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ArribaAbajoRousseau, Voltaire y Nietzsche

Las conferencias de M. Lemaître sobre Rousseau, de que ya aquí mismo tengo tratado, y el libro de M. Laserre sobre el romanticismo francés, han tenido la virtud de poner una vez más poco menos que de moda entre ciertos intelectuales al inagotable ginebrino.

Todos cuantos aman el recuerdo de Rousseau reconocen que no están destituidos de fundamento los reproches que se le dirigen, pero creen, por otra parte, que no es la buena fe la que de ordinario los dicta. Y esto es claro en el caso de Lemaître.

En el número del Mercure de France, correspondiente al 15 de este mes de junio, acabo de leer un trabajo de Luis Dumur sobre los detractores de Juan Jacobo, y en él encuentro, como no podía menos de ser, no pocos de los puntos de vista que indiqué en la correspondencia que al mismo asunto dediqué en estas columnas. M. Dumur hace hincapié en el hecho de que los detractores franceses de Rousseau le echan en cara, sobre todo, el haber sido suizo y no francés, y protestante y no católico de origen.

Por lo que al primer punto respecta, hace notar M. Dumur que el francés es un producto del cruzamiento de un celta, un romano y un germano, y que el ginebrino es un producto análogo, descendiente de una tribu de celtas (los alóbrogos), de una colonia romana y de un pueblo germano (los burgondos), y añade que, por el contrario, un bearnés, un bretón, un provenzal y hasta un gascón, no tienen esa triple ascendencia, entrando en ellos razas desconocidas al resto de Francia, como son los ligures, los iberos, los griegos y los fenicios, y que son mucho menos franceses que un ginebrino, un valdense y un walón.

He aquí una cuestión delicadísima, como todas las que se refieren a etnología. En cuanto se habla de razas y sangres, y de su pureza o su mezcla, reclamo siempre en mi ayuda todo el repuesto de escepticismo que en mí pueda haber. Rara vez se fundan en verdadera ciencia las consideraciones basadas en pasión. Creo que en pocas cosas tenemos el camino más expedito que lo tenemos en cuestiones de razas, porque aquí podemos estar seguros de una cosa, y es de que no se sabe nada de cierto. Y no es poco saber. En el caso de Rousseau, sin embargo, se sabe que descendía de una familia parisiense.

Acostumbro sustituir la consideración de la raza con la de la lengua, porque si es difícil, acaso imposible, determinar la raza a que un europeo pertenezca, es una cosa facilísima la de averiguar en qué lengua piensa. Y la lengua es, he de repetirlo una vez más, la sangre del alma, el vehículo de las ideas, y Rousseau pensaba y se expresaba en francés correcto y genuino.

En cuanto a lo de haber sido protestante, monsieur Dumur se revuelve contra la especie de que la Reforma no fuera francesa, y hace notar cómo eran franceses cuantos llevaron el protestantismo a Ginebra, excepto uno. Francés fue el primero, Farrel; francés fue Froment y francés fue, sobre todo, el gran Calvino, una de las cabezas de la Reforma. Y Calvino, como hace notar muy bien M. Dumur, fue uno de los franceses más franceses, con todas las cualidades que distinguen a la inteligencia y al temperamento franceses. Francés fue aquel picardo de espíritu claro, artista, aquel didáctico y aquel organizador, aquel político admirable y admirable escritor «que renovó la lengua con la misma maestría con que removió la teología», y ciertamente, su libro de la «Institución» es, a la vez que un monumento a la teología cristiana, un monumento de la lengua francesa.

Esto que sucede en Francia, es que unos cuantos señores que se han declarado católicos -católicos volterianos que no creen en Dios ni el Diablo- por «chauvinisme» o patriotería, por francesismo, por estimar que lo protestante es germánico y antilatino, esto mismo sucede, aunque en menor escala, también en España. Pues en España también hay quienes maldicen del protestantismo, no por lo que tenga de heterodoxo, desde el punto de vista de la Iglesia Católica Romana, sino por lo que dicen que tiene de no español, de exótico, de extranjerizante. Y si en Francia el protestantismo tiene una tradición nobilísima -recuérdese a Calvino, a Coligny, a Guizot, a tantos otros-, no deja de tenerla también en España. Yo creo que nuestros místicos españoles del siglo XVI preludiaron una verdadera Reforma española, indígena y propia, que fue ahogada en germen luego por la Inquisición.

Claro está que, al hablar así del protestantismo, no me refiero a ese protestantismo de secta y de capilla abierta, con sus pastores a sueldo de cualquier sociedad más o menos bíblica. Los adherentes de este protestantismo suelen ser, entre nosotros, más fanáticos y más estrechos de criterio que los católicos. Acostumbran negar el dictado de cristiano a los que, como los unitarianos, no admiten la divinidad de Jesucristo, y en punto a la autenticidad de los libros sagrados, llegan a extremos verdaderamente ridículos. Están tan cerrados como los católicos, si es que no más, a las consecuencias obtenidas por la exégesis verdaderamente científica y por los trabajos bíblicos que han ilustrado hombres como Baur, Straus, Harnack, Holztmann, etc.

Pero, dejemos esto y volvamos a Rousseau.

Es un hecho que a los ojos de esos neocatólicos literarios franceses de la laya de los Coppée, Barres, Maurras, Lemaître, etc., halla Voltaire mucha más gracia que Rousseau. Y en el fondo, el catolicismo de los intelectuales modernos es de fondo volteriano, esto es, conservador. Entre nosotros mismos, aquí en España, el catolicismo político de los moderados y conservadores -de un Moyano o un Cánovas del Castillo- fue un catolicismo volteriano.

A este respecto creo conveniente trasladar aquí lo que el gran Carducci escribía en su estudio sobre el Dante, Petrarca y Boccaccio. Escribía así:

«Considerando, por la vía de parangón, cuál fuese el poder de Petrarca en su tiempo y cuál la diferencia entre su siglo y el del Dante, veremos que el paso dado por el Boccaccio no estaba exento de riesgos y dificultades. Imaginaos que D'Alembert, en vez de soplar el fuego de la discordia entre los dos hombres más grandes del siglo XVII, hubiese escrito a Voltaire para animarlo, dejando de lado sarcasmos, a que admirase y alabase a Juan Jacobo; que Melanchton hubiese escrito algo parecido a Erasmo cuando éste rompió con Lutero, espantándose su elegancia por la dura audacia del fraile. Imaginaos algo de esto, lectores, y figuraos las respuestas que probablemente habrían recibido. Verdad es que Dante había muerto y el Petrarca no era culpable, si es que lo era, más que de silencio. Sin embargo, la respuesta de Petrarca es tal que parecería yo injusto al dudar de que Erasmo y Voltaire la hubieran hecho igual en semejante caso. Pero, antes de leerla, entendámonos un poco, si os agrada. Dante, Lutero, Juan Jacobo, son como los grandes rebeldes de sus respectivos siglos, hasta cuando parece que se obstinan en defender la autoridad. Petrarca, Erasmo, Voltaire, son, en el fondo, conservadores, si se me permite aplicar a ingenios tan elefantes estas metáforas de la revolución, y lo son hasta cuando llegan a la parte tribunicia o de demolición. Entre los unos y los otros hay antipatía de naturaleza, y los segundos guardan en secreto miedo de los primeros, de donde procede su recato, su suspicacia y las restricciones en el modo de tratarlos y de discurrir sobre ellos».



En este pasaje de Carducci está perfectamente indicada la diferencia entre los verdaderos revolucionarios y los que sólo lo son de apariencia. De un lado los espíritus religiosos, los hombres de pasión y fe, los de entusiasmo: el Dante, Lutero y Rousseau; y del otro, los hombres de raciocinio y de duda; Petrarca, Erasmo y Voltaire.

Y es que el elemento más genuino y eficazmente revolucionario, es decir, progresista, el resorte más enérgico de todo progreso es el entusiasmo religioso, es la fe, y el elemento más genuino y eficazmente conservador, cuando no reaccionario, la rémora más grande a todo progreso espiritual, es el sentido racionalista. Es la ilusión lo que hace avanzar a los pueblos.

Todos los volterianos enemigos de Rousseau son, en el fondo, tan conservadores como lo era Voltaire mismo. Faltos de toda creencia religiosa, de toda fe en la trascendentalidad de la vida, creen, sin embargo, que la religión puede ser un arma política y que es un medio de contener a las muchedumbres.

Se me dirá que también los racionalistas pueden ser hombres de fe y que hay quienes la tienen en la razón misma. Sin duda alguna, pero éstos, en el fondo, no son tales racionalistas. La razón es que ellos creen no es razón, como no es ciencia la ciencia en que creen los cientificistas.

Conozco adorador de Nietzsche -y ¡qué estragos ha hecho este hombre funesto en la legión de espíritus faltos de cultura filosófica!- que se cree libre de toda ilusión trascendente, cuando no hace sino vivir de ilusiones y de fantasmas que le sugirió aquel desgraciado poeta soñador que, para defenderse de su ingénita y jamás vencida debilidad, inventó la sofistería de la fortaleza.

En el tercer volumen de su gran obra La Reconciliación y la Justificación, decía Ritschl que la oposición entre la ciencia materialista y el cristianismo no es sino la oposición «entre el instinto de la religión natural fundido en la observación científica, y de otro lado la concepción cristiana del universo». Lo cual quiere decir que no es la ciencia lo que se opone a la religión, sino que es la religión pagana, o más bien el sentimiento pagano, disfrazado de ciencia, lo que se opone a la religión cristiana.

