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Continúa Juanillo la conversación sobre el teatro

José Joaquín Fernández de Lizardi





JUANILLO.-  Dije que sólo la preocupación puede, a mi parecer, servir de apoyo para que se vea con abatimiento a los pobres cómicos. Yo no negaré que la conducta moral de ellos y de ellas es, por lo común, la más relajada; pero acaso esta relajación y abandono consisten en que se ven tratar con un desprecio que saben muy bien que es indebido en buena filosofía y al que no son acreedores por la sola razón de su ejercicio.

Ni sólo los cómicos han sufrido la ley de la ignorancia; otros muchos como los toreros, volatines, carniceros, zapateros, que ya con su habilidad divierten al público, ya con sus manufacturas y oficios son útiles al Estado en gran manera, han tenido que llevar sobre sí la grosera nota de la infamia, y considerarse proscritos entre las ilustres sociedades.

¿Y qué podemos esperar de unos hombres que se creen envilecidos sin delito y despreciados en público justamente por ejercer unas habilidades o mecánicas por las que el pueblo muchas veces no puede menos que lisonjearlos prodigándoles sus públicos aplausos? Siendo de notar que el mismo público que desprecia sus personas, encarece y gusta de sus habilidades, y en cierta manera los incita a la continuación de su ejercicio.

¿Qué deberemos esperar, vuelvo a decir, de unos hombres que se consideran más viles sin delito, que aun los mismos ciudadanos criminales? Es claro: está un español iniciado de ladrón en la cárcel, y en ella no se le quita el don, si lo merece por su nacimiento y si compone, como suele decirse; aunque el delito esté probado, ni el juez, ni el escribano, ni el acusador, ni el público se escrupulizan de tratar a aquel hombre como merecen sus principios, a pesar de que estén convencidos de que no lo merece su conducta. Un pobre de los que hablo basta que se presente en las tablas, en la plaza, en la cuerda, o que destroce un toro (porque no nos lo podemos comer entero) o que haga un par de zapatos bien hechos, ¡a Dios hombre!, se envileció hasta lo sumo, y ya ninguno de buen nacimiento le dará su lado ni le dispensará su estimación.

En tal estado este hombre, aunque sea de un origen regular y haya tenido una fina educación, se prostituye, se abandona y se entrega a cualquier partido que le proporcione satisfacer sus pasiones, compensando con este desarreglo el injusto desprecio que hacen de él preocupadamente sus iguales.

Supongamos que el hijo del marqués de H. se ausentó de su patria por alguna travesura juvenil; que en otro reino, viéndose sin destino y sin renta, adoptó para subsistir el ejercicio de cómico; que su familia lo sabe, que lo deshereda y excluye con infamia; que cuantos lo conocen lo titulan por un vil, lo desprecian y tienen por un soez a quien le presta su lado. En tal caso ¿qué arbitrio le queda a este ilustre joven en la sociedad en que vive, sino adunarse estrechamente con los otros infelices, sus compañeros, a quienes no cupo la suerte de una cuna brillante ni de una fina educación? El ejemplo de éstos es grosero o criminal, sus tertulias son lupanares, juegos y tabernas, y su vida una desvergüenza continuada. Con menos espuelas corren por la posta nuestras pasiones; así que el joven de que hablamos, cuando sea un mozo de vergüenza y honor, cuando la separación de su familia haya provenido de una poca reflexión, y cuando su inclinación no haya sido depravada, tenemos que sólo el capricho de los hombres es bastante a hacer se prostituya; y lo mismo en igual caso cualquier hombre o cualquiera mujer de un nacimiento decente, de una educación fina y de unos sentimientos regulares. Ni se me diga que éste es un caso remoto; porque, a más de que no sería singular, para lo mismo en igual el hijo de un comerciante, de un empleado, de un abogado, de un médico, de un hidalgo, etcétera ¿y no será una lástima que gentes de esta clase se abandonen por sólo una débil preocupación?

