos. Luego se aplicó la plebe a saquear las casas de los mercaderes franceses, no con gran logro, porque habían reservado lo más precioso.

Así expiró el día 7 de julio, observando los históricos que en este mismo día, en el año de 1495, habían sido los franceses que ocupaban el reino, poseído de Carlos VIII, expulsos de Nápoles por Ferdinando II de Aragón, y que en el propio día había sido la rebelión de Tomás Ángelo, el año de 1657, reparándose también que para templar lo infausto de la constelación del día, muchos siglos antes se había consagrado la iglesia en que están las reliquias de San Jenaro.

El conde Daun luego bloqueó los castillos, pero no levantó trinchera, y mandó a la ciudad que no se le permitiesen víveres. El de San Telmo apartaba los sitiadores, porque don Rodrigo Correa cumplía con su obligación, y preguntó al gobernador de Castel Novo si era tiempo de ejecutar la orden del marqués de Villena, para disparar contra la ciudad. Don Manuel de Borda envió a comunicar con el cardenal y el magistrado al barón Darmen y a don Cristóbal Ibarra para que se quitase el bloqueo, porque si no, era preciso seguir la orden. Esto enfureció mucho al virrey y a Daun. Después se ajustó que al otro volviesen, y cesaron las hostilidades; pero aplicaron los alemanes más fuerte batería, solicitando a Borda con promesas más eficaces que las amenazas que el día 9 hizo Daun a la guarnición de los castillos, enviando al barón Heilde. Correa las despreció; Carreras dijo que haría lo que Borda; y éste ya no escuchaba con desagrado los partidos que le ofrecían, aunque pidió tiempo para hacer una consulta al marqués de Villena, que ya sabía no se lo habían de permitir. Juntó Consejo de guerra y todos fueron de parecer de capitular. Así se ejecutó, dentro del término que había Daun concedido. Salió la guarnición con todos los honores militares; de los pactos no cumplieron ninguno los alemanes, ni Borda quería que los cumpliesen, porque poco después tomó el partido austríaco y las armas contra su Soberano.

Envió con don Francisco Manca las capitulaciones al marqués de Villena, que se enfureció en vano, porque Borda ya despreciaba sus iras. De los oficiales, solamente quedaron prisioneros, por constantes en el partido del rey Felipe, don Domingo Loy, sardo; don Francisco Rosillo y don Juan de Jarara, castellanos. Carreras entregó, después de dos días, a Castel del Ovo; quedó prisionero de guerra, y aunque sobre su palabra, no salió de Nápoles.

Volvió a amenazar a Correa el general alemán; pero persistía en la defensa de San Telmo, y aunque era muy viejo, le asistía su yerno, don Pedro Niela, hombre de valor y de honra; por eso convirtió contra el castillo de Baya las armas Daun. Envió contra él al general Vetzel. Era su gobernador don José Pariente; defendióse éste cuatro días, y como intimó el alemán la rendición con vena de no dar cuartel si se difería, juntó Consejo de guerra y determinó rendir el castillo, quedando prisionera la guarnición y el gobernador, que mantuvo siempre la debida fidelidad al Rey Católico.

San Telmo se defendía con tesón; pero ya, habiendo los alemanes ocupado a Santa Lucía y el bosque San Martín, no podía ser socorrido el castillo. Llamó el gobernador a Consejo, donde, si no es él y don Pedro Niela, todos fueron de dictamen de rendirle; porque ya estaba la guarnición impaciente y deseaba tomar partido. Más receloso de ella don Rodrigo Correa que de los enemigos, se rindió, quedando prisionera la guarnición; todos tomaron partido, menos don Pedro Niela y cinco capitanes: Pratz, Landecio, Ayala, Aldaneo y Lezcano. El gobernador mostró heroico ejemplo de fidelidad; padeció mucho, pero al fin murió en una batalla en servicio del rey Felipe, como veremos.

Con esto estaba enteramente la ciudad de Nápoles a la obediencia del rey Carlos, a quien se despachó con la noticia al marqués de Rofrano, a darla al Emperador fue el coronel Daun. Por engaño del príncipe Avelino, vicario general por el rey Felipe en algunas provincias de aquel reino, fue sitiado de los propios paisanos en Caba el príncipe de Castillón; allí se rindió prisionero a persuasiones del obispo, que le dio a conocer su peligro; los más de los que le seguían tomaron partido; algunos oficiales se mantuvieron en el del Rey Católico, con el heroico ejemplo de su jefe. El duque de Atri se fue a Pescara, que la gobernaba don Esteban Billet, hombre fuerte y de conocida fidelidad.

En estos mismos días se cubrió Nápoles de ceniza y de tan espesas sombras, que se atemorizaron los alemanes, y duró tanto, que el día último de julia, en que se hizo la solemne aclamación, fue uno de los más horrendos. Vomitó ríos de betún el Vesubio y se oyeron formidables estruendos por más de cien millas en contorno. Caían del cielo piedras, elevadas de la violencia del fuego, y después llovió agua de color de sangre. Desde el año de 31 del pasado siglo no se había visto más sañudo ni más horrible el monte. Sacáronse las reliquias de San Jenaro, y venerándolas se desmayó Martinitz, aturdido de aquella que para él era la más formidable novedad; pidió que le sacasen de Nápoles; confortóle el arzobispo diciendo eran solos efectos del monte, que respiraba. Esto tomaron muchos por infausto agüero y como ademán de castigo, tanto que no dejó de entristecer a los propios autores de toda la traición; pero mucho más a don Manuel de Borda, don Antonio Cruz y don Cristóbal Ibarra, que tomaron partido en aquel día.