En rigor, no hay nada menos científico que los ataques que a nombre de la ciencia se dirigen al cristianismo. A los dogmas de éste -del cristianismo dogmático, se entiende- se oponen otros dogmas, no menos dogmas y no menos extrarracionalmente construidos.

Un libro como el famoso Fuerza y materia, de Büchner, pongo por caso, es de lo menos científico y de lo más religioso -religioso pagano- que puede darse, empezando porque los conceptos mismos de fuerza y de materia, tal y como Büchner los concibe y los aplica, son conceptos místicos y muy poco racionales.

Y no vengamos a hombres como Nietzsche, porque sus calumnias gratuitas y absurdas contra el Cristo y el cristianismo no han podido hallar acogida y asenso más que entre personas profundamente ignorantes de lo que es y lo que significa el Cristo, y que jamás se han tomado la molestia de leer con atención y sin prejuicios los Evangelios. El desdichado soñador llamó ladrón de energías al Cristo, que es quien más energías ha despertado, y él, por su parte, ha contribuido más que nadie a que se crean genios no pocos majaderos y que se figuren tener almas de leones, por haber aprendido sus aforismos, legión de borregos que, por espíritu rebañego, se han apartado del grueso del rebaño.

En el breve, pero sustancioso estudio que dedica Papini a Nietzsche en su libro, que ya antes os he recomendado, Il crepusculo dei filosofi, después de poner de manifiesto, citando pasajes evangélicos, lo gratuito y arbitrario de los ataques de Nietzsche al Cristo, añade: «Pero su odio al cristianismo deriva, en parte, de una especie de rivalidad o de miedo, que se puede sorprender en ciertos de sus pensamientos. Los combatía por una especie de rencor contra aquella tentativa de sustituir nuevos vencedores a los antiguos. Por una extraña y anacrónica solidaridad, Nietzsche gustaba de los fuertes de tipo pagano, y me atrevo a insinuar que las críticas que dirigió contra el cristianismo tienen un motivo semejante a aquel que atribuye al cristianismo, y es el miedo».

Siempre he creído que Nietzsche fue un hombre dominado por el miedo, por el miedo de morirse del todo, miedo que le hizo inventar lo de la vuelta eterna y miedo que le hizo arremeter contra el cristianismo, ya que no lograba ser cristiano. Él fue quien dijo que en el fondo sólo había un cristiano, y éste murió en la cruz. Y antes que él, otro hombre que se le parecía en ciertas cosas, pero que, en conjunto, le era muy superior, Kierkegaard, el gran teólogo y soñador danés, alma atormentada y heroica, había escrito que la cristiandad está juzgando al cristianismo. Pero Kierkegaard fue un hombre demasiado sincero para haberse popularizado.

Pero todavía puede uno simpatizar con el alma de Nietzsche, aun abominando de sus enseñanzas y cobrar cariño y admiración -hijos de piedad una y otro- a aquel espíritu de torturas que vivió en lucha perpetua con la Esfinge, hasta que la mirada de ésta le derritió el sentido arrebatándole la razón. Pero con quienes es muy difícil simpatizar es con los nietzschianos, sobre todo con los nacidos y criados en nuestros países católicos, donde la ignorancia en materias religiosas es la ley general.

Y desgraciado del pueblo en que se agosta o se hiela el hondo sentimiento religioso que ha producido esos grandes rebeldes como el Dante, Lutero y Juan Jacobo. La causa del progreso espiritual está perdida en tales pueblos, y muy pronto las clases cultas de ellos pierden el apetito de vivir, cayendo en las formas del tedio disfrazado y en toda clase de deportes, entre los que se cuenta la política. Porque la política, en estos desgraciados pueblos, cuando no es un medio de medrar y de satisfacer concupiscencias o codicias personales, es un deporte, un verdadero juego. El ideal ha desaparecido por completo.

Mi buen amigo el joven uruguayo Alberto Nin y Frías, que no siente vergüenza de profesar a todos vientos su cristianismo, se me lamenta de la indiferencia con que es acogida la labor suya y de otros animosos compañeros suyos, y de la rabia con que le atacan los nietzschianos y anticristianos de por allá. Y yo le aconsejo que no haga caso de los espíritus rebañegos que, no encontrando su humanidad, se han agarrado a lo de la sobrehumanidad, y que siga tranquilo y confiado su labor constante. Esa moda pasará, y en cambio hace ya veinte siglos que, en una u otra forma, no ha dejado de estar de moda siempre el Cristo. Y los que más abominan de Él están, sin saberlo ni quererlo, más vivificados de lo que creen por su doctrina.

Lo horrible, lo verdaderamente horrible, es el escepticismo volteriano, el que ha hecho esos convertidos franceses a los que tan justamente fustigaba Gourmont en el «Epílogo» del número de primero de este mes de junio, del Mercure de France. Son convertidos que se convierten para vender un libro. Eso no es más que literatura y cristianismo a lo Chateaubriand, es decir, comedia. Se prendan de la Virgen. Y a este propósito dice Gourmont que no sabe si Pascal, que tenía inteligencia de hombre, nombra una vez siquiera, con reverencia particular, a la Virgen santísima. Y como en mi Vida de don Quijote y Sancho Panza he discurrido sobre lo que este culto idolátrico a la Madre de Jesús significa y vale en su fondo, no me parece bien repetirlo ahora aquí.

Y así los individuos y los pueblos, después de errabundas divagaciones por los más extraños campos, vuelven siempre a los eternos principios de la eterna fe y de la esperanza eterna que son la sustancia de la vida espiritual.




ArribaAbajoIsabel o el puñal de plata

Una de las mayores desgracias que a una nación puede sobrevenirle es la de que se ponga en moda literaria. Y esta desgracia le está cayendo, no sé en expiación de qué culpas, a España. Desde hace algún tiempo verbenean, que es una desolación, los libros escritos en el extranjero, en la «docta» (!!!) Europa, sobre nuestra España. Unos son impresiones de viaje, otros estudios sociológicos -y éstos los más terribles, porque nada hay tan desecante como ese galimatías de vulgaridades a que se da el pomposo nombre de ciencia (!!!) sociológica- y otros, en fin, novelas y hasta poemas. Han caído sobre nuestra leyenda, o mejor sobre nuestras múltiples leyendas, con frecuencia contradictorias las unas de las otras, toda casta de literatos impotentes a la husma de lo exótico. ¡Y qué de cosas se escriben, cielos santos! Voltaire puso en moda a los chinos, Montesquieu a los persas, Chateaubriand a los nachez y no sé quiénes nos están poniendo en moda a los españoles. Y ponerle a uno en moda es querer ponerle en ridículo. Menos mal que nos reímos de ellos más aún que ellos puedan reírse de nosotros.

Mas entre los engendros ultrapirenaicos, a costa de nuestro pueblo, dudo que se haya podido producir otro más deliciosamente disparatado que el que acaba de perpetrar un tal Pascal Porthuny bajo el título de Isabel ou le poignard dargent, novelucha truculenta donde hay muertes repentinas, incendios, asesinatos, jesuitas y conventos. Un verdadero modelo en su género.

El apellido Porthuny, a pesar de la hache que a la te se sigue, es un apellido genuinamente catalán, y el nombre Pascal, o Pascual, también tiene mucho de ello. Además, el libro va dedicado a un Domingo Solé, que sin duda será quien más le haya sugerido al autor los cien mil desatinos de que ha llenado su librejo. Pero aunque catalán al parecer, en realidad el Porthuny es francés, y muy francés, aunque no en lo bueno, sino más bien en lo malo. Ha estado en España, no cabe duda, y en esta pecadora Salamanca, donde pone el escenario de su novelucha, y ha aprendido algunas palabras españolas con que empedra su prosa francesa, sin traducirlas ni subrayarlas, o más bien «cursivarlas». Así vemos que sabe lo que quiere decir alcarraza, conserjería, peluquería, paseo, ventana, corral, aguardiente, feria, corrida, criada, navaja, etc., etc., aunque ignore que en español no se dice ni Guilhem de Castro, ni Teresia, ni otras cosas por el estilo. Aunque la verdad es que a un «artista» del fuste de Forthuny (Pascal) no se le pueden exigir conocimientos lingüísticos. Le es muy lícito, pues, presentarnos a su héroe, el salmantino Lorenzo Sánchez, premiado por un trabajo de comparación entre los idiomas vasco, bretón y céltico, y un diccionario de las raíces comunes a los «tres» idiomas. Si se tratara de un lingüista habría que echarle al corral - es una de las palabras españolas que el autor conoce- por ignorar que el bretón es una rama de los idiomas célticos y que el hablar del celta como de un idioma distinto del bretón es hablar del indoeuropeo como distinto del alemán o de la lengua románica como distinta del italiano, del español o del provenzal, y lengua por sí. Y en cuanto a esa misteriosa comunidad de raíces que Pascal Forthuny, y no Lorenzo Sánchez, ha descubierto entre el vascuence y el bretón, obra es tal descubrimiento, no ya moderno, de un razonamiento que no tiene vuelta de hoja. Cual es éste: En Francia no se hablan sino dos idiomas que no sean de origen latino, dos solos idiomas de que un francés que no sea de los países en que se hablan no logre entender ni palabra apenas, y son el bretón y el vascuence; «ergo» el bretón y el vascuence son hermanos. ¿Cómo van a poder diferenciarse profundamente dos cosas que yo no diferencio porque no las entiendo? ¿Cómo van a poder hablarse en Francia dos lenguas igualmente ininteligibles para un francés puro, sin que sean en el fondo la misma lengua? Fuera de mí no hay sino la confusión.

