Conformismo social y misericordia del soberano: Cuentos del buen gobierno (1787-1808)
Borja Rodríguez Gutiérrez
—43→
En un interesante
documento, el Regañón General pasa revista,
el 27 de junio de 1804, a la prensa española del momento
(1804; 2; 401-408). El primer párrafo del artículo
define muy claramente la concepción ilustrada de la prensa:
«Preciosa clase de escritos son los
periódicos [...] difunden las luces por toda la
nación y presentan sin interrupción y con la mayor
celeridad la historia de las letras, entretienen del modo
más racional a los ociosos [...] Son además los
periódicos un indicio de la civilización y literatura
del país donde se publican, pues, como todos tienen derecho
a incluir en ellos su pensamiento, resulta la reunión de las
luces que haya difundidas por todo el país»
(401).
Esta repetida invocación a las luces es habitual en esos
años. El prospecto de Variedades de Ciencias, Literatura
y Artes (1803; 1; 3-12) hace también referencias a la
misma idea. Una publicación periódica «cuando está destinada enteramente a la
instrucción pública, como la presente, no tanto
aspira a hacer que las luces vayan ganando en elevación y
profundidad como en extensión»
(4). Por eso
esperan sus autores que sea una «empresa
agradable a las personas instruidas y provechosa a las que aspiran
a serlo»
(3), superando las desconfianzas de quienes
desprecian los periódicos «porque
no encuentran allí aquella profundidad y extensión de
luces que suele proporcionar un libro»
(3). Los autores
afirman que «nos hemos propuesto referir
todas nuestras tareas a los progresos de las luces en nuestra
patria»
(11). Ideas semejantes podemos encontrar en el
prospecto de la quinta época del Memorial Literario
(1808; sin numerar) en la que se afirma que un periódico
«es el conducto por donde se comunican al
público los inventos útiles, las observaciones
curiosas y las novedades interesantes. En una palabra estamos
persuadidos de que los periódicos deberían ser la
balanza de la ilustración: es decir los apreciadores del
grado de inteligencia y sabiduría de la nación en la
que se publican»
.
La
concepción ilustrada de la prensa como vehículo de
conocimiento y de instrucción, lleva a la publicación
de una serie de artículos que tienen en común la idea
de informar, enseñar y orientar. Para conseguir estas
finalidades —44→
el autor debe conseguir interesar al lector. El modo
más buscado de conseguir ese interés por parte de los
periodistas dieciochescos fue el entretenimiento. No el puro
entretenimiento. Luciano Comella (Diario de las Musas, 21
de Enero de 1791), en una actitud muy ilustrada, preconiza el
«instruir deleitando»: «La
instrucción que necesita [el público],
acompañada de distracción»
. Deacon indica,
a propósito de la prensa crítica como El
Pensador, El Censor y sus seguidores que «basándose en una habilidad para
elaborar un argumento entretenido, el autor examina un aspecto
del comportamiento humano, unas características de las
instituciones sociales o un tema filosófico, terminando por
proponer una nueva manera de ver las cosas o un cambio social
deseado»
(1986; 17) (El subrayado es nuestro).
La necesidad de juntar estas dos ideas, el «deleite» y la «instrucción», lleva de un modo natural hacia la narrativa. Y más natural aún si se tiene en cuenta que para los ilustrados la moralidad es la característica más importante que tiene que tener una obra narrativa.
Los diferentes estudios que se han llevado a cabo recientemente en busca de una teoría neoclásica de la novela (Álvarez Barrientos, 1995, 1996; Bravo Liñán, 1998; Cantos Casenave, 1998; Carnero, 1995, 1998; Fernández Insuela, 1991; Pérez Magallón, 1986, 1987) coinciden en la importancia que para los autores de estas teorías tiene una característica que no es formal, ni estilística, ni estructural: la moralidad, la necesaria función moral de la obra escrita y muy principalmente de la novela. Aunque en realidad la mayor parte de estos teóricos escriben ya entrado el siglo XIX (El más característico de todos los retóricos neoclásicos es José Gómez Hermosilla que publica su Arte de hablar en Prosa y verso en 1826), las ideas que exponen ya están presentes en el ambiente dieciochesco y, por supuesto, influyen en los autores de cuentos, o, al menos, en algunos. Hay una general coincidencia en siete principios fundamentales que toda novela debe tener: la imitación, la utilidad, la moralidad, la invención, la verosimilitud, el interés y el estilo acordado. Pero, como apunta Sánchez García, todo se reduce al final a una sola consideración: la moralidad que abarca el resto de las otras características:
(Sánchez García, 1998; 188) |
Sánchez
García, en este mismo artículo, hace un revelador
análisis del concepto de moral que se lleva a cabo en las
recomendaciones a la novela de la época. Se trata de una
moral dirigida a los inferiores, una moral que sirva para guiar a
los ignorantes, a la gente inferior que lee y no pertenece al
círculo de los importantes de la época: «No hay mejor manera de conducir al quien no sabe
que ilustrarle el buen camino a seguir con el mayor número
de ejemplos posible»
(189).