Ahora, ¿por qué hemos de envilecer a los cómicos, toreros, volatines y otros? ¿Por sus conductas morales o por sus ejercicios? Por sus conductas morales claro es que no; porque éstas o son buenas o son malas. Si lo primero, sería una torpeza decir que la conducta del cómico merece desprecio por ser suya; si lo segundo, por la misma causa despreciaremos y envileceremos a tantos que sin ser cómicos tienen una conducta tal vez más relajada; ni lo uno se puede hacer, ni lo otro se hace, luego el vilipendio con que los tratamos es solamente por su ejercicio. Probemos la injusticia.

¿Cuál es el oficio del cómico? Divertir e instruir al público. Pues bien, si al cómico, torero, volatín, etcétera, se deben tener por viles porque nos divierten, por la misma causa deberemos infamar a la señorita que baila públicamente, aun en el mismo Coliseo; al caballero que torea, aun en la misma plaza de toros; a los seculares que asisten a aquellas procesiones a que más bien vamos a divertirnos que a edificarnos, y generalmente a todos aquellos que se presentan en público a hacer alarde de sus habilidades, esto no se hace, y el decirlo se tendría por locura; luego, por la razón de que nos divierten no se pueden ni se deben (en mi opinión) tener por viles a los cómicos, etcétera.

Pues entonces diremos que será porque instruyen. Esto es peor; porque a más de que prueba la mayor ingratitud ultrajar a aquellos que nos enseñan e ilustran, por la misma razón deberán ser infames los abogados en los estrados, los autores en sus libros, los maestros en las cátedras y aun los predicadores en los púlpitos. Decir esto también es la mayor locura, conque yo no sé por qué hemos de menospreciar hasta el grado de vileza a los pobres cómicos, etcétera, cuando ni es justo despreciarlos por su conducta moral, ni por su ejercicio como divertido o instructivo. Acaso habrá sabios que sepan en qué consiste esta infamia, y por qué la merezcan justamente; pero hasta que no halle razones convincentes, yo he de insistir en que el desprecio con que vemos a esta clase de gente es la mayor injusticia, apoyada sólo en la ignorante preocupación de los mayores.

Lo mismo digo de otros pobres, verbigracia, el carnicero no hace sino destrozar la carne de los toros para vendérnosla y es infame, o como tal se ve; y el asesino que destroza la carne humana, logra quizá nuestras adoraciones. Yo no sé cómo es esto. El zapatero se cuenta entre la gente ordinaria ¿y por qué?, ¿porque trabaja cuero, o porque lo trabaja para los pies? Si por lo primero debían ser viles los talabarteros porque trabajan con el mismo material; si por lo segundo, infames debían ser los plateros que hacen hebillas para nuestros pies, y más infames los herradores que calzan a las mulas y caballos, que a fe que no son de más noble condición que los hombres; sin embargo, los herradores son gente decente, y los herradores de los hombres (que hoy usan herraduras) son gente ordinaria. ¿En qué estará esto?

Yo digo que si es verdad que al hombre sólo lo degrada y envilece la corrupción de sus costumbres, y que la verdadera nobleza consiste en la virtud, el mismo verdugo puede ser noble; y no hay razón para tratarlo con desprecio por sólo su fúnebre ejercicio; y si no, dígame: ¿cuál es el oficio del verdugo?, ¿quitar la vida a los reos?, ¿pero lo hace cuando quiere ni porque quiere? No, sino cuando se le manda en virtud de la sentencia del juez. En esto no hace más que cumplir con sus deberes; luego, el tener por infame al verdugo cuando mata a un hombre porque el juez se lo manda, es lo mismo que tener por vil a un hombre porque cumple con su obligación. Esto dirían que era un absurdo, y lo otro se tiene por racional. Yo no entiendo a los hombres en sus opiniones. Aún hay más. El verdugo es infame y vil porque mata a un hombre mandado por el juez competente; y no se tiene por tal al juez que lo manda, ni al teniente de sala que hace la seña; estos quedan cubiertos con los delitos de los reos y la integridad de la justicia; y al pobre verdugo no le alcanza este indulto. El verdugo no hace más, sino quitar la vida a un criminal, esto es, librar a la sociedad de un peso que la oprime; lo mismo hace el soldado cuando pasa por las armas a otros iguales; sin embargo, el soldado se queda con su honor y los verdugos con vileza. ¿En qué está esto? ¿Si será porque uno mata de lejos y otro de cerca? Ésta sería una solución de muchacho; conque vea usted, tío, y cuán preocupados hemos sido y seremos los mortales en todos los siglos.