Y no vaya a creerse el lector que esta consideración sobre el fantástico parentesco entre el bretón y el vascuence sea algo episódico y digresivo aquí, ¡no! En este detalle se denuncia la psicología toda del autor, cuya incapacidad, no ya para sentir, pero ni aun para comprender el alma española, es notoria. Para el señor Forthuny no hay más vida, ni más progreso, ni más cultura, ni más alegría, ni más porvenir que el suyo, el que cree ser de su pueblo; todo lo demás es muerte, inmovilidad, atraso, tristeza y tradición. No se le ha pasado siquiera por la mollera que pueda haber otro desarrollo de vida, es decir, otra vida que la suya. El potro está condenado a muerte, a inmovilidad y a vegetar en la memoria del pasado, porque va derecho a hacerse caballo en vez de ir, como debiera, a hacerse toro; por lo menos, así piensa el ternero.

La acción de Isabel o el puñal de plata transcurre, como os decía, en esta pecadora Salamanca en que habito y vivo y trabajo hace ya veinte años, y a la que no conocía hasta que el señor Forthuny ha venido a descubrírmela. Transcurre en esta Salamanca, «madre de las virtudes, de las ciencias y de las artes», repite el autor, en esta Salamanca que si hiciera caso a los Lorenzo Sánchez, o sea a los Forthunys, «podría constituir acaso un día en el cuerpo español, con la Barcelona del Este, las dos meninges de inteligencia y de progreso a que todos los otros miembros obedecieran». Gracias, señor Forthuny, gracias, muchas gracias en nombre de Salamanca, pero... no merecemos tanto. Y no es modestia.

El señor Forthuny ha estado en Salamanca, y por ciertos detalles se deduce que en época de ferias, de fines de agosto o a mediados de septiembre, en época en que yo no estoy allí. Os juro que no le conozco y os juro también que si hubiese estado conmigo se habría tal vez ahorrado los disparates de su libro, es decir, se habría ahorrado el libro. Pero ¡quiá!, ¿venir a España y no escribir un libro de ella?, y un libro conforme a la idea preconcebida que de España se tenía, por supuesto, ya que sólo se vino a corroborar esa idea, cerrando los ojos a cuanto no lo confirme. Es decir, cerrándolos no, antes más bien no viendo aún con los ojos abiertos.

El señor Forthuny estuvo en Salamanca, en efecto, y tomó ciertos datos y noticias en su «carnet» de viaje. Sabe que el tren de Medina llega a las 4 y 33 de la mañana, aunque esta hora pueden cambiarla antes que publique la segunda edición de su novelita; sabe que hay un hotel del Pasaje, una señora rica y soltera a la que se le conoce con el nombre de la Pollita de Oro, un diario que se llama El Adelanto, de cuyo sentido se informó bastante bien; una calle del Doctor Riesco: el señor Forthuny sabe, respecto a Salamanca, bastantes detalles que también sabemos sus vecinos y moradores, pero sabe también otras varias cosas que ignoramos, como que Alfonso Rodríguez -supongo será el P. Alonso Rodríguez, jesuita y uno de los primeros prosistas de nuestro siglo clásico- fue jefe de la Universidad; que fray Luis de León -¡y éste sí que es descubrimiento!- fue fundador de ella, que son frailes los colegiales del colegio de Irlandeses, que la iglesia de San Esteban tiene torres, que los dominicos andan descalzos, que la catedral vieja tiene criptas, que hay aquí una giralda..., etc., etc. Pero éstas son menudencias. Puede el visitante de un pueblo equivocarse en cien detalles y coger el alma del pueblo, así como un libro de historia cabe sea una gran mentira siendo verdaderos sus datos todos y ser una gran verdad plagada de inexactitudes de detalles. Y en esto de haber sorprendido el alma de Salamanca sí que es portentoso Forthuny.

En este libro, que lleva por subtítulo La tragedia de las dos Españas, había que escoger la ciudad española más trágica y más atrasada, la más reaccionaria, la más levítica. Y es claro, en toda España, «ciudadela arcaica de los prejuicios, de los enceguecimientos, de los enervamientos, de los entorpecimientos, de las incuriosidades, trinchera de las fes que han muerto, último baluarte en que se obstinan en no conocer nada del mundo exterior, pueblo nacido demasiado tarde en un siglo demasiado joven», en un España tal, la ciudad muerta por excelencia tenía que ser Salamanca. Isabel le dijo al autor que no creía, fuera de los malditos catalanes, en la sinceridad de un español que invoque tiempos nuevos. ¡Esto de tiempos nuevos tiene la mar de gracia! La pobre Isabel, la del puñal de plata, la que después de matar con él a su amante, nadie sabe por qué y menos que nadie el señor Forthuny, se mete monja en Alba de Tormes, la pobre Isabel no había salido nunca de Salamanca, que si hubiese salido de ella habría visto que cualquier otra ciudad española es mucho más levítica y más reaccionaria y más presa de eso que Forthuny entiende por pasado que ésta su ciudad natal, y desde luego muchísimo más que ella cualquier ciudad catalana.

Al bueno de Forthuny le tomaron aquí de primo y se quedaron con él dándole la castaña. (Tres giros que, a pesar de sus conocimientos en castellano, de seguro no entiende.) Y que se fio, sin duda, de algún viajante o comisionista catalán, que resultó ser su compañero de posada. Y ese comisionista le hizo creer que en las librerías de Salamanca sólo se vende lo que los jesuitas quieren, cuando se venden hasta las obras de otros Forthuny; que los nobles irlandeses, unos pacíficos estudiantes que con nadie se meten, ocupándose sólo en seguir sus estudios, pasear y jugar al fútbol, intrigan para comprar librerías (!!!); que los jesuitas -¡oh, el coco!, ¡el coco!- compran a desdichados para que asesinen a otros; que un guardia civil se mete en una taberna a echar unas copas en Francia se ve alguna vez soldados borrachos; en España, ¡jamás!-; que al que manifiesta aquí ideas racionalistas se le aísla y huye la gente de él como de un apestado; que la mayoría de los obreros de esta ciudad comulga todos los años y precisamente el 25 de diciembre; que... ¡Le hizo creer tantas cosas! Y en Salamanca, precisamente en Salamanca, en esta Salamanca que creo conocer algo, por habitar, vivir y trabajar en ella hace veinte años, y que es una de las ciudades de espíritu más abierto, de mayor tolerancia para todas las ideas, una de las ciudades de España en que más se lee y de todo, una ciudad en que desde hace tiempo, desde los tiempos del cantón, la mayoría es republicana. Esto último lo sabe Forthuny, se lo dijo el comisionista, su lazarillo, pero le dijo también que el ejército, la guardia (¿cuál?), la iglesia, la mujer, la tradición, la pereza, neutralizan el número, y que si «esta banda de imbéciles» -así llama Lorenzo a los republicanos salmantinos- no estuvieran desunidos, hace tiempo que se habría visto algo nada menos que en la Península. ¡Aquí de la meninge aquélla!

¿El argumento de Isabel? ¿Para qué os he de contar ese argumento? No le tiene. Todos aquellos errores melodramáticos, jesuitas que compran un asesino, un dominico «descalzo» (!!) que en plena iglesia denuncia por su nombre a Lorenzo Sánchez -cosa absolutamente inverosímil, y más tratándose de los dominicos de Salamanca-, muertes repentinas, asesinatos, noches de pasión en que -prepárense a oír un delicioso galimatías- los amantes «quedaban suspendidos en medio del infinito, descarnados, reencarnados en el éter imponderable del maravilloso himen» -¿qué tal?-, todo eso no es argumento. Todo eso es, en el fondo, tenebroso y secreto como aquellos caminos «secretos» también, que en el templo dominicano de San Esteban llevan por galerías del claustro al coro, y cuyo secreto conoce aquí todo el mundo.

Y todos estos males que nos asedian, y de cuya existencia ni nos habíamos dado cuenta, ¿por qué los tenemos así encima? Por obstinarnos en seguir siendo españoles; ni más ni menos. Si España vegeta aparte, «la pobre y magnífica España es y será el convento inaccesible donde unas viejas, en la sombra, implorando a Dios, hacen abortos»; si España no tiene porvenir es porque en Arapiles, en vez de derrotar lord Wellington a Marmont, nos derrotó Marmont a Wellington. Los Arapiles figuran también en esta novela; en el que fue campo de batalla tiene lugar una entrevista nocturna entre Isabel y Lorenzo, entre las dos Españas. ¡Qué profundo simbolismo, no sé si descarnado o reencarnado y si suspenso en medio del infinito, en el éter imponderable del maravilloso himen!

Esta pobre y «magnífica» -¿a qué conduce juntar estos dos epítetos?- España está perdida, irremisiblemente perdida, «es un cuerpo sin pensamiento», está muerta, «est morte, bien morte», si no se echa en brazos de los republicanos y de los catalanes. Tal es la moraleja. Los republicanos y los catalanes son los que saben admirar a Francia y tomarla por modelo; ellos son los verdaderos patriotas. El pobre Lorenzo Sánchez, víctima del puñal de plata de Isabel, su amante, sufría en esta España de las pelotas vascas, de los «banderillos» (¡sic!) y de las bebidas frescas, ¡horror! ¿Cómo vamos a tener porvenir, cómo vamos a entrar en el concierto de las naciones cultas, con Francia a la cabeza, si nos entercamos en seguir jugando a la pelota y en beber refrescos, «des baissons fraiches», en vez de ajenjo, cuando hace calor?