Pasó el general Walis a sitiar a Pescara que, con Gaeta, era sólo lo que de aquel reino faltaba a rendirse enteramente, porque todos los demás gobernadores del reino entregaron con una carta sus plazas. Acudió Julio César de Santis y otros napolitanos con ciento y sesenta paisanos a cerrar los pasos contra Pescara; creían ganarla sin levantar trinchera, pero el cañón de la plaza los desengañó, con perdida de los más atrevidos. Hicieron después un puente de barcas, y pasado el río empezaron a trabajar en la línea. Estaba el día 27 de agosto adelantada, y desde un pequeño collado se batía con ocho piezas; juntó Consejo el duque de Atri, e hizo la plaza llamada; formó las capitulaciones, y mientras se consultaron con Daun hubo tregua. Éste no quiso permitir los honores militares de la guarnición ni el duque de Atri rendirse sin ellos, y así se renovaron las hostilidades.

Erigieron los alemanes dos fuertes de tierra y fajina que quitaban casi a la plaza la comunicación con el mar, porque los sitiadores guardaban lo extremo del río, aunque los sitiados habían erigido una pequeña fortaleza en la isla de Canicio, que defendía la orilla del agua y los socorros que pudieran llegar si hubiera habido quien los hubiera enviado. Hizo una salida don Esteban Billet en que mostró valor y experiencia. Irritado de esto Walis, acometió a la isla pla noche con ochenta barcos para ganar la torre, y, aunque con trabajo, lo logró. Entonces desmayaron los sitiados; pidieron que se les escuchase y se capituló como el duque de Atri quiso, saliendo la guarnición armada y con bala en boca. El gobernador, don Esteban Billet, se embarcó en Putzal; pero ningún oficial de su regimiento tomó partido, avergonzándose muchos de los que le habían tomado, de ver la honra de don Esteban. Al duque de Atri se le permitió ir a Ascoli a buscar su mujer e hijos, y con toda su familia se pasó a Roma, donde murió después, siempre firme en el juramento prestado al rey de España.

Ya no quedaba más que Gaeta, donde estaba el marqués de Villena con mil y quinientos hombres, y para dar mayor explanada a los baluartes, arruinó algunas casas y la iglesia y convento de capuchinos. Daun, con su ejército, se acercó a Tesa; mandaba en excavados troncos pasar el río, para quitar el forraje a los españoles. Después pasó a Scabiolo, y tomó a Mola, que aún la ocupaban aquéllos. El cardenal Grimani envió de socorro a Daun un regimiento nuevamente formado, cuyo coronel era don Nicolás Caracciolo; gente toda napolitana e inexperta, pero algo servía. Ya se meditaba sitiar en sus formas a Gaeta, y así echaron los alemanes un puente a Garrillano, donde tenían antes una nave del corsario José Fumo, porque lo copioso del río sufre que le entren del mar los barcos, aunque no largo trecho. Esto no era bastante a prohibir el mar a los sitiados, pues desde Liorna, en cuatro galeras, hizo el marqués de Villena traer cantidad de trigo y todo género de víveres de Sicilia. El día 30 de agosto se empezó a levantar trinchera; pero como era terreno arenoso, la artillería de la plaza la destruía fácilmente, y así desde lejos se traía tierra, y con grande trabajo se formó la línea y se plantó artillería.

Concedió el conde Daun, a 3 de septiembre, una pequeña tregua para que saliesen de Gaeta con las galeras de Sicilia la condesa de Egmont, mujer del duque de Bisacia, y la de San Esteban de Gormaz, con otras señoras españolas. Desampararon también el puerto las galeras del duque de Tursis, a cuyo cargo se entregaron las de Nápoles, de las cuales era gobernador don Carlos Grillo, genovés, que lo repugnó mucho, y dio por escrito su dictamen, que por lo que se podía ofrecer, debían quedarse en aquel puerto; venció el del duque, y todas se retiraron al de Génova. Ambos siguieron heroicamente el partido del rey Felipe, aunque el duque tenía todos sus Estados en Nápoles, y don Carlos, sus alimentos en los de su hermano, el duque de Mondragón. Después se hizo general de las galeras de Nápoles al duque de Tursis, y gobernador de las de Sicilia a don Carlos Grillo.

Se batía a Gaeta con treinta y seis piezas de cañón, y a 22 de septiembre ya estaba la brecha a propósito para el asalto, aunque ruda y no llana; fue a reconocerla Daun, y arrancó de ella con gran valor un palo, porque en todo lo abierto habían formado los sitiados una estacada, y se pusieron los que llaman caballos de Frisia por donde era más peligrosa la brecha, y tenía ya tres la muralla. La línea no se había extendido hacia la ciudad, ni hecho los aproches, ni se habían quitado los fuegos de los lados, y así parecía imposible que el sitiador quisiese dar el asalto con tanto riesgo, según las militares reglas.

Estos discursos no eran irracionales; pero no por eso se debía descuidar tanto la guarnición, porque el general alemán, informado por los desertores de la negligencia de los españoles, determinó dar intempestivamente el asalto, que no le hubieran ejecutado a saber que estaban con vigilancia. Era gobernador de la plaza don José Caro, hombre de edad muy crecida y no a propósito para tan incesante trabajo y custodia, valiéndose los enemigos de todas las oportunidades que ofrecía la fortuna; el último día de septiembre dieron un general asalto a poco más de mediodía, cuando estaban en la mesa todos los oficiales generales de la plaza, y el marqués de Villena. Acometieron también a un tiempo a las puertas de tierra y de mar; la brecha sólo la guardaban catorce hombres, y así fue fácil, al primer ímpetu, montarla; acudió más gente, pero como en la plaza no se esperaba esta novedad, hubo una confusión y desorden tan raro, que, de nadie defendidas, ocuparon los enemigos las puertas y lo alto de la brecha.