En las páginas de los periódicos de los últimos años del XVIII y los primeros del XIX la presencia de los cuentos es una constante. Hemos podido recoger 124 narraciones en los periódicos que hemos analizado [El Censor (1781/1783/1785-1787); Memorial Literario (1784-1791; 1793-1798; 1801-1804; 1805-1806 y 1808); Correo de los Ciegos de Madrid (1786-1790); Diario de las Musas (1790); Semanario de Salamanca (1792-1795); Diario de Valencia (1793-1798); Correo literario de Murcia (1793-1794); Correo de Cádiz (1795-1796); Miscelánea Instructiva, Curiosa y Agradable (1796); Regañón general (1803-1804); Variedades de Ciencias, Literatura y Artes (1803-1805); Correo de Sevilla (1803-1808) y Minerva o el Revisor General (1805-1808)].
Casi un 60% de
esas narraciones son cuentos de índole moral, y, conforme a
la idea de Sánchez García, de «una moral dirigida a los inferiores»
,
se trata de cuentos de adoctrinamiento social. La idea fundamental
que se quiere transmitir es un conformismo social que acepte sin
reservas las estructuras del poder social y político.
Las estructuras de poder son vistas como algo inevitable, como un hecho más de la naturaleza y la divinidad. Así se afirma sin tapujos en «Aventuras de un Inglés en la Siberia» (Correo de Sevilla; 1808, XIII, 245-249/253-256/261-265/269-273). El protagonista, condenado en Rusia por espionaje, cuenta sus experiencias sobre un paraje casi fabuloso para los europeos de entonces. Al ser condenado y desterrado pierde su condición —46→ social y se le comunica que vivirá en adelante en una condición absolutamente opuesta a la que había nacido.
Este condenado en
Siberia, forzado a ejercer «las tareas más
viles», previene que nadie podrá creer esa
inversión social que se practica en Siberia, contraria al
«orden establecido por la naturaleza y la
providencia del cielo»
, un cambio tan tajante como si los
hombres anduviesen con la cabeza. Por eso añade al final que
los que conozcan algo de Rusia creerán que lo que cuenta no
es imposible; los que no conozcan nada, en cambio, hallarán
muchos problemas en creer esta historia. Esta creencia en que la
estructura social está —47→
determinada por la naturaleza y la providencia divina
está detrás de muchos de los relatos morales que
incitan al inmovilismo social.
Si el orden social está definido por el cielo y la naturaleza, el intento de cambiarlo es un terrible pecado. La ambición por parte del humilde se convierte en una aberración y el castigo es inmediato e inmisericorde. Es el caso de «Hamet y Raschid», un cuento que sin duda tuvo éxito en su mensaje pues fue publicado en los dos siglos (Correo de los Ciegos de Madrid. 1788, 467-468; Memorial Literario, 1805, I, 235-239). Hamet y Raschid son dos pobres pastores de la India atribulados por una terrible sequía, a los que de repente se les aparece un genio que les anuncia que les concederá un deseo.
—48→
Hamet es un
campesino consciente de su clase y no pide más que aquello
que necesita dentro de su clase: agua para sus campos. Es
recompensado por ello. En cambio Raschid se atreve a ambicionar
algo más, algo que no le corresponde. Insiste en ello a
pesar de los «sanos consejos» que le da el genio. Tan
desatinada insistencia ocasiona un tajante castigo: la muerte. En
las palabras del genio hay toda una teoría de
aceptación de la estructura social: «Modera tus deseos, hombre débil e
imprudente, atrévete a no estimar en nada todo cuanto te es
inútil. ¿Para qué necesitas más que tu
compañero? ¿Acaso tus urgencias son mayores que las
suyas?»
De esta manera el
cambio llega a verse como algo intrínsecamente peligroso.
Ese es el mensaje presente en «Artemisa» (Minerva o
el Revisor General; 1805; 1; 111-112). Artemisa, una joven
sorda, va en peregrinación al templo de Esculapio y le pide
recuperar el oído. El dios, al principio, se niega pues
«para nada podría servirte» pero Artemisa
insiste y Esculapio le concede su deseo, pero al tiempo la deja
ciega. Artemisa se queja y Esculapio la devuelve el don de la vista
pero la deja paralítica. Al final Artemisa vuelve a su
estado original y Esculapio la advierte: «No te obstines en enmendar la naturaleza, porque
mi arte nada puede contra ella; sufre con resignación
enfermedades que es peligroso curar y acuérdate de que
Fidias ha colocado al lado del dios que cura a la serpiente que
hiere»
. De nuevo la naturaleza es citada como fuente de
la situación que, por lo tanto, es invariable. Pocas
doctrinas más tajantes de inmovilismo que la
invitación a sufrir con resignación las enfermedades
que es peligroso curar.
La actitud correcta del gobernado es, pues, la de aceptar su condición social y no pretender ningún avance, ni para él ni para sus hijos o descendientes. Dos cuentos que se publican casi consecutivamente en el Correo de los Ciegos nos demuestran esa necesidad de la aceptación de la situación social y económica. Se trata de «Cartas del Señorito» (1789; 1462-1464/1586-1590/2077-2080/2130-2133/2470-2471) y «Carta del Padre Engañado» (1789; 2798-2799). El primero de los dos relatos consiste en las cartas de un joven de la alta sociedad, que se rebela contra la educación que su padre y su ayo le quieren imponer, aunque poco a poco se va dando cuenta de las virtudes y bondades de las actitudes de sus mayores. Desde luego hay que hacer notar que el tema no es la educación desde un punto de vista social, sino una educación individual y muy discriminatoria. Enfocada para jóvenes de la clase alta, para los futuros gobernadores, en un sentido amplio, del país. Por ello, una de las —49→ primeras lecciones que debe aprender el Señorito es el trato correcto y misericordioso con los inferiores:
Pocos días
después de la última Carta del Señorito, es
publicada la «Carta del Padre Engañado», en la
que un padre se queja de haber sido engañado por unos
maestros que fingen educar a su hijo y que nada le enseñan.
Concluye el padre que espera que la carta sirva de escarmiento a
los padres que quieren poner a estudiar a sus hijos cuando les
podían aplicar a su profesión. Un aparente alegato en
contra de la educación en el siglo XVIII, tan preocupado por
la instrucción: se recomienda que los hijos no estudien sino
que comiencen pronto a aprender el trabajo de sus padres. Esta
aparente contradicción no es tal. Lo que ocurre es que el
padre engañado pertenece a una clase social baja. Es, como
él mismo dice, «un pobre menestral
honrado, que gano el comer con mi sudor»
. El error del
padre es pretender dar una educación a su hijo cuando
éste no la necesita, como no necesita tantas otras cosas que
son prerrogativas de la clase superior. Lo que conviene a los
«pobres menestrales» es trabajar y estar, como el padre
engañado, contentos con su suerte: «doy mil gracias a
Dios por serlo».
Y es que la idea de que la educación, como tantas otras cosas, es prerrogativa de la clase superior, está muy presente en los autores dieciochescos. Guillermo Carnero, comentando unas páginas de Jovellanos en su Memoria sobre los espectáculos públicos afirma que
(Carnero; 1982, 302) |
El padre
engañado es palpable prueba de la afirmación de
Carnero. Después de tres años de inútiles
estudios lleva a su hijo ante hombres doctos que le examinan y
dicen el padre que «no sabía palabra, ni era para
ello». Desengañado el padre le pone a aprender su
oficio, pero el joven, acostumbrado a la buena vida se resiste a
trabajar: «Le entra el trabajo muy mal.
Ya se me huye, ya se me hace el mayo y ya rabia, grita y
patea»
. El padre, desconsolado, advierte a otros padres
de su clase que si ponen a estudiar a sus hijos sólo
conseguirán tener «zánganos
de la república»
.
Las críticas la ambición son constantes. Luciano Comella en dos sueños morales, sobre la riqueza (Correo de los Ciegos; 1786, 58-59; Diario de las Musas; 1790, 205-207) y sobre la avaricia (Correo de los Ciegos; 1787, 117-119/121-124) advierte de los terribles peligros de la ambición que puede convertirse en una ofensa al mismo Dios. El «Sueño sobre la opulencia» presenta a un hombre que por un capricho de la fortuna consigue la piedra filosofal. Gracias a la riqueza consigue una posición en la sociedad y se casa con una joven a la que elige entre muchas por su modestia, recato y la suma perfección de sus virtudes. Cuando está, después de su boda, en la cumbre de su éxito, una legión de fantasmas entra en su casa y van llevándose todo lo que tiene, incluso la piedra filosofal. Se vuelve hacia su mujer, pensando que le queda su amor, pero ésta le golpea y se va de su casa, llevándose su cartera, única cosa que los fantasmas le habían dejado. Una vez a solas el último fantasma se abalanza sobre él, y le chupa la carne y la sangre hasta dejarle tan delgado y consumido que el viento se lo lleva revoloteando, hasta que, por fin, cae sobre una peña y se despierta. En el «Sueño sobre la codicia» Comella nos presenta un sueño alegórico. El protagonista se ve transportado a un extraño país en el que nada se puede hacer si no se poseen unas bolitas de azogue que todo el mundo ambiciona. El protagonista observa que todos cargan —51→ con gruesas cadenas, más grandes cuanto mayor sea su fortuna, y que los más ricos golpean y humillan a los que son menos adinerados, que aceptan la situación golpeando a su vez a los que aún son más pobres. Uno de los habitantes le propone que compartan el peso de las cadenas para dirigirse a una lejana montaña donde se halla la fuente de las bolitas que todos ambicionan. En el viaje va observando todas las indignidades que la gente hace por la posesión de los tesoros. Llegados a la montaña, la gran cantidad de gente les impide el paso, pero su compañero le guía por un camino secreto. Cuando ya están a la vista de la fuente de la riqueza tres grandes estatuas aparecen ante ellos impidiéndoles llegar: son la religión, la humanidad y la probidad. El protagonista se detiene, pero su compañero, enloquecido ante la cercanía de la riqueza, destruye las estatuas. Luchan los dos y se rompen las cadenas. El compañero sigue adelante y cae en un profundo precipicio, mientras que, ante la mirada del protagonista, las estatuas vuelven a levantarse, incólumes.
En «El Juez Prudente» (Correo de los Ciegos, 1786, 106) el protagonista de la historia castiga a un Dervís tramposo y avariento (Cándido María Trigueros, en Mis Pasatiempos, volvería a contar la misma historia, con una redacción más extensa y el título «El Juez Astuto»); «Los habitantes de la tierra en la luna» (Variedades de Ciencias, Literatura y Artes; 1804, 306-308) cuenta la historia de un matrimonio que llega a la luna y la encuentran habitada por diminutos liliputienses. Los selenitas se aprovechan del ansia de oro de la pareja y les capturan y esclavizan; «El juez de su mismo padre» (Correo de Sevilla, 1804, IV, 238-239) nos presenta a un juez ejemplar que no duda en hacer azotar a su padre, un comerciante tramposo y deshonesto. En «Fin de Siglo Pastoril» (Memorial Literario, 1805, IV, 222-237) la llegada de la ambición es la causa de la desaparición del último pueblo feliz sobre la tierra.
—52→
Por el contrario se enfatiza la felicidad del que vive de acuerdo con su clase. «El Czar Jwan» (Correo de los Ciegos, 1787, 173-174) parte de un motivo conocido: el monarca que sale de incógnito a visitar a su pueblo para conocer la realidad que hay más allá de palacio. En una de sus correrías se le hace de noche en un pueblo cercano a la capital y no encuentra a nadie que le dé asilo. Al final le reciben en la casa más pobre del pueblo. El propietario es un pobre labrador que vive con su mujer, sus hijos y sus padres. Aunque en el momento que llama el Zar está dando a luz su mujer, le recibe y le atiende. El Zar observa, perplejo, que a pesar de la pobreza de la casa, el labrador es un hombre feliz. Al día siguiente el Zar se va, pero le ruega al labrador que espere para el bautizo, porque va a intentar que un amigo suyo, hombre muy generoso sea el padrino de su hijo. El labrador accede a esta petición sin darle mucho crédito, pero al poco tiempo ve llegar a su casa una formidable comitiva. Al final llega la carroza del Czar y él en persona se baja de ella, se presenta ante el labrador, que no sale de su asombro y se hace cargo del niño. Promete allí mismo la fortuna del niño, que será su ahijado, y de toda la familia.
La felicidad está en contentarse con su suerte. La infelicidad en no estar de acuerdo con ella, como se expone en «Los anteojos» (El Regañón General; 1803, II, 303-309) y «El anteojo y la trompetilla» (Minerva o el Revisor General; 1805, 204-210). En los dos casos hay el mismo motivo central: un instrumento mágico que sirve para descubrir lo que piensan los hombres y que revela que todos están preocupados en conseguir algo que no tienen y de esta manera son infelices para siempre.
Un perfecto
representante de esta felicidad de la aceptación es un
personaje de «Bogislao X, Duque de Pomerania»: el
plebeyo y consejero del rey, Juan Lange. En el relato (Correo
de Sevilla; 1804; 3; 81-85/89-91) se pone de relieve que es
una obligación del súbdito mantener su
posición y no intentar alterar jamás las cosas. Un
aldeano, Juan Lange, conmovido por el abandono y la pobreza en la
que se encuentra el joven príncipe Bogislao desea ayudarle,
pero se da cuenta de que no puede darle limosna porque eso no
encaja con la posición social de cada uno. De esta manera
indica a Bogislao que le tome como vasallo y de esta forma el
dinero que le dé no será limosna sino tributo. Cuando
Bogislao llega a reinar quiere recompensar a Lange, pero
éste se niega siempre a salir de su estado social y
también a que su familia lo haga. «Yo soy un aldeano y
quiero que mis hijos también lo sean. Si son hombres de bien
vivirán felices en su estado». El inmovilismo social,
y el —53→
miedo al cambio quedan patentes en otro episodio de este
relato. Bogislao se ha enterado de la corrupción de uno de
sus funcionarios y ha decidido cesarle y castigarle. Lange se lo
desaconseja con este razonamiento: «Escucha, Bogislao, esta clase de hombres es como
un gusano roedor de la que no podemos deshacernos enteramente.
Tú quieres despedir a este hombre que habemos engordado y
satisfecho, para dar su comisión a otro que estando flaco y
hambriento nos chuparía de nuevo hasta la sangre. Dejanos,
pues, a aquel a quien habemos hartado, a quien podemos contentar
más fácilmente»
.
La
justificación más frecuente de las exhortaciones al
inmovilismo social vienen a través de una metáfora:
la presentación del estado como una familia en la que el
gobernante es el padre y los gobernados los hijos. Así se
describe al rey siberiano en «El Czarevitts Fevvei»
(Correo de los Ciegos; 1788,
541-542/546-549/554-557/566-567): «Príncipe sabio y virtuoso que amaba a sus
vasallos como un buen padre ama a sus hijos. No los cargaba de
impuestos onerosos y en general miraba por ellos en toda
ocasión cuanto le era posible»
. Y Ogul, el buen
ministro injustamente condenado por su soberano en «El Paseo
de Scha-Abas, Rey de Persia». (Correo Literario de
Murcia; 1793, 185-189), proclama que toda Persia «ama a su Rey como a un tierno
padre»
.
La misma
relación padre-hijo encontramos en un cuento publicado en el
Correo de Sevilla: «Korem y Zendar, cuento
tártaro» (1805; 4; 241-245/249-252). Córduba,
rey de Teran, país de Tartaria debe casar a su única
hija mientas que dos reyes vecinos intentan conquistar su reino.