Oídle a Lorenzo Sánchez, es decir, oíd a Forthuny, o mejor dicho, oíd al comisionista, probablemente catalán y republicano, que sirvió aquí de lazarillo ciego al autor de Isabel; oídle:

«Es en Francia, es en Inglaterra, donde se ha sabido que era un buen español. He visto el mundo, y vosotros habéis vivido bajo las torres de la catedral nueva. Os lo juro por Dios, soy más castellano que vosotros. Porque conozco la sonrisa socarrona -"le sourire narquois"- de los otros, de los extranjeros cuando hablan de España; porque he oído cómo se burlaban de nuestra patria de guitarras, de seguidillas y de toreros, por esto es por lo que sueño en una resurrección de nuestra vieja raza española...».



¡La sonrisa burlona! -«¡le sourire narquois!»- ¡Pobre Lorenzo! Pero yo le asegura a Lorenzo, o a Forthuny, o a su lazarillo, que ahora que empezamos a conocer mejor a Europa, empezamos también a reírnos de ella, y que acabaremos riéndonos, no con la sonrisa burlona de Voltaire, sino con la terrible risa de Cervantes. El pobre Lorenzo Sánchez, llevando clavada en el corazón como un puñal, aunque no de plata, como el de su amante, esa sonrisa burlona, miraba al puente de hierro de la Salud, «por donde se va a otros países».

Fíjense bien en esto, en un puente de hierro de un ferrocarril por donde se va a otros países. ¡Y por ese puente de la Salud se va ante todo al ex reino y hoy República de Portugal, a Oporto, a Lisboa, donde se puede tomar un barco de vapor que le lleve a uno a Londres, a Hamburgo, a Nápoles, a Buenos Aires, a Nueva York, al Havre y de allí a París o a Babia! Sí, por ese puente puede ir uno, a celebrar una entrevista con Pascal Forthuny, descubridor de la tragedia de las dos Españas que se representa en esta muerta ciudad de Salamanca, que podría llegar a ser, con Barcelona en el este, una de las dos meninges de inteligencia y de progreso a que todos los otros miembros obedecieran. ¿Y si luego suspendiésemos esa meninge en medio del infinito, en el éter imponderable del maravilloso himen?

La que llamaremos novela acaba con una visita de los reyes a Salamanca y una aclamación popular en la Plaza Mayor. Y entonces, hasta Hernández, catedrático francés y de historia y uno de los progresistas afectos a Lorenzo -por algo era catedrático de francés- grita: «¡Viva el rey! ¡Viva Carlos V! ¡Viva Felipe Tercero! ¡Viva María Cristina! ¡Viva Alfonso XIII! ¡Viva El Escorial! ¡Viva España! ¡Viva el rey!». Lo que faltaba allí era alguien que gritara: «¡Viva la meninge! ¡Viva el éter imponderable! ¡Viva el himen maravilloso! ¡Viva Marmont!».

Acabemos. Al frente de este libro, y como dignísimo pórtico de él, aparecen traducidas al francés unas palabras de Salmerón, en que este funestísimo repúblico calumnió una vez más a su patria diciendo que es hostil al progreso -¿a qué progreso?-, palabras que recuerdan las de aquel triste discurso que dejó caer en el Congreso el día 9 de junio de 1902, y en que pedía que nos pongamos a la cola y al servicio de Francia, contentándonos con que nos dé, «no lo que constituye un hueso, que no tengamos ya ni dientes para roer, sino algo en lo cual la carga se compense con el beneficio», y recordaba, con la oportunidad que lo distinguió siempre, la expulsión de los moriscos.

De Isabel o el puñal de plata no hay sino tomarlo a chacota y reírse con algo más que sonrisa burlona entre sorbo y sorbo de estos refrescos que nos tienen tan a mal; pero de discursos como aquel incalificable que el 9 de junio de 1902 pronunció el que de seguro ha sido el patriota español modelo, según los Forthuny, de éstos no cabe reírse. Si oímos con calma tales cosas en casa, ¿qué no dirán fuera de nosotros? Y esto, lo que digan, es lo que menos debe importarnos. Hay algo peor.




ArribaAbajoLa ciudad y la patria

Otra vez he de apoyarme en hechos históricos leídos en la Historia Constitucional de Venezuela, del señor Gil Fortoul.

Leyéndola tomó forma concreta en mi mente, saliendo de la nebulosa en que se revolvía por concretarse y aclararse, una suposición respecto a un problema político que ha tenido que preocupar a cuantos hayan meditado en las vicisitudes del desarrollo político de las naciones hispanoamericanas. ¿Por qué las repúblicas americanas de lengua española son hoy -con Panamá y Cuba- dieciocho y no dieciséis o veinte? En pocos años, muy pocos, se formaron dieciséis naciones. ¿Y por qué no más?

La historia nos explica cómo la Banda Oriental del Uruguay se hizo una nación independiente y no se hizo tal Entre Ríos; pero la historia no nos pone muy en claro la razón íntima de eso. Un carlyliano, uno que rinda culto a los héroes, podrá explicarlo por la superioridad de tal caudillo sobre tal otro, y asegurar que el Uruguay fue obra de Artigas y el Paraguay del doctor Francia; pero siempre habrá muchas gentes que no se satisfarán con tal explicación. Otros acudirán a razones de geografía, de clima y suelo, pero tampoco tales razones convencen siempre. Soy de los que rinden más sincero homenaje de admiración y simpatía al talento brillante y a la imaginación cálida y a la par fresca -dos cosas que en la imaginación no se excluyen- del gran poeta Zorrilla de San Martín; pero no me pueden convencer aquellos ingeniosos y patrióticos esfuerzos que hizo en su discurso al inaugurarse la estatua ecuestre del general Lavalleja, para demostrarnos que el Uruguay tiene que ser una nación independiente con la voluntad, sin la voluntad y hasta contra la voluntad de los orientales, por ser una patria subtropical y atlántica.

Hoy, después de más de tres cuartos de siglo que las naciones hispanoamericanas están, en su mayoría, constituidas, la historia ha creado en ellas tradiciones haciéndolas patrias, pero siempre queda en pie, para la mayor parte de ellas, el problema sociológico y político del origen de su constitución. Y no creo que ayude a resolverlo del todo el remontarnos a la constitución de las colonias.

Claro está que tanto la acción de los caudillos, y el que unos fuesen más fuertes que otros, como la geografía y otras explican en parte el hecho, pero siempre queda margen para otras explicaciones. Y la lectura del primer tomo de la Historia Constitucional de Venezuela, del señor Gil Fortoul, me ha hecho fijarme en un factor al que de ordinario no se le da todo el relieve que a mi juicio merece.

La gran Colombia que formó Bolívar el Libertador se dividió, ya en su vida, en la actual Colombia, Venezuela, el Ecuador y aun Bolivia, así como más tarde se deshizo la Confederación Peruano-boliviana de Santa Cruz. El señor Gil Fortoul nos cuenta cómo Páez, el llanero venezolano, no se formaba idea exacta de la «patria grande», preocupándose ante todo de los asuntos caseros de su «patriecita» -como decía Soublette- de los llanos de Barinas y Apure. Lo mismo les pasaba a no pocos de los caudillos argentinos.

Y eso es enteramente natural. El sentimiento de patria, de patria grande, de patria histórica, con una bandera y una historia común y una representación ante las demás patrias, siendo por ellas reconocida como tal, es un sentimiento de origen ciudadano. Nace, y si no nace, se robustece en las ciudades. El campo no engendra sino sentimientos regionales, de agrupación informe. El federalismo es rural en su origen, o si no rural enteramente, producto de pequeñas villas, de burgos reducidos; el unitarismo nace en las grandes metrópolis.

Aun hay más, y es que, contra un prejuicio muy generalizado, aseguran observadores agudos y desapasionados que los pueblos de los campos, los aldeanos, campesinos, llaneros, etc., se diferencian entre sí menos que el pueblo bajo de las ciudades, que un labriego castellano y un peasant inglés o un paysan francés se parecen más que el chulo de Madrid, el cockney de Londres y el obrero parisiense. Lo que distingue a los pueblos son sus grandes ciudades, y en torno a una gran ciudad es como, ante todo y sobre todo, se forma una patria.

El patriotismo nacional es civil, es un sentimiento de origen ciudadano. Y no se olvide que civilización deriva de civis, de donde deriva también ciudad, civitas.

En la citada obra del señor Gil Fortoul puede verse cómo el elemento más activo en la separación de Venezuela de la gran Colombia fue Caracas, la ciudad, donde se formó un partido «descontento de ver la capital en Bogotá y adversario, de la forma centralista de la Constitución de Cúcuta» (pág. 890). A lo que hace observar el autor (pág. 394): «Obsérvese que este espíritu de independencia de la municipalidad de Caracas, imitado después por otras, revela que renacía bajo la república la tradición de los ayuntamientos españoles... Ulteriormente veremos que la vida política regional tiende a concentrarse en la capital de la provincia o estado, o más bien en su gobernador o presidente; de tal suerte que el régimen federativo, según el concepto especialísimo que de él se forman los pueblos sudamericanos (lo mismo Venezuela que Nueva Granada y Méjico y la República Argentina), contribuye al fin a sustituir la autonomía municipal con un vigoroso y tenaz centralismo en el gobierno regional». Sigue narrando los sucesos y mostrándonos cómo la opinión de la clase oligárquica, porque el pueblo era pasivo, sólo se preocupaba de lograr la autonomía de la antigua capitanía general, llegando la municipalidad de Caracas, en 2 de octubre de 1826, a convertirse en un verdadero parlamento político.