Mandóse a los valones acudir a la puerta del mar, cuando estaban destinados a guardar la brecha. Todos los jefes negaron haber dado esta orden; pero, en fin, se dio, y llena de turbación la ciudad, se defendía mal de los que ya se adelantaban a tomar los baluartes Opusieron al príncipe de Chelamar y el de Bisacia la gente que se podía juntar; pero ya los enemigos, adelantados a una plaza en que se formaron, hacían prisioneros a cuantos se les resistían, porque estaba ya todo el ejército dentro.

Prendióse a Chelamar y a Bisacia; y queriendo el gobernador don José Caro defender la entrada de la puerta de tierra, ofendido en la vista por la violencia de la pólvora, que tomó fuego en un barril, le prendieron con otros quinientos.

Salió a caballo para socorrer esta puerta el marqués de Villena con los soldados que le quedaban, y se trabó sangrienta disputa; pero le fue preciso retirarse al castillo; aunque disparó por dos horas, al cabo de ellas pidió capitulación, y no se le concedió; quedó prisionero de guerra con los militares que dentro estaban, y se le hizo tan crudo y bárbaro tratamiento, que no sólo excedía las reglas de la milicia, pero se mostraba en el conde Daun una rabia indigna de su valor y de su grado. La misma se ejecutó con el príncipe de Chelamar, y de Castillón y Bisacia, los cuales fueron conducidos todos a Nápoles, donde la vil plebe hizo mofa del marqués de Villena, dándole epítetos que pudieran mover cualquier ánimo menos constante.

Con Gaeta, donde ejecutaron los alemanes los más exquisitos rigores, se acabó de perder todo el reino, habiendo descuidado de él los ministros españoles, y Amelot, principalmente, que era el voto más esencial en el Consejo del Gabinete del Rey Católico. Echaban muchos la culpa al marqués de Villena porque sacó siete mil franceses que había antes en los presidios del reino. El desembarazarse de esta gente no dejó de ser demasiada confianza; pero fue por dar satisfacción a los napolitanos, que creían se apoderaban del reino los franceses por habérsele cedido el Rey a su abuelo. Esta voz la esparcieron los desafectos, y tomó tanto cuerpo, que ya era preciso hacer caso de ella, mas no por eso quitar al reino su defensa, porque después, cuando el marqués de Villena envió a don Tiberio Carrafa para impetrar socorros de la Francia, no los pudo conseguir, ni era ya más a tiempo, ni tampoco quiso socorrerle el virrey de Sicilia, marqués de Bedmar, aunque había sido solicitado para ello, porque temió desguarnecer aquella isla y que se perdiesen ambos reinos si no se podía defender el de Nápoles. Algunos culparon también a Villena por haber entregado a Castel Novo y Castel de Ovo a personas conocidamente desafectas, que los rindieron vilmente y tan presto. El infeliz éxito, aunque muestra los errores, acarrea culpas, porque no favoreció a las disposiciones la fortuna.

En la corte del Rey Católico no hizo la impresión que debiera la pérdida del reino de Nápoles, porque aún era reciente el júbilo de la importantísima victoria de Almansa, y de que los portugueses de las tropas que mandaba el conde de San Juan habían sido valerosamente rechazados por el conde de Montenegro, y les salió costosa la nueva empresa contra Salamanca, cuyas milicias urbanas, ayudadas de los regimientos de Santiago, Chaves y Pabón, no sólo se defendieron, pero siguieron a los enemigos e hicieron no poco estrago en ellos. No pudo tampoco el conde de San Juan perseverar en el sitio de Alcañizas, porque el coronel Palominos, reforzado con el regimiento de Santiago, le hizo levantar, y se retiraron los portugueses a Ciudad Rodrigo, cuyo presidio molestaba algo la vecina tierra de Castilla; pero el conde de Montenegro los hizo retirar a la ciudad, y se puso dos veces en forma de batalla, por si querían los enemigos darla, y como las cosas del continente de España iban mejor de lo que se esperaba, pareció de menor importancia el perder en la Italia un reino.

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Regocijó mucho a la corte y a la España toda del partido del rey Felipe, el haber la reina María Luisa dado a luz un príncipe a 25 de agosto, dos horas antes del mediodía, al cual se le puso en el bautismo el nombre de Luis Fernando, ya por renovar la memoria de dos tan grandes reyes, como también porque nació en el día de San Luis, rey de Francia. Diósele el título de Príncipe de Asturias, que es el que pertenece a los primogénitos de los Reyes Católicos. Cuando estaba la Reina con los últimos dolores de parto, fueron llamados el cardenal Portocarrero, el nuncio apostólico Zondadari, los ministros extranjeros y los presidentes de los Consejos, según costumbre, para que fuesen en la posible y más decente forma testigos del verdadero parto de la Reina, pues publicaban los enemigos que era fingido el preñado, para asegurar con la sucesión el amor y fidelidad de los pueblos.

Vino a tiempo, sin duda, este príncipe nacido en Castilla; porque ya los españoles veían confirmada la Corona en príncipe español, y se empeñaron más en sostener el imperio en el rey Felipe, porque las razones del nuevo príncipe de Asturias eran incontrastables y en cualquiera cosa tendría la España un eterno enemigo, si perdía el rey Felipe la Corona. Estas reflexiones dieron grande aprensión a los de la Liga, y aun a la Casa de Austria.

Hiciéronse grandes fiestas en todos los dominios del Rey Católico, y se dio libertad a los presos y desterrados. Entre los primeros, al duque del Infantado y al conde de Lemus, y entre los segundos, al conde de Palma, Puñonrostro y Monterrey. A Palma y Puñonrostro se les acriminó haber tratado con los enemigos cuando estaban en Madrid, y al conde de Monterrey, que pidió salvas guardias para sí y para la villa de Alcobendas al marqués de las Minas. A otros muchos títulos se alzó el destierro, como no entrasen en la corte, lo cual tampoco se permitió por entonces al Infantado. El nacimiento de este príncipe se celebró mucho en París, y aunque declarado enemigo, se participó al duque de Saboya; y como nueve meses antes había nacido en Francia el duque de Bretaña, de la otra hija, María Adelasia, duquesa de Borgoña, se veía el de Saboya a un tiempo abuelo de los dos legítimos herederos de los mayores tronos del mundo.