Encarga a dos nobles, los hermanos Korem y Zendar que libren a su
reino de sus enemigos prometiendo al más digno de los dos la
mano de su hija. Ambos hermanos vencen a sus enemigos pero Zendar
usa la dureza extrema y Korem la benevolencia. Córduba
escoge a Korem. El cuento se divide en tres partes. En la primera
se plantea la situación de Córduba ante las amenazas
para su reino, la decisión que toma y la misión que
se encomienda a los dos hermanos. En la segunda parte se cuentan
sucesivamente las dos campañas victoriosas de ambos jefes,
primero la de Zendar y luego la de Korem. La tercera parte la
constituye el discurso final de Córduba en el que declara su
elección. La dureza de Zendar se hace presente desde el
comienzo de su actividad. Después de las primeras victorias
rechaza una oferta de paz «con
altivez»
(244). Más tarde se muestra como «inflexible»
(244) y se habla de su
«dureza». Tanta que, después de la conquista,
Zendar tiene dificultades para «detener
la furia de los soldados y moderar la matanza»
(245).
Korem, por el contrario, inicia la campaña con
intención de «ganar los
corazones»
(249) de las gentes de los países
vecinos —54→
para asegurarse su neutralidad. Su templanza hace que muchos
súbditos de su enemigo se pasen a su bando por «amor y reconocimiento»
(250). Al final
Akbar, su enemigo «no tuvo otro recurso
que implorar la paz»
(251) esperando duras condiciones,
«pero quedó admirado de la
suavidad, o para hablar mejor, de la magnanimidad del que las
había dictado»
(251). Tan asombrado queda Akbar,
que regresa a su capital «proclamando por
todas partes la generosidad de Korem y su inteligencia en el arte
militar»
(251). Frente a los dos hermanos victoriosos,
Córduba, el rey, hace el discurso que constituye la
culminación y la expresión de la intención
moral del cuento.
(257-258) (Los subrayados son nuestros) |
—55→
La presencia constante de palabras como «padre», «hijos» o «familia» certifican esta unión entre rey y padre que propone Córduba como meta a Zendar y por la que elige a Korem. El autor que contrapone los adjetivos con los que Córduba califica a ambos hermanos (valiente e intrépido a Zendar, generoso a Korem) propone una concepción del heroísmo que va más allá de la puramente bélica. Por una parte Córduba le dice a Zendar que hay otras virtudes, además de las guerreras y por la otra diferencia claramente a ambos hermanos: Korem es un héroe y Zendar puede llegar a serlo (evidentemente si cambia su comportamiento y actúa como Korem).
Si el estado es
una familia, el rey es un padre y los súbditos sus hijos es
claro que cualquier rebelión contra el rey se convierte en
un pecado contra natura, en palabras del viajero inglés de
la Siberia, contra «el orden establecido
por la naturaleza y la providencia del cielo»
. Nada es
más reprobable que la infidelidad hacia el Rey o la falta de
colaboración con él. Es el caso de «Carta de
don Avaro Simplón» (Semanario de Salamanca;
1795, 58-63). Se trata de un cuento estructurado en dos partes,
cada una de ellas una carta. La primera es la carta de Don Avaro
Simplón; la segunda, la respuesta de su tío Prudencio
Sapiente. Desde el principio se está indicando al lector,
viendo los nombres escogidos, la psicología de los
personajes y a quien se debe hacer caso. El relato se sitúa
en 1794 en plena guerra contra la Convención Republicana
Francesa. La primera carta expone lo sucedido en una reunión
de ricos de pueblo que ante las peticiones de ayuda
económica para la guerra se devanan los sesos para no dar ni
una moneda. Se propone que paguen los pobres, proponer impuestos
especiales, se hace caso omiso a las palabras del cura y a los
informes sobre los abusos de la república francesa.
Finalmente Don Avaro Simplón propone a la asamblea que
escriban una encendida proclama de lealtad al rey en la que se
muestren dispuestos a dar sus vidas, pero sin aportar ni un
maravedí a efectos prácticos. Escribe después
a su tío para pedirle su opinión y de paso
preguntarle a cuanto asciende su futura herencia. El tío
responde con una carta llena de invectivas e insultos para el avaro
pueblerino y encendidos apoyos al Rey, a Dios y a la Patria.
«Odio mortal» contra el modo de pensar de los que se niegan a auxiliar al rey; «repugnante discurso», «bárbara rebeldía», el «amor y veneración a la Religión, al Rey y a la Patria». El discurso de Prudencio Sapiente es un claro, y nada sutil, ejercicio de literatura propagandística.
El gobernante, como buen padre, trata a sus súbditos con misericordia. De esta manera se multiplican los relatos en los que se presenta a un rey o ministro que trata los asuntos de su estado con piedad y clemencia. «Rasgo de piedad del Emperador Marco Aurelio» (Correo de los Ciegos; 1788, 733-737) es toda una teoría de la misericordia y la caridad como guía de gobierno y relación del gobernante con los gobernados. Marco Aurelio responde en el Senado a un enemigo suyo, el senador Fulvio, que le acusa de excesivamente suave y compasivo.
—58→
Este modelo de gobernante que se expone en el discurso de Marco Aurelio aparece por doquier en las narraciones de la prensa de los últimos años del XVIII y primeros del XIX.
En «Enrique IV» el rey, al conocer que el Barón de Birón está conspirando contra él, le llama a palacio y le trata con sumo afecto y cariño:
Sólo la contumacia de Birón en su traición obliga a Enrique a castigar al culpable al que pretendía perdonar.
En «Rasgo de heroísmo» también se nos presenta a un gobernante compasivo, Murad, ministro de Achmet I. Cuando es objeto de una intriga para hacerle perder el poder por parte del malvado Nasuf. Murad reacciona con generosidad.
En general estos cuentos sobre el gobernante adoptan un prudente distanciamiento del presente nacional, tanto temporal como geográficamente. No obstante, es fácil encontrar en ellos relaciones con el momento histórico. Así por ejemplo «El Czarevvits Fevvei» (Correo de los Ciegos; 1788, 541-542/546-549/554-557/566-567). Tao-o-ou, Zar de Siberia de origen chino, es un monarca austero trabajador y compasivo, amante de su pueblo y sumamente responsable. Ama a su esposa y es amado por ella, pero no tienen hijos. La Zarina padece de continuas enfermedades, y pululan a su alrededor los médicos que la dan diversas drogas y medicamentos, a cual más repugnante, sin que ninguno logre ningún resultado. Al final el Zar sigue el consejo de su ministro Weisemund, despide a todos los médicos y manda llamar a un solitario ermitaño que vive en el bosque entregado al estudio de las plantas. El ermitaño observa la vida de la Zarina y encuentra que no sale al exterior, se pasa el tiempo tumbada, duerme de día, lee y conversa de noche, y no tiene horas fijas de comida. Le dice al Zar que su esposa sanará si deja esas costumbres y vuelve a practicar una vida sana. El Zar le obedece, convence a la Zarina, que al principio se niega, y finalmente accede, ante la insistencia de su esposo y vuelve a recobrar la salud. Poco tiempo después de esto nace un hijo de ambos, Fevvei, que es educado desde su infancia con el mayor cuidado en —60→ el respeto a la autoridad, la paciencia, la verdad y el valor. La educación de Fevvei es un gran éxito y supera los mimos de la infancia y los caprichos de la juventud y se convierte en un príncipe y gobernante amado y respetado por su pueblo.
La publicación de «Fevvei» se produce en 1788, el año en que Carlos IV llega al trono y Fernando VII, entonces de cuatro años de edad se convierte en el príncipe heredero. En unos años en que la educación era uno de los temas que más preocupaban a los ilustrados y más espacio ocupaba en las páginas de la prensa (Bosch Carrera, 1989), un cuento que versa sobre la educación del príncipe heredero resulta muy adecuado al momento. Por ello el autor se protege con un radical extrañamiento tanto espacial como temporal: una época indeterminada en el reino de Siberia.
El cuento consiste en realidad en dos narraciones de carácter moral unidas por los padres de Fevvei. La primera parte es un cuento de ejemplo moral sobre la vida ordenada y natural. Todos los males de la Zarina quedan curados cuando se la obliga a hacer una vida razonable y presidida por el buen sentido. La segunda parte es la educación de Fevvei hecha a través de una serie de ejemplos en los que el Príncipe se comporta siempre con la máxima corrección.
Las virtudes que se le inculcan a Fevvei son la justicia en el trato a los inferiores, la misericordia con los errores ajenos, el respeto a los servidores del estado, la prudencia a la hora de tomar decisiones y la disciplina hacia las órdenes de su padre. No es posible dejar de añadir que si el autor del cuento estaba pensando que Fernando VII iba a ser un «Fevvei» estaba muy equivocado.
Es llamativo el componente antifemenino. La Zarina en ningún momento toma parte en la educación del príncipe que es confiada primero a una viuda, en los primeros años de la infancia, y después a un ayo, en cuanto el niño empieza a tener uso de razón. La nula importancia que tiene la madre es evidente en la crisis que Fevvei pasa a los quince años: muestra deseos de viajar y de ver mundo. La Zarina, por medio de sus damas (la parte femenina), procura disuadirle; le ofrece para ello una esposa amable, hermosos vestidos y los placeres de la corte. Fevvei lamenta el dolor que causa a su madre al irse, pero se niega a permanecer en la corte. Los placeres fáciles y la superficialidad que hay en la oferta de la Zarina no le tientan. El Czar y Weisemund, su consejero, le ordenan quedarse y apelan a la disciplina y a la responsabilidad. Fevvei proclama su respeto por la órdenes de su padre y se queda. Y no —61→ solamente se queda, sino que lo hace sin el menor signo de ira y de rebelión hacia su padre.
También se
puede mencionar «El paseo de Scha-Abbas, Rey de Persia»
(Correo Literario de Murcia 1793; 185-189) en el cual se
narra la historia de un rey que decidido a conocer la verdadera
vida de su pueblo, sale a pasear de incógnito. De esta
manera se entera de la corrupción y de la injusticia que su
Visir ha implantado a sus espaldas. Observa además que el
pueblo recuerda con nostalgia a su anterior ministro, Ogul, que ha
sido desterrado por traidor. Ante la alegría popular
destituye al nuevo ministro y repone al antiguo, gracias a lo cual
el pueblo volvió a ser feliz, el rey amado y el pueblo
grande. El cuento aparece en 1793 en una España que
todavía contempla atónita la ascensión de
Manuel Godoy al poder. Godoy gobierna España con poderes
absolutos, como «el primer dictador de
nuestro tiempo»
(Roger Madol; 1943) mientras que el
otrora primer ministro de Carlos IV, Floridablanca, está
preso en la cárcel de Pamplona. La correspondencia entre
Scha-Abbas y Carlos IV, Godoy y el nuevo Visir, mal gobernante y
corrupto, y Floridablanca y Ogul, injustamente castigado son
demasiado exactas para ser casuales. La insatisfacción
política ante el gobierno del arribista Godoy se vale de un
pretendido exotismo para dar rienda suelta a sus opiniones.
Porque el acercamiento directo a la realidad del momento resulta sin duda peligroso para el autor. Pocos son los que lo intentan, y los que lo hacen adoptan múltiples precauciones.
Y es que la crítica de lo contemporáneo es difícil y peligrosa. No se puede esperar de ningún gobierno dieciochesco ningún tipo de creencia en la libertad de prensa o ninguna actitud tolerante ante la crítica por nimia que ésta sea. El escritor que acometa el análisis de lo que ocurre a su alrededor debe dejar bien claro que nada de lo que allí se dice es responsabilidad del gobierno de turno. Veamos si no el caso del «Discurso Tercero» de El Censor (1781; 43-56). En el cuento que aquí se narra Cañuelo toca un tema absolutamente inusitado en el siglo XVIII: las difíciles condiciones de vida de las clases trabajadoras. El relato presenta la historia de un matrimonio de jornaleros, que, con cuatro hijos menores de ocho años, vive en la mayor pobreza, pero con gran armonía y felicidad entre ellos. Sufren en silencio el hambre y las privaciones. Deciden cambiar de ciudad y se van a una villa distante de la suya esperando hallar en ella mejores oportunidades de trabajo. A los dos días cae enfermo el marido. La mujer, desesperada, viendo que en el pueblo no hay hospital, acude a pedir ayuda a la única persona que conoce: un rico, también —62→ vecino de la villa donde antes vivían. El rico la exige a cambio que se convierta en su amante. La mujer se niega, indignada, y se pone a mendigar, pero nada consigue. Al fin, sin encontrar ninguna otra salida, accede a la propuesta del rico, pero éste, después de aprovecharse de ella, la echa de la casa sin darle ningún tipo de ayuda. La mujer es presa de la desesperación y no se atreve a volver junto a su marido y a sus hijos. Al final muere el marido, consumido por la enfermedad, después los cuatro hijos, de hambre, y finalmente la mujer que, en su ultima agonía, cuenta su historia a unas vecinas.
La narración es la primera parte del Discurso. En la segunda Cañuelo se apresura a aclarar, por lo que pueda tronar, que historias como la que acaba de contar no ocurren todos los días, que además el suceso es excepcional porque en la mayoría de los pueblos hay hospital, y que la mayor preocupación del rey y del gobierno es impedir que pasen semejantes acontecimientos. Acaba el discurso con una exhortación a ayudar al gobierno que quiere impedir que las limosnas vayan a los mendigos profesionales que se aprovechan de la caridad de la gente. Esta ayuda se concreta en destinar las limosnas que antes se daban a voluntad de cada uno a enviados del gobierno que las recogen para socorrer a los necesitados. Esta es la solución gubernativa para la situación de los jornaleros, solución que Cañuelo apoya sin reservas y con la que colabora. Es decir que el cuento en cuestión, que en principio parece una crítica a la injusticia social, se convierte en un artículo de apoyo a la política gubernativa. Mas aún si se tiene en cuenta que el primer error que da lugar a la tragedia es el intento de «mejorar» de la pareja protagonista y para ello el cambio de residencia. Como ya hemos indicado antes, no es la ambición de los humildes alentada, en modo alguno, por los periodistas del XVIII.
A pesar de todo, no hay que olvidar que, pese a todas las prudencias que Cañuelo ha desplegado en este discurso, El Censor no dejó de tener problemas con la censura. No es de extrañar por lo tanto la tendencia de los escritores al alejamiento, espacial y temporal, de la realidad española.
En esa
búsqueda del alejamiento, del disimulo, del mensaje
indirecto, los autores de cuentos insisten en la
presentación de personajes que, en una posición de
superioridad, se muestran misericordiosos y compasivos. Ciro, el
emperador Persa en «Rasgos Sueltos de la Historia de
Cyro». (Correo de los Ciegos de Madrid. 1787.
273-274/277-278) conquista el corazón de sus enemigos con su
clemencia y misericordia. Snelgrave, un traficante de esclavos
«muy recomendable por su
humanidad»
, nos dice el autor del cuento
«Snelgrave» (Correo de los Ciegos de Madrid.
1787. 237-238), demuestra su —63→
misericordia al salvar la vida a un niño prisionero
de un jefe africano. Una historia que apareció dos veces con
dos títulos distintos: «Roberto». (Correo de
los Ciegos de Madrid. 1787. 189-191) y «Un Bienhechor
Desconocido» (Correo de Sevilla, 1805; Tomo 6,
81.85), nos cuenta como Montesquieu auxilia a una familia pobre de
Marsella, después de conocer a Roberto, el hijo más
pequeño de esa familia, y logra la libertad del padre,
cautivo en el norte de África. «Villano del
Danubio». Correo de los Ciegos de Madrid. 1788.
619-622/627-629/636-638) es una repetición del tema que
había tratado ya Fray Antonio de Guevara: el vibrante
discurso del campesino provoca el asombro, el arrepentimiento y la
conducta misericordiosa de la república romana hacia los
campesinos que el villano representa.
Campesinos, gentes
humildes, que deben mantenerse en su lugar y no intervenir en las
decisiones del gobierno. Así lo afirma taxativamente el
autor de «Una disputa entre dos hombres» (Correo de
los Ciegos de Madrid; 1789; 2690-2691): «Un estado está siempre expuesto a grandes
desgracias, cuando tiene el pueblo demasiado poder»
. Para
ejemplificar esta afirmación el cuento relata la historia de
como la discusión entre dos descargadores de un puerto
griego, uno veneciano y otro genovés, ocasiona una guerra
primero entre las colonias de ambas repúblicas en el puerto
griego y luego entre las dos naciones.
El pueblo debe quedar en su lugar y no aspirar a perniciosos cambios de condición. La presentación negativa de la ambición del pueblo puede verse en una de tantas narraciones alegóricas de esos años: el «Discurso Sesenta y Nueve» de El Censor (1782; 21-34). El protagonista viaja, en su sueño, a una bella montaña, agradable y concurrida en donde habitan el Error y la Opinión Vulgar. Después de haberles conocido y tratado entra en el palacio de la Vanidad, en donde encuentra varios personajes entre la corte que rodea a la dueña del palacio: la Nobleza Decadente, la Ostentación, la Galantería, la Lisonja, la Afectación, la Moda, el Capricho. A pesar de los avisos de la Franqueza todos los invitados le hacen oídos sordos hasta que el palacio desaparece ante la entrada de varios personajes: la Rabia, la Vergüenza, la Infamia, etc. Los invitados huyen en su mayoría al ver la realidad, pero alguno de ellos se queda y le comenta al protagonista que ya han ocurrido antes esas cosas pero que el palacio siempre vuelve a levantarse. El protagonista sale del palacio y descubre que también ha desaparecido la montaña del Error.
La extrema
alegorización del relato que lleva a la presentación
de personificaciones de vicios y virtudes, hace más
aceptable el cuento y menos —64→
peligroso para su autor. Es significativo que en el
único momento en que la narración intenta una
aplicación a la realidad del momento se convierte en una
crítica a las clases más desfavorecidas que intentan
salir de su natural condición. Ocurre cuando los invitados
se esconden o desaparecen, al llegar las figuras hostiles. Uno de
los que se quedan dice con desprecio que aquellos son los
condenados «a profesar las artes
mecánicas y los más viles empleos de la vida
civil»
. El cuento se convierte en una crítica no
ya general, y menos aún de las actitudes de las clases
dominantes, sino dirigida principalmente a aquellas capas del
pueblo que quieren escapar de su condición. Deben renunciar
al error de creerse importantes, a la vanidad y al orgullo y a
imitar aquellas características de la nobleza que no
están a su alcance: lisonja, ostentación, moda. De lo
contrario la vergüenza y la pobreza les sacarán
bruscamente de su error.
Inmovilismo social que encuentra una perfecta correlación en la estructura familiar que se pretende desde el poder: un marido que es el rey absoluto y una esposa que es el más devoto y sumiso súbdito. Un buen ejemplo lo encontramos en Águeda, protagonista de «El casado que lo calla» de Cándido María Trigueros (Mis Pasatiempos, 1804). Después de ser ocultada y vivir en una semiprisión porque su marido, ambicioso, entiende que su matrimonio le quitaría el favor de altas y poderosas señoras, y después de haber visto como su marido hacía de alcahuete entre un poderoso Barón y ella misma, y después de ser obligada por su marido a compartir una casa en el campo con el Barón, responde a las insinuaciones de éste con esta masoquista declaración: «Debo a mi marido mi amor y mi fidelidad y soy su esposa, no soy su juez: el jefe que me ha dado el cielo y la naturaleza es preciso que tenga una prudencia superior a la mía» (op. cit.; I; 256) (El subrayado es nuestro). De nuevo el cielo y la naturaleza son los que han dispuesto la jerarquía y por lo tanto alterarla sería pecar contra uno y otra. Por lo demás no puede ser más significativo que Águeda, modelo de mujer para Trigueros, defina a su marido como su «jefe» y proclame que «es preciso que tenga una prudencia superior a la mía» a pesar de que la evidencia de los hechos muestra que prudencia es, precisamente, lo que no tiene el marido de Águeda.
Los cuentos publicados en los periódicos españoles durante los últimos años del XVIII y primeros del XIX, dirigen su atención, como hemos visto, a una finalidad muy concreta: el mantenimiento de la estructura económica, política y social. Para conseguir ese fin abordan una tarea de adoctrinamiento social, que pone énfasis en los peligros de la ambición y las ventajas del —65→ conformismo en las clases inferiores, y en la presentación del gobernante y del poderoso como un personaje cuya característica principal es la compasión y la misericordia.
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