Sigue contándonos cómo el partido revolucionario de Caracas y Valencia estaba resuelto a no cejar en su empeño de dividir la república, y en la página 414 llega al fondo del problema con estas palabras: «Apenas había ley de la república que se cumpliese eficazmente en Venezuela; y puede afirmarse que a este respecto su unión con Nueva Granada fue más bien motivo de atraso que de progreso. La Universidad de Caracas y las escuelas -no obstante la protección que Bolívar quiso dispensarles a las últimas cuando desde el Perú subvencionó a Láncaster para plantear aquí su sistema de educación- vivían de un modo precario por la irregularidad con que se pagaban los sueldos de los profesores y porque los fondos de que podía disponer Colombia para fomentar la instrucción científica se empleaban casi todos en los institutos de Colombia». Y en otro pasaje dice el señor Gil Fortoul, hablando de Bolívar: «Quiso tornarse árbitro de los destinos de la América española y fracasó en su empresa de juntar en un haz político países separados por distancias inmensas, sin caminos, casi desiertos». Y aquí, en esto de las distancias inmensas, de la falta de caminos y de los desiertos, aquí estriba el peso todo del problema. Los caminos son tan necesarios a la unidad de una nación como las venas y las arterias al cuerpo humano.

Sarmiento, en su Facundo, libro lleno de vislumbres, dijo que el mal de la República Argentina era su extensión; pero esto, dicho así, en seco, necesita ser aclarado. Porque extensos son los Estados Unidos. El mal de la Argentina en tiempos de Sarmiento era, más que su extensión, lo poco poblada de ésta y la dificultad y largura de las comunicaciones. Cuando las comunicaciones de los distintos lugares de una nación con su capital, con la residencia del gobierno, son difíciles, la vida nacional se hace difícil también. Y he aquí la conclusión a que quería llegar, y es que uno de los factores capitales en la formación de las nacionalidades americanas fue la esfera de acción de las grandes ciudades. Toda región o territorio cuya ciudad capital tuviera que depender para su vida económica y social de otra capital colocada en mejores condiciones, tenía que ser región o territorio dependiente. Y de aquí el que yo crea, concretándome, para ejemplificar mi aserto, al caso de la Argentina y el Uruguay, que el haberse hecho la Banda Oriental una nación independiente se debe, más que a Artigas o Lavalleja y a los Treinta y Tres, y más que a ser ella subtropical y atlántica, a Montevideo. Montevideo hizo el Uruguay, porque Montevideo, con su puerto en el Atlántico y a la boca del Plata, no dependía, para su vida económica y social, de Buenos Aires. Por el puerto de Montevideo podían y pueden entrar y salir mercancías de toda clase sin tener que pasar por Buenos Aires -en algunos casos grandísimo-, puede decirse que Buenos Aires hizo la Argentina, Montevideo el Uruguay, Valparaíso y Santiago Chile, Lima el Perú, Bogotá Colombia, Caracas Venezuela, Guayaquil el Ecuador, etcétera.

¿De qué proviene aquí, en España, la fuerza del regionalismo catalán, lindero a las veces con el separatismo, sino de que Barcelona tiene más vida propia que Madrid, más población y verdadera independencia económica?

Si las ciudades del interior de la República Argentina no hubiesen necesitado del puerto de Buenos Aires para su más perfecta vida económica, tal vez hubiésemos tenido alguna o algunas repúblicas más, y Güemes, López u otros habrían hecho lo que hizo Artigas. Obsérvese que las naciones americanas se formaron casi todas a lo largo de las costas, supeditadas a algún puerto, excepto cuando un vasto «hinterland» les permitía crearse una capital interior o cuando su vida era muy sencilla, muy «robinsoniana», como sucedía con el Paraguay.

La influencia de las grandes ciudades en la formación y cimentación de las nacionalidades es decisiva. Una vez más he de repetir que el patriotismo es, ante todo, ciudadano. Y hasta en el caso de un Rosas, que puede a primera vista parecer un símbolo de la campiña y un representante de los rurales, hay que ver que era un ciudadano de origen y que, asentando su dictadura en la ciudad, asentó, de hecho, la dictadura de la ciudad. Y cuanto más una capital se diferencia de otra capital, más se diferencian dos naciones. Los ayuntamientos de dos capitales pueden hacer por la inteligencia de dos naciones tanto, por lo menos, como sus gobiernos respectivos.

En el libro mismo que suscita estas líneas se dice que la «municipalidad» de Quito envió a Bolívar al Perú, en julio de 1826, comisionado con instrucciones reservadas contra la Constitución de Cúcuta y la unión con Colombia; y el 28 de agosto el pueblo de Guayaquil reasume su soberanía y entrega su suerte a Bolívar. Es decir, que así como Caracas hizo Venezuela, Quito y Guayaquil, su puerto, hicieron el Ecuador.

Y hay más, y es que si las grandes ciudades -grandes relativamente- con vida independiente, hicieron las naciones americanas, el no ser lo bastante grandes y el haber entrado aquellas otras que les estaban supeditadas en mayor o menor grado, no pocas con cierta vida propia y radio de acción propio también, fue lo que produjo aquel especialísimo federalismo sudamericano de que tanto se ha disertado y sobre el cual un folleto, publicado en Caracas ya en 1828, decía: «¿Por qué delirio quieren algunos extinguir el gobierno central de la nación, para multiplicar este mismo sistema "unitario", según la denominación de moda, en diversos puntos de la república?... La federación vendría a ser el mismo centralismo, no sólo respecto de la nación con los estados, sino de éstos con las provincias o los pueblos que los compongan... Podríamos llevar hasta el infinito la multiplicación del gobierno central, y jamás llegaría a realizarse la federación». A lo que añade el señor Gil Fortoul, como comentario, que en ese párrafo se prevé el sistema que adoptaría Venezuela en 1864: «Federalismo en la constitución y centralismo en la práctica». O sea una descentralización del unitarismo, que es a lo que viene a reducirse el federalismo hispanoamericano, hijo del español.

Las ciudades han hecho las patrias. Hablaba como un sabio, creo, Mosquera, cuando en la sesión del 21 de abril de la convención de Ocaña, en 1822, contesta a Santander, que hablaba de que la diversidad de climas y costumbres se oponía al centralismo, diciéndole que la diversidad de costumbres es pura imaginación; que en América, de Méjico a Buenos Aires, todo es igual, hasta los resabios (v. pág. 429). Podrá haber en esto más o menos hipérbole, pero en el fondo lo creo exacto.

Aquí, en España, ponderamos las diferencias de carácter, costumbres y modo de ser que separan a unas regiones de otras, y, sin embargo, los extranjeros declaran que no las ven tan marcadas como nosotros las vemos. Y ahí pasará algo parecido entre las distintas naciones. Y eso que ahí todas hablan en castellano, y en castellano, pese a argucias, muy uniforme, mientras aquí subsisten el vascuence, el catalán y el gallego. Como que por fuerza han de ser más uniformes pueblos formados por la mezcla de los mismos elementos. Claro está que la influencia de la sangre negra dará un tono especial a ciertas naciones en que abundaron los esclavos africanos y que las diferencias entre los diversos elementos indígenas influirán algo, pero estos factores creo que sean de menos peso que se les supone.

En esas naciones en formación, el elemento caracterizador y diferenciador tiene que ser la ciudad. Y a la ciudad, se me dirá, ¿qué la diferencia? Esto merece ya capítulo aparte. Y antes de ponerme a tratar de ello he de recomendar a mis lectores que sepan el inglés, la lectura del ensayo de W. James, el gran pensador norteamericano, sobre los grandes hombres y su ambiente -«The great men and its environment»-, ensayo publicado en el libro que lleva por título: The will to believe and other essays.

Y antes de terminar he de advertir a alguno de mis lectores que no soy un tan hombre de libros como él se figura, que no he vivido mi vida toda metido en Salamanca -de donde no soy-, que he corrido un poquito el mundo, y que el ir a Madrid y meterme en eso que llaman la vida -no sé por qué- sospecho no habría de acrecentar mi experiencia ni hacerme variar de puntos de vista esenciales. Y, por último, que el llamar buen hombre al gran Sarmiento -a quien pocos han hecho más justicia que yo- arguye que mi admiración a su genio no empece mi cariño al hombre, tal como a través de sus escritos se revela. Y es por lo que empleé esa frase que sueña cariñosa y familiar.




ArribaAbajo«La epopeya de Artigas»

La Epopeya de Artigas: Historia de los tiempos heroicos del Uruguay; así se titula esta última y tal vez la más hermosa obra de Zorrilla de San Martín, que me ha acompañado en estas últimas noches de este crudo invierno. Al amor de la camilla, y alternándola con el viejo Herodoto, la he leído.

-Epopeya... y así es, una epopeya, un poema épico en prosa poética. Como tal poema hemos de considerarla primeramente, para dejar al examen de subsiguientes artículos sus aspectos más genuinamente históricos y sociológicos, su doctrina sobre la lucha de la democracia artiguista contra el patriciado unitario porteño y su doctrina sobre el origen y justificación de la patria oriental, que es toda una doctrina sobre las patrias en general.

Como epopeya, como obra de poesía y arte ante todo, ya que para guiar fantasías y manos de artistas fue principalmente escrita y a los artistas está dedicada.