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Ni el ver con esto confirmada la sucesión de España en la Casa del rey Felipe entibió al duque de Saboya el ardor de la guerra, porque estaba empeñado en la empresa de Tolón, y en quitarle al Cristianísimo no sólo una plaza tan fuerte y un arsenal tan precioso y abastecido, sino que también era la llave de sus reinos, pues desde allí a París no hay una plaza, y perdido Tolón no se podía defender toda la costa marítima que baña el Mediterráneo hasta el Rosellón, y pudiera en este caso el Emperador, como ya poseía el Estado de Milán, socorrer a su hermano por tierra, sin necesitar de flotas inglesas, y así, por no depender de ellas ni de los holandeses, la Casa de Austria deseaba mucho la felicidad de esta empresa, sobre la cual habían los ingleses fundado grandes ideas, ayudadas de los ofrecimientos que hicieron los calvinistas de Francia, de bajar por el Ródano a vigorar el sitio y ocupar aquella tierra que podía suministrar víveres a la plaza, que carecía de ellos, aunque tenía sobradas municiones de guerra.

La empresa era difícil, no sólo por lo fuerte de sus bastiones, sino porque antes de entrar en el puerto era preciso pasar por radas angostas, torcidas y defendidas de varios fortines y castillos, que era casi imposible penetrarlas. Estaban dentro todas las naves del Rey y las del comercio, que eran numerosas, y si fueran presa de enemigos ninguna victoriales sería más útil, no sólo por el saqueo de Marsella, sino aún por la extinción del comercio, y harían los ingleses solos todo el de Levante. Estos mismos discursos hacían los franceses, y así no descuidaron de su defensa.

Vino la armada inglesa y holandesa a este efecto al Mediterráneo; tuvieron orden de sus jefes de obedecer al príncipe Eugenio y al duque de Saboya, y con sesenta mil hombres se encaminaban a la Francia por la Provenza. Los montes del Estrel, que allanó el Cristianísimo para poder bajar artillería contra el duque de Saboya, ahora le servían a éste contra la misma Francia, porque dejando atrás a Antibo, tomó el camino por la derecha y volvió después a bajar a la orilla del mar, para tener siempre a la vista la armada, que traía las provisiones de guerra y boca, y el cañón de batir, y navegaba por aquellas costas con cuanta arte era posible para suministrar al ejército lo necesario. Pero como desde el mar Ligústico a Tolón no hay puerto capaz de esta armada, corrió algunos peligros de separarse. Muchos días estuvo el duque de Saboya sin saber de ella, porque debiendo las naves huir del cabo de San Torpé y de las islas de Hieres, habían entrado más hacia lo alto del mar, y el golfo de Frixus los había rechazado dos veces. Por eso marchaba lentamente el Duque, por no hallarse ante Tolón sin provisiones, pues ahora las daba la provincia por donde ejecutaba sus marchas.

Esta dilación, que a muchos les pareció artificiosa y era precisa, salvó a Tolón, porque tuvo tiempo de prevenirse para la defensa e introducir víveres y numeroso presidio, y acampar las tropas en paraje que no pudo hacer jamás el Duque la perfecta línea de circunvalación, quitando la comunicación con Marsella, que fue por donde le vinieron los socorros y se embarazó poner las baterías contra lo menos fuerte de la ciudad. Nunca creyeron los franceses que sería contra Tolón el designio, hasta que vieron tropas en la Provenza, porque les parecía imposible que se internasen por cuarenta leguas en la Francia, dejando atrás asperísimos montes y sendas muy estrechas; pero se fió el duque de Saboya en que no podían juntar en este paraje los franceses tropas iguales a su ejército. Así, marchó por Canna, despreciando los cañonazos del castillo de Santa Margarita. Guiaba él la manguardia, y quedó en la retaguardia el príncipe Eugenio, que marchaba separado por lo alto de la Provenza, para ponerla toda en contribución. El Rey Cristianísimo, nada turbado con esta noticia, mandó guardar el Ródano, poniendo a trechos caballería desde el puente de Sancti-Spiritu hasta Arlés, porque no pasasen los hugonotes ni se pudiesen juntar. Por eso se quitaron las barcas del río de Aviñón, y se prohibió el paso del puente de Lunel, si no se mostraba pasaporte del duque Rocloire o del conde de Griñán, gobernadores de Lenguadoc y Provenza. Se guardaron los pasos del monte que está entre Tolón y Marsella, para que no pasasen más adelante los enemigos, a los cuales, con buenas aunque no muchas tropas, porque sólo constaban de ocho mil hombres, fue a encontrar el teniente general Medavi, por la parte que venía el príncipe Eugenio; porque en Tolón se había ya fortificado no lejos de la plaza el mariscal de Tessé, con quince mil hombres.

De todo el reino acudió la nobleza a la defensa de lugar tan importante, y determinaron bajar los duques de Borgoña y de Berry. Ofrecieron sus caudales los hombres más ricos del Delfinado, Provenza y Lenguadoc; y las provincias enviaban víveres tan en abundancia, que les sobraron a las tropas y a la plaza -tanta aprensión les dio este sitio-. Hiciéronse luego dos fortificaciones exteriores de tierra y fajina, con la chusma de las galeras, y se sacaron de los navíos las piezas mayores para asentarlas en los muros y en la parte que dominan las dos radas del puerto; y las demás naves, menos cuatro, se echaron a pique, dando a los leños barreno, porque siempre se podían extraer del mar, y éstas servían para embarazar el puerto.

