Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajo

Año de 1708

Después de destrozada y dividida en varias gentes la Monarquía de España, aún la faltaba en el Mediterráneo y la Italia que perder; éstas eran las dos islas de Sicilia y Cerdeña.

Gobernaba la primera el marqués de los Balbases, aunque las armas corrían por cuenta de don Francisco Pío de Moura, príncipe de San Gregorio, su yerno. No dejó de haber en ella alguna conjura, que fue apagada a tiempo con el suplicio de cuatro capitanes españoles. Era la trama entre gente baja y de ninguna autoridad, y la descubrieron fácilmente los ministros de Roma, porque eran las inteligencias con los que allí tenían los austríacos; vínose al castigo sin recelo, y se aquietó el reino, bien que, por la sedición pasada del pueblo de Palermo contra los franceses, pasó a Mecina su residencia el marqués de los Balbases.

No dejaba de padecer su oculto incendio Cerdeña, donde era a este tiempo virrey don Pedro de Portugal y Colón, marqués de Jamaica, hombre sumamente avisado, ingenioso, astuto e inteligente, inclinado al negocio y a atesorar riquezas. No había muchos meses que había sucedido al marqués de Valero, y comprendió luego, no sólo los genios de los sardos, sino también sus particulares inclinaciones. Esto decimos contra los que creen haya sido engañado del marqués de Villazor y del conde de Monte Santo, de los cuales entendió el desafecto, pero no podía más, ni juzgó podía sacar la cara contra ellos sin tropas, que no las había en el reino, y por eso las pidió reiteradamente de la Francia y de España; pero Amelot despreció no el riesgo, sino el reino, porque decía importaba muy poco a la Monarquía, y que servía más de gasto que de útil, si se había de presidiar. Esto lo contradecían en el Consejo del Gabinete del Rey Católico los ministros españoles, pero como no había más tropas que enviar si no las daba la Francia, era árbitro de esta resolución Amelot, y ofreció a Jamaica admitiría el Rey sus disculpas cuando por falta de tropas perdiese aquel reino, porque, previendo el peligro a que estaba expuesto, protestaba no poderle sin ellas defender. Parecióle que con sus mañas y artes le conservaría a lo menos el tiempo de su gobierno, y así procuró atraer a sí al conde de Monte Santo y confiarle. Pero a éste, en el arte de fingir y disimular, no le excedía Jamaica, y se mantenía en ambos partidos, con tal artificio, que correspondió la suerte al deseo. Había muchas veces entregado al marqués de Valero, y aun a Jamaica, cartas que su hermano, el conde de Cifuentes, le escribía, solicitándole a la conjura; pero no las mostraba todas, y reservó las más importantes. Sacrificó algunos emisarios, protegió a otros, y así era tenido en París y Madrid por leal, en Barcelona, por austríaco; sabía cuáles eran de su partido, y no se fiaba de ellos hasta la ocasión, porque a muchos adheridos a su casa los tenía por seguros; guardábase mucho de los que conocía afectos al rey Felipe, y aunque en ellos había hombres de mucha autoridad, la minoraba con Jamaica, a quien quería persuadir que la de su casa era la mayor, y la que sólo podía defender el reino, que ya veía se había de perder, porque lo más de la nobleza era indiferente, y no había tropas que contuviesen el temor de los pueblos al primer amago de guerra, no acostumbrados por espacio de cuatrocientos años a ella.

Había hecho un proyecto para ganar la Cerdeña el conde de Cifuentes, exponiendo las utilidades que de esto resultarían por su situación, su fertilidad y puertos. Fue aprobado en Viena y Barcelona, y no desaprobado en Londres, como no se diesen tropas de desembarco ni tuviese larga demora la armada. Mientras ésta venía del Mediterráneo, mandó el rey Carlos a Cifuentes cultivase en aquel reino las inteligencias, porque se gloriaba de tener muchas, y que no le faltaría su hermano, el conde de Monte Santo.

Adonde echó la primera centella fue a la Gallura; envió algunos frailes sardos por emisarios, que se hallaban en Barcelona, y les entregó varias cartas. Después pasaron con cincuenta hombres a Córcega don Gaspar de Mojica y otro, Borrás Calaritano. Estos echaron las primeras raíces de la rebelión en Tempio, villa capital de la Gallura, la más fuerte provincia de todo el reino, y de gente armigera, parte del marquesado de Orani, que posee el duque de Híjar. Algunos caballeros y hombres principales de aquel lugar se hicieron autores de la rebelión, y se quedó de acuerdo en aclamar en aquella provincia al rey Carlos el día 20 de enero. Después de sorprendida la torre de Longonsardo y ocupado Castillo Aragonés, que ofrecía entregarle un hombre llamado Lucas Manconi, al cual la falta de medios le hacía discurrir en estos desvaríos.

Por uno de los mismos conjurados, que fue don Esteban Serafino, supo el marqués de Jamaica todo el negocio, y envió, para apagar este pequeño fuego, al conde de Monte Santo, que no lo ignoraba, porque Lucas Manconi le envió con su hijo unas cartas del conde de Cifuentes, que no las mostró a Jamaica, con otras de mayor importancia. Fue el conde a la Gallura con despacho de alternos del virrey, y no dejó de causar admiración el que se fiase este grave negocio a un hombre claramente desafecto al Rey Católico; pero Jamaica entendió ganarle haciendo confianza de él, y lo erró, porque hecho dueño de la materia el conde, detuvo en el reino a los rebeldes, los hizo presentar judicialmente ante el virrey, con palabra de no ser molestados, y se les dio por arresto la ciudad de Caller. Los que no quisieron fiarse del conde, huyeron a Barcelona, y se vengó en ellos asolándoles las casas y confiscando sus bienes, más en pena de no someterse que del delito. Con esto dio apariencias de castigarlos, y se sosegó la Gallura, sobresanada la llaga, porque, conservados los rebeldes, defirieron para mejor ocasión el ponerse en campaña, y cuando lo juzgaron a propósito volvieron, huyendo de Caller, aunque estaban sobre su palabra.

Entonces, de orden del Rey se envió por vicario general del virrey a la Gallura al gobernador de los cabos de Caller, don Vicente Bacallar, que, trayendo. a su devoción la provincia, obligó a los rebeldes a retirarse a Córcega, y los que quedaron no podían ser de consecuencia alguna ni daban cuidado. Toda esta rebelión no bastaba a perder el reino, porque para eso era preciso rendir a Caller, y aunque a estos rebeldes no les faltaban protectores en muchas ciudades, la capital daba la ley, y ésta dista de la Gallura cincuenta leguas; ni podían atreverse a ella los gallureses, por ser los más gente pobre y de ninguna autoridad en aquel reino.

Formando don Vicente Bacallar el proceso contra los reos, descubrió los fondos de la rebelión de Tempio, y halló sus raíces en Caller, y por eso escribió al virrey que importaba mucho sacar luego del reino y enviar a Francia al marqués de Villazor, al conde de Monte Santo, a don Antonio Genovés, marqués de la Guardia; a don Miguel de Cerbellón, marqués de Conquistas, y a don Gaspar Carnicer, maestre racional del Real Patrimonio, porque no hallase la armada enemiga los parciales, en que fiaba, que aunque quedaban otros, eran de menor autoridad y se amedrentarían. Que don Vicente, al mismo tiempo cogidos de repente y a la misma hora, sacaría en los barcos más prontos algunos caballeros le Sasser, Alguer, Castillo Aragonés y Tempio, y que así purgado el reino de los parciales austríacos, estaba seguro, si no traía la armada mucha gente de desembarco. Al marqués de Jamaica le faltó brío para ejecutar esto o le pareció se perdería el reino más presto, y así se descuidó del todo, y viendo que no se le enviaban de España tropas, determinó entregar a Caller a la primera vista que diesen los enemigos, y capitular su libertad.

Estas reflexiones le hicieron adherir más al conde de Monte Santo, y escribió al Rey a su favor, que le hizo Grande de España a su suegro, el marqués de Villazor, que era lo que tanto deseaba; ni esta honra le hizo agradecido, ni por ella recordó el conde, porque la misma le ofreció el rey Carlos si con su autoridad promovía sus intereses, entregándose aquel reino.

En este estado, pareció en sus costas, a 9 de agosto, la armada enemiga, mandada por el almirante Lake. Traía cuarenta naves de guerra y dos balandras; pero sin más gente de desembarco que un regimiento que llamaban de Clariana, nuevamente formado en Barcelona. Venía destinado por virrey el conde de Cifuentes, y tenía Lake orden de tentar la rendición de Caller sólo desde el mar, sin permitir más desembarco que del referido regimiento; y que si no salían verdaderos los ofrecimientos del conde de Cifuentes, bombease la ciudad por todas partes y se restituyese a Barcelona, enviando con un navío presos al Final a Cifuentes, a don Francisco Pez y a don Juan Valentín, autores de la meditada rebelión en la Gallura, que venían con él. Éstos ofrecieron que bajarían sus parciales con dos mil hombres de armas a facilitar el desembarco de las tropas en Caller, y así lo avisó al gobernador de los cabos de Caller el virrey, cuando le dio noticia de haber parecido la armada. Éste, luego dispuso su gente de forma que no sólo los rebeldes de la montaña no podían salir de la provincia, pero ni aun de un monte que llaman Limbara, adonde se habían refugiado, y aseguró a Jamaica que no serían de consecuencia alguna para Caller, añadiendo que, aunque esta ciudad se perdiese, se pasase el virrey con los nobles que le quisieran seguir a Sasser, que, sin duda, se mantendría el reino, porque había enviado al Castillo Aragonés un hombre de su satisfacción, llamado don José Deo, y sobre Alguer vigilaba don Miguel Ruiz, hombre leal, enemigo del gobernador don Alonso Bernardo de Céspedes, a quien disponía prender, porque no ignoraba su intención.

A 12 de agosto se vio la armada en la bahía de Caller, entre los promontorios de Carbonara y Pula, que forcejeaba para acercarse al puerto, aun con viento contrario; llenóse de confusión la ciudad, y nadie meditó la defensa. Era comisario general de la artillería el conde de Mariani, milanés. Iba éste a cumplir con su obligación. y buscando en los baluartes los artilleros, no halló ninguno, porque como éstos dependían del maestro de la Casa de la Moneda, que era don Gaspar Carnicer, y los más tenían oficio en ella, estaban ya prevenidos de cómo se habían de contener en la ocasión; a otros los tenía corrompidos el marqués de la Guardia y el de Monte Santo, por medio de algunos allegados a su casa; y así se vieron despoblados los baluartes, aun cuando ya las naves enemigas estaban bajo el tiro de cañón.

Esto consternó más al virrey, y descubrió claramente la conjura. Acudieron a su palacio los nobles de más autoridad, y entre ellos el marqués de Villazor, el conde de Monte Santo, el marqués de la Guardia, don Domingo Branchifort, conde de San Antonio, siciliano, y otros muchos, que más le iban a persuadir la rendición de la plaza, viendo imposible la defensa, que a asistirle a ella; a la cual se ofrecieron prontos y con sincero ánimo don Félix Masones, conde de Montalvo, y su primogénito, don José; don Dalmáu Sanjust, conde de San Lorenzo, y sus hijos don Francisco Manca, conde de San Jorge, y don Félix Nin, conde del Castillo. Éste, más vigoroso que otro alguno, estrechaba al virrey a que mandase lo que se había de ejecutar; pero, no siendo Jamaica hombre de guerra, se embarazó en las órdenes, y ya no le obedecían los pocos soldados de cuatro compañías de infantería que había en Caller.

Dos capitanes, que fueron don Andrés Alberto, español, y don Antonio Pereyra, portugués, adhirieron secretamente a los conjurados, y alentaban el tumulto, para que se abriesen las puertas, ayudados del sargento mayor de la plaza, don Antonio Díaz, portugués. Diose orden para que viniese la caballería del país, y la revocó el conde de Monte Santo, que era general de ella, y a éste obedecieron, porque va veían que prevalecía su autoridad y su deseo.

El almirante inglés envió una lancha con cartas para el virrey y magistrado de la ciudad; su contexto era breve e injurioso a la Francia. Pedía con amenazas la rendición de Caller, cuyos privilegios concedidos hasta el tiempo del rey Carlos II confirmaría Carlos III. El magistrado envió su carta a Jamaica, diciendo se confirmaría con su dictamen, ofreciéndose a la defensa; pero ya aquél consultaba el modo de la rendición con el conde de Monte Santo, el arzobispo de Caller, don Bernardo Cariñena, y el conde de San Antonio. No había sido declarado austríaco el arzobispo; pero no se había descuidado en dar a entender a los austríacos su genial afecto al rey Carlos. Era su ánimo verdaderamente indiferente, y sólo aspiraba a que le dejasen gozar de su mitra quieto, y así vivía con todos. El virrey sólo pretendía que le dejasen ir con su equipaje libre a España, y lo demás que miraba a la utilidad de la ciudad, dijo que pertenecía al magistrado, y añadió que se debía dar libertad a cualquiera que se quisiese salir del reino. Así lo significó en voz al conde de Monte Santo, al cual le dio autoridad para que tratase con los enemigos y sacase estas condiciones. No se descuidó éste, y para vender caro el servicio al rey Carlos no expuso al almirante inglés tan llano el ajuste, porque Jamaica había tomado un día de plazo para responder, y Monte Santo callaba los poderes que tenía éste para capitular, y porque pareciese más difícil aconsejó que, sin aguardar respuesta del virrey, se bombease aquella noche la plaza.

Otros dijeron que este dictamen de él había salido de una junta que se tuvo en casa del arzobispo, donde asistió don Francisco Esgrechio, cabeza del magistrado; don Gaspar Carnicer y el conde de San Antonio; expediente tomado para no quedar tan desairada la ciudad, rindiéndose sin hostilidad alguna. Dieron éstos el modo de desembarco en la falda de San Elías, y ofrecieron que los del arrabal que llaman de la Marina abrirían la puerta que llaman de Villanueva, para que la ocupasen luego las nuevas tropas, con lo cual se imposibilitaba a Caller la defensa de la ciudad. Ésta sólo pedía confirmación de sus privilegios y libertad por seis meses a los que se quisiesen salir del reino, sujetándose a la confiscación de sus bienes si pasaban a los dominios del rey Felipe.

Esto se envió a decir al almirante Lake con don Jerónimo Sanjust, que fue luego a bordo de la nave comandante, y el elegido por su íntima adhesión a la casa de Villazor; con el cual, sin el riesgo de ser descubierto, envió a decir el conde de Monte Santo a su hermano, el de Cifuentes, lo que entonces se le ofrecía, porque era tal su arte que hasta en los extremos quería parecer leal.

Creía el pueblo que estaba ya ajustada la rendición y dormía seguro, cuando despertó, despavorido, a cuatro horas de la noche, al ruido y estruendo de algunas granadas reales que mandó disparar Lake. Turbóse, confusa, la ciudad, que no estaba acostumbrada a semejantes riesgos, y por la puerta que llaman del Buen Camino salió en tropel, abandonando sus casas la nobleza. Todos dejaron al virrey, menos don José Masones y el conde del Castillo, aún habiéndose retirado aquél, fuera del recinto, al que llaman baluarte del Viento. Desembarcó el regimiento de Clariana en el lugar prefinido; abrióse la puerta de Villanueva, y otros sediciosos abrieron la del muelle y entregaron el fortín que le guarda.

Sucedió esto antes que amaneciese el día 13 de agosto. No había aún capitulado el virrey en forma, y ya tenía perdida la ciudad y el castillo, porque los soldados que guardaban las puertas del último recinto las abrieron, y dio su palabra Lake de que se cumpliría lo ofrecido, aunque no se habían hecho capitulaciones. Después arrestaron a Jamaica en su propio palacio, porque corrió voz de que salía por el camino de Artizó a encontrarse con el gobernador de Caller, como se lo persuadía eficazmente el conde del Castillo, entregándole las cartas del dicho gobernador. Parecióle a Jamaica que no se podía mantener en parte alguna sin tropas, y se entregó a Lake, que, con un navío de guerra, le envió a Alicante. Lo propio hizo de los que salieron, que fueron pocos, y sólo se reducían al conde del Castillo, don José Masones y dos capitanes de infantería. De los ministros togados, solamente salió don Antonio de Navas, español; los demás (aunque muchos de mala gana) ejercieron sus empleos bajo la orden del conde de Cifuentes, que juró luego el de virrey, y se explicaron, con los premios, los más desleales al rey Felipe, porque luego le hizo Grande al marqués de Villazor; al marqués de la Guardia le eligió por gobernador de los cabos de Caller y Gallura; se confirmó por procurador real al de las Conquistas; a don Gaspar Carnicer se le dio la plaza de consejero de Aragón, y se crearon títulos a don Francisco Pez y a don Juan Valentín. Despachó Cifuentes cartas circulares a todo el reino, y se le rindió sin resistencia. Entregó la plaza de Alguer su gobernador, don Alonso Bernardo, y porque se resistían don Miguel y don Antonio Ruiz, fueron presos y se enviaron cargados de cadenas a Caller.

Se sublevó Castillo Aragonés, y fue obligado a salir de la plaza el que había puesto en ella el gobernador don Vicente Bacallar, que habiendo tenido esta noticia y que estaba ya todo el reino a la obediencia del rey Carlos, excepto la tierra que pisaba, se salió de la Gallura y, embarcándose secretamente en Puerto Torres, se pasó a Bonifacio y luego a Madrid, donde fue creado marqués de San Felipe, en premio de su fidelidad. Por la misma razón fue también honrado con el empleo de gentilhombre de Cámara el conde del Castillo; a don José Masones se le confirió el título de marqués de Isla Rosa. Tan fácilmente y sin hostilidad alguna se perdió el reino de Cerdeña, con dos cartas del almirante Lake, que solamente con cerrar las puertas de Caller estaba defendido; pero como no había tropas, pudo el pueblo asentir a las sugestiones de los que, para particulares fines, a estímulos de su ambición, desean mudar dominio.

Pasó después la armada, dejando en Caller el regimiento de Clariana, a las costas de Sicilia, por si vencía con la misma facilidad. Tocó aprisa el desengaño, del que resultó no poca gloria al marqués de los Balbases y al príncipe de San Gregorio. Tomó Lake el rumbo de España, y de paso intentó ganar a Menorca y el castillo de San Felipe, que guardaba a Puerto Mahón, uno de los más espaciosos y seguros del Mediterráneo; era su gobernador don Diego Dávila, que sucedió a don Jerónimo de Nueros, de quien injustamente desconfiaron don Francisco Ronquillo y el marqués de Gourmay, Amelot, y fue llamado a la corte. Había de presidio quinientos franceses y doscientos españoles; no traía gente de desembarco la armada, pero se armaron dos mil marineros y bajaron por tierra a la isla, ocuparon la Ciudadela y pasaron al castillo; fingieron de abrir trinchera, y mandando desembarcar cuanta gente era posible, hasta los timoneros, creyó el temor de los que dentro estaban que los sitiaba un ejército, y sin más hostilidad que su aprensión, instaron al gobernador los franceses, que hiciese llamada. Asintió torpemente Dávila; entregó el castillo y pasó la guarnición a Cartagena; el coronel francés fue degradado, y reformado el regimiento. Dávila fue preso y acusado de haberse sin razón rendido; conoció su error, y, desesperado, arrojándose por un balcón de la torre en que estaba, se hizo pedazos, vengando en sí mismo su culpa.

Los ingleses, ni por reiteradas instancias del rey Carlos, dejaron esta pequeña isla y su puerto, necesario para su comercio del Mediterráneo y de Levante. El Emperador pasó la queja a Londres; pero no fue escuchado, porque se fundaba la respuesta en los mismos pactos de la liga, que los puertos quedarían en secuestro a los ingleses, que ya empeñados en no soltar a Mahón, no contestaron más sobre la demanda, y así se vieron en dos pequeñas islas dos dueños, importándole no poco a la reina Ana dar algunas señas de utilidad a su reino, cansado de insoportables gastos, que, por superiores a las rentas, se impuso nuevo tributo sobre las mercaderías de Indias y los campos de labranza. Con esto, pudo el Parlamento conceder para la guerra de Cataluña y Portugal el subsidio de un millón y ciento y cincuenta mil libras esterlinas; poco menos se daban a los príncipes de Alemania, y quinientas mil al duque de Saboya, sin las expensas continuas de dentro del reino, para armamento de mar y tierra, que igualaban a las sobredichas sumas, tomadas a daño de las compañas y bancos de los tratantes. Este esfuerzo era preciso por no desistir del empeño y restaurar el ejército de Cataluña, que estaba desde la batalla de Almansa destruido.

De ella se hizo cargo en Londres a Galloway, y aunque se excusaba con la orden del marqués de las Minas, que era el general y a quien había dado el rey Carlos el mando del ejército, no pudo por entonces ajustar bien con la Reina sus dependencias, aunque no cayó de la gracia. Fue nombrado para sustituirle Diego de Stanop, a quien se le dio también el carácter de enviado de la Reina al rey Carlos. Levantáronse para Cataluña cuatro regimientos en Escocia, y se tomaron del Palatinado siete mil hombres; otros cinco mil de los príncipes de Germanía, y algunos italianos. Los del contrario partido a la corte llevaban mal estos gastos, cuando estaba la Inglaterra amenazada de invasión, porque el rey Jacobo III -llamado el Caballero de San Jorge o, como los ingleses decían, el Pretendiente- había pasado a Dunquerque, donde, bajo el mando del jefe de escuadra, el señor de Forubin, se prevenían veintiséis naves de línea y otras diez fragatas, con muchos fusiles, pertrechos y municiones, y siete mil hombres veteranos, cuyo comandante era el señor de Gazé. Era la idea hacer en Escocia un desembarco, a donde llamaban con instancia al rey Jacobo, y para esto habían venido a París dos de los primeros magnates de aquel reino.

Antes que en Inglaterra, penetraron esta expedición en Holanda, y para socorrer a sus aliados previnieron naves y pusieron tropas en Malbourgh, porque se divulgó la voz de que quería el francés atacar la Zelandria, y temían ser engañados con la verdad.

La Reina, toda aplicada a su seguridad, mandó que no saliesen tropas del reino; envió muchos regimientos a Escocia, y puso en ella tantos ingleses que le pareció estar segura. Ordenó al almirante Jorge Binghs que invigilase con una escuadra de veinte y cinco naves sobre las costas de Dunquerque, y dispuso tantos navichuelos de aviso en el canal, que no pasaba día sin noticia. Todas las naves se previnieron en los puertos, y se trabajaba de noche con teas encendidas; se aplicó al fin el cuidado a proporción del peligro, que se creía grande, porque Jacobo tenía parciales aun en Inglaterra, y los escoceses estaban de acuerdo con la Irlanda. Cuando el Rey estaba para embarcarse en Dunquerque, enfermó de viruelas; no era la calentura muy ardiente, y quería partir con ellas; pero se lo prohibió el rey de Francia. Instó otra vez, dando por razón que se prevenían cada día más los ingleses, y que ya se había visto en las costas de Francia el almirante Binghs; al fin partió el día 17 de marzo, sin embarazarlo la armada enemiga, que se había retirado con arte al puerto de Brilla, y luego se puso a la vela para seguir a Fourbin, que le precedía el solo término de quince horas. Tomó el rumbo de la Escocia, no ignorando era contra ella la expedición, porque ya se decía que milord Abelli había ofrecido a Jacobo diez mil hombres de armas.

Mudósele el viento a la armada francesa junto a Escocia, que no dejó acercar las naves, cuando ya Binghs le había tenido en el canal favorable, y había dejado por un lado los franceses, a los cuales no quiso atacar hasta que tomase bien el barlovento; el tiempo era favorable a Fourbin para ir a Irlanda, como lo instaba Jacobo; pero lo contradecía la orden del Rey Cristianísimo, porque en las instrucciones sólo le mandaba ir a Escocia, y, no pudiendo lograr este desembarco, volver a Francia la persona del Rey, porque con sólo ella hacía guerra a los ingleses, teniéndolos en continuos movimientos con innumerables gastos. Tenía Fourbin viento en popa para volver a Dunquerque, y así dio al aire todas las velas; lo propio hizo Binghs siguiéndole, y alcanzó algunas naves de la retaguardia a tiro de cañón; pero la noche separó una y otra armada, y la de Francia tomó sus puertos, restituyendo al Rey a su antiguo hospedaje, tan dolorido, que le vieron llorosos los ojos muchas veces. Esta malograda expedición avigoró el ánimo de la reina Ana para la guerra, y aunque dentro de su reino no la faltaban cuidados, los más desafectos se mostraron más leales, viendo no había podido el Rey desembarcar, y con el castigo de pocos, se sometieron los escoceses que se habían retirado a las montañas.

* * *

Desde 19 de abril del año pasado había conducido de Wolfembutel a Bamberga el conde de Poar a la princesa Isabela Cristina de Brunswick, destinada para esposa del rey Carlos, donde, en manos del arzobispo de Maguncia, abjurada la secta protestante, abrazó la religión católica romana. Pasó a Viena y fue hospedada en casa del Emperador, hasta que, bien educada en el sagrado rito, pudiese ir a Barcelona, a donde habían dudado enviarla por los felices progresos de las armas del rey Felipe, y no exponerla a las contingencias de la guerra.

El rey Carlos, impaciente y enamorado con razón de su esposa, por ser una de las más célebres hermosuras de su tiempo, aunque sólo había visto su retrato, envió por ella con las mayores instancias. Habíase determinado que partiese el día 9 de marzo; pero, como también había de pasar a Lisboa la archiduquesa María Ana de Austria, hermana del Emperador y mujer ya del rey de Portugal, querían enviarlas juntas; pero se reparó luego que los príncipes italianos no tendrían dificultad en tratar a la archiduquesa como reina, pero sí a la mujer de Carlos, porque éste no estaba reconocido por rey en Italia, sino solamente por el duque de Saboya, y para embarcarse era preciso pasar por los Estados de Venecia y Génova, y así, para evitar este desaire a la princesa Isabel, se mudó de idea.

El día 23 de abril se desposó por poderes del rey Carlos con el Emperador; fue el ministro el cardenal de Sajozeith, que le dio a la nueva Reina el sacramento de la confirmación, y el día 26 del mismo mes partió para el Tirol, servida de Lotario Carlos, obispo de Osnabruck; el día 15 de mayo llegó a Trento; pasó a Brescia incógnita, porque, no habiendo los venecianos querido tratarla como reina, rehusó todo obsequio; por Milán pasó a San Pedro de Arenas, arrabal de Génova, y tampoco fue tratada como deseaba, ni admitió las galeras de la República que la ofrecieron; el día 13 de julio partió en la armada inglesa que mandaba el almirante Lake, y a 2 de agosto llegó a Barcelona, adonde fue recibida con las mayores demostraciones de júbilo por el Rey su esposo, nuevamente enamorado de su belleza y de las altas calidades de modestia, prudencia y virtudes morales que la servían de adorno, habiendo tan de veras abrazado la piedad de la religión católica, que parecía había sido educada desde su infancia en ella.

* * *

No pudiendo ya sufrir más el largo sitio de la plaza de Orán y faltándole víveres y municiones, se rindió a los africanos; pero la lejanía hizo despreciar esta pérdida, aunque era mayor de lo que los franceses ponderaban en la corte del rey Felipe, donde vivía de asiento la discordia, y ayudaba a que echase ésta raíces el duque de Orleáns, declarado enemigo de la princesa Ursini, a la cual quería de nuevo echar del palacio; pero como no la podía apartar de la Reina, eran inútiles sus esfuerzos, aunque se habían conjurado con los de contrario partido a la princesa, que no eran pocos. Su madre, la Palatina, lo solicitaba en París por medio de la señora de Maitenon y del Delfín, que, cansado de oír tantas quejas de los españoles, asentía al dictamen del duque.

El rey de Francia no se resolvió a enviarla a llamar por no disgustar a la Reina, dando crédito a las cartas de Amelot, favorables a la princesa, con quien se había estrechamente coligado para resistir al poder del duque de Orleáns, que, con tener las armas en las manos, era casi demasiado, y pretendía reglarlo todo a su arbitrio, aunque el Rey no le dejaba tratar más que en cosas de guerra. Ésta la quería hacer a su modo el duque, y lo procuraba Amelot, de quien, y de la princesa, dependían las asistencias para el ejército, sin las cuales todas las ideas eran inútiles. Esta discordia hubiera acabado con la España si no la hubiese preservado una oculta providencia, porque parece que tiraban todos a su ruina.

Había traído a sí el duque muchos magnates españoles, como eran el duque de Montalto y el de Montellano, el marqués de Mancera y otros, adversos a la princesa. No querían éstos más que el bien del Rey; pero el duque le posponía a sus particulares fines, como los más de los mortales, que se sirven a sí mismos gloriándose de que sirven al Rey. Esta es una infelicidad de los más de los príncipes, con no pequeña injuria de los vasallos.

El reino de Valencia le gobernaba el caballero de Asfelt. Habíase vuelto a Francia el duque de Berwick, que había sido llamado para el ejército del Delfinado, y quedó árbitro de la guerra el de Orleáns, que había procurado apartasen a Berwick porque le daba alguna sujeción su dictamen y su presencia. No lejos de Fraga, en Torrente, se juntó el ejército, y parte de él se destacó, con el conde de Stain, hacia Castillón de Farfaña, para juntarse con el duque de Noailles, que tenía intención de poner su campo en Urgel. El señor de Mombasar ocupó las montañas, y los regimientos de Asturias y Pamplona, a Benaberre, por ser dueños del puente y del valle de Benseque. Para mandar su ejército había el rey Carlos llamado al conde Guido Staremberg, porque era sólo entonces Stanop el jefe de las tropas de Cataluña, habiendo muerto el conde de Noyelles, no sin alguna sospecha de veneno, teniéndola el rey Carlos de que estaba el conde corrompido del oro de los franceses.

Los alemanes cortaron la llanura a Tarragona con una bien fortificada línea; y aunque estaba tan adelantado el tiempo, y ya en campaña las tropas del rey Felipe desde 10 de mayo, no parecía el ejército austríaco, aun habiéndose divulgado la voz de que el duque de Orleáns pensaba sitiar a Tortosa y, echando un puente en Flix, pasar el Ebro; pero se lo impidió lo poco firme del terreno, por lo más pantanoso, y se hizo un puente de barcas en Mora; pusiéronse doce batallones de la otra parte del río, y se mandó venir a Asfelt de Valencia con sus tropas y el destacamento del conde de Arenes. A 27 de mayo llegó a Barcelona Staremberg, y se acampó en Montblanc; el duque de Orleáns se adelantó a Cinestar, y el de Noailles al Ter. No pudo ocupar el puente, porque le defendía el príncipe Enrique de Armestad. No trajo la armada de Lake gente de desembarco, porque la había menester la reina Ana para guardar su casa; y así, sólo tenía el rey Carlos diez mil hombres, estando por la frente acometido de los españoles, y por un lado, de los franceses hacia Girona.

De Cinestar se destacó a don Francisco Caetano con ochocientos caballos y dos mil infantes para ocupar a Falset, que le presidiaban novecientos alemanes con quinientos caballos. Salieron éstos del castillo para oponerse; trabóse una pequeña batalla, y luego huyó sin jugar armas la caballería austríaca. La infantería peleó valerosamente una hora, pero al fin fue de los españoles vencida; la mayor parte quedó prisionera, y ocuparon los vencedores a Falset. En esta acción se distinguieron don Miguel Sello, el conde de Glimes, Cereceda, los marqueses de Lambert y Sandricurt. Se envió a reconocer a Tortosa a don José Vallejo, que lo ejecutó puntualmente, y volvió con gran cantidad de ganados que quitó a los enemigos. La mayor dificultad que tenía Tortosa era llegar a ella, por lo angosto de los pasos, donde no tenía refugio el vencido. Habíase de subir artillería por collados asperísimos, municiones y víveres para tiempo indeterminado, porque estaba bien fortificada la plaza y prevenida a sufrir el sitio desde la batalla de Almansa.

Diez mil catalanes guardaban los pasos, gente a propósito para esto, acostumbrada a las selvas y a andar descalzos o con alpargatas por los riscos. Estas dificultades no amedrentaron al duque de Orleáns, aunque el ejército desaprobaba la empresa. El 10 de junio marchó la mayor parte de las tropas hacia Bitem con el señor de Davaré; otra, con el señor de Giofreville, más allá de Tortosa, pasando el Ebro, para que quedase bloqueada. Un destacamento, como formando con Giofreville una paralela (dejando el río a la derecha), se acercó a la plaza y echó un puente. Opusiéronse los catalanes a estas marchas, pero fue en vano, porque ni sabían disputar los pazos ni se formaban; daban, en pequeñas divididas partidas, una descarga y huían; cien granaderos hacían volver la espalda a un millar de ellos. El duque de Orleáns siguió con lo restante de la gente, y a 12 de junio ya tenía el ejército extendida la derecha al camino que va a Tarragona; la izquierda se dilató hasta el puente, y por donde la ciudad está como defendida del bosque, se alojaron sin dificultad los españoles, cuya caballería corría hasta el mar, por quitar a la plaza los socorros que querían introducir diez naves inglesas.

Staremberg estaba con su ejército en la llanura de Tarragona; había en él gran número de catalanes, que los llamaban carabineros de campaña, y sólo servían de consumir víveres. Los franceses ocuparon el convento de capuchinos de Tortosa, y tomaron los alemanes que los enemigos tenían de reserva. Asfelt envió artillería por el Ebro en barcas, y para comunicarse con sus tropas mandó erigir el duque de Orleáns otro puente, que a 20 de junio ya estaba concluido. La noche de este día se abrió la trinchera, y tiróse una paralela que abrazaba el convento de carmelitas; y para que no lo impidiese la plaza, se fingió un asalto. Aunque el cañón enemigo jugaba con felicidad, perficionaron los franceses sus obras; plantóse la artillería en dos órdenes, y en una los morteros; después se quisieron aumentar, y costó mucha sangre; entonces murió el coronel Moncanao, francés, hombre del mayor brío. Una bomba quemó el convento de carmelitas, donde estaba la mayor fuerza de la plaza. Tres horas duró el fuego, y consumió el edificio. La misma noche hicieron los sitiados una salida en dos partidas por ambos extremos de la trinchera; fue la acción viva y sangrienta; llegaron las baterías y las defendió valerosamente el regimiento de Barois, el de guardias, el de Rosellón Viejo y Milán. Quedaron prisioneros algunos del regimiento de la Reina Ana, y muertos muchos; la pérdida de los sitiadores fue igual. En uno de estos días, acabando de decir una blasfemia un soldado español que jugaba con otros, una bomba le quitó la cabeza, con escarmiento de los demás.

Mandando la trinchera el duque de Havré con el mariscal de campo, duque de Sarno y el brigadier Lambert, hicieron de la plaza otra salida la noche del día 30; duró poco el combate, pero fue cruel; nada de los trabajos deshicieron los sitiados, y se retiraron con pérdida. Esta noche movió su campo Staremberg de Valo a Reus, para dar alguna aprensión a los sitiadores; pero éstos no la tuvieron y prosiguió el sitio, aunque con gran trabajo y dilación, por lo duro del terreno, lleno de peñas, mucho más frecuentes cuanto más cerca de la plaza.

Era preciso traer de lejos la tierra, y así costaba mucha sangre los aproches, y mucha más los ramos que se formaban contra el camino encubierto. La noche del día 1 de junio fue tanto el estrago, que ya no querían los soldados trabajar, y lo hicieron heroicamente los oficiales, tomando la zapa. Cayeron muchos, pero se perficionó en aquella noche la obra, que la visitó muchas veces intrépidamente el duque de Orleáns, repugnándolo los ruegos de los suyos. Todo el trabajo era infructuoso, porque faltaban cañones de batir, que por agua se traían desde Miravet, y por eso se destacó con seiscientos hombres al señor de Giofreville para asegurar los caminos que infestaban los catalanes, y para echarlos del Hospitalet se envió a Cereceda, que socorrió a tiempo a don Francisco Areciaga, el cual, con sólo treinta hombres, mantuvo un puedo atacado de cuatrocientos sesenta catalanes, y nunca vencido.

Ya se batía en brecha contra el baluarte de la derecha, los fuegos de los lados y la cortina; pero más terror ponía en los habitadores el estrago de las bombas. La noche del día 6 de julio avisaron con cohetes de su riesgo a los suyos; éste puso en mayor esperanza a los sitiadores. Como estaban las trincheras guarnecidas de palos y fajinas, se prendió fácilmente fuego a una parte, volando del fogón de un cañón la llama, de suerte adelantada en lo árido de la materia, que estando lejos de la agua corrió riesgo de llevarse el fuego las trincheras, si el regimiento de Normandía, despreciando el propio peligro, no le hubiera atajado con pérdida de mucha gente.

El día 9 de julio se dio el asalto al camino encubierto; fue atroz la disputa por los fuegos artificiales de pez y betún que se desplomaban, ardientes, de los muros; de donde echaban también cantidad de piedras y granadas; nada les embarazaba a los españoles, y se llegó a las bayonetas. Gobernó esta acción don Antonio de Villarroel con grande arte y valentía, que lució más en lo obstinado de la defensa, quedando bien ensangrentada la arena. Viendo que por una hora no se adelantaban los suyos, asistió el mismo, duque de Orleáns con heroica intrepidez y añadió gente; venció, al fin, y se acogió en el deseado paraje; pero no muy seguramente, porque no lo permitía el fuego de los sitiados, que luego asaltaron a los sitiadores, y se renovó más feroz la disputa; pero sin dejar de pelear, se alojaron y se retiraron los defensores.

Tuvieron en la plaza Consejo de guerra, y el día 10 hicieron llamada; se formaron las capitulaciones, y al fin de ellas no quiso venir en lo acordado el duque si no se le entregaba juntamente el castillo de Arés y la torre de San Juan, que está junto al mar.

Vino en lo primero el gobernador de la plaza, pero sobre la torre no tenía jurisdicción; diéronsele honrosas capitulaciones, y se entregó Tortosa, con la cual se tenía más en freno a los rebeldes del reino de Valencia, que se habían unido a los catalanes. Mordió la fama al gobernador por poco defendida, pues podía aún mantenerla una semana, que bastaba para que el duque levantase el sitio, porque no tenía víveres ni municiones para dos días más, por maliciosa traición a su persona, que le hacían la princesa Ursini y Amelot, para que perdiese el crédito y le sacase el Rey Cristianísimo de España -tan monstruosas como esto son las cortes, donde el primer ídolo es el propio interés-. No concurrió la prudencia a hacer feliz esta empresa, porque en ella el duque atropelló mil dificultades, no sin riesgo; toda la gloria se debía a la fortuna y al valor. Los que juzgaban por el éxito, engrandecían el duque; sus émulos le notaron de temerario e inconsiderado; al fin, la gloria de vencer no se la debernos quitar.

* * *

Importaba al duque de Saboya mantener viva la guerra, y así determinó atacar al Delfinado por Granoble. Opúsosele el marqués de Villars, cuando el Duque estaba acampado en el valle de Moriana y había hecho un destacamento, adelantando seis mil hombres con el general Scolemberg, a quien ordenó que por el collado de Robe bajase al valle de Oluges. Todo se ejecutó felizmente, asegurando los caminos los barbetas, que tenía muy a su devoción el Duque. Los franceses, fortificando a Exilles y Fenestellas, ocuparon a Sezana y el monte de Ginebra; mandaba estas tropas el señor de Muret.

No se le escondió a Villars que quería el Duque sorprender a Briançon, pues con ese cerraba los pasos para el Piamonte y los abría al Delfinado, y así mandó al señor de Artañán que ocupase el collado de Briançon y, fortificando lo angosto de las sendas, imposibilitase al Duque su designio; con esto también aseguraban a Muret. El Duque se acercó a Sezana; acometióle Villars, vencióle y fue obligado a retirarse; no fue grande la pérdida, pero le desbarató sus ideas. Entonces convirtió el Duque las armas contra Exilles y Fenestellas; la primera plaza la ganó con poco trabajo, pero con mayor la segunda, porque tenía mil presidiarios; defendiéronse cuanto fue posible, pero al fin quedaron prisioneros. Lo demás de la campaña, que no fue dilatada por lo frío del paraje, se pasó en acciones de poca entidad, porque lo escabroso del terreno no permitía venir muchas veces a las manos.

Esta guerra confirmaba en su servidumbre a la Italia, donde ya explicaban los alemanes lo áspero de su genio. Gemían sus príncipes y sus repúblicas, pero en vano, porque estaban por todas partes ceñidos de tropas y a ellos les faltaban, no teniendo valor ni aun para la queja (tanto los asombraba el poder de los austríacos).

El Pontífice pensó alguna vez sacudir el yugo que a sus Estados amenazaba, pero no halló aprobación en los cardenales, porque los más eran de la facción del Imperio, y los neutrales no amaban la inquietud de la guerra. Don Horacio Albani, hermano del Pontífice, dividió sus hijos en ambas facciones de Francia y Alemania para afianzar la seguridad de su Casa, que la estaba construyendo sin mucho ruido, y atesorando riquezas. El cardenal Grimani y el embajador cesáreo, marqués de Prié, llenaban la corte romana de amenazas. Los herejes inflamaban esta guerra contra el Pontífice, más por odio particular que por interés, porque ni los ingleses, holandeses y protestantes de Germanía le tenían en que el Emperador ajase y destruyese la Italia. Pidió paso a sus tropas de Nápoles para el Milanés; acordósele con nunca observadas condiciones, porque había el virrey de Nápoles, conde de Daun (que sucedió a Martinitz) ordenado oprimir de intento a los vasallos del Papa, y a imitación de lo que hizo el príncipe Eugenio en Milán, había confiscado los bienes y la renta de los beneficios eclesiásticos de los que estaban ausentes, prohibiendo para Roma toda extracción de dinero, ni aun por bulas, y para buscar pretextos se quejaba de que había presidiado el Pontífice a San Ciprián, frontera de Nápoles, con cuatrocientos hombres, y erigido dos fortines. Envió Daun quinientos caballos, que pasaron después a Ferrara. Con este apoyo suscitó sus antiguos derechos el duque de Módena y todas eran trazas para amedrentar a los romanos.

Vióse en muchos lugares de Italia y en Roma un manifiesto que con arte hicieron los alemanes; daba las razones por que se debía despojar al Pontífice de la prerrogativa de que fuesen feudos de la Iglesia las dos Sicilias. Que no debía el rey de Nápoles pagar el sólito reconocimiento o tributo, y que se le debían quitar los Estados de Aviñán y Benevento como usurpados de Clemente VI y Pío II; que no tenía valor ninguno la transacción entre Carlos V y Clemente VII sobre la elección de los obispos, que pertenecía enteramente al Rey. Que se había de extinguir la alternativa entre ellos y la Curia romana, a quien no tocaba dar beneficio alguno en los dominios reales, sí sólo a los prelados, sin que pudiese aquélla imponer pensiones ni tomar el Papa dinero por bulas. Que se había de suprimir el tribunal de la Nunciatura en Nápoles y el que tiene a su cargo las Obras Pías y las mandas para la fábrica de la iglesia de San Pedro, reservando a los obispos el administrarlas.

Todo esto no se había decretado en Barcelona ni en Nápoles, pero lo amenazaban los tudescos, y dispusieron que en la Dieta de Ratisbona se declarase no tener la Iglesia acción alguna a los Estados de Aviñón y Benevento, y que se adjudicase Mantua al Emperador sin oír la parte, porque aún vivía el Duque, que murió muy poco después en Padua.

Como los alemanes daban muestras de quererse acuartelar en el Ferrarés, mandó el Pontífice juntar sus tropas y llamó a sus súbditos que servían en los ejércitos de otros príncipes. Obedecieron pocos, porque cualquiera desea servir a un príncipe grande. Levantáronse en Aviñón dos regimientos, que pasaron con las galeras pontificias; fortificóse a Ferrara, y todo era un aparato inútil de guerra, de que hacían burla los alemanes, porque no podía el Pontífice juntar tropas que los resistiesen. Pasó el príncipe Eugenio de Saboya a Viena, y fue llamado a Milán el conde Daun, a quien sucedió en el virreinato de Nápoles el cardenal Vicente Grimani, hombre áspero, turbulento y poco atento al Sumo Pontífice, como debía por muchos títulos serlo; partió sin despedirse, y esto le dio aprensión, porque parecía declarar la guerra.

La hacía el Emperador a la Iglesia, pero no la confesaba. Todo lo aplicaban los alemanes a la necesidad de asegurarse en Italia, y al desorden de los soldados, mal reprimidos de industria o adversos a la Santa Sede, porque había en los regimientos de los príncipes de Alemania gran cantidad de herejes, y muchos cuerpos de tropas lo eran enteramente; las de Sajonia y Hesse Casel, Hannover y de los círculos de Suevia y Franconia.

El Papa nombró por general de sus tropas al conde Marsilli; fortificó las fronteras de Nápoles y juntó quince mil hombres. Los alemanes propusieron ajuste, como se decidiese en Ratisbona la duda de si eran Parma y Ferrara feudos imperiales. El emperador escribió a todos los cardenales del Sacro Colegio, menos a los de la contraria facción, justificando que debía declarar la guerra al Pontífice si no desistía de tener por feudos a Ferrara y Parma; empezó sus razones ocupando a Comachio, para apretar más a Ferrara. Esto era ya despojar de sus Estados a la Iglesia, con el pretexto de un pretendido alto dominio que sobre Comachio tiene el César, alegando que nada, sin la Junta de los Príncipes del Imperio y su consentimiento, pudo dar a la Iglesia Carlomagno de los Estados imperiales, porque los derechos a lo alienado no se perdían ni con la benigna tolerancia de tantos siglos. Todo era infundirle más terror al Pontífice, a quien mantenían algo las persuasivas del cardenal de la Tremoglie por la Francia, y el duque de Uceda por la España: ofreciéronle quince mil hombres si hacía con ambos reyes Liga ofensiva y defensiva; ya sabía que no se los habían de dar, pero le sostenían con esperanzas para hacer alguna distracción a las armas austríacas. No entendió luego esta política el Pontífice, y creyó poder tener un ejército de treinta mil hombres si se le daban los que le prometían, y esperaba traer a la Liga algunos príncipes de Italia.

Para confiarle mejor, envió el Rey Cristianísimo a Roma por embajador extraordinario al mariscal de Tessé; por España pasó, sin carácter, el marqués de Monteleón, que era enviado del rey Felipe en Génova, para que ayudase al duque de Uceda, cuya quebrada salud no era capaz de grande aplicación, ni la tuvo asidua a los negocios de España después que se perdió el reino de Nápoles, y él la esperanza de poder lograr aquel virreinato, al que aspiró siempre. De sujetos que le trataban íntimamente sabemos que desde entonces enajenó su ánimo del Rey Católico y adhirió secretamente a los austríacos, pero con tal cautela que lo penetraban pocos, porque le veían ministro del Rey y con no vulgar aplauso en la corte, donde enteramente se ignoraba la perversa intención del duque.

A las juntas que por las dos Coronas se hacían en Roma asistían el referido duque, el mariscal de Tessé, el cardenal, de la Tremoglie, el decano de la Sacra Rota don José Molines, y el marqués de Monteleón; pero el Papa había menester tropas y no discursos ni consejos. Moderaban su ánimo su hermano y sobrinos, a quienes no convenía la guerra, porque se gastaba el dinero, y aunque se sacó del tesoro de Sant-Angel, mucho de lo suyo gastaba el Papa, y aplicaba a la causa pública algunos arbitrios que producían dinero. Determinó sitiar a Comachio, pero vio la imposibilidad, habiéndose fortificado aún más de lo preciso los alemanes, que sorprendieron a Ostellato para internarse mejor en los Estados pontificios, donde ejecutaban los herejes tan horrendas y sacrílegas insolencias, que osaron matar a un sacerdote estando celebrando el sacrificio de la misa, y en las heridas le metieron por desprecio las hostias consagradas que estaban en el copón, por ver, decían, si Dios, que en ellas estaba, le volvía la vida. El Emperador despreciaba estas quejas, y respondía que esto no era guerra, y que la había prohibido contra el Pontífice; que era insolente militar licencia de los soldados, que mandaría castigar, pero que podía restituir a Comachio por no dejar indecisas las razones del duque de Módena, a cuya familia lo había dado Federico III.

Diciendo esto se adelantaban las armas, porque también tomó a Bondeho y detuvo prisionera la guarnición, y con todo eso aseguraban sus ministros en Roma que no era guerra, bien que luego tomó también a Stellata y se acampó junto a Ferrara el conde Daun; retiráronse las tropas pontificias. Con esto estaba Ferrara bloqueada, y devastada cruelmente toda la tierra de Boloña. Tomó cuarteles en los Estados pontificios el alemán, corriendo la caballería hasta Imola y Faenza. Consternóse Roma; cerráronse de ella tres puertas, y se introdujo presidio.

Los franceses y españoles no le daban al Papa nada más que palabras, cuando los alemanes, ya más vecinos, obligaron a Marsilli a retirarse a Pésaro.

Defendía con treinta mil hombres el río Mosa el príncipe Eugenio; con setenta mil marchaba el duque de Malburgh contra el de Borgoña y Vandoma. Éste se le dio a aquél por consejero, pero el sistema del duque de Borgoña era conservar el ejército, y nunca exponerle a una batalla, porque no tenía otro la Francia. De aquí nacieron algunas disensiones, siendo de contrario dictamen Luis de Vandoma, cuyo genio ardiente y desembarazado tocaba en lo temerario, alentado de que constaba el ejército de los franceses de ochenta mil veteranos. El inglés se adelantó a Lovaina, y tenía como por antemural el río Ischia. Ambos ejércitos querían ocupar su fértil llanura, pero madrugó más el inglés, se alojó en ella y se fortificó, echando también dos puentes al Dile. Con cuatro mil hombres sorprendió a Gante el duque de Borgoña. Retiróse el presidio al castillo que llaman de Sas de Gante, pero al fin se rindió después, por falta de víveres. Igualmente feliz, el mariscal de la Mota tomó a Brujas.