Al frente de la obra figura un decreto del presidente de la República Oriental, William, de fecha 10 de mayo de 1907, en que éste acuerda se erija en la Plaza de la Independencia un monumento a la inmortal memoria del general José Artigas, «precursor de la nacionalidad oriental, prócer insigne de la emancipación americana», llamando a ello a los escultores uruguayos y extranjeros, y en el art. 40 del decreto se designa al doctor Juan Zorrilla de San Martín para que, de acuerdo con las instrucciones del gobierno, prepare una memoria sobre la personalidad del general Artigas y los datos documéntanos y gráficos que «puedan necesitar los artistas».

Se ha escrito, pues, esta obra, ante todo para los artistas, para los escultores, si bien sea ello un pretexto para haberla escrito. Con la sacramental fórmula de «amigos artistas» empiezan las conferencias que constituyen la epopeya.

Y la epopeya es ya un monumento, «aere perennius», más duradero que el bronce. Dudo mucho que artista alguno del cincel pueda erigir a la memoria y al culto de Artigas un monumento, en mármol o en bronce, más sólido y más poético que éste. El monumento que el presidente William decretaba, está ya en pie. Y canta como una estatua no puede cantar.

Y este monumento pretende ser una guía para el otro.

Precisamente en estos mismos días he estado leyendo otra obra militar, de hito, sólo que ésta en el campo de la estética. Es el Laoconte o sobre los límites entre la pintura y la poesía, de Lessing, una obra de que habrán oído hablar casi todos mis lectores, que conocerán muchos de ellos. El libro de Lessing se abre con unas observaciones de Winckelmann y una discusión de si el famosísimo grupo escultórico de Laoconte y sus dos hijos ahogados por la serpiente se inspiró en la descripción que del caso nos hace Virgilio en la Eneida o si Virgilio se inspiró en esa u otra análoga obra de arte, o ambos, independientemente uno de otro, en la leyenda viva. Y de aquí se sigue una doctísima y muy aguda disertación sobre los límites respectivos entre las artes plásticas y las de la palabra. Pues ni la pintura es poesía muda, ni la poesía pintura que habla.

Debo haceros gracia de los penetrantes análisis de Lessing, aunque no estará de más que los leáis, o volváis a leerlos quienes los hayáis leído, puesto que aun persigue a la poesía el descripcionismo y a la pintura el literatismo, aun se pretende hacer poesía pictórica y pintura o escultura literaria.

Y esto no lo traigo aquí a despropósito. Al mismo Zorrilla de San Martín, excelso poeta, lo que a las veces le perjudica es una cierta confusión entre los límites infranqueables de los campos de los diversos sentidos estéticos. Gusta de mezclar los términos del mundo auditivo y del visual. Aplica con harta frecuencia el epíteto musical a las cosas visibles y no sonoras, y aunque metafórico, puede desviar la recta percepción artística, no ya vulgar. Nos habla de «pensamiento musical», de «corazón sonoro», de «silencio de mira», de «músicas invisibles al oído de los corazones armoniosos», de llenar el tallado mármol con palabras melodiosas. Todo lo cual es muy poético y muy sugerente, pero...

Al final de esta su obra nos da Zorrilla una definición del arte, definición poética más que estética, pero definición al fin. «Fundir palabras viejas en aleación vibrante», para infundirles la juventud de los dioses; «cincelar o laminar esa divina sustancia hasta transformarla en instrumento sonoro capaz de acordarse al diapasón de un alma melodiosa, eso es arte». ¿Lo ves? Fundir..., cincelar..., laminar... y luego lo sonoro, el diapasón y la armonía.

Y aun admitido esto, ¿es el Artigas de Zorrilla, siendo tan poético cual es -y no digo que tan verdadero-, es, digo, escultórico? Propendo a creer que es más bien pictórico. El arte literario de Zorrilla tiene más de pictórico que de escultórico, más colorido que línea.

Le ayuda, además, a un escultor una obra así, por excelsa que sea, y la de Zorrilla lo es en altísimo grado. Dudo mucho que a Rodin, para hacer su Sarmiento, le sirviera gran cosa el conocimiento del hombre espiritual. Debió de ver su rostro inconfundible, su expresión corporal llena de vida, y esto le bastaría. Es la de Sarmiento una hermosa cabeza para un artista. Y basta. En ella y sólo en ella debe ver el escultor su alma.

«La palabra humana -escribe Zorrilla en la conferencia XIX- tiene que ser sucesiva, y la sucesión, hija del tiempo, es el atributo de la limitación, de la impotencia. Lo infinito es simultáneo; el tiempo y el espacio son apariencias». Y dice Lessing en su Laoconte que en la poesía se desarrolla una acción sucesiva en la serie del tiempo y que en esto consiste su preeminencia sobre la pintura y la escultura. Precisamente por desarrollarse la palabra humana en tiempo se puede expresar con ella lo que con la pintura no se expresa, si bien ésta expresa a su vez cosas a aquélla negadas.

El monumento escultórico a un héroe no puede sino recordarnos su historia, su heroísmo. El que lo contemple sin saber nada de esa historia no puede ver en él lo histórico del hombre.

El heroísmo es acción más que actitud: aunque de raíces eternas, se manifiesta en tiempo. El defecto principal de las figuras históricas que nos ha dejado Taine es, lo he dicho antes de ahora, que están concebidas en un cierto modo escultóricamente, esto es, estáticamente, en un momento dado. Falta en ellas proceso evolutivo, vida, a pesar del evolucionismo de su autor. Parten de una definición; apenas tienen contradicciones íntimas. Son una ecuación psicológica desarrollada, no una vida.

Afortunadamente para Zorrilla, su héroe, «su» Artigas, no resulta, a pesar de sus esfuerzos, escultórico. Hay en él acción más que actitud. Por mucho que prodigue los epítetos de eternidad y quietud, aquel hombre se mueve, aspira, vive.

Al final de la obra, al hablar Zorrilla de la muerte solitaria de Artigas en el Paraguay, nos dice que es la muerte de un impasible y estampa este hermosísimo pensamiento: «la esperanza es atributo del tiempo; en la eternidad no existe». Muy hermoso, ¿no es verdad? Pero, ¿es así? ¡Ah, tal vez no! Tal vez la eternidad misma no es más que esperanza, esperanza sustancial, y ésta madre de la fe y la fe madre de Dios. Esperemos, pues, aunque sólo sea... ¡a la esperanza misma!

¿Pero todo esto qué importa? ¡Importa, sí! Le mandó a Zorrilla su patria que escribiese la guía para un monumento escultórico al padre Artigas y ha escrito el monumento mismo, ¡pero no escultórico, no! ¿Que ha de servir de poco o nada a los escultores? Acaso mejor. ¡Mejor, sí!

El modo de hacer Zorrilla su Artigas en nada se parece al modo de hacer Taine su Napoleón. Taine era un crítico y un filósofo sistemático, muy grande en su campo, pero no en rigor un historiador; Zorrilla es, ante todo y sobre todo, un poeta. ¿Y un historiador? Paréceme que con poesía se llega mejor a la entraña, a la verdad verdadera de la historia, que no con filosofías sistemáticas. Michelet es más verdadero que Taine. No depende de la documentación.

El guía principal de Zorrilla en su técnica, y él no nos lo oculta; es Carlyle, otro poeta, el de los héroes y el culto al heroísmo. Alguna vez le llama «el inglés», así a secas. Esta obra del gran poeta en lengua castellana está llena de frases carlylescas. Unas veces es el hombre real, otras el dios interior; ya el arcángel, rojo, ya el dragón alado que pasa por el aire como un meteoro, ya... ¿A qué seguir? ¡Y no me extraña, no! Esas frases resonantes se os quedan prendidas a la memoria como la hiedra al muro. Yo he sufrido su fascinación. Cuando acabé de traducir su Historia de la Revolución Francesa, traducción en que procuré respetar la retórica toda - porque es, sí, retórica- de Carlyle, casi todo lo que yo escribía me resultaba carlyliano. Salí de aquello, como he salido de otras cosas, pero aun le llevo dentro. Y sea a la buena de Dios.

De frases carlylescas está llena esta Epopeya de Artigas, pero está mucho más llena de frases sanmartinescas, de frases del mismo Zorrilla de San Martín, de aquellas sonoras y henchidas que vienen rodando por sus escritos desde el Tambaré. Hay frases de esas que valen por todo un poema. Y descripciones... digo, no, narraciones, narraciones poéticas que justifican ampliamente lo de epopeya. Aquella marcha de Artigas con su pueblo al Hervidero, aquellos sus últimos años en el Paraguay, aquel retrato poético, no pictórico, de don Gaspar Rodríguez de Francia.

Este misterioso don Gaspar Rodríguez de Francia, esta esfinge...; pero dejemos ahora lo de la esfinge paraguaya, porque tenemos que hablar muy largo de ella. Es casi toda una filosofía; es, desde luego, toda una sociología. Volvamos a las poéticas frases sanmartinescas.

Y no os choque el que así me detenga en las frases. El mérito de una obra poética ni el de una meramente literaria no depende de las frases, sino más bien de su enlace; pero los más grandes poetas, y hasta los más grandes pensadores, han sido forjadores de frases. Por una frase vive la memoria de un hombre; por una «frase inconsútil», como llama Zorrilla a aquella de Artigas: con libertad ni ofendo ni temo. Cada uno de los siete ya legendarios sabios de Grecia era autor de una sentencia que iba para siempre unida a su nombre. Y esta sentencia pasaba a ser proverbio, que corría de boca en oído y de oído en boca a través de las generaciones de los hombres. El que deja a su pueblo un proverbio, un proverbio inmortal, una frase inconsútil, le deja, más que un poema, el germen de muchos poemas. Arvers vive en la literatura francesa no más que por un soneto, el llamado soneto de Arvers. Y este Arvers es Arvers el del soneto, el del soneto de Arvers. Pero yo os digo que muchas veces una frase, un verso de un soneto, es más que el soneto entero; pues éste no se escribió sino para sustentarla, para que le sirva de marco. Lo sé muy bien, porque lo sé de experiencia propia.