Tres mil piezas de cañón defendían la ciudad y el puerto, y había municiones para tres años de sitio, y de éstas sobraban tantas, que se retiraron a lo interior del reino. Se echaron varias cadenas a lo más angosto de la entrada, y se pusieron en ella dos naves con cien piezas de cañón cada una, y diecinueve galeras que levantaron sus castilletes en la proa, y otras dos naves enderezaban sus tiros a la tierra. Seis mil hombres veteranos era el presidio, y dos mil gastadores; los artilleros eran más de tres mil y seiscientos. Sacó el gobernador de la plaza, que era el señor de San Pater, a los viejos, mujeres y niños, y aun a las milicias urbanas que habían entrado mientras llegaban las tropas arregladas. Todo esto se ejecutó en quince días, y sólo el gran poder de la Francia podía hacer estos preparativos en tan breve tiempo y entre tanta confusión.

A 24 de julio embistió a la plaza el Duque las alturas más vecinas, y se fortificó, temiendo que bajasen más tropas de todo el reino; sólo se quedó con mil caballos, porque habían quemado los franceses los forrajes y no se podía mantener la caballería. Bajaban de la armada los víveres al ejército con gran trabajo, porque impedía las más veces la mareta que se acercasen las lanchas, y estaban arriesgadas las naves, bordeando algunas, y otras dadas fondo en lugar poco seguro. Estaba abierta la puerta por donde se sale a Marsella, porque no pudo el ejército enemigo, sin venir a una batalla con Tessé y Medavi, ocupar aquel terreno. Preveníanse contra la ciudad morteros, no siendo fácil abrir trinchera, repugnándolo más de mil piezas de cañón que disparaban a un tiempo contra los que intentaban levantar tierra. A 29 del referido mes determinó el Duque ocupar el castillo de Santa Catalina en que había mil y quinientos franceses. La fortaleza era chica e irregular, aunque habían hecho para mayor defensa los franceses una línea hasta el montezuelo de Santa Elena, hacia el Occidente.

Al amanecer acometió a esta línea, y aunque al primer asalto fue valerosa la defensa, ocuparon el collado de Santa Elena los alemanes. Fueron socorridos de dos regimientos los franceses, que huían por la cuesta, y se renovó la pelea con más vigor por una y otra parte. Movióse el ejército para socorrer a los suyos, y después de cuatro horas se rindió el castillo. Por una línea de comunicación que habían hecho desde la altura de Santa Ana a su campo los franceses, se retiraron los vencidos, y quedó el Duque dueño del monte de Santa Elena y del castillo de Santa Catalina. En esta acción estuvo mortalmente herido el príncipe de Hesse Casel. Luego se plantaron en la eminencia baterías contra la ciudad, y, ya cubiertos, se adelantaban los enemigos por si podían, con el favor de la noche, levantar trinchera. El suelo cubierto de peñas no permitía abrir la tierra. El último día de julio, al anochecer, acometió el Duque a la puerta que llaman de las Viñas, que tiene una simple cortina y sin retirada. Pero, prevenido este caso, había puesto el gobernador de la plaza cuarenta piezas sobre la puerta que llaman de Morillón, que miraba a la otra, y de género batía a los enemigos que con gran número de hachuelas intentaban romper la puerta, que no pudiendo resistir la furia de la bala menuda, se arrodillaron, porque el terreno los cubría un poco, pero no tanto que no quedase expuesta la cabeza. Y así les fue preciso, después de haber perdido ochocientos hombres, retirarse pecho por tierra y desistir de la empresa,

Había el Duque acercado el ejército dos millas más a la plaza, extendido por la derecha a la Valleta, y por la siniestra al monte de Santa Catalina. El príncipe Eugenio estaba seis millas más adentro, guardando los pasos por donde podía sitiar la retaguardia del ejército de Medavi, que con el suyo estaba en San Máximo, para que no contribuyese víveres la provincia. Para guardar a Aix y Marsella, puso su campo en Gemenoso el mariscal de Tessé, detrás de Aubaño. Batían los sitiadores las naves del puerto, que les embarazaban mucho, con trece cañones; a la ciudad, con veinte, y al fuerte de San Luis, con quince, y como el castillo de Santa Ana batía al de Santa Catalina, le desampararon. Pero era tanto el fuego que hacía la plaza, que a cada momento se desmontaban los opuestos cañones, y no acertaban tiro los artilleros, poseídos del miedo, porque murió gran número de ellos; ni era fácil levantar trinchera, porque la artillería de la ciudad parecía fusilería en la presteza y forma con que disparaba, y habían muerto en Tolón muy pocos artilleros, porque la batería levantada contra la ciudad hacía poco efecto por estar lejos, y aunque desmontó algunas piezas, no hizo impresión alguna en el muro. La que disparaba a las naves, hasta entonces fue vana e inútil. La que a la fortaleza de San Luis, hacía más efecto, pero no podía abrir brecha; y como guarda el puerto, no podían sin expugnarla entrar naves enemigas, y aun después era menester ganar muchos castillos que la adornan.