Avisado de esto Malburgh, se movió a vigilar sobre Meninga. Entraron los aliados en aprensión del poder del ejército francés, y se llamó al príncipe Eugenio, que vino con toda la caballería, pero la situación del ejército de los aliados no podía embarazar sus progresos al duque de Borgoña si pasaba la Esquelda, y aún corría peligro Malburgh de ser vencido, obligado en aquel paraje a una batalla. Por esto partió de improviso el día 9 de julio, y pasando por Ath el Dender, acercándose a Odenarda, y sorprendiendo las centinelas avanzadas del francés, y la gran guardia, echó dos puentes a la Esquelda y luego empezaron a pasar sus tropas.

Había el duque de Borgoña, ignorante de esto, enviado por Graven al general de Virón con treinta escuadrones, para que pagase el Rey, mientras con lo restante del ejército seguía el duque; pero llegó a tiempo que había casi pasado la vanguardia de los enemigos. Informado el francés de esto, mandó atacarlos, pero no podía Virón hacer más que cansarlos con escaramuzas. Los ingleses y alemanes las sostenían mientras pasaba la infantería. El duque de Borgoña marchó a rienda suelta a socorrer a Virón; la infantería no pudo apresurar tanto sus pasos, pero acudieron los oficiales con el duque de Vandoma y el de Betri; el terreno estaba cortado de canales, y tan angosto que no se podía dar batalla explicando en la debida forma las tropas, y así, era tan estrecha la pelea que ni en la boca del fusil servía la bayoneta, ni la tomaban los soldados con la mano. Los franceses padecían mayor estrago, porque como entonces toda su fuerza estaba en la caballería, y ésta no podía combatir, tenían gran ventaja los ingleses, además de que estaban los franceses sobre una margen de arena muy alta y ruda, que les impedía los necesarios movimientos. Por momentos estaban a la acción nuevas tropas alemanas, y aunque llegó ya la manguardia de los franceses, defendían sus enemigos la orilla del río con más felicidad, por estar más bien situados y porque no podía extenderse en línea el francés por lo estrecho del paraje.

Llegó la noche y cesó la batalla; en el mismo lugar en que peleaba se quedó Malburgh. El francés se retiró al confín de la selva, a distancia de tiro de fusil, pero vencido, porque no pudo echar a los enemigos de las orillas del río y porque perdió doble gente. Los alemanes perdieron dos mil hombres. Antes que amaneciese el día 12 le llegó todo su ejército al duque de Borgoña; y luego, al favor de la sombra, pasando en Gante los ríos, se acampó detrás del gran Canal, extendida la derecha a Brujas y la izquierda a Gante; y porque no faltase la comunicación entre Brujas y Neoport, sorprendió a Plasental, pequeño castillo situado al extremo del canal de Brujas, donde empieza el de Neoport. Así se comunicaban también Gante y Dunquerque. Temió ser sorprendido, del señor de la Mota el gobernador de Ostende, y llenó de agua la ciudad. Mucho celebraron haber pasado el río los aliados, permaneciendo un ingrato rumor contra la fama del duque de Borgoña, que lo había permitido. De este hecho dio cuenta por extenso al Rey Cristianísimo el duque de Vandoma, y del descuido tan pernicioso a sus intereses, porque muchos días antes había sido Vandoma de dictamen de pasar la Esquelda y atacar a los enemigos. Algunos creyeron en el duque de Borgoña siniestra intención y afectado descuido, no queriendo vencer por obligar a la paz a su abuelo; pero esto es difícil de averiguar.

El duque de Berwick sacó veinte y cinco mil hombres del Rhin y los juntó al ejército del de Borgoña. El día 14 pasó Malburgh el río Lisa y ocupó las alturas de Varentón y Comines, y con esto puso en contribución el país de Artois y casi hasta Arrás; su campo tenía a Meminga la siniestra, y la derecha de Rousellar; a los que a él pasaban desde Odenarda incomodaba mucho la guarnición de Tournay, a la cual añadió gente el duque de Berwick. Lo propio hizo con Ipré y se pasó a Lilla. Ocuparon las líneas de Comines los alemanes e ingleses, que estaban ya desamparadas del francés.

Por una y otra parte se encendían las hostilidades contra la Flandes, fatigada de agravios y contribuciones. Juntóse con Malburgh el príncipe Eugenio, y pasaron a Bruselas ciento y diez piezas de artillería por el canal de Brujas; aún estaba oculto el designio, pero corría voz de que se intentaría el sitio de Lilla, donde se encerró el mariscal de Bouflers. Con sus marchas también amenazaba a Mons Malburgh, y por eso puso Berwick su campo entre esta plaza y Nivelli. A 5 de agosto se juntó al grande ejército el conde de Tilly; trájose de Bruselas gran cantidad de víveres, y ya no había duda de que se enderezaba todo contra Lilla. Para guardar las plazas que dejaban los ingleses atrás, se mandó al príncipe hereditario de Hesse Casel que con un cuerpo de tropas se acampase en Bruselas.

A 14 de agosto se presentó a vista de Lilla el príncipe Eugenio, que era quien mandaba el sitio, y no pudo sin gran sangre ocupar los puestos, porque el mariscal de Bouflers le disputaba cualquier palmo de tierra, y perdió antes de tomarlos mil trescientos hombres; doce mil tenía la plaza de guarnición, y mil y quinientos caballos. Nada le faltaba para una larga y vigorosa defensa, sino víveres. Malburgh observaba el ejército del duque de Borgoña, que estaba en Maldeguén, a quien se juntó Berwick con cuarenta mil hombres sacados de las plazas más vecinas al mar. El día 14 atacaron los sitiadores el castillo de Cantelech, situado en la alta ribera del río Dola, sin el cual no podían formar la línea, pero fueron rechazados. Intentaron cortar un dique que había formado Bouflers, para inundar el campo enemigo a su tiempo si se extendía a la parte inferior de la ciudad; la noche del día 16 envió la gente necesaria para esta obra, pero habiendo sido avisado de las centinelas Bouflers, hizo una emboscada de cinco mil hombres que, acometiendo de improviso a los que vinieron, mataron de ellos dos mil, y los demás se retiraron.

Estas primeras desgracias endurecieron más el ánimo de Eugenio, y prosiguió el sitio. A los 20 de agosto ya tenía formada la línea de circunvalación, abierta trinchera y plantadas las baterías. A 5 de septiembre, el duque de Borgoña envió el bagaje a Tournay y Valencenas; y Condé, desembarazando el ejército, marchó a Marchea, que es una altura que tiene sujeta la parte inferior del río, cuyo puente ocupaban los ingleses, y habiendo sido acometidos le perdieron. Esto hacía el francés por si podía traer a una batalla al duque de Malburgh, que no pensaba en esto y había fortificado bien su campo adelantando un gran trincherón en Templemato y Entier, y tenía ocupadas ambas orillas del río; este trincherón y puestos fortificados ganaron los franceses, y plantaron baterías contra el campo enemigo; pero no se podían acercar a él, porque Malburgh, para asegurar a los sitiadores, se había fortificado con fosos y empalizadas, extendida la derecha hacia Seclin, detrás de un lago tan cenagoso, que era imposible pasarle; otro eligió por antimural de la izquierda en Fretin, junto a Marque, y estaban de género dispuestos los reales, que era temeridad atacarlos, y así, se cansaba en vano el francés provocándole a una batalla.

Atento sólo a su sitio el príncipe Eugenio, la noche del día 1 de septiembre atacó el foso de la puerta de la Magdalena, y fue tres veces rechazado con gran pérdida, pero a la cuarta ocupó dos ángulos sobresalientes, y antes que se pudiesen los vencedores alojar, prendió fuego Bouflers a tres minas que allí había hecho y volaron los alemanes y holandeses al aire. Salió luego de la plaza un regimiento de granaderos, y echó de aquel lugar a los que quedaron. Esta función fue tan sangrienta y costosa, que ya se quejaban los holandeses de haber emprendido sitio tan difícil y prolijo. El príncipe Eugenio se obstinaba más en su empeño, y no le hacían fuerza estas representaciones, ni la pérdida de la gente. Pidió más regimientos al duque de Malburgh, para formar los aproches, porque por los desertores había sabido que los sitiados habían levantado una trinchera que abrazaba los baluartes de la Magdalena y San Andrés; tenía alguna dificultad traer víveres al ejército de los aliados, y más después que el duque de Borgoña se acampó en las alturas de Odenarda y con varias partidas embarazaba los caminos, enviando a este efecto un gran destacamento que se pusiese entre Ath y Odenarda. Con el marqués de Seneterra pasó otro a Nall; pero el mayor le gobernaba el conde de la Mota, de Brujas y Ostende, porque rotos los canales se prohibía a los holandeses enviar armas y víveres a Bruselas, y no podían volver las barcas que ya habían pasado.

Ambicioso de gloria, o estimulado de la dificultad, Eugenio, la noche del día 19, dio el asalto al camino encubierto con ocho mil hombres, que fueron no pocas veces rechazados del valor de los defensores, y se retiraron, dejando muertos dos mil. La noche del día 21 volvió al mismo asalto con quince mil soldados escogidos que envió Malburgh, y no tuvo entonces mejor suerte, porque habían cobrado tanto horror los sitiadores, que ya no obedecían a los oficiales -tan vivo y tan tremendo, era el fuego de la plaza, y con tanta vigilancia y esfuerzo la defendía su gobernador.

Mandó el príncipe dar beberaje a las tropas en mayor porción que la acostumbrada, para que el ardor del vino hiciese despreciar el peligro. Con esto, mandó se diese un general asalto a las fortificaciones exteriores, y principalmente a una tijera bien construida, que estaba junto a la puerta de la Magdalena; no acometieron al camino encubierto, que estaba a una y otra parte contra las fortificaciones exteriores; la tijera no la tenía; y como sobre ella estaba un bastión que la dominaba, y otros a los lados, era ardua y difícil la empresa, aunque las brechas estaban a propósito para ser asaltadas, porque se batía con cien cañones. Tres veces echó fuera del muro la guarnición a sus enemigos, nuevamente rebeldes al precepto, y amedrentados de tanto estrago.

Viendo esto el príncipe Eugenio, se encaminó él primero con una compañía de granaderos al mayor peligro, para dar el cuarto asalto, que fue tan impetuoso que no cabe la ponderación en la pluma, pues al ejemplo del príncipe, todos los oficiales ocuparon la primer fila. Disputóse acérrimamente, y ocuparon los sitiadores el ángulo externo que sobresalía de en medio de la tijera; fue el príncipe levemente herido de un fusilazo en la frente, sobre la ceja izquierda, y murieron allí más de dos mil hombres, la mayor parte oficiales atrevidos y esforzados. Ni aún con haber ganado este poco sitio estaban libres del peligro, porque la cortina del muro, que estaba un poco detrás de la tijera, y los dos bastiones de los lados, disparaban incesantemente.

El día 22, con no menor sangre, se alojaron los sitiadores en el labio exterior del foso, y procuraban llenarle de fajinas. El príncipe se retiró a sus tiendas para curarse, porque el aire le encrudecía la herida y acudía humor, y así les faltó a los sitiadores un gran jefe. Padecía hambre el ejército, y ya casi no podía venir más que de Inglaterra socorro, porque el conde de la Mota cerraba los pasos aunque no con gran vigilancia, y así se encargó al de Albemarle el que introdujese ochocientos carros de víveres en el campo del duque de Malburgh, lo que ejecutó con tanta destreza y felicidad, que pasando por caminos extraviados y venciendo siempre las partidas avanzadas de los franceses con continuadas escaramuzas, llegó a su campo, que ya no tenía pan de munición; era preciso levantar el sitio y aun recibir la batalla, o darla al duque de Borgoña, que la deseaba. Aquí se culpó mucho el descuido del conde de la Mota. Con igual valor introdujo a la plaza socorro, rompiendo un cuartel de la línea por la noche el caballero de Luxembourg, que con el idioma alemán engañó a las guardias avanzadas; no pudo entrar toda la pólvora, porque a uno de los sacos de piel en que venía se prendió fuego y se descubrió ser enemigos.

Tomaron los sitiadores las armas; la parte que había pasado las trincheras entró en Lilla, y la que quedó fuera se retiró a Doay. Hizo el caballero de Luxembourg con la gente nuevamente introducida una salida contra las trincheras, de las cuales no pudo arruinar alguna, porque los sitiadores vigilaban en ellas y habían ocupado algunos caminos encubiertos de las exteriores fortificaciones; después, con gran dispendio de sangre, las ganaron todas y adelantaron sus baterías al cuerpo de la plaza, hallándose presente ya el príncipe Eugenio, por estar mejorado de su herida.

El día 26 de octubre batieron con sesenta piezas de cañón, y después construyeron otra batería de cuarenta. Ya tenía el sitio sesenta días, y les faltaba a los sitiados los víveres. Estaba abierta en su justa longitud la brecha, y llenado el foso. Todo había costado gran sangre, sin haber el mariscal de Bouflers omitido circunstancia para la defensa, ejecutando cuanto pide el arte y el valor militar. A instancias del pueblo, pidió el 22 capitulación, y ofreció entregar la ciudad, reservándose el castillo. Consintió en esto el príncipe Eugenio, y nada negó de cuanto se le había pedido, diciendo no era razón negar cosa a defensor tan esclarecido. Los artículos fueron setenta y cuatro, y el primero de ellos fue que se conservaría en la ciudad la religión católica.

Retiró Bouflers al castillo seis mil hombres de infantería que le quedaron, y las necesarias municiones. Empezaba nueva guerra, porque el castillo es uno de los mejores de Flandes, ceñido de dos muros y de dos fosos, y guardado de los más bien extendidos baluartes. La caballería pasó a Doay con todos los honores militares. El día 29 se empezó a abrir la trinchera, no con tanta celeridad, porque estaban cansados los sitiadores y faltaba pólvora y balas; mayor penuria había de pan, y así se envió al príncipe de Hesse Casel para que de cualquier forma enviase trigo del país de Artois, porque el que estaba en Ostende, traído de Inglaterra, no le dejaban pasar los franceses, ya mas avisados del escarmiento, y se había extendido el ejército del duque de Borgoña como bloqueando la Esquelda, para que no pudiese subsistir el de los enemigos. Puesto en este extremo Malburgh, era preciso o pasar el río o perecer. Toda la esencia de este hecho consistía en guardarle bien, con lo cual eran casi vanos todos los pasados triunfos de los aliados.

Vino desde París el señor de Chiamillar, ministro de la Guerra, al ejército del duque de Borgoña, y el duque de Baviera pasó a Mons. Juntóse Consejo de guerra, y asistieron a él los duques de Borgoña, Berry, Vandoma, Berwick, el señor de Chiamillar y el conde de Bergueick, ministro del Rey Católico en Flandes. Dividiéronse los dictámenes; al del duque de Borgoña se opuso Vandoma, con libertad más que de vasallo, llevado de su celo y su experiencia, porque las disposiciones no eran las más propias para guardar el río, en que consistía toda la gloria de la campaña y toda la utilidad.

Los más de la junta lo entendían como Vandoma; pero la necesidad o la lisonja imponía silencio, viendo claro el sistema del duque de Borgoña de querer con desgracias obligar a su abuelo a la paz. No lo ignoraban los enemigos, y aunque estrechados en un ángulo de tierra, en que sin batalla habían de perecer con sólo prohibírseles la opuesta orilla del río, no dejaron el sitio del castillo de Lilla. El duque de Baviera no creyó tan contraria política a sus propios intereses en un nieto del Rey Cristianísimo, heredero de la Corona. Sabía el infeliz estado del ejército enemigo, y que ya no les dejaba sacar de la Artesia lo que querían el señor de Cheladet, francés. Los señores de Langueron y Fourbin prohibían los canales por donde desde Ostende pasaban algunos víveres; también estaba roto el que hay desde Neoport a Plasental; y desde éste a Brujas. Ocupaban los franceses los puentes de Slippen y Leffigen, y aunque el duque de Malburgh había enviado al conde de Cadogan con siete mil hombres a ocupar el gran canal que hay desde Ipré a Neoport, el cual, habiendo echado a los franceses del puente, corría hasta Loo, sacando con violencia cuantos víveres era posible, pero luego el duque de Vandoma, rompiendo el canal, inundó las campañas de Neoport y hacía el agua irreparable guerra.

Por todas estas razones entró el duque de Baviera en Brabante con diez mil hombres, o para llamar allá los enemigos, o para tomar a Bruselas; y como aquéllos no querían ni podían salir de su campo, empeñados en Lilla, y sólo por la Esquelda debían romper, para socorrer el hambre, se presentó el duque a vista de Bruselas el día 23 de noviembre. Tenía la plaza dos mil y quinientos holandeses, y no fiaba el bávaro su felicidad tanto a las armas cuanto el amor de aquel pueblo al Rey Católico.

El día 26 batió la cortina del muro que está entre las puertas de Lovaina y Namur; por la noche ocupó el camino encubierto y la parte del foso que no tiene agua, como también una media luna que sobresalía. En este estado cargó sobre el ejército enemigo la dura necesidad de pasar la Esquelda por no perecer de hambre; propúsolo así en una carta que escribió desde Lilla a Malburgh el príncipe Eugenio, aun haciéndose cargo de todas las dificultades, y que serían indubitablemente vencidos; pero que era más glorioso morir con las armas en las manos que de hambre en las trincheras. Que, dejaría muchos batallones para guardar las que se habían erigido contra el castillo, y que él seguiría los pasos de Malburgh para estar presente a los riesgos. No tenía el general inglés otro partido que tomar, y así, extendiendo su ejército en varias partidas a la orilla del río, y echando de noche un puente a Berhem y Laure (puestos mal guardados de los franceses), intentó con gran temor pasarle, y por eso fueron pocos los que llevaban la manguardia, recelando alguna emboscada; pero viendo que nadie se oponía, y que el ejército francés fingía ignorarlo o lo ignoraba, pasó todo el suyo Malburgh a vista de ochenta mil enemigos.

Esta advertida negligencia del duque de Borgoña no la creerán los que estos COMENTARIOS leyeren; y por respeto a tanto príncipe, no ponemos aquí la carta que el duque de Vandoma, transportado de ira y rabia de ver descaecer no sólo la gloria, pero los intereses de la Francia, escribió al Rey Cristianísimo, culpando al duque, y con un desertor envió copias de esta carta al de Malburgh y al príncipe Eugenio, quitando de sí el borrón, por que se reía de las expresiones de sus émulos. El de Borgoña se quejó de la insolencia de Vandoma en tan libres escritos y palabras. Conoció el Rey Cristianísimo la intención de su nieto, pero lo disimuló, siempre sostenido el duque de la señora de Maitenon, ganada por las artes de la duquesa su mujer. Vandoma fue llamado a la corte, y sólo el Delfín estaba de su parte, que como amaba tanto a su hijo el rey Felipe y conocía cuán en su perjuicio era lo que obraba el duque de Borgoña, aun siendo éste su primogénito, abominaba su dictamen.

Se vieron muchas sátiras en París injuriosas al duque, y se dio garrote a un clérigo que esparcía una en el Loure. Sacando el inglés las tropas que tenía en el país de Artois y Frunembanch, aumentó su ejército; tomó de Meminga muchas piezas de cañón y, dejando a Rodelauro, puso el campo a la otra parte de la Esquelda; luego dejó el sitio de Bruselas el bávaro, y se restituyó a Mons. El príncipe Eugenio echó a los franceses, que estaban en los collados de Odenarda. El duque de Borgoña pasó a Doay, y mandó que marchase allá el ejército, adonde se retiraron todos los franceses, y el conde de la Mota, muy glorioso. Con esto estaban todos los caminos y canales abiertos, para traer víveres al campo de los aliados.

Viendo esto el mariscal de Bouflers, y que ya había perdido el camino encubierto y el foso, y tenía la brecha abierta, capituló la rendición de la ciudad de Lilla y salió con todos los honores militares. Costó este sitio más de treinta mil hombres a los aliados y cuatro millones de libras a los holandeses, que tomaron posesión de la ciudad, quedándole sólo el nombre al rey Carlos.

* * *

Esta infausta guerra de Flandes ponía siempre en más infeliz estado a la España, porque le escaseaba la Francia los socorros, atenta solamente a su seguridad. Con todo eso, se mantenían los franceses que con el duque de Orleáns estaban, y se proseguía con calor la guerra contra la Cataluña y Valencia. Gobernaba este reino Asfelt, como ya dijimos, y no le había perdonado a la fortuna el desaire recibido en Denia, y para restaurar lo que allí perdió de su opinión, determinó sitiarla. Pidió tropas para este efecto al duque de Orleáns, que las envió en 4 de octubre con don Francisco Caetano; a las que quedaban se les permitió cuarteles de invierno.

A los primeros días del mes de noviembre dio vista a la plaza con quince mil hombres Asfelt; no gastó mucho tiempo en abrir trinchera ni plantar baterías, porque no disparaban los baluartes, hasta que se empezó a batir en brecha. El día 12, por la tarde, se dio un asalto general a las fortificaciones exteriores, y en dos horas las ganaron los franceses, aunque se resistió cuanto pudo la guarnición, que constaba de mil y quinientos alemanes e ingleses; rindióse la ciudad y se retiraron al castillo; pero habiendo don Pedro Ronquillo ocupado el convento de San Francisco, pocos días antes fortificado de los enemigos, se les prohibió a los sitiados el mar. Reconociendo los ataques, fue Asfelt levemente herido, pero prosiguió con su empresa, aunque los fríos de aquel invierno eran horribles. Perfectos ya los aproches, a los 17 pidió el castillo capitulación, y no se le concedió a la guarnición más que el ser prisionera de guerra, y al pueblo ninguna condición. Esta noticia llevó al rey Felipe don Jerónimo Solís y Gante, de quien dio tan honrados informes Asfelt, que fue elegido brigadier. Alentado con esta victoria, intentó el sitio de Alicante, y sin perder tiempo envió al mariscal de campo don Pedro Ronquillo para que tomase los puestos, lo que así ejecutó el primer día del mes de diciembre. Siguió todo el ejército el día 3, y en el 7 se empezó a abrir trinchera.

La plaza hacía gran fuego, y había levantado y fortalecido un trincherón que incomodaba mucho a los sitiadores. Asaltaron éstos el arrabal murado, y le ganaron. Desde allí se batía el trincherón que cubría el otro arrabal; pero le desampararon los ingleses; en él se alojó luego Ronquillo con todos los granaderos, y se aplicó el mirador al muro sin riesgo, porque estaba lejos el baluarte, que era una simple cortina. Los nobles y hombres principales de la ciudad se salieron y se embarcaron para Mallorca; la plebe instó la rendición al gobernador, don Juan Ricarte, y se capituló, entregando la ciudad. Los presidarios se retiraron al castillo, y hubo tregua de cuatro días; se dejaron salir los soldados de caballería sin caballos y no se le permitió al pueblo capitulación alguna. Era toda la dificultad prohibirles a los sitiados el mar, porque venían veinte naves inglesas a socorrerlos. Por eso se construyeron en la orilla de él dos líneas y se pusieron dos baterías contra el castillo y contra el mar, haciendo más fuerte la de contravalación, porque se temía algún desembarco. Está el castillo puesto en una gran eminencia, y aunque con ramos oblicuos subía la línea a plantar el cañón a tiro, ni ésta podía pasar por donde era necesario, por los peñascos del monte, ni se podía dar asalto a un muro elevado, al cual por largo espacio era preciso subir descubiertos, y fijar el pie en un derrumbadero; por esto determinó Asfelt minar el castillo. Esta obra parecía imposible, porque se había de penetrar un monte cuyas entrañas eran de peña viva y de mármol basto; pero tan duro, que apenas se dejaba labrar. Se había de llevar la mina a estado que, reventando el monte, cayese el muro; había de ser tan larga y ancha que hiciese efecto, y para esto era menester cantidad de pólvora, que no tenían pronta los sitiadores.

Ni aun si cayesen algunos lienzos de muralla en lugar tan escabroso era cierto el poder dar el asalto, porque la ruina lo impediría, y así, no eran muchos de este dictamen; sólo sí de bloquear el castillo y rendirle por hambre; pero firme en su opinión Asfelt, bien fortalecido antes el lugar en que había de empezar la mina, y vueltas todas las baterías contra el mar, dio principio a la obra cuando ya fenecía el año, y así, escribiremos su éxito en el que se sigue.

Conociendo Guido, Staremberg cuán mala guerra podía hacer habiendo perdido todo el reino de Valencia y Aragón, y adelantados los españoles a Tortosa, intentó sorprenderla. Sacó de su ejército a todos los granaderos el primer día del mes de diciembre, y con cinco mil hombres y una gran partida de Catalanes, pagó a Tortosa; antes de amanecer el día 4 ocupó una cercana ermita y puso artillería por donde declina el Ebro; ocupó algunas fortificaciones que no tenían aún perficionado el recinto en la puerta de San Juan, y el rumor avisó a la guarnición del peligro en que se hallaba; acudieron luego a la puerta, que pretendían con hachuelas abrir los alemanes, y con efecto la hicieron pedazos; pero no pudieron pisar el lindar, porque dos horas le defendieron con brío los del regimiento de Blaysoisa, francés. Otros asaltaron por la puerta que llaman de Temple, la cual defendió gloriosamente el regimiento de Murcia, con no pequeño estrago de los enemigos.

Con mayor felicidad, los que acometieron por la puerta que llaman del Remolino ocuparon el arrabal y una gran cortadura que le separa de la ciudad; acudió allí luego con lo más del presidio su gobernador, don Adrián Betancourt, y se arrojó sobre los enemigos con tal ímpetu, que a los primeros encuentros quedó muerto, y hubieran flaqueado los defensores si la luz del día no les diese más aliento, porque era tan intrincada aquella acción, que se recibían las más de las heridas de los propios amigos, y no podía, por ser aún de noche, jugar la artillería de la plaza.

Los alemanes ocuparon las casas del arrabal y se previnieron para batir la opuesta cortina, aunque un baluarte hacía tanto fuego que no los dejaba trabajar; pero ocuparon el convento de San Juan y se fortificaron para proseguir los ataques. No les dejó tomar pie el teniente de rey señor de Longcamp, y los atacó con tanta resolución con los granaderos el marqués de Ordoño, que después de una sangrienta disputa, quedaron prisioneros los que ocupaban el arrabal. Se distinguieron en esta acción Longcamp, Ordoño, don Francisco Quirós, don Diego Amarillo, don Pedro Sánchez, don José Felvio, que hicieron retirar a los enemigos al convento de San Juan, donde ya se peleaba lejos de la ciudad.

Contra la torre de las campanas de la iglesia apuntó la artillería don Andrés Patiño, y las piedras que caían maltrataban tanto a los que se querían mantener en las trincheras, que para no quedar obruidos de la mole que se desplomaba, fue preciso desamparalas; pero se peleó hasta la noche, y al favor de las sombras retiró su gente Staremberg, y con la que quedó se restituyó a Barcelona, disgustado de la infeliz expedición que, con su acostumbrada sutileza de ingenio, creyó lograr.

Nada de remarcable hubo este año en Extremadura. Mandaba en ella en jefe el marqués del Bay, que el día 7 de mayo se acampó de la otra parte del campo de Evora. Los portugueses se acamparon en Olivenza. Los españoles eran doce mil infantes y seis mil caballos; con mil y quinientos de ellos se envió a don Antonio de Leyva a hacer varias correrías, que no las olvidaban los enemigos. Toda la guerra de la primer campaña se redujo a afligir los pueblos, a robar ganados y a cansar en vano las tropas, que a 9 de julio se retiraron a cuarteles. La segunda campana empezó por octubre. El portugués se acampó en el Almendral, y los españoles se adelantaron a Villagoina, y, después de saqueada, don José de Armendáriz tomó a Barbacena, en que había cien soldados; no se dejó presidio, y se asoló a Villaquina y la Atalaya, y nada más hicieron las tropas del rey Felipe; las del rey don Juan pasaron hasta Jerez, de donde las echó don Luis de Solís.

Volvió a entrar con mil caballos en los Estados de Portugal don Pedro Serrano; devastó los campos de Moura y pasó, saqueando, hasta Serpa. Don Diego González trajo gran cantidad de ganado. Acudieron en gran número los portugueses, y echaron a los españoles, que hicieron barbaridades en la tierra enemiga, no perdonando ni aun a los sagrados. Incendios, violencias, estupros y robos eran todas hazañas de una y otra parte, y al fin, se vieron obligados los jefes a convenir en que los labradores y pastores gozasen de una general salvaguardia en ambos reinos, y que no hubiese hostilidad sino solamente entre las tropas; pero, como los cabos militares deseaban aprovecharse, duró poco este ajuste, y se empleaba tan bajamente el valor.

* * *

A los fines del año murió en Londres el príncipe Jorge de Dinamarca, marido de la reina Ana de Inglaterra; pero no rey, como dijimos, porque hizo siempre una vida privada, con más amor a los banquetes que a la campaña. Importábale a Malburgh y a todo su partido que no tuviese parte en el gobierno, porque le iba bien con la Reina, a la cual imposibilitaban segundas bodas, ya porque su edad era incapaz de sucesión, y ya por no admitir en Londres príncipe de más alto espíritu, que se valiese de los derechos de la Reina para mandar; ni ésta quería entrar en nuevo sistema de vida, satisfecha de las adoraciones del solio, en el cual no mandaba, sí sólo servía a Malburgh y a los de su facción. También hacía 1a Reina alguna reflexión sobre su hermano, el rey Jacobo, siendo cierto que le deseaba por sucesor de la Corona, aunque en la apariencia adhería a la Casa de Hannover. Era el príncipe Jorge grande almirante de Inglaterra, y aunque sólo tenía del empleo el nombre y el sueldo, no faltaban ambiciosos a la pretensión; confirióse al conde Pembrock con la misma autoridad y con menos emolumentos; rehusó admitirlo, si no se daban a la Marina las asignaciones acostumbradas y se quitaba la subordinación al Consejo de Estado, reservándola sólo al Parlamento. Llevó esto la Reina muy mal, pero vino en ello porque nunca tuvo el Parlamento mayor autoridad que en su reinado. El conde quitó a muchos los empleos, por inhábiles, y eligió otros, aunque con disgusto de los presbiterianos, porque era de contraria facción.

Amenazaban éstos alguna inquietud, y por eso pretendió el Gobierno unir los rígidos y los moderados, aunque esto era difícil. La Cámara Baja favorecía a los primeros, la Alta a los segundos, y quedó en pie la discordia. Ni quieren los nobles extinguirla, porque de conservarse contrarios partidos crece su autoridad y tiene oposición al del Rey, pues si no hubiese más que uno, y éste con beneficios le pudiese vencer el reinante, se haría despótico, y perdería la Inglaterra enteramente la libertad. A esto aspiraba Malburgh, no creyendo que le podía faltar el favor de la Reina, con el cual adelantaba la guerra cuanto le importaba a su ambición.

Todo esto era contra el rey Felipe; y por eso nos hemos dilatado algo en esta narración, que podía parecer fuera de nuestro asunto.




ArribaAbajo

Año de 1709

No tenían los mortales memoria de tal exceso de frío como el de este año; heláronse muchos ríos tan vecinos al mar, que formaba margen el hielo; secáronse por lo intenso de él los árboles. Toda la Francia y la costa del mar Ligústico padeció este daño; no corría líquida el agua, ni la que se traía en las manos para beber; endurecíanse las carnes, y los pescados en muchas partes, que era preciso cortarlos con hachuela. Morían las centinelas en las garitas, y no hallaba casi reparo la humana industria contra tan irregular inclemencia. Como había expirado con la misma destemplanza el pasado año, no hicieron progreso los sembrados y se introdujo el hambre en los países más fríos, principalmente en la Francia, donde se formaron, de orden del Rey, varias compañas para traer trigo de Levante, que por lo suave del clima padeció menos.

No pocos infortunios agitaban el magnánimo corazón de Luis XIV, nunca rendido, pero cansado de las instancias de sus vasallos, de que no se podía mantener más la guerra. Alentaba estas voces el duque de Borgoña con gran número de nuevos parciales, porque, efectivamente, creían los más de los franceses que caminaban a su ruina. El señor de Chiamillar, ministro de la Guerra, seguía la opinión del duque; tanta falta de dinero dieron a entender al Rey, que se vio obligado a enviar a la Casa de la Moneda las hermosísimas estatuas de plata que adornaban sus palacios, y se publicó un decreto que, reservada la necesaria, todo vasallo redujese en dinero la suya. Obedecieron los primeros los príncipes de la real sangre, el conde de Tolosa y los más allegados al Rey.

No faltaba en la Francia dinero, y nunca había habido más, porque tantos años tenía como libre el comercio de las Indias, que no lograban otras naciones; pero no estaba el Real Erario en buena fe ni crédito alguno, porque los billetes de moneda que se daban en aquella Tesorería no se pagaban a sus destinados plazos, y habían quebrado muchos bancos que por negocio acumularon una inmensa suma de ellos. Estas infelicidades, ponderadas con vivísimos colores por la señora de Maitenon, inclinaron el ánimo del Cristianísimo a querer oír unos tratados de paz que, por medio del conde de Bergueick, querían proponer los holandeses. Ofrecieron con arte razonables proposiciones de palabra, para que se diese casi por vencida la Francia, queriendo entrar en ajustes, que, propuestos por los vencedores, no podían dejar de ser indecorosos a los vencidos. Con gran maña hizo entender esto a Bergueick el pensionario Heinsio, porque, siendo ministro del Rey Católico, creyesen todos que venía la paz como rogada de ambas Coronas, a las cuales abatían más quitándolas el crédito, y con esto desmayaban los súbditos en la defensa, principalmente los castellanos, que eran los que la Liga tenía y los que imaginaba invencibles. No desesperaban los coligados de traer a indecorosos partidos al Rey de Francia, porque sabían cuánto deseaban sus reinos la paz y cuánto secretamente la promovía el duque de Borgoña con la señora de Maitenon y Chiamillar, cuyas artes políticas tenían inquieta y dividida el aula. No le importaba sacrificar a su hermano como descansase, la Francia, y aún pretendía que se le declarase enemiga, para obligar el Rey Católico a dejar la España y contentarse con los Estados de Italia y las Islas. Para cualquier resolución que debiese tomar el Cristianísimo, importaba tener al rey de España sujeto y aparar de él los más celosos e ingenuos ministros; y así, tuvo Amelot nuevas instrucciones de dejar sólo en el Gabinete del Rey los que no repugnasen a su dictamen. De lo propio quedó encargada la Princesa Ursini, e inspiraba en la Reina dictámenes enteramente contrarios a los del Rey, porque éste había determinado no dejar la España y defenderla hasta el último aliento, ni escuchar proposiciones de paz que le mudasen a otro trono, aunque se le declarase enemigo el abuelo. Y así nadie se atrevía a proponerle al rey Felipe expedientes adversos a su genio; pero los franceses lo gobernaban de forma que se hallase obligado a dejar por fuerza lo que voluntariamente no quería. Los españoles de mayor inteligencia nada ignoraban; veían la política traición del Ministerio francés, sabían la repugnancia del Rey; pero éste no creía que los franceses usasen de más armas contra él que las de la persuasión, y no de un sistema cruel de desear fuese vencido y desentronizado. Este era todo el engaño y el gran laberinto que ocultaba la corte, entendido de pocos, porque Amelot, que lo gobernaba en España todo, afectaba el mayor celo y tenía a los más celosos en la nota de desafectos al Rey y de poco respetuosos en el hablar, porque desaprobaban el método del Gobierno.

Para quedarse más libre, suprimió el Consejo del Gabinete, en que estaban los duques de Medinasidonia, Veraguas, San Juan, Montellano, el marqués de Bedmar, el conde de Frigiliana y don Francisco Ronquillo; pero sólo fue para sacar de él al duque de Montellano y al de San Juan, ministro de la Guerra, porque luego volvió el Rey a formar el mismo Consejo de los mismos que estaban antes, exceptuando a los dos, al duque de San Juan porque quería ser Amelot el árbitro de la guerra, y al de Montellano porque se oponía a todo lo que juzgaba no convenía al Rey, bien informado del designio de la corte de Francia.

De esta novedad se alteró la corte, trascendiendo al reino el temor de que convirtiese contra él las armas la Francia, por lo que se renovaron los antiguos odios entre las dos naciones, con tanto ardor, que deseaban las tropas españolas el haber de combatir con los franceses. Públicamente se censuraba en la corte su conducta, y era el asunto de todas las conversaciones. Como a la casa del duque de Montellano, hombre venado en todas letras y de llanísimo trato, acudían muchos a una conversación más literaria que política, no dejaba la frecuencia de tantos de discurrir sobre las presentes ocurrencias, pocos con disimulo, los más con libertad, y todo se venía a reducir a culpar a Amelot y a la princesa Ursini, a la cual hería con impiedad un agente del duque de Uceda llamado don Antonio de Silva, que fue por este motivo desterrado de la corte, y así lo expresaba el decreto.

No hablaban con más moderación el duque de Montellano, el conde de Frigiliana y el duque de Montalto. Amelot los reprendió de orden del Rey; Frigiliana respondió con sumisión y ofreció la enmienda; pero los otros dos, con orgullo, aunque con el mayor respeto al Rey, dijeron que era celo y amor el censurar lo pernicioso al bien de la Monarquía; bien que podía ser propia utilidad, porque estaban embarcados en la propia nave del Rey, la cual se iba a pique, y la procuraban hundir los que la habían de defender.

Esta ingenuidad no desagradó al Rey; pero sí a Amelot y a la princesa, que, a estímulos de su odio, quería que se desterrase de la corte a Montellano; pero lo impidió la Reina, que le conservó siempre su especial protección. Los magnates españoles, que imaginaban que cargaría sobre la nación española todo el peso de defender al Rey, abiertamente pedían que se apartasen del Gobierno los franceses. El duque de Medinaceli se atrevió a decirlo al Rey, ofreciéndole la paz con los ingleses y holandeses si convirtiese las armas contra Francia, exponiéndole que ésta lo haría para hacer la suya. El Rey oyó esto con desagrado y horror, y dijo no creía le desamparase su abuelo, y que en todo caso nunca tomaría las armas contra la Francia y contra quien después de Dios le había colocado en aquel trono. Habíale escrito su padre el Delfín que eran vanas las voces de la paz, y que nunca creyese que le habían de faltar los socorros de la Francia. Lo propio le escribió su abuelo, aunque con más oscuridad. Esto le quitaba al Rey parte del temor; pero siempre con el recelo de las instancias del duque de Borgoña.

Proseguía el sitio del castillo de Alicante, con la misma constancia en los sitiados y sitiadores; le había dejado a cargo de don Pedro Ronquillo el caballero de Asfelt, que se tiró a Valencia para proveer desde allí lo necesario. Se proseguía la mina, y sin haber todavía extendido los ramos, tenía ochenta palmos la primera entrada de ella, y era menester una cantidad inmensa de pólvora; toda la esperanza fundaban los sitiados en el socorro de las naves inglesas. El día 14 de enero cañonearon cinco de ellas la parte de las trincheras que declinaba al mar; pero éstas respondían con sus baterías, y casi echaron a pique un navío, con lo cual desistieron de la empresa.

No pudo estar perfecta la mina hasta el día 14 de febrero. Llegó al campo Asfelt, y el día 28 se cargó y avisó a la plaza de su peligro; bajaron dos oficiales a reconocerla, y como se había en dos días cargado, creyeron no lo estaba sino en la boca, y que era ardid para que se rindiesen. Ni discurrieron podía tener fuerza la pólvora dividida en tantos ramos para echar el castillo, porque el monte llevaría todo el estrago. Y así, respondió su gobernador que podían, cuando quisiesen, aplicar el fuego; y antes de amanecer el día 29 se ejecutó. Voló gran parte del monte, tembló la vecina tierra y el castillo, y de él cayó el baluarte opuesto a la ciudad, la casa del gobernador y el segundo recinto que mira al Poniente; pereció la parte de la guarnición que en estos parajes se hallaba, y entre ellos el gobernador, Ricardo Siburch, inglés; cinco capitanes, tres tenientes y el ingeniero mayor.

Ni con eso se rindió el presidio que había quedado, aunque le faltaban víveres y al violento reventar de la mina se le abrieron las cisternas. Las ruinas no dejaban asaltar la brecha, y aunque ya confusa mole todo el castillo, se le plantaron nuevas baterías de cañones y morteros. Con glorioso tesón, los presidarios despreciaban las iras de Asfelt, y dilataron tanto la defensa, que el día 15 de abril vino a socorrerlos la armada inglesa y holandesa, con gente de desembarco mandada por Diego Stanop; pero no se atrevió a hacerle, porque los españoles se formaron en la orilla del mar. Batíanse recíprocamente las trincheras y los navíos, pero sin fruto alguno. No quiso la armada dejar en riesgo a los presidiarios, y así Stanop capituló la rendición del castillo, saliendo la guarnición libre y con todos los honores militares, gloriosa, aunque le perdía. Costábale años al Rey Católico la recuperación de lo que perdió en un día. Esta ventaja tenía el rey Carlos, que le costó poca o ninguna guerra lo que poseía, y el pertinaz empeño de los que se lo entregaron se lo defendía con obstinación hasta el extremo.

* * *

En la iglesia de San Jerónimo, el día 7 de abril, se juró fidelidad y reconoció por legítimo sucesor de la Monarquía de España a Luis de Borbón, príncipe de Asturias, juntándose como en Cortes los reinos de Castilla y de la Corona de Aragón, precediendo aquélla; también estaba allí el Cuerpo de la nobleza. Había alguna dificultad en el ceremonial, porque jamás se habían juntado en un Congreso los reinos de Castilla y Aragón, y aunque esta última Corona fue antes establecida y erigidos en reino sus Estados, cuando los poseía don García Jiménez, y a este mismo tiempo Castilla ni era condado, por la magnitud y opulencia de ésta, con la agregación de tantos reinos y su inmutable fidelidad, la hacían más digna, y así se antepuso a Aragón, y los diputados de Zaragoza se sentaron después de los de Burgos, porque los de Toledo tenían asiento en otra parte, no estando la antigua cuestión decidida; siguió Valencia, y las demás ciudades sortearon sus asientos.

El fiscal regio pidió luego se diese al príncipe de Asturias la absoluta posesión de sus Estados, con entera soberanía e independencia, como los había dado el rey don Juan el Primero al príncipe don Enrique cuando el año de 1388 se casó éste con Catalina, hija del rey de Inglaterra, que fue el primer príncipe de Asturias, el cual, siendo después Rey, mandó a su hijo don Juan el Segundo hiciese lo propio con su primogénito, Enrique IV. Pidió también se reintegrase en lo usurpado el príncipe don Luis, con el ejemplo de que siendo príncipe de Asturias Enrique IV había despojado de sus usurpados bienes a Pedro y Suero de Quiñones, jurando en Ávila no desistir de lo determinado. Esta súplica del fiscal se remitió al Consejo Real de Castilla, que con ingenua libertad consultó al Rey no convenía darle al primogénito más que el nudo nombre de PRÍNCIPE DE ASTURIAS, porque de tener otro soberano incluido en los reinos, podrían nacer muchos y no pocas veces vistos inconvenientes, aun con el propio ejemplo de Enrique IV contra su padre, don Juan el Segundo. Que en cuanto a inquirir sobre lo usurpado, era muy justo, y que todo se debía agregar a la Corona, dándole al PRÍNCIPE los alimentos proporcionados a su edad y a su celsitud.

Conformóse el Rey con este parecer, siguiendo el ejemplo de Fernando el Católico y de los cuatro reyes austríacos, desde Carlos V a Felipe IV. No faltaban cortesanos y magnates que querían dos soberanos en un propio palacio; pero se vio claro que era fundar eterna discordia.

Mal satisfechos recíprocamente uno de otro, el Rey Católico y el duque de Orleáns, fue éste llamado a París. Sus parciales negaban esta circunstancia, y que espontáneamente había dejado el mando de las tropas. Las españolas las mandaba el conde de Aguilar, y las francesas, el mariscal de Bessons. Nunca se vio ejército más discorde; la desunión empezaba desde los jefes al último soldado, con tales demostraciones, que cobraron no poco aliento los enemigos. Lo que se encargaba a los franceses, lo echaban a perder los españoles; lo que a éstos, lo desbarataban aquéllos, no por emulación de gloria, sino por odio; y estaban pertinaces las tropas españolas en querer que se fuesen los franceses, y que solas defenderían el reino.

A 12 de abril, el conde de Estain sorprendió a Benasque, pero quedaba el castillo, y le faltaban al francés víveres y municiones, con pocos cañones de campaña le batía inútilmente; abrió una mina, y aunque la hubiese perficionado, faltaba pólvora. Los catalanes ceñían a los sitiadores, y éstos al castillo, que estaba no poco arriesgado, y en un sitio áspero y estéril. Había ya salido con veinte y tres mil hombres a campaña Guido Staremberg, y así Bessons mandó retirar a Estain, que lo hizo con bizarría y no sin riesgo, porque los catalanes le tenían cerrados los pasos, y sólo con las armas en las manos se pudo ejecutar la marcha.

Era de gente escogida la infantería del rey Carlos, pero no a propósito la caballería, porque los caballos forasteros se hacen luego en España bulzos, y fue preciso tomarlos de Cerdeña. Envió el conde de Cifuentes ochocientos, que no servían más que para dragones, porque el caballo sardo tarda a sujetarse a la disciplina militar, y no resiste inmóvil al freno. Juntáronse las tropas del conde de Aguilar y de Bessons, y se llamó a las de Asfelt, que estaban en Valencia, y aun a los franceses del ejército de Extremadura, donde quedaron bajo el mando del marqués de Bay dieciséis mil españoles; poca gente, pero veterana. Ésta se acampó en Évora a 19 de abril, y los portugueses, en Yelves; eran veinte mil, y de ellos los ocho mil ingleses. La caballería la mandaba el conde de San Juan, y el marqués de la Frontera, todo el ejército, cuya fuerza estaba sólo en los infantes, porque las tropas enviadas últimamente de Inglaterra eran las más escogidas. Para buscar a los españoles, como decían, determinó el marqués pasar el río Caya, y se acampó en una llanura. Los españoles, que deseaban la batalla, se acercaron a la atalaya del Rey, no lejos del río, adelantándose la caballería, porque venían a más lento paso los infantes, hasta ver cuál era la intención de los portugueses, que andaban extendidos, por la ribera, habiendo echado nueve puentes para que, con repentino asalto, pudiesen acometer. Nada ignoraba el marqués de Bay, y para traer a una batalla a los enemigos mandó forrajear los sembrados de Campomayor. Huyeron los portugueses que los guardaban, y se dio tiempo para que se adelantase a la atalaya el marqués de Aytona. Poco después siguió con todas las tropas el de Bay; pasó sus puentes el portugués, y se formó en la misma orilla del río el día 7 de mayo, poco antes de mediodía.

Hicieron lo propio los españoles: gobernaba la derecha el marqués de Aytona y el de Queylús; el conde de Fienes y don Baltasar de Moscoso, la izquierda. Para herir de lado a la derecha de sus enemigos, extendió mucho la izquierda el portugués, mandada por el conde de San Juan, a quien sostenía Galloway en segunda línea con tres regimientos ingleses. El marqués de la Frontera ocupaba el centro, aguardando la batalla, porque no veía línea alguna de infantes españoles, los cuales estaban lejos de la caballería y de las piezas de cañón que precedían; no había centro, y toda la fuerza del ejército estaba en dos alas muy separadas. No podían los portugueses pelear, si empezaban ellos, más que con la caballería española, más diestra y experimentada, a la cual habían cobrado horror, porque en todas las escaramuzas quedaban vencidos.

Impaciente el marqués de Bay de que pretendiesen los enemigos con su izquierda quererle encerrar, aunque tenía su infantería lejos, mandó que atacase la caballería, y lo hizo con tanto brío el marqués de Aytona, que a los primeros encuentros huyó la caballería portuguesa, que procuró reparar en la segunda línea el conde de San Juan; pero el ímpetu de la primera le desordenó. Con todo, hizo otra vez frente, ayudado de Galloway. Se combatió poco, y quedó prisionero el conde de San Juan; siguió a los vencidos el marqués de Aytona hasta Campomayor. Murieron mil y setecientos, y trajo mil y trescientos prisioneros, con poca pérdida de los españoles. En una casa de campo pretendió hacerse fuerte Galloway con tres regimientos ingleses; él huyó, y éstos quedaron prisioneros, porque, poniendo pie en tierra los dragones y aun los oficiales de la caballería, perficionaron la obra de su ala derecha. Con menos trabajo vencieron en el ala izquierda el conde de Fienes y el Moscoso, porque luego que acometieron huyó la primera línea de los enemigos, y antes que ésta ya había huido la segunda. Procuró el marqués de la Frontera ordenarlos y recogerlos, pero fue en vano; sólo a la velocidad de huir fiaron su seguridad.

El centro de los portugueses, ya despojado de caballería antes que pudiese llegar la infantería española, que estaba tan lejos, retrocedió velozmente, y dejando el campo con todos sus pertrechos militares y cañones, pasó la Caya tan desordenado, que ni se acordó de romper los puentes.

Esta es la batalla del campo de la Gudiña, y la infructuosa victoria de los españoles, porque el marqués de Bay no tuvo espera en acometer, y lo hizo estando tan lejos la infantería, que ni vio la acción ni llegó en muchas horas. Pudo la caballería vencedora asaltar al centro y trabar una dura disputa mientras llegaban los infantes. Pudo, ya dueño del campo, romper los puentes y entretener a los portugueses para que no pasasen el río; pero ni los esfuerzos que hicieron el marqués de Aytona y el conde de Fienes fueron bastantes para detener a los españoles, que seguían con tanta rabia a los vencidos, que despreciaron el precepto o se fingieron sordos a él.