Y los grandes forjadores de frases, de frases inconsútiles, de expresiones únicas e indestructibles, han sido los grandes apasionados, los grandes poetas. A dos de ellos cita en su obra nuestro autor, y son dos hombres de fuego: san Agustín y Pascal. Y las frases inmortales del uno y del otro son como las frases en que la pasión irrumpe, bloques de lava, frases hechas de antítesis, paradojas para el común de los mortales.

Zorrilla es un gran forjador de frases. Y las suyas brotan del contexto de su narración y son como el coronamiento de ella, y no superpuestas o añadidas. No viene el contexto a justificar la frase, sino que ésta la resume y corona. O son toques pintorescos. Cuando nos habla de los pesares domésticos de Artigas, del dolor que la muerte de su mujer le causara, nos dice que «Artigas había perdido para siempre a su esposa; pero no la esperanza de recobrarla. Y ésta no hacía otra cosa que diluir en los años el dolor de las horas aciagas». Y agrega: «las horas nos quedan para llorar los instantes». ¡Oh, para los que nos pasamos la vida meditando en la esperanza y esperándola!

Otra vez nos dice que desdeña «los templos sin más dios que la muchedumbre»; más allá que «el que vence con morir es invencible», frase de cristiano; tal vez, que «el pasado no está detrás de nosotros, como suele creerse, sino delante; lo que ha muerto nos precede, no nos sigue». Exacto; acaso el presente, la realidad, no es sino el pasado pugnando por hacerse porvenir.

Y otras veces son frases descriptivas, pero de descripción poética, como la quería Lessing, en el retrato que Zorrilla nos hace de aquel hombre esfíngico, de aquel doctor Francia que durante tantos años guardó, fiel perro vigilante, la siesta de su pueblo velando por que nadie se la cortara, nos dice que tenía unos ojos «sin patria ni sexo», y luego, que muerto ya, su mirada estaba «más llena de muerte que cuando estaba viva». Pero de esta esfinge paraguaya, cuyo retrato es de lo mejor que La Epopeya de Artigas contiene, ya os hablaré. Y al retratar en otra parte al gaucho -del que tan egregio retrato nos dejó ya en su discurso al inaugurarse la estatua de Lavalleja- nos dice de él que «como se ven las alas en el pájaro que camina, se percibe el caballo en el gaucho que anda a pie». Y ésta es una de esas descripciones poéticas tales cuales Lessing las quería, de las que no pretenden ser pictóricas. Leed la agudísima crítica que Lessing hace de la descripción de una hermosa mujer en el Ariosto.

Guerra Junqueiro nos habla una vez de


prados tão mimosos, que quizera a gente
convertirse em ave para os não calcar.



Y esto vale por cien descripciones de inventario, como aquellas que con su característico sentido antipoético hacía aquel Zola a quien tan en exceso leímos y admiramos hace unos años y a quien, acaso con no menos exceso, tan poco leemos y nada admiramos hoy ya. Su descripcionismo se ha hundido como se han hundido sus ridículas pretensiones de hacer la novela... experimental. Lo que no se tiene sobre su propio pie se cae pronto.

Mas si execro así del descripcionismo, de la manía de describir por describir, pretendiendo acaso rivalizar con la pintura, no es que condene la descripción ni mucho menos. Zorrilla tiene en esta su Epopeya de Artigas espléndidas descripciones, como aquella del éxodo del pueblo oriental siguiendo a Artigas al campamento de Purificación. «El cuadro es homérico», nos dice a la mitad de su espléndida descripción, y así es.

Estoy considerando esta obra de Zorrilla de San Martín como una obra poética, como lo que ella se titula, una epopeya, una epopeya en prosa, con un valor sustantivo e intrínseco en sí y por sí y no como una guía para los escultores. Pero esta obra es a la vez obra de historiador, obra de sociólogo y obra de patriota. Y en cierta parte también -la justicia es el supremo homenaje- obra de abogado. Zorrilla en ella sustenta sus tesis. Así es y así tiene que ser.

Hay primero una tesis histórica y es la de la lucha de Artigas, encarnación de la democracia americana, según su cantor, contra el patriciado unitario porteño, los Rivadavia, Posadas, Alvear, Pueyrredón, Sarratea..., los mismos Belgrano y San Martín, en el fondo monárquicos y poco o nada creyentes en la capacidad de su propio pueblo para gobernarse, republicana y democráticamente, por sí mismo. Y luego otra tesis, tesis histórica y sociológica, sobre la existencia de la Banda Oriental del Uruguay como nación independiente. Y de una y de otra tesis quiero deciros algo para sacar de ello enseñanzas generales. Puedo considerarlas no sólo a través de mis lecturas de historia americana y argentina en especial, sino también a través de lo que hoy pasa en esta mi patria. Porque aquí, desde hace un siglo y algo más, desde aquel tiempo del afrancesamiento de nuestros intelectuales, desde aquellos tiempos en que Belgrano estudió en esta Universidad de Salamanca, foco entonces de enciclopedismo afrancesado, y San Martín y Alvear se educaron y formaron en nuestro ejército español, desde entonces subsisten los «europeizantes», nuestros unitarios, los que no creen en la capacidad de nuestro pueblo para gobernarse por sí. «Mire con recelo a ese Rivadavia, que no en vano ha pasado tantos años en Europa», cuenta Zorrilla que escribió Ádams, el ministro de Monroe en los Estados Unidos, a su cónsul en Buenos Aires. Y esto lo comprendo muy bien, ¿no he de comprenderlo? Creo que en más de un respecto acaso esta vieja España está más cerca, mucho más cerca de esa América que del resto de Europa, a la que geográficamente dicen que pertenecemos.

Y también esa otra tesis patriótica uruguaya puedo verla a través de nuestras cosas. Y no temáis que hiera sentimientos sagrados.

En ese otro problema, además, creo tener un cierto mayor derecho a intervenir, ya que Zorrilla de San Martín me hace el honor de discutir, y aceptar en parte, completándola, una tesis que en estas mismas columnas sostuve: la de la formación de las nacionalidades hispanoamericanas en torno a grandes núcleos urbanos económica y socialmente independientes.

Mas una y otra cosa, y acaso alguna más, exigen correspondencias aparte.




ArribaAbajoTaine, caricaturista

De las varias revistas que recibo de la América de lengua española, una de las que ojeo siempre con más interés y complacencia es la Revista de Letras y Ciencias Sociales, de Tucumán, que dirige don Ricardo Jaimes Freyre y redactan los doctores Julio López Mañán y Juan B. Terán. Debo, además, no pocas deferencias a esta revista, donde con frecuencia se reproducen y comentan frases mías.

En el número de esta revista correspondiente al 10 de enero de este año, se comenta el que yo llamara a Hipólito Taine un «portentoso falsificador y sistemático caricaturista», y se oponen a este juicio mío reparos muy discretos. «Taine -dice el redactor T. de la revista de Tucumán -era un generalizador y un filósofo, un filósofo y no un biógrafo, un modelo de la historia». Agrega que yo encuentro que la síntesis de Taine ha mondado lo pintoresco, lo irregular de las impresiones concretas.

No, no es esto. Taine no sintetiza, sino que escoge los rasgos que concuerdan con la idea apriorística que se ha forjado de un individuo y los pone de relieve, dejando en la penumbra o en la sombra los demás. Los hombres no son para Taine hombres, sino casos de ejemplificación de teorías abstractas. En su libro De l'intelligence está la clave de sus trabajos históricos y críticos.

En rigor, Taine no creía en la individualidad ni en el alma personal, y sus personajes, si bien se mira, carecen de alma.

No hay sino compararlos con los de Michelet, aquel historiador portentoso, lleno de visión y de entusiasmo, o con los de Carlyle. Michelet, sí, Michelet sentía a los hombres y los resucitaba ante nuestros ojos. Claro está, como que es suya aquella enérgica y entrañable exclamación: «¡mi yo, que me arrebatan mi yo!».

Casi ninguno de los llamados filósofos de la historia es buen historiador. Para historiar es menester dejarse de un lado la filosofía y que los hechos mismos hablen y filosofen ellos; y mucho más tratándose de una filosofía tan seca, tan geométrica, tan fríamente cartesiana, tan poco histórica como era la filosofía de Taine.

Caricaturista, sí. ¿Qué es lo propio de la caricatura? Lo propio de la caricatura es acentuar los rasgos diferenciales de un individuo, atenuando y hasta haciendo desaparecer los demás. Y, sin embargo, un hombre es humano y es vivo por lo que tiene de común con los demás. El hombre triste, sin sus alegrías, no sería hombre, como no lo sería el alegre sin sus tristezas. Las flaquezas de los fuertes, las decisiones de los indecisos, los rasgos de valor de los cobardes y los momentos de cobardía de los valientes, las simplezas de los genios y las genialidades de los simples, todo esto, las contradicciones íntimas de los hombres, es lo que hace que nos parezcan hermanos y se atraigan nuestra simpatía. Nunca late nuestro corazón con más amor hacia el Cristo que al leer el relato de su desaliento en el olivar. Sin eso, no sería hombre.