Por esta razón estaba allí indecorosamente ociosa tan formidable armada, que ni aun el castillo de Santa Margarita pudo tomar, pues aunque lo intentaron, no cedió ni a la fuerza ni a las amenazas del duque de Saboya el gobernador. Una a una habían de entrar las naves en el puerto, y antes que penetrasen la segunda rada era preciso sufrir más de quinientos cañonazos, porque todo el collado estaba lleno de artillería, y estas alturas no se podían tomar sin rendir antes la ciudad. Esto obligó a la resolución de arruinar el fuerte de San Luis, lo cual iban consiguiendo, porque había ya caído la opuesta cortina. Era su gobernador el señor de Dilón; levantó en la brecha un trincherón que se podía bien defender, e hizo una línea de comunicación a la plaza para retirar el presidio, en caso que toda la fortaleza cayese. En todo esto se pasó la mitad del mes de agosto, y a los quince días determinó el mariscal de Tessé echar a los enemigos del monte de Santa Catalina, rompiendo sus trincheras, que estaban guardadas por seis mil hombres. Ya bien alto el sol, destacó en tres partidas ocho mil hombres; guiaba él la primera; la segunda y tercera, el conde de Villars y el señor de Dilón. Acometieron por tres distintas partes a un tiempo, con armas blancas; padecieron mucho los franceses a la primera descarga de los enemigos, pero, hecha ésta, se arrojaron a las trincheras con tal ímpetu, que se trabó con las bayonetas y alfanjes una de las más sangrientas disputas de la presente guerra. Resistían mal los alemanes tres distintos acometimientos, y se empezaron a desordenar. Vinieron a alentarlos los príncipes de Witemberg y Sajonia-Gotha, que murieron allí gloriosamente.

Socorría a los suyos fácilmente el ejército francés, pero no lo podía hacer el duque de Saboya, porque habían de pasar bajo del cañón de la plaza las tropas, y ésta disparaba incesantemente. Después de muchas horas vencieron los franceses y se hicieron dueños del monte y de la artillería enemiga, no atreviéndose el duque de Saboya a salir de sus atrincheramientos, porque era preciso dar una batalla bajo del cañón. Sin perder tiempo fortificaron los franceses el recobrado castillo, y ya no padecía más la ciudad porque de parte alguna la podía el Duque batir. De género estaban soberbios con tan heroica defensa los franceses, que por mayor desprecio de los enemigos dormían sobre la muralla los soldados, y no se cerraba, ni aun por la noche, la puerta de Marsella.

Toda la ira convirtieron los sitiadores contra la fortaleza de San Luis, y las naves llamadas San Felipe y el Tonante, que casi quemadas las echaron a pique; ya arruinado, acometieron al fuerte de San Luis, y aunque fueron al principio rechazados, después le ganaron. Retiráronse a la plaza los franceses, y nada poseyeron los alemanes, porque estaba destruido; pero faltando estos cañones, pudo la armada inglesa acercarse más a la orilla y bombear con más facilidad a la plaza, que padeció la ruina de trescientas casas. Intentó dos veces, con viento en popa, entrar en las radas; pero fue en vano, porque los baluartes, a la primera descarga, desarbolaban las naves. A esto se añadía no haber podido el Duque abrir trincheras, y haberse aumentado el ejército de Tessé hasta el número de cuarenta mil hombres; las tropas de Medavi, hasta el número de quince mil, con paisanos bien armados que trajo el barón de Myon, hombre rico y afectísimo a su príncipe, y faltar los más días víveres en el ejército de los alemanes, porque no siempre estaba el mar tan quieto que permitiese desembarcarlos

Faltábanle ya al duque de Saboya doce mil hombres, porque no sólo en guerra abierta, pero traidoramente, los mataban los paisanos si salían de la línea. Supo el Duque que el gobernador de Antibo había roto los nuevos puentes del Varo, y que Medavi cogía los pasos para encerrar el ejército, porque no pudiese escapar de Francia sin venir a una batalla, que la deseaba Tessé. Todas estas complicadas razones, que cada una de ellas era de gran consideración, determinaron al Duque y al príncipe Eugenio a levantar el sitio el día 21 de agosto, después de haber juntado Consejo de guerra. Fingiendo porfiar en abrir trinchera, se tomó con gran silencio, al favor de las sombras, la marcha. Regía la manguardia el príncipe Eugenio, que partió antes, porque el Duque, el día 22, hizo ademán de querer dar la batalla, y por la noche movió lo restante del ejército por el mismo camino que había venido.

Creyeron muchos que quieren acreditarse de ingeniosos, pensando siempre lo peor, que no quiso el Duque tomar a Tolón por no deprimir demasiado a Francia y exaltar a los austríacos, perdiéndose el equilibrio. Esto lo probaban con haber los franceses dejado salir libre el ejército de los aliados, pudiendo cerrar tan estrechamente los pasos de las montañas y principalmente la que llaman del Estrel, que le costase una batalla cada marcha; pero lo cierto es que no pudo el Duque tomar la plaza, ni imaginó jamás que la armada inglesa pudiera entrar en el puerto, aun a costa de perder algunas naves, ni se creyó tan vigorosa defensa en una plaza muy poco fuerte por tierra, y mal abastecida.

No pudo Tessé embarazar la retirada, la cual no la supo hasta la mañana del día 23, y cuando quiso seguir la retaguardia halló ocupados los pasos, porque marchaban los alemanes con tal orden, que sólo hacían alto donde se podían fortificar y defender, siendo esto fácil en aquel terreno por lo muy montuoso; y en el último regimiento de todo el ejército, marchaba el Duque, que regló la retirada con la mayor prudencia, siéndole más gloriosa de lo que esperaba, aunque salió tan desairado de la empresa.

Creyeron los más expertos fuese mal premeditada, y haberse el Duque lisonjeado mucho de que no le quedaba poder a la Francia, sorprendida, para resistir a su ejército. Fió también algo de los hugonotes; pero ellos nada podían, y sólo los regimientos bien apostados los tuvieron a raya. Los que querían anublar la gloria de esta defensa al mariscal de Tessé, ponderaban que podía embarazar al Duque el no salirse de Francia, y muchos añadían que esto lo hizo por complacer a la duquesa de Borgoña, de quien era caballerizo mayor. Esta fue la malograda expedición de Tolón, que si se hubiera perdido, hubiera enteramente consternado la Francia.