Esta felicidad tuvo, aun perdiendo la batalla, el rey de Portugal, que si se hubiera dado con más prudencia, hubiera perdido enteramente su ejército, y no le quedaban a sus plazas bastantes guarniciones.

El día 2 de julio, habiendo dado a luz la reina Luisa Gabriela de España otro infante, a quien en el bautismo se le puso el nombre de Felipe, dio aprensión al tiempo del parto, porque era en ocho meses y no se podía averiguar si había tocado de la nona luna. Todo el peligro se convirtió contra el recién nacido, que sólo vivió seis días. Al abrirle para embalsamarle, le hallaron desordenadas las entrañas y fuera del pericardio el corazón. Diósele la acostumbrada sepultura en el panteón de los infantes.

* * *

Después de la rendición de Lilla y la retirada del duque de Baviera de Bruselas, dejando en la plaza nuevamente rendida al príncipe de Nasao, pasó el príncipe Eugenio a Gramont, y Malburgh a Odenarda. Ni los horrendos fríos de este año hicieron que se diese cuarteles de invierno a los soldados. Confirieron los holandeses en sitiar a Gante, y aun no ignorando eso, después de pasar muestra a su ejército, que constaba de noventa mil hombres, se retiró a París el duque de Borgoña. El rey de Francia mandó fortificar y presidiar a Ipré, Neoport, Furnes, Dunquerque, Santomer, Arras, Betunas y Cambray, Valencienas, Tornay y Condé. Mucho les faltaba que vencer a los enemigos antes que penetrasen el corazón de la Francia, porque decía el príncipe Eugenio que fiaba visitar su patria. Esta era París, de donde, no bien satisfecho del Rey Cristianísimo, pasó a servir al Emperador.

Era gobernador de Gante el barón Capri por el rey Felipe, y se encargó el sitio a Malburgh, que le atacó por cinco partes: por la alta y baja ribera de la Esquelda, por el Lis y por los canales. Antes de expirar el pasado año, ya estaban abiertas las trincheras y tirada una paralela contra el camino encubierto entre la Lis y la Esquelda. La principal batería estaba a cargo del duque de Witemberg, y la línea entre una y otra ribera de la Esquelda, al del mariscal de campo Evansé, guardada de ingleses. Contra ésta hizo una vigorosa surtida el barón de Capri; pasó a cuchillo dos regimientos ingleses e hizo prisioneros a Evansé y al coronel Griveo. En el mismo día quiso hacer otra, pero fue con mucha pérdida rechazado.

Los sitiadores rindieron el castillo que llaman Rojo que está sobre el canal de Sas, de Gante, y esto quitó al barón de Capri la esperanza de resistirse, y pidió capitulación el día 4 de enero; obtúvola con todos los honores militares, y entraron los holandeses en la plaza; también ocuparon a Brujas y Plasental, dejadas del presidio francés; con eso se dio cuarteles de invierno en la Mosa a los alemanes.

El príncipe Eugenio y Malburgh, llenos de glorias y triunfos, pasaron a La Haya, más para estorbar la paz que para promoverla, porque no sólo les importaba proseguir la guerra, sino que les inspiraba su soberbia nuevas victorias, más remotas de lo que los lisonjeaba su esperanza. Ninguno de los aliados quería la paz, con la ambición de nuevos progresos. El Rey Cristianísimo tampoco la quería, ni asintió jamás interiormente a ella; pero para engañar a los enemigos y librarse de las continuas persuasiones de muchos de sus áulicos, fingía quererla. Este secreto a nadie le reveló sino a su hijo el Delfín y al Rey Católico, previniéndoles que venían todas las apariencias de paz y de desamparar la España, pero que proseguiría la guerra.

Después que, también engañado el conde de Bergueick, aseguró a los holandeses que quería el Rey Cristianísimo la paz, permitieron éstos que el presidente Rouler, francés, fuese al Haya a tratarla. Pidió preliminares, y se los dieron los holandeses tan soberbios e impracticables, que pareciéndole a Rouler aun indecoroso el leerlos y ponerlos en noticia de su amo, pidió otro ministro, y se le envió al marqués de Torsy, secretario del Despacho Universal del Rey. Vio éste preliminares tan altaneros y fuera de la razón, que conoció que no querían los holandeses la paz, y así lo escribió a su corte. Querían éstos una paz particular, ventajosa a sus intereses y hecha traidoramente; y no atreviéndose a explicar, por miedo de los ingleses, dieron unas proposiciones que ya sabían no había de admitirlas la Francia.

El Rey, con la siniestra intención que hemos dicho, dio libertad a sus ministros de firmar los preliminares, reservándose a ratificarlos en término de un mes. Esto no lo creían y lo veían los aliados; pero estaban tan ciegos de su fortuna, que al fin se persuadieron a que la trataba sinceramente el Rey Cristianísimo, cansado de tantas pérdidas y ya agotados los tesoros de la Francia. Antonio Heinsio, gran pensionario, estaba enteramente subordinado al Emperador y a la reina Ana, y así todo se formó a gusto de las cortes de Viena y Londres. Para que se conozca la soberbia inmoderada de ánimo de los aliados, pondremos un resumen de los artículos preliminares, que fueron cuarenta:

I. Que no se dejaría precaución, medio ni disposición alguna para hacer eterna e inmutable la paz.

II. Que había de ser sobre los presentes preliminares, y no sobre otros, sin añadir ni quitar.

III. Había de reconocer el rey de Francia a Carlos de Austria por Rey Católico y dueño de todos los reinos de la Monarquía española, en virtud del testamento del rey Felipe IV, exceptuando lo que estaba ofrecido a los portugueses, holandeses y duque de Saboya, observando perpetuamente la Francia, en cuanto a la sucesión, todas las cláusulas del dicho testamento.

IV. Había de entregar por sus manos el Rey Cristianísimo la Sicilia al rey Carlos, y que dentro de setenta días, que habían de empezar a contarse desde primero de julio, había de salir de España Felipe de Borbón, duque de Anjou, con su mujer e hijos y los que le quisiesen seguir; y pasando este plazo, que había de tomar las armas el rey de Francia, junto con los aliados, para obligarle a dejar la España.

V. Había de llamar sus tropas la Francia de cualquier parte de los dominios de España en que estuviesen, dando palabra real de no socorrer a su nieto con armas ni con dinero.

VI. Habían de ceder los Borbones para siempre los derechos a la Monarquía española, reconociendo por legítimos herederos a los austríacos y su Casa, proclamando ahora a Carlos III como verdadero sucesor de Carlos II.

VII. Se habían de abstener del comercio de las Indias los franceses.

VIII. Se había de entregar al Emperador a Strasburg y Keli.

IX. Que por el artículo de la paz de Riswick se había de entregar también al César a Brisac.

X. Que había de pasar la Alsacia el Cristianísimo, no violados los privilegios del Imperio, restituyendo las plazas al estado en que estaban antes de la irrupción de los franceses, menos Landau, que se había de entregar al Emperador.

XI. En virtud de la paz de Westfalia se habían de demoler las fortificaciones del Rhin, desde Balesia a Philipsburg, Huningen, Nuevo Brisac y Castel-Luis.

XII. Se había de dar al príncipe de Hesse Casel a Rinsfelt.

XIII. Se había de reservar a la paz general la ejecución del tratado de Westfalia, en virtud del artículo IV de la paz de Riswick.

XIV. Había de reconocer el rey de Francia por reina de Inglaterra a Ana Stuarda.

XV. Había de reconocer por sucesores a la Gran Bretaña a los que había declarado el Parlamento, y la primera de ellos a Sofía Hannoveriana.

XVI. Se había de restituir a los ingleses en las Indias a Terranova, y a los franceses cuanto allí se les había quitado.

XVII. Se había de demoler a Dunquerque y cegar su puerto en espacio de cuatro meses; y en el de dos, concluirse la mitad de la obra.

XVIII. Se había de sacar de la Francia al príncipe de Gales, Jacobo, y no se le habían de dar auxilios contra la Inglaterra.

XIX. Sobre el comercio se habían de establecer las leyes de la paz.

XX. No había de oponerse el Cristianísimo a los aumentos de la Corona de Portugal, como se convino con ella.

XXI. Había de reconocer la Francia por rey de Prusia al marqués de Brandemburg, a quien se debían entregar el principado de Neuphastel y el condado de Valenguein.

XXII. Se darían a los holandeses Turnes, Frabrach, Heno, Meminga, Ipré, Warneton, Comines, Worvich y Pomperenfen con sus confines, reservando a los franceses a Casel, Lilla, Tornay, Condé, Maubergh, menos Duay, señalando a los holandeses de la Flandes española la barrera, como se lee en los pactos de la Grande Alianza y en el artículo duodécimo de la paz de Munster; y más se les concedería la Güeldria superior.

XXIII. Se restituiría a la Monarquía de España cuanto en Flandes han usurpado los franceses.

XXIV. No se sacaría de las plazas la artillería, cuando se entreguen.

XXV. En el comercio, las aduanas se debían computar como se estableció en la paz de Riswick.

XXVI. Había de reconocer la Francia nuevo elector del Imperio al duque de Hannover.

XXVII. Se le habían de restituir sus Estados al duque de Saboya.

XXVIII. Se daría al duque de Saboya a Exeles, Fenestellas, Chaumont, el valle de Pragellen y lo que está de parte más allá del monte de Ginebra, por barrera.

XXIX. Se definirían en el Congreso las razones del duque de Baviera y elector de Colonia, quedando al Palatino el Alto Palatinado y el condado de Chamensi, confirmando a Donavert los privilegios imperiales, y pudiendo el César presidiar a Huit, Bona y Lieja.

XXX. El cuidado de observar estos preliminares sería en todos recíproco.

XXXI. No se romperían las treguas por proposición alguna de los aliados, y sólo se había de discurrir.

XXXII. El César y sus cuatro círculos confederados, como también los prusianos, portugueses y saboyanos, podrán proponer lo que quisieren en el Congreso.

XXXIII. En dos meses se ha de establecer la paz general.

XXXIV. Habría tregua general, dándose ejecución a estos artículos.

XXXV. El rey de Francia, luego que confirmase estos artículos, entregaría a Namur, Charleroy y Mons a 15 de junio; a Luxemburg, Condé, Tornay y Maulberg, antes de mediado de julio; a Neoport, Fuernes, Quesno e Iprés, antes de dos meses; demolería a Dunquerque y empezaría a cegar el puerto.

XXXVI. Ofrecerá al Cristianísimo observar religiosamente lo ofrecido.

XXXVII. Cedida al rey Carlos toda la España, se entenderá la tregua hasta la paz general.

XXXVIII. No se contará gasto alguno en evacuar las plazas.

XXXIX. Se confirmarán los preliminares antes del día 15 de junio, y el Emperador antes del día 30.

XL. Será el Congreso en El Haya, y empezará a 15 de junio.

Estos soberbios y arrogantes preliminares, firmados en 28 de mayo, por parte del César, del príncipe Eugenio y Felipe Luis, conde de Sincerdorf; por la reina Ana, el duque de Malburgh y Fousenden; y por los holandeses De Werderen, el barón de Renden, Heinsio, el señor de Lier Gorlinga, Stersum, Vichers Buis, Ovardendisen, presentó al rey de Francia por su mano el marqués de Torsy; y aunque concibió la mayor ira el Rey, como le importaba disimular y tomar tiempo, dijo que no los firmaría como estaban, y que explicasen el capítulo IV, sobre tomar armas contra su nieto, el Rey Católico, lo que jamás haría; sí que le desampararía y sacaría de España las tropas. Que quitasen el dicho artículo y que se disputaría sobre los demás.

Esta respuesta se leyó en Holanda, y replicaron que si la Francia descansaba de la guerra dejándola a los aliados, volvería a ella con más tesón y que socorrería secretamente al nieto reformando tropas que fuesen a servirle.

Enteramente discordes los ánimos, se rompió este tratado, y como la soberbia de los holandeses se había hecho en la Europa odiosa, publicaron éstos las razones que tenían para haber formado aquellos preliminares, y el Rey Cristianísimo de no admitirlos. En secreto trataban todavía algunos holandeses con el conde de Bergueick, y ofrecieron la Sicilia y la Cerdeña al rey Felipe, para que no volviese a una vida privada. Esto fue mal oído de Luis XIV, y aun los franceses que adherían al duque de Borgoña llevaban mal tan injustos preliminares, que irritaron más al Rey y al Delfín, y juraron proseguir la guerra hasta el extremo.

No ignoraba esto el Rey Católico, y viendo que su abuelo convenía en desampararle, desconfió enteramente de la Francia y de Amelot, temiendo que con sus dictámenes perdiese la España, y así adhirió el Rey más a los consejos de los españoles, y determinó sacar todos los franceses de sus dominios, asistiendo a esto la Reina y la camarera, que para empezar a reconciliarse con los españoles hacía grandes agasajos al duque de Medinaceli, y le quiso hacer del Consejo del Gabinete del Rey, lo que rehusó si no salía de España Amelot. La camarera, que temía caer con los franceses, tomó abiertamente el partido de los españoles, atenta a su seguridad.

Los pueblos, ayudados de las sugestiones de los parciales austríacos, flaqueaban ya en la constancia de defender al Rey, viendo que no le querían dejar parte de la Corona y que le desampararía la Francia, juzgando por imposible que sola la España se pudiese defender de tan poderosos enemigos. Por esto, y por acallar las insolencias de muchos, le fue preciso al rey Felipe nombrar por sus plenipotenciarios al duque de Alba y al conde de Bergueick, aun sabiendo que no serían en el Congreso de La Haya admitidos, pues tampoco el rey Carlos los tenía.

Con esta demostración respiraron los españoles, menos informados, viendo que se trataba al Rey como tal entre los aliados. Más alientos les dio el saber habían ya vuelto a París el marqués de Torsy y el presidente Rouler.

* * *

El tratado de la desvanecida paz inflamó los ánimos, y se determinó entre los aliados el sitio de Tornay, del cual se encargó Malburgh. El delfín de Francia, porque no fuese a Flandes su hijo el duque de Borgoña, a acabarla de perder, se la reservó a sí, y se publicó que con el mariscal de Harcourt iría el duque al Rhin por mantener su decoro; con esto, el Delfín cedió el mando del ejército de Flandes al mariscal de Villars, hombre de honra y ardimiento, y contrario a las máximas del duque de Borgoña, que ya entendía la constancia de su abuelo y del padre, y no podía poner en ejecución sus ideas. No pensó el Rey enviarle a la Alsacia, sino dejar correr la voz, porque permanecían en París ingratos rumores contra ella, fomentados del duque de Vandoma. El ejército de Villars se componía de cien mil hombres; tuvo orden de no venir sino forzado o en favorable oportunidad a batalla, porque había determinado el Cristianísimo ir poco a poco perdiendo la Flandes, y consumir a gastos los enemigos, aguardando el beneficio del tiempo, si abría favorable resquicio a una decente paz.

Bajo la mano de los generales Fagel, Scolembourg y Lothum, abrió las trincheras Malburgh a 8 de julio contra Tornay; era gobernador de la plaza el marqués de Survill, y por la puerta de Lilla hizo una valiente salida, costosa a los sitiadores. El día 12 se empezó a batir. Como el mariscal de Villars había sorprendido a Warneron, guarnecieron los aliados mejor a Comines y Puente Rojo. Pidió Villars permiso al Rey para socorrer a Tornay, mas no se le concedió. A los 21 hizo otra surtida el gobernador; penetró la línea, deshizo las trincheras y quedaron muertos muchos. El general Witers, inglés, que las defendía, quedó mortalmente herido.

No hacían gran efecto las baterías, por no estar bien puestas, habiendo faltado el ingeniero mayor, Roque, a quien una bala de cañón de la plaza quitó ambos muslos. Hicieron los sitiadores una mina contra las obras exteriores; pero tan mal dispuesta, que retrocedió el fuego al dispararla y levantó parte de las trincheras, volando treinta cañones y muchos sacos de municiones; con todo eso, dieron asalto al camino encubierto y le ocuparon; fueron rechazados, pero con nuevo acometimiento vencieron, y entraron después por la puerta que llaman de Maruya. Estaba ésta libre de los mayores baluartes, pero uno que hería por un lado los echó de aquel paraje; levantaron los sitiados un trincherón a la puerta que llaman de Valencienas, y aun no osaban los enemigos asaltar el foso, porque estaba todo minado, y no lo ignoraban.

Dieron el tercer asalto por la puerta de Siete Fuentes, y al segundo acometimiento ocuparon el foso, alojados con gran trabajo en un ángulo, porque el gobernador disputaba con denuedo y arte cualquier palmo de tierra. No sabía que le estaba prohibido a Villars socorrerle, y así daba tiempo a que lo pudiese hacer con todo eso, el ejército francés hacía inciertas marchas, para cansar más a los contrarios. Destacó al marqués de Nangis y tomó la abadía de Hasnon, donde se habían fortificado trescientos ingleses que pasó a cuchillo; pero murió el sobrino del general Albergoti, que hizo costosa la empresa, por ser joven de altas esperanzas. Acercóse después a Condé, y entrando en aprensión el príncipe Eugenio, se movió con sus tropas para socorrer a Malburgh.

El día 26 asaltaron los ingleses al camino encubierto y vencieron; ya alojados, acometieron a las fortificaciones exteriores inmediatas a la muralla y las ganaron. Ya libres de todos los baluartes, descansaron todo el día, y al anochecer atacaron la obra coronada. Aquí se disputó sangrientamente el fatal lindar, y aunque ya le habían ocupado, se echaron con tal furia sobre los enemigos los franceses, que ya estaban casi desalojados, si con presteza y brío no los socorriese el duque de Argille, inglés, con una manga de soldados que estaban de reserva. Luego, reintegrados los sitiadores, bajaron al foso cuando ya tenía tres brechas la muralla, que era el último recinto de la plaza.

Los ciudadanos rogaban al gobernador la rendición, que se pactó a 24 con todos los honores militares, y los mismos artículos en que se convino en Lilla. Quedaba que ganar el castillo, a donde se retiró parte del presidio, y sin dilación se plantaron contra él las baterías. Era su gobernador el señor de Megrin, y tenía tres mil y quinientos presidiarios. Este sitio empezó a los primeros días del mes de agosto; hizo una salida el gobernador Survill, y deshizo las labores; pero fueron muy presto reparadas. Después de varias y sangrientas disputas, ocuparon los ingleses el primer labio del foso, e intimaron a la plaza la rendición con modo el más arrogante, y de no dar cuartel si no aceptaban los artículos que proponían.

Pidieron los sitiados tiempo para consultarlos al Rey, que los despreció, ordenando que le defendiesen hasta el último extremo, aunque pereciese toda la guarnición obedeciéronle puntualmente y se hizo una heroica defensa con muchas y bien ordenadas salidas; pero la constancia y valor de los sitiadores lo vencía todo. Hicieron los sitiados una mina debajo del alojamiento de sus enemigos, que la ignoraron hasta que la llama los avisó del peligro; volaron gran multitud de cuerpos de míseros ingleses por el aire, y se llenó de horror todo aquel sitio, de género que pidió Malburgh una tregua para enterrar los cadáveres, y se le concedió por cuatro horas. Tenían felicidad en hacer las minas los del castillo, porque volaron muchas, con ruina de los sitiadores, de género que las trincheras que mandaba el general Lothum retrocedieron cuarenta pasos; pero ni aun todo esto bastaba, si no hubiese determinado Malburgh el contraminar, de que resultó el haber tenido los minadores varios encuentros en las entrañas de la tierra, como si las quisiese la ira de los hombres penetrar. No querían los granaderos alemanes entrar a proteger la mina, si el oro de Inglaterra no lo allanase; en fin, en toda la guerra no habían encontrado los aliados sitio más arduo, y aunque miraba distante la victoria Malburgh, determinó no desistir de la empresa.

Envió más gente el príncipe Eugenio, y vino a ver el sitio o consultar qué se debía hacer, habiendo el mariscal de Villars fortificado las líneas de la Scarpa; se determinó que el príncipe Eugenio pusiese su ejército en Orquies, levantando trinchera para que no pudiesen los franceses dar la batalla hasta que se ganase la ciudadela.

Faltábales a los sitiados víveres, por engaño de Chiamillar, aun cuando creía el Rey que les sobrarían, y por eso se vio el gobernador obligado a pedir capitulación el día 30 de agosto. No quería dar el inglés libertad al presidio, y se volvió a las hostilidades; pero ya se daba por onzas el pan al soldado, que deseaba ser vencido para huir el hambre. Dio el sitiador el asalto al camino encubierto; fue dos veces rechazado, pero venció a la tercera. El día 3 de septiembre pidió capitulación Surville, y salió con la guarnición prisionera de guerra, aún más presto de lo que el Rey quisiera, porque sólo iba ganando tiempo.

Con nuevo designio, los aliados pasaron la Esquelda; el modo de las marchas significaba querer sitiar a Mons o Charleroy. El mariscal de Villars se acampó en Montplaquet, y porque estaban en mejor paraje y ya a la vista los alemanes, escogió por antemural un bosque, donde formó la infantería, y levantó un trincherón de maderos junto a un natural foso que partía el bosque; puso a los lados la caballería, y el día 10 de octubre dispuso los cañones con mayor felicidad que los de sus enemigos, que hacían poco efecto contra el bosque. Desde este día estaban los ejércitos sobre las armas Regía el príncipe Eugenio el centro; la derecha, el duque de Malburgh, y el príncipe de Nasao, la izquierda. Toda la caballería estaba a cargo del príncipe Hesse Casel, pero en la retaguardia, porque Eugenio había determinado empezar la batalla con los infantes. Los franceses separaron mucho las dos alas: la derecha la mandaba el mariscal de Bouflers, en la selva que llaman de Sansart, y la siniestra, Villars de Biaugies; pero acudía también al centro. Puso en la izquierda la mayor fuerza, porque vio que con Malburgh estaban los ingleses, prusianos y irlandeses, con la infantería más escogida.

No por eso dejaban Villars y Eugenio de correr todo el campo, y había éste formado un cuerpo de reserva de los presidios, que mandó sacar de las plazas. Veinte mil hombres más tenían los aliados, porque los franceses sólo eran noventa mil. Todo el día 10 jugó el cañón, aunque no con mucho estrago, y se prohibieron por una y otra parte las escaramuzas, para que no se diese intempestivamente la batalla. A ella quiso concurrir el rey Jacobo de Inglaterra, y aunque algo aquejado de unas leves calenturas, se presentó a Villars de aventurero, con el título de caballero de Son Jorge, para ostentar su valor a vista de los ingleses. Estaban tan cerca las centinelas y las guardias avanzadas, que se hablaban, no sin jocosidad y arrogancia.

Estando ya para ponerse el sol el día 11, con los cañones hizo la señal de la batalla el príncipe Eugenio. Luego se dejó caer sobre el ala derecha de los franceses el príncipe de Nasao, con la infantería y gran número de granaderos; recibióle con esfuerzo Bouflers, y le rechazó del bosque muchas veces, porque tenía la ventaja de la caballería, y los aliados habían de romper la trinchera de los troncos con los infantes, obra de gran valor y del más glorioso atrevimiento. Se combatió con bizarría por ambas partes; no se peleaba con menos en la que mandaba Malburgh y defendía Villars, a quien acometieron por los lados; a la derecha, el general Scolembourg, y por la izquierda, Lothum, por donde no había caballería, porque toda la de su ala la tenía Villars a su mano derecha, que era la que cerraba el bosque. Scolembourg formó estrechas filas, las cuales sólo usaban de la bayoneta, con arte pocas veces visto, porque no podía hacer impresión la caballería, que mandó Villars pasase a socorrerle.

Aquí, a los primeros asaltos perdieron los alemanes gran gente, y de la más esforzada. Se defendía el francés con denuedo, partidas en dos frentes sus tropas; y aunque peleaban ambos centros, era preciso, para romper la trinchera, vencer el ala derecha de Bouflers, porque ésta también, acercándose al centro, le defendía; al cual gobernaban el rey de Inglaterra y el señor de Artañán. Ni aún por la parte a él más vecina dejaba Villars de cuidarle, porque ya habían los enemigos que impugnaban su mano derecha retrocedido, y aún estaba deshecha la primera línea de Scolembourg, la cual procuraba reparar con la segunda el príncipe Eugenio, y sustentaba la batalla vigorosamente, no pudiendo adelantarse porque toda la mayor fuerza la tenía consigo Malburgh contra Bouflers, sin que en dos horas pudiese ganar terreno. Para proseguir a deshacer la derecha de los enemigos, sacó Villars del centro veinte mil hombres, y se enardeció la batalla porque Eugenio, más estrechamente formado, resistía el ímpetu de los franceses, y de género estaba ya inclinada la derecha de los aliados, que Villars tomó muchas banderas y estandartes. Entonces acudió a ella Malburgh y el príncipe de Tilly.

Viendo el príncipe de Hesse Casel que casi toda la guerra se había pasado a un lado, atacó con toda su escogida caballería la frente del centro de los franceses, donde estaban sustentando la pelea con el mayor valor el mariscal de Bouflers y el rey Jacobo. Añadiósele a Hesse Casel el conde Westfrisia con nuevas tropas, y rompiendo las primeras dificultades de la frente del centro, deshaciendo la trinchera y arruinándola, principalmente a la siniestra del centro, sobre donde cargó lo restante de la caballería enemiga, que aún no había peleado. Acudió allá el señor de Artañán, que hizo maravillas, y le mataron sucesivamente tres caballos que montaba, pero las balas del fusil sólo le pasaron el vestido. Pasó Eugenio con prontitud al centro, porque por la izquierda ya habían los alemanes roto la entrada de la selva, y retrocedido la primer línea de los franceses.

También acudió allí Villars, dando con muchos batallones vuelta por la derecha, y con esto hería a la caballería enemiga por un lado, y la puso en confusión, pero no pudo vencerla, y para hacerlo se internó tanto, que fue herido de un pistoletazo en una rodilla, que con el ardor del combate lo despreció, esforzándose para que no se reparase la primer línea de los enemigos, ni se rompiese la segunda de su centro, y acudiendo a todas partes iba derramando copiosa sangre. El príncipe Eugenio fue herido también en una mejilla levemente, y prosiguió a sostener a Hesse Casel y Nasao, que todo el tiempo del combate estuvieron valerosamente peleando. Tanta sangre vertió por su herida Villars, que cayó desmayado y le creyeron difunto. Esta voz se esparció en ambos campos, aunque los que le retiraron aseguraban que vivía.

Esto desalentó a los franceses, y se esforzó Malburgh a reparar la primera línea de los alemanes, que había flaqueado; y tanto trabajó, que la volvió a ordenar y arrojarla sobre la izquierda enemiga, adonde corrió Bouflers cuando creyó que había muerto Villars, porque por esta parte aún había vislumbres de esperanza de vencer, aunque ya todo el trincherón estaba abierto y se peleaba en el llano más allá de la selva, porque habían hecho retroceder los alemanes a los franceses y podía jugar mejor aquella caballería que con ferocidad iba destrozando a la infantería enemiga; pero ésta sufría el estrago sin desordenarse, buscando a su caballería para que la protegiese. Para reparar la ruina, asaltó tres veces a los contrarios con escogidas tropas Bouflers, y otras tantas fue rechazado. Ayudábale con imponderable arrojo el rey Jacobo, y quedó herido en un brazo.

Las guardias del Rey Cristianísimo hicieron prodigios sustentando la ya perdida batalla, para que no volviesen los franceses la espalda, ya que iban perdiendo el campo; pero quedaron, estos regimientos de guardias destruidos, y sobraron pocos al furor de la guerra, cada instante más encendida, pues aunque habían perdido los franceses mucho terreno, todo el ejército peleaba, hasta que el príncipe Eugenio trajo a la batalla los treinta mil hombres que tenía de reserva, los cuales entraron de refresco contra los que ya había siete horas que estaban peleando, y no tenían jefe, aunque servía de tal el mariscal de Bouflers.

Con todo el reciente ímpetu de los que nuevamente entraron, aún sostenían la acción los franceses con más brío, cuando ya estaban vencidos, retrocediendo sin volver la espalda. Viendo esto Bouflers, tocó a retirada sin que dejasen de combatir estrechando las líneas, no sólo para que se evitase la ruina, si se volvía la espalda, sino también para hacer gloriosa cuanto era posible la desgracia. Todo el ejército de los enemigos cargaba victorioso para deshacer al de los franceses; pero no pudieron conseguir más que sacarlos del campo, porque el rey de Inglaterra, Bouflers, Artañán y Albergoti, con los demás oficiales, ceñían el ejército que retrocedía y le mantenían ordenado, para prohibir la fuga; y se reparó que, al retirarse, cerraban el último escuadrón el rey de Inglaterra y Bouflers.

Ya fuera del marcado campo los franceses, viendo el príncipe Eugenio que se desordenaban los suyos, queriéndolos seguir, siendo imposible deshacerlos, mandó hacer alto a su ejército para gozar plenamente de la victoria sin nuevos riesgos. No tomó más prisioneros que los mortalmente heridos, que a casi todos libró de la prisión la muerte; ganó el campo el tren de artillería, algunos carros de municiones y nueve banderas. Le costó la victoria mucha más gente de la que perdieron los vencidos, porque la trinchera del bosque no se ganó sin gran dispendio de sangre.

Algunos regimientos alemanes, que no oyeron la voz del príncipe Eugenio, o para distinguirse más, siguieron a los franceses hasta la llanura de Babayen, pero con solas voces y algazara, porque no se atrevieron a atacarlos. Bouflers retiró la caballería a Valencienas, y la infantería a Kesnoy.

Esta es la célebre y sangrienta batalla de Malparaquet, en que tan gloriosos quedaron el príncipe Eugenio y el duque de Malburgh. No lo quedó menos Villars, que cuando volvió del desmayo preguntó si se había acabado de ganar la batalla; y al saber se había perdido, dijo: Yo medio ganada la dejé. Quedaron muertos en el campo más de treinta y tres mil hombres entre una y otra parte, y se retiraron más de quince mil heridos.

Luego se acampó el mariscal de Bouflers en Keurán, para observar a los enemigos que por fruto de su victoria intentaban sitiar a Mons. Enfermó de unas calenturas, y le sucedió en el mando del ejército Artañán, que era nuevamente creado mariscal de Francia en premio del valor y arte con que se había portado en la precedente batalla. El Rey Cristianísimo mandó añadir al ejército las guarniciones de Iprés, Dunquerque y las plazas vecinas al mar, que fueron veinte y cinco batallones. Añadieron al presidio de Mons dos mil hombres. Era su gobernador el marqués de Ceba Grimaldo, y hallábanse también en la plaza el barón Malknegr y el conde de Bergueick, ministro de Hacienda del Rey Católico.

El día 24 de octubre fue embestida de los enemigos, que estaban acampados en el molino del bosque. Mandaban el sitio los generales Pletendorff, Ranzau y Donna, y gobernaba la caballería Scolembourg. La noche del día 25 se abrió trinchera contra la puerta de Battamont, y desde allí se tiró una paralela de quinientos y ochenta pasos y una línea de comunicación a la villa de Hyon. También se levantó otra trinchera en Havré, y el ingeniero Boufey meditó una paralela igual al declive del muro.

El día 26 hizo la plaza una salida, destruyó el regimiento de Hily y los trabajos hechos. Socorrió con presteza el príncipe Albregth, e hizo retirar a los franceses después de una no breve disputa, en la cual quedó herido el conde de Cadogan. Prosiguió la trinchera contra Havré, y a la izquierda dio una paralela de ciento y cincuenta pasos; perficionada ya la comunicación, plantóse la artillería en el collado contra una media luna y una retirada que tenía detrás. La noche del día 28 se tiró una línea en la trinchera de Berramont, desde la primera paralela, detrás de la calzada, a la cruz; se puso con gran trabajo la artillería a espaldas de la paralela, porque el terreno era peña. La noche del día 29 se construyó otra de cuatrocientos y cincuenta pasos, desde la cruz a la calzada hacia la declividad del labio del foso de la media luna; allí se plantaron ocho morteros, y cuarenta cañones de dieciocho se pusieron sobre el monte, y otros contra los molinos de San Pedro. Habían inundado la campaña los sitiados, y no podían sin gran trabajo divertir el agua los sitiadores, porque también era lluvioso todo el otoño, pero todo lo vencía la constancia y el empeño.

Asaltaron el ángulo que salía del foso de un hornabeque y se alojaron; aquí padecieron mucho los holandeses a quienes tocó la acción, por los grandes fuegos de la plaza, hasta que se cubrieron. Luego dieron el asalto al camino encubierto de Havré y fueron los franceses vencidos, aunque después de bien disputado el paraje. La propia suerte tuvieron en el foso de Bertamont; la más sangrienta acción fue al otro camino encubierto de Havré, que les costó mucho a los holandeses y fueron dos veces rechazados. Para el asalto de Bertamont vinieron el duque de Malburgh y el príncipe de Nasao; su presencia inflamó los ánimos, y se alojaron a la izquierda del baluarte de la media luna. Después era menester ocupar el otro labio del foso que habían los enemigos minado, y así fue preciso quitar antes la comunicación de los baluartes y batir la cortina. Ya abierta la brecha, hizo la plaza llamada; diose honradas capitulaciones, y salió la guarnición libre. Así cayó Mons, siempre más próspera la fortuna de los coligados.

Inquiriendo el desorden de la suya el Rey Cristianísimo, a persuasiones del Delfín halló el engaño en que le tenía enredado Chiamillar, porque decía estaban abastecidas las plazas y no daba exacta cuenta de los caudales, porque quedaba deudor de ocho millones de libras tornesas. Era grave el cargo. Dijo la señora de Maitenon que ella le había tomado, y podía tanto en el ánimo del Rey, que se exoneró de este cargo Chiamillar, pero con privación del empleo y destierro de la corte. La reverencia al padre imponía silencio al Delfín y a los pueblos, irritados contra este ministro.

* * *

Nunca la fortuna movió tan diversas guerras contra príncipe alguno como las que suscitó contra el rey Felipe, porque toda la desunión del aula de París y de Madrid era guerra que no podían en ella quedar vencedoras las armas, porque su ira o lentitud se concibe en la corte y se ejecuta en la campaña, adonde trasciende todo el desorden de los palacios. Esto se experimentaba en Flandes, y no menos en Cataluña, donde la desunión de las tropas del conde de Aguilar y del mariscal de Bessons, hacía una guerra no por el Rey Católico, sino contra él.

Tenía Bessons orden de mantenerse sobre la defensiva, y por eso no podían los españoles hacer progreso alguno, porque dividido en dos jefes el ejército no había obediencia. Aprovechado de la ocasión Staremberg, y mal alojado si no pasaba el Segre, se acampó con veinte y ocho mil hombres entre Balaguer y Pons, pero invigilando los españoles sobre el río, volvió atrás esperando oportunidad. En Ribagorza pretendían los catalanes hacer alguna división, para lo cual enviaron seis regimientos veteranos que inquietasen la provincia con correrías. Don Miguel Pons, oficial de gran valor y arrojo, los atacó y deshizo en el puente de Montañán; hizo prisioneros doce oficiales y cuarenta soldados, tomó muchas banderas y escarmentó a los rebeldes paisanos, con muerte de muchos.

El día 7 de agosto mandó Staremberg acercar al Segre ocho mil hombres; pusiéronse en mayor vigilancia los españoles, y por si intentaba sorprender a Lérida, la fortificaron de nuevo y presidiaron; alguna voz corría de secreta inteligencia en esta plaza con los alemanes, pero después diremos cómo se desvaneció.

El día 8 se acampó a la orilla del río todo el ejército austríaco, con la derecha a Palau y la izquierda a Miral-Campo; después mudó los reales, y extendido en cuatro columnas, llegaba la izquierda a la ermita de Grinian, y la derecha a Villanueva. Todo era marchar incierto para engañar a los enemigos; no tenía su intención contra Lérida, pero la fingía. Movieron sus tropas el conde de Aguilar y Bessons y sólo el río separaba ambos ejércitos. Tenían los españoles la derecha a Lérida y la izquierda a Menarge. Los alemanes fingían buscar la llanura para llamar a lo inferior del río a los enemigos. No se engañó el conde Aguilar, y fue de dictamen de que todo el ejército estuviese a la vista de Balaguer; Bessons entendía lo contrario, y que se debía ocupar la llanura por si daba la batalla el ejército austríaco, para que pudiese la caballería española combatir.

No creía el conde que, aunque pasasen el río, los alemanes querrían batalla, y que si bajaban a la llanura los españoles les faltaría después tiempo para socorrer a Balaguer, pasando de repente el río los enemigos, que no era fácil estando el ejército bien acampado. Noticioso de esta discordia Staremberg, y mal guardado el río por los caballos españoles juzgando que buscaría lugar de dar batalla el alemán, por la noche pasó con la caballería el Segre junto a Balaguer, y echando dos puentes de barcas que tenía prevenido, seguía sin dilación la infantería. La luz de la mañana mostró su descuido a los españoles; avisó el conde de Aguilar a Bessons para que fuesen a atacar a los enemigos, y lo rehusó éste. Los españoles, con voces provocativas, querían obligar a los franceses a dar la batalla, sin duda al más oportuno tiempo, porque aún estaba pasando el río el alemán. Obstinóse Bessons, y no se quisieron los franceses mover. Acabó de pasar el río Staremberg y tomó a Balaguer con seiscientos prisioneros, y ya en mejor paraje se formó en batalla. Sabía no la podían los españoles dar con la desunión de los franceses; pero como si él los atacaba se defenderían, no se atrevió a esto; bastábale para gloria haber provocado a los enemigos y ganádoles mejor sitio.

Creció la discordia en el campo español; separáronse los pabellones de los franceses, y reinaba tanto la enemistad, que a traición se mataban recíprocamente los soldados. Entonces tuvo Staremberg más fortuna que atrevimiento, porque si atacara en esta desunión a los enemigos, lograra infalible la victoria.

Con un extraordinario aviso luego el conde de Aguilar al Rey Católico, diciendo que si no unía este ejército con su presencia, estaba perdido. Con la mayor celeridad pasó en posta el rey Felipe al campo el día 2 de septiembre, con la poca comitiva que le pudo seguir. Alegráronse las tropas españolas, e informado el Rey de los cargos que se hacían a Bessons, le habló en secreto. El positivo descargo que dio, se ignora; es probable le mostrase la orden de su amo de no dar batalla precisa si defendía el río. Quejóse el Rey a su abuelo; llevó las quejas con algún calor el Delfín. Calló el Rey Cristianísimo, con quien se excusó Bessons de no haber emprendido acción alguna desconfiando de los españoles, porque en el ardor de ella, en vez de disparar a los enemigos, matarían a los franceses. El Cristianísimo llamó a Bessons y todas sus tropas. El Rey Católico no debió quedar mal satisfecho de este oficial, porque antes de partir le dio el Toisón de Oro; ni con los franceses ni sin ellos podía subsistir en el campo.

Estaba el Rey Cristianísimo altamente indignado con los españoles por el odio que tenían a sus vasallos, y persistía en querer sacar todas sus tropas de España. Con grandes ruegos consiguió el Delfín que dejase por entonces doce mil hombres al sueldo del Rey Católico, que mandó con el mayor rigor se hiciesen levas por toda España. Introdujo una aparente concordia entre las dos naciones, y se acampó junto a Noguera, desde Alguaire al puente de Alfarás. No era bueno el campo ni estaba seguro el Rey, si no hubiese hecho tantos destacamentos Staremberg; porque envió gente a Cervera y a Ribagorza contra el coronel Caylus, y mucha más contra el duque de Noailles, que infestaba la provincia de Ampurias, y había aumentado sus tropas con los franceses del cargo del conde de Stain, que estaban en Aragón. Dos mil caballos alemanes se habían, con poca vigilancia, acampado no lejos de Girona, entre Palau y Santa Eugenia. Atacólos Noailles, y con facilidad los deshizo; y si no hubieran tenido pronto el refugio de Girona, hubiera sido mayor la ruina, pero murieron muchos, perdieron el bagaje y pertrechos y quedó herido y prisionero el general Frakemberg.

El día 24 de septiembre pasó el Rey el Segre por el puente de Lérida, buscando a los enemigos, que estaban bien fortificados en Balaguer. Importó aquello para restaurar la opinión del ejército, pues aún después que faltaban tantos franceses, sólo podían estar sobre la defensiva los alemanes. Viendo que no los podía obligar a una batalla, intentó quitarles los víveres y se acampó entre Fontanella y Palau, corriendo el campo don José Vallejo, y hacia Agramont, Creceda. Acercóse más a los enemigos hasta Villanueva, pero no se atrevieron a salir de las trincheras, ni el Rey las podía forzar porque eran impenetrables; por eso restituyó su campo a Lérida, y el día 2 de octubre volvió a la corte llevándose consigo al conde de Aguilar, por dar satisfacción a los franceses que servían bajo su mando, disgustados porque sólo estaban sepultados en el disimulo los odios no apagados.

El mando de estas tropas se dio al príncipe de Esterclaes, flamenco, que conformaba más con los franceses y amaba a los españoles. Éste, pasando otra vez el Segre, se acampó en Alguaire, sin que hubiese de una ni otra parte acción alguna remarcable.

El mismo día que el rey Felipe salió de la corte para el campo, la dejó el embajador Amelot y se fue a Francia; parecióle estar expuesto a algún desaire si quedaba sin el Rey; salió rico, no porque hubiese abiertamente usurpado de las rentas reales, ni de los españoles, sino por la gran negociación que se le permitía hacer en las Indias, sacando de la generosidad del Rey permisiones perjudiciales a aquel comercio. También salieron con él otros franceses, instrumentos de este negocio, y sólo quedaron los de menor importancia, y alguno en el Palacio, protegidos de la princesa Ursini.

No la pesaba a ésta la ausencia de Amelot, porque crecía su autoridad; y por conciliarse a los españoles hizo que eligiese el Rey por único ministro de todos los negocios extranjeros al duque de Medinaceli; este era, en virtud del decreto, su particular encargo; pero nada se hacía sin él, porque no sólo entraba también en el Consejo del Gabinete, sino que despachaba solo algunas veces con el Rey, el cual no se fiaba enteramente del duque y lo más secreto se reservaba a la Reina, a la princesa y al marqués de Grimaldo, a quien siempre el Rey tuvo particular inclinación. El duque de Medina afectaba amor y celo; el Rey confianza, y nada de esto había, porque el duque tenía ajeno el ánimo de los intereses del Rey, y aunque para satisfacer su vanidad se hizo de rogar para admitir el empleo, le admitió de buena gana, porque con esto agigantaba su autoridad, hacía cada día nuevos parciales y tenía más poder sobre el reino.

Todo lo entendía el Rey, pero habiéndole desamparado los franceses, era preciso valerse de los españoles; y para engañar al cuerpo de los grandes, se eligió uno de los más autorizados. Creyeron los enemigos que poner el gobierno en manos del duque había sido arte para perderle. Esto era impropio de la benignidad del Rey, cuyo sincero ánimo y cuya intrepidez no buscaría tantos rodeos si tenía que castigar. La princesa era más capaz de armarle este lazo; pero era aventurar mucho buscando un delito incierto a tiempo que combatían al Rey las mayores dificultades, porque le faltaban los socorros de Francia, y en esto mostraba tener el Rey Cristianísimo intención de la paz, con la cual se cargaba toda la fuerza de los enemigos contra la España, y no la podía defender el Rey solo. Ostentaba sus rigores a este tiempo la fortuna, afligiendo al Rey con nuevos cuidados, pues entraba por necesidad en nuevos disgustos y empeños con la corte de Roma.

Imposibilitado el Pontífice de resistir al Emperador, y perdiendo cada día algo de sus Estados, dio oídos el día 9 de febrero a las proposiciones de ajuste que envió la corte de Viena; éstas eran: que había de reformar sus tropas el Pontífice, quedándose con las que tenía antes de las nuevas levas; había de reconocer por Rey Católico y de toda la Monarquía española al rey Carlos de Austria; se le había de dar la investidura de Nápoles; se había de señalar cuarteles a quince mil alemanes en los Estados pontificios, que, para no padecer vejación, se habían de pagar cien mil escudos romanos; se había de restituir al Pontífice lo que se le había tomado, si tenía claro derecho a ello; había el fiscal regio de volver sus rentas a los eclesiásticos ausentes; en privada y amigable conferencia se había de decidir sobre Comachio; habían de proteger perpetuamente el Emperador y el rey Carlos, contra cualquier príncipe, a la Sede Apostólica.

Estos pocos ventajosos artículos vio el Papa con precisa tolerancia, y se eligió al cardenal Fabricio Pauluci para que confiriese sobre ellos con el embajador cesáreo, marqués de Prié; y lo que más embarazaba era reconocer a Carlos de Austria por Rey Católico, cuando ya estaba Felipe de Borbón reconocido y tenía muchas bulas pontificias que le trataban como tal, siendo este título indivisible; y a esto se seguía reconocerle al rey Carlos por dueño de cuanto poseía el rey, Felipe, lo que repugnaba a la razón y a la justicia, no porque esto fue decidir, sino porque en los reinos en que Felipe dominaba no se le podían negar las bulas de los propuestos beneficios y mitras, y era notoria contrariedad reconocer dos reyes de España; en lo que se aventuraba también que ésta entregase al Pontífice la obediencia, protestando de todas sus resoluciones.

Esto ponderaba Pauluci al marqués de Prié con más bien limadas razones, y ofrecía reconocer a Carlos por Rey en abstracto, pero no con el título de Rey Católico. Los alemanes, que conocían la poca constancia del Papa en materias políticas, el temor de los romanos y sus tenues fuerzas, instaban que si luego no se hacía este reconocimiento, tenía orden el conde Daun para ir a Roma con veinte mil hombres. Nada aprovechaban las representaciones de Tessé y del duque de Uceda por la España, porque eran sólo papeles y palabras, y los alemanes mostraban la bayoneta. Los ministros del Papa daban a los españoles por excusa que estaba violentado, y por eso era nula la recognición, la cual nada le quitaba al rey Felipe, ni se le negaría el título, ya una vez dado, y las bulas en sus dominios; que no era éste el primer Pontífice que había reconocido dos reyes de Nápoles, y que era preciso ceder a la fuerza, y en secreto decían que a la tiranía, porque no debía el Pontífice exponer el Estado eclesiástico en un punto político aéreo y una cuestión sólo de nombre; que eran los españoles y su rey muy católicos para quitar por eso la obediencia a la Santa Sede, y que si tal sucediese no sería culpa de un Papa oprimido y obligado.

Apretaban por la respuesta los ministros austríacos, y la dio el Pontífice en esta forma: Que había de reconocer genéricamente por rey a Carlos de Austria, y que se le formaría una Junta de quince cardenales para deliberar el título. Había de retener el Papa cinco mil hombres de armas, se había de dar una contribución para diez mil hombres que había de tomar cuarteles de la otra parte del Po, fuera de los Estados pontificios. Se había de hacer una Congregación que definiría sobre los Estados que son feudos de la Iglesia, Comachio, Parma, Ferrara, Plasencia y otros Estados de príncipes romanos que se pretenden feudos imperiales, y que hasta que se definiese presidiarían a Comachio los alemanes. Que había de proponer Carlos de Austria para los beneficios eclesiásticos a los sujetos dignos de los dominios que poseía, y había de anular el César los decretos hechos sobre Parma y Plasencia.

Estas proposiciones las despreció el marqués de Prié. Lo propio sucedió en Viena. Para determinar el título del Rey, nombró el Pontífice a los cardenales Achiajoli, Carpegna, Galeazo Marascoti, Espada, Pasiantici, S. Cesáreo, Grabieli, Ferrari, Domingo Paraciani, Caprara, Carlos Agustín Fabroni, Benito Panfilio, Fulvio Astrali, Bichi y José Renato, imperial. Estos quince eran hombres sabios y prudentes, tenidos por neutrales; no se debía desconfiar de ellos, pero tampoco debía el César sujetarse a su arbitrio. Protestó el rey Felipe de nulidad de cualquier decreto que hiciesen, y presentó las protestas don José Molines, decano de la Santa Rota por España, al decano del Sacro Colegio, al vicecanciller cardenal Otabono y al cardenal Camarlengo. Hallábase el Pontífice muy embarazado, y tuvo orden el arzobispo de Damasco, nuncio de España, de ablandar el ánimo del Rey exponiendo sus razones, que todas se reducían a estar violentado y serle imposible redimirse de la vejación, sin condescender en gran parte con lo que pedían los alemanes. El Rey Católico conocía la opresión, pero había de hacer justicia a su propia dignidad, y sin faltar a la debida veneración a la Santa Sede, tomar aquellas satisfacciones que tuviesen los teólogos por lícitas.

El Emperador estaba impaciente de las dudas del Pontífice, y mandó estrecharle con amenazas, que las proferían el conde Daun y el marqués de Prié, aun superfluas al temor del Pontífice, que rendido a él, aun cuando fingía con los ministros de España y Francia indecisión, se convino secretamente con el César, allanándose a las primeras disposiciones que le vinieron de Viena; sólo en la recognición del rey Carlos se moderó, porque le reconoció por Rey Católico en aquella parte de los dominios de España que poseía, sin perjuicio del título ya adquirido y de la posesión de los reinos que gozaba el rey Felipe.