TORIBIO.-  Te he estado oyendo sin interrumpirte, y cierto que soy de tu mismo modo de pensar, pues no hallo razón para que se envilezcan a los cómicos por razón de tales (que es el asunto principal de nuestra conversación) y más cuando leo en nuestra Constitución española, que según entiendo por los artículos del capítulo 4, del título I, los cómicos nuestros deben ser ciudadanos, y como tales pueden obtener empleos municipales (que es como decir, pueden ser regidores, etcétera). En los cuatro casos que señala la ley para perder la calidad de ciudadano español, no encuentro la excepción que excluya a los cómicos de esta preeminencia, y apeteciera ciertamente que me la indicaras, si la sabes, para no hablar con duda en la materia.

JUANILLO.-  Estoy en el mismo caso de ignorancia que usted, y no soy suficiente a persuadirme haya tal excepción en ese título; pero dejando esta instancia para los interesados, vea usted cómo, si se tuvieran a los cómicos en la consideración de ciudadanos, si se les pusiera en el cartel un don, que acaso con menos mérito se da a los negros y mulatos ricos, y si no se les impidiera el ingreso en los empleos de brillo, cualquier pobre bien nacido e instruido aspiraría a las tablas para subsistir, y el público por sola esta razón estaría mejor servido en todas partes; porque teniendo los teatros provisión de gente útil y siempre decente, en ellos y fuera de ellos, fuerza era que desempeñara con perfección todas sus plazas, para las que sobrarían pretendientes que ilustraran y divirtieran al público como se debe.

TORIBIO.-  Hasta ahora hemos hablado de algunos defectos de telón adentro; hablemos ya de los que has notado de telón afuera.

JUANILLO.-  Querría yo, tío, al tratar esta materia tener una cucharita para entresacar a los sabios, prudentes y circunspectos, para no revolverlos con la broza de gente impolítica y necia que concurre a nuestro teatro, sin excluir de esta broza ridículos casacas y tápalos que por una casualidad de la fortuna no están donde debían.

TORIBIO.-  ¿Pues dónde debían estar, hijo mío?

JUANILLO.-  En la cazuela y mosquete.

TORIBIO.-  Esos lugares de tiempo inmemorial están destinados para los pobres y ordinarios.

JUANILLO.-  Para los pobres o económicos, sí; para los ordinarios, no; a pesar de la preocupación que deduce un ordinario de un pobre. Hay personas en la cazuela y mosquete bastantes a dar lecciones de urbanidad a muchos de los palcos, bancas y lunetas.

TORIBIO.-  Creo que te engañas, porque las vocerías se levantan del mosquete.

JUANILLO.-  Es verdad que de este lugar se oyen con mayor ahínco los chillidos y vocerías; pero es porque están apadrinados sus ocupantes de los de los palcos y bancas, y el ruido de éstas casi siempre está en concordancia con las algazaras del mosquete. Ello es cierto que pocas veces gritan o silban los mosqueteros que no les hagan el bajo los luneteros, palqueros y banqueros; y si usted duda de mi verdad, vamos seis o siete noches al Coliseo y se lo acordaré.

TORIBIO.-  ¿Yo...? ¡Buen caballo sería si por salir de esa duda (que no tengo ya mucha) perdiera a lo menos mis tres reales y mi sueño! No, hijo, no necesito tanta certificación; tú eres hombre de bien y no me querrás engañar; pero cuando ése sea tu fin, yo me doy por vencido a trueque de no desvelarme; a más de que, cuando así sea, lo mismo era en mi tiempo, y así, estoy por inclinarme a tu dicho sin mucha dificultad.

JUANILLO.-  Pues seguramente usted puede fiarse de mi sinceridad, y ha de saber que se juntan en el Coliseo por las noches una porción de momos que todo lo murmuran, de una condición tan austera que nada los divierte y de una instrucción tan fina que nada entienden; aunque en todo dan su voto.