Era contra la España toda esta guerra, menos feroz que la que en la misma España se hacía. Había tomado el duque de Osuna a Moura en Portugal, e impuesto a ochocientos prisioneros la ley de que no tomasen en seis meses las armas. Se había vanamente empleado mucho tiempo en el bloqueo de Olivenza, que había ya puesto el marqués del Bay, y aun ganado el puente; puso en contribución la provincia, pero por falta de almacenes no se pudo hacer el sitio, y se convirtieron las armas contra Ciudad Rodrigo, porque era más fácil en los términos de Castilla tener los víveres necesarios, que se mandaron conducir de la tierra circunvecina, y los cañones de Badajoz, Zamora y Salamanca. Formáronse regimientos de milicias urbanas, a los cuáles se pasó muestra el día 15 de septiembre en Peral; embistióse la plaza el día 20, y don José de Armendáriz se acampó contra Almeida, para evitar fuese por ella socorrida, como en efecto tomó una conducta de víveres. A los 22 se ocuparon los conventos de Santo Domingo, San Francisco y Santa Clara, y a 24 el de la Santísima Trinidad, distante ochenta pasos del camino tan cubierto, y se plantó una batería de doce cañones. No habían podido los sitiados retirar a Almeida la caballería, y les servía de embarazo. Intentó socorrer la plaza el presidio de San Félix; pero se opusieron los sitiadores, a los cuales socorrió con cantidad de víveres Castilla, y el día 30 llegó el conde de Aguilar al campo.

A 4 de octubre se dio el asalto general, y se disputó muy sangrientamente la entrada; vencieron al fin los españoles, y recobraron a Ciudad Rodrigo. Sirvieron en esta expedición de aventureros muchos de la primera nobleza de Salamanca, y entre ellos estaban don José Enríquez, conde de Ablitas. Luego pasó el marqués del Bay a socorrer a Moura, que las tropas inglesas y portuguesas intentaban sitiar en vano. Cesó así la guerra en Extremadura, y se convirtió en correrías, porque de una y otra parte entraban, con daño de los pueblos, a robar ganados y devastar la tierra.

Acciones de mayor relieve se hacían en los reinos de Aragón y Valencia, ya sujetos al rey Felipe, menos Denia y Alicante. Quitáronseles los fueros y privilegios concedidos por los reyes de Aragón; desarmáronse los pueblos, y gobernaba los de Valencia con tanta severidad el caballero de Asfelt, que parecía le faltaban árboles para ahorcar a cuantos míseros transgredían sus edictos; todos se trataban como rebeldes, y como se publicaron en los dos reinos las pragmáticas de Castilla, y que una fuese la ley en toda la Monarquía, llevaban esto más duramente que morir los naturales de aquel país, acostumbrados a sus fueros, que por grandes los criaron insolentes. Ventilóse en el Consejo del Gabinete del Rey Católico la cuestión de si convenía quitar con decreto estos privilegios y fueros, o, viniendo la ocasión, no observarlos, por no exasperar con esta real deliberación los ánimos de los catalanes, que se sacrificarían mil veces por sus fueros. De esta última opinión fueron el duque de Medinasidonia, el de Montellano y el conde de Frigiliana; pero prevaleció la contraria, seguida de Amelot, don Francisco Ronquillo, el duque de Veraguas y el de San Juan, y se formó y publicó el decreto con términos que quitaban toda esperanza al perdón. Esto tuvieron muchos políticos por intempestivo y perjudicial al rey Felipe, porque añadía el temor otra razón a la pertinacia.

Marchó contra Denia el caballero de Asfelt; sitióla cuanto permitía el no ser dueño del mar, por donde le venían al castillo y a la ciudad los socorros de Barcelona; abrió con cuatro cañones una chica brecha; dio tres asaltos, y fue rechazado siempre con pérdida considerable; con mayor ignominia huyó, dejando en el campo todos los preparativos y el cañón, porque le iban a sitiar en su línea las tropas enemigas.

Determinado por el duque de Orleáns el sitio de Lérida, volvió de Francia el duque de Berwick para asistirle, y porque con mayor cuidado se aplicase a su servicio, le creó el Rey Católico duque de Liria y grande de España, en premio de la victoria de Almansa. Para este sitio se hicieron los almacenes en Fraga. Era gobernador de Lérida el príncipe Enrique de Armestad, y la habían añadido algunas fortificaciones; tenía dos mil presidiarios con bastantes municiones de guerra y boca, y aunque el pueblo no era mucho, tomó las armas con la misma obstinación que los demás catalanes. El último día de agosto marchó en tres columnas el ejército del rey Felipe, guardadas de la caballería. Ocupó el puente de Baleguer, pasó hacia Belcaire e Ivars, y llegando al collado de Feiros acampó poco distante de las tropas del rey Carlos; no faltó mucho para dar una batalla, si advertidos de los que batían la campaña los alemanes, no hubieran retrocedido.

Por la derecha marchó el duque de Orleáns para encontrarlos en Cervera, pero tomaron el camino de Ciudadilla y no fue posible seguirlos, por lo escabroso del país y lo angosto de las sendas. Desengañados de no poder venir a la batalla, ocuparon el campo de Lérida los franceses y españoles. Para distraerlos bajó Galloway hasta Tárragas, pero como era tan inferior en número, no le dio aprensión al duque de Orleáns, y formó su línea de circunvalación, cuyo extremo por la derecha miraba al convento de San Francisco, y por la izquierda al río Segre, donde se echó un puente hacia Balaguer y otro de no vulgar artificio junto a Lérida; era de madera, y estaba de tal forma compuesto, que en pocos momentos se podía deshacer. A 29 de septiembre se empezó a abrir trinchera bajo el mando del señor Legal. A 3 de octubre se perficionaron las paralelas, mandando el señor de Davaré; distaban ya sólo cuarenta pasos del muro. La noche del día 6 hizo la guarnición de la plaza una vigorosa salida contra la izquierda hacia el río; corrió la voz de que habían ganado los sitiados el puente y que le estaban quemando. Acudió allá la mayor fuerza de las tropas, que casi descuidaban de la verdadera parte, donde acometieron los catalanes; pero todo se defendió igualmente, y quedaron las trincheras. Prosiguióse a batir el muro, que era una simple cortina sin foso, y la noche del día 12 se dio el asalto. Defendiéronse con fortísimo denuedo los sitiados, mas cedieron a lo superior del número y fueron vencidos; alojáronse en la brecha los españoles; después de una hora fueron acometidos del presidio, pero mantuvieron el puesto, se acabaron de fortificar y pusieron batería contra lo interior de la plaza, la cual desampararon aquella misma noche los moradores, dejando, sólo niños, viejos y mujeres.