Esta convención se hizo tan secreta, que hay quien diga que estaba ya concordada cuando se mandaron hacer en Roma rogativas para que Dios iluminase al mayor acierto. Tuvieron esta noticia los ministros españoles y franceses; y el mariscal de Tessé escribió al Pontífice dos papeles ajenos de la veneración debida a la Cabeza de la Iglesia. Por no dejar a la posteridad el pésimo ejemplo de hablar con tan irreverente libertad al Vicario de Cristo, no ponemos copia de ellos, pues siendo inseparable la altísima dignidad de Pontífice Sumo, del varón, aunque éste puede en lo político errar, no se debe violar el respeto a representación tan alta. Estos papeles sólo tuvieron aprobación entre los herejes o los poco católicos. La piedad del Rey Cristianísimo y del rey Felipe no los aprobó. El Pontífice toleró la injuria con cristiana paciencia, e hizo pública la concordia, extendida en los mismos capítulos que había propuesto el César, que tuvo compasión de no ejecutar algunos, porque no tomaron cuartel en el Estado eclesiástico tanto número de tropas ni la contribución fue tan grande.

El Rey Católico no deliberó nada antes de oír al Consejo de Estado, a los consejeros del Gabinete y a algunos ministros del Consejo Real de Castilla; y para asegurar más su conciencia, mandó que el padre Rubinet, de la Compañía de Jesús, su confesor, juntase los teólogos más acreditados, y que diesen su dictamen sobre si podía desterrar de los reinos de España al nuncio y prohibir su tribunal.

En esta última circunstancia batía toda la dificultad, porque considerándole como embajador del Pontífice ya se le había insinuado que no usase del Ministerio ni entrase en Palacio, y por dictamen del duque de Veraguas se había quitado de la capilla real el asiento destinado a los nuncios. Los teólogos, entre los cuales estaba el padre Blanco, dominicano, y el padre Ramírez, jesuita, hombres muy sabios y ejemplares, respondieron que podía el Rey quitar al Tribunal de la Nunciatura, erigido a instancia de los reyes predecesores, por comodidad de los súbditos, administrando los negocios, como antes, por el ordinario, sin que esto fuese faltar a la debida obediencia a la Santa Sede. De esta misma opinión fue el obispo de Lérida, Solís. En virtud de esto, mandó el Rey que saliese de sus dominios al nuncio, arzobispo de Damasco, con todos los ministros de la Nunciatura, prohibiendo este Tribunal, y se dieron letras circulares a todos los obispos de España, para que usasen de la misma jurisdicción que tenían antes de estar establecido.

Contra la persona del nuncio no explicó el Rey nada, y para honrarle mandó que le acompañasen hasta la raya de España cincuenta caballos y don Gaspar de Girón, su mayordomo de semana, y fuese alojado a expensas del real erario hasta que saliese de ella. Era digno de toda esta distinción el arzobispo Zondadari, por su sangre y su virtud, y como muchos le habían teñido de la nota de desafecto, quiso el Rey, dándose por satisfecho de este ministro, explicar que no había dado crédito a estas voces, emanadas del duque de Uceda sin fundamento, y alentadas en Madrid por don Francisco Ronquillo y el duque de Veraguas, poco amigos del nuncio. Éste pasó su Tribunal a Aviñón, pretendiendo ejercer desde allí la nunciatura de España, pero fue en vano, porque por real decreto estaba prohibido acudir a ella. Quitósele el comercio con Roma, mandando no admitir más breves pontificios que los que el Rey pidiese, que se habían de conceder sin estipendio.

Se ordenó salir de aquella corte al duque de Uceda y al marqués de Monteleón; voluntariamente hizo el cardenal Francisco Judice por mostrar el afecto y la parcialidad por el Rey, y pasó a Génova, adonde se restituyó Monteleón y llegó poco después Uceda, que había sido creado plenipotenciario en Italia, padeciendo el Rey equivocación en el crédito de su fidelidad, porque el duque no la tenía. Ya lo había insinuado el Pontífice al Rey Católico, pero no fue creído. Cierto es que tenía inteligencia con los alemanes, pero lo ejecutaba con tanta reserva que tenía en España la más plausible y mejor opinión de leal. No tenía el rey Felipe en Italia más que la isla de Sicilia y los presidios de Toscana, Longón y Puerto de Hércules, y así parecía superfluo el plenipotenciario, del cual hacían alguna burla los alemanes, pero pareció alentar a los reinos de Italia con este nombramiento, que insinuaba no haberlos olvidado el rey Felipe, porque no estaban contentos bajo el yugo de los alemanes los mismos que los habían llamado, importunando al rey Felipe por su recuperación muchos magnates napolitanos, milaneses y sardos.

Por estos últimos instaban continuamente en la corte el conde del castillo, el de Montalvo y el marqués de San Felipe, que dieron un proyecto de cómo se podía recobrar el reino; fue aprobado en Madrid, y París, y ofreció el Rey Cristianísimo, si se proseguía la guerra, algunos navíos y dos mil hombres. Para mantenerle en este propósito y que se ejecutase, se envió a Francia al marqués de San Felipe, y a Córcega al conde del Castillo, porque estando más vecino a Cerdeña pudiese cultivar aquellas inteligencias. También desde Génova cultivaban las de Milán el marqués de Monteleón, y las de Nápoles el duque de Uceda, más para saber lo íntimo del secreto que para adelantar el servicio del Rey Católico. Conociéndole muchos napolitanos, no se fiaban del duque, y mantenían su correspondencia con don Juan Molines, que había quedado con su empleo de auditor de la Rota en Roma, y era hombre seguro, eficaz y del más constante afecto al Rey de España. Entró éste en nuevos empeños, porque ya reconocido Carlos de Austria por Rey Católico en Roma, envió por su embajador al príncipe de Avelino, napolitano, cuyos primeros pasos fueron pretender la casa que para sus embajadores tiene en Roma el Rey de España, que la defendió, pasándose a ella con gente armada don José Molines, y para sostener el empeño se le enviaron de Longón doscientos oficiales.

* * *

No cesaba en París el duque de Orleáns de procurar descomponer con aquella corte a la princesa Ursini, porque esperaba volver a España si salía de aquella. Deseaba ardentísimamente el imperio de aquellas tropas, y mucho más después que había vuelto a París Amelot, dando por pretexto que sólo él era capaz de unir las dos naciones, por tener en España tantos parciales de la primera nobleza y de los más distinguidos oficiales en las tropas. No se le ocultaba esto a la princesa, que tenía el favor de la señora de Maitenon y conservaba secreta inteligencia con Amelot. Esta era otra guerra en que padecían ambas cortes, pues nada cansa más a los reyes que instarles con sofísticas razones lo que es de su desagrado, porque, como los más quieren hacer siempre lo mejor, temen ser de su propia voluntad engañados.

La princesa, para defenderse de esta persecución, inquiría mucho sobre los pasos y operaciones de los que imaginaba más adheridos al duque de Orleáns en España, que no eran muchos, pero su aprensión abultaba el número; creía que había dejado espías en la corte y en el ejército, y no se engañaba. Solicitaba con cuidado ocasiones para malquistarle más con el Rey, y, sobre todo, le daban cuidado un secretario y un ayudante real, que había dejado el duque en Lérida, llamados Flot y Reno, franceses, para lo cual mandó al gobernador de la plaza, conde de Luviñe, que vigilase en ellos. Esta prevención, o la natural advertencia del gobernador, que era hombre fidelísimo y puntual, hizo reparar que aquellos dos franceses salían frecuentemente de noche de la plaza y les puso espías para que los siguiesen; averiguó que iban al campo enemigo y al pabellón de Diego Stanop, general inglés; avisó de esta novedad a la princesa, y el Rey no quiso se prendiesen por entonces, sino que se estuviese a la mira, para que no pudiesen salir de España; pero queriéndolo éstos ejecutar, fueron presos y tomados sus papeles. Uno se cogió en el viaje, que se encaminaba a Bayona; lleváronlos al castillo de Pamplona, y en sus escrituras se hallaron muchas cartas en cifra que les escribía el duque de Orleáns, y otras respuestas de Stanop. De las cifras se halló la llave, y se pudo poner en claro que el duque, viendo como inefable y necesaria la paz del Cristianísimo con los aliados, y que desampararía al rey Felipe para obligarle a dejar el Trono, había ofrecido a los ingleses el entregarles las plazas de Lérida y Tortosa y el castillo de Pamplona; y como suponía que había de tener el mando de las tropas de España, prometía perder con arte tan enteramente una batalla, que no le quedasen al Rey tropas con que subsistir, de género que se vería obligado a restituirse a Francia, y que él se levantaría con las que quedasen, salvando los regimientos y jefes que tenía a su devoción; y que ocupando la parte más principal de España, la entregaría a los ingleses, que, ayudados de las tropas austríacas, la poseerían toda; pero que al duque se le daría el reino de Valencia y Navarra, con Murcia y Cartagena, reconociéndole por rey, para que él cediese a la Casa de Austria los derechos que tenía a la Corona de España, después de la línea del rey Felipe, advirtiendo que este tratado no quería tenerle con otro, sino con los ingleses.

Esta era la idea del duque, admitida de los ingleses con engaño, porque no le cumplirían la palabra ni convenía a su sistema dejar en la España un rey de la Casa de Borbón, el cual, que se llamase Felipe o Luis, era cuestión de nombre. Tenía entablado este tratado antes de salir de España, y para que creyesen fácil lo que ofrecía, dio una nota de sus parciales; puso en ella no sólo muchos cabos militares sino aún a los primeros magnates. Esta memoria no se halló en los papeles que se cogieron; pero el contexto de las respuestas de Stanop la suponía. Como fue obligado a salir de España, continuó este negocio por manos de Flot y Renó. Un clérigo catalán que iba y volvía a Lérida al campo enemigo y traía las cartas fue también preso.

Cuando los ingleses vieron salir de España al duque, desconfiaron de que pudiese cumplir lo ofrecido, porque mandaba las tropas el conde de Aguilar, hombre fidelísimo, de la más ilustre sangre española, e incapaz de tal infamia. Después las mandaba Sterclaes, sujeto de semejantes circunstancias, y así se enfrió Stanop en este negocio; viendo lo cual, y discurriendo la causa, quería el duque volver a España a mandar sus tropas y ejecutar su designio. Los presos en el castillo de Pamplona lo confesaron todo de plano; pero que estaban engañados, porque el duque les decía era de orden y consentimiento del Rey Cristianísimo, de quien eran vasallos. No confesaron en la materia cómplices, porque no los había menester el duque, que no se había fiado de español alguno; y aunque fueron presos, por la gran adhesión que tenían a él, don Bonifacio Manrique, don Antonio Villarroel y él marqués de Fuentehermosa, fueron luego puestos en libertad, conociendo su inocencia y que de nada de esto eran sabidores.

De todo lo referido dio aviso individual a su abuelo el rey Felipe. Tuvo Luis XIV la pesadumbre mayor; avigoraba su ira el Delfín, y se determinó la última sangrienta resolución contra el duque; pero no la dejaron ejecutar los ruegos de la Maitenon, de la duquesa madre y aun de su mujer, hija natural del Rey, que, mal avenido con su propia benignidad, no podía esconder su sentimiento: era preciso un ejemplar castigo o un alto disimulo, porque el duque se excusaba diciendo que este tratado era sólo en el caso de hacer paz con los aliados el Cristianísimo, y de resolver y consentir que saliese el rey Felipe de España, porque no quería el duque renunciar a sus derechos si no le daban alguna porción de los reinos, a los cuales tenía acción por abuela Ana Mauricia, hermana de Felipe IV, heredera indubitable, si no lo fuese María Teresa, y que en esta forma estaba declarada en las Cortes de España la sucesión, por la cual no era delito conservar de aquellos reinos la parte que pudiese, si no se mantenía en el Trono el Rey, pronto siempre a restituírlos cuando volviese a él.

Estas razones, aunque sofísticas, era preciso pasarlas por buenas y admitir la disculpa, ya que no se había de castigar el delito. Aún queda la duda de si favoreció al duque de Orleáns el de Borgoña; no faltó quien lo afirmase; pero, al fin, sepultó un político silencio el negocio, y el rey de Francia explicó al rey de España su determinación y estar necesitado a ejecutar una benignidad casi injusta. Por su natural clemencia y por dar gusto a su abuelo, a todo se acomodó el rey Felipe, y dio libertad a los dos franceses que tenía presos en Pamplona. Hay quien diga que nada de este tratado sabían en Barcelona y Viene, pero esto no es probable; cierto es que se calló siempre el haberse querido valer de este medio.

* * *

Ya divulgada la voz de paz, y no concluida, temieron los holandeses que no la hiciesen particular con el rey de Francia los ingleses, porque tomaba cuerpo la facción contraria a Malburgh, aunque éste siempre prevalecía. Valíanse los torys contra la wig de un hombre de mucha elocuencia, llamado el doctor Enrique Sciacheverel, que abiertamente disputaba sobre los derechos al reino, y no dejaba de dar cuidado. Recelaban también en Holanda los precisos movimientos de la Germania, habiendo llamado sus tropas muchos príncipes después que vencido en la batalla de Pultova por los moscovitas el rey Carlos de Suecia, se había retirado a Andrinópoli, y aprovechándose de la ocasión, se coligaron contra su reino el rey de Prusia, el de Dinamarca y Polonia. Llamóse esta Liga de los tres Federicos, y aunque todas las iras se dirigían contra Suecia, tenía el rey Carlos Estados en Alemania, que eran los ducados de Bremen y Werden, que se estaban ya poniendo en defensa, y su círculo los protegía.

No estaba enteramente extinguida en Polonia la facción del rey Estanislao, y así dudaban en Holanda que muchos príncipes alemanes retirasen los regimientos que habían dado al sueldo del Emperador y de los ingleses, con lo cual se enflaquecían sus fuerzas, teniendo siempre la Francia un poderoso ejército en pie. Esto los obligó a usar de sus acostumbradas artes y a insinuar al Cristianísimo que volviese a entrar en tratados de paz, que se moderarían mucho los propuestos artículos y que cuando hallasen ventaja la harían particular. Para esto era menester engañar a los ingleses y confiarlos; no estaban éstos muy asegurados de los holandeses, y así, por descubrir su intención y estrecharlos, ambas partes creyeron las convenía una nueva particular Liga entre Inglaterra y Holanda, que se firmó el día 29 de octubre, extendida en 21 artículos. Los principales eran sostener la sucesión de Inglaterra en la línea protestante, y elegir una barrera formidable en Flandes los holandeses. No fue difícil el ajuste, porque no daba cosa de lo suyo la Inglaterra, y la sucesión de la Casa de Hannover la importaba también a la Holanda. Se hicieron recíprocos pactos de no tratar paz uno sin otro, y ambos tiraban a engañarse, porque la Holanda estaba cansada de la guerra y quería la paz. También la deseaban en Londres los émulos de Malburgh, para quitarle la autoridad y el poder; pero como la repugnaba el César, porque le faltaba mucho que vencer a su hermano para ser rey de España, donde sólo tenía un pequeño pedazo de la Cataluña, no explicaban sus deseos los aliados, antes se recataban uno de otro.

No había sucedido cosa de gran entidad en el Rhin, porque de uno y otro ejército se habían hecho numerosos destacamentos para Flandes. Mandaba el de los aliados el duque de Hannover, y el de los franceses, el de Harcourt, que echando tres puentes al Rhin pasó nueve millas de Kell para forrajear los campos de aquellas provincias, sin que pudiesen los alemanes embarazarlo. Para penetrar éstos en la Alsacia Alta y ponerla en contribución, destacó el duque de Hannover al general Mercy con ocho mil hombres, que, pasando de improviso los Estados de los esguízaros, diese el giro con la mayor celeridad a la Alsacia.

Marchó la noche del 21 de agosto con dilatadas y continuas jornadas, entrando por Baseen; y, pasando por San Jacobo y Gundendigen, llegó a la Alsacia, se adelantó a Neoburg y se juntó con el general Latour; luego echó un puente al Rhin, y se empezó a fortificar, con lo cual ponía en peligro a Heninguen y sus confines, porque ya tenía casi bloqueada la ciudad.

Era embajador de la Francia en los esguízaros el conde Luch, y habiendo alcanzado a tiempo esta noticia, la participó con extraordinario al duque de Harcourt, que sin dilación destacó al conde del Burgo con diez mil hombres, para cortar el paso a los enemigos, que se estaban moviendo hacia Romeskeim para buscar mejor sitio, pues no se habían podido aún fortificar ni perficionar la trinchera. A la primer vista, casi cogidos sobre la marcha, los atacó con la mayor resolución el francés, formado en batalla; dispusiéronse con prontitud para ella los alemanes, y sostuvo el primer encuentro con gran valor el general Breveren, que mandaba la izquierda, y tanto se esforzó, que deshizo tres escuadrones de franceses; pero al repararse éstos, se adelantó demasiado a buscar al conde del Burgo, que venía a salirle al encuentro, y perdió la vida gloriosamente.

Regía la derecha de sus tropas Mercy; pero ya con la muerte de Breveren, vencida su izquierda, cargaron los mejores regimientos de los franceses a pelear en su siniestra, y se trabó cruentísima guerra. Matáronle a Mercy el caballo que montaba, y al caer le cogió debajo y tuvo gran peligro. Este rato que dejó de pelear le faltó a aquella ala un jefe tan esforzado y vigoroso, que pudieron los franceses deshacerla enteramente, y como los vencedores del ala izquierda advirtieron cortar el puente, les faltó a los vencidos este refugio. Mercy se salvó pasando el río a nado; quedaron de los alemanes más de mil muertos, doble número de prisioneros, y padecieron gran deserción, aunque el general Witerskein retiró las reliquias a Fribourgh; los que siguieron a Mercy se recogieron con él a Rehinselum.

Puso la tierra enemiga en contribución el francés y aunque esta victoria fue pequeña, por el corto número de los que pelearon, importó mucho, porque, ocupada la Alsacia Alta de los alemanes, se hubieran podido adelantar hasta dar la mano al duque de Saboya, para que atacase el Delfinado, poner en contribución a León y en peligro la Borgoña. Dio el rey de Francia la queja a los esguízaros, y respondieron haber sido sin su noticia; lo propio respondió a ellos el César, y se debió todo a la vigilancia del ministro, que residía en Helvecia, y al valor del conde del Burgo.

Sintió mucho este accidente el duque de Saboya, porque no podía en los Alpes hacer progreso alguno. Había el duque de Berwick fortificado bien a Brianzon, el castillo de Barran y el río Varo. El duque Daun intentó tres veces pasar por los montes contra el Delfinado, pero fue en vano. Estaba el conde de Broglio, francés, acampado en los collados de Brianzon, con bien fortificada trinchera, contra la cual partió improvisadamente Daun; pero saliendo de ella a encontrarle el conde de Broglio, le derrotó y rechazó hasta los vecinos valles, con pérdida de mil y quinientos hombres; no se atrevieron después los alemanes a poner su campo al otro lado de Montmillan ni penetrar en la Moriena, y para que no los encerrasen los franceses, pusieron un gran destacamento en Conflans. Quiso el general Chebinder, alemán, pasar el puente de Vachet, junto a Brianzon; pero le defendió con tanto esfuerzo el señor de Dillón, que desistió del intento, dejando ochocientos hombres. Estos progresos, que negaba al duque de Saboya la fortuna, desalentaron a los calvinistas de Lenguadoc, porque el duque de Lecloire abatió con gran rigor el orgullo de las Cevenas, de donde ya volvían a formar sediciosas cuadrillas los herejes. Con esto se pudieron enviar más tropas el duque de Noailles, que devastaba la Cataluña que alinda con el Rosellón, y tenía en continuo movimiento a aquellos rebeldes, que, nunca retirados a cuarteles, ni aun en el rigor del invierno, corrían por todos los lugares que se habían restituido al dominio del rey Felipe.

En Portugal, nada digno de la Historia hizo el marqués del Bay después de la batalla de la Gudiña, pues aunque bloqueó a Olivenza, nunca la pudo sitiar, porque cortó el puente, y esto mismo sirvió a los portugueses de defensa. Vino de Gurumena el marqués de la Frontera y levantó tres atrincheramientos junto al río, que impidió a los españoles acercarse, y fueron precisados, instando ya el tiempo de dar cuarteles, a retirarse a ellos.

En este año, a 14 de septiembre, murió en Toledo su arzobispo, el cardenal Portocarrero. Propuso el Rey a don Antonio Ibáñez, arzobispo de Zaragoza; pero no quiso dar las bulas el Pontífice, disgustado de cuanto en España se ejecutó contra el nuncio Zondadari. Con lo que damos fin al año y primero tomo de estos COMENTARIOS.




ArribaAbajo

Año de 1710

La ociosidad de las armas y el artificio de los holandeses, volvió a entablar los tratados de paz con el Rey Cristianísimo, que, prosiguiendo en su político sistema de alucinar a los enemigos, dio nuevos oídos a ella. Fue Getrudemberg el lugar destinado para el Congreso, y se nombraron plenipotenciarios: la Francia nombró al mariscal de Uxelles y al abad Melchor de Polignac; la Holanda, a Guillermo Puis y a Bruno Wanderdusen; la Inglaterra, al duque de Malburgh y a milord Fouveskenden; el Emperador, al príncipe Eugenio y al conde de Sincendorf; y también envió el suyo el duque de Saboya.

No estaba maduro el negocio, y así era intempestiva la paz, y nadie de los que asistían al Congreso la deseaba, pues aunque los Estados de Holanda estaban enfadados de la guerra y verdaderamente apetecían el descanso y no correr más peligro, los ministros del Congreso, teniendo a su favor al gran pensionario Heinsio, en todo contemplaban el príncipe Eugenio y a Malburgh, que querían, por sus particulares ventajas, la guerra. Este era el dictamen del César, viendo no saldría sin ella, y con gran trabajo de España el rey Felipe, más fortificado en el Trono después que tenía sucesión, y le importaba al César buscar para su hermano un reino, porque quedase parte de los Estados hereditarios a sus hijas. A la reina Ana la tenían persuadida los de la facción de Malburgh que descaecería de su autoridad, y quizás del Trono, si no se mantenía armada, porque se aumentaba cada día el partido de la Iglesia anglicana; y aunque por la libertad de sus escritos y sermones estaba preso el doctor Enrique Sciacheverel, no se atrevía el Gobierno a castigarle por el gran número de protectores que defendían la antigua religión de la patria, profesada desde que apostataron de la verdadera. Por estas razones, también la Reina asentía a la guerra.

De este dictamen era, aunque reservado en los ardides de su política y de su prudencia, el duque de Saboya, que ni quería ver tan poderosos a los austríacos, ni sacar de España al rey Felipe, aunque le hiciesen rey de Italia en los reinos que había poseído, porque también él deseaba un título de rey en ella, y sólo podía extenderse en la Lombardía y en el Estado de Milán, del cual no era fácil ganar más terreno si se le daban al rey Felipe con Nápoles, Sicilia y Cerdeña, que era el último ofrecimiento que meditaban hacer los holandeses, porque las dos islas ya las habían ofrecido, siendo despreciado este partido por el rey de Francia, el cual, viendo a los holandeses ansiosos de la paz, muy encendidas las dos facciones en Inglaterra y constantes en el amor al Rey los castellanos, había corroborado sus esperanzas de que Liga de tantos dictámenes podría durar poco, embarazados sus intereses en los mismos progresos; y así, fiaba al tiempo sus ideas. El Delfín las confirmaba con nunca intermitentes instancias, y declaró la inmutable voluntad hacia el Rey, su hijo, a sus plenipotenciarios; y aún el duque de Borgoña aprobaba el no hacer la paz sin que fuese rey de Italia su hermano; con esto le parecía que quedaba airoso el empeño, y que desmembrada de tantos reinos la España, y poseída de un austríaco, la deprimiría a su arbitrio. Este era un sistema errado y fundado en falta de experiencia y noticia de la España, más para temida cuando estuviese desembarazada de la Flandes y de Milán. Esta paz, que todos la trataban con mala fe, contenía tantos artificios para no explicar un príncipe a otro su intención, que necesitaba de otro volumen, y no es propio de COMENTARIOS extendernos a escribir las artes con que procuraban engañarse; y así, no se firmó armisticio porque nunca fueron mayores los preparativos de guerra.

Bajó, en el rigor del invierno, con una escuadra al Mediterráneo el almirante Norris; salió con otra, costeando la Francia, el vicealmirante Dusleyo, y otros navíos costeaban contra los corsarios franceses que salían de Dunquerque. Las guardias de la Reina se enviaron a Flandes; y a mandar las tropas de Portugal, al general Skanon, inglés, porque Galloway padecía una constante gota en los pies, estaba aborrecido de los portugueses y no con grande aceptación en Londres, después que había sido desgraciado y tres veces en España vencido. Para embajador de Inglaterra pasó a Lisboa milord Prothmor, y para solicitar la armada naval pasó a Holanda el señor de Mithel. Hacía grandes levas el Rey Católico, y no menores la Francia.

Todo esto decían que era para hacer la paz, porque el señor de Pethecum, ministro de Holstein Gotorp, había llevado a Holanda nuevos proyectos por la Francia, semejantes a los que los holandeses habían propuesto. El Rey Cristianísimo decía que quería para el rey Felipe reinos equivalentes a la España, que había de dejar; ofreciólos la Holanda, pero no venían en ello los ingleses ni los alemanes; éstos, porque querían la Italia, y aquéllos, porque se habían declarado por la parte de los austríacos, que les habían ofrecido a Puerto Mahón y otros en la América, y había de pasar a Barcelona el señor de Gragiz, para concluir con el rey Carlos este tratado.

Los plenipotenciarios de Francia, viendo que no podían los holandeses cumplir lo prometido al Rey Cristianísimo, se despidieron el día 14 de mayo. Los holandeses los entretuvieron algunos días, por si podían vencer al príncipe Eugenio y a Malburgh, que eran árbitros de sus cortes; pero como éstos querían la guerra, permanecieron constantes con el pretexto de que no tenían otra instrucción de sus soberanos, y que dar la Italia era desmembrar de dos reinos la Monarquía de España y hacerla perder el equilibrio a la Europa, dejando más poderosa a la Francia. Pethecum trabajaba en unir estos dictámenes y voluntades, pero no pudo; y Uxelles y Polignac se volvieron a París, dejando antes escrita una carta muy picante a los Estados generales y haciendo cargo a los príncipes de la Liga de ser los instrumentos de la ruina de Europa. Los holandeses respondieron con no menor arrogancia, y pareció ya a todo el mundo enteramente roto el tratado; pero con gran secreto habían los holandeses ajustado otro, por medio de Pethecum, Torsy y Bergueick, con la Francia, que ofrecía cuanto la Holanda apeteciese, aunque fuese toda la Flandes española y darles el comercio de Indias, como se apartasen de la Liga y volviesen a reconocer al rey Felipe. No se extendieron los artículos, pero quedó concordado que harían solos la paz con gran secreto, después de disuelto el Congreso, y que retirarían temprano sus tropas a cuarteles de invierno. La Francia ofreció en rehenes cuatro plazas.

Como en este ajuste daba tanto de lo suyo el Rey Católico, fue preciso que el de Francia se lo comunicase, y pasó el señor de Iberville a Madrid a este efecto. El rey Felipe había puesto todos los negocios extranjeros en manos del duque de Medinaceli, y aunque veía que el alma de este negocio era el secreto, porque si lo penetraban los aliados antes de ejecutado, era infalible el turbarle, lo fió el Rey al duque, el cual tenía permiso para tratar con los enemigos por si podía ajustar una paz particular; no tenía para esto conocimiento en las cortes de Viena y Londres, pero se valía del marqués Ranucini, ministro del gran duque de Toscana, que estaba en Holanda y pasaba a Londres cuando se ofrecía algún negocio, porque para ambas cortes tenía credenciales. Era este Ranucini hombre avisado y muy capaz, y tenía estrechez con el duque desde que fue enviado de su amo en Madrid; su genio era austríaco; creía que en la manifiesta decadencia de la línea de los Médicis, pararía la Toscana en manos del Emperador; y así, cultivaba con grandes obsequios aquella corte, llevándole su altivez de espíritu a querer ser vasallo de un príncipe grande, porque la nobleza florentina llevaba muy mal el yugo de los Médicis. Con este hombre contaba el duque de Medinaceli correspondencia pública y secreta, no sin noticia del rey Felipe, a quien persuadía que todo se enderezaba a su utilidad. Juzgar de la intención es difícil; cierto es que por medio del dicho Ranucini descubrió el duque el secreto a los ingleses y nada les ocultó de lo que trataba la Holanda con el Cristianísimo, o para turbar esta paz, o para sacar más ventajosas condiciones de los ingleses. Aunque haya sido la intención la más sana, el delito de descubrir sin permiso del Rey tan gran negociado, no se le puede disculpar. Corrió voz que también por medio del nuncio Zondadari, aunque estaba en Aviñón, había prevenido esto al Papa; pero es improbable ni que se fiase el duque de quien no era su estrecho amigo, ni a sus ideas importaba descubrirlo al Pontífice, de quien no podía esperar ni que turbase el tratado, manifestándole (porque sería contra la caridad paternal) ni que le mejorase a favor del Rey Católico; y así, fuese mala o buena su intención, este paso era inútil.

No lo fue el que dio con los ingleses, porque éstos se quejaron agriamente de la Holanda, y acompañó sus quejas no con más moderación el Emperador; pero, como le habían menester y temían se destacase de la Liga, admitieron su satisfacción; y más que, no habiendo capítulos firmados, no pudieron de lleno probar el hecho, porque todo estaba en la fe dada a las palabras de Pethecum, Torsy y Bergueick, hombres de inmutable fidelidad y secreto.

A Malburgh le convenía fingirse desengañado, y aseguraba en Londres que era todo enredo de la Francia y la España para sembrar discordia entre los aliados, y que nunca habían pensado apartarse de la Liga, no porque Malburgh lo creyese así, sino porque recelaba que en Londres sus émulos inspirasen a la Reina que se anticipase a una paz particular, porque si los holandeses la habían ideado, la ejecutarían. El amar tanto la guerra Malburgh y Eugenio de Saboya reunió los ánimos, y se mantuvo la Liga, aunque el mariscal de Tallard, prisionero en Londres, hacía los mayores esfuerzos para que aquellos ministros hiciesen su paz con la Francia.

El Rey Cristianísimo descubrió este doble trato del duque de Medina interceptando unas cartas que pasaban a Holanda de Madrid, y puesto todo en noticia del rey Felipe, mandó éste prender al duque en su propio Real Palacio, enviándole a la secretaría del marqués de Grimaldo, que estaba de todo advertido, donde le prendió don Juan Idiáquez, conde de Salazar, sargento mayor de las Guardias, y entregándole a don Patricio Laules, que le esperaba en el parque del Palacio con cincuenta caballos, fue llevado al alcázar de Segovia sin criado alguno, hasta que consiguió el duque de Osuna se permitiese uno de los suyos. Reconociéronse sus papeles y se prendieron a sus secretarios.

El Rey mandó entregar a una Junta de cinco consejeros reales de Castilla, formada para este efecto, los instrumentos y escrituras que probaban su cargo, para que formalmente se le hiciese el proceso, y como se les había encargado el secreto, se ignoraba su culpa y cada uno la discurría a su modo, de género que en todas las cortes variaron las noticias, habiendo hecho no poco ruido en ellas la prisión de hombre de tanta magnitud en España, y casi primer ministro; pero la verdad la sabían muy pocos.

A este tiempo, que era por el mes de abril o por sospecha de viruelas o por arte, estaba fuera del Palacio, en otra casa, la princesa Ursini. Creyeron muchos que quería dar a entender no haber tenido parte en esta resolución del Rey, por no acabarse de malquistar con los españoles; pero como gozaba tan íntimamente de la privanza, no es conceptible lo haya ignorado y dejado de aprobar al Rey su decreto, aunque superfluamente, porque la intrepidez del Rey para ésta y las más arriesgadas resoluciones era la mayor, sin asomo de miedo, habiendo ya los grandes en España descaecido de aquella alta e incontrastable autoridad que gozaban.

Estos rumores de que ya alguno de los aliados pensaba en la paz, inflamó más en el ánimo de los austríacos e ingleses la guerra, y no soltaba sus bien fundadas esperanzas la Francia, cuyas tropas mandaba en Flandes, mientras llegaba el mariscal de Villars, el señor de Artañán, que fortificó una línea para asegurar a Mauberg, sin descuidar de Montané y Sant Amant. Los holandeses, picados con la Francia de que se les hubiese descubierto el intento y haber perdido tan favorable oportunidad para adelantar sus intereses, hicieron los mayores preparativos en Harlebech, y el general Cadogan fortificó más a Lilla, Tornay y Mons, y pasó después a Bruselas. Destacáronse de Gante, Brujas y Lilla ocho hombres por compañía, dejando correr la voz de que era para atacar las líneas de Baseen; pero era para asegurar los caminos por donde pasaban los víveres y municiones a Lilla. Los franceses añadieron a su ejército las guarniciones de Dunquerque, Santomer y Verges. De los almacenes de Luxemburg sacaron víveres para la plaza que baña el río Sambra; se forrajeó en giro a Namur y visitó Artañán los cuarteles desde esta ciudad a Cambray. Las tropas de la Mosa las juntaron los holandeses en Soyñies, y las de Flandes, en Tornay.

Llegó al ejército el mariscal de Villars, no sin visibles señas de la pasada herida en la rodilla, y recelando que los enemigos sitiasen a Duay, puso en ella a Albergoti con diez mil hombres. También entró el mariscal de campo marqués de Dreus; soltaron las aguas para inundar la campaña y aislaron la plaza. Sólo les faltaba a los aliados que llegase el príncipe Eugenio, cuya presencia y fama era otro ejército: tan glorioso le hicieron su valor y su fortuna. Luego que vino al campo, se determinó el sitio de Duay, y se acamparon las tropas entre Tornay y Lilla. Las de Francia se dividieron en tres partidas, a poca distancia, en Basees, Duay y Mauberg; eran inferiores al ejército de los aliados, los cuales sin dificultad alguna expugnaron el castillo de Mortañé, puesto entre Tornay y Sant Amant; pero luego le recobró el señor de Luxemburg. Enviáronse a las plazas jefes, escogidos; a Her fue el marqués de Listenois, y a San Omer, el señor de Geebriad; de otras plazas cuidaba el conde de Villars. Destruyeron los franceses las líneas de Lilla y luego se acampó el príncipe Eugenio. Volvió a tomar el conde de Cadogan a Mortañé; era preciso, porque servía de embarazo. Visitaron los franceses una barca que pasaba de Amberes, y tomaron la vajilla de plata del príncipe Eugenio. Recibió con desprecio el aviso, diciendo que estimaba más el hierro, y que hallaría plata en Duay, a la cual se presentó su ejército cuando expiraba el mes de abril; no le embarazaron las aguas, porque las mandó distraer. Las tropas que mandaba Artañán se retiraron luego hacia Cambray. Tiró sus líneas de circunvalación Eugenio, echó puentes al río Scarpa y por ambas partes de él plantó baterías.

Los alemanes se acamparon en Vitri: Malburgh, con los ingleses, en Guelesin, y Tilly, con los holandeses, en Deci. Después se acercaron los ingleses a la plaza sólo a distancia de seis millas, y el príncipe Eugenio se puso en el frente de la Scarpa; el francés, en Cambray, Betun y Arrás. Empezóse a abrir trinchera la noche del día 4 de mayo, entre las puertas llamadas Esquerchinea y Ocrense; terminaba la línea en un ángulo hacia el camino de Betunes, derribada de dos trincheras; la derecha regía el príncipe de Anhalt y la siniestra el de Nasau.

Plantó su campo Eugenio entre Lentz y Vitry, fácil de inundar; esperaba a los franceses por frente, si acaso intentasen socorrer la plaza de donde se hacían varías salidas: la más fuerte fue la noche del día 7, en que se destruyeron las labores de la línea de comunicación presidiada de ingleses y suizos, bajo la mano de los coroneles Schimit y Sultón, defensores esclarecidos, pero infelices, porque perecieron con sus regimientos. Socorrió la trinchera el general Machartneyo, y se encendió combate cruel, hasta que, acudiendo más tropas, hicieron retirar a los franceses. Con la misma felicidad hizo otras dos salidas Albergoti las noches de los días 10 y 13. Una bomba de la plaza prendió fuego a una porción de pólvora de los enemigos, y volaron cuarenta artilleros y un ingeniero.

Habían ya perdido mucha gente los sitiadores sin plantar baterías. A 15 de mayo se disparaban sesenta cañones con poco fruto, porque del recinto de la plaza salían dos baluartes que impedían los aproches y guardaban su camino encubierto dos ángulos; era preciso alojarse en él los alemanes para adelantar las baterías contra los baluartes que defendían la opuesta cortina, a la cual deseaban acercar las trincheras. Impedíalo el primer foso, y por estar lleno de agua, distrájola Eugenio con incomodidad de su campo, hasta que se hicieron más anchos los canales, porque la que estaba encerrada en la ciudad volvía a llenar el foso. Atacóle el príncipe Eugenio y ocupó el exterior labio de él con derramamiento de mucha sangre. Una salida de los sitiados destruyó una trinchera que se levantaba contra otra puerta, y fueron en ella vencidos de tal forma alemanes y holandeses, que, a no haber acudido personalmente el príncipe Eugenio y el de Tilly, hubieran padecido mucho mayor estrago.

Para dar alguna esperanza de socorro a la plaza, el mariscal de Villars pasó muestra de su gente, y se acampó entre Censé y la Esquelda; acompañábanle el rey Jacobo de Inglaterra y el duque de Berwick, con los más escogidos cabos militares. Sacó las guarniciones de Guisa, Landresy, San Quintín y Porsena, porque el príncipe Eugenio tenía cien mil hombres y aún no habían llegado los regimientos prusianos, palatinos y de Hesse Casel, a los cuales daban gran prisa los ingleses, porque estaban a su sueldo; y a la ribera de la Scarpa había dispuesto su ejército como en batalla Eugenio, señalando el centro al príncipe de Tilly, la izquierda al duque de Malburgh, y reservándose él la derecha; pero los franceses tenían orden de mantenerse sobre la defensiva y sacrificaban a Duay, cuyo presidio había echado dos veces del término del foso a los alemanes, que, constantes en su empeño, se alojaron mejor; pero no pudieron ocupar el ángulo siniestro, aunque el príncipe de Anhalt llevó tres veces una escogida brigada al asalto, y desistió, al fin, porque, sobre haber perdido ochocientos hombres, sacó una no leve herida.

Para que acudiesen al campo más tropas y pudiese Albergoti hacer alguna gran salida, se acercó el mariscal de Villars al príncipe Eugenio. Aprobó la fortuna la idea, porque, dejadas con poca gente las trincheras, salió toda la guarnición de la plaza contra ellas, y se asaltaron con tanto ímpetu, que perdió el sitiador cuanto había adquirido, y se arruinaron enteramente los trabajos, con mucha copia de sangre de una y otra parte. Se apartaron del muro los alemanes, que habían vuelto ya a estar sujetos al tiro de cañón, que los incomodaba mucho en aquel desorden, que duró hasta que el príncipe Eugenio, habiendo mandado fortalecer bien la Scarpa y hecha la línea de contravalación, aplicó toda la gente el sitio, siendo ya imposible que pudiese Villars dar la batalla, aunque distaba sólo tres millas, porque había sangrado el alemán el río en varias partes y hecho inaccesibles cortaduras.

Volvióse a empezar el sitio de Duay, después de haber perdido en él cuatro mil hombres, porque el día 2 de junio había acabado de destruir los trabajos Albergoti, mientras se empleaban en fortificarse contra Villars los alemanes. Mudó aquél su campo a Ponte Vendín, para cortar la comunicación entre Duay y Lilla, porque de ésta venían los víveres. Quiso atacar a dos pequeñas fortalezas, con lo que incomodaría por un lado a los enemigos; pero marcharon a embarazado el duque de Malburgh y Tilly, porque aquellos castigos defendían el depósito de las aguas Para que no se pudiesen encaminar al campo de Duay. Estaba ya reparada, la trinchera de la derecha, y apenas fue levantada la de la izquierda, cuando la echaron a tierra los franceses con una vigorosa salida que hicieron el día 8 de junio, en el cual, rabiosos los sitiadores, asaltaron los ángulos del labio exterior del foso con tal ferocidad, que los ocuparon después de bien disputados; plantaron su batería y, adelantándose, ya el día 13 batían a la media luna y al baluarte.

Con suerte desigual hizo la plaza algunas minas, porque los holandeses las contraminaron con grande acierto, no obstante, se dispararon dos, en que tuvieron daño los sitiadores, y quedó herido de un casco de granada el príncipe de Holsteimbech, porque al mismo tiempo Albergoti hizo una salida para aprovecharse de la confusión. En la empresa del, camino encubierto se derramó mucha sangre; fueron dos veces rechazados los alemanes, y no hubieran ganado al tercer asalto los dos ángulos si no inflamase con su presencia la acción el príncipe Eugenio, que se había metido, en el mayor peligro, y le hacía formidable el fuego de la artillería de la plaza, nunca más bien dispuesta y que con tanto acierto disparase. Estaban ya a propósito para ser asaltadas las brechas de la media luna y el baluarte, y quería juntamente ejecutarlo el príncipe Eugenio, aunque no ignoraba estar el terreno minado. Vigilaba en este fatal terreno Albergoti, defensor ilustre de la plaza, que con la mano y el ejemplo persuadía al desprecio de la vida.

La noche del día 20 se dio el asalto, y cerraban las brigadas el príncipe Eugenio y Malburgh. Se peleó con tanto valor por una y otra parte, que estuvo mucho tiempo indecisa la fortuna; los primeros que montaron la brecha fueron precipitados; reintegraron otros el combate, y los rechazaron. Pasaron a la primera fila Eugenio y Malburgh, resueltos ya a no desistir del empeño; avivóse la acción y se la ladeó la fortuna a los sitiadores, que ocuparon el deseado paraje y se alojaron de forma que ya se batía a los baluartes que guardaban la última cortina del muro, y aún a ésta; después de tres días, cayó de ella cuanto era menester para el asalto; pero a los 22 de junio pidió la plaza capitulación, a tiempo que no quedaría presa la guarnición, según reglas militares, porque así lo había el Rey Cristianísimo mandado, por no perder tan bizarras tropas.

Concedióle el príncipe Eugenio a Albergoti cuanto pidió, honrándole mucho con expresiones bien merecidas de su valor. De más alto precio fueron las del Rey, que dijo en público que aprendiesen los franceses de un italiano a defender plazas, porque Albergoti era toscano. Heroicamente defendida, cedió Duay al valor e industria y constancia del príncipe Engenio, que en el mismo paraje dio algún descanso a sus tropas.

Esta victoria inflamó el ánimo, para otra para otra empresa, y se destinaron las iras de la guerra contra la plaza de Betunes, embestida a 15 de julio. Mandaban el sitio los generales Scolembourg. y Faggel; éste divertía las aguas, y aquél atendía a levantar las trincheras de la derecha; la defensa fue regular y hubo frecuentes salidas en que perecieron las guardias palatinas y brandemburgenses; pero llegando a justo término, se rindió. Luego se emprendió el sitio de Her, y aunque duró gloriosamente sesenta días la defensa, la ganaron los aliados con pérdida de doce mil hombres. Veinte y cinco mil les costaron las tres rendidas plazas, con lo que se disminuyó mucho el ejército; pero creció a lo sumo la fama y la gloria, porque quedaban en todos los empeños airosos. La estación no permitió en Flandes más progresos.

* * *

Determinada la empresa, de la recuperación de Cerdeña, se dio, como se dijo, la disposición al duque de Uceda, y se mandó pasar a Génova al marqués de San Felipe y al conde del Castillo para que, aseguradas en aquel reino las inteligencias, obrasen de acuerdo con el duque, a quien se envió el dinero necesario para víveres y municiones para tres mil hombres. No estaba aún a este tiempo preso el duque de Medina; y como era su ministerio corresponderse con él, Uceda alentaba aparentemente esta resolución, pero entre ellos había secreta correspondencia en cifra. Nadie veía estas cartas sino el secretario don José de Villalobos, en quien tenía el duque de Uceda la mayor confianza; pero alguno de su Secretaría transpiraron lo que no nos atrevemos a escribir, porque no nos consta con la certidumbre que es menester, ni hemos visto papel; pero es indubitable que caminaban ambos duques de acuerdo, y Uceda no a favor del Rey a quien servías, porque dilató la empresa de Cerdeña, burlando las instancias de los sardos, hasta que estaba ya pronta para partir del vado la armada enemiga, que embarcaba siete mil hombres para Barcelona.

Tenía el duque secreta correspondencia con el gobernador de Milán, conde Daun, y con su hermana la condesa de Oropesa, en Barcelona, a la cual reveló los designios de recuperar aquel reino; y los preparativos para él los hacía trabajar en Génova tan públicamente que nadie ignoraba su destino. Aunque parte de esto escribió a la corte el marqués de San Felipe, que penetró luego al duque, no fue por entonces creído, y aun, viendo que ya se había pasado el tiempo de hacer desembarco en Cerdeña, donde a los primeros días del mes de junio entran las nocivas mutaciones del aire, era preciso sacrificarse al gusto del Rey. Para destruir esta empresa no perdonó Uceda diligencia; mas habiendo llegado ya a Génova el marqués de Laconi, destinado por virrey a aquel reino, el conde de Montalvo, don Antonio Manca, marqués de Fuentecilla, don Francisco Delitala y otros caballeros sardos, tomó el pretexto de que no estaba en Longón la gente necesaria para embarcarse y le fue preciso al marqués de San Felipe y al conde del Castillo levantar a sus costas un regimiento que llamaron de Bacallar; porque el duque, con permiso del Rey, le dio por coronel a don Manuel Bacallar, hijo del marqués de San Felipe, que estaba preso, aunque niño, y en el ínterin gobernaba el regimiento don Domingo Loy.

Mandaba a este tiempo en aquel reino el conde de Fuentes, aragonés, sucesor del conde de Cifuentes, hombre bueno, aunque flojo; faltaban los cabos de la facción austríaca, marqués de Villazor, conde de Montesanto, y don Gaspar Carnicer, que estaban en Barcelona, y quedaban otros en Caller y Gallura, pero no poderosos para defender el reino, del cual estaban también ausentes muchos de la facción del rey Felipe, no sólo los que se fueron en el año 1708, sino otros que desterró el conde de Cifuentes, don Antiogo Nin, don Francisco Quesada, oidor de aquella Real Audiencia; los Ruizes y algunos de la familia. de los Masones, de la cual desterró hasta una dama a Nápoles, y otros caballeros de Gallura; los más de éstos habían huido a España para evitar la persecución. Quedaban, afectos al rey Felipe, los condes de San Lorenzo, de San Jorge, el viejo conde de Montalvo, con muchos de su familia de Masones. En Sasset, don Pedro Amat, barón de Sorso; don Domingo Vico, marqués de Solemnis; don Miguel Olives, barón de la Planargia, y otros caballeros; pero ni los ausentes ni los presentes podían, por la tenuidad de sus haberes, mantener gente en la campaña.

Había quien podía juntar alguna voluntaria, pero no sería de servicio, porque acabados los víveres que de sus casas sacasen era preciso volver a ellas. Por esta razón, todo lo habían de hacer las tropas que enviase el Rey Católico, sin fiar en inteligencias, como lo significaron al Rey muchas veces el marqués de San Felipe y el conde del Castillo, que estaban encargados de cultivarlas; y ni ellos ni los sardos que podían ir eran necesarios si desembarcaban bastantes regimientos para el sitio de Caller; y como éstos no los podía dar el Rey, estando embarazado en guerra de mayor importancia, se determinó que entrasen con cuatrocientos hombres por Terranova, lugar afecto al rey Felipe, el conde de Montalvo, el del Castillo, don Francisco Litala, los Ruizes, los Serafines y los del Sardo; doscientos con don José Deo por la marina de Castillo Aragonés, y los restantes, hasta dos mil y quinientos, con el marqués de Laconi, el de San Felipe, el de Fuentecilla y otros caballeros destinados para la expedición, habían de desembarcar en Puerto Torres, con lo cual, ocupando la parte superior del reino, caerían con sólo el bloqueo las plazas de Castillo Aragonés y Alguer; y para Caller había ofrecido el Rey nuevas tropas, porque las que ahora iban bajo el mando del teniente general don José de Armendáriz no bastaban.

Nombró el Rey en caso de poner pie en el reino por general de la caballería miliciana al conde del Castillo, y dio el duque de Uceda grado de mariscal de campo al de Montalvo. La gente iba en naves y barcas de transporte, convoyadas de las galeras del duque de Tursis y de las de Sicilia, que mandaba como gobernador don Carlos Grillo, aunque tenía despacho de general de ellas el marqués de Laconi, por pretexto para salir de la corte. Despachar estas galeras y naves dependía del duque de Uceda, y no lo hizo antes que partiesen del Final al socorro de Cerdeña seiscientos hombres y doscientos de Barcelona, con el coronel Naboth, y que estuviese casi a la vela la armada enemiga para que siguiese el rumbo de las galeras y prohibiese la empresa. Así lo tenía ajustado secretamente con los enemigos, tratando en Génova con gran secreto y cautela con el marqués Ariberti, ministro del rey Carlos en aquella República, y con el señor de Xatuin, enviado de Inglaterra, a los cuales iba a ver muchas noches saliendo de su casa disfrazado en una silla de manos, y otras en un jardín de San Pedro de Arenas, donde tenía una casa de campo.

Al fin partieron estas galeras del puerto de Génova a 15 de mayo. No estaban en Longón y Liorna los pertrechos prevenidos, y se interpuso una perjudicial dilación con engaño. De Longón se partió a 2 de junio; después de cinco días se llegó a Bonifacio, puerto de Córcega, el más inmediato a la Cerdeña, porque sólo hay tres leguas de canal. Hiciéronse los destacamentos para Terranova y playa de Castillo Aragonés, como estaba proyectado. Ejecutó felizmente el desembarco en Terranova el conde del Castillo, alojándose en San Simplicio. Don José Deo volvió atrás por el mal tiempo, el cual en muchos días no dejó partir las galeras para Puerto-Torres, y aunque se hicieron tres divisiones, fue preciso volver a Bonifacio.