Y en los personajes de Taine suelen estar sistemáticamente excluidas estas diferencias. Le sirven para demostrar una tesis. Sus biografías, sus retratos de personas, hacen parangón con los trabajos de psicología de Ribot. El mismo rígido e implacable mecanismo, la misma lógica de conceptos abstractos. Los hechos que expone Taine son un revestimiento de conceptos previos: no salen las ideas de los hechos, sino que vienen éstos, hábilmente seleccionados, a corroborar aquéllas.

Y no es que allí falte lo pintoresco ni la impresión concreta, no. Taine, que era a su modo un soberano artista, sabía dar la pincelada pintoresca, sabía reproducir la impresión concreta. Pero es cuando concurrían a corroborar su tesis; en otro caso prescindía de ellas.

Taine nos ha dejado magníficas esculturas literarias, pero la escultura no es la verdad. La escultura nos representa a un hombre en una edad de su vida, en una posición, en un gesto, en un momento. Y el hombre pasa por diversas edades, posiciones, gestos y momentos. Cierto es que Taine traza la vida de sus personajes siguiéndolos a través de sus vicisitudes, pero si se le lee atentamente se verá que va a tiro hecho, a fijarlos en una actitud y en un momento. Sus hombres son ideas encarnadas, ideas más o menos complejas, pero ideas en fin.

«Era un filósofo y no un biógrafo», dice el redactor de la revista tucumana. Pues quien no es un biógrafo mal puede ser un buen historiador, y Taine escribió historia. Con muy profundo sentido -lo he dicho antes de ahora- agrupó Sarmiento en torno a la figura de Facundo la historia de la lucha entre la civilización y la barbarie en la Argentina, y agrupó Mitre en torno a las figuras de Belgrano y San Martín la historia de la emancipación sudamericana.

Aprovecho el recuerdo. Ahí está Sarmiento, que en visión histórica y fuerza de expresión plástica no es inferior a Taine, superándole en otros conceptos, así como cede ante él en muchos. También Sarmiento era un caricaturista, también su Facundo es una caricatura, como lo es siempre, en mayor o menor grado, todo retrato verdaderamente artístico. También Sarmiento acentuó unos rasgos de su héroe y atenuó otros. Y así es como en su Facundo nos ha dejado un retrato caricaturesco.

Y aquí he de hacer una breve digresión, para hacer notar que la caricatura no implica necesariamente lo grotesco y lo cómico. Hay deformaciones épicas, que engrandecen al deformado.

Los retratos que Sarmiento nos ha dejado de Facundo, de Rosas, de Aldao, del cura Castro, de don Domingo de Oro, son, sin duda, soberanas deformaciones, son verdaderas caricaturas, pero ¡qué diferencia con las deformaciones de Taine! Éste, el francés, deformaba fríamente, con regla y compás, según un sistema de coordenadas, con arreglo a una psicología mecanicista, mientras que el argentino deformaba con calor, por amor o por odio, por pasión. El uno deformaba, caricaturizaba con la cabeza; el otro, con el corazón. Y yo me quedo con el segundo.

Y aquí está, de otra parte, Mitre, cuya Historia de san Martín estoy ahora leyendo con singular agrado. No tiene Mitre la genialidad bravía y robusta de Sarmiento, pero su labor, de marcha más lenta y más apacible, acaba por ponernos ante los ojos figuras vivas. Figuras crepusculares, un poco borrosas de suyo; figuras de menos relieve, pero de más simpática humanidad. Ni Belgrano ni San Martín se prestaban a la caricatura; uno y otro eran héroes plutarquinos, modelos de serenidad moral, pero no de genialidad mental, como el mismo Mitre lo reconoce. Si recordamos el paralelo que Taine precisamente estableció entre los procederes de Shakespeare y de Balzac, veremos que, guardadas proporciones, Sarmiento se valía del primero y Mitre del segundo.

Pero uno y otro, los argentinos, escribían movidos por patriotismo pasional y era la pasión, impetuosa y bravía en el uno, contenida y serena en el otro, lo que guiaba sus plumas. Eran de raza española al cabo. Mientras que Taine es un perfecto ejemplar del espíritu intelectualista francés, frío, geométrico, «désabusé», cartesiano.

Advirtiéndole en cierta ocasión a Taine de los peligros que podían seguirse de las consecuencias que los franceses sacasen de sus Orígenes de la Francia contemporánea, dicen que contestó: «cuando yo escribo no pienso que haya franceses en el mundo» (Pudo añadir que ni hombres). He aquí una frase que no concibo ni en boca de Sarmiento ni en boca de Mitre. No puedo figurármelos escribiendo sin tener en cuenta que hubiese argentinos en el mundo.

Cita luego el redactor de la revista tucumana un juicio de Lecombe, que dice de Taine que es el prosador más animado e imaginativo que haya entre los franceses. Imaginativo, sí, pero... ¿animado? Alma es lo que encuentro que les falta a sus personajes. Hablan, razonan -como razonar, razonan demasiado acaso-, obran, pero el alma no se les descubre.

«Es en prosa el equivalente de Hugo», añade Lecombe. ¡Por Dios!, no tanto, no, no tanto. Tomándolo con cautela puede uno fiarse de Taine; de Hugo, no. Taine deformaba por sistema; Hugo, por ignorancia. Precisamente estoy leyendo la Leyenda de los siglos y regocijándome con la acumulación de despropósitos históricos del padre Hugo. Tenía una radical impotencia para comprender la historia. Sentía predilección por los asuntos españoles y, en efecto, no puede hablar de España sin soltar algún disparate. Su geografía, su historia, su toponimia española son divertidísimas de puro desatinadas. Baraja nombres, sucesos y lugares con la mayor desaprensión. Y en el fondo Hugo es tan frío y tan sistemático como Taine, aunque aquél sea un ignorante y éste no. Porque Taine se enteraba bien antes de hablar algo, y Hugo no se tomaba la molestia de enterarse.

Nadie pone en duda las severas virtudes de estudioso y de hombre de Taine, ni la acendrada sinceridad de sus ideas. Puede un hombre ser estudioso, sincero y amante de la verdad y ser falsificador y caricaturista. Su genio mismo le impulsaba a ello. No creo que Taine se pusiera adrede unas gafas verdes o rojas para ver los objetos de uno o de otro color, no; sino que su especial daltonismo le impulsaba a ver como veía. Es un escritor profundamente subjetivo, pese a su objetivismo profesional. Lo mismo que le pasa a Flaubert.

Y esto es muy frecuente en escritores franceses. Preocupados de no dejarse coger de primos, decimos en España, «de n'être pas dupes», de ver las cosas sin ilusiones ni prejuicios pasionales, de salirse de sí mismos, de hacer obra severamente impersonal y científica, caen en un profundo prejuicio y son presa de una ilusión: de la ilusión de la objetividad. Su facultad hipercrítica acaba por destruir la realidad concreta, y en vez de hechos nos dan o leyes congeladas o polvo de hechos. Cuajan en témpanos la corriente fugitiva o reducen a polvo el hecho bruto. Y de aquí la singular sensación de vacío y de desaliento que su literatura nos deja. Y es que en ella, con pocas y muy nobles excepciones, falta pasión.

Algo diría sobre el juicio -juicio muy discreto y complaciente- que de mí hace el redactor de la revista tucumana y algunos reparos le pondría a lo de considerarme moralista y comentador -fundado, creo, en mi Vida de don Quijote y Sancho, mi obra cardinal hasta hoy-, algo diría de esto si no fuese porque me he trazado como regla de conducta el no juzgar los juicios que de mí, como escritor, se hagan, ni aun cuando sean tan razonados y tan de buena fe y benévola simpatía como es el juicio a que me refiero. Tomo de ellos cuenta e influyen en mi ulterior producción, pero jamás los ratifico ni los rectifico.

De paso habla el redactor de la revista tucumana de la originalidad sustancial de Spencer. ¡Cuánto habría que reparar a esto! Spencer es otro pensador tan peligroso como Taine, por ser igualmente sistemático. Tuve yo también mi época de spencerismo, y sin duda me enseñó mucho el ingeniero filósofo inglés; pero, afortunadamente, salí pronto de su encanto. Y como no es cosa de alargar este comentario, no me detengo a desarrollar un punto que acaso sorprenda a muchos, y es el de la incapacidad metafísica de Spencer. Basta compararle con Stuart Mill; basta cotejar las superficialísimas críticas de Kant, contenidas en los Primeros principios -obra en lo fundamental de una endeblez e inconsistencia manifiestas- con las profundas disquisiciones de Stuart Mill en su Examen de la filosofía de Hamilton.

Ocasiones tendré de volver sobre esto y sobre los estragos que creo ha hecho en la mentalidad hispanoamericana -lo mismo que en la española- ese positivismo mecanicista y geométrico que estuvo en moda hace veinte años y fue el credo de la mesocracia intelectual. Sólo se salvaron acá y allá los que sentían arder pasiones que mantuvieron, en una u otra forma, el fuego sagrado de la ilusión trascendental.

Ni la de Taine ni la de Spencer pueden ser filosofías para pueblos que vierten su pensar en lengua española. Éstos tienen otra alma, alma que en pocas obras habrá sido mejor analizada que en la Historia da civilição ibérica, del portugués Oliveira Martins.

Yo sé que muchos de mis lectores de allende el océano se revolverán a esto de que meta en un mismo cuño de alma a los pueblos todos de lengua española, y acaso alguno hasta a que llame española a la lengua en que les hablo y me entienden perfectamente; pero yo sé a qué atenerme y sé, como lo he dicho muchas veces, que pocas veces se me aparecen los americanos más radical y profundamente españoles, o si se quiere ibéricos, que cuando, como en el caso del gran Sarmiento, gustan de renegar de