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Conozco a don Américo

José María Martínez Cachero





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La primera vez que oí hablar de Américo Castro fue en la Facultad de Filosofía y Letras, en la clase de Literatura Española, hacia 1942 ó 1943; nuestro profesor le había conocido en Madrid, en el Centro de Estudios Históricos, en la década de los veinte, y recordaba muy bien la impresión que produjo entonces su libro. El pensamiento de Cervantes, del que nos hablaba ahora (cuando era casi inencontrable, salvo en alguna biblioteca), destacando su radical y sorprendente novedad, incompatible con «la opinión corriente de que todo, o por lo menos casi todo, ha sido ya dicho acerca de Cervantes». Poco después, recién licenciado, encontré el nombre de don Américo al pie de artículos, notas y recensiones en la primera época de la Revista de Filología Española, que dirigía Ramón Menéndez Pidal; era un nombre, tan insólito como prestigioso, que ya no olvidaría fácilmente.

El exilio republicano, consecuencia del resultado final de la Guerra Civil española, motivó que personas como Américo Castro pasaran a ser docentes en universidades norteamericanas y maestros de sus alumnos en el ámbito del hispanismo que, merced a sus enseñanzas, tanto había de progresar cualitativamente. Durante mis estancias de Visiting Professor en aquel país fui compañero de colegas que me hablaban con rendido entusiasmo de don Américo pues habían tenido la fortuna, prohibida a los universitarios españoles de la postguerra, de ser alumnos suyos -clases, trabajos, tesis doctorales- en Princeton o en algún otro reputado campus. ¡Cuán justificada mi envidia por ello! Pero estando allí, en   —610→   la Vanderbilt University, comenzó a gestarse la posibilidad de que llegara a conocerle a mi regreso a España.

Jubilado ya en La Jolla (California) y vendida en Norteamérica su biblioteca, Américo Castro retornaría en 1968, animado a hacerlo por Carmen Madinaveitia, su esposa, y por Carmen Castro de Zubiri, su hija, y saltando quizá por encima de queridas convicciones ideológicas y políticas que le hacían poco menos que incompatible con el régimen imperante en España. A España habían llegado tiempo antes los ecos de la polémica con Claudio Sánchez Albornoz -mencionemos solamente La realidad histórica de España, obra de aquél, frente a España, un enigma histórico, libro de éste-, y entre nosotros había partidarios de uno y de otro; en España, asimismo, venían publicándose -por la editorial madrileña Taurus- libros suyos, antiguos o inéditos, con preferencia los que versaban acerca del ser y el existir de los españoles. Fue esta editorial la que, en la primavera de 1968, convenció a don Américo para que, rompiendo el silencio y el apartamiento en que deliberadamente se había recluido, presidiera el jurado de un premio ensayístico convocado por ella, aceptación de la que la editorial «se siente orgullosa».

Se trataba de premiar un «estudio histórico o crítico sobre un tema de la literatura española o hispanoamericana», y había libertad absoluta en cuanto a género y época elegidos por el concursante, quien debería atenerse al carácter de ensayo que se declaraba en el mismo título de la convocatoria; por lo demás: una dotación económica de medio millón de pesetas, la publicación del trabajo galardonado, extensión mínima de 200 folios mecanografiados a doble espacio y la posibilidad de que el jurado dejara desierto el premio «si lo estima oportuno», como así sucedió. Los especialistas a los que Taurus llamó para decidir entre los treinta y ocho originales presentados fueron, bajo tan ilustre presidencia: tres académicos de la Lengua -Gerardo Diego, Laín Entralgo, Alonso Zamora Vicente- y tres catedráticos de Universidad -Francisco Ynduráin, Emilio Alarcos y quien esto escribe-. Tras ampliaciones de plazo y cambios de fecha para la reunión de los jurados, recibidos y leídos por estos los trabajos, deliberamos y fallamos el día 25 de noviembre de 1968. Vuelvo, luego de este paréntesis informativo, a don Américo.

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Le saludé antes de que comenzara la primera sesión deliberadora en la sala de juntas de la editorial (cuya sede era entonces un palacete sito en la plaza del Marqués de Salamanca, número 7), y confieso humildemente que, impuesto de lo excepcional de la ocasión, todo era en mí atención para sus cosas y palabras. Concluyó aquella mañana un primer gran desbroce del terreno y, bastante aclarada así nuestra labor, fuimos a comer (invitados por Francisco García Pavón, en nombre de Taurus) a un restaurante de muchos tenedores. Sin forcejear para conseguirlo, tuve la ventura de quedar al lado izquierdo de Américo Castro; pronto se abrió entre los ocho comensales el juego de la conversación, viva y variada, selecta e inteligente, olvidados por unas horas del concurso y de los concursantes; no recuerdo cómo ocurrió, pero he aquí que me encuentro en un aparte con don Américo, que fue gratísimo y nada breve, y él, que no me conocía, me pidió algo así como una presentación profesional, y entonces yo le saqué a Oviedo, y a «Clarín», y al siglo XIX literario, pero también -antes o después, revueltos u ordenados- el Modernismo y Azorín, mis especialidades (o mis saberes más dilectos) por entonces, y comprobé su cordial atención a cuanto le iba contando.