En este intermedio llegó la armada enemiga, mandada por el almirante Norris, y dando vista a Terranova desembarcó con lanchas mil hombres, que atacando a los españoles acampados en San Simplicio, se llevó prisioneros a Barcelona todos los cuatrocientos hombres y a sus jefes.

Partió el inglés (precediendo capitulación, que se hizo con el conde del Castillo, aunque en Campaña y no atrincherado) en busca de las galeras y barcos de transporte que habían salido ya de Bonifacio para la Asinara; pero éstas supieron por un oficial que se envió a Terranova a saber lo que allí se ejecutaba, que habían hecho prisioneros los alemanes a los españoles y sardos, y que buscaban las galeras. Hubo Consejo de guerra, y algunos, con el marqués de San Felipe, fueron de opinión de volver a Bonifacio y aguardar que se fuese la armada inglesa, porque como llevaba socorro de gente a Barcelona no podía entretenerse; otros, con el duque de Tursis, fueron de dictamen de volver a Génova, esforzando el remo, porque estaba el mar en calma y no podían seguir los ingleses. Se dejaron las tropas y víveres en el puerto de Azayo, a cargo del vizconde del Puerto, que salvó en tierra la gente; pero los ingleses, sin respeto a la neutralidad de Génova, tomaron, bajo del cañón de Azayo, las barcas que allí se habían refugiado. Las galeras, con la pericia en la náutica del duque de Tursis, y las pocas tropas y sardos que en ellas estaban, se restituyeron a Génova el día 23 de julio, y así se desvaneció la empresa, no con acierto concebida, y precipitada de los mismos sardos que la deseaban feliz, porque iba para ella poca gente y no fue fielmente ejecutada por la traición del duque de Uceda.

El dictamen de los que querían se entretuviese fortificado en el puerto de Bonifacio el duque de Tursis con sus galeras, miraba no tanto a la empresa de Cerdeña cuanto a entretener en aquellos mares inútilmente la armada inglesa, que estaba destinada -después de dejar las tropas en Barcelona- para hacer un desembarco en Lenguadoc y alentar la sedición de aquellos hugonotes que se habían con esta esperanza vuelto a conmover y salir armados de los montes de las Sevennas. Los ingleses, arrimados a la costa de Francia, desembarcaron por la noche hasta dos mil cerca de Agde, adonde acudió luego el duque de Recloire, y se puso en defensa la provincia, ocupando los pasos de las llanuras y el puente de Lunel, porque no pudiesen los sediciosos juntarse. Luego acometió a los enemigos con cuatro mil hombres, la mayor parte de caballería; hubo poca resistencia, porque al ver los ingleses que no tenían socorro en sus conjurados, se volvieron a embarcar con precipitación. Los rebeldes aguardaban a declararse y a salir de sus cuevas cuando se encendiese la guerra en las entrañas del reino, porque los ingleses les habían ofrecido diez mil hombres; pero viendo no ser más que dos mil, callaron hasta mejor ocasión. Con esto, la armada se apartó de aquellas costas y tomó el rumbo de poniente para no perder de vista las de España; pero como en ella toda la guerra se había trasladado al centro, hacían los aliados en tan gran armamento naval inútilmente inmensos gastos.

* * *

Crecía cada día el empeño en las dos cortes de Madrid y Barcelona, y se disputó si habían de salir a campaña sus Reyes. A ambos les pareció importante su presencia, y se resolvieron a esto. El rey Felipe, aunque su genio belicoso le llevaba a la campaña, tuvo algunos reparos por la mental guerra civil de su Palacio, donde sólo dominaba la princesa Ursini, y fuera de ella don Francisco Ronquillo, gobernador del Consejo Real de Castilla, cuya autoridad crecía con la emulación y había extendido más allá de su oficio porque el Rey había puesto en él la mayor confianza, que le fue dañosa, no porque Ronquillo no fuese el más fiel y aplicado al servicio de su soberano, sino porque ofreció para esta campaña las asistencias que no pudo ni supo cumplir. Tomó sobre sí la provisión de víveres y municiones para el ejército, y de forma expuso al Rey que nada faltaría, que se resolvió a mandar sus tropas, dándolas, por capitanes generales, al príncipe de Sterclaes y al marqués de Villadarias.

Salió el Rey de Madrid el día 3 de mayo, dejando por gobernadora a la Reina, con el Consejo del Gabinete, que se componía del duque de Veraguas, marqués de Bedmar, conde de Frigiliana y don Francisco Ronquillo; pero como no podía la Reina determinar por sí, y estaba el Rey lejos, todo el Consejo era la princesa Ursini, a cuyos dictámenes nadie se oponía, si no quería ver su ruina.

En Lérida estaban las tropas, donde juntó el Rey Consejo de guerra; se determinó pasar el Segre y se acampó en Terms; Se presentaron las tropas a Balaguer y no se pudieron acercar a su llanura hasta que se distrajeron las aguas. A la otra parte de ella estaba el rey Carlos con su ejército, regido por el conde Guido Staremberg. Dividió a los enemigos el Segre, y para venir a una batalla era preciso echar nuevo puente u ocupar el de Balaguer, aunque todo era difícil. Acercáronse los españoles a tiro de cañón; sufrían el de los enemigos sin resistencia, porque en el campo del Rey no había baterías ni trincheras; los hombres, visiblemente opuestos al peligro, formaban la línea. ¡Bárbaro examen de su valor! Reía la inútil pérdida el alemán. Salió de madre el Segre, por las continuas lluvias, y obligó a retirarse a Lérida por su puente. Estos fueron malos preliminares a la campaña, porque en un tentativo inútil se perdieron más de quinientos hombres. Sterclaes no fue de esta opinión, sino de plantar los reales en Ribagorza, a espaldas de Balaguer, en país fértil y paraje en que se podía prohibir a los enemigos los víveres y con esto obligarlos a una batalla antes que llegasen los socorros que esperaba el rey Carlos, pues no habían parecido todas las tropas que conducía la armada de los aliados.

El día 21 de mayo puso el rey Felipe su campo en Almenara, junto Algaire. Destacó a don Antonio de Amézaga con bastantes tropas para el socorro de Arens, que le tenían sitiado los alemanes, aunque no muy en forma, con que pudieron ser fácilmente apartados de la empresa. El rey Carlos ocupó las orillas del Segre, mirando a Balaguer por la derecha, y por la izquierda a Terms. Con esto mudaron de campo los españoles a Corbins, extendida la derecha al camino de Lérida: echaron al Segre dos puentes de barcas bien guarnecidas. Los alemanes se acercaron a la raíz del monte hacia Agramont, pasando un pequeño río que llaman Sió. Con su destacamento, Amézaga tomó a Statilla y su castillo, que estaba mal defendido; hizo trescientos y cuarenta prisioneros, y dejó seis compañías de guarnición.

Estaban los alemanes atrincherados, y pasando el Segre se les presentaron los españoles en batalla, bajo el tiro de cañón, el día 10 de junio; más cerca se pusieron el día 13, pero la rehusaron, porque eran inferiores en número. Esto le bastó por gloria al rey Felipe, pero le costó alguna gente, porque el cañón de las trincheras enemigas jugaba con felicidad.

Desengañados los españoles, se acamparon entre Suar y Barbéns. Los alemanes pasaron por Balaguer el Segre; después guardaba sus orillas con mil y quinientos caballos el conde de Loviñi, gobernador de Lérida. Divulgóse el día 15 de junio que había pasado la Noguera el rey Carlos; movióse el ejército español para encontrarle, pero fue en vano, porque sólo había mandado echar a la Noguera un puente en Alfarras, para tener más campaña en que forrajear. Como había el conde Mahoni ocupado a Cervera, y el conde de Montemar los estrechos de Tora, escaseaban de víveres los alemanes; y aunque ocuparon la opuesta orilla de la Noguera, acampados entre Almenara y Portella, los tenía como bloqueados el rey Felipe, y padecían hambre; pasó ésta luego al ejército español por la incomodidad del sitio, y aquí se empezó a enflaquecer el ejército, introducidas no pocas enfermedades, por lo malsano del aire, en lugar pantanoso y ocupado de nieblas, cubierto al norte. Al rey Carlos le llegaron por caminos extraviados algunos víveres, pero las partidas del rey Felipe se los tomaban, corriendo la campaña hasta nueve leguas de Barcelona; y como estaban las tropas tan lejos de sus almacenes, permanecía el hambre.

Parece increíble que dos Reyes se aventurasen a estar en paraje donde eran las armas superfluas, para que pereciesen las tropas; y esto sin necesidad, porque aunque se obstinasen los españoles en padecer para encerrar a los enemigos, hallándose éstos más vecinos a su corte, y estando en provincia amiga, recibieron algunos socorros, con los cuales, haciendo rostro a la desgracia, la ocasionaron mayor al rey Felipe, que destruía en el campo de Ivars su ejército y persistía en él, creyendo quitar enteramente los víveres al enemigo; porque el conde Mahoni había echado al agua los que halló en Calaf, y el conde Montemar deshizo un gran convoy en Manresa, desjarretando los bagajes que traían provisiones a Balaguer.

Estando ya ambos ejércitos casi inhábiles para grande operación, se consumían a guerra lenta; ni podía salir de sus trincheras el rey Carlos, ni forzarlas el rey Felipe. En este tiempo llegó a Tarragona la armada inglesa con seis mil alemanes veteranos, socorro el más oportuno, y que puso a los españoles en aprensión, porque ocupaban los enemigos a Ribagorza y emprendieron el sitio del castillo de Arenas, con lo cual, viendo que perecía el ejército, le movió el rey Felipe el día 26 de julio hacia Lérida, precisado, y sin alguna providencia de víveres.

Había mandado venir el rey Carlos las tropas de Rosellón y Tarragona, y el día 27 salió de sus trincheras para encontrar con los enemigos; pasó el Segre por Balaguer, y la Noguera por Alferrás. El mismo día por la mañana había el rey Felipe destacado a don Octavio de Médicis, duque de Sarno, para guardar los pasos de la Noguera; llegó tarde, o por negligente o por mal obedecido; no lo sospechó esto el Rey, y movió su ejército; a mediodía vio el de los enemigos, que no sólo había pasado sin dificultad la Noguera antes que llegase el duque de Sarno, sino que ocupaba ya las alturas de Almenara, ordenado en batalla cuanto permitía lo escabroso del sitio, que aunque no era selva, estaba desigual el terreno donde aguardaba a los españoles, que venían desordenados, no por impericia de los jefes, sino porque Sterclaes y Villadarias padecían la desgracia de ser mal atendidos de los oficiales generales subalternos, que era uno de los desórdenes del ejército español, y no poca parte de su desgracia. Aguardaban como en emboscada, detrás de una natural cortadura del collado, los alemanes, formada la primera línea de infantería y puesta toda la caballería a sus lados; no había segunda línea, porque el centro estaba poco distante, donde Staremberg unió la mayor fuerza de la infantería; y a la retaguardia estaba con dos batallones y sus guardias el rey Carlos en una altura, no lejos del camino por donde había venido.

Los españoles habían puesto toda su caballería en la manguardia, adonde pasó el rey Felipe. La necesidad de marchar prohibía el orden; pero, acometidos de los alemanes, se puso la caballería en batalla cuanto le fue posible, y se empezó con sola la caballería el combate, poco antes de ponerse el sol. Fue el primer ímpetu feroz, y rechazada la caballería alemana, la cual, huyendo, puso su ejército en tanta aprensión, no sin desorden, que avisado el rey Carlos se retiró luego a Balaguer. Los españoles no pudieron seguir a los que huían, porque lo impidió la infantería enemiga, sostenida del valor de Staremberg y Diego de Stanop. Mantúvose la acción cuanto fue posible, porque la primera línea de la infantería española socorrió a la caballería que se iba desordenando por seguir a los contrarios. Uníalos con gran trabajo el duque de Sarno, que murió gloriosamente combatiendo, porque los regimientos ingleses cerraron la izquierda de los españoles y los herían por el lado, que le desordenaron enteramente, cuando al mismo tiempo Stanop, echándose sobre la segunda línea, la derrotó, con lo cual a rienda suelta huyeron los españoles a Lérida, no siendo posible volverse a ordenar ni con los esfuerzos de los jefes, porque estaba por aquella ruda campaña toda confusa y desordenada la infantería, y ya había anochecido.

Los alemanes, que vencieron la izquierda, acometieron a la derecha; y porque allí estaba la mayor fuerza de las tropas, duró sangriento el combate, en que murieron, por la parte del rey Felipe, los coroneles marqueses de Gironella, y don Juan de Figueroa. Gravemente herido, fue preso el general Próspero Werbon. De la parte del rey Carlos, murieron un teniente general inglés y el conde de Nasao, y ochocientos hombres entre ambos ejércitos. Era ciega la pelea, y tan confusa que se herían los de un mismo regimiento; con todo eso, echó más tropas contra los españoles Staremberg, y los derrotó; la derecha huyó a Lérida y lo propio hizo confusamente todo el ejército.

No fue de los primeros que se retiraron el rey Felipe; antes, sí, de los últimos, desamparado en aquella confusión de su ejército; pero no de sus guardias y real familia, ni de los generales. Como le buscaban, por el campo con ansia los enemigos y le hizo espaldas el marqués de Villadarias y los acometió con la gente que tumultuariamente pudo juntar, con no se contuvieron, y con haber tocado retirada Staremberg, que no quiso fiar el ejército a las sombras de la noche, aunque no muy oscura, hizo alto en el propio campo, lo que le culparon sus émulos, porque si perseguía sin intermisión a los españoles, acababa con el ejército enemigo y corría peligro el rey Felipe.

Esta es la acción de Almenara, que no fue batalla en forma, porque no peleó toda la fuerza de ambos ejércitos en campaña abierta, ni duró dos horas; pero fue una acción sangrienta ventajosa, porque el mayor número de los heridos que hubo fue el de los españoles, de los cuales, los coroneles de más valor estuvieron cuatro horas firmes en el término del campo con sus regimientos y algunos mariscales de campo y brigadieres; éstos marcharon sin fuga y muy despacio, no sólo por el honor propio, sino por la seguridad de las tropas. Llegaron a Lérida casi de día, gloriosos en la desgracia; no los nombramos por no desairar a los demás, porque hubo muchos aún de los llegados al Rey que llegaron mucho antes que él a Lérida, y alguno no tuvo sonrojo de ponerse en su presencia.

El Rey parece que no tuvo satisfacción de las disposiciones de Villadarias y Sterclaes, y envió con la mayor prisa a llamar al marqués de Bay, que, mandaba el ejército de Extremadura, ocioso después que el mariscal de campo don Juan Antonio Montenegro, sorprendió por escalada a Miranda del Duero, donde subió el primero don Antonio del Castillo, y se distinguió el coronel don Enrique Sotelo y su teniente. Pasó a mandar Extremadura el marqués de Risburg, virrey de Galicia, y el marqués de Bay, por la posta, al ejército de Cataluña, que el rey Felipe había mandado acampar entre Lérida y Alcaraz, con entera falta de provisiones, habiendo sido vanas las promesas de los que las tenían a su cargo, y por eso se mudó el campo.

El rey Carlos se acercó a Monzón y tomó el puente, y como los españoles se iban retirando hacia país más fértil y seguían los alemanes, les obligó a aquéllos la necesidad y el hambre a pasar el día 13 de agosto en Cinca; estaba el ejército cansado, consternado y no con poca aprensión los cabos. Puso el rey Felipe su campo en Torrente; y el mismo día pasó el Cinca el rey Carlos por el puente del Monzón. Con desprecio miraba Staremberg esta guerra; seguía los pasos de los enemigos, cuyas debilitadas fuerzas no ignoraba, y no quería dar batalla sino echar a los españoles a Castilla y apoderarse de los reinos de Aragón y Valencia, no creyendo verles jamás las caras, sino perseguirlos por las espaldas; así, con mucha arrogancia, lo escribió en 14 de agosto al emperador José.

El día 15, estando los españoles acampados en Peñalba, mandó Staremberg que veinte y ocho escuadrones atacasen la retaguardia, la cual cerraba cuatro regimientos de los más esforzados, que eran el de Orliens y Rosellón Viejo, el de Asturias y Pozoblanco, a los cuales socorrieron luego las guardias valonas y otras voluntariamente, impacientes de la arrogancia de los alemanes, a quienes recibieron con la muerte y prisión de muchos; hiciéronlos retirar hasta su campo, dejando siete estandartes y algunos timbales. Siguiéronlos más de una milla que dimidiaba la distancia de ambos ejércitos. Púsose en batalla el del rey Felipe y aguardó formado todo el día, pero no la quiso dar Staremberg, reservándolo para mejor ocasión, aunque muchos, en los reales del rey Carlos, estaban de opinión de no diferirla, porque también estaban cansados los alemanes y con pocas provisiones, y se enderezaba el rey Felipe a Zaragoza, donde la abundancia de víveres restituiría a sus tropas los alientos. Nada de esto convenció a Staremberg, siempre constante en su resolución, porque el campo de Peñalba no le tenía por conforme a su deseo, pues en él podía pelear abiertamente la caballería española, de la cual había formado gran concepto, diciéndole al rey Carlos que si peleaban contra ella en paraje donde no lo pudiese hacer la infantería alemana, serían siempre vencidos.

El día 18 puso el Rey su campo entre el Gállego y el Ebro, junto a Zaragoza, y aunque se reparó el ejército con abundantes comestibles, era tal la aprensión que le poseía, que estaban para cualquier función inhábiles, creyendo por sólo pánico terror ser vencidos si se daba la batalla, como decían tenía orden el marqués de Bay; y éste la daba a entender con voces tan misteriosas que los parciales de la Casa de Austria en el propio ejército del rey Felipe, las interpretaban siniestramente, y esparcían ser destinada víctima aquel ejército a la política del rey de Francia, para que, vencido, diese honoroso pretexto al rey Felipe para salir de España. El vulgo de las tropas creía ser sacrificado; y los oficiales que concurrían al Consejo de guerra lo creyeron también, viendo que, contra el parecer todos, mandó el marqués de Bay ponerse en batalla, cuando ya por Pina había dejado pasar a los enemigos el Ebro, con afectado descuido, para que fuese infalible la acción. Parecía la quería infausta, porque no sólo había dejado pasar con quietud el río a los enemigos el día 19, sino que, habiéndole también pasado por los puentes de Zaragoza los españoles, prohibió toda escaramuza y no mover armas hasta que vio compuestas las tropas del enemigo.

Este hecho, que es cierto, parecerá a la posteridad apócrifo. Nada hay más difícil de creer, que desease el marqués de Bay ser vencido, y todas las disposiciones que daba lo persuadían, a las tropas, las cuales, vencidas antes de la batalla, de su propia aprensión, no estaban capaces de ella. Estuvieron sobre las armas toda la noche que precedía al día 20, y muchos oficiales que tenían crédito de valientes, con varios pretextos se retiraron a Zaragoza. Lo que era terror en los españoles, era esperanza en los alemanes, a los cuales exhortaba con la infalibilidad de la victoria Staremberg, no ignorando lo que en el ejército enemigo pasaba, no sólo por los desertores, sino también por las espías que en él tenía el rey Carlos. Esta noche la pasó componiendo su ejército el alemán, cuya izquierda puso a cargo del conde de la Atalaya, con las tropas holandesas, y la caballería catalana, donde imaginó estaría el mayor riesgo, porque a la derecha de los españoles, que la regía el general Mahoni y Amézaga, estaba la mayor fuerza del ejército; y lo que parecía confianza, era querer evitar a los alemanes el peligro, y como sabía la costumbre de los españoles, que, venciendo en un ala consumen el tiempo en perseguir a los que huyen y no vuelven a la batalla, creyó divertir a los más fuertes sacrificando a los catalanes y portugueses. Su derecha la regía, con los ingleses y palatinos, el general Diego Stanop, contra don José de Armendáriz, que gobernaba la izquierda de los españoles. Ocupaban los centros el marqués de Bay y Staremberg.

Al amanecer visitó el rey Felipe las líneas y se puso en una eminencia del mismo campo, de donde podía ver la batalla. El rey Carlos se detuvo en la orilla del Ebro. Empezáronse a cañonear los ejércitos, y marchaban lentamente; diecinueve mil hombres tenía el Rey Católico y seis mil más el austríaco; el campo era desigual y cortado, levantado a trechos, y por eso le llaman Monte Torrero, más difícil para la infantería, porque está como sembrado de piedra movediza; tiene en medio un gran barranco, que llaman el de la Muerte desde que se dio allí una derrota a los moros. Prohibió Staremberg a los alemanes que no le pasasen, principalmente a los infantes, porque si los rechazaban no podrían ni pelear ni huir, siendo difícil el formarse con una cortadura tan profunda. Los primeros cañonazos los dispararon los alemanes. Adelantándose a reconocer el terreno Carlos Joseph Acroy, duque de Havré, murió de uno de ellos, habiéndole pasado una bala los muslos.

Padecían mucho por la artillería enemiga los españoles, y mandó el marqués de Bay acometer; ejecutólo primero la derecha, que venció sin dificultad a la izquierda de los enemigos, y ni vencidos ni vencedores volvieron más al campo. Vengó el desdoro Diego Stanop, porque al mismo tiempo deshizo la izquierda de los españoles. Sin perseguirlos se paró en el campo para acometer por un lado al centro enemigo; pero no le halló formado, pues ya en pocos momentos había obtenido el rey Carlos la victoria, porque habiendo la primer línea del centro de los españoles pasado el barranco, estaban al extremo de él los alemanes sin moverse, muy extendida la línea para abrazar la contraria. Dispararon éstos cuando aún no habían vencido el extremo del barranco los contrarios, porque entendieron mal la orden. La misma tierra defendió a los españoles, los cuales, ya a la otra parte del barranco, dieron su descarga casi sobre el peso de los enemigos, que los recibieron con las bayonetas. Luego que dispararon, volvieron los españoles la espalda y se echaron al barranco. Los alemanes, que en los extremos de la línea aún tenían cargados los fusiles, dispararon con tanta felicidad que no erraron el tiro, porque estaban empleados sus enemigos en subir la opuesta parte de la cortadura.

La primera línea de los españoles, que precipitadamente huía, turbó a la segunda, y huyeron ambas sin que lo pudiesen resistir los ruegos y amenazas de los oficiales. Seguía la caballería alemana, victoriosa, despedazando a su arbitrio a los que bajaban confusos por el campo. Trabajó mucho el marqués de Bay en unir algunas partidas, ayudado del brigadier don Jerónimo de Solís, que no iba lejos. Rehiciéronse los regimientos de guardia y se volvieron a formar. También unió su regimiento de Sicilia don Pedro Vico, que recibió dos graves heridas. En algunos ribazos se unían los más esforzados para resistir el ímpetu del vencedor, pero en vano; todo lo corrió la espada enemiga, que gozó de una perfecta victoria, sin que le costase sangre. Poca vertieron los vencidos, porque no llegaron a cuatrocientos los muertos. Los prisioneros fueron cuatro mil soldados y seiscientos oficiales; perdióse el cañón, gran número de banderas y estandartes.

Esta es la batalla, de Zaragoza, indecorosa a los vencidos no por serlo, sino por no haber peleado. El rey Felipe, al ver perdida la batalla, partió para la corte y entró por Agreda a Castilla; luego se rindió al vencedor Zaragoza y todo el reino de Aragón. El rey Carlos, que esperaba el éxito de la batalla en la cartuja, corrió riesgo de ser preso de aquellos españoles del ala derecha, que vencieron la izquierda de los portugueses. Estaba con cincuenta caballos, y le persuadían los suyos que se retirase más adentro; pero constante en el riesgo, no quiso, y se volvió a las orillas del Ebro. Fue a encontrarle Staremberg y le dijo que le había ganado la batalla y la Monarquía, porque tenía por decisiva la acción. Creyeron, los alemanes que no de miedo, sino de industria, se habían dejado ganar los españoles, para dar el reino a los austríacos. Esta voz la alentaba el que no era probable una batalla intempestiva sin más profunda intención. El rey Felipe vino forzado en ella.

Los poco afectos decían que había sido a persuasiones de la Reina y de la princesa Ursini, de acuerdo con el Rey Cristianísimo, para poderse hacer la paz, vencido ya el ánimo del rey Felipe a contentarse de salir de la España y tomarlos reinos que en la Italia le daban. Lo contrario de esto nos consta. No había en el ejército víveres ni dinero; desertaban a centenares los soldados, tanto, que de la acción de Almenara a la de Zaragoza se habían pasado al rey Carlos más dedos mil, con lo cual se iba perdiendo el ejército, y ya que era infalible la ruina, era mejor probar la suerte. Estas razones obligaron al Rey a consentir en la batalla; traíalas estudiadas desde Madrid el marqués de Bay; dicen que con siniestra intención le influyó la princesa, pero esto no nos atrevemos a asegurarlo. La Reina es cierto que nunca se apartaba del dictamen de su esposo, y no pensó jamás el magnánimo corazón del Rey Cristianísimo comprar la paz a tanto precio, poniendo en evidente riesgo y desaire a su nieto. Ni quieren dar materiales los reyes a los triunfos del enemigo para que quede en la posteridad más glorioso, pues los príncipes grandes no sólo deben disputar la tierra, sino también la gloria.

Aunque la, tierra abierta de Aragón cedió a la fuerza del vencedor, quedaron por el rey Felipe las plazas que tenía en Cataluña y Valencia; no aflojaron sus gobernadores en el cuidado de guardarlas y hacerse respetar del confín, y más cuando las tropas enemigas estaban todas en Zaragoza, donde se aclamó nuevamente al rey Carlos, después de rendido por capitulación el castillo de la Inquisición, adonde se refugiaron el gobernador de la ciudad con algunos oficiales y heridos que quedaron prisioneros.

Sin tener noticia de dónde estaba el rey Felipe, hicieron un gran Consejo de guerra los alemanes. Era la duda si tomando cuarteles en los límites de Castilla se debía enteramente sujetar el reino de Valencia, recobrando a Alicante y Denia, y sacando de las plazas de Cataluña a los españoles, o si se había de ir a conquistar, el reino de Navarra, empezando por Pamplona, o a la corte, para dominar las Castillas.

Los que creyeron decisiva esta victoria y que ya estaba subvertido el Trono, fueron de este último dictamen. Decían no haber ya fuerzas en España para disputar el reino a los austríacos, estando ya vencidas, separadas, muertas o prisioneras las tropas que había en ella. Que las pocas que mandaba el marqués de Risbourg en Portugal no bastaban para oponerse a los portugueses, que luego con estos avisos romperían los términos de Castilla. Que el rey Felipe había tomado el camino de Navarra, evidente señal de refugiarse a la Francia por Vizcaya, asintiendo al sistema del Rey Cristianísimo de que le darían algo en la Italia si dejaba las Españas. Estar ya consternados los ánimos, pobres, abatidos y cansados de la infelicidad del príncipe los pueblos; disgustada la nobleza, opresa con ultrajes, prisiones y destierros; alguna parte de ella, firmemente parcial de los austríacos, y otra, ya bajo de sus banderas. Que saliendo de la prisión el duque de Medinaceli, no hay duda que conmovería parte de las Castillas y que desde Madrid, reinando el vencedor se podrían enviar tropas para sacar de donde estuviese el actual dominante, ya sin auxilio de franceses, por lo que nuevamente el rey de Francia ofrecía, resumiendo los tratados de Gertrudemberg, y sin caudales de dinero no podría mantenerse en parte alguna de la España, donde no le quedaba más plaza que Cádiz, no siendo probable se encerrase en ella sin armada. Que no se debía dejar respirar las Castillas ni Andalucía, porque no hiciesen esfuerzos para componer otro ejército, que no lo harían si veían en la corte al nuevo Rey fortalecido de vencedoras tropas, que sólo con él nombre triunfarían de cualquier pequeña dificultad que se les ofreciese; y rendidas las Castillas, no hay duda harían lo propio Valencia y Navarra, y sólo con el bloqueo de las plazas que quedaban en Cataluña, de cuya poca guarnición no había que temer nada, aunque se dejasen atrás.

De esta opinión fueron el general de Stanop, con todos los cabos ingleses; el conde de la Atalaya, con los de Portugal, y los españoles, que seguían las banderas del rey Carlos, principalmente el duque de Nájera, los condes de Gálvez, Cifuentes, la Corzana y Eril. Estos, por ambición y rabia contra los castellanos, y los ingleses, por acabar con este guerra o desengañarse. Y añadió Stanop que estas instrucciones tenía de Londres, porque ya no se podían tolerar los gastos de la guerra de España, a la cual era menester rendir o desamparar.

Staremberg, con los alemanes, eran de contraria opinión, y afirmaban se debía ocupar antes la Navarra y tomar el castillo de Pamplona con las demás plazas de la Vizcaya, y por la provincia de Álava y Rioja entrar en Castilla hasta Salamanca, llamando las tropas de Portugal, con las cuales se había de atacar la Galicia, y juntamente pasar a Andalucía y sitiar formalmente a Cádiz, haciendo entrar tierra dentro el presidio del Gibraltar. Que tomado lo más fuerte, importaba poco que el rey Felipe se conservase en la nueva Castilla, porque ni podía juntar tropas ni las podría enviar el Rey Cristianísimo, estando ocupados estos pasos; el cual no quería sacar a su nieto de España, aunque así lo daba a entender, para engañar a los de la Liga y tomar tiempo, porque veía que en guerra de tantos auxiliares, alguno se había de apartar precisamente; que la guerra se hacía con tropas y no con la propia voluntad de los parciales, cuando se había conocido claramente que los magnates de España, que tanto blasonaban de poderosos, no podían poner en campaña cien hombres, y que sí se había de esperar en ellos, no tenía pocos de su partido el rey Felipe, y quizá los más cuerdos.

Que no se querrían cargar de nota alguna mientras estuviese en España el Rey que habían jurado, porque también estaban obligados a defender el príncipe de Asturias, que era español, y querían más que a otro alguno. Que si dejaban libres las Andalucías y Extremadura, no podrían pasar los portugueses y se restauraría luego el rey Felipe, porque su caballería estaba toda en pie, y que de la infantería sólo le faltaban cinco mil hombres, que cada día volvían a buscar sus banderas. Que había en el año de seis mostrado la experiencia el error de ir a Madrid, el cual no era más que un lugar abierto, porque la corte la hacía la persona del príncipe, y ahora la más magnífica era una tienda de campaña si resolvía el rey Carlos seguir el ejército, porque era el mejor expediente quedarse en Zaragoza con alguna gente y plantar allí sus tribunales, hacer nuevas levas y atacar por la Cataluña a Valencia con tropas superiores a las que mandaba don Antonio del Valle, al cual sería fácil echar, porque era todo el reino parcial de los austríacos, y ahora más enemigo de los Borbones. Que las conquistas se debían hacer con inmediación y no a saltos, y que se debía ahora empezar la guerra más seriamente para mantener la conseguida victoria, que era, sin duda, decisiva usando bien de ella, e inútil si se creía, sin más diligencia, decisiva. De esta opinión de los alemanes era el rey Carlos; pero no la podía seguir, porque dijo resueltamente Stanop que no tomaría con sus tropas otro camino que el de Madrid. Que la reina Ana había ofrecido a los austríacos entregarles el Trono, y que ellos se le habían de conservar. Que eso estaba cumplido poniendo al Rey en la corte, y que lo demás lo pensasen los alemanes y españoles, porque la Inglaterra no había de llevar enteramente carga tan pesada que la estaba empobreciendo.

Prevaleció el parecer de los ingleses, aun repugnando Carlos, que escribió a su mujer que aquéllos tendrían la gloria si el éxito era bueno, pero el daño, si malo.

Por los confines de Navarra marchó el ejército vencedor y tomó los lugares abiertos que estaban en el camino. Obedecían involuntarios los navarros constantes en su fidelidad. Fue en esto insigne la ciudad de Tudela, aunque ocupada de algún presidio alemán. Era virrey de Navarra don Fernando de Moncada, duque de San Juan, hombre de incontrastable fidelidad, el cual, viendo desprevenido el castillo de Pamplona, pidió gente a la Francia, y el mariscal de Monrebel le envió, de orden del Cristianísimo, seiscientos hombres, y se abasteció de víveres y municiones el castillo, de género que en treinta y seis días estaba ya capaz de una dilatada defensa. Había recogido el marqués de Bay las reliquias del vencido ejército con gran cuidado y puéstolas en Soria, a cargo del teniente general don Manuel Sello. Siete mil hombres era toda la suma de estas tropas, pero había en otras partes algunas partidas de caballería que se estaban uniendo, y los oficiales se retiraban a Soria y Pamplona esperando la orden del Rey. Huían cada día los prisioneros que estaban en Aragón, y ya en la última revista se hallaron en Soria nueve mil hombres, mantenidos a expensas de la provincia.

Admirará la posteridad el amor, la constancia y la fe de los reinos de Castilla que, a porfía, no cansados, sino estimulados de la desgracia de su príncipe, ofrecían sus bienes, sus haciendas y sus vidas para reparar el daño; mantenían a sus expensas las tropas, hacían levas de gente, y, aplicados a lo que llaman causa común, a nadie amedrentó el infortunio, antes fortificó la fidelidad con excesos tales, que no se daría crédito a estos COMENTARIOS si escribiésemos lo particular de cada pueblo y cada individuo.

El rey Felipe con decreto de 7 de septiembre, mandó pasar la real familia y tribunales a Valladolid, permitiendo a los que no podían seguirle el quedarse en la corte, como no ejerciesen su oficio los que se hallaban ministros. El día entes había convocado a la nobleza, y dejado libertad de seguirle o no, con expresiones de la mayor confianza en su fidelidad. Creyeron muchos que esta fue arte para experimentar los más leales y afectos, porque parecían equívocas las palabras, no muy gratas a los magnates, que no las querían tan oscuras, sino más determinadas, y así pidió explicación de ellas el conde de Lemos, y adhirió el marqués del Carpio, escarmentados de lo que les sucedió el año sexto de este siglo (como ya hemos visto), y dijeron estar prontos a lo que el Rey deliberadamente ordenase. También esta era otra astucia para preservarse con preceptos de la ira de ambos príncipes; pero el Rey, con palabras aún más equívocas, dejó la duda en pie, o para experiencia de espontánea fineza de seguirle, o por no aventurar el no ser obedecido, porque en tanta declinación de su poder receló declinase la autoridad y la obediencia.

Manteníanle en perplejidad cuantos querían (sin que fuese a costa de su honor) prestar obsequios el rey Carlos, pero la quitaron con abierta resolución y propalaron su ánimo de no dejar al Rey los duques de Montalto, de Montellano, de Medinasidonia y el conde de Frigiliana. Luego asintieron casi todos a tan heroica resolución; el Rey mandó conducir a Francia, al castillo de Burdeos, al duque de Medinaceli, y partió con su familia (aunque el príncipe de Asturias con calentura) para Valladolid el día 9 de septiembre.

Siguiéronle los magnates y nobles de más distinción, y después otros muchos, sólo por no ver el dominio de los austríacos; otros, por necesidad de seguir los tribunales; tanto, que salieron de la corte treinta mil personas. No se creyera, si no se hubiera mandado tomar razón de los que entraron en Valladolid y otros parajes, de orden del presidente de Castilla, don Francisco Ronquillo, que también partió puntualmente con su Consejo, y los que componían el del Gabinete, y se quedaron en Madrid, despachados por particulares intereses, el conde de Palma, el marqués de la Laguna y el duque de Híjar con intención de pasarse al partido austríaco, como después lo ejecutaron. Muchas de las señoras se fueron a Toledo, y otras a sus Estados. Quiso salir el marqués de Mancera, pero el Rey le mandó lo contrario, porque tenía más de cien años y era hombre de inalterable fe; luego se retiró al convento de San Francisco. También por su vejez y achaques (consintiéndolo el Rey) se quedó en Madrid el marqués del Fresno.

Estaba en su destierro el duque del Infantado y pidió al Rey licencia para seguirle, que la obtuvo con palabras sumamente benignas, y así lo ejecutó. Llegó el Rey a Valladolid, y el duque de Medinasidonia echó la especie que debían los magnates propalar al rey de Francia su constante fidelidad, explicar la necesidad de que con la mayor prontitud enviase socorros, porque, como sabía en cuán mala opinión habían puesto a la nobleza española con el Cristianísimo sus ministros, recelaron que dando por desesperado el remedio, descuidase de él, y más cuando no estaban los tratados de paz enteramente desvanecidos, porque ya consentía la Inglaterra en formarlo al rey Felipe un trono en Italia. Fue aprobado de todos, menos del duque de Osuna, el dictamen del de Medinasidonia, no porque a aquél le aventajase nadie en el amor al rey Felipe, sino porque le pareció indecoroso a la nación clamar por extranjeros socorros, ya una vez desamparada de los franceses la España, en la cual creía haber fuerzas para reparar el daño si se aplicaban las necesarias diligencias y caminaban todos de buena fe. Esta delicadeza pareció intempestiva, y no fue atendido su dictamen.

Formó la carta para Luis XIV el conde de Frigiliana, hombre de elegante pluma y de feliz explicación; concibióla con los términos más obligantes y expresivos, sin abatir la nación española, antes sí ensalzando su fidelidad y no disminuyendo su poder; pero el mal era tan grave y perentorio, que se necesitaba de los auxilios de la Francia por no depender del beneficio del tiempo. Firmaron la carta los duques del infantado, de Populi, de Atri, de Medinasidonia, de Montellano, de Arcos, de Abrantes, de Baños, de Veraguas, de Atrisco, de Sesa, de Jovenazo y de Béjar; los marqueses de Priego, de Astorga, de Aytona, de Bedmar, de Villafranca, de Montealegre, de Almonacid y del Carpio; los condes de Lemos, de Peñaranda, de Benavente, de San Esteban del Puerto, de Oñate, de Frigiliana, de Baños y el condestable de Castilla. También hubiera firmado el marqués de Camarasa; pero estaba enfermo. Estos eran los que se hallaban ya en Valladolid, y los mismos escribieron al duque de Alba, embajador en Francia, otra carta para que entregase aquélla al Rey Cristianísimo, e hiciese los mayores esfuerzos por socorros, mientras sin dilación alguna se formaba en España nuevamente un ejército.

El rey Luis, cuanto tuvo amargura del suceso, mostró complacencia de esta carta, que leyó muchas veces, y, exagerada del Delfín, se resolvió a enviar luego a España catorce mil hombres por la Navarra baja o la Vizcaya, y si no los había menester en Castilla el rey Felipe, que con ellos y otras tropas del Rosellón, sitiaría a Girona el duque de Noailles, para hacer una gran diversión a los enemigos.

Pidió el Rey con carta aparte a su abuelo le enviase al duque de Vandoma para mandar su ejército; luego pasó con el de Noailles a Valladolid. Tenían orden de mirar de cerca el estado de las cosas; ver si aquella carta que firmaron treinta grandes era sólo cumplimiento o realidad, y si había fuerzas, para que el socorro que se meditaba enviar no fuese inútil; porque, ufanos de la victoria los enemigos, no sólo la engrandecían, sino que también publicaban sin remedio el mal, y añadían algunas falsedades probables para consternar el ánimo del Rey Cristianísimo y apartarle del empeño. Relaciones vimos públicas y secretas sacadas de las cortes de los aliados donde estaban con tal arte entretejidas las verdades con los embustes, que nadie creía en la Europa que podía restablecerse el rey Felipe.

Apenas marchando hacia Madrid, dejó los términos de Aragón el rey Carlos, cuando los españoles que presidiaban a Lérida, Tortosa, Monzón y Mequinenza, ocuparon los caminos de género que no se tenía en Cataluña noticia alguna del Rey y de su ejército, lo que afligía no poco aquella corte, porque también los españoles, para consternar la provincia, divulgaban mil falsedades que eran fácilmente creídas de los que ignoraban la aversión de los pueblos de Castilla al rey Carlos; los cuales, consiguientes en lo que habían obrado cinco años antes, dejaban las poblaciones, gastaban las aguas, quemaban los forrajes y víveres, aun los que necesitaban para su alimento.

Dudóse en el ejército del rey Carlos sobre la marcha, si se destacarían a lo menos dos mil hombres contra el reino de Valencia para darse la mano con los que habían de partir de Barcelona, y no quiso Staremberg desmembrar el ejército, ya que todo había de pasar a Castilla, y así, el conde de Saballá, que estaba destinado por virrey de Valencia, partió de Barcelona a esta empresa con ocho naves, mil catalanes de desembarco de un nuevo regimiento y todos los valencianos que estaban en aquella corte a esta empresa. Habíala fomentado la condesa de Oropesa (bien que ya había muerto el conde, su marido), escribiendo a algunos valencianos de aquella nobleza, y dijo falsamente que entraba en la conjura don Antonio del Valle, gobernador de las armas de aquel reino, el cual, no ignorando que venían a atacarle y que alguna interna conmoción había en los ánimos, juntó al magistrado y nobleza y oró con eficacia y fortuna por el rey Felipe, al cual dijo mantendría el reino hasta verter con sus tropas la última gota de sangre. Que nada pedía sino la quietud, pues sólo con sus armas haría frente a los enemigos. Que en caso de ser vencido, podrían ellos deliberar de sí, acordándose siempre de cuantos males y desgracias les había ocasionado la guerra y la indignación justa del poder de las armas del Rey Católico. Que aun habiendo otra vez salido de la corte, nada habían sacado sino el escarmiento sus enemigos. Que creyesen a la experiencia y no a las falsas sugestiones de los rebeldes de su propia patria, para labrar, de sus ruinas su fortuna.

Todos ofrecieron fidelidad al rey Felipe, y la nobleza, sus vidas y haciendas. Llegó con la referida escuadra el conde der Saballá a la playa de Valencia; hizo el primer desembarco de trescientos hombres, y acudió a las marinas con dos mil caballos. Don Antonio del Valle vio al amanecer a los que pisaban orgullosos la arena, acometiólos y los puso en vergonzosa huida. Volviéronse tumultuariamente a embarcar; fiaban más en las ocultas inteligencias que en las armas; calló la tierra toda y se aseguraron por el Rey los pueblos. Don Antonio mostró su fidelidad y lo falso del esparcido rumor, para que el miedo de él le hiciese prevaricar. Los jefes de aquella mal ideada expedición volvieron con la gente a Barcelona, desairados. La reina Isabel se quejó de la condesa de Oropesa y de haber sido engañada.

No daba paso que no fuese infeliz el rey Carlos en Castilla, porque era menester para la obediencia usar del mayor rigor, que degeneró en ira, y en tal desorden que ejecutaban los alemanes e ingleses las más exquisitas crueldades contra los castellanos. Los herejes extendían su furor a los templos e imágenes, haciendo de ellas escarnio, y servirles torpemente a su lascivia. Bebían en los sagrados cálices, y, derramando los Santos Óleos, ungían con ellos los caballos y pisaban las hostias consagradas. Se halló en un lugar llamado Tartanedo un lienzo echado en un rincón de una casa, en que habían los herejes que en ella se alojaban envuelto unas partículas consagradas que bañaron el lienzo en sangre, en forma de seis partículas perfectamente impresas, el cual muchas veces lavado las conserva; le hemos visto, y reverentemente besado con nuestros labios. Después le vieron infinitos de los que con el rey Felipe volvieron a Castilla, y el duque de Montellano le hizo once veces lavar en su presencia sin que pudiesen quitar la impresión viva de aquella divina sangre, y juraron los testigos presentes al desenvolver el lienzo cuando le hallaron que la vieron por él correr a trechos.

No llegaban a los oídos del rey Carlos estos desórdenes, que no los permitiría su piedad y religión. Servíase de tropas auxiliares y era preciso contemplarlas, sin averiguar, exactamente, sus operaciones, porque se aventuraba el respeto. Mal recibido de todos los lugares por donde pasaba, llegó a vista de Madrid el ejército el día 27 de septiembre. Era corregidor don Antonio Sanguineto, elegido por el Cuerpo de la villa en esta ocasión, con aprobación del rey Felipe, porque se había pasado a Valladolid el conde de la Jarosa, que ocupaba este empleo. Había el rey Carlos recibido el homenaje de la villa desde que llegó el ejército a Alcalá de Henares, porque se evitase toda hostilidad. Así lo había dejado ordenado el rey Felipe, que estaba vivo en el corazón de los de la corte de Madrid, que admiró Stanop (que entró primero) la general tristeza del pueblo, pues estaban cerradas las más de las casas, tiendas y oficinas; pocos niños aclamaban al austríaco príncipe, y no lo hacían sin recibir dinero del general inglés que, vuelto a los reales, vaticinó tristemente. Estaba entonces el rey Carlos en Villaverde, y después pasó a la quinta del conde de Aguilar, donde aguardaba los obsequios de los magnates, que sólo acudieron el duque de Híjar, el conde de Palma y el marqués de Laguna, que, como dijimos, se quedaron en la corte. También le prestó obediencia el arzobispo de Valencia, el conde de Cardona y otros nobles de menor esfera.

Luego desesperó el rey Carlos de serlo de Castilla sin la fuerza, y así lo significó a Staremberg, diciéndole que usase del rigor, porque estaban rodeados de desafectos. Luego se conoció el error de Stanop en querer venir a la corte, porque, aunque estaba a vista de ella acantonado todo el ejército, cerraban con partidas de caballería los pasos, y por el monte de Guadarrama para Madrid, por todas partes don Feliciano Bracamonte y don José Vallejo, hombres del mayor valor, pericia y fidelidad, los cuales tenían contra el ejército enemigo tantas espías cuantos moradores había en los vecinos lugarejos.

Formóse en el campo un Consejo de Gabinete en que fueron admitidos el arzobispo de Valencia y el duque de Híjar. Siempre discordaban Stanop y el príncipe Antonio de Leichtestein, a quien adhería Staremberg; pero prevaleció el dictamen del secretario del Despacho Universal, don Ramón Vilana Perlas, que gozaba enteramente del favor del rey Carlos, de quien interceptó don José Vallejo una carta que escribía a la Reina, su mujer, quejándose de los dictámenes del general inglés, que le había traído a experimentar el desafecto de los castellanos, pues era cada día mayor, y que, sólo tres hombres de distinción habían pasado a su partido, pero pobres y de corta autoridad. Que muchas mujeres de los grandes que estaban con el príncipe Eugenio le habían prestado obediencia, algunas veces en público y otras en secreto, para estar en ambos partidos, siendo ya claro que el suyo sólo se podía adelantar a fuerza de armas

También se interceptaron, cartas de la reina Isabel al rey Carlos, en que se quejaba de la frustrada expedición de Valencia, y que ocupaban los caminos los españoles. Estas cartas, que trajo don Jerónimo de Solís a Valladolid, mandó el rey Felipe leer en público en sus antecámaras, y expresó el agradecimiento que debía tener a los castellanos.

Mandó el rey Carlos abrir las cárceles, y salió de ellas don Bonifacio Manrique, que luego siguió las banderas austríacas, y el que era en la prisión inocente fue en la libertad reo. Pasáronse al mismo partido don Antonio de Villarroel, teniente general, después de haber recibido ayuda de costa del rey Felipe para seguirle; don Luis de Córdova, hermano del marqués de Priego; don Jaime Meneses de Silva, hermano del conde de Cifuentes; el marqués de Valparaíso y el de Valdetorres, los más sin otro motivo que amar la novedad. A éstos los llamaba públicamente Staremberg cristianos nuevos; Stanop, traidores; Antonio de Leichtestein, hombres sin ley; don Ramón Vilana Perlas, desesperados, y el rey Carlos, miserables.

Estos epítetos ganaron los que ya creyendo subvertido el trono del rey Felipe le adelantaron al obsequio de su enemigo, de quien no lograron aprecio; otros nobles y títulos que estaban descontentos de su fortuna, se pasaron también. Grandes de España, ninguno más que el conde de Palma. El duque de Híjar no lo era sino por su mujer; el marqués de la Laguna aún no lo era, porque vivía su madre, la condesa de Paredes, que también reconoció al nuevo Rey. Ni aun con ser llamados de un edicto parecieron otros; estaba éste concebido con términos de la mayor clemencia: ofrecía general perdón, bienes, prerrogativas y honores a los que en el término de un mes reconociesen por Rey de las Españas a Carlos III.

Mandó salir de los monasterios a las mujeres de grandes, que a ellos se habían retirado, y que pasasen a Toledo, adonde se había prestado el acostumbrado juramento, y le ocupaban un regimiento de infantería con el conde de la Atalaya. Muchas señoras no obedecieron y se quedaron en los conventos, y una de ellas fue la duquesa de Medinaceli. El duque Vandoma, como capitán general de las tropas, se quejó a Staremberg de esta usada severidad con mujeres de tan alta esfera, y respondió que era para mayor seguridad de sus personas, y que se dejarían en libertad cuando la tuviesen los maridos. Con esto daba a entender lo que no creía: de que seguían al rey Felipe violentos, y aunque en parte no era vana la sospecha, estaban violentados de su propio honor los que no inflamados del afecto.

Habían los tribunales del rey Felipe pasado con la Reina a la ciudad de Vitoria, y no halló el rey Carlos en la corte ministros para formar los suyos, y así creó por presidente de la Sala Criminal de Alcaldes a don Francisco Álvarez Guerreros. Nombró ministros y sólo dio despachos en ínterin, por no quitar a los ausentes la esperanza de volver a sus empleos; quitó el de corregidor a don Antonio Sanguineto y puso al marqués de Palomares, y esto acabó con la providencia para los víveres y con la quietud del pueblo, porque la prudencia y ajustada dirección de Sanguineto contenía en orden al vulgo, ya inclinado al tumulto por falta de pan, pues no permitían las partidas de caballería de Vallejo y Bracamonte que se introdujesen en Madrid, ni los aldeanos querían traerlos, por si el hambre ocasionaba una rebelión y llegaban a las armas. Esta malicia oportuna, aunque ajena de caridad, fue de suma importancia, porque no se podía mantener un ejército de veintiocho mil hombres y tan gran cantidad de bagajes en un lugar que ya padecía entera falta de todo, y de quien violentamente se sacaba el preciso alimento, por no haber otro remedio de subsistir las tropas; y aunque enviase el rey Carlos partidas de caballería por los vecinos lugares a buscar víveres, les hacía tantas emboscadas don José Vallejo, con exacta noticia de la tierra y el favor de los paisanos, que nada lograban los alemanes, siempre vencidos o ahuyentados.