Con esta hueca satisfacción forman una gorgona y susurro durante las escenas, que es imposible el oír nada de lo que dicen los cómicos. De este modo, molestan a los actores, y a los espectadores los aturden. Por esta razón se ve el apuntador en la dura necesidad de esforzar la voz más de lo necesario para poder ser oído de los actores y actrices; y por razón de esta misma pública grosería de los dichos necios, los cómicos hacen menos de lo que deben; porque conocen que aquellos entes ridículos son el centro de la ignorancia, que aunque todo murmuran, nada entienden, y como los discretos son tan pocos que apenas se distinguen, de ahí que es fácil se persuadan a que nadie entiende lo que hacen, porque así notan su frialdad en el mejor desempeño de la acción más interesante, como en la grita y mofa del más ligero descuido, y por esto se abandonan a hacerlo como se les da la gana y sin el mayor esmero, y cuando lo ponen, merecen multiplicados los aplausos.

Estos susurradores y habladores ignorantes son incapaces no sólo de distinguir el mérito de la pieza que se representa, porque ni la oyen, ni la entienden; pero tampoco de ponderar la destreza, la expresión, la propiedad, etcétera, de los actores, porque ni las ven, ni las conocen, ocupados en hablar mucho y en registrar los aposentos con el anteojito. Yo he notado que algunos de estos sapientísimos murmulleros, cuando (por accidente) ven a alguna cómica o cómico fingir bien una expresión de ternura, de valor, desesperación, etcétera, en vez de aplaudir la naturalidad de la ficción, la burletean y mofan, cual si no fuera ésta la gracia más recomendable.

TORIBIO.-  Aún la murmuración en silencio era más disimulable; pero la guasanga grosera, que según me cuentan, necesita que cada rato se le imponga silencio con xo, xo y xo, como a los burros, es una vergüenza, y más en una ciudad tan civilizada como México. Cierto que estos habladores, algarabientos y facetos sacan verdadero a nuestro Pensador en lo que dijo, de que en esto de la finura le falta a este reino el rabo por desollar en su mayor parte. Semejantes a estos habladores debían de ser los concurrentes a aquel teatro francés, que una noche llevaron un buen taco por el famoso cómico Barón.

JUANILLO.-  Sí: cuente usted cómo estuvo eso, tío.

TORIBIO.-  El paso que representaba el actor pedía una voz lánguida y descaecida, y los espectadores querían oír lo que decía sin dejar su grosero murmullo, y tuvieron la simpleza de gritarle al cómico que levantara más la voz; a lo que él contestó: bajad vosotros las vuestras.

JUANILLO.-  Estuvo la respuesta muy en su lugar; pero a lo menos aquéllos eran imprudentes; pero no necios, pues a lo menos, querían oír lo que decía el actor; pero los mis señores de que hablo, jamás harán tal reconvención, porque no desean oír ni entender la pieza que se representa. ¡Válgame Dios, cuánto vulgo decente hay en México!

TORIBIO.-  Por eso los asentistas presentan, los más días, mamarrachos que exciten la grita y admiración del vulgo.

JUANILLO.-  No, tío, que también asisten al Coliseo muchas personas finas e instruidas.

TORIBIO.-  Es verdad, pero no son las más; y al asentista le interesa que se le llene el patio de vulgos, y por eso le regala lo que le acomoda.

JUANILLO.-  Pero usted se acordará que Iriarte dice que al vulgo, en dándole paja, come paja; pero si le dan grano, come grano.

TORIBIO.-  Es cierto; pero yo creo que hay vulgos que más les acomoda la paja, y no sólo en tu tierra; ya habrás leído sobre esto la opinión de Cervantes. En todas partes cuecen habas.

JUANILLO.-  Con todo eso, yo soy de parecer que no dándole nunca paja, le había de llegar a tomar gusto al grano nuestro vulgo, como en otras partes.

TORIBIO.-  Tarde, mal y nunca será eso, según el actual sistema coliseaico.

JUANILLO.-  ¡Qué hemos de hacer! A Dios, hasta otro día.

TORIBIO.-  A Dios.




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