El presidio se retiró al castillo, desde donde el príncipe de Armestad imploró compasión para la ciudad y para aquella mísera gente, a toda la cual, menos a las monjas, se obligó a entrar en el castillo, porque consumiesen más presto los víveres. A las iglesias y monasterios se les dio salvas guardias, y se pusieron baterías contra el castillo; al principio se prohibió el saqueo, pero habiendo hecho la guarnición algunas salidas, como traidoramente, por los ángulos de las calles de que tenían práctica, y muerto muchos españoles y franceses, se mandó saquear la ciudad. Divulgóse que venía Galloway y esto daba más aliento a los sitiados. El duque de Orleáns envió toda la caballería a guardar el río, y prosiguió a batir el castillo. Aplicóse el minador al baluarte de San Andrés, y el día 25 se le dio fuego a la mina; cayó el bastión, y volaron los que le guardaban; alojáronse en sus ruinas los franceses. Estaba ya más estrecho el castillo, y había caído la principal torre; pero, con todo, se defendía gloriosamente el príncipe, y hacía frecuentes salidas, levantando siempre dentro de la empalizada fortines de tierra y fajina, y haciendo cortaduras.

El día 29 se puso otra batería junto a la puerta de Santa Elena; toda la esperanza de los sitiados estaba en lo lluvioso de la estación, que deshacía frecuentemente las trincheras, pero había el duque determinado a toda costa concluir la obra, y se daba cuanta prisa era posible, porque se había ya movido Galloway por ver si podía pasar con barcas el Segre, habiéndose puesto, entre el Cinca y Noguera, gran cantidad de catalanes, que llaman miqueletes. Avisada de su peligro con continuos cohetes voladores el castillo, pero no bastaba esto para entenderlo Galloway, porque las tropas que había adelantado para asegurar la marcha, habían sido ahuyentadas por Cereceda, que las acometió de improviso, y estaba en una de las partidas inglesas el mismo Galloway, que había venido a reconocer el campo del duque, por si podía con repentino asalto romperle; pero viendo que era esto imposible, aplicó su cuidado a guardar a Tortosa.

El día 7 de noviembre se resolvió hacer otra mina por la derecha del castillo, porque las baterías hacían poco efecto contra el último recinto de él, y tan alto que las piezas no estaban en su justa proporción y se caían de las cureñas, aunque estaban afianzadas con unas cuñas y elevadas todo lo posible. No se podían plantar para batir perfectamente en brecha, por lo desigual y escabroso del terreno; y así, toda la obra estaba fiada al minador, que felizmente se iba adelantando. El día 10 se prendió fuego en el castillo a unos barriles de pólvora, por negligencia, y cayó una cortina del muro del principal baluarte, y con ella muchas piezas de cañón. Arrimó gente el duque por si daba oportunidad al asalto este accidente, pero aún era preciso allanar más la ruina. Entonces fue herido de un fusilazo en una mano el conde de Pinto, hermano del duque de Osuna. El día 21, estando ya perfecta la mina, se mostró la mecha encendida a los sitiados, y se determinó al anochecer prenderla fuego y que se siguiese luego el asalto.

Habíase ya puesto el sol, y a instancias de los suyos mandó hacer llamada el príncipe Enrique, y pidió capitulación, la cual le negó el duque de Orleáns si no se entregaba juntamente con éste el castillo de la Guarda, que estaba situado en una eminencia distante de Lérida una milla, y había menester nuevo sitio. Tardó algunas horas a resolverse el príncipe; pero al fin vino en ello, porque entre otras cosas le faltaba el agua, que la sacaban los soldados de un pozo muy profundo. Dejóse salir libre la guarnición de Barcelona, con todos los honores militares, y se ganó enteramente a Lérida, lo cual puso en no poca consternación a Cataluña.

* * *

En el Rhin y la Mosa no hubo acción remarcable. Alternaba la dicha en algunos pequeños encuentros en Flandes entre el ejército del duque de Malburgh y el del duque de Vandoma, que se mantuvo gloriosamente sobre la defensiva, después que se destacó de sus tropas alguna parte para socorrer a Tolón. Todo el arte fue el modo de acampar. Solicitábale a una batalla el inglés; retiróse aquél a Cambray, y éste, dejando a Nivella, se fue a Soignes.

Más sutil guerra hizo en Alemania el mariscal de Villars; aprovechándose de los grandes destacamentos que mandó hacer el Emperador para la Italia y la Francia. Rompió las líneas de Stolfen, y se internó tanto, que puso en contribución la Suevia, la Franconia, el Ducado de Virtemberg, el principado de Baden Durlach, el de Armestad, el Palatinado inferior, Francfort y hasta Maguncia. De estas contribuciones sacó grandes sumas de dinero, que costearon la campaña, y hubiera pasado adelante si no se le opusiesen el vicario general del Imperio, duque de Hannover, los prusianos y luneburgenses.



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