Determinó el rey Carlos hacer su pública entrada en la villa, y visitando antes el santuario de Nuestra Señora de Atocha, subió por la propia calle, acompañado de dos mil caballos que le precedían de sus guardias y su familia; ni aún la curiosidad movió al pueblo y, retirado a sus casas, rebosaban melancolía las plazas. Oíanse voces de niños que, atraídos con dineros, aclamaban al nuevo Rey; y alguna vez se oía aclamar a Felipe V. Esto hirió altamente el ánimo del príncipe austríaco, y al llegar a la puerta que llaman de Guadalajara, sin proseguir hasta el Real Palacio, como era costumbre, declinó por la derecha, y por la calle de Alcalá y su puerta volvió a salir de Madrid, diciendo que era una corte sin gente.

Desterró a muchos que le parecía promovían el afecto a su enemigo; mandó que entregase las armas el pueblo, pero no fue obedecido; más fácilmente logró que entregasen los caballos, porque los necesitaba el ejército para reclutar los que habían perecido por falta de forraje. No dejaba de reconocer cuán difícil era mantenerse en aquella corte, y mientras embarazaba la variedad de dictámenes las operaciones del ejército, prosiguió en formar tribunales y proveer los principales empleos. Dio la presidencia de Castilla al conde de Palma, y éste se excusó de ella sirviéndola en ínterin el marqués de Castrillo; la presidencia de Hacienda, a don Atanasio Esterepa, obispo de Nicopoli, y se dio plaza en este Consejo a los condes de Clavijo y de Belmonte; mandó presidir en el Tribunal de Cuentas al marqués de Canillejas; en el Consejo de Indias, a don Pedro Gamarra, donde se nombraron por consejeros al marqués de Laguna y a don Ramón Portocarrero. No se dio esta presidencia porque la tenía en propiedad el duque de Uceda, de quien había recibido el rey Carlos ocultamente no pocos servicios. Nombróse por virrey de Aragón al duque de Híjar.

Viendo ya abierto el camino a las mercedes, prestaron obediencia al rey Carlos los marqueses de Corpa y de las Minas, los condes de Siruela y Hernán-Núñez; cargó gran golpe de memoriales, tanto, que dijo el rey que había hallado quien le pedía, pero no quien le sirviese. El decreto le dio en voz el secretario, diciendo que Carlos III, hasta entonces, no era más que general de sus tropas; que se despacharían en el Trono las pretensiones. Deseábase mucho traer al obsequio al marqués de Mancera, que estaba retirado en el convento de San Francisco, como dijimos; fuéselo a persuadir don Luis de Hijar; pero, constante el marqués, respondió que no tenía más que una fe y un rey, viviendo el cual no podía jurar otro; que estaba ya vecino al sepulcro, porque pasaba de cien años, y que no quería poner este borrón en su nombre.

No sacó otra respuesta el general Stanop, que fue después a verle; admiró su firmeza, y no le pareció al rey Carlos usar del rigor con un hombre medio difunto. Lo propio ejecutó con el marqués del Fresno, que no quiso reconocerle. Estos mismos ejemplos tomaron muchos que, retirados en sus casas dentro de Madrid, nunca prestaron obediencia.

Iba desmembrando el ejército la disolución de los soldados, la gula, la embriaguez y la lujuria. Llenáronse los hospitales, y a pocos aconteció la suerte de salir de ellos, porque los cirujanos les envenenaban las llagas con mortal odio, y los que podía la gente del pueblo matar alevosamente, lo contaba en triunfo. Disminuíase la caballería por instantes, vencida en partidas de las de Vallejo y Bracamonte, el cual tomó muchos equipajes que se restituían a Aragón, y envió al rey Felipe la plata y el dinero que se halló en ellos (¡rara y maravillosa moderación en un soldado!). Don José Vallejo se atrevió a tomar algunos carros de víveres de las puertas de Madrid. Deshizo ochocientos caballos que con el barón de Vecel pasaban a Zaragoza. Sorprendió en Ocaña a un regimiento de portugueses y en las alturas de Alcalá burló la arrogancia del general Stanop, que con dos mil caballos le buscaba. Llegó su osadía a querer coger al rey Carlos en El Pardo, adonde había salido a caza, y lo hubiera logrado si no estuviera avisado el Rey de uno de los guardias del bosque, que temió ser todos pasados a cuchillo si esto sucedía. Al fin logró don José Vallejo hacer molesto su nombre a los enemigos y tener inquieto y sin víveres el ejército. No grandes, pero oportunas hazañas, que le dieron no pequeña gloria.

Toda la disposición de Staremberg era aguardar a que entrasen por la Extremadura los portugueses, para irles al encuentro, y unidos los ejércitos atacar en cualquier paraje las tropas que estaba volviendo a juntar el rey Felipe, de las cuales se nombró por general al duque de Vandoma. Se crearon por capitanes generales al duque de Populi, al conde de Aguilar, al marqués de Toy, al de Aytona y al conde de las Torres, y se mandó venir al marqués de Valdecañas, que ya lo era. Herido de alguna envidia de no serlo también el duque de Osuna, se retiró con la Reina a Vitoria, y se alojó en un pequeño lugarejo con su hermano el conde de Pinto, no sin la censura de que reparase en estas delicadezas a tiempo que el Rey estaba en la más ardua y fatal coyuntura, y que tenía en evidente peligro su Corona.

No creerán los venideros siglos tantas dificultades allanadas insensiblemente en cincuenta días, y que se los hayan los enemigos dado de tiempo al rey Felipe para restaurar su ejército que ya se componía de veinte y dos mil hombres. Esta gente se juntó a expensas de los reinos de Castilla y Andalucía; se armó y vistió con el cuidado del conde de Aguilar y la actividad de don Baltasar Patiño, marqués de Castelar, hombres ambos de la mayor eficacia en los negocios y de incomparable inteligencia en la mecánica de la guerra, en la cual excedía a los más experimentados el conde, sin quitarles su militar pericia y valor. Ninguno en esta ocasión sirvió más al Rey Católico, facilitando al parecer imposibles; porque de un ejército vencido, derramado y abatido; de un erario exacto y sin fondos; de un reino vacilante, y solo voluntariamente y por su fidelidad sumiso, formó un ejército que, como veremos, restableció el trono a la Casa de los Borbones que reinaba en España.

Todos los lauros de la victoria perdió en los ocios de Madrid Staremberg. Parecía que tenía aquella corte narcóticos o beleños para adormecer los ánimos, pues no escarmentados del error del marqués de las Minas y Galloway, el año de 1706, que dieron cuarenta días de tiempo al rey Felipe para reunir sus tropas y que bajasen de la Francia socorros, ahora le dio mayor dilación Staremberg esperando que los portugueses entrasen por Extremadura, lo que solicitaban incesantemente sin fruto, porque el rey Felipe, dejando a Valladolid, puso su ejército en Almaraz, ocupó el puente y dispuso sus tropas, de género que no podía a un tiempo ser atacado de ambos ejércitos, y se hallaba con fuerzas no sólo de resistir a uno, sino también con probabilidad de vencerle. Esta disposición y acampamento salvó a la España, porque no podían ya por parte alguna pasar a Tajo los portugueses, y aunque estaba poco distante el puente que llaman del Arzobispo y el de Alcántara, todos estaban fortificados y bien guarnecidos, y guardaba otros pasos el marqués de Bay con la mayor vigilancia. Ni por Galicia podían hacer alguna distracción, porque vigilaba en sus límites con buen número de gente el marqués de Risbourg.

Quisieron los portugueses, desesperados, entrar en Castilla, atacar por la Andalucía, y tomaron a Jerez de la Frontera con poco trabajo; pero luego retrocedieron para observar el ejército enemigo, por si había forma de juntarse con los alemanes, lo que hubieran conseguido si luego que se perdió la batalla de Zaragoza hubieran ocupado la Extremadura, porque eran inferiores las tropas que allí tenía el rey Felipe. Esta culpa cargaban sobre los portugueses los ministros austríacos, pero el rey don Juan de Portugal no quiso aventurar otra vez su ejército, no olvidado de que por semejante osadía había perdido, bajo del mando del marqués de las Minas, todas las tropas de su padre, y así se contuvo hasta que pudiese, sin riesgo, juntarse a los alemanes.

Esto no pudo lograr, porque pasó la oportunidad, de lo que dependió toda la fortuna del rey Felipe. Dieron por disculpa que no tenían prevenidos víveres para marcha tan incierta y dilatada en país tan enemigo. Esta misma dio Staremberg para entretenerse en Madrid y esperar noticia de lo que habían determinado los portugueses. Estos avisos no podían pasar porque las tropas españolas ocupaban hacia Extremadura los pasos, y en Castilla sitiaban al ejército del rey Carlos las partidas de caballería del rey Felipe, como dijimos.

Cuando partieron los tribunales a Vitoria con la reina María Luisa y el príncipe de Asturias, la siguieron muchos magnates, cuya salud o medios no permitían seguir al Rey, al cual sirvieron sin oficio alguno en toda la campaña los duques del Infantado, de Montellano, de Béjar, los condes de Lemos y de Peñaranda, los consejeros del Gabinete y todos los oficiales de las guardias y de la familia real. Otros nobles de la primera y segunda esfera se quedaron en Valladolid, porque embarazaría en campaña tanta gente inútil para la guerra. Quedaba dispuesto que el duque de Noailles sitiase a Girona para diversión del ejército enemigo, y que tomada ésta se internase más en la Cataluña para cogerle de espaldas, y así se entretenía el rey Felipe en el puente de Almaraz, hasta que supiese que el duque de Noailles había ya embestido a la plaza, como lo hizo a los últimos del mes de diciembre.

Nunca estuvo más confuso ni apesarado Staremberg, porque la falta de noticias le tenía en una dañosa indecisión. Ya no era tiempo de ir a sitiar a Pamplona, porque la guarnecían los franceses con el marqués de Dupont, no podía penetrar en Castilla por falta de víveres, no ignorando cuán bien acampado y en lugar ventajoso estaba el ejército del rey Felipe, y creía que el moverse de Almaraz era por esperar que lo hiciese el alemán y observar sus pasos, ni era tiempo de empresa alguna estando ya adelantado el otoño y cansado el ejército de los vicios que engendró el ocio, disminuido y sin bríos, porque conocían claramente estar en tierra enemiga, que cada día daba muestras más evidentes de su constante fidelidad al rey Felipe. Para decidir tantas dudas juntó el rey Carlos Consejo de guerra. Todos fueron de parecer que se retirase del ejército su persona y se restituyese a Cataluña, porque eran inciertas las operaciones, dependiendo de las del enemigo. Respondió con magnanimidad el Rey que no había juntado el Consejo para deliberar de su seguridad, sino de lo que debían las tropas ejecutar.

Los ingleses y portugueses querían fortificar a Toledo, plantar allí la corte y acantonar el ejército poniendo en contribución la provincia. Bel-Castel, general holandés, y algunos alemanes, querían poner la corte en Zaragoza y retirar a Aragón las tropas. Staremberg era de parecer de retirar a Barcelona al Rey y tomar cuarteles en la raya de Castilla, en la parte más internada con Aragón, y esperar la resolución del enemigo. En tanta variedad de dictámenes no se atrevió el rey Carlos a seguir alguno, y estando embarazado en estas dudas, un desertor español, a quien ofreció la reina Isabel grandes premios si entregaba a su marido una carta, la puso fielmente en manos del rey Carlos, en la cual avisaba la reina que había llegado a Perpiñán con 15.000 hombres el duque de Noailles, y que aunque se esparcía la voz de que sitiaba a Girona, era lo más cierto que bajaba a Cataluña a ocupar los pasos por donde podía volver a Barcelona el Rey, para prohibirle esta retirada cuando moviese sus tropas el enemigo, y que así resolviese a tiempo lo que debía ejecutar para asegurar su persona, porque después no le tendría si quince mil franceses unidos a las guarniciones españolas ocupaban la Cataluña. Esta carta sólo la dio el Rey a ver al príncipe Antonio de Leichtestein, a Guido Staremberg y a don Ramón Vilana Perlas, y se resolvió que se moviese el ejército con el Rey bajo el pretexto de fundar la corte en Toledo, y que secretamente partiese con ochocientos caballos a Barcelona. Pareció dar a saber esta resolución a Stanop y Bel-Castel, y la aprobaron.

Publicóse un decreto el día 8 de noviembre mandando que pasasen los tribunales a Toledo. Esto consternó a cuantos habían seguido el partido austríaco, de lo que se arrepentían muchos; pero, ya empeñados, era preciso buscar la seguridad en el riesgo. Antes de dejar a Madrid se disputó si se había de saquear. Los españoles, catalanes, alemanes y portugueses eran de esta opinión; resistiéronlo los ingleses y los cabos holandeses, el señor de Bel-Castel, de Sant Amant; sobre todos, Stanop, diciendo que no se podía ejecutar sin gran pérdida de soldados y sin la entera ruina de la fortuna del rey Carlos, que quería parecer tirano antes que Rey, que con esto se perdería un gran lugar y un reino, porque sería mayor y eterno el odio de los castellanos. De este parecer fue Staremberg y dijo el rey Carlos: Ya que no la podemos asolar, dejémosla.

Partió el ejército al amanecer el día 9; ya libre la corte de los enemigos, aclamó nuevamente al rey Felipe, restituyó el corregimiento de la villa a don Antonio Sanguineto, e hizo tales demostraciones de júbilo, que oyó el rey Carlos, que marchaba en el centro del ejército, el festivo rumor de las campanas. Todos marcharon a las vecindades de Toledo; nadie entró más que Staremberg, y se aumentó la guarnición hasta seis mil hombres bajo la mano de Odoardo Hamilton, a quien había dado el rey Carlos el gobierno, y cuando todos creían que se encaminaba al mismo paraje, a grandes jornadas, acompañado de dos mil caballos, tomó el camino de Zaragoza, donde se entretuvo poco, porque luego pasó a Barcelona. Siguiéronle los nobles que le habían prestado obediencia, y a más de los ya referidos, el marqués de Almarza y el conde del Sacro Imperio, quedáronse en Madrid los marqueses de Hernán-Núñez y de la Mina, y para que no faltasen en este siglo nunca oídas monstruosidades, siguieron al rey Carlos la duquesa de Arcos y la marquesa del Carpio, aunque estaban sus maridos con el rey Felipe; la primera, reconociendo el error, se quedó en un monasterio de Zaragoza.

También se pasó a Barcelona la condesa de Paredes, madre del marqués de la Laguna, siendo ella la que obligó a su hijo a tomar aquel partido. En Barcelona hubo general tristeza de ver que volvía el Rey, porque se ignoraba enteramente el estado del ejército; y como las noticias las fingía alguna vez el temor o el afecto, se oían cosas tan repugnantes, que se ignoraba la verdad. Argüían pocos progresos las tropas, no fiando el Rey su seguridad a ellas. Otros creían infalible la ruina del rey Felipe, arguyendo de que la reina María Luisa quería pasar a Francia con el príncipe de Asturias, por tomar las aguas de Bañeras, en el condado de Bigorra. Esto era cierto, porque la Reina, aprensiva de unos tumores como postemas frías, que tenía en la garganta, estaba persuadida de que le aprovecharían aquellas aguas. Esto llevaban muy mal los de su corte y los Tribunales que con ella estaban en Vitoria, porque, sin duda, parecía no buscar físico remedio al mal, sino refugio a la desgracia, y asegurar en Francia al príncipe de Asturias, lo que consternaba enteramente a los afectos al Rey Católico, y turbaba sus medidas. La princesa Ursini estaba en esto indiferente por no parecer que se oponía a la salud de la Reina, pero el Rey no quiso permitirlo, y se resignó la Reina a la voluntad, con tanto gusto que pareció propio dictamen. Con esto se desvaneció la jornada.

No perdonó diligencia Staremberg para dar a entender al duque de Vandoma que quería tomar cuarteles en tierra de Toledo, fortificando ésta. Y con efecto levantó una gran trinchera y puso en el alcázar cantidad de víveres; pero conoció claramente el general francés que todo era estratagema y que no tenía almacenes para pasar el invierno, ni de allí podía tener más intención que irse a juntar con los portugueses, si dejaba el ejército español el puente de Almaraz, y así aunque había algunos de poca experiencia en las tropas del rey Felipe que eran de dictamen de ir a atacar en Toledo a los enemigos, no se apartó Vandoma de su sistema, cuya opinión seguían los cabos más experimentados, porque conocían claramente que estaba necesitado el ejército alemán de volver atrás y tomar cuarteles donde pudiese, y para que no lo ejecutasen en Castilla ni Aragón, había resuelto el rey Felipe seguir a los enemigos y disputarles la quietud del invierno, porque sus tropas veteranas estaban ya tres meses descansando y las reclutas se habían hecho con felicidad y se iban haciendo más cada día.

Cansado Staremberg de la paciencia de Vandoma y de que no podía engañarle, determinó partir para la raya de Aragón y acantonar en ella sus tropas. Quiso el conde de la Atalaya quemar la ciudad, pero no lo permitió Hamilton ni consintió Staremberg; habían puesto en el alcázar muchos víveres y no pudiendo tumultuariamente sacarlos, para que no se aprovechasen los enemigos le quemaron, con tanta rabia y furor del pueblo contra los incendiarios, que hubiera sucedido un tumulto si no se hubieran formado las tropas en cuadrada figura en la plaza de Zocodover, para tener en freno al pueblo. Saquearon muchas casas y templos, y quisieron quemar el de San Agustín: aplicaron seis barriles de pólvora para arruinarle y los que pusieron la mecha a la mina quedaron abrasados, porque, permaneciendo ileso el edificio, retrocedió el fuego.

El día 29 de noviembre dejó a Toledo el ejército; cerráronse luego las puertas y aclamaron al rey Felipe; dio aquella ciudad muestras de su heroica fidelidad; desde los muros burlaban con silbidos y oprobrios a los soldados, pero Staremberg, atento a su marcha, no hizo caso de estos leves accidentes de la suerte. Con él se fueron algunos nobles, y entre ellos el marqués de Tejares, que antes entregó su casa a las llamas, como quien no esperaba volverla a ver. Las señoras que habían ido a Toledo volvieron a Madrid. Quedóse en un convento la mujer del conde de Palma, desaprobando lo que había ejecutado su marido; creyeron muchos que lo afectaba, pero estaba precisada a esto por no salir de España.

La manguardia la llevaban los portugueses y palatinos, el centro los alemanes y holandeses, la retaguardia los ingleses, y la caballería catalana guardaba los lados del centro. Eran los principales jefes el señor de Franckemberg, palatino, y el conde de la Atalaya, portugués; el marqués de Bel-Castel y Stanop. Todos obedecían a Staremberg o ninguno; estaban entre sí desunidos, y así no marchaban juntas las tropas, sino precediendo una gran distancia del centro a la retaguardia, y, cada nación hacía su tropa aparte, de género que no se observaba orden militar en la marcha; se destacaban los soldados a robar a los vecinos lugares o campos de ganado; muchos no volvían y quedaban por víctimas del odio de los paisanos, que se armaron para defenderse.

Tuvo luego el rey Felipe, por las partidas avanzadas casi hasta Toledo, noticia de la marcha de los enemigos, y ordenó la suya con tanta celeridad que pudiese alcanzarlos a la distancia de ejecutar lo que tenía ideado. Luego que dejaron los confines las tropas españolas, pusieron en cuarteles de invierno las suyas los portugueses; o creyeron acabada la campaña, o no se quisieron aventurar más, porque el rey Felipe, habiendo dejado en las fronteras muy poca gente, tenía ya un ejército de veinticinco mil hombres, los dieciocho mil veteranos deseosos de lavar la nota de la perdida batalla en Zaragoza; y así, marchaban con tanta velocidad y alegría como si tuviesen segura la victoria sin que lo embarazase la rígida estación del invierno. A confirmar en su fidelidad a Toledo entró con seiscientos caballos don Pedro Ronquillo; luego volvió a partir a buscar al rey Felipe, que tenía puestos sus reales en Talavera de la Reina, a donde llegaron los diputados de Madrid con una suma de dinero gratuitamente contribuida para los gastos de la guerra. Había ya entrado en la corte desde el día 30 de noviembre don Feliciano Bracamonte, y experimentado en ella las más altas señas de júbilo en el pueblo, que se propasó al mayor exceso cuando el día 3 de diciembre entró por la puerta de Atocha en coche el rey Felipe, que, después de haber visitado la capilla de la Santísima Virgen, se encaminó al Real Palacio. Era tanta la multitud del pueblo que salió a verle, bendecirle y aclamarle, que no podía el coche penetrar y ganar camino, en el cual, no siendo la distancia más que media legua, se gastaron muchas horas; estaban adornadas con el más exquisito gusto las calles y las fuentes; siguiéronse por la noche fuegos artificiales y luminarias, y se introdujo tan universal alegría que vaticinaba los más prósperos sucesos.

El ejército, sin hacer alto, pasó a Guadalajara, mandado por el marqués de Valdecañas, porque el duque de Vandoma estaba con el Rey, que el día 6 de diciembre volvió a las tropas que proseguían sus marchas. Seguía inmediatamente a los enemigos por las espaldas Bracamonte, y por un lado Vallejo, no en vano, porque picaban siempre la retaguardia, y cualquier soldado enemigo que se descarriaba o entretenía les caía en las manos. La tarde del día 6, cuidadoso de que le seguían con tanto tesón, Diego Stanop, no teniendo exacta noticia del lugar, le pareció poner sus tropas inglesas dentro de Brihuega, y pasar de día el Tajo. Estaba el lugar situado en una pequeña altura, cuyo recinto era un simple muro, de antiguo ladrillo, y tenía dentro una torre por retirada, pero desarmada y para ningún uso. Estaba distante tres leguas el centro de su ejército y sólo pensaba Stanop pasar en Brihuega más segura aquella noche. Luego que las partidas avanzadas del Rey vieron que se enderezaban los primeros estandartes del inglés a aquel lugar, dieron aviso al duque de Vandoma, el cual, con la mayor celeridad, destacó al marqués de Valdecañas con toda la caballería y granaderos hacia Torija, por si podía cortar a los ingleses el camino y separarlos de Staremberg. El largo espacio de las noches de diciembre y el ardiente celo del marqués, hicieron que llegase antes de la aurora al Tajo, ocupase sus puentes y fortificase el vado más vecino a Brihuega, en la cual estaban ya cerrados los ingleses, que por la mañana del día 7, queriendo salir con una partida de caballería a reconocer el sitio, no sólo le hallaron crecido con las continuas aguas, sino también ocupado de los españoles.

Hubo alguna escaramuza y se retiraron los ingleses al lugar, donde, viendo que no podían salir, se fortificaron con trincherones y cortaduras todo cuanto permitía la prisa y la falta de instrumentos; faltábales también artillería, municiones y víveres, con que no podía ser larga la defensa, pero creían ser socorridos de todo su ejército avisando a las tropas del centro, de donde un regimiento marchaba separado y dimidiendo la distancia del camino, para dar a Staremberg noticias de Stanop, y a éste de aquél; pero esta partida se había apartado del camino para robar, y había sido hecha prisionera por Bracamonte; y así, le era muy difícil al inglés avisar de su peligro al general alemán.

Antes del día había partido el rey Felipe con el ejército, encaminándose al mismo lugar a larga marcha, que la aceleró cuando tuvo noticia de que ya Valdecañas tenía bloqueada toda la retaguardia a los enemigos. El día 8 llegó el Rey con su manguardia a las doce, y luego se plantaron cañones, aunque de campaña, para batir el muro. Hacía mucha impresión la bala, pero no abría buena brecha, porque no podía batir la raíz del recinto, impidiéndolo lo elevado del terreno, y no estaban bien asentadas las cureñas para ponerlas a tiro; pero era tanto el ardor de los españoles, cuyo ejército ya el día 9 por la mañana había llegado todo, que quería asaltar la brecha estando aún ruda y sin aplanar, bien que venían cansados de una continuada marcha desde Guadalajara que dista diecinueve millas. El mayor fuego se enderezó contra la puerta de San Felipe, hacer ésta pedazos fue fácil, pero no el muro, que siendo de tierra encrostada no resistía a la bala, se abría en agujeros pero no caía con tanta brevedad cuanta habían menester los españoles para el asalto, porque recelaban volviese atrás el ejército enemigo.

Para alcanzar estos avisos se adelantó Bracamonte, el cual por la tarde dio noticia de que ya venía con todo su ejército Staremberg, porque había Stanop despachado seis hombres los más esforzados, que pasando a nado el río la noche del día 7, dio cuenta de su peligro, advirtiendo que si no estaba en todo el día 9 socorrido, era infalible la ruina de aquella parte del ejército, que traería infaustas consecuencias para el todo; pero como ya estaban tan adelantados los alemanes, no les alcanzó esta noticia en paraje que podían por todo el día 9 dar la batalla a los españoles.

Ignorando estas circunstancias el duque de Vandoma, mandó al conde de Aguilar que con toda la caballería pasase el río, embarazase el ejército enemigo, oponiéndosele para que recelase entrar en el puente o en el vado vecino a Brihuega, la cual mandó el Rey atacar por la tarde, aunque no era la brecha, según regla militar, todavía capaz de ser asaltada. Ejecutóse por dos distintas partes, y el verdadero asalto fue por la puerta de San Felipe, a cargo del marqués de Toy, de don Pedro de Zúñiga y de Carlos Florencio, conde de Merodi. Otro fingía el conde de las Torres por otra brecha, y otra partida de soldados sitiaba el muro para que nadie escapase, a cuyo efecto estaban mil caballos en las vecinas alturas y tomando el camino para el río.

La acción fue de las más sangrientas de esta guerra, porque sobre ser ruda y alta la brecha, era preciso bajar mucho para poseer el terreno llano del lugar; y con defensores tan fuertes y experimentados, era arduísima la empresa. Iba costando mucha sangre, porque los ingleses, aunque no tenían artillería, habían puesto tantos embarazos en la brecha con piedras y leños, que no era pelea regular, sino muy extravagante; pero todo lo vencía el valor de los españoles, que nunca fueron rechazados, aunque murieron infinitos. Gobernaba dentro los suyos el general Carpentier, inglés, con tanto brio que se vio muchas veces luchando con los que pretendían penetrar por todas las dificultades, guiados del marqués de Toy, que al subir del muro y apoderarse de la puerta de San Felipe, recibió en el pie una herida; otra no menos gloriosa tuvo el marqués de Torremayor, coronel del regimiento de Segovia.

Impaciente el conde de San Esteban de Gormaz de estar ocioso con las guardias que estaban con la persona del Rey, fue voluntariamente al asalto, donde adquirió no pequeña gloria ayudando con su mano a los soldados a que montasen la brecha, y aunque cargaba sobre él una tempestad de balas, perficionó la obra hasta que ya todos los regimientos entrasen por la brecha y por la puerta con gran intrepidez, despreciando tanta variedad de peligros. Aquí brilló mucho el valor de don Pedro de Zúñiga y el conde de Merodi, que guiaban los soldados a lo interior del lugar, tan difícil como su entrada, porque había hecho Stanop muchos hondones, cortaduras y empalizadas que encadenó con vigas, y las disputaba peleando con la mayor fortaleza por su propia mano, y aplicando fuego a los maderos para esto prevenidos, para que la llama y el humo embarazase a los que avanzaban sin jamás retroceder, que ni con este ardid desmayaron, porque trepando unos con hachuelas y otros con sus bayonetas por el fuego, hacían retirar a los defensores. Cayó aquí siete veces herido el marqués de Rupelmond que, retirado al campo, murió al otro día. También fue gravemente herido en un brazo el duque de Prato Ameno, siciliano.

Sin decidirse esta disputa anocheció, y la hicieron las sombras más cruel, porque con la noticia más exacta del paraje se defendían mejor los ingleses, hasta que se plantó el cañón dentro de la ciudad y se apartaban con la bala menuda los defensores, retirados ya a la plaza del castillo, siempre seguidos de los españoles, a los cuales guiaban con maravillosa intrepidez los capitanes de las Reales guardias don Gonzalo Quintana y don Bartolomé Urbina, que, penetrados de varias heridas, cayeron gloriosamente. Los regimientos de guardias hicieron allí maravillas, y el de Écija y los granaderos, pero no quedaron muchos; finalmente, hasta más de dos horas de noche se dilató la sangrienta lid, y pidió capitulación Stanop, más arrogante que justa, porque quería salir libre con sus soldados.

El duque de Vandoma se escandalizó mucho y dijo que se admiraba de que se pidiese esto a un ejército que mandaba el Rey Católico, que había menester de aquellos prisioneros, no del lugar, y que si no se rendían en una hora no daría cuartel. Antes de ella se capituló, y quedaron todos prisioneros de guerra. El Rey, por benignidad, concedió a los oficiales los equipajes, entregando los papeles y restituyendo lo que fuese de las iglesias; de estas alhajas se hallaron muchas, y hubo un gran botín; salieron prisioneros cuatro mil ochocientos ingleses, con los generales Stanop, Hil y Carpentier. Este fue herido en la cara; quedaron muertos quinientos, doble número de los españoles, y casi otros tantos heridos. Al punto se enviaron los prisioneros con varias escoltas, y por distintos lugares se despacharon a lo interior de Castilla, con orden de que toda aquella noche y al otro día los hicieron marchar sin hacer alto. Estos fueron los que tantos robos y sacrilegios cometieron en Toledo, ciudad que tiene a Santa Leocadia por protectora, que se vengó de ellos en el mismo día 9 de diciembre en que se celebraba su fiesta. De esta reflexión se reirán los herejes. El hecho es cierto; la Providencia no tiene acasos, ni la divina justicia olvidos.

Stanop dijo que se había rendido por falta de municiones; lo cierto es que no se hallaron. Algún inglés poco afecto a su comandante, esparció que las había mandado echar en un pozo para poderse valer de esta excusa; pero no le disculparon los peritos en el arte militar de haberse encerrado en un lugar tan poco fuerte y que marchase tan distante del centro de su ejército, sabiendo le seguía el de los enemigos.

En este error o negligencia también incurrió Staremberg, bien que todo era efecto de la soberbia y confianza en el propio valor, no persuadiéndose que se atreverían los españoles a seguir tan inmediatos. El general alemán y el inglés se atribuían recíprocamente la culpa. De esto se hizo gran sentimiento en Londres, y se resolvió no enviar más tropas a España; y en vez de ellas contribuir con dinero si se proseguía la guerra. A Stanop se le permitió despachar luego un correo a su corte; a él le importaba prevenir disculpas que llegaron antes que las acusaciones de los austríacos, y al rey Felipe le importaba divulgar apriesa la noticia por si mudaban de semblante las cosas. Luego se dio aviso a París, y no lo celebró poco el Rey Cristianísimo, quien con la mayor diligencia dio esta noticia al mariscal de Tallard, que estaba todavía prisionero en Londres.

Amaneció más alegre para los españoles el día 10 de diciembre, porque ya se repetían avisos de que venía Staremberg al socorro, y creían ser vencedores si se daba la batalla, faltándole a los enemigos tan gran número de la más escogida infantería. Oíanse cañonazos que mandaba Staremberg disparar para dar aviso a Stanop, por si aún no estaba rendido. Luego puso el duque de Vandoma su ejército en batalla sobre una pequeña eminencia en los campos de Villaviciosa; no era el paraje muy llano, antes sí pedrajoso y con algunas pequeñas cortaduras y paredes rústicas de cabañas antiguas o apriscos de pastores. Guareciéronse de ellos; fue el dictamen del conde de las Torres, de poner la infantería, porque cuando viniese con furia el enemigo hallase un insuperable embarazo. Vandoma no quiso más que poner patentes y en abierto las tropas, y escogió cuanto era posible la parte del campo más a propósito para la caballería. El ala derecha dio al marqués de Valdecañas; la siniestra, al conde de Aguilar, y el centro al de las Torres, mientras él, corriendo por todo, daba las necesarias disposiciones. Puso dos líneas de artillería, y en un vecino montichuelo estaba con solas sus guardias de a caballo el rey Felipe, bajo del cañón del enemigo, que a mediodía se dejó ver compuesto en batalla, bajando por el opuesto collado, al pie del cual hizo alto, porque vio un ejército que no esperaba, y se le figuró mayor el estar de industria extendidas con gran intervalo las líneas, de lo que arguyó no estar empleado destacamento alguno contra Brihuega, y que ya estaban rendidos los ingleses, porque no se veían en ella señas de guerra ni se oían tiros. Esto le puso en cuidado, y juntando su Consejo, determinaron no dar la batalla, sino esperar a que la noche protegiese con sus sombras la retirada a Aragón. Con todo eso, puso sus cañones a tiro, y dos morteros, por no dar indicio de su resolución; éstos hacían grande daño, y no dejó el Rey de correr igual riesgo, como los demás; pero ni los ruegos ni súplica de los suyos pudieron hacerle alejar.

El duque de Vandoma, al ver que los enemigos dejaban finalizar el día, arguyó su designio y dio señal de acometer. Hízolo primero por la derecha el marqués de Valdecañas, contra la siniestra de los enemigos, que gobernaba el general Franckemberg con sus palatinos, la caballería portuguesa y catalana. El centro le regía, con ocho mil escogidos infantes, don Antonio de Villarroel, y el señor de Bel-Castel con la infantería alemana y holandesa. La derecha, el mismo Staremberg, pero muy pegada al centro; la formó entretejida en caballería, con muchas, aunque pequeñas líneas, haciendo frente la caballería más escogida, porque también guardaba las baterías, puestas con tanta felicidad que incomodaban mucho a los españoles, y las protegían dos regimientos de infantería. Toda la caballería de los enemigos eran cinco mil hombres; pero los infantes eran diecisiete mil. El Rey Católico traía nueve mil caballos (que de éstos se habían destacado con Bracamonte y Vallejo dos mil), y los infantes eran sólo diez mil, porque desde el puente de Almaraz al día de esta batalla faltaban muchos.

Acometió con tanto ímpetu el marqués de Valdecañas, que no pudiéndole resistirla primera línea de la izquierda enemiga, padeció una entera derrota; cayó sobre la segunda, y aunque los jefes se esforzaron para ponerla en orden, ya se habían dividido en pelotones las líneas, rotas ambas del brío de la caballería española; Franckemberg aplicó los mayores esfuerzos para reglar los suyos, pero ya estaban bien lejos los palatinos, y sólo resistían un poco los portugueses y catalanes. Destacó Staremberg del centro algunos regimientos para socorrerlos; pero cortados y asaltados por los españoles, fueron deshechos de forma que no se pudieron jamás unir al centro, aunque con él hizo Villarroel dos movimientos para acercárseles, pero ya no fueron a tiempo, porque estaban enteramente derrotados con todo el cuerno izquierdo del ejército alemán.

Los vencedores persiguieron más de lo justo a los vencidos; hacían falta en el campo, y se esforzaba en vano Valdecañas para que volviesen a él, y por si los podía juntar para acometer al centro, los seguía y se apartó muy distante, con gran perjuicio, porque en el centro estaba todo el peso y el mayor ardor de la guerra, y peleaba con tanto valor el de los enemigos, siempre sostenido de la caballería, que tenía a su derecha, que rompió, adelantando algunos pasos, la primera línea del centro de los españoles, de los cuales la mitad volvieron la espalda. Estos fueron los regimientos nuevos, porque algunos de los veteranos y las guardias se apartaron por un lado a la derecha, mientras trabajaba el conde de las Torres en volver a juntar los que habían huido.

El duque de Vandoma volvió a guiar a la pelea los que habían quedado, y con ellos atacó, dando un breve giro al centro de los enemigos por un lado; hízole frente Bel-Castel y se trabó una cruel disputa, porque estaban los valones y guardias españolas del rey Felipe corridos, de parecer vencidos; y lo estuvieron en aquella parte, porque Villarroel, del que era punto de la primer línea del centro, sacó un ángulo e hizo dos frentes, con las cuales rechazó a los españoles, que por ambas le habían vuelto a acometer, porque instaba con gran vigor el conde de Aguilar que no podía pelear contra el centro. Tan unidos los tenía Staremberg, que rechazó al conde con toda su primer línea y caballería, y le echó, si no de todo el campo, de la mitad de él. Con esto, dejando un poco atrás su centro el general alemán, le defendía mejor, y apartó enteramente a los españoles, pero no proseguía a ganar terreno, esperando que anocheciese y que con quedarse en aquel paraje decantase, la victoria.

No habían las guardias del Rey vuelto jamás la espalda con algunos regimientos, pero habían retrocedido hasta la mitad del campo donde el duque de Vandoma se esforzaba a volver a formar la primera línea del centro; ayudábale el marqués de Toy, y fue otra vez herido y prisionero; pero luego, sobre su palabra, se le dejó en libertad. El conde de las Torres y otros españoles que no eran soldados, sino ministros, persuadían a formar nuevamente la segunda línea, y lo consiguieron en gran parte; viendo que las guardias habían restablecido la primera contra el centro, pero con los pocos pasos y movimientos que el de los enemigos había dado, estaban más molestados de la artillería los que habían de acometerle. Contra ella, viendo esto, volvió sus armas con la mayor intrepidez el teniente general don José de Armendáriz, bajo cuya mano el coronel don Juan de Velasco perfeccionó la obra y ganó la artillería a los enemigos, porque Armendáriz se retiró mortalmente herido, y había en este mismo paraje muerto don Pedro Ronquillo.

Ya sin este embarazo los españoles, volvieron a la batalla con brío. Mezclóse entre los valones con una de sus banderas el marqués de Moya, hijo del marqués de Villena, que no habiendo podido volver a unir su regimiento, tomó una bandera de uno de sus tenientes y se unió a los que combatían. Tampoco faltó a la acción el conde de San Esteban de Gormaz, cuyo valor no descaeció en toda la sangrienta función, que ya se había encendido más feroz, de género que se vieron obligados los alemanes a formar de todas sus tropas una figura de puerco espín, y en el cabo de una línea peleaba con tanto esfuerzo Villarroel, que si se hubiera podido quitar la nota de desertor, hubiera quedado glorioso. Regía el punto céntrico de la figura Staremberg, y queriéndola sustentar murió pasado de muchas heridas Bel-Castel. Todos los oficiales españoles, aunque faltaban sus regimientos, mantenían la batalla, porque no pudiendo volver a ordenarlos no quisieron dejar de asistir a ella. Murió entre ellos, animándolos, el mariscal de campo don Rodrigo Correa.

Tanta fue el arte y fortaleza de Staremberg, que rechazó otra vez a los españoles, y se hizo aparte de ellos casi a tiro de fusil, aunque había perdido mucha gente. No creyendo el duque de Vandoma que volverían a la batalla los que se habían apartado, la juzgó por perdida, o por lo menos indecisa la victoria; y como ya estaba anocheciendo, suplicó al Rey que se retirase a Torija, lo que no quiso ejecutar, y más viendo que el conde de Aguilar, teniendo ya reparados los suyos, volvió a acometer la derecha de los enemigos con su caballería, la que procuraba resistir el conde de la Atalaya. Esto desconcertó las medidas de Staremberg, porque le obligó a mudar figura y hacer frente a los españoles, que, corridos del pasado desorden, peleaban con la mayor fortaleza, y los resistían con brío la caballería alemana y parte de la portuguesa, aunque ya estaban cansados de lo vario y prolijo de la acción.

Era todo el cuidado de Staremberg que no perdiese el centro el socorro de la caballería, pues por ella no había, podido aún ser vencido, con tantos asaltos como dieron los españoles; pero prevaleciendo ya en la izquierda la fortuna del conde de Aguilar, rompió la primera y segunda línea de la derecha del enemigo, de cuya derrota salvó Staremberg mil caballos que puso como por muro de su centro, que estaba aún firme, hasta que volviendo el marqués de Valdecañas de haber deshecho toda la izquierda enemiga, acudiendo por otra parte don Feliciano Bracamonte, que estaba destacado con mil y doscientos caballos, y a rienda suelta, habiendo sido avisado de los tiros de cañón, procuró hallarse en la batalla; atacaron el centro por distintas partes, y aún por tres después que llegaron también don José de Amézaga y el conde Mahoni. El general alemán sacrificó primero dos mil caballos que le hacían frente; después armó un cuadrángulo que dio tres descargas contra la caballería española, que ciegamente empeñada en vencer aquel centro y sacar del campo a Staremberg, se echaba sobre las bayonetas enemigas; quedó herido en la cara Amézaga. Había formado Bracamonte una corta línea de nueve hombres, ,más la estrechó Valdecañas, porque formó una de seis, pero repetidas por todas las caras del cuadrángulo que combatía contra sola la caballería, porque la infantería española se había apartado ya del combate y sólo permanecían en él el conde de San Esteban de Gormaz, el marqués de Moya, los jefes y oficiales del ejército, con trece soldados; y aunque las guardias del Rey no estaban lejos, las sombras de la noche prohibían entrar en el combate, tan sumamente intrincado, que sólo el valor y la pericia de Guido Staremberg podía conservar el orden, y retirarse, siempre combatiendo, ayudado del conde de la Atalaya, y más que de todos, de don Antonio Villarroel.

El primero que tuvo la gloria de acometer con su caballería el centro fue Bracamonte, y por eso no quería dejar de ser el último en perseguir al enemigo, a quien puso verdaderamente en confusión Valdecañas, porque traía mayor número de caballos y oficiales. Al fin, ya había más de media hora que reinaban las sombras de la noche y aún duraba la batalla, de la cual y del campo se salió formado el alemán con sus mil infantes que le quedaron, y se retiró a un vecino bosque, donde no podía ofenderle la caballería enemiga, a quien se debió enteramente la victoria. Quedó Valdecañas por dueño del campo, de la artillería y bagajes.

El rey Felipe aún estaba en el mismo paraje aguardando el éxito, que ignoraba todavía, hasta que fue avisado de la victoria y pasó al centro del campo de batalla, donde durmió aquella noche cercado de heridos y cadáveres, porque se mandó estuviese el ejército sobre las armas sin entrar al saqueo. Lo propio hizo Staremberg, que juntó luego Consejo de guerra, y aunque todos los oficiales (menos Villarroel) fueron de opinión de hacer llamada y capitular, no quiso, diciendo que a oscuras nada se determinaba, y que la luz mostraría lo que se debía ejecutar; que, ciertamente, había vencido a la infantería española, y que no se podía juntar tan de mañana que no tuviese tiempo de hacer su marcha y tomar el camino de Aragón, donde estaba seguro. También juntó Consejo el rey Felipe, y fue de parecer el conde de Aguilar de despachar luego la caballería para tomar los pasos de Aragón y ver si se podía bloquear al enemigo, que era infalible su rendición, porque no le quedaba mucha gente. Los más de los españoles adherían a este dictamen, y el duque de Vandoma dijo que no había más ejército que caballería; que ignoraba cuán lejos estaba el enemigo y con cuánta gente; que éste estaba para volverle a dar alientos a emprender otra acción si veía al Rey sin ejército numeroso por la mañana, y que en este caso era preciso retroceder, y no sería haber ganado la batalla; que ahora estaba segura la victoria, y que el día sería mejor consejero para ver el estado y paraje de los enemigos. Este dictamen siguió el Rey, y sólo destacó, aunque poco adelantado, con dos mil caballos a Bracamonte, para que se acercase cuanto era posible a los contrarios, cubriendo por de fuera el campo en que estaba el Rey, a quien sirvió esta noche de tienda su coche.

Esta es la célebre no esperada batalla de Villaviciosa, ganada con un tercio menos de gente, arrebatados los laureles de las sienes de un ejército vencedor, que cuatro meses antes creía haber conquistado la España. Dentro de la misma Castilla dejaron las naciones coligadas cuanto pillaje y saqueo habían hecho de los mismos pueblos y de los profanados templos, porque don José de Vallejo, que estaba adelantado a las encrucijadas de los caminos con una partida de caballería, cogió los bagajes de todo el ejército (Vandoma restituyó el suyo a Staremberg) y tres mil prisioneros, sin los que le hicieron en el campo y en las cercanías de él, donde quedaron muertos cuatro mil del ejército del rey Carlos y seis mil prisioneros, y se tomaron veinte piezas de cañón, dos morteros, seis timbales y treinta y siete banderas; en fin, de un ejército de más de treinta mil, quedaron seis mil.

Viendo Staremberg la mañana del día 11 que sólo estaban los dos mil caballos de Bracamonte formados, y en paraje donde no podían ofender su infantería, amparado del mismo bosque tomó el camino de Aragón, marchando formado hasta que subió a la montaña, y a grandes jornadas llegó a Zaragoza, de donde, sin detenerse, pasó a Barcelona y divulgó que había ganado la batalla; así lo escribió a la corte de Viena; pero que, como había perdido tanta gente, no se había podido mantener en campaña.

Conocieron las cortes coligadas del propio hecho contrario, que aunque para engañar al pueblo celebraron la victoria, sacaron de esto más irrisión que aplauso. Con estas reiteradas funestas noticias, los ingleses se confirmaron en la deliberación de no enviar más tropas a España. En la Francia hubo de esto particular júbilo, y mucho mayor le tuvieron los españoles, pues solos y sin tropas auxiliares restablecieron al Rey en el trono, y adquirió el duque de Vandoma la gloria de ser llamado Reparador del Reino. Toda la disposición del acampamento y marchas, efectivamente, fue suya, ejecutada por los españoles con denuedo y fortaleza, y aunque no se debió la victoria a la infantería, no pudo la veterana pelear, porque la desampararon los nuevos regimientos. El rey Felipe dijo había debido la victoria al marqués de Valdecañas, porque fue quien con su ala derecha atacó y sacó a los enemigos del campo.

No se portaron con menos valor en aquel último lance el conde de Aguilar, el de San Esteban de Gormaz y el marqués de Moya su hermano, don Feliciano Bracamonte, don José de Amézaga, Mahoni y todos los oficiales del cuerpo del ejército, que dejando sus compañías y regimientos, sirvieron de soldados y formaron la última línea contra el centro. No brilló menos la vigilancia e infatigable aplicación de don José Vallejo. Murieron de los españoles tres mil, y más de mil quedaron gravemente heridos, a los cuales mandó el Rey curar con la mayor atención. Después, a regulares marchas, pasó con su ejército a Zaragoza, vencedor donde había quedado vencido.

Algunos creyeron que había usado flojamente de la victoria, y que si se hubiese seguido el dictamen del conde de Aguilar de adelantarse toda la caballería a cerrar los pasos a Staremberg, no se hubiera retirado hombre alguno a Barcelona. De esto se disculpó con bien modesta carta el duque de Vandoma con su Soberano, dando por razón que no quedaba ejército a quien fiar la persona del Rey si destacaba la caballería y granaderos, y que ésta sola no bastaba para vencer a Staremberg, que estaba ya abrigado del bosque y cubierto el camino de las montañas; y como en un día salió de los términos de Castilla, todo era país amigo, circunstancia que hizo gloriosa la retirada de Staremberg. Nunca tuvo general alguno de ejército más presencia de ánimo en acción tan sangrienta, varia y trágica. Decían sus propios enemigos que sólo él podía haber sacado formada aquella gente que salió vencida del campo, pero no deshecha, y si hubiera tenido tan fuerte caballería como infantes, hubiera obtenido la victoria; dos veces vio de ella la imagen, tres rechazó la infantería española; pero desamparado de sus alas y cargado de ocho mil caballos resueltos a morir o vencer, cedió a la fortuna del rey Felipe y al valor de sus tropas.




ArribaAbajo

Año de 1711

La pasada victoria en los campos de Villaviciosa, cuanto avigoró el ánimo de los españoles consternó el de los aliados. Ya no daba oídos a la paz el rey de Francia; mudado el semblante de las cosas, no se atrevían a proponerla los holandeses. Los ingleses la meditaban particular, a instancia del mariscal de Tallard. El rey Felipe dio cuarteles a sus tropas, pero se aplicó todo a aumentar el número de ellas y a reparar la pérdida de los más esforzados, que habían muerto el año precedente, vencidos y vencedores.

No podía dar esta ociosidad a las pocas que le quedaban el rey Carlos, porque despreciando los rigores del invierno proseguía en el sitio de Girona el duque de Noailles. Era gobernador de la plaza el conde de Tatembach, hombre esforzado y que no perdonaba diligencia; hizo algunas salidas con felicidad, aunque no tenía más que dos mil hombres; pero, como el ejército de los franceses se componía sólo de diecinueve mil, toda pequeña pérdida era grande, porque sobre ser Girona plaza fuerte, la habían los ingleses añadido algunas fortificaciones exteriores.

El mayor enemigo que los franceses tenían era lo rígido del tiempo. Veinte días estuvieron los soldados en las trincheras, que estaban llenas de agua. Algunos cabos de no vulgar experiencia en el ejército, eran de opinión de levantar el sitio y permanecer en el bloqueo hasta la primavera. El duque de Noailles, que estaba constante en su empeño, determinó perfeccionar la obra antes que pudiese ser la plaza socorrida. Esto solicitaba con la mayor viveza Barcelona. Habíase introducido a la deshilada alguna gente, antes que se perficionase la línea de circunvalación, y levantó el Principado a propias expensas dos regimientos, que no pudieron entrar en Girona porque ya tenían ocupados los pasos los franceses. Aplicaron el minador al baluarte de la Virgen y al muro de Santa Lucía, que volaron con felicidad la mañana del día 23 de enero, no sólo por haber perecido parte de los defensores, sino porque dio ocasión para el asalto.

