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Conformismo social y misericordia del soberano: Cuentos del buen gobierno (1787-1808)

Borja Rodríguez Gutiérrez





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En un interesante documento, el Regañón General pasa revista, el 27 de junio de 1804, a la prensa española del momento (1804; 2; 401-408). El primer párrafo del artículo define muy claramente la concepción ilustrada de la prensa: «Preciosa clase de escritos son los periódicos [...] difunden las luces por toda la nación y presentan sin interrupción y con la mayor celeridad la historia de las letras, entretienen del modo más racional a los ociosos [...] Son además los periódicos un indicio de la civilización y literatura del país donde se publican, pues, como todos tienen derecho a incluir en ellos su pensamiento, resulta la reunión de las luces que haya difundidas por todo el país» (401). Esta repetida invocación a las luces es habitual en esos años. El prospecto de Variedades de Ciencias, Literatura y Artes (1803; 1; 3-12) hace también referencias a la misma idea. Una publicación periódica «cuando está destinada enteramente a la instrucción pública, como la presente, no tanto aspira a hacer que las luces vayan ganando en elevación y profundidad como en extensión» (4). Por eso esperan sus autores que sea una «empresa agradable a las personas instruidas y provechosa a las que aspiran a serlo» (3), superando las desconfianzas de quienes desprecian los periódicos «porque no encuentran allí aquella profundidad y extensión de luces que suele proporcionar un libro» (3). Los autores afirman que «nos hemos propuesto referir todas nuestras tareas a los progresos de las luces en nuestra patria» (11). Ideas semejantes podemos encontrar en el prospecto de la quinta época del Memorial Literario (1808; sin numerar) en la que se afirma que un periódico «es el conducto por donde se comunican al público los inventos útiles, las observaciones curiosas y las novedades interesantes. En una palabra estamos persuadidos de que los periódicos deberían ser la balanza de la ilustración: es decir los apreciadores del grado de inteligencia y sabiduría de la nación en la que se publican».

La concepción ilustrada de la prensa como vehículo de conocimiento y de instrucción, lleva a la publicación de una serie de artículos que tienen en común la idea de informar, enseñar y orientar. Para conseguir estas finalidades   —44→   el autor debe conseguir interesar al lector. El modo más buscado de conseguir ese interés por parte de los periodistas dieciochescos fue el entretenimiento. No el puro entretenimiento. Luciano Comella (Diario de las Musas, 21 de Enero de 1791), en una actitud muy ilustrada, preconiza el «instruir deleitando»: «La instrucción que necesita [el público], acompañada de distracción». Deacon indica, a propósito de la prensa crítica como El Pensador, El Censor y sus seguidores que «basándose en una habilidad para elaborar un argumento entretenido, el autor examina un aspecto del comportamiento humano, unas características de las instituciones sociales o un tema filosófico, terminando por proponer una nueva manera de ver las cosas o un cambio social deseado» (1986; 17) (El subrayado es nuestro).

La necesidad de juntar estas dos ideas, el «deleite» y la «instrucción», lleva de un modo natural hacia la narrativa. Y más natural aún si se tiene en cuenta que para los ilustrados la moralidad es la característica más importante que tiene que tener una obra narrativa.

Los diferentes estudios que se han llevado a cabo recientemente en busca de una teoría neoclásica de la novela (Álvarez Barrientos, 1995, 1996; Bravo Liñán, 1998; Cantos Casenave, 1998; Carnero, 1995, 1998; Fernández Insuela, 1991; Pérez Magallón, 1986, 1987) coinciden en la importancia que para los autores de estas teorías tiene una característica que no es formal, ni estilística, ni estructural: la moralidad, la necesaria función moral de la obra escrita y muy principalmente de la novela. Aunque en realidad la mayor parte de estos teóricos escriben ya entrado el siglo XIX (El más característico de todos los retóricos neoclásicos es José Gómez Hermosilla que publica su Arte de hablar en Prosa y verso en 1826), las ideas que exponen ya están presentes en el ambiente dieciochesco y, por supuesto, influyen en los autores de cuentos, o, al menos, en algunos. Hay una general coincidencia en siete principios fundamentales que toda novela debe tener: la imitación, la utilidad, la moralidad, la invención, la verosimilitud, el interés y el estilo acordado. Pero, como apunta Sánchez García, todo se reduce al final a una sola consideración: la moralidad que abarca el resto de las otras características:

La imitación retratará las buenas costumbres (morales), de lo cual extraeremos su utilidad, es decir, colaborará a la reforma de las mismas (las inmorales). Esto, naturalmente, no debe ser percibido por el lector que, gracias a la capacidad de inventiva del autor, digerirá la enseñanza   —45→   (moral) proveniente de acciones verosímiles (la fantasía induce a la inmoralidad) ya que el interés habrá allanado la aspereza del camino para conseguir la virtud (moral). Por supuesto el estilo acordado es el soporte, digamos, técnico, de todo cuanto antecede y deberá guardar proporcionalmente el debido decoro y pudor (moral) en el lenguaje.


(Sánchez García, 1998; 188)                


Sánchez García, en este mismo artículo, hace un revelador análisis del concepto de moral que se lleva a cabo en las recomendaciones a la novela de la época. Se trata de una moral dirigida a los inferiores, una moral que sirva para guiar a los ignorantes, a la gente inferior que lee y no pertenece al círculo de los importantes de la época: «No hay mejor manera de conducir al quien no sabe que ilustrarle el buen camino a seguir con el mayor número de ejemplos posible» (189).

En las páginas de los periódicos de los últimos años del XVIII y los primeros del XIX la presencia de los cuentos es una constante. Hemos podido recoger 124 narraciones en los periódicos que hemos analizado [El Censor (1781/1783/1785-1787); Memorial Literario (1784-1791; 1793-1798; 1801-1804; 1805-1806 y 1808); Correo de los Ciegos de Madrid (1786-1790); Diario de las Musas (1790); Semanario de Salamanca (1792-1795); Diario de Valencia (1793-1798); Correo literario de Murcia (1793-1794); Correo de Cádiz (1795-1796); Miscelánea Instructiva, Curiosa y Agradable (1796); Regañón general (1803-1804); Variedades de Ciencias, Literatura y Artes (1803-1805); Correo de Sevilla (1803-1808) y Minerva o el Revisor General (1805-1808)].

Casi un 60% de esas narraciones son cuentos de índole moral, y, conforme a la idea de Sánchez García, de «una moral dirigida a los inferiores», se trata de cuentos de adoctrinamiento social. La idea fundamental que se quiere transmitir es un conformismo social que acepte sin reservas las estructuras del poder social y político.

Las estructuras de poder son vistas como algo inevitable, como un hecho más de la naturaleza y la divinidad. Así se afirma sin tapujos en «Aventuras de un Inglés en la Siberia» (Correo de Sevilla; 1808, XIII, 245-249/253-256/261-265/269-273). El protagonista, condenado en Rusia por espionaje, cuenta sus experiencias sobre un paraje casi fabuloso para los europeos de entonces. Al ser condenado y desterrado pierde su condición   —46→   social y se le comunica que vivirá en adelante en una condición absolutamente opuesta a la que había nacido.

Mi profesión era el comercio, que había ejercido treinta años con la honradez más escrupulosa, en medio de la abundancia y de los placeres, libre, independiente, servido por un gran número de criados y domésticos y en fin con una vida dulce y dichosa. Se me dijo que iban a emplearme en el mismo estado, en calidad de ganapán o mozo de costal, obligado por consecuencia a las ocupaciones más viles para ganar mi comida y sujeto a la autoridad de algunos miserables [...] No se tardó mucho tiempo sin que conociera en Ciangut muchas personas de distinción, superiores a mí en su desgracia, por la distancia de su condición presente a la que antes habían gozado. Yo vi generales de armada reducidos a la clase de soldados; jueces del primer tribunal de Rusia, forzados a ser ejecutores de la justicia por toda su vida; señores de la más alta distinción sirviendo de criados a los aldeanos o pobres labradores; en fin el trastorno más insufrible del orden establecido por la naturaleza y la providencia del cielo. Es verdad que pretenden hacer entrar todo esto en el orden en calidad de castigos; pero nada exagero si afirmo que mi imaginación se resintió más de esto que si hubiera visto una casta de hombres andando con la cabeza y hacia arriba los pies. Nadie que tenga algún conocimiento de los usos de Rusia, o que haya leído las Memorias del Czar Pedro el Grande, hallará nada de esto imposible.


Este condenado en Siberia, forzado a ejercer «las tareas más viles», previene que nadie podrá creer esa inversión social que se practica en Siberia, contraria al «orden establecido por la naturaleza y la providencia del cielo», un cambio tan tajante como si los hombres anduviesen con la cabeza. Por eso añade al final que los que conozcan algo de Rusia creerán que lo que cuenta no es imposible; los que no conozcan nada, en cambio, hallarán muchos problemas en creer esta historia. Esta creencia en que la estructura social está   —47→   determinada por la naturaleza y la providencia divina está detrás de muchos de los relatos morales que incitan al inmovilismo social.

Si el orden social está definido por el cielo y la naturaleza, el intento de cambiarlo es un terrible pecado. La ambición por parte del humilde se convierte en una aberración y el castigo es inmediato e inmisericorde. Es el caso de «Hamet y Raschid», un cuento que sin duda tuvo éxito en su mensaje pues fue publicado en los dos siglos (Correo de los Ciegos de Madrid. 1788, 467-468; Memorial Literario, 1805, I, 235-239). Hamet y Raschid son dos pobres pastores de la India atribulados por una terrible sequía, a los que de repente se les aparece un genio que les anuncia que les concederá un deseo.

«¡Oh Genio benéfico!», dijo Hamet, «perdona la turbación en que me ha puesto tu augusta presencia. Yo te pido un arroyuelo que no se seque en el verano ni tenga avenidas en el invierno». «Al punto lo tendrás», responde el Genio y al mismo tiempo hiere la tierra con su espada que entonces fue en sus manos un instrumento de beneficencia. Al instante vieron los dos pastores que de entre sus pies salía a borbollones una hermosa fuente, esparciendo sus cristalinas aguas en los prados de Hamet. [...] Volviéndose después el Genio al otro pastor le mandó expusiese su petición. «Lo que yo te pido», dijo Raschid, «es que te dignes de hacer que corra en mis dominios el Ganges con todas sus aguas y peces». [...] Pero el Genio dijo a Raschid: «Modera tus deseos, hombre débil e imprudente, atrévete a no estimar en nada todo cuanto te es inútil. ¿Para qué necesitas más que tu compañero? ¿Acaso tus urgencias son mayores que las suyas?». A pesar de tan sano consejo Raschid insistió en su petición [...] de repente se oyó el tumultuoso estrépito de las olas y el impetuoso torrente que vieron venir hacia ellos, les anunció que el Ganges había quebrantado sus diques. Esta inmensa avenida asoló en un abrir y cerrar de ojos todas las posesiones de Raschid, arrancó sus árboles, se sorbió sus rebaños, arrebatándole a él con ellos y el infeliz y mísero propietario del Ganges fue pasto de un hambriento cocodrilo.


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Hamet es un campesino consciente de su clase y no pide más que aquello que necesita dentro de su clase: agua para sus campos. Es recompensado por ello. En cambio Raschid se atreve a ambicionar algo más, algo que no le corresponde. Insiste en ello a pesar de los «sanos consejos» que le da el genio. Tan desatinada insistencia ocasiona un tajante castigo: la muerte. En las palabras del genio hay toda una teoría de aceptación de la estructura social: «Modera tus deseos, hombre débil e imprudente, atrévete a no estimar en nada todo cuanto te es inútil. ¿Para qué necesitas más que tu compañero? ¿Acaso tus urgencias son mayores que las suyas?»

De esta manera el cambio llega a verse como algo intrínsecamente peligroso. Ese es el mensaje presente en «Artemisa» (Minerva o el Revisor General; 1805; 1; 111-112). Artemisa, una joven sorda, va en peregrinación al templo de Esculapio y le pide recuperar el oído. El dios, al principio, se niega pues «para nada podría servirte» pero Artemisa insiste y Esculapio le concede su deseo, pero al tiempo la deja ciega. Artemisa se queja y Esculapio la devuelve el don de la vista pero la deja paralítica. Al final Artemisa vuelve a su estado original y Esculapio la advierte: «No te obstines en enmendar la naturaleza, porque mi arte nada puede contra ella; sufre con resignación enfermedades que es peligroso curar y acuérdate de que Fidias ha colocado al lado del dios que cura a la serpiente que hiere». De nuevo la naturaleza es citada como fuente de la situación que, por lo tanto, es invariable. Pocas doctrinas más tajantes de inmovilismo que la invitación a sufrir con resignación las enfermedades que es peligroso curar.

La actitud correcta del gobernado es, pues, la de aceptar su condición social y no pretender ningún avance, ni para él ni para sus hijos o descendientes. Dos cuentos que se publican casi consecutivamente en el Correo de los Ciegos nos demuestran esa necesidad de la aceptación de la situación social y económica. Se trata de «Cartas del Señorito» (1789; 1462-1464/1586-1590/2077-2080/2130-2133/2470-2471) y «Carta del Padre Engañado» (1789; 2798-2799). El primero de los dos relatos consiste en las cartas de un joven de la alta sociedad, que se rebela contra la educación que su padre y su ayo le quieren imponer, aunque poco a poco se va dando cuenta de las virtudes y bondades de las actitudes de sus mayores. Desde luego hay que hacer notar que el tema no es la educación desde un punto de vista social, sino una educación individual y muy discriminatoria. Enfocada para jóvenes de la clase alta, para los futuros gobernadores, en un sentido amplio, del país. Por ello, una de las   —49→   primeras lecciones que debe aprender el Señorito es el trato correcto y misericordioso con los inferiores:

Si alguna vez un criado me falta en algo y yo le reprendo dándole los títulos de bruto, pícaro, etc., propios y admitidos en tales casos por los más amos, [mi ayo] se enfada conmigo y me reprende agriamente, diciéndome que los criados se deben considerar como una porción de hermanos desgraciados que lo han sido bastante en tener que servir a sujetos como yo y que los debo tratar como quisiera ser tratado si me hubiera cabido su suerte.


Pocos días después de la última Carta del Señorito, es publicada la «Carta del Padre Engañado», en la que un padre se queja de haber sido engañado por unos maestros que fingen educar a su hijo y que nada le enseñan. Concluye el padre que espera que la carta sirva de escarmiento a los padres que quieren poner a estudiar a sus hijos cuando les podían aplicar a su profesión. Un aparente alegato en contra de la educación en el siglo XVIII, tan preocupado por la instrucción: se recomienda que los hijos no estudien sino que comiencen pronto a aprender el trabajo de sus padres. Esta aparente contradicción no es tal. Lo que ocurre es que el padre engañado pertenece a una clase social baja. Es, como él mismo dice, «un pobre menestral honrado, que gano el comer con mi sudor». El error del padre es pretender dar una educación a su hijo cuando éste no la necesita, como no necesita tantas otras cosas que son prerrogativas de la clase superior. Lo que conviene a los «pobres menestrales» es trabajar y estar, como el padre engañado, contentos con su suerte: «doy mil gracias a Dios por serlo».

Y es que la idea de que la educación, como tantas otras cosas, es prerrogativa de la clase superior, está muy presente en los autores dieciochescos. Guillermo Carnero, comentando unas páginas de Jovellanos en su Memoria sobre los espectáculos públicos afirma que

está bien claro [...] el pensamiento conservador y antidemocrático de Jovellanos que centra la ética teatral en la influencia de la representación sobre el espíritu cívico de la nobleza y alta burguesía; más adelante dice «conviene dificultar indirectamente la entrada [en los teatros] a la gente   —50→   pobre, que vive de su trabajo, para la cual el tiempo es dinero, y el teatro más casto y depurado una distracción perniciosa. He dicho que el pueblo no necesita espectáculos, ahora digo que le son dañinos». Para Jovellanos la misión del pueblo es obedecer y producir, no perder horas de trabajo, o de reposo necesario para poder trabajar luego, en ocios y distracciones y mucho menos ante unas representaciones dramáticas que podrían hacerle desear formas de vida propias de las clases privilegiadas.


(Carnero; 1982, 302)                


El padre engañado es palpable prueba de la afirmación de Carnero. Después de tres años de inútiles estudios lleva a su hijo ante hombres doctos que le examinan y dicen el padre que «no sabía palabra, ni era para ello». Desengañado el padre le pone a aprender su oficio, pero el joven, acostumbrado a la buena vida se resiste a trabajar: «Le entra el trabajo muy mal. Ya se me huye, ya se me hace el mayo y ya rabia, grita y patea». El padre, desconsolado, advierte a otros padres de su clase que si ponen a estudiar a sus hijos sólo conseguirán tener «zánganos de la república».

Las críticas la ambición son constantes. Luciano Comella en dos sueños morales, sobre la riqueza (Correo de los Ciegos; 1786, 58-59; Diario de las Musas; 1790, 205-207) y sobre la avaricia (Correo de los Ciegos; 1787, 117-119/121-124) advierte de los terribles peligros de la ambición que puede convertirse en una ofensa al mismo Dios. El «Sueño sobre la opulencia» presenta a un hombre que por un capricho de la fortuna consigue la piedra filosofal. Gracias a la riqueza consigue una posición en la sociedad y se casa con una joven a la que elige entre muchas por su modestia, recato y la suma perfección de sus virtudes. Cuando está, después de su boda, en la cumbre de su éxito, una legión de fantasmas entra en su casa y van llevándose todo lo que tiene, incluso la piedra filosofal. Se vuelve hacia su mujer, pensando que le queda su amor, pero ésta le golpea y se va de su casa, llevándose su cartera, única cosa que los fantasmas le habían dejado. Una vez a solas el último fantasma se abalanza sobre él, y le chupa la carne y la sangre hasta dejarle tan delgado y consumido que el viento se lo lleva revoloteando, hasta que, por fin, cae sobre una peña y se despierta. En el «Sueño sobre la codicia» Comella nos presenta un sueño alegórico. El protagonista se ve transportado a un extraño país en el que nada se puede hacer si no se poseen unas bolitas de azogue que todo el mundo ambiciona. El protagonista observa que todos cargan   —51→   con gruesas cadenas, más grandes cuanto mayor sea su fortuna, y que los más ricos golpean y humillan a los que son menos adinerados, que aceptan la situación golpeando a su vez a los que aún son más pobres. Uno de los habitantes le propone que compartan el peso de las cadenas para dirigirse a una lejana montaña donde se halla la fuente de las bolitas que todos ambicionan. En el viaje va observando todas las indignidades que la gente hace por la posesión de los tesoros. Llegados a la montaña, la gran cantidad de gente les impide el paso, pero su compañero le guía por un camino secreto. Cuando ya están a la vista de la fuente de la riqueza tres grandes estatuas aparecen ante ellos impidiéndoles llegar: son la religión, la humanidad y la probidad. El protagonista se detiene, pero su compañero, enloquecido ante la cercanía de la riqueza, destruye las estatuas. Luchan los dos y se rompen las cadenas. El compañero sigue adelante y cae en un profundo precipicio, mientras que, ante la mirada del protagonista, las estatuas vuelven a levantarse, incólumes.

En «El Juez Prudente» (Correo de los Ciegos, 1786, 106) el protagonista de la historia castiga a un Dervís tramposo y avariento (Cándido María Trigueros, en Mis Pasatiempos, volvería a contar la misma historia, con una redacción más extensa y el título «El Juez Astuto»); «Los habitantes de la tierra en la luna» (Variedades de Ciencias, Literatura y Artes; 1804, 306-308) cuenta la historia de un matrimonio que llega a la luna y la encuentran habitada por diminutos liliputienses. Los selenitas se aprovechan del ansia de oro de la pareja y les capturan y esclavizan; «El juez de su mismo padre» (Correo de Sevilla, 1804, IV, 238-239) nos presenta a un juez ejemplar que no duda en hacer azotar a su padre, un comerciante tramposo y deshonesto. En «Fin de Siglo Pastoril» (Memorial Literario, 1805, IV, 222-237) la llegada de la ambición es la causa de la desaparición del último pueblo feliz sobre la tierra.

La edad de oro había desaparecido. Ya los orgullosos habitantes de las ciudades abandonaban el campo a los mercenarios labradores y estos, víctimas del lujo y la avaricia, no disfrutaban más que una vida trabajosa. Enriquecerse más y más fue el único objeto de todos los hombres: no hubo cosa que no les pareciese lícita para llega a ese fin y bien pronto dejó de reinar en el mundo la amable inocencia y se olvidaron enteramente los placeres sencillos.


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Por el contrario se enfatiza la felicidad del que vive de acuerdo con su clase. «El Czar Jwan» (Correo de los Ciegos, 1787, 173-174) parte de un motivo conocido: el monarca que sale de incógnito a visitar a su pueblo para conocer la realidad que hay más allá de palacio. En una de sus correrías se le hace de noche en un pueblo cercano a la capital y no encuentra a nadie que le dé asilo. Al final le reciben en la casa más pobre del pueblo. El propietario es un pobre labrador que vive con su mujer, sus hijos y sus padres. Aunque en el momento que llama el Zar está dando a luz su mujer, le recibe y le atiende. El Zar observa, perplejo, que a pesar de la pobreza de la casa, el labrador es un hombre feliz. Al día siguiente el Zar se va, pero le ruega al labrador que espere para el bautizo, porque va a intentar que un amigo suyo, hombre muy generoso sea el padrino de su hijo. El labrador accede a esta petición sin darle mucho crédito, pero al poco tiempo ve llegar a su casa una formidable comitiva. Al final llega la carroza del Czar y él en persona se baja de ella, se presenta ante el labrador, que no sale de su asombro y se hace cargo del niño. Promete allí mismo la fortuna del niño, que será su ahijado, y de toda la familia.

La felicidad está en contentarse con su suerte. La infelicidad en no estar de acuerdo con ella, como se expone en «Los anteojos» (El Regañón General; 1803, II, 303-309) y «El anteojo y la trompetilla» (Minerva o el Revisor General; 1805, 204-210). En los dos casos hay el mismo motivo central: un instrumento mágico que sirve para descubrir lo que piensan los hombres y que revela que todos están preocupados en conseguir algo que no tienen y de esta manera son infelices para siempre.

Un perfecto representante de esta felicidad de la aceptación es un personaje de «Bogislao X, Duque de Pomerania»: el plebeyo y consejero del rey, Juan Lange. En el relato (Correo de Sevilla; 1804; 3; 81-85/89-91) se pone de relieve que es una obligación del súbdito mantener su posición y no intentar alterar jamás las cosas. Un aldeano, Juan Lange, conmovido por el abandono y la pobreza en la que se encuentra el joven príncipe Bogislao desea ayudarle, pero se da cuenta de que no puede darle limosna porque eso no encaja con la posición social de cada uno. De esta manera indica a Bogislao que le tome como vasallo y de esta forma el dinero que le dé no será limosna sino tributo. Cuando Bogislao llega a reinar quiere recompensar a Lange, pero éste se niega siempre a salir de su estado social y también a que su familia lo haga. «Yo soy un aldeano y quiero que mis hijos también lo sean. Si son hombres de bien vivirán felices en su estado». El inmovilismo social, y el   —53→   miedo al cambio quedan patentes en otro episodio de este relato. Bogislao se ha enterado de la corrupción de uno de sus funcionarios y ha decidido cesarle y castigarle. Lange se lo desaconseja con este razonamiento: «Escucha, Bogislao, esta clase de hombres es como un gusano roedor de la que no podemos deshacernos enteramente. Tú quieres despedir a este hombre que habemos engordado y satisfecho, para dar su comisión a otro que estando flaco y hambriento nos chuparía de nuevo hasta la sangre. Dejanos, pues, a aquel a quien habemos hartado, a quien podemos contentar más fácilmente».

La justificación más frecuente de las exhortaciones al inmovilismo social vienen a través de una metáfora: la presentación del estado como una familia en la que el gobernante es el padre y los gobernados los hijos. Así se describe al rey siberiano en «El Czarevitts Fevvei» (Correo de los Ciegos; 1788, 541-542/546-549/554-557/566-567): «Príncipe sabio y virtuoso que amaba a sus vasallos como un buen padre ama a sus hijos. No los cargaba de impuestos onerosos y en general miraba por ellos en toda ocasión cuanto le era posible». Y Ogul, el buen ministro injustamente condenado por su soberano en «El Paseo de Scha-Abas, Rey de Persia». (Correo Literario de Murcia; 1793, 185-189), proclama que toda Persia «ama a su Rey como a un tierno padre».

La misma relación padre-hijo encontramos en un cuento publicado en el Correo de Sevilla: «Korem y Zendar, cuento tártaro» (1805; 4; 241-245/249-252). Córduba, rey de Teran, país de Tartaria debe casar a su única hija mientas que dos reyes vecinos intentan conquistar su reino. Encarga a dos nobles, los hermanos Korem y Zendar que libren a su reino de sus enemigos prometiendo al más digno de los dos la mano de su hija. Ambos hermanos vencen a sus enemigos pero Zendar usa la dureza extrema y Korem la benevolencia. Córduba escoge a Korem. El cuento se divide en tres partes. En la primera se plantea la situación de Córduba ante las amenazas para su reino, la decisión que toma y la misión que se encomienda a los dos hermanos. En la segunda parte se cuentan sucesivamente las dos campañas victoriosas de ambos jefes, primero la de Zendar y luego la de Korem. La tercera parte la constituye el discurso final de Córduba en el que declara su elección. La dureza de Zendar se hace presente desde el comienzo de su actividad. Después de las primeras victorias rechaza una oferta de paz «con altivez» (244). Más tarde se muestra como «inflexible» (244) y se habla de su «dureza». Tanta que, después de la conquista, Zendar tiene dificultades para «detener la furia de los soldados y moderar la matanza» (245). Korem, por el contrario, inicia la campaña con intención de «ganar los corazones» (249) de las gentes de los países vecinos   —54→   para asegurarse su neutralidad. Su templanza hace que muchos súbditos de su enemigo se pasen a su bando por «amor y reconocimiento» (250). Al final Akbar, su enemigo «no tuvo otro recurso que implorar la paz» (251) esperando duras condiciones, «pero quedó admirado de la suavidad, o para hablar mejor, de la magnanimidad del que las había dictado» (251). Tan asombrado queda Akbar, que regresa a su capital «proclamando por todas partes la generosidad de Korem y su inteligencia en el arte militar» (251). Frente a los dos hermanos victoriosos, Córduba, el rey, hace el discurso que constituye la culminación y la expresión de la intención moral del cuento.

Intrépido Zendar, vos habéis acabado de conquistarme un reino por vuestro valor. Pero los nuevos vasallos que me habéis adquirido son enemigos ocultos que habéis mezclado entre mis hijos. Yo no los quiero por esto adoptar temiendo introducir la discordia en mi familia. Pero para que los carismitas tengan un rey cuyo amor no pueda ser dividido entre ello y otro pueblo, id, valiente Zendar, y sed rey de Carism. Los terribles efectos de vuestro valor os han hecho terrible en este vasto imperio. Pensad que hay otras virtudes además de las virtudes guerreras y que debéis reparar los daños que habéis causado a vuestros nuevos vasallos. Si queréis que ellos os miren con ojos tranquilos sobre el trono de sus antiguos señores, portaos como padre y que la mano que les colma de bienes les haga olvidar la mano que los ha herido.

Y vos, generoso Korem, que sabéis como se deben vencer los enemigos de los teranitas y que os habéis cansado en buscarle amigos; vos que versado en el arte de la guerra no amáis menos la paz y que preferís a las acciones destructoras las acciones útiles a la humanidad, vos seréis el esposo de mi hija: recibid mi cetro y su mano. Mi pueblo, gobernado por un príncipe tan valiente y moderado no tendrá que temer los enemigos de fuera, ni dentro a su mismo Señor. Sed su padre y sed mi hijo. Vos sois un héroe y Zendar puede llegar a serlo.


(257-258) (Los subrayados son nuestros)                


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La presencia constante de palabras como «padre», «hijos» o «familia» certifican esta unión entre rey y padre que propone Córduba como meta a Zendar y por la que elige a Korem. El autor que contrapone los adjetivos con los que Córduba califica a ambos hermanos (valiente e intrépido a Zendar, generoso a Korem) propone una concepción del heroísmo que va más allá de la puramente bélica. Por una parte Córduba le dice a Zendar que hay otras virtudes, además de las guerreras y por la otra diferencia claramente a ambos hermanos: Korem es un héroe y Zendar puede llegar a serlo (evidentemente si cambia su comportamiento y actúa como Korem).

Si el estado es una familia, el rey es un padre y los súbditos sus hijos es claro que cualquier rebelión contra el rey se convierte en un pecado contra natura, en palabras del viajero inglés de la Siberia, contra «el orden establecido por la naturaleza y la providencia del cielo». Nada es más reprobable que la infidelidad hacia el Rey o la falta de colaboración con él. Es el caso de «Carta de don Avaro Simplón» (Semanario de Salamanca; 1795, 58-63). Se trata de un cuento estructurado en dos partes, cada una de ellas una carta. La primera es la carta de Don Avaro Simplón; la segunda, la respuesta de su tío Prudencio Sapiente. Desde el principio se está indicando al lector, viendo los nombres escogidos, la psicología de los personajes y a quien se debe hacer caso. El relato se sitúa en 1794 en plena guerra contra la Convención Republicana Francesa. La primera carta expone lo sucedido en una reunión de ricos de pueblo que ante las peticiones de ayuda económica para la guerra se devanan los sesos para no dar ni una moneda. Se propone que paguen los pobres, proponer impuestos especiales, se hace caso omiso a las palabras del cura y a los informes sobre los abusos de la república francesa. Finalmente Don Avaro Simplón propone a la asamblea que escriban una encendida proclama de lealtad al rey en la que se muestren dispuestos a dar sus vidas, pero sin aportar ni un maravedí a efectos prácticos. Escribe después a su tío para pedirle su opinión y de paso preguntarle a cuanto asciende su futura herencia. El tío responde con una carta llena de invectivas e insultos para el avaro pueblerino y encendidos apoyos al Rey, a Dios y a la Patria.

Me pides consejo en tu temeraria carta, persuadiéndote, con las insanas razones que te dicta tu repugnante discurso a que soy capaz de fomentar tu bárbara rebeldía, siguiendo los pésimos principios de tanta necedad como se produjo en esa delirante junta. Pero como quiera que   —56→   vive grabado en mi leal pecho, a impulsos del cincel del entendimiento, el amor y la veneración a la religión, al rey y a la Patria, no puedo menos de responder lo que contemplo justo, obligado de la verdad y justa razón que en mudas voces me aconseja ponga ante tu vista la enorme figura del error que te tiene preocupado, por si su fealdad te mueve a un odio mortal contra el modo de pensar que me significas.


«Odio mortal» contra el modo de pensar de los que se niegan a auxiliar al rey; «repugnante discurso», «bárbara rebeldía», el «amor y veneración a la Religión, al Rey y a la Patria». El discurso de Prudencio Sapiente es un claro, y nada sutil, ejercicio de literatura propagandística.

El gobernante, como buen padre, trata a sus súbditos con misericordia. De esta manera se multiplican los relatos en los que se presenta a un rey o ministro que trata los asuntos de su estado con piedad y clemencia. «Rasgo de piedad del Emperador Marco Aurelio» (Correo de los Ciegos; 1788, 733-737) es toda una teoría de la misericordia y la caridad como guía de gobierno y relación del gobernante con los gobernados. Marco Aurelio responde en el Senado a un enemigo suyo, el senador Fulvio, que le acusa de excesivamente suave y compasivo.

Las voluntades profundas que están en lo más interior de los corazones se han de ganar y mantener dando a unos ciertos dones, a otros tratándoles con dulces palabras y a otros asegurándoles con ciertas promesas y esperanzas que deben tener debido efecto para que se cercioren más y más de la verdad de su príncipe, quien en caso de no estimar la gestión del súbdito debe desengañarle con amor y dulzura que es el estímulo más casas de los príncipes hombres bulliciosos y malignos cuyas ideas y conversaciones dirigen siempre a poderoso para ser, en lo sucesivo, lo que por falta de suficiente mérito deja de ser en el día. Y de este modo gana más el príncipe conquistando los corazones de sus súbditos que en rendir a su obediencia reinos extraños. [...] Lo mismo cuenta, cónsul Fulvio, el trato bueno que el malo, pero con la diferencia de que por el primero se domestica al león y por el segundo al perro, símbolo de la lealtad, si se le acosa, se   —57→   vuelve contra su mismo amo. Jamás suele faltar en las persuadir a sus señores del modo que puedan aumentar sus tesoros con la imposición de tributos y nuevos empréstitos, y por maravilla se encuentra uno que inspire al príncipe el medio seguro de ganar la voluntad del súbdito que, amando a su señor porque su señor se hace amable, contribuye en caso necesario con más de lo debiera, pareciéndole poco cuanto da en obsequio de su superior. El reino de los sicimios fue mayor en armas que el de los caldeos y fue menor en antigüedad que el de los asirios y en este reino no hubo una dinastía que llaman ellos un linaje de reyes que le duró doscientas veinte y cinco años porque todos aquellos reyes fueron de amable conversación y dulce trato y otra dinastía no logró de otra duración que el corto tiempo de cuarenta y tres años porque sus príncipes eran mal acondicionados. [...] Reflexionad padres conscriptos en Tarquino el soberbio y en el fin que tuvo. Julio Cesar, último dictador y primer Emperador, siendo loable costumbre del Senado saludarle de rodillas y corresponder él de pie, no quiso al fin guardar esta ceremonia y con veintitrés puñaladas perdió la vida y se castigó su soberbia. Tiberio fue notado de borracho, Calígula de incestuoso, Nerón de cruel por haber muerto a su madre y a Séneca, su maestro, Sergio Galba fue tan voraz en el comer que hizo gastar siete mil aves en una cena y por último Domiciano fue tan malo que se advirtieron en él todas las maldades juntas que cada una, por sí, dominó en sus antecesores. Estos miserables príncipes fueron arrastrados, empozados, ahorcados y degollados. Pero os juro, padres conscriptos, que no hubieran sido muertos por aquellos vicios sino porque fueron soberbios y de mala condición. Porque al fin el príncipe con sólo un vicio no puede hacer mucho daño en el pueblo, pero con la extrañeza y mala condición se hace odioso y destruye a la república. ¡Oh bienaventurada república en la que el príncipe halla obediencia en sus pueblos y éstos experimentan verdadero amor en sus príncipes, porque del amor del señor nace la obediencia en el súbdito y de la obediencia del vasallo nace el amor en el señor!


  —58→  

Este modelo de gobernante que se expone en el discurso de Marco Aurelio aparece por doquier en las narraciones de la prensa de los últimos años del XVIII y primeros del XIX.

En «Enrique IV» el rey, al conocer que el Barón de Birón está conspirando contra él, le llama a palacio y le trata con sumo afecto y cariño:

Este buen príncipe esperaba de Birón que la sola presencia de un Soberano de quien era amado y a quien procuraba vender haría renacer en su corazón los sentimientos de celo, de fidelidad y de obediencia de que se ve animado el menor francés por su Rey. Pero cuando este príncipe vino a tratar del grande asunto que le inquietaba, Birón, no presumiendo que estuviese el rey también instruido, como decía, no se contentó con mantenerse modestamente en la negativa, sino que decía al Rey que no habiendo en él ninguna falta que reprenderle no tenía necesidad de perdón. Que no había venido para justificarse, sino para saber los nombres de sus acusados y que si no se le hacía justicia él se la tomaría por su mano. El Rey muy lejos de quejarse de la insolencia de semejante discurso, aún cuando el que lo tenía hubiese estado inocente, prosiguió hablándole con la más grande dulzura. Tuvo este príncipe muchas conferencias semejantes con el Mariscal, esperando siempre dar lugar a una confesión que le diese lugar a ejercer toda su clemencia hacia este desgraciado Señor, que había sido antes su amigo.


Sólo la contumacia de Birón en su traición obliga a Enrique a castigar al culpable al que pretendía perdonar.

En «Rasgo de heroísmo» también se nos presenta a un gobernante compasivo, Murad, ministro de Achmet I. Cuando es objeto de una intriga para hacerle perder el poder por parte del malvado Nasuf. Murad reacciona con generosidad.

El Sultán, lleno de estimación y de reconocimiento a su ministro, se indignó de la ingratitud y perfidia de Nasuf y le envió su carta a Murad, diciéndole que le hacía árbitro absoluto de la suerte de su teniente y que le permitía   —59→   conservarle, degradarle o hacerle decapitar. De contado mandó Murad que Nasuf viniese a su tienda y le mostró la carta del Emperador. Nasuf creyó oír el decreto irrevocable de su muerte. Sin embargo quiso justificarse, o más bien bajarse a suplicar, cuando Murad le interrumpió diciendo: «Tú has hecho una perfidia, pero tienes grandes talentos y en efecto te creo capaz de mandar el ejército, y así yo te entrego el cargo y los sellos del Imperio, que son ya muy pesados para mi edad. Sé fiel al emperador y ojalá tus armas salgan victoriosas». Inmediatamente congregó Murad las tropas y él mismo le proclamó por su sucesor. Murad acabó tranquilamente sus días en un retiro agradable y la providencia no permitió que Nasuf disfrutase por mucho tiempo del fruto de su traición, porque hecho Gran Visir se casó con una hija del emperador y habiendo abusado indignamente de su favor fue decapitado por orden de Achmet.


En general estos cuentos sobre el gobernante adoptan un prudente distanciamiento del presente nacional, tanto temporal como geográficamente. No obstante, es fácil encontrar en ellos relaciones con el momento histórico. Así por ejemplo «El Czarevvits Fevvei» (Correo de los Ciegos; 1788, 541-542/546-549/554-557/566-567). Tao-o-ou, Zar de Siberia de origen chino, es un monarca austero trabajador y compasivo, amante de su pueblo y sumamente responsable. Ama a su esposa y es amado por ella, pero no tienen hijos. La Zarina padece de continuas enfermedades, y pululan a su alrededor los médicos que la dan diversas drogas y medicamentos, a cual más repugnante, sin que ninguno logre ningún resultado. Al final el Zar sigue el consejo de su ministro Weisemund, despide a todos los médicos y manda llamar a un solitario ermitaño que vive en el bosque entregado al estudio de las plantas. El ermitaño observa la vida de la Zarina y encuentra que no sale al exterior, se pasa el tiempo tumbada, duerme de día, lee y conversa de noche, y no tiene horas fijas de comida. Le dice al Zar que su esposa sanará si deja esas costumbres y vuelve a practicar una vida sana. El Zar le obedece, convence a la Zarina, que al principio se niega, y finalmente accede, ante la insistencia de su esposo y vuelve a recobrar la salud. Poco tiempo después de esto nace un hijo de ambos, Fevvei, que es educado desde su infancia con el mayor cuidado en   —60→   el respeto a la autoridad, la paciencia, la verdad y el valor. La educación de Fevvei es un gran éxito y supera los mimos de la infancia y los caprichos de la juventud y se convierte en un príncipe y gobernante amado y respetado por su pueblo.

La publicación de «Fevvei» se produce en 1788, el año en que Carlos IV llega al trono y Fernando VII, entonces de cuatro años de edad se convierte en el príncipe heredero. En unos años en que la educación era uno de los temas que más preocupaban a los ilustrados y más espacio ocupaba en las páginas de la prensa (Bosch Carrera, 1989), un cuento que versa sobre la educación del príncipe heredero resulta muy adecuado al momento. Por ello el autor se protege con un radical extrañamiento tanto espacial como temporal: una época indeterminada en el reino de Siberia.

El cuento consiste en realidad en dos narraciones de carácter moral unidas por los padres de Fevvei. La primera parte es un cuento de ejemplo moral sobre la vida ordenada y natural. Todos los males de la Zarina quedan curados cuando se la obliga a hacer una vida razonable y presidida por el buen sentido. La segunda parte es la educación de Fevvei hecha a través de una serie de ejemplos en los que el Príncipe se comporta siempre con la máxima corrección.

Las virtudes que se le inculcan a Fevvei son la justicia en el trato a los inferiores, la misericordia con los errores ajenos, el respeto a los servidores del estado, la prudencia a la hora de tomar decisiones y la disciplina hacia las órdenes de su padre. No es posible dejar de añadir que si el autor del cuento estaba pensando que Fernando VII iba a ser un «Fevvei» estaba muy equivocado.

Es llamativo el componente antifemenino. La Zarina en ningún momento toma parte en la educación del príncipe que es confiada primero a una viuda, en los primeros años de la infancia, y después a un ayo, en cuanto el niño empieza a tener uso de razón. La nula importancia que tiene la madre es evidente en la crisis que Fevvei pasa a los quince años: muestra deseos de viajar y de ver mundo. La Zarina, por medio de sus damas (la parte femenina), procura disuadirle; le ofrece para ello una esposa amable, hermosos vestidos y los placeres de la corte. Fevvei lamenta el dolor que causa a su madre al irse, pero se niega a permanecer en la corte. Los placeres fáciles y la superficialidad que hay en la oferta de la Zarina no le tientan. El Czar y Weisemund, su consejero, le ordenan quedarse y apelan a la disciplina y a la responsabilidad. Fevvei proclama su respeto por la órdenes de su padre y se queda. Y no   —61→   solamente se queda, sino que lo hace sin el menor signo de ira y de rebelión hacia su padre.

También se puede mencionar «El paseo de Scha-Abbas, Rey de Persia» (Correo Literario de Murcia 1793; 185-189) en el cual se narra la historia de un rey que decidido a conocer la verdadera vida de su pueblo, sale a pasear de incógnito. De esta manera se entera de la corrupción y de la injusticia que su Visir ha implantado a sus espaldas. Observa además que el pueblo recuerda con nostalgia a su anterior ministro, Ogul, que ha sido desterrado por traidor. Ante la alegría popular destituye al nuevo ministro y repone al antiguo, gracias a lo cual el pueblo volvió a ser feliz, el rey amado y el pueblo grande. El cuento aparece en 1793 en una España que todavía contempla atónita la ascensión de Manuel Godoy al poder. Godoy gobierna España con poderes absolutos, como «el primer dictador de nuestro tiempo» (Roger Madol; 1943) mientras que el otrora primer ministro de Carlos IV, Floridablanca, está preso en la cárcel de Pamplona. La correspondencia entre Scha-Abbas y Carlos IV, Godoy y el nuevo Visir, mal gobernante y corrupto, y Floridablanca y Ogul, injustamente castigado son demasiado exactas para ser casuales. La insatisfacción política ante el gobierno del arribista Godoy se vale de un pretendido exotismo para dar rienda suelta a sus opiniones.

Porque el acercamiento directo a la realidad del momento resulta sin duda peligroso para el autor. Pocos son los que lo intentan, y los que lo hacen adoptan múltiples precauciones.

Y es que la crítica de lo contemporáneo es difícil y peligrosa. No se puede esperar de ningún gobierno dieciochesco ningún tipo de creencia en la libertad de prensa o ninguna actitud tolerante ante la crítica por nimia que ésta sea. El escritor que acometa el análisis de lo que ocurre a su alrededor debe dejar bien claro que nada de lo que allí se dice es responsabilidad del gobierno de turno. Veamos si no el caso del «Discurso Tercero» de El Censor (1781; 43-56). En el cuento que aquí se narra Cañuelo toca un tema absolutamente inusitado en el siglo XVIII: las difíciles condiciones de vida de las clases trabajadoras. El relato presenta la historia de un matrimonio de jornaleros, que, con cuatro hijos menores de ocho años, vive en la mayor pobreza, pero con gran armonía y felicidad entre ellos. Sufren en silencio el hambre y las privaciones. Deciden cambiar de ciudad y se van a una villa distante de la suya esperando hallar en ella mejores oportunidades de trabajo. A los dos días cae enfermo el marido. La mujer, desesperada, viendo que en el pueblo no hay hospital, acude a pedir ayuda a la única persona que conoce: un rico, también   —62→   vecino de la villa donde antes vivían. El rico la exige a cambio que se convierta en su amante. La mujer se niega, indignada, y se pone a mendigar, pero nada consigue. Al fin, sin encontrar ninguna otra salida, accede a la propuesta del rico, pero éste, después de aprovecharse de ella, la echa de la casa sin darle ningún tipo de ayuda. La mujer es presa de la desesperación y no se atreve a volver junto a su marido y a sus hijos. Al final muere el marido, consumido por la enfermedad, después los cuatro hijos, de hambre, y finalmente la mujer que, en su ultima agonía, cuenta su historia a unas vecinas.

La narración es la primera parte del Discurso. En la segunda Cañuelo se apresura a aclarar, por lo que pueda tronar, que historias como la que acaba de contar no ocurren todos los días, que además el suceso es excepcional porque en la mayoría de los pueblos hay hospital, y que la mayor preocupación del rey y del gobierno es impedir que pasen semejantes acontecimientos. Acaba el discurso con una exhortación a ayudar al gobierno que quiere impedir que las limosnas vayan a los mendigos profesionales que se aprovechan de la caridad de la gente. Esta ayuda se concreta en destinar las limosnas que antes se daban a voluntad de cada uno a enviados del gobierno que las recogen para socorrer a los necesitados. Esta es la solución gubernativa para la situación de los jornaleros, solución que Cañuelo apoya sin reservas y con la que colabora. Es decir que el cuento en cuestión, que en principio parece una crítica a la injusticia social, se convierte en un artículo de apoyo a la política gubernativa. Mas aún si se tiene en cuenta que el primer error que da lugar a la tragedia es el intento de «mejorar» de la pareja protagonista y para ello el cambio de residencia. Como ya hemos indicado antes, no es la ambición de los humildes alentada, en modo alguno, por los periodistas del XVIII.

A pesar de todo, no hay que olvidar que, pese a todas las prudencias que Cañuelo ha desplegado en este discurso, El Censor no dejó de tener problemas con la censura. No es de extrañar por lo tanto la tendencia de los escritores al alejamiento, espacial y temporal, de la realidad española.

En esa búsqueda del alejamiento, del disimulo, del mensaje indirecto, los autores de cuentos insisten en la presentación de personajes que, en una posición de superioridad, se muestran misericordiosos y compasivos. Ciro, el emperador Persa en «Rasgos Sueltos de la Historia de Cyro». (Correo de los Ciegos de Madrid. 1787. 273-274/277-278) conquista el corazón de sus enemigos con su clemencia y misericordia. Snelgrave, un traficante de esclavos «muy recomendable por su humanidad», nos dice el autor del cuento «Snelgrave» (Correo de los Ciegos de Madrid. 1787. 237-238), demuestra su   —63→   misericordia al salvar la vida a un niño prisionero de un jefe africano. Una historia que apareció dos veces con dos títulos distintos: «Roberto». (Correo de los Ciegos de Madrid. 1787. 189-191) y «Un Bienhechor Desconocido» (Correo de Sevilla, 1805; Tomo 6, 81.85), nos cuenta como Montesquieu auxilia a una familia pobre de Marsella, después de conocer a Roberto, el hijo más pequeño de esa familia, y logra la libertad del padre, cautivo en el norte de África. «Villano del Danubio». Correo de los Ciegos de Madrid. 1788. 619-622/627-629/636-638) es una repetición del tema que había tratado ya Fray Antonio de Guevara: el vibrante discurso del campesino provoca el asombro, el arrepentimiento y la conducta misericordiosa de la república romana hacia los campesinos que el villano representa.

Campesinos, gentes humildes, que deben mantenerse en su lugar y no intervenir en las decisiones del gobierno. Así lo afirma taxativamente el autor de «Una disputa entre dos hombres» (Correo de los Ciegos de Madrid; 1789; 2690-2691): «Un estado está siempre expuesto a grandes desgracias, cuando tiene el pueblo demasiado poder». Para ejemplificar esta afirmación el cuento relata la historia de como la discusión entre dos descargadores de un puerto griego, uno veneciano y otro genovés, ocasiona una guerra primero entre las colonias de ambas repúblicas en el puerto griego y luego entre las dos naciones.

El pueblo debe quedar en su lugar y no aspirar a perniciosos cambios de condición. La presentación negativa de la ambición del pueblo puede verse en una de tantas narraciones alegóricas de esos años: el «Discurso Sesenta y Nueve» de El Censor (1782; 21-34). El protagonista viaja, en su sueño, a una bella montaña, agradable y concurrida en donde habitan el Error y la Opinión Vulgar. Después de haberles conocido y tratado entra en el palacio de la Vanidad, en donde encuentra varios personajes entre la corte que rodea a la dueña del palacio: la Nobleza Decadente, la Ostentación, la Galantería, la Lisonja, la Afectación, la Moda, el Capricho. A pesar de los avisos de la Franqueza todos los invitados le hacen oídos sordos hasta que el palacio desaparece ante la entrada de varios personajes: la Rabia, la Vergüenza, la Infamia, etc. Los invitados huyen en su mayoría al ver la realidad, pero alguno de ellos se queda y le comenta al protagonista que ya han ocurrido antes esas cosas pero que el palacio siempre vuelve a levantarse. El protagonista sale del palacio y descubre que también ha desaparecido la montaña del Error.

La extrema alegorización del relato que lleva a la presentación de personificaciones de vicios y virtudes, hace más aceptable el cuento y menos   —64→   peligroso para su autor. Es significativo que en el único momento en que la narración intenta una aplicación a la realidad del momento se convierte en una crítica a las clases más desfavorecidas que intentan salir de su natural condición. Ocurre cuando los invitados se esconden o desaparecen, al llegar las figuras hostiles. Uno de los que se quedan dice con desprecio que aquellos son los condenados «a profesar las artes mecánicas y los más viles empleos de la vida civil». El cuento se convierte en una crítica no ya general, y menos aún de las actitudes de las clases dominantes, sino dirigida principalmente a aquellas capas del pueblo que quieren escapar de su condición. Deben renunciar al error de creerse importantes, a la vanidad y al orgullo y a imitar aquellas características de la nobleza que no están a su alcance: lisonja, ostentación, moda. De lo contrario la vergüenza y la pobreza les sacarán bruscamente de su error.

Inmovilismo social que encuentra una perfecta correlación en la estructura familiar que se pretende desde el poder: un marido que es el rey absoluto y una esposa que es el más devoto y sumiso súbdito. Un buen ejemplo lo encontramos en Águeda, protagonista de «El casado que lo calla» de Cándido María Trigueros (Mis Pasatiempos, 1804). Después de ser ocultada y vivir en una semiprisión porque su marido, ambicioso, entiende que su matrimonio le quitaría el favor de altas y poderosas señoras, y después de haber visto como su marido hacía de alcahuete entre un poderoso Barón y ella misma, y después de ser obligada por su marido a compartir una casa en el campo con el Barón, responde a las insinuaciones de éste con esta masoquista declaración: «Debo a mi marido mi amor y mi fidelidad y soy su esposa, no soy su juez: el jefe que me ha dado el cielo y la naturaleza es preciso que tenga una prudencia superior a la mía» (op. cit.; I; 256) (El subrayado es nuestro). De nuevo el cielo y la naturaleza son los que han dispuesto la jerarquía y por lo tanto alterarla sería pecar contra uno y otra. Por lo demás no puede ser más significativo que Águeda, modelo de mujer para Trigueros, defina a su marido como su «jefe» y proclame que «es preciso que tenga una prudencia superior a la mía» a pesar de que la evidencia de los hechos muestra que prudencia es, precisamente, lo que no tiene el marido de Águeda.

Los cuentos publicados en los periódicos españoles durante los últimos años del XVIII y primeros del XIX, dirigen su atención, como hemos visto, a una finalidad muy concreta: el mantenimiento de la estructura económica, política y social. Para conseguir ese fin abordan una tarea de adoctrinamiento social, que pone énfasis en los peligros de la ambición y las ventajas del   —65→   conformismo en las clases inferiores, y en la presentación del gobernante y del poderoso como un personaje cuya característica principal es la compasión y la misericordia.






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