A la hora de la cena, de nuevo los siete jurados y García Pavón reunidos en torno a otra mesa (ahora en el famoso «Lhardy», restaurante de historia ya centenaria). Nos preside también Américo Castro, situado en la cabecera; cuando acabamos el primer plato, queda firme la decisión de dejar desierto el premio, «salvados los méritos muy estimables de varios de los originales concursantes» (según reza el acta del fallo). Entonces toma la palabra don Américo, que apenas la dejaría ya, para decir que si este certamen se había convocado para premiar un ensayo, él -jurado- estimaba que ninguno de los originales lo era propiamente, pues en ellos pesaba en demasía la prueba documental -notas a pie de página, citas de textos ajenos, apéndices- y escaseaba la libertad elucubradora y, en algunos casos, también se resentía la gracia de la expresión. Después, complacidamente empujado por la propia peroración, atendido por sus ocasionales compañeros, arribó sin dificultad a su tema u obsesión.

Cervantes, tan estudiado por Américo Castro, presenta al ingenioso hidalgo como una criatura normalísima en todo momento y asunto salvo   —612→   cuando le tocaban en cosa de caballerías, tal como pudo comprobar el cura en el capítulo primero de la segunda parte: ¿había, pues, dos don Quijote? Pienso si habría igualmente dos don Américo, conforme se tocara o no en la conversación el tema de la esencia y existencia de España, asunto cimero de sus indagaciones últimas y penúltimas; lo pienso así (lo pensé aquella noche) porque, al volver sobre semejante cuestión, subía el diapasón de su voz y la encrespaba, mostrando un apasionamiento grande, hasta entonces contenido. Se refirió a una oscura y cruel España, madrastra más que madre de sus hijos, que los persigue y condena a triste suerte -y el exilio, en que Américo Castro había vivido tantos años, y aún vivía interiormente era prueba clara-; a mí (contaba) un ministro comunista de Instrucción Pública me quitó la cátedra y, más o menos simultáneamente, hizo otro tanto un ministro fascista en Burgos: ¿qué me queda entonces en mi patria, si unos y otros no me quieren? Pasando de los gobernantes a los gobernados y, también, de los días de la Guerra Civil a tiempos más recientes, se preguntaba don Américo si los españoles, sus compatriotas, se habían enterado de e interesado por su decidido empeño de revelar las claves fundamentales de su «vividura», a lo que respondería Pavón dando fe (como director que era de Taurus) del éxito de sus libros -Hacia Cervantes o De la edad conflictiva, por ejemplo-, que contaban ya con varias ediciones. Pero él no se daba por satisfecho e insistía en su cantinela, aludiendo ahora a los colegas que le eran hostiles y negaban el pan y la sal a sus tesis y métodos, sin duda porque el sectarismo les impedía enterarse y comprender: ¿es que no les basta para quedar convencidos con lo que ya ofrecí? Y aún hay más, se quejaba don Américo: ¿por qué negar legitimidad y eficacia al uso que hago de la literatura como fuente para explicar las vicisitudes históricas españolas?; en ningún otro espacio se ven tan paladinamente las variadas formas de convivencia entre personas y personas, y entre éstas y el entorno; ahí están (añadía) la novela picaresca o la comedia del XVII, mas lo que sucede es que hay que saber leer e interpretar los textos, cosa en la que ellos no atinan. Dicen también, y dicen mentira, que doy de lado a los documentos para prestar atención solamente a mis supuestas adivinaciones, frívolas ocurrencias según algunos   —613→   contradictores, que son víctimas de lo que he dado en llamar «odiamientos». Creía Américo Castro que esas personas no iban a salirse con la suya porque la realidad estaba clara, no menos que su deseo de continuar tenazmente en la liza y de este modo, al cabo del tiempo, la verdad -su verdad- terminaría imponiéndose.

¡Admirable don Américo, ejemplar con ese entusiasmo apasionado, tan de joven pese a los setenta años y pico!, iba diciendo para entre mí ya en la madrugada, Carrera de San Jerónimo adelante, luego de una afectuosa despedida.





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