Dos veces fueron rechazados los franceses; acudió la tercera el mismo duque de Noailles, y de tal manera inflamó los ánimos con la vista y el ejemplo, que rechazó a los enemigos hasta la interior cortadura en las ruinas del muro, porque los que defendían el baluarte quedaron prisioneros.

Alojáronse los sitiadores, y jugando sólo el cañón, cuando se prevenía el día 25 otro asalto, hizo la plaza llamada. Ofreció el gobernador entregar la ciudad si se le dejaban las fortificaciones exteriores. No vino en ello el duque de Noailles y prosiguió la guerra. Luego volvió a hacer señal la plaza; capitulóse que si no estaba en seis días socorrida, se entregaría con las fortificaciones del Condestable, la Reina Ana, el Calvario y los Capuchinos, saliendo la guarnición libre, con todos los honores militares.

No pudo el rey Carlos socorrerla, y se cumplieron estas capitulaciones el día 1 de febrero. Entró en la ciudad el duque de Noailles vencedor; para que recordasen los catalanes, publicó luego un perdón general y restitución de bienes, en nombre del rey Felipe; despreciáronle y no le creyeron, ni podían valerse de él teniendo en Barcelona al rey Carlos. Deseaban muchos sacarle, porque públicamente los llamaba rebeldes Antonio de Leichtestein; sin rey, los llamaba Staremberg, y todo era oprobrio. Este general pidió licencia al Emperador para retirarse, porque no vio forma de tener ejército, y ya los españoles se habían adelantado más allá de Balaguer y Calaf, donde tenía su campo el marqués de Valdecañas. Habían los franceses tomado la plana de Vich, Benasque y el valle de Arán, con que sólo le quedaba al rey Carlos Barcelona y Tarragona.

Esto hacía pensar en nuevo sistema a los aliados, y más viendo embarazado con los rebeldes de Hungría al Emperador, pertinaces a los ruegos y a las proposiciones de ajuste. Era cabeza de ellos el príncipe Ragotzi, ayudado de los condes de Berceli y Carolio, y mucho más del conde Seterasi, gobernador de Casovia, a quien intentó corromper con oro el cardenal Soafeitz, pero le sostenía el rey de Suecia retirado al Imperio otomano, no sin influjo secreto del Sultán.

Formaba cuerpo esta conjura; pero Carolio, cansado de los trabajos, dio oídos el ajuste y obligó a Ragotzi a tratar de él. Convínose en quince días de tregua; pero propuso artículos tan insolentes, que mandó el Emperador que se retirase a Viena el conde de Locheren, que trataba el negocio. Este fue arte para no descubrir el secreto ajuste que Carolio meditaba. Ragotzi volvió a las armas, no sin socorros de la Puerta otomana, suministrados (decían) por el rey de Suecia, por no violar la tregua de Carlovitz.

Hacía grandes preparativos de guerra el otomano, y aunque publicaba que eran contra el moscovita, tenía en aprensión a la corte de Viena, hasta que le envió una solemne embajada el turco, porque temió que se coligase con el Emperador el moscovita, que para este efecto había enviado a Viena al señor de Urbich. Con esto respiró el César; contúvose neutral, y se aplicó a socorrer a su hermano en Barcelona, porque los ingleses y holandeses, aunque le habían asegurado de su constancia en la confederación, declararon que no podían enviar más gente a España, y que sólo mantendrían la guerra en Flandes.

No podía el Emperador enviar prontamente más tropas a Barcelona que las que tenía en Italia. A ésta la exprimía de género que no estaba seguro del dominio, porque en Nápoles, Milán y Cerdeña tenía entonces más parciales el rey Felipe que cuando la poseía. Era virrey de Nápoles el conde Carlos Borromeo, y vivía con grande recelo desde que se hizo un proceso contra el duque de Matalón, por afecto a los españoles. Los mismos que le absolvieron por inocente, le creían culpado; no hizo verdaderamente cosa que mereciese castigo, si no se imponía pena a los deseos. Por esta secreta conmoción de ánimo no se pudo destacar gente de Nápoles. De Milán no la dejaba sacar el duque de Saboya, quejoso del Emperador porque no se le había dado del ducado de Milán cuanto le habían ofrecido; y su ministro en Viena, el conde de Melarede, instaba por el Vigevenasco.

El Emperador le prometía esperanza, porque quería inducir al Duque a que atacase el Delfinado; con esto se distraía el poder de los franceses, que hacían grandes preparativos en la Alsacia. Temió el duque de Witemberg fuesen el primer objeto de furor sus Estados, y amenazó a los austríacos con la neutralidad si no enviaban más tropas al Rhin. Había también el César de juntar el ejército de la neutralidad de Germania, porque la Liga de los tres Federicos contra el reino de Suecia, y el empeño del moscovita, no trajesen la guerra a Germania y sacasen estos príncipes las tropas que habían dado a los coligados. El arte y el poder del César lo componía todo. Era despótico de Germania, pero no podía sacar dinero; éste le contribuía por dura necesidad la Italia; por eso vendió en bajo precio el ducado de Mirándula al duque de Módena, contra la sentencia dada en Ratisbona, que privaba a la casa Pico sólo del usufructo de su Estado.

La Francia, a quien salieron vanas todas las ideas de turbar la Germania, hizo entender los mayores esfuerzos de guerra, porque deseaba la paz. Mantenía cinco ejércitos: uno en Alsacia, mandado por el duque de Harcourt; otro en la Mosa, por el duque de Baviera; otro en la Esquelda, por el de Villars; otro en la Saboya, por el de Berwick, y otro en el Rosellón, por el de Noailles, sin las tropas que tenía en la Guyenna y en Pamplona; también mandó armar en Brest y Tolón varias escuadras; esto, verdaderamente, era rumor con que quería despertar a los ingleses y holandeses para que hiciesen grandes gastos en armadas navales, porque la Francia no tenía intención de sacar un navío. Ordenó trabajar un nuevo equipaje para el rey Jacobo, con aparatos de embarcarse para inquietar más a la Inglaterra, que desde las últimas victorias de España estaba vacilando en la confederación e iba descaeciendo el partido de los wigs, desde que la Reina privó del oficio de camarera mayor a la duquesa de Malburgh, y se le dio a la de Somerset.

De esta general confusión de las cortes enemigas no se supo aprovechar bien la España, por la civil discordia del aula. Habían vuelto a Madrid los tribunales, que estaban en Vitoria, y la Reina pasó a Zaragoza, donde la princesa Ursini, queriéndose introducir aún en las disposiciones de la guerra, lo confundía todo, porque no le era grato el dictamen de quien no le prestaba ciega adoración. Después de haber tomado a Girona, bajó el duque de Noailles a ver al rey Felipe y a reglar las disposiciones de la campaña; no convenía su dictamen con el del duque de Vandoma, y esto retardaba las resoluciones y el haber gravemente enfermado la Reina, no sin sospecha de etiquez. En esta ocasión divulgaron los émulos del conde de Aguilar que había hablado con poca reverencia y amor hacia su persona, lo que le hizo caer de la gracia, como después veremos.

Vuelto a Madrid don Francisco Ronquillo, desterró a cuantos allí se habían quedado y besado la mano al rey Carlos. Sacó de los reinos que el Rey Católico poseía a las mujeres de los que habían seguido al austríaco príncipe, y entre ellas a la condesa de Palma. El Consejo Real consultó al Rey el perdonar a los plebeyos y hombres de baja esfera que habían seguido el contrario partido, estando aquel príncipe en Madrid; ésta, sobre ser clemencia, era justicia, porque habiendo prestado obediencia el magistrado que representa el cuerpo de la ciudad o villa, son lícitos los obsequios y aun precisos a cualquier particular.

Pretendía el rey Felipe que bajase el ejército del duque de Noailles a juntarse con el suyo; pero descompuso todas las medidas la muerte de Luis de Borbón, delfín de Francia, su padre, sucedida en 14 de abril, de enfermedad de viruelas, que en vez de manifestarse con saludable expulsión, retrocedieron al centro.

El Rey Cristianísimo llevó esta fatalidad con la más heroica constancia, y escribió al rey Felipe una carta como consolatoria, y que no le haría falta su padre para mirar por sus intereses. No tuvieron tiempo las cortes enemigas de fundar nuevas esperanzas por este accidente, porque dos días después murió en Viena, de la misma enfermedad y con los propios síntomas, el emperador José, de edad de treinta y tres años. Esto varió enteramente el sistema del mundo, porque faltaba el alma de la guerra; y aunque le quedaba en el rey Carlos a la Casa de Austria sucesor, si lo había de ser también de la imperial diadema no podía ser rey de España, porque sobre ser difícil acudir a todo, no querían los ingleses y holandeses acumular tantos reinos. Sus intereses de religión no podían hacer los posibles esfuerzos para que fuese elegido por Emperador, porque habían casi expelido los herejes que pretendían en esta elección la alternativa; pero como era contra las leyes del Imperio y los electores católicos estaban por el rey Carlos, no querían mover en Alemania una guerra más sangrienta y civil, y así abrazaron los de la Liga la idea de elevar al solio imperial al rey Carlos, que, por testamento de sus mayores y del emperador José, quedaba dueño de los Estados hereditarios.

En la apariencia favorecía el rey de Francia al duque de Baviera, y añadió tropas al ejército de la Alsacia para proteger sus derechos y los del arzobispo de Colonia, a los cuales el Colegio de los Electores había excluido; y así, no sólo no habían sido convocados para el Congreso que como chanciller del Imperio publicó el elector de Maguncia, sino que permanecía la sentencia dada contra ambos electores, a los cuales no querían ahora admitir por no turbar la tranquilidad de la elección, pues todos estaban concordes en que recayese la corona en el rey Carlos. No deseaba otra cosa el rey de Francia y el de España, porque éste era el camino más fácil para la paz, y como quiera que saliese de España este príncipe, la recobraba sin dificultad toda el rey Felipe, y quitaba a sus rebeldes la esperanza de mantenerse en aquel dominio. No aborrecían este pretexto para salir del empeño los ingleses y holandeses, y así, todos concurrieron a volver a entronizar la Casa de Austria.

La emperatriz Leonora, madre del rey Carlos, deseaba ardientemente sacarle de España para que gozase un trono más tranquilo, y aunque se había enviado con la noticia de la muerte del Emperador, a Barcelona el conde de Rofrano, volvió la Emperatriz a enviar al conde de Molano, su caballerizo mayor, para persuadir al rey que pasase luego a Alemania, porque así lo pedían más relevantes intereses que los que tenía en España, y querían los electores verle en Viena, porque recelaban dilatada su ausencia, y con ella nunca perfecta quietud, pues aunque sin contradicción le habían ya reconocido los reinos de Bohemia y Hungría, y estaban ya desalentados los rebeldes después que por arte del conde Paphi se sometió a la clemencia del César el conde de Carolio, hacía grandes esfuerzos Ragotzi para que el Sultán se valiese de este interregno y atizaba el fuego el rey de Suecia desde Bender, por si en la confusión podía adelantar la pretensión del duque de Baviera, de cuya Casa era descendiente.

Sentía mucho el rey Carlos dejar a Barcelona, porque veía claramente que no sería con esto rey de España, cuyo trono deseaba tanto. No tenía tropas para mantenerse en Cataluña, y eran tales las quejas de los catalanes de que los desamparase, que padecía su agradecimiento en ellas, y ofrecían sus ministros cosas que jamás podían cumplir. Ya decían que quedaría el principado de Cataluña agregado a los Estados hereditarios de la Casa de Austria, y ya que se interpondría fuertemente cuando fuese elegido por Emperador, para que los coligados obligasen al rey Felipe a dejarle república; y siendo esto tan impracticable, había catalanes que lo creían, aun viendo al ejército del rey Felipe ya dueño de todo el país, desde Cervera a Aragón, de toda la Ribagorza y de las mejores plazas, excepto Tarragona. Faltábanle muchas disposiciones, víveres y medios para emprender el sitio de Barcelona. No les pareció a los españoles tiempo oportuno, porque precisamente se había de ir a Alemania el rey Carlos, y ésta era la mejor ocasión.

Tenía en su ejército el rey Felipe doce mil franceses ociosos, porque el duque de Vandoma ni tenía que hacer en Cataluña ni los quería distraer contra Portugal, y con todo eso los dejaba allí el Rey Cristianísimo, porque no creyese el Católico que la muerte del Delfín ocasionaba esta tibieza; más le hubiera aprovechado tenerlos en la Alsacia o Flandes, porque los enemigos, aun después de la muerte del emperador José, proseguían con los mayores esfuerzos por no perder lo gastado y perficionar su idea.

Estaba el mariscal de Villars acampado en Flandes, desde Oisión a Arrás, y los aliados, entre la Esquelda y Scarpa, habían echado varios puentes al río Crinchón, no porque corre furioso, sino porque tiene obscuros y llenos de arena los vados; también hicieron otros entre Biaoch y Arrás, por lo cenagoso y pantanoso del terreno. Los franceses, con las sombras de la noche, quisieron atacar la derecha de los enemigos, que ocupaban a Magni; pero no lograron más que derrotar la gran guardia y matar las centinelas. Después sorprendieron el castillo de Harlech, cortaron los diques del río Lis y cegaron el canal; esto embarazaba el transporte de víveres al ejército enemigo; pero acudió el príncipe de Holsteimberg e hizo apartar a los franceses hasta Reuselario.

La falta de forrajes obligó a los holandeses a pasar la Scarpa y acercarse a Lentz; los franceses, a Arrás, entre Vilers y Brulain; en vano intentaron sorprender a Vimi; acampáronse en Arleux e inquietaban a Duay, hasta que las partidas que corrían aquella campaña fueron rechazadas del príncipe de Hesse Casel, destacado con siete mil hombres. Por eso pusieron los aliados al general Hompesch, con diez batallones y doce escuadrones, entre Duay y Ferin. Este cuerpo de tropas fue improvisadamente atacado del conde de Gasión, francés, con treinta escuadrones, y enteramente deshecho. Pocos se salvaron en Duay, porque para no ser socorrido de lo restante del ejército acometió a un mismo tiempo por la noche el conde de Broglio a la derecha de los enemigos, mató a las centinelas y acudió allá la fuerza de las tropas, mientras Gasión derrotó a Hompesch.

El ejército de los aliados en Flandes estaba sólo a cargo del duque de Malburgh, porque había partido para el Rhin el príncipe Eugenio, y se había anegado el príncipe Nasao en Mordeich, pasando a La Haya, por la contienda vertida entre él y el rey de Prusia por la herencia del rey Guillelmo. No gustaban los holandeses del arrojo de Malburgh, porque ya veían que hacían en vano la guerra, y que el sacar de la España al rey Felipe se había hecho un moral imposible; inspiraban remisos los alientos y no querían aventurarse a una batalla. Puso su campo el inglés en Betunes, y el francés, en Hesdin; fortificaron los ingleses el mismo paraje en que Hompesch fue vencido; pero el señor de Montesquiu atacó la línea y la rompió, con muerte de seiscientos holandeses. Salió a socorrerlos Hompesch desde Duay y no pudo llegar, porque se lo embarazó el conde Cogny, que hacía espaldas a Montesquiu, ni tampoco llegó a tiempo el general Faggel, destacado de Malburgh, porque ya estaban los suyos dos veces en un mismo campo vencidos; creyendo hallar desprevenido a Villars, puso Malburgh en Betunes los bagajes, y en una noche, dejando a Corte, marchó dos leguas, pasó la Esquelda con ocho puentes, entre Cambray y Bouchain, para darle la batalla, pero hallándose al amanecer formado, mudó de intento y retrocedió. Villars picó la retaguardia, volvió ésta la cara, y como quería pelear retrocediendo, fue derrotada; murieron de ella mil; igual número de prisioneros, sin los que se anegaron en el río. Enfurecido Malburgh con estos malos sucesos, aunque no de gran consecuencia, tomó de repente los puestos para el sitio de Bouchain. A 22 de agosto se abrió la trinchera, y nada hubo de particular en este sitio. Cumplió con su obligación el gobernador y el presidio, pero ganó la plaza el inglés; con esto se acabó en Flandes la campaña, y por el mes de septiembre se dieron cuarteles de invierno por una y otra parte a las tropas.

Tampoco hubo en el Rhin cosa remarcable. No quería empeñarse por el bávaro a todo el dispendio el francés en la elección de Emperador, pues los más de los electores confirmaban la sentencia dada en Ratisbona. Habíanse juntado en Francfort los diputados de los electores, y aunque estaban a favor del duque de Baviera y de su hermano el rey de Prusia y el duque de Sajonia para admitirlos al Congreso, votaron en contra el Palatino, el duque de Hannover, el rey de Bohemia, Carlos de Austria, y los electores eclesiásticos, el Maguntino y el Treveriense; y así proseguían las sesiones y se llamaba con insistencia al rey Carlos, quien, con repugnancia grande, salió de Barcelona, embarcado en la armada inglesa que mandaba el almirante Norris, a 27 de septiembre.

Mucho sintieron los catalanes esta ausencia, aunque les dulzó lo amargo con nuevos privilegios en que los prefería a Castilla. Todo era engañarse el rey Carlos a sí mismo, engañar a los catalanes, que para procuradores o agentes de la provincia enviaron con el Rey al conde de Saballá y a Pinós, porque les haba hecho grandes ofrecimientos de nunca olvidarlos, y les dejaba para mayor consuelo a la reina Isabel, que quedó por gobernadora de Cataluña y de los reinos de Italia. El mismo día 12 de octubre, que en Francfort fue elegido el rey Carlos por Emperador, llegó a las costas de Génova, dio fondo en Vado y no quiso entrar en la ciudad o en el arrabal de San Pedro de Arenas hasta que los genoveses le reconociesen por rey de España. Esto era arduo y monstruoso, porque ya la había dejado y en ella no poseía más que una pequeña parte de Cataluña; pero, para deprimir más a los príncipes de Italia, los obligó a esto.

Dos días estuvo en Vado, mientras lo resolvía aquí en el Consejo de los Doscientos tan grave punto, que quedó indeciso por entonces. Pero el marqués de Monteleón, ministro del Rey Católico, hacía los mayores esfuerzos para que no fuese reconocido como tal el rey Carlos, que, picado de esta repugnancia, sin admirar el obsequio de seis galeras que a Vado le envió la República para que con comodidad desembarcase en San Pedro de Arenas, no admitió el prevenido hospedaje. Luego que desembarcó, pasó corriendo la posta a Milán sin detenerse en los Estados de la República, la cual, obligada de las amenazas, envió allá sus diputados para el reconocimiento. Lo propio hicieron la República de Venecia, el duque de Toscana y el duque de Parma, que todavía se mantenían en el primer reconocimiento hecho al rey Felipe.

El duque de Uceda, que aún estaba en Génova, resistiendo el precepto del Rey Católico de que pasase a España, fue con su hijo don Melchor Pacheco a prestar la obediencia al rey Carlos en Vido, y le entregó los papeles secretos que tenía de su oficio, de todo el tiempo que había servido al rey Felipe; reveló las inteligencias que se tenían en Nápoles y Cerdeña, y vengándose en sí mismo puso este borrón a su nombre. Daba para esto insubstanciales pretextos, y los principales eran haber muerto en París prisionero el marqués de Leganés, y en el castillo de Pamplona el duque de Medinaceli, y que si iba a España le sucedería lo propio. Todas eran redarguciones de su conciencia, pero lo cierto es que habían muerto aquellos dos prisioneros sin definirse su causa, por política y benignidad del rey Felipe, que sólo sacó la depresión de estos dos magnates, sin confiscación de bienes, porque a Medinaceli le heredó el marqués de Priego, su sobrino, y al de Leganés, el conde de Altamira.

Indignado el rey Felipe del nuevo reconocimiento de los príncipes de Italia al Emperador, como rey de España mandó salir de su corte al marqués José Casale, enviado de Parma; al barón Nerón de Nero, de Toscana; y a los secretarios de Venecia y Génova, que a este tiempo no tenían allí ministro con carácter, y de ésta llamó a la corte al marqués de Monteleón y su enviado extraordinario, y con particular decreto prohibió el comercio activo y pasivo de sus reinos con los Estados de la República de Génova.

Los dos enviados del Gran Duque y Parma se entretuvieron en Madrid, aunque sin carácter, con licencia del Rey, y más tiempo se detuvo el de Toscana. Ocioso había estado en la raya de los Alpes el ejército francés. No pudo el Emperador mover las armas del duque de Saboya para atacar el Delfinado, porque no ignoraba las favorables disposiciones que había en Inglaterra para la paz. El abad Gautier y el mariscal de Tallard la instaban incesantemente; y al fin, dio orden para ella la reina Ana, y se cometió el Tratado en Londres a los duques de Hamilton y Buckingam; a los condes de Bullimbrock, Peterbourgh y Stafort. En París, al marqués de Torsy, al mariscal de Uxe1es, al abad Poliñac, al señor de Maren y al señor de Voisin; y por las cosas del comercio nombraron a los señores de Brior y Menager.

Este tratado le fomentaron los émulos de Malburgh para quitarle la autoridad que le daban las armas. Se tuvo por cierto que no pudiendo mantenerse de otra forma sino con la guerra, dio noticia de este Tratado al Emperador, a los príncipes de Alemania y a los holandeses; y aún decían sus enemigos que había ofrecido el ejército al duque de Hannover para que turbase esta paz y echase del trono a la Reina; el cual no quiso dar oídos a tan alto crimen, porque aventuraba la sucesión.

No estaban los wigs ya en Inglaterra tan poderosos, porque los torys se habían levantado con el favor de la Reina y ocupaban los primeros empleos, y tantos votos tenían ya en el Parlamento que vencieron la proposición de que se debía hacer la paz, y se dio entera autoridad a la Reina para tratarla. Estaba ya ésta adelantada secretamente, y firmados con la Francia los preliminares. Sin duda, si con noticia de la España, que era la que más perdía en este Tratado. El Rey Católico había dado a su abuelo amplios poderes para hacerla, porque no se podía resistir a la eficaz voluntad de la Francia y de la Inglaterra, que la querían siempre con la suposición de que le había de quedar el continente de España y las Indias.

A este tiempo pasó el conde de Bergueick a Madrid, y aunque se creyó que era por negocios de esta paz, fue para arreglar el Real Erario y las provisiones para el ejército. Era a este tiempo presidente de Hacienda don Juan del Río, marqués del Campoflorido, y llevando mal la subordinación de Bergueick hizo dejación del empleo. Hallóse éste embarazado porque sembraban los españoles de dificultades los negocios que por su mano corrían; y no habiendo medios para salir a campaña el ejército, porque los banqueros se retiraron de los asientos, todo el arbitrio que dio fue imponer un doblón por cabeza a toda la España. Este tributo, que parecía ligero, era gravísimo, porque a más de las rentas ordinarias que se pagaban al Rey, no todos podían pagar un doblón con la prontitud que Bergueick le quería. Al fin, asignando esta nueva contribución, se tuvo dinero y provisiones para empezar la campaña, y mientras no pasó al ejército el duque de Vandoma, mandaba las tropas el marqués de Valdecañas, que estaba acampado entre Tarragona y Cervera. Staremberg puso el campo entre Igualada, Toux y Santa Coloma, atrincherado por que tenía poca gente. El Principado no asistía con tanto dinero como antes, ni tenían los alemanes tanta tierra, y así estaba el ejército corto de medios y en terreno seco, que fue preciso sacar pozos para beber.

En el ejército del rey Felipe, que mandaba el duque de Vandoma, no se caminaba con la mayor uniformidad, porque el marqués de Valdecañas y el conde de Aguilar llevaban mal las precipitadas resoluciones del general francés. Hízose Consejo de guerra sobre la primera expedición, y fue de parecer el conde de Aguilar con los cabos españoles el sitiar a Cardona, y entre ella y el ejército enemigo interponer las tropas del Rey. No disentía de este dictamen Valdecañas, pero lo profería con modestia, o porque tenía el genio más blando que el conde de Aguilar o porque no ignoraba que era de contrario parecer el duque de Vandoma, que había determinado ocupar a Prats del Rey, lugar inútil, y murado de ladrillo crudo. Esta disputa, sostenida con tesón por el conde, ofendió al duque, que si no profirió palabras injuriosas, el modo significaba desprecio; de esto quedó picado Aguilar, y se fundó una discordia perjudicial a los intereses del Rey, inflamada de hombres chismosos, y entre ellos de un clérigo parmesano, llamado Julio Alberoni, muy insinuado en la gracia del duque, a quien servía como de capellán, desde cuando aquél mandó las armas en Lombardía, introducido por práctico de la lengua francesa, y había ido algunas veces a hablar al duque en nombre del obispo del Burgo de San Dionine, para aliviar las contribuciones del país. Con alguna libertad en el hablar, y tener la conversación festiva, dio en el genio del duque, a quien enteramente en muchas cosas mandaba. Esta como digresión nos ha parecido necesaria para dar noticia de este hombre, que construyendo su fortuna de acasos, aunque nacido en los bajos pañales de ser hijo de un hortelano, hizo no poca figura en el teatro de España.

A 16 de septiembre partió el duque de Vandoma para Prats del Rey. Los alemanes pusieron en las sendas más estrechas alguna caballería escogida, para embarazar la marcha. Vencieron los españoles esta corta dificultad. Staremberg se retiró a Prats del Rey; algunas tropas dejó fuera del muro, en la misma orilla del río; otras puso adentro del recinto, y lo restante del ejército detrás de la villa, en un sitio áspero a quien hacía más escabroso la multitud de peñascos, el cual insensiblemente se levantaba a rematar en un montichuelo inculto, que tenía a la derecha una poca de llanura embarazada de fosos y collados, donde no podía pelear la caballería, y por eso le escogió Staremberg, porque no tenía mucha. Los españoles extendieron el ala izquierda del ejército más allá de la villa, como en semicírculo; batían al muro y a las tropas que estaban fuera de él, que desampararon la llanura que poseían por el ala izquierda y el río.

Staremberg tomó la altura del monte, y tenía a su disposición una de las puertas de la villa, por donde le entraban socorros mientras hubo gente. Luego la desampararon, sacando sus bienes los moradores, y quedó el lugar convertido en un montón de polvo y ceniza, riéndose Staremberg de que empleasen los españoles sangre, tiempo y dinero en una empresa inútil, a la cual fue precio volver las espaldas; pero el duque de Vandoma, que obraba ya sin consejo alguno, usando de un pernicioso despotismo y no pudiendo obligar a Staremberg a una batalla, atrincherado en aquel monte con solos doce mil hombres, resolvió tarde el sitio de Cardona.

No eran ya de esta opinión Valdecañas y Aguilar; y este último, más impaciente de ver cosas fuera de toda regla de guerra, pidió al Rey licencia para dejar el campo; no se le respondió, y poco poderoso contra sí mismo volvió a escribir en tono de picado, e hizo dejación de los empleos que tenía. Era capitán de una de las compañías de guardias de a caballo, y el más antiguo director general de la infantería, y chanciller del Consejo de Órdenes. De todos los empleos le admitió el Rey luego la dejación, y se proveyeron en otros. Llegó a la corte, y aunque le permitieron los Reyes el favor de dejarse obsequiar, se le insinuó que saliese de Madrid. Así, se inutilizó a los fines de esta guerra un general de los más hábiles y experimentados.

Sintió el Rey verse obligado a perderle, pero hizo justicia para que ningún vasallo presuma ser a su soberano necesario. Conocía el Rey algunas tropelías de Vandoma, pero no quería disgustarle. Había enviado éste ingenieros franceses y oficiales a reconocer la plaza y el sitio, y con militar arrogancia le pintaron llana la expedición; fuese esto ignorancia o adularle.

A 15 de noviembre partió a Cardona el conde de Muret con buenas tropas; fueron todos los franceses y algunos regimientos españoles. Sobre ser un lugar áspero, tiene la ciudad un castillo puesto en una gran eminencia; la guarnición era escogida y bastante, e inquietaban a los sitiadores tres mil caballos catalanes que obligó a hacer línea de contravalación. Después de abierta la brecha, se dio el asalto a la ciudad; gobernaba la derecha el conde de Suderson; la izquierda, el de Melun, y el marqués de Arpayon el centro; fue sangrienta la disputa; vencieron los sitiadores, pero nada ganaron con la ciudad, porque lo difícil era el castillo, a donde se retiró la guarnición, y contra quien no eran fáciles las baterías por lo empinado del sitio, y las que se pusieron estuvieron erradas porque batían lo más fuerte, contra el parecer del marqués de Valdecañas.

El día 30 de noviembre se le dio un asalto antes de amanecer; alojáronse en la misma brecha los franceses, pero ya abierto el día, fueron atacados por la guarnición y echados del lugar que poseían. Había ya pasado a empeño el sitio, y el conde de Muret mandó minar el castillo con poco o ningún efecto, porque no podía llegar en lo rigoroso del invierno a abrir el monte, de género que cayesen las fortificaciones más necesarias. Staremberg fue al socorro de la plaza, donde quiso introducir mil hombres. Atacó tres veces uno de los cuarteles de los sitiadores, y quedó rechazado. Mostraron el mayor brío los franceses, obstinados no sólo en defenderse de los alemanes, sino también en tomar el castillo; brilló entre todos el valor del conde de Melun. En el último asalto del puente de Corminas, viendo que persistía Staremberg, echando más gente, destacó mil hombres por las alturas, para encerrar a los enemigos; desistieron entonces de la empresa los alemanes, pero se quedaron a vista de la plaza. Viendo Staremberg que dos veces no había podido introducir socorro, tentó otra vez atacar la línea. Acudió a ella todo el ejército de los sitiadores, pero ya era tarde, porque la habían roto los alemanes después de una sangrienta disputa con la gente que aquel paraje guardaba. Murió allí valerosamente peleando el conde de Melun; habiendo perdido mucha gente, gran parte del bagaje y la artillería, se retiró el conde de Muret.

Así libró Guido Staremberg a Cardona, aplicando tanto esfuerzo para despicarse de la vana sorpresa que había intentado de Tortosa, contra quien envió al general Vesel, y en una noche oscura atacó una torre que está junto al baluarte de San Juan. El rumor avisó a las centinelas, y tomó las armas el presidio. Acudió medio vestido el gobernador, conde de Glimes; subvertiéronse las escalas, pero los alemanes, cortando la puerta del reducto del baluarte de San Juan, ocuparon la vecina media luna, que no tenía guarnición. Todo esto era fuera de la plaza, y por eso los enemigos intentaron tomar las fortificaciones que median entre él y el río. Esto lo embarazó el baluarte de enfrente, cargado a bala menuda. Amaneció, y con arietes quisieron los alemanes romper las puertas de San Juan y la que llaman Templense; pero lo prohibía el fuego de la plaza.

Difícilmente se podía estar en el muro por la fusilería enemiga; pero, cumpliendo con su obligación, asistía donde ardía más el fuego de la guerra el conde de Glimes, que sacó muchas veces el pecho fuera de la muralla. No ostentaron menor valor el ingeniero Tanuil y don Eugenio Zabalza, coronel del regimiento de Pamplona, con los demás regimientos, el de Sevilla, Murcia, Palencia. Desesperados los alemanes de salir con el intento, volvieron precipitadamente la espalda, y como estaba poco distante de la ciudad el coronel don Francisco Bustamante, avisado de la artillería, llegó con su gente a la plaza, a tiempo que pudo perseguir a los enemigos, castigando la arrogancia de una empresa muy difícil, fiada al descuido que creían en los españoles.

Con tal precipitación se retiró Vesel, que se olvidó de haber dejado en la media luna y reducto de San Juan cuatrocientos hombres que quedaron prisioneros. Se creyó haber avisado el Rey a la plaza este designio, revelado por un traidor al príncipe a quien servía.

Ya veían los catalanes que declinaba su fortuna, y así estaba poco obedecida la Emperatriz en Barcelona. Este desorden le aumentaba el penetrarse ya los preliminares de la paz, ajustados entre la Francia y la Inglaterra. Era la suma de ellos: Que se darían al Emperador Nápoles, Milán y Cerdeña; a los holandeses, la alta Güeldria y una barrera conveniente en Flandes; a los ingleses la plaza de Gibraltar y la isla de Menorca, con Puerto Mahón; y al rey Felipe el continente de España, con Mallorca, Indias y Canarias. Sicilia y Flandes quedaron en suspensión; de aquélla se reservaron disponer los ingleses, porque meditaban darla al duque de Saboya para que restituyese la parte que tenía del ducado de Milán. La Flandes la había cedido el Rey Católico al duque de Baviera, menos el condado de la provincia de Luxemburg, que le había dado en soberanía a la princesa Ursini, queriendo después de esto que en su corte se le diese el título de Alteza; pero como lo había mandado con expreso decreto se negaron muchos magnates a este obsequio.

Tenía grandes contradicciones la reina Ana para la paz en el Parlamento, entonces compuesto la mayor parte de wigs. Se quejaban agriamente los ministros de los príncipes; el conde de Gallasch, que lo era del Emperador, hablaba con tanta insolencia que fue echado de Inglaterra. Vino el señor de Buis por los holandeses: tuvo más modestia, pero no menor desgracia en su comisión, porque la Reina, empeñada en la paz, estaba poseída de la facción de los torys, y nombró por plenipotenciarios al obispo de Bristol, el conde de Stafort y a Brior; la Francia, al abad de Poliñac, al mariscal Uxelles y a Menager. Habiendo consentido en ella el rey Felipe, nombró también los suyos al duque de Osuna, al conde de Bergueick y el marqués de Monteleón. Esto consternó a los holandeses y alemanes; aquéllos, porque recibían la ley, cuando presumían darla, y éstos, porque se habían de contentar con Nápoles y Milán, habiendo hecho tantos años guerra por toda la Monarquía de España.

Había escrito desde Milán una carta bien resentida el Emperador, y se declaró que bajo de aquellos preliminares nunca vendría en la paz. Esto no fue de embarazo para que la Reina, de acuerdo con el Rey Cristianísimo, prosiguiesen su tratado, y se propusieron a los holandeses cuatro lugares para el Congreso: Nimega, Lieja, Aquisgrán y Utrech; este último fue elegido. No se había en los preliminares nombrado al rey de Portugal, y aunque éste había ganado a Miranda de Duero, por mal defendida de su gobernador, trató secretamente su paz con el rey Felipe. Estaba el tratado en buena disposición, pero le turbaron los ingleses con palabra que al rey de Portugal dieron de incluirlo con la suya, que no estaba lejos; por eso en Extremadura hubo sólo hostilidades de saqueos recíprocamente, pero no guerra.

Mandaba el conde de Mascareñas el ejército del rey don Juan, y el marqués de Bay el del rey Felipe; avistáronse, compuestos en batalla, en las orillas del río Caya; pero tenía orden el general Mascareñas de rehusarla cuanto fuese posible, porque ya estaban los portugueses cansados de la guerra. No habían sacado de ella fruto alguno, sino malogro de dinero; y conocían que cuando querían los ingleses hacer la paz, despreciaban los intereses del rey don Juan. Estaba por el Emperador la reina de Portugal, su hermana y el padre Álvaro Cienfuegos, su ministro en Lisboa, persuadiendo la continuación de la guerra; pero el duque de Cadaval, adverso a ella, que era el autor de la paz, mantuvo al Rey en su resolución.

No persuadido aun el César de que le desamparasen sus aliados, aplicaba los medios posibles para turbar la paz, y dispuso que el duque de Hannover enviase a Londres al barón de Botmar para este efecto. Hizo por escrito una representación a la reina Ana el día 9 de diciembre, que entregó al señor de San Juan, secretario del Despacho. Su contenido era la mala fe con que solían obrar los franceses, y que nada habían de cumplir de lo que ofrecían. Ponderaba que no se les observaría el pacto del comercio de las Indias, porque reinando los Borbones en ellas y en España, sería la negociación de los franceses.

La Reina dio noticia de todo al Parlamento; volvióse a dividir en pareceres, y aún se llegó a dudar si tenía autoridad la Reina para hacer la paz sin consentimiento de las dos Cámara, alta y baja. El conde de Notingan era el más acérrimo defensor de la guerra, y tuvo algunos opositores. Por ciento sesenta y seis votos fue reprobada del Parlamento la paz; pocos la quedaron a la Reina, porque todo él no constaba más que de doscientos treinta y dos, pero creó duques y condes cuanto fue menester para tener la inclusiva; y como no se le podía disputar que era peculiar de los reyes de Inglaterra la guerra y la paz, se mantuvo firme la Reina, y proseguía el tratado sin alteración, habiéndose hecho a Malburgh fuertes amenazas de que se le pediría cuenta de turbarla. Ya conocía él haber decaído de la gracia, y que prevalecían los torys en el palacio; y así, cediendo a la inconstancia de la suerte, manifestó la mayor humildad y resignación, y más cuando veía que le quería pedir el Parlamento cuenta del dinero que había pasado por su mano en esta guerra; porque decían sus émulos que se había aprovechado más de lo justo. Ya con el nombre solo de la paz paró el giro de su fortuna y de su gloria, a que le habían levantado las armas.




ArribaAbajo

Año de 1712

Ya encarada contra Malburgh la fortuna, le quitó la Reina con un decreto todos sus empleos, expresando en él que le habían sido gratos sus servicios. Así le dejaba la honra, que no podía quitarle; pero contra ella se conjuraron Salomón y Mongomerio Preston, que le acusaron de haber usurpado al Erario público grandes sumas de dinero. La Cámara le pidió cuentas; dio las que se habían formado en El Haya. No había más pruebas que su dicho, las firmas de Walpoli y Dal Ripeo, y de su secretario Cordonel, pero como a éstos se les acumulaba el mismo delito, no tenía más a su favor Malburgh que el ejemplo de otros generales, que no habían formado las cuentas de otra manera.

El Emperador y el duque de Hannover se interesaron por él, y no prosiguió el reato ni se le abonó lo gastado. Como no se había todavía firmado suspensión de armas, se nombró general de ellas en Inglaterra al duque de Ormont, a quien también se hizo coronel de las guardias. El mando de la artillería se dio al conde de Ribera; ambos eran enemigos de Malburgh.

A estas mutaciones se siguieron muchas para asegurar los designios de la Reina, a quien no pudieron disuadir de la paz las altas promesas del príncipe Eugenio, que pasó a este efecto a Inglaterra: ofreció grandes ejércitos en Francia y España, pagados a costa del Emperador, y ventajosos partidos al comercio de los ingleses, si se le daban las Indias con el continente de España, aunque cediese la Italia al rey Felipe; y porque no les hiciese fuerza tanto cúmulo de reinos, proponía el ejemplo de Carlos V. La Reina le hizo grandes honores aparentes, pero muy breve respuesta: que acudiese a los ministros. Éstos contestaron poco, y dijeron estar hecha la paz sobre unos preliminares inalterables. Que a Inglaterra le había costado su dinero la guerra, con la ruina del comercio y sola la adquisición de dos plazas que servían más a la pompa que al útil. Que pagase el Emperador todas las expensas de la guerra, desde el año de dos, y que la proseguirían. Esto era proponer un imposible; y así, desengañado el príncipe Eugenio, volvió a Viena y mostró al Emperador la necesidad que tenía de enviar plenipotenciarios a Utrech, porque si no, dispondrían en el Congreso de Sicilia y Flandes, y que no tendrían remedio.

Con esto se resolvió a enviar a los condes de Sincendorf y de Consbruck, no porque a nada consintiesen, sino por repugnarlo todo con protestas que no tenían más fuerzas que la que le podían dar las armas. Con esta instrucción partieron al destinado lugar donde ya estaban los plenipotenciarios de Inglaterra y Francia; por el prusiano, el conde de Dencof; por el moscovita, el señor de Urbich; por el rey de Portugal, el conde de Taroca; por el duque de Saboya, el de Maffei; por los venecianos, el caballero Ronsini. También enviaron el suyo el gran duque de Toscana, el de Parma, Módena y los esguízaros, el Pontífice, el duque de Lorena, de Hannover, de Neoburg y Luneburg; los príncipes de Hesse Casel y Armestad, y el rey de Polonia y el reino. Los plenipotenciarios de España estaban todavía en París, porque los alemanes y holandeses no querían admitirlos. No sacaba por eso la cara Inglaterra, pero la sacó la Francia, y dijeron sus plenipotenciarios que ella con la Inglaterra los harían admitir con las armas, que si ya no eran variables los preliminares estaba en ellos otra vez reconocido Felipe de Borbón por rey de España.

Ventilóse sobre la Sicilia, y ya se veían inclinados los ingleses a darla al duque de Saboya, ganados de las artes de éste los ministros. No lo podía resistir la Francia, porque había ofrecido dejar la Sicilia en manos de los ingleses; a todo se oponían los alemanes, y más a que el duque de Baviera poseyese la Flandes; también lo repugnaban altamente los holandeses, porque no querían por vecino a un príncipe chico, que no los podía defender ni de la Francia ni del Emperador. Los ingleses, que en este tiempo dieron la ley a la Europa, estaban firmes, no sólo en que se había de restituir sus Estados y dignidades al duque de Baviera, pero que por los daños padecidos se le había de dar el reino de Cerdeña, si quería el Emperador quedarse con la Flandes. También le propusieron que si quería la Sicilia diese el ducado de Milán al duque de Saboya; de la libertad de Italia nadie hizo caso, ni que restituyesen a sus príncipes los Estados que el Emperador poseía: Mantua, Mirándula, Comachio y Savioneta. En este estado de cosas se les ofreció a los austríacos oportunidades de discurrir a la paz, porque iban faltando en Francia los herederos y estaba más vecino a la sucesión de aquella Corona el rey Felipe.

Había muerto a 12 de febrero María Adelaida, mujer del nuevo Delfín (antes llamada duquesa de Borgoña), de enfermedad de viruelas. Pasaron éstas a su marido, y murió cinco días después. Dejaron dos hijos, que eran el duque de Bretaña y el duque de Anjou. A pocos días murió el de Bretaña, y sólo quedó sucesor inmediato de la Corona de Francia un niño de dos años y enfermo.

En defecto de éste, la Ley Sálica llamaba al rey Felipe, segundo nieto de Ludovico XIV, pero por la renuncia hecha cuando entró al Trono era el inmediato el duque de Berry, su hermano. Los peligros de esta sucesión exaltaban los austríacos a sus aliados, dando a ver la probabilidad de unirse las dos Coronas, y que por esto no debía darse la de España a un príncipe de la Casa de Borbón. Alguna impresión hicieron en Londres estas reflexiones que también las ponderaban los wigs; pero los torys, empeñados en la paz, dijeron que bastaba que hiciese otra vez la renuncia el rey Felipe, porque no faltaban príncipes Borbones en Francia para suceder a la Corona. Los austríacos replicaban que la Ley Sálica favorecía a la Casa de España, y que ésta tenía ya dos sucesores; porque a 6 de junio había dado a luz en Madrid la Reina un nuevo infante, que en el sacro bautismo le pusieron por nombre Felipe. Asistieron, como es costumbre, al parto de la Reina los presidentes de los tribunales, y se halló a este tiempo el cardenal Francisco Judice, que había pasado a España con el empleo de inquisidor general. Muchos creyeron sería primer ministro, pero no le dejaba adelantar tanto la princesa Ursini.

* * *

Este año se retardó en Cataluña la campaña, por haber muerto en el reino de Valencia Luis de Borbón, duque de Vandoma, que mandaba las armas. La causa de su apoplejía atribuyeron muchos a una inmoderada cena, cebándose en un gran pescado. Sucedió en el imperio de las armas el marqués de Valdecañas; todavía la guerra era perseguir rebeldes, y éstos hacer varias correrías y ejecutar las más exquisitas crueldades. Las tropas del Rey se acamparon en Cervera, bajo la mano del conde de Herseles. Intentó sorprenderla el general Franckemburg; penetrólo el comandante, y para esperar a los enemigos en las sendas más angostas, destacó a don Luis de Obes, que atacándolos felizmente los derrotó; la misma felicidad tuvo don Miguel Pons en la fuente de Suert. Libró al marqués de Villahermosa del peligro que le amenazaba, sitiado de los enemigos. Puso en contribución el condado de Pallars, y en la Puebla derrotó un buen número de catalanes. Mandó el marqués de Valdecañas abrir camino para la artillería desde Tortosa a Mequinenza. Esto puso en aprensión a los alemanes, y fortificaron a Tarragona; iba juntando sus tropas Staremberg, y fue preciso a los españoles dejar a Cervera.

El rey Felipe, dando licencia a Valdecañas de retirarse a la corte, dio el mando de su ejército al príncipe de Sterclaes, que uniendo las tropas se acampó en Balaguer. El día 20 de octubre pasó el Segre y se acercó a Agramont, muy vecino a los enemigos. Esto dio cuidado a Staremberg, porque ya le faltaban las tropas inglesas que de orden de la reina Ana había conducido el duque de Arguile a Mahón. También había hecho un gran destacamento contra Girona, con que le fue preciso al general alemán escoger un lugar fuerte y atrincherarse para no venir a batalla; con eso iba la guerra lenta, porque tampoco el Rey Católico quería fiar a las armas lo que estaba encomendado a la negociación, ni hacía sangrienta la guerra el duque de Saboya, porque puestos todos sus negocios en manos de los ingleses, no prestaba los antiguos obsequios a la corte de Viena, ni querían engrandecer en la Italia al Emperador, porque no había sido su idea que poseyese los reinos de ella el que gozaba del trono imperial, pero había dado tales giros la fortuna, que ya podía libremente el Emperador oprimir la Italia sin que nadie pudiese embarazarlo; y para poner nuevos grillos a la Toscana, mandó pasar al general Zumiunghen, de Siena, tropas a Orbitelo, que era lo propio que amenazar a Puerto Hércules y las fortalezas que le guardaban.

Para entregarlas había solicitado a su gobernador el duque de Uceda, pero en vano; y así, fueron precisas las armas que por el mes de abril movió Zumiunghen contra aquellas plazas. Envióle de Nápoles el conde Borromeo gran cantidad de víveres y una escuadra compuesta de corsarios ingleses y holandeses, y algunas naves napolitanas. Esto bastó para encerrar aquella ensenada y bloquear el puerto; tanto, que no pudo socorrer aquellas fortificaciones como lo pretendía don Esteban Villars, gobernador de Longón, y desde Roma don José Molines, ni pudieron entrar las galeras del duque de Tursis, que a este efecto habían partido de Génova sin orden alguna, más que movido de su propia voluntad para componerse con el Rey Católico, porque ya tenía noticia que quería despedir de su servicio estas galeras, habiendo contra ellas hecho una fuerte representación el cardenal Judice, que ya entraba en el gobierno de la Monarquía, y había sido admitido al Consejo del Gabinete del Rey Católico.

No podía subsistir la escuadra enemiga en Puerto Hércules, si no se rendía la fortificación de Monte-Felipe, que bien defendidos, cumpliendo la guarnición con su honra, ya teniendo la brecha abierta capituló, saliendo libre la guarnición. Como de esta fortaleza se podía batir la que guardaba a Puerto Hércules, corrió la misma fortuna y la ocupó el alemán, pasando la guarnición de ambas a Marsella. Hubiera proseguido la empresa de los presidios de Toscana Zumiunghen, y corría gran riesgo Longón; pero los franceses hicieron una grande invasión en Saboya y temiendo del Piamonte o fingiendo temer, llamó a los alemanes su Duque. El general Zumiunghen pasó a Milán, y a encontrar al duque de Berwick fue el conde Daun, que mal acompañado en el collado de Brunet, le derrotaron los franceses.

Sólo en el corazón del Emperador estaba viva la guerra, y para inflamarla pasó a Flandes el príncipe Eugenio. Aunque no en la apariencia, algo se habían entibiado los holandeses; los ingleses más, mandados por el duque de Ormont, sucesor de Malburgh. Mandó el ejército francés el duque de Villars, a quien se había dado mayor libertad de obrar y poner terror a la Holanda para que correspondiesen los efectos a las promesas que el Cristianísimo había hecho en Londres, correspondidas con haber mandado a Ormont la Reina hiciese sólo la guerra defensiva, sin asistir a empresa alguna. Por esto no había querido consentir en el sitio de Kesno, determinado por el príncipe Eugenio, que ni con este embarazo desistió de su idea, y a los 13 de junio embistió la plaza con veinte mil hombres bajo la mano del general Faggel. El gobierno de la plaza dio pruebas de su fidelidad y valor. Hizo una vigorosa salida por la puerta de Valensenas; al fin, dilató la defensa hasta que pudo capitular la libertad de la guarnición.

Ni esto apartó de su propósito a los ingleses: pasó a París el conde de Brullimbrock, secretario del Despacho de la reina Ana, para firmar los concordados artículos, y como se había de empezar por la suspensión de armas, no firmó ésta hasta que el Cristianísimo entregase a Dunkerque en rehenes. Envióse a Utrech firmada la tregua, en virtud de la cual el duque de Ormont apartó sus tropas del ejército y las condujo a Brujas y Gante. También llamó a los prusianos, hannoverianos, sajones y palatinos que tenía a su sueldo la Inglaterra, y aunque se habían tomado con este pacto de retirarse a cualquiera insinuación de la Reina, no obedecieron, porque previniendo este caso, había conseguido de sus soberanos, el Emperador, que quedasen al sueldo de los holandeses. Quejóse mucho la Inglaterra; respondieron los príncipes del Imperio con palabras muy suaves, dando la culpa a sus generales, pero el haberse quedado al servicio de Holanda mostraba clara la ficción.

El príncipe Eugenio, para dar a conocer al mundo que podía el Emperador mantener la guerra y él vencer sin los ingleses, meditaba otra empresa, aunque veía no podía ser grande, porque le faltaban treinta mil infantes, ingleses escogidos. Tenía poderoso ejército el francés, y no quería aventurarse más la Holanda. Con todo eso, como tenía ochenta mil hombres de buenas tropas, pasó el príncipe Eugenio la Esquelda, las acampó en Haspre, con intención de sitiar a Landresy; poco después tomó los puestos el príncipe de Anhalt. No es esta plaza de las de mayor nombre, pero tomándola los alemanes tenían descubierta la provincia de Picardía.

A esta empresa se dio esta disposición: veinte mil hombres estaban contra la plaza, y con corta distancia se unía a ellos la izquierda de todo el ejército, que extendía su derecha por la orilla de la Esquelda hacia Venain, donde estaba el conde Albemarle con un grueso destacamento y fuertemente atrincherado, para que con seguridad pasasen al campo los víveres. El Rey Cristianísimo, aprovechando la ocasión de la ausencia de los ingleses, mandó a Villars socorriese a Landresy, por si podía haber una acción general, porque constaba su ejército de más de cien mil hombres; éstos pasaron la Esquelda el día 18 de julio y se acamparon en Sella; allanaron los caminos para la Sambra, construyeron algunos puentes y extendieron la derecha a Macenquien. Viendo esto, recogió la suya Eugenio a menor distancia, uniendo sus tropas, y levantó una trinchera delante la izquierda, la cual guardaba el general Faggel.

El día 23, ya por la tarde, destacó Villars al conde de Coigny, con orden que pasando la Sambra se adelantase a Cartini por Lein. Corre allí un riachuelo que bajo Landresy se junta a la Sambra; y le dio por instrucción que al amanecer se presentase a los enemigos, trabando algunas escaramuzas, y después lentamente, se retirasen por Guisa. Todo era estratagema del francés, para turbar y distraer el cuidado de los enemigos, porque su intención era contra Denain; por esto la misma tarde destacó al conde de Brollo a la ribera del Sella y fortificó los vados para que no pudiesen los alemanes saber las opiniones del contrario ejército. Mandó luego al marqués de Viepont que echase en Neville algunos puentes a la Esquelda, entre Bruchen y Denain. A Viepont sostenía Albergoti con buen número de tropas, y a éste todo el ejército.

No tenía el príncipe Eugenio noticia de estas disposiciones ni grande aprensión, porque estaba bien fortificada su línea, y aun Denain, y más allá el puente de Previo, que mira la Escarpa por una y otra parte de Marchiena. El conde de Brollo tomó entre Neville y Denain una gran cantidad de carros de víveres, guardados de dos regimientos, a los cuales atacó y deshizo. Salió a socorrerlos parte de la gente que estaba en Denain, pero temiendo que fuesen los franceses en gran número, retrocedieron a sus trincheras, donde había ocho mil hombres, a los cuales protegían buen número de cañones cargados de bala menuda. Pasaba ya la Esquelda con el ímpetu de tropas que llevaba el conde de Brollo, y, asegurado el Vado, movió toda su infantería Villars, en ocho columnas, contra Denain: abrían el camino los granaderos. No iba muy distante la segunda línea, cerrado por todo de la caballería. Gobernaba la diestra el duque de Villars; el marqués de Montawich la siniestra. Asistían los generales Albergoti, Viepont, Dreux, Brindelais, los mariscales de campo conde de Montemar, príncipe de Isinghien, y los marqueses de Muchí y Nangí, y el conde de Villars.

Con este orden se atacó a Denain, que defendía valerosamente Albemarle. Sufrieron la artillería los franceses hasta pasar el foso; después aplicaron las valerosas manos a la estacada. Allí fue sangrientísima la disputa, favorable a los franceses, porque rompieron la trinchera y, ya todos sobre el llano, estuvieron obligados los alemanes a retirarse al muro o a la que llaman la Abadía; todos fueron vencidos, y los que sobraron al rigor de la espada, quedaron prisioneros; ni a los que quisieron huir les dio feliz acogida la Esquelda; ni podían ir al puente de Prouro, porque mientras duraba la batalla le habían ocupado Nangis y Albergoti con fuertes tropas, porque no socorriese a Denain por allí el príncipe Eugenio, como lo intentó con gran brío. Pero ya tenían ocupado el puente los franceses, a los cuales echaron de él dos veces los alemanes; pero después, haciendo los franceses mayor esfuerzo, se afirmaron en él, con gran pérdida de gente de una y otra parte. Los tablones y leños del puente, cediendo en parte al peso de tanta muchedumbre, y no pudiéndola sostener, cayó al agua gran número de alemanes, entre ellos el conde de Dona, holandés.

Había querido con todo el ejército el príncipe Eugenio, por el sonrojo de rechazado, volver al empeño; opusiéronse a esta temeridad los holandeses; y más, que ya no era tiempo, porque los franceses habían ocupado a Denain y hecho prisioneros al conde Albemarle, a Cornelio Nassao, al príncipe de Anhalt de Holothein, y otros oficiales de gran fama. Los franceses perdieron al señor de Meusechoisel y de Torbil, quedaron heridos el conde de Tessé y el de Guasach. Costóles la empresa mil hombres; diez mil a los aliados. Hallaron los vencedores en Denain gran cantidad de víveres y municiones; todos pelearon con braveza y empeño; aun muchos oficiales que servían en la caballería pusieron pie en tierra, el general Rozel, el conde de San Mauricio, los mariscales de campo Vaillier, Lillí y Carlos de Lorena. Luego tomó Albergoti a Mortañez, Sant Amant, con novecientos hombres y cuarenta barcas cargadas de víveres. Otro destacamento, hacia el puente de Rach, tomó prisionero al conde de Espare.

Glorioso Villars, no sólo por la importancia de la acción, mas también por el arte con que había engañado al príncipe Eugenio aprovechándose de la consternación de los enemigos, envió al conde de Broglio a sorprender a Marchiena, donde estaban los almacenes de los holandeses para toda la campaña, guardados de cinco mil hombres. Siguió con la artillería el conde de Monteschin; en un día se abrió la brecha, capitularon su prisión los presidiarios, entregaron enteros los almacenes y cien barcas cargadas de municiones. Allí perdieron los holandeses mucho caudal; de esto resultó faltarle víveres al ejército del príncipe Eugenio, que el primer día de agosto levantó el sitio a Landresy; faltaba el pan de munición, y no pudiendo los holandeses con presteza suplir el abastecer las tropas, se les dio licencia que robasen.

Este desorden no sólo afligió a los míseros pueblos, sino que enflaqueció el ejército, porque se echaron menos infinitos desertores. El Rey Cristianísimo, por no perder tan buena ocasión, mandó sitiar a Duay, aumentando el ejército con el presidio que pudo sacar de las plazas. Nada sintió más el príncipe Eugenio, porque después de haber hecho tantas proezas en esta guerra, a los últimos períodos de ella se le marchitaron los laureles, y daba a conocer la Francia lo invencible de su poder, que sola y contra tantos y tan poderosos príncipes a su ruina coligados, después de tantas pérdidas de ejércitos y plazas y doce años de la guerra más cruel, la acababa venciendo; porque el príncipe Eugenio, aunque sacó de las plazas las guarniciones y aumentó el número de su ejército, no pudo embarazar que el duque de Villars pusiese el sitio a Duay, pues aunque se acampó entre Tournay y Lilla y se presentó en batalla, cierto es que no se lo consintieron los holandeses; porque si la perdían en vísperas de la paz, había tiempo en aquella campaña de poner las cosas en estado que ya no la quisiese con ellos el Cristianísimo.

A 17 de agosto se empezó a batir la plaza; el primer día de septiembre tomaron los franceses el fuerte de Escarpa. Los presidiarios se retiraron a la ciudad. A 8 de septiembre, el marqués de Viepont y el príncipe de Winghien atacaron las fortificaciones exteriores. La defensa fue heroica, pero infeliz; derramando mucha sangre las ocuparon los franceses; con más comodidad convirtieron todo el fuego contra el cuerpo de la plaza, y cuando llegó a estado que ya lo piden las leyes de la guerra, capituló la rendición su gobernador Honspesch, y quedó prisionera la guarnición.

Las capitulaciones se hicieron con Albergoti, porque había marchado Villars con todo el ejército y pasado por Denia la Esquelda, para embarazar al príncipe Eugenio, que iba a encontrarse con el general Cogny, que de orden del Cristianísimo partió a sitiar a Kesno con quince mil hombres, ya bien acampados entre Mons y Kesno. Villars puso su ejército junto a Valencienas, antes que el príncipe Eugenio pudiese embarazar este otro sitio, altamente sentido de que en dos meses saliese con tantas empresas el francés; y lo que más exaltaba la gloria de éste era que a un mismo tiempo mandó Villars sitiar a Bouschen.

A 20 de septiembre se empezó a batir Kesno con setenta piezas y treinta morteros; excedía al objeto la ira. Había en la plaza tres mil hombres, y todos los preparativos que se habían retirado de Landresy. La defensa se dilató más de lo justo; por eso no se le acordó capitulación alguna al presidio, y se rindió a discreción. A 1.º de octubre empezó las hostilidades contra Bouchen el marqués Daligre. Aún aquí se dilató la defensa más de lo que era razón; al fin se rindió la plaza, con mil hombres que la presidiaban, también a discreción. Esta es la última cláusula de la guerra de Flandes, porque se retiraron a cuarteles de invierno. Aquí concluyó felizmente la suya el Cristianísimo, disponiendo las negociaciones y las armas de suerte que ya le rogaban los enemigos con la paz.

Aún estaba resistente al ajuste el Emperador, no ignorando que ya se habían convenido con particulares artículos la España y la Inglaterra. Pasó a Madrid milord Legsinton para arreglar las cosas del comercio y que otra vez en Cortes generales renunciase sus derechos el rey Felipe a la corona de Francia. Convocáronse los procuradores de las ciudades, prelados y nobleza de los reinos de España, y a 5 de octubre hizo el Rey otra solemne renuncia, donde sirvieron de testigos los consejeros de Estado, los presidentes de los Consejos con el decano de ellos, los jefes de la Casa Real y de las guardias; imprimióse el acto, se publicó con pregón, y se firmaron cuatro meses de tregua entre la Inglaterra y la España.

Por contemplar a los ingleses más que por dar gusto a los alemanes, dilataba la paz Portugal. Esta razón movió el ánimo del rey Felipe a mandar que el marqués del Bay sitiase a Campo Mayor; pero fue mal obedecido o fue infeliz en la expedición el marqués. A 4 de octubre tiró su línea, no de circunvalación, sino en semicírculo, contra lo más fuerte de la plaza, y mandó a la caballería bajo la mano de don Baltasar de Moscoso, marqués de Navamorcuende, que pusiese el círculo disponiendo las partidas de los caballos, de género que no pudiesen entrar socorros a la plaza. Invigilaba por ella el general de Mascareñas, y recogiendo las tropas que se habían destacado contra Carvajal, más noticioso del lugar que los españoles, o negligentes éstos, que es lo más cierto, introdujo mil hombres de socorro a Campo Mayor.

Batíase en brecha; pero asentada con error la artillería, la abrió en paraje que era preciso asaltarla con escalas, ni era tan ancha que se pudiesen aplicar muchas, pero como las continuas lluvias en aquel paraje no sólo incomodaban a los sitiadores, sino retardaba el conducir víveres, porque habían pasado los españoles dos ríos, era preciso levantar el sitio o dar el asalto. Contra el parecer de los más, le mandó dar el marqués del Bay, y aunque hicieron los españoles los mayores esfuerzos repitiendo los acometimientos, muchas veces fueron del valor de los portugueses rechazados. Allí recibió dos heridas el coronel don Antonio Lanzós, conde de Taboada, que dio con todo su regimiento grandes pruebas de su brío. También brilló mucho el teniente general don Pedro de Zúñiga, porque conducidos los españoles a una empresa imposible, en aquella forma dispuesta, perecerían lastimosamente los más alentados. Conociendo el error y no habiendo ya tiempo de enmendarle, levantó el sitio el marqués del Bay.

* * *

Siete meses había que tenía bloqueado a Girona el general Vesel, para rendirla por hambre. Había echado de la provincia de Ampurias al conde de Fienes, inferior en fuerzas, que se vio precisado a retirarse a San Pedro Pescador, y después de haber abastecido a Rosas con los víveres que pudo, pasó su gente a Rosellón.

Era gobernador de Girona el marqués de Brancas, francés, hombre prudente y esforzado; tenía de guarnición diez regimientos y doscientos caballos. Había recogido las provisiones que le fue posible, y aún bloqueado hacía algunas correrías. Había puesto ochenta franceses en Medina, pero, atacados de los alemanes, quedaron prisioneros. Con más tropas volvió a entrar por el collado de Vangulsio a la tierra de Ampurias el conde de Fienes. Sólo el río Muga le separaba de los alemanes, acampados en Pedralta. El marqués de Brancas recobró a Medina e hizo prisioneros trescientos alemanes. Vesel ocupó a Vangulsio y estrechó tanto a Girona que ya se padecía en la ciudad hambre cada día mayor, de género que se comía carne de caballo. El conde de Fienes quiso por el collado de San Miguel introducir víveres a la plaza en una noche oscura. Lo consiguió en parte; la mayor fue presa de los enemigos, que lo advirtieron a tiempo. En los monasterios no se comía más que pan bañado en agua; muchos religiosos, mal sufridos, dejaron la ciudad. Los jesuitas nunca asistieron con mayor caridad a los enfermos y afligidos, que eran en gran número, con tanta diversidad de males. Allí se conoció la constancia y juicio del gobernador; enviaba los más fuertes soldados a recoger comestibles, que en poca cantidad costaba mucha sangre. Estos los distribuía con justicia; ni en su casa había otra cosa que pan y vino. Para que expirase la plaza en sus manos vino Guido Staremberg con esperanzas del triunfo. Dio nuevas disposiciones a estrechar el sitio; creció el hambre en la plaza y la constancia del gobernador, alentada de los avisos que había, recibido del príncipe de Sterclaes y el duque de Berwick, de que luego estaría socorrido.

La noche del día 15 de diciembre, favorecidos de la oscuridad, asaltaron setecientos alemanes el fuerte de los Capuchinos, fingiendo otros asaltos para distraer los defensores, que nada embarazados echaron tantos fuegos artificiales del muro, que ardiendo las escalas o los que osados querían subir por ellas, desistió del intento Vesel. Por tres noches repitió la empresa con la misma infelicidad. Acreditó su brío y vigilancia el gobernador, marqués de Brancas, no menos los señores de Grecingin y Tabraga, que corrían toda la muralla.

Los ciudadanos se mantuvieron leales, exhortados de su prelado don Miguel Juan Taberner, hombre fidelísimo al Rey Católico. Moría el año, pero no la ira de los enemigos. Había llegado ya a Perpiñán el duque de Berwick con buenas tropas al socorro de la plaza; y para divertir los alemanes, sacó de los cuarteles parte de la suya el príncipe de Sterclaes, y se encaminó a Tortosa; mandó que con cuatro mil hombres marchase a Cervera el marqués de Ceba-Grimaldo; con esto, solicitado de mayores cuidados Staremberg, volvió a Barcelona; el general Vesel quedó en el bloqueo, y feneció el año.




ArribaAbajo

Año de 1713

El primer día de enero llegó un soldado disfrazado a Girona, enviado del duque de Berwick, para dar noticia que ya se había adelantado con las tropas hasta Armendáriz y que, pasando el río Ter, daría aviso con la artillería. Esto alivió algo al afligido pueblo, que, más de siete meses bloqueado, padecía con gran constancia los males que trae el hambre. Se comían carnes inmundas de caballo, jumento, perro, gato y ratón, y valían no poco dinero.

Las continuas lluvias y vientos no dejaban oír los cañonazos con que avisaba el paso del Ter el duque de Berwick, y así estaba en la última consternación la plaza. Cuatro desertores del campo enemigo avisaron de su arribo a las vecindades de Girona; más lo aseguró el que el día 3 de enero ya traían los villanos de la comarca víveres a vender a la ciudad, que respiró de su opresión. Al otro día entró el conde de Fienes con cuatro mil hombres, que al pasar el Ter los franceses retiró sus tropas Vesel. Dos días después llegó el duque de Berwick; mudó la guarnición para que descansase. Con don Tiberio Carrafa se dio esta alegre noticia al Rey Católico, que le creó teniente general y envió el Toisón de Oro al marqués de Brancas, esclarecido defensor de la plaza tan importante. Esto consternó mucho a los catalanes, a favor de los cuales se publicó un nuevo indulto. Estaban sordos a las voces de la clemencia, porque los tenía Dios prevenido el castigo de la rebelión.

No era natural tanta pertinacia; conjurados al propio daño cuando veían que por falta de tropas había desamparado a Cervera, y que nuevamente había retirado las suyas el rey de Portugal por cuatro meses, y dado paso a las tropas portuguesas por sus reinos hasta Extremadura. Mediaron en este ajuste los ingleses; mas la Francia, que había hecho su particular paz con el rey don Juan, prorrogó el término de la suspensión de armas entre España e Inglaterra, y en 13 de marzo se vio el Emperador obligado a firmar en Utrech el tratado de la evacuación de Cataluña, Mallorca e Ibiza, y de la neutralidad de Italia, porque no podía firmar sus paces con los aliados el Rey Católico sin que se le entregasen los reinos que había de poseer.

Pasaron los plenipotenciarios españoles al Congreso, allanadas las dificultades; la mayor era concordar al Emperador con el rey de España; ninguno de los dos querían la paz, y así hallaron los aliados un modo como sin ella se suspendiese la guerra, porque sacadas de Cataluña y Mallorca las tropas alemanas, no había dónde proseguirla, y más declarada neutral la Italia, no adjudicados al Emperador los reinos que en ella poseía, y quitada la libertad al rey Felipe de invadirlos, embarazada toda hostilidad, y aunque no se abrió para las dos naciones claramente el comercio, era atentado obrar una contra otra, como se cumpliese en buena fe las condiciones de este tratado, siendo la primera no sólo sacar sus tropas el Emperador de Cataluña y Mallorca, pero no dar directa ni indirectamente asistencia a los rebeldes del rey Felipe.

Garantes de este tratado fueron la Inglaterra y la Francia, hasta que se concluyese la paz entre las potencias congregadas en Utrech para ella, no contando al Emperador, porque ya se había declarado no la quería con la España, haciéndosele muy cuesta arriba ceder los derechos a esta Monarquía. Lo propio sentía el Rey Católico, que no había echado de sí las esperanzas de recobrar a Milán, olvidado de Flandes, porque si no se daban sus provincias al duque de Baviera, era preciso darlas al Emperador porque éste restituyese al duque sus Estados, con el Alto Palatinado y la dignidad electoral, en lo que insistía tenazmente la Francia, y así en Utrech no se resolvía sobre Flandes, como cosa que quedaría a la Casa de Austria; pero ésta repugnaba se diese la Cerdeña al duque de Baviera, como querían los ingleses y franceses, y como dependía del Emperador reintegrar en sus Estados al duque, se dejó esta circunstancia en abierto, porque los alemanes querían tratar sólo con la Francia de esta dependencia. Habiendo de sacar las tropas de Barcelona, mandó antes el Emperador que saliese de ella la Emperatriz su mujer, como lo ejecutó a 19 de marzo en la armada inglesa, llevándose consigo la mayor parte de las tropas en las mismas naves.

No es ponderable la rabia que de esto concibieron los catalanes. Estaban ya desengañados que no los socorrerían los príncipes de la Liga; que era un delito pensar quedarse República, que precisamente los había de desamparar el Emperador, y se obstinaron tanto queriendo huir del dominio del rey Felipe, que por medio del ministro que el Emperador tenía en Constantinopla pidieron auxilio al otomano. Las condiciones con que le imploraban no hemos podido saber a punto fijo. El conde de Saballá y Pinos, que estaban en Viena, procuradores de Cataluña, manejaron infelizmente este negocio, porque no quiso entrar en él el Sultán, ya pareciéndole ardua empresa, ya por no romper con la Francia. Creyeron muchos que le ofrecían los catalanes al turco el dominio del principado de Cataluña, conservándole sólo su religión y sus fueros; otros, mejor informados, aseguraban que sólo pedían su auxilio y amistad, para quedarse República bajo el patrocinio de la Casa Otomana. Comoquiera, es bien negro renglón para los catalanes en la Historia tan ciega pertinacia, cuando todavía ofrecía general indulto el Rey Católico. Los soldados alemanes, con arte despedidos del Emperador, se quedaron al servicio de Barcelona, que se prevenía a la defensa haciendo levas con doble estipendio, para resistir a las armas del rey Felipe, mandadas en Cataluña por el duque de Populi, bajo cuya mano servían los tenientes generales marqués de Ceba-Grimaldo, barón de Capri, y don José de Armendáriz, los mariscales de campo don Feliciano Bracamonte, don Gabriel Cano, don Marcos de Araciel, el conde de Montemar, el caballero de Lede y don Francisco Ribadeo.

Partieron de Madrid algunos catalanes de los que habían seguido el partido del rey Felipe, que se correspondían secretamente con los leales que en Barcelona habían quedado, bien que pocos. Aun estaba en ella Guido Staremberg; juntó sus tropas ofreciendo defenderlos, pero era para unir sus fuerzas y evacuar la Cataluña, según la orden que de Viena había recibido, sin que lo pudiese resistir la provincia, mientras volvía la armada inglesa de dejar a la Emperatriz en San Pedro de Arenas, suntuoso arrabal de Génova. Esta vez se dejó servir de aquella República, porque la trataron como Emperatriz y reina de España. Se le previno hospedaje magnífico a expensas públicas, y tomó el camino de Milán para Viena.

Con la Emperatriz se salieron de Cataluña todos los rebeldes de distinción que había en ella, porque en aquel poco ángulo de tierra se habían juntado cuantos había habido en España. Ordenó el Emperador que no pasasen a Viena, con que se derramaron infelizmente por la Italia; la mayor parte se quedó en Milán y Génova, no todos bien asistidos, pues aunque no el Emperador, estaban los alemanes cansados de los españoles.

A 15 de mayo volvió la armada inglesa, mandada por el almirante Geninos, a sacar las tropas. Staremberg dio a ver la orden del Emperador a la Diputación de Cataluña y al magistrado de la ciudad; los clamores y quejas pasaron a insolencia. Staremberg sacó de los baluartes sus tropas y las acampó fuera de la ciudad; él se quedó solo en ella, mientras juntados en Cervera comisarios españoles y alemanes, deliberaban el modo de la evacuación, que, aunque materialmente se ejecutó, se quejaba el Rey Católico que había sido con mala fe, porque al sacar las tropas alemanas no se habían introducido las suyas. Esto, verdaderamente, era difícil, aun al poder del Emperador, si no entregaba los catalanes a cuchillo, porque tenía Barcelona seis mil hombres de tropas propias, gente aguerrida y veterana, y en pocos meses habían pasado a su sueldo cuatro mil desertores alemanes.

No ignoraba esto el Emperador, y tácitamente consentía en ello, por si el tiempo abría camino a turbar la paz, durante la guerra de Cataluña; bien que ya sabía estaba hecha entre España e Inglaterra, adonde pasó el marqués de Monteleón para ajustar los intereses del comercio.

Esta paz se estableció en Utrech a 13 de julio; firmáronla el duque de Osuna y el marqués de Monteleón por la España; Juan, obispo de Brístol, y el conde de Stafort, por la Inglaterra. Extendiéronse veinte y seis artículos; después se ajustó otro tratado de comercio. Todo se reducía a nuevos reconocimientos recíprocos del rey Felipe y la reina Ana, y apartarse ésta de auxiliar las razones de la Casa de Austria contra el rey Felipe. El comercio se confirmó como en tiempo de Carlos II, y se dio a los ingleses el asiento de los negros para Indias, cuyo comercio se prohibió a los franceses y a toda nación. Ofreció el rey Felipe no dar auxilio al rey Jacobo, pretendiente de la Corona de Inglaterra, y reconocer la sucesión como estaba ordenada en el Parlamento.

Sería impropio de COMENTARIOS extender los artículos de esta paz, que ya corren impresos en volúmenes aparte.

* * *

A los primeros días de julio embarcó Staremberg con las tropas que cupieron en las naves inglesas; sobraron tres mil hombres, que quedaron en Hostelrich, a los cuales se juntó la guarnición de Tarragona, que en 14 de julio entregaron los alemanes al marqués de Lede. Esta plaza se evacuó con buena fe, pero se faltó en conducir bien las tropas, porque casi todas desertaron y tomaron partido en Barcelona. Afectaban pesadumbre los oficiales; pero ya sabían daban con esto gusto al Emperador, a quien de algo le servía ver empeñado al Rey Católico en esta guerra, porque no emplease las tropas en Italia.

Pareciéndole a Barcelona que no tenía el duque de Populi ejército ni preparativos para sitio tan difícil, se conjuraron sus moradores a la defensa; embarazaban las discordias de la corte los aciertos en la guerra, porque cuidaban de la Hacienda Real el conde de Bergueick y Juan Orry, ambos altivos, despóticos y que llevaban mal la subordinación. Eran aceptos al Rey, pero como estaban entre sí discordes, faltaba aquella armonía que ha menester el Gobierno, y más cuando lo más reservado de él se fiaba sólo a la princesa Ursini, que con la nueva soberanía conseguida del Rey en un Estado de Flandes, había tenido ocasión de conciliarse más enemigos, que lo eran cuantos le negaban el tratamiento de Alteza. Este fue el escollo en que primero tropezó don Francisco Ronquillo, conde de Gramedo, cuya autoridad había minorado mucho, y se pensaba cómo quitarle la presidencia de Castilla, y aunque éste se había unido con Berwick y el marqués de Bedmar, ministro de la Guerra, todos podían menos que la princesa, sostenida en la mayor exaltación por el favor de la Reina.

En este tiempo murió el condestable de Castilla, mayordomo mayor del Rey. Este es en el Palacio el empleo de mayor autoridad; habíase conservado desde la muerte del marqués de Villafranca en la persona del condestable, porque era de genio apacible, contemplativo e ingenuo. Estudiaba mucho la princesa darle sucesor que tuviese las mismas máximas, porque quería apartar del Rey no sólo a los ambiciosos, pero también a los más experimentados en las malicias de Palacio. El Rey, que quería siempre lo mejor, buscaba hombre digno de tan alto oficio, y eligió al marqués de Villena, a cuyo mérito no le faltaba circunstancia, y había sido de la aprobación de la princesa, porque el genio retirado y estudioso del marqués esperaba no le haría embarazo. Había poco tiempo que era llegado de su prisión, y tenía con el Rey tanto concepto de hombre ajustado, sabio y ejemplar, que, aunque no era sacerdote, quiso proponerle para arzobispo de Toledo; el marqués repugnó, juzgándose, con loable humildad, indigno de pasar al estado eclesiástico.

Aún estaban juntos los reinos en el Congreso que mandó el Rey tener por la ya referida renuncia, y con esta ocasión, como tenía ya dos hijos y a la Reina en cinta, se le ofreció por mayor quietud de sus vasallos, amando su posteridad, derogar la ley de que entrasen a la sucesión de la Corona hembras, aunque tuviesen mejor grado, proponiendo los varones de línea transversal, descendientes del Rey, queriendo heredase antes el hermano del príncipe de Asturias que su hija, si le faltaban al príncipe varones. Esto parecía duro a muchos, más satisfechos de lo inveterado de la costumbre que de lo justo; y más, cuando se había de derogar una ley que era fundamental, por donde había entrado la Casa de Borbón a la sucesión de los reinos.

Los más sabios y políticos aprobaron el dictamen, por no exponer los pueblos a admitir rey extranjero, habiendo príncipes de la sangre real en España que directamente descendiesen de Felipe V. La Reina, por amor a sus hijos, estaba empeñada en hacer esta nueva ley, y como no la admitieron los reinos, ni sería válida sin su consentimiento si no la aprobaba el Consejo de Estado, se encargó la Reina de manejar este negocio, y lo ejecutó con sumo acierto, no sin arte, porque sabiendo cuánto prevalecía en el Consejo de Estado el voto del duque de Montalto, se valió de él, afectando confianza para que promoviese.

Este dictamen dio a la Reina el duque de Montellano, y también estaba prevenido el cardenal Judice, que tenía voto en el Consejo de Estado, compuesto a este tiempo de los duques de Montalto, de Arcos, de Medinasidonia, de Montellano, de Jovenazo; de los marqueses de Bedmar, Almonacid y Canales; de los condes de Monterrey, Frigiliana y San Esteban del Puerto, y del cardenal Judice; juntáronse de orden del Rey, ya dispuestos los ánimos por varios medios, y se votó sobre un establecimiento de sucesión que formó don Luis Curiel, consejero real de Castilla. Fueron los votos uniformes, según la mente del Rey, que consultándolo también con el Consejo Real, hubo tanta variedad de pareceres, los más equívocos y oscuros, que al fin nada concluían; mas presto era aquella consulta un seminario de pleitos y guerras civiles, porque ni don Francisco Ronquillo ni gran parte de los consejeros sentían bien el mudar la forma de la sucesión, sino dejar la que habían establecido los antiguos reyes don Fernando el Católico con la reina doña Isabel, su mujer, que unieron en su hija doña Juana las Coronas de Castilla y Aragón.

Indignado el rey Felipe de la oscuridad del voto o de la oposición de los consejeros de Castilla, con parecer de los de Estado mandó se quemase el original de la consulta del Consejo Real, porque en tiempo alguno no se hallase principio de duda y fomento a una guerra, y que cada consejero diese su voto por escrito aparte, enviándole sellado al Rey. Ejecutóse en esta forma, y con consentimiento de todas las ciudades en Cortes, del Cuerpo de la nobleza y eclesiásticos, se estableció la sucesión de la Monarquía, excluyendo la hembra aún más próxima al reinante si hubiese varones descendientes del rey Felipe en línea directa o transversal, no interrumpida la varonil, pero con circunstancia y condición que fuese este príncipe nacido y criado en España, porque de otra manera entraría al Trono el príncipe español inmediato, y, en defecto de príncipes españoles, la hembra más próxima al último rey. Se estableció también pertenecía la Corona a la Casa del duque de Saboya, extinta la del rey Felipe, varones y hembras. A esta constitución y autos se les dio fuerza de ley, firmada y publicada con la solemnidad mayor.

* * *

Estrechaba el duque de Saboya a los ingleses para que obligasen al rey de España a entregar la Sicilia, y aunque esto lo llevaban muy mal los españoles, como ya lo había ofrecido el rey de Francia a la reina de Inglaterra, fue preciso acordarlo. Había pasado a Londres el duque de Aumont, embajador de Francia, con gran pompa, para dar la última mano a los negocios, porque en Utrech sólo se ejecutaba lo ajustado en las cortes.

Dando un banquete el ministro de Francia a los de Londres, se prendió fuego en la casa de aquél y se consumieron alhajas muy preciosas. Divulgóse que la facción wig, rabiosa de la paz, lo había ejecutado. Esto no se pudo averiguar ni con las mayores diligencias que la Reina mandó hacer. Cierto es que gran parte de los magnates de Inglaterra disentían de ella, pero manejaban este negocio Carlos de Mordant, conde de Peterbourgh, Jaime Buter, duque de Ormont, y Enrique de San Juan, vizconde de Bullimbrock; estos eran los principales. Entraban en las consultas el duque de Schebesburis, el de Hamilton y conde de Oxfort; no estaba a este tiempo en Londres Juan Cruzil, duque de Malburgh, porque, viéndose en desgracia, había pasado con su mujer a Alemania a unos baños. Así quedó el campo por sus enemigos, y formaron los artículos de la paz como quisieron.

Procuraba el marqués de Monteleón quedarse por la princesa Ursini la soberanía que el Rey Católico la había dado en Flandes del ducado de Linburg, según despacho dado en Corella a 28 de septiembre del año de 11, y ofreció la reina Ana proteger y garantir esta donación, la cual repugnaban constantemente los holandeses, porque el Emperador no quiso venir en ello, que era a quien se destinaba la Flandes. Esforzaba mucho esto el duque de Osuna, por adulación a la princesa; menos el marqués de Monteleón, porque conocía la imposibilidad del hecho y que estaban muy unidos con los alemanes los holandeses, de género que aún no habían hecho su paz particular con la España, con quien, y con el duque de Baviera, no la quería el César, aunque sí con sola la Francia.

Divulgóse un manifiesto en que daba el Emperador las razones de su repugnancia a la paz, y que había sido tratado con traición de sus propios aliados. En suma, era una sátira contra el actual ministro; éste, y las amenazas de la Francia, hicieron que los holandeses ajustasen su paz con el Rey Cristianísimo, que convirtió contra el Rhin sus armas, ya desocupadas de otra guerra, y mandó que las guarniciones de las fronteras hiciesen las posibles hostilidades para traer a la paz al Emperador. Con este mismo fin admitió en París al príncipe Ragotzi, con nombre de conde de Sajarense, asistido con gruesas sumas de dinero, continuando el magnánimo corazón de aquel Rey a dar magníficos socorros a los príncipes refugiados a sus dominios. El inglés, el bávaro, el coloniense y ahora el húngaro, era para dar fuertes celos al Emperador, que veía deshecha su Liga porque también el duque de Saboya había hecho su paz con la Francia. Para perficionarla fue a París el conde Costa, piamontés, y fue fácil el ajuste, restituyendo el Cristianísimo la Saboya, Niza y Villafranca al Duque.

Confirmábase en su dictamen el César, a pesar de las persuasiones de los ingleses, con quienes se había declarado el francés, que por si en todo el mes de mayo no venía en la paz el Emperador, no estaría obligada a cumplir la reina Ana todo lo que a favor de la Casa de Austria había ofrecido. El príncipe Eugenio mantenía constante la corte de Viena, aunque también el prusiano había entrado en la paz con el Cristianísimo, que para hacer más viva la guerra en el Rhin, juntó allí diez mil hombres y les dio por jefe al duque de Villars, a quien asistían los tenientes generales Daligre, Coigny, Brollo y Albergoti; en la Mosela se quedó el mariscal de Bessons. A estas fuerzas se oponía el príncipe Eugenio con las suyas; pero no pudo evitar que, acampado Villars en Espira, teniendo en las espaldas a Landao y a Philisburg enfrente, pusiesen en contribución la provincia. Más cuidado le daba al príncipe Eugenio ver que estas disposiciones eran contra Landao, y que no podía embarazar el sitio por tener distraídas sus tropas en presidiar la dicha plaza, a Philisburg, Eidelburg, Maguncia, la Selva Negra y el viejo Brisac y Kel.

Había ya pasado el César el tiempo que señaló el Cristianísimo para la paz, y así, en 22 de junio, llamando Villars con sus tropas al mariscal de Bessons, le mandó embestir a Landao, de quien era gobernador el príncipe Alejandro de Witemberg. Tenía diez mil infantes de guarnición y mil caballos. Villars ocupó los castillos que guardaban el puente de Philisburg y Manthein. Eugenio aún no tenía junto su ejército, porque tardaban las tropas de Hannover, Witemberg y Branderburg, pues aunque este último había hecho su paz, como dijimos, con la Francia, permitía al sueldo del Emperador parte de sus tropas. El señor de Milon devastaba el Palatinado después que ganó el castillo de Keiser Laurer, con setecientos prisioneros.

Mientras el conde de Bourgh levantaba las primeras trincheras contra Landao, envió Villars la caballería a saquear la tierra de Maguncia. El príncipe Eugenio sólo podía dar socorro con palabras. Esperando el mes de junio, hizo una fuerte salida la guarnición de Landao; opusiéronse valerosamente los regimientos de Navarra y Angeroen. El choque fue sangriento, y perdieron los franceses mucha gente, y al marqués de Viron. Cuando tuvo el príncipe Eugenio sesenta mil hombres, extendió sus reales de Manthein a Philisburg; dejó encomendado al general Baubon con diez mil hombres, la Selva Negra.

A 23 de julio saltaron los franceses el primer ángulo que guardaba el camino encubierto de una media luna. Costó mucha sangre la disputa, mas los sitiadores (entre los cuales fue gravemente herido el príncipe Talstond) vencieron éstos y convirtieron sus armas contra la media luna; no fue menos cruel el combate, pero igualmente feliz. A esa misma hora, una bomba enemiga hizo arder el gran hospital de la plaza; devoraron las llamas el edificio y setecientos enfermos. Este horrible accidente llenó de tristeza la ciudad, pero no desmayó su gobernador. Los sitiados soltaron las aguas del foso de la derecha, que habían abierto los franceses. Esto los hizo trabajar mucho; al fin, con gran fatiga, la distrajeron. La última noche de julio dieron los sitiadores tres asaltos contra dos medias lunas que quedaban y el baluarte de Melach, donde fue más reñida la disputa, porque concurrió aquí toda la fuerza de una y otra parte.

Hizo más horrible la acción haber en el ardor de ella aplicado llama a sus minas los sitiados. Volaron muchos franceses; los que quedaron, y otros que se añadieron, sostuvieron el empeño con facilidad, pues no sólo rechazaron al defensor, pero se alojaron tan fuertemente, que aunque después de tres días dieron fuego los alemanes a otras minas que en aquel paraje tenían hechas, no los pudieron desalojar, aun con haber hecho al mismo tiempo una fuerte salida. Los aproches amenazaban ya la puerta que llaman de Francia, levantaron dos baterías contra las fortificaciones exteriores y, ya arruinadas estas, se batía el cuerpo de la plaza. Cuando estuvieron a propósito las brechas, se previnieron con dieciséis mil hombres dos asaltos; hubiéralos recibido el príncipe de Witemberg, a no clamar los ciudadanos por la rendición, pues ya no era posible la defensa y lo había sido el socorro. Pidió capitulación a los últimos de agosto; celebráronse los pactos y quedó la guarnición prisionera. Este es el quinto sitio de Landao en un decenio; cuantas veces sitiada, tantas perdida. Mereció esta Plaza el mayor cuidado de una y otra parte, y que dos veces la sitiase en persona el emperador José, y al fin volvió al poder de los franceses.

De la felicidad de esta empresa se alentó Villars para otras. Por Castel-Luis pasó el Rhin; puso su campo en Lautemberg, pero le embarazaban los progresos la peste que este año se encendió en la Germania. Con no admitir desertores se preservó de ella. Mandó el marqués Daligre ocupar las angostas sendas de Offemburg; al mariscal de Bessons, guardar las líneas de Lautemberg y atacar las que por antemural de Triburg guardaba el general Baubon con quince mil infantes y treinta escuadrones de caballería. Su mayor defensa era lo áspero y rudo del sitio, lleno de peñascos y cortaduras. Ni esto arredró a los franceses; acometieron en tres partidas mandadas por los condes de Bourgh y Destrades, y del caballero de Asfelt, varones fuertes y resueltos.

Empezaron la obra los granaderos; sucedíase continua llama y la muerte, y fue tan feroz el ímpetu de los que asaltaban, que no pudo resistir la trinchera. Rompieron la línea los franceses, con no poco dispendio de sangre, y vencieron. Volvieron la espalda los alemanes; persiguiólos Villars hasta Olegroben y Vilinghen, los cuales ocupó luego; por sesenta millas allá del Rhin puso en contribución la tierra, exhausta con tanta guerra, y así suplió la crueldad lo que no pudo satisfacer la avaricia. Era ya fácil sitiar a Frisburg; esta comisión se dio al conde de Burgh, que en 30 de septiembre se presentó a la Plaza; el cañón se trajo de Brisac. Para divertir al enemigo, quiso entrar por la compañía el príncipe Eugenio; los mismos paisanos la defendieron, guardando el río. Decían los supersticiosos que la fortuna le había vuelto las espaldas; esto prueba que no la hay.

Quería la Providencia, para abatir la vanidad de los alemanes, que faltándoles sus coligados, fuesen vencidos. No podía sólo el Emperador resistir a la Francia, y así hacían varias correrías por Alemania sus tropas; contribuyó mucho la Suevia, y el coronel Ratzi oprimió con tiranía las pobladas orillas del Danubio. De Mubierg movió su ejército Eugenio, y porque no fuese dueño de las llanuras, fortificó unas líneas el francés desde Roscof al Rhin; el río que le ciñe era de impedimento a circunvalar a Frisburg. Los sitiados llenaban el foso de los franceses de agua; era nunca intermitente el trabajo de distraerla, porque había desde un baluarte un acueducto por donde los de la ciudad llegaban hasta el foso del enemigo. Se aceleró por esto Villars a atacar aquel bastión, y aunque tenía la brecha abierta, antes era preciso ganar la media luna que por un lado la defendía. Mandóse atacarla a los regimientos de Berry y Tallard, que al primer acometimiento vencieron, haciendo prisioneros los defensores, y se alojaron.

Como ya tenía brecha abierta el baluarte que guarda el puente, se prevenía el asalto; pero le embarazó haber hecho la plaza llamada. Se capituló retirarse a la ciudadela la guarnición, dejando en la ciudad dos mil quinientos enfermos, la cual entregaron luego, y que pagarían, por no saquearla, un millón de libras; que las familias de los que se retirasen a la ciudadela irían con sus maridos. Después insinuó Villars que si levantaba contra ella trinchera, que no darían capitulación. Pidió el gobernador cinco días de tregua, y se le concedieron, para consultarlo con el príncipe Eugenio, que estaba en Rotuelo. La respuesta fue dudosa, y se alargó la tregua para que volviese a escribir. Asintió Eugenio a la rendición, y salió en 16 de noviembre libre la guarnición.

La caída de Friburg abría el camino a la Selva Negra, al Palatinado y la Baviera, si hubiera querido el rey de Francia volver a sus Estados al Duque, protegido de sus armas; pero aún no lo había resuelto, porque ya estaba más blanda la corte de Viena, cansada de los clamores de los afligidos pueblos y el del Palatino, que iba perdiendo sus Estados, daba oídos a la paz; pero no quiso el César enviar otra vez sus plenipotenciarios a Utrech; la quería hacer en lugar aparte, oídos antes los círculos y príncipes del Imperio en Ratisbona, donde luego se juntaron, pero propusieron condiciones tan altivas y desproporcionadas (para lisonjear la arrogancia de la corte), que las despreció el francés y mandó renovar las hostilidades con mayor rigor, aunque lo embarazaba lo crudo de la estación.

Deseaba la Francia la paz, pero quería ser rogada. Propuso el Emperador que se viniese a Congreso particular en Rastad, y lo admitió el Cristianísimo. La primera condición que se insinuó fue que no se había de hablar de la España ni de su príncipe, con quien el Emperador había de hacer la paz o la guerra, como quisiese. Vino a bien Luis XIV, porque veía que, ya apartados de la Liga la Inglaterra y la Holanda, poco mal podía hacer el Emperador al rey de España, antes ésta deseaba la dejasen sola en guerra con la Casa de Austria; y así, ofreció el francés no asistir a su nieto, como al Emperador no asistiese otro. Juntáronse el príncipe Eugenio y Villars; aquél tenía más dilatada la plenipotencia, porque al ardor de Villars no fiaba tanto su Soberano la paz como la guerra, y cansado de ésta -ya viejo, y con continuos temblores- quería Luis XIV dejar quieto el reino, porque tenía un heredero de tres años, y mal ajustados los principales puntos de la Monarquía con el desorden de la guerra. Veía también, caía la Regencia en el duque de Orleáns, primer príncipe de la sangre, y conociendo lo turbulento del genio, no le quería dar ocasión a estar muy armado ni a tener arbitrio a nuevos sistemas.

* * *

En España se llevaba muy mal haber dado la Sicilia al duque de Saboya, después de haber cooperado tanto a la ruina de la Monarquía; y el pueblo fue por esto perdiendo el afecto de la Reina, por imaginar que había inclinado el ánimo de Rey a favor de su padre. Esto creían los menos informados, porque ni la Reina ni la princesa concurrieron a engrandecer al Duque; sí sólo los ministros ingleses, ganados con oro, como publicaba la fama, y ya empeñados en apartar del Emperador al duque de Saboya para obligarle a la paz. Es cierto que la rehusaban los españoles con condiciones tan duras, perdiendo la Sicilia y no recobrando de los ingleses a Mahón y Gibraltar; y no quiso firmar el papel de la renuncia el marqués de Bedmar, ni dar su voto; pero estaba el Rey Católico obligado, porque ya lo había el Cristianísimo ofrecido.

No ignoraba la Reina, estas quejas de sus súbditos; pero estaba en estado que nada la afligía sino la gravedad de su mal, que, se iba declarando etiquez, aunque en medio de tan graves accidentes dio a luz, a 23 de septiembre, un nuevo infante, a quien se le dio por nombre Fernando, tan sano y robusto como si saliera de unas entrañas de ningún mal infectas. No parió con gran trabajo, pero quedó mucho más débil y con calentura continua, no periódica, que hacía desesperanzar de su salud a los médicos más lisonjeros.

Al pésimo ejemplo de Barcelona se resistió Cardona a su Soberano, aun desamparada de los alemanes; lo propio quería hacer Manresa. Don José Armendáriz la ocupó y aplicó al Fisco regio los bienes de los rebeldes que sobraron a la llama. Holgábanse del estrago los catalanes; buscaban la muerte antes que restituirse al debido vasallaje -ellos le llamaban esclavitud-. No se pueden referir en corto volumen los lastimosos efectos de su obstinación. El estado eclesiástico era el mayor fomento de ella; a muchos se les inspiraba el tiempo de una usurpada libertad, que no distaba mucho de apostasía, y así hacían los mayores esfuerzos a conservarla, engañando los ignorantes pueblos.

Las tropas del Rey ocuparon Solsona, Mataró y Ostalric. El conde de Fienes, la provincia de Ampurias. Estaba Barcelona bloqueada, cuyo gobierno tenía Villarroel, teniente de mariscales de las tropas del Emperador, que corresponde al de teniente general, y debiendo éste haber seguido la evacuación, tenían fundamento los que creían se había quedado de orden del César a ser cabo de aquellos rebeldes, que habían hecho su confederación con Mallorca, que, aún evacuada, se mantenía pertinaz. La gobernaba el marqués de Rafal, catalán. Alguna parte de la nobleza, reflexionando en su daño, quería someterse al Rey; lo resistía la plebe, hasta ver la fortuna de Barcelona, que había enviado a Viena al marqués de Montenegro para pedir otra vez socorro. Perezoso el desengaño, los mantenía en una esperanza tan mal fundada como mostró el éxito.

El César les escribió claro no podía ya socorrerlos. Muchos creían que sería distinta la pluma que la mano, pues aunque en público era menester escribir de esta manera, sospechaban que en secreto tenían orden de dar socorro Nápoles y Cerdeña; cierto es que de ambos reinos se enviaron víveres, y de Nápoles, cañones; esto era faltar a lo ofrecido, pero respondía la corte de Viena que lo compraban con su dinero. Estos socorros les entraban furtivamente en dichos barcos con el favor de la noche, cuando podían librarse de las galeras de España, mandadas por don José de los Ríos, que para estrechar más a Barcelona corría aquellas costas. Dalmao y Nabot, dos hombres de valor y osadía, juntaron hasta tres mil catalanes que mantenían sublevada la provincia; donde no había tropas del Rey ejecutaban mil crueldades que fuera prolijo escribirlas. El presidio de Lérida y Balaguer salió contra Nabot; también le buscaba don Tiberio Carrafa y el conde de Fienes. Alcanzóle don Feliciano Bracamonte en un angosto camino, junto a Terrafa; atacóle y le derrotó; hízole prisioneros muchos catalanes, que luego entregó a la horca y al incendio.

Los rebeldes que sobraron, pasaron a la plana de Vich; ni allí hicieron sosiego, porque las tropas del Rey los perseguían; habíanse muchas retirado a Castel, ciudad que la ganó con gran valor y prontitud Bracamonte. Estaba Manresa a la devoción del Rey, y así la mantenía Jaime Lisac, hombre leal; contra ella vino Nabot. Resistentes los paisanos, empezóse una chica pero sangrienta batalla; llegó a tiempo con sus tropas Bracamonte. Nabot huyó, y dejó muchos de los suyos, que se pasaron luego a cuchillo. Dalmao no había tenido mejor fortuna en sus empresas: ambos jefes dejaron sus cuadrillas, y por mar se retiraron a Barcelona la noche del día 4 de octubre; mal recibidos del pueblo, no faltó mucho a que los despedazasen.

Sin cabo, ni disposición alguna, los rebeldes del principado quisieron, asaltando un cuartel de los del ejército, entrar en Barcelona; fue infeliz la idea; los más dejaron allí la vida. Deshiciéronse aquellas tropas de hombres facinerosos; muchos imploraron la clemencia del Rey; fueron admitidos. Otros, mudando de traje, se entraron en las ciudades; algunos se escondieron en las cuevas de los montes; otros pasaron los Pirineos y se refugiaron en la Francia. El duque de Populi estudió sosegar la tierra para aplicarse todo a Barcelona, donde habían hecho sus moradores tantos trincherones y cortaduras que era preciso ganarla palmo a palmo. Abrieron en las casas troneras; levantaron en las encrucijadas de las calles paredes para que aún después de ganado el muro costase trabajo penetrarlas.

Esto inspiraba la desesperación y la rabia, sin reparar que la misma resistencia de la ciudad era su ruina, y querían perderla ya que defenderla no podían. Las tropas del Rey ocuparon a Santa Matrona, no sin sangre, porque la tenían fortificada los catalanes; allí se levantaron las primeras trincheras; era esto en el rigor del invierno. Salió de madre el río Llobregat; separó las tropas. No perdieron esta oportunidad los catalanes, e hicieron una salida fuerte y numerosa. Se peleó de una y otra parte con gran valor; los sitiadores, despreciando las aguas, se juntaron; rechazaron, con mucha pérdida, a la ciudad los rebeldes. Así expiró el año.



Arriba
Anterior Indice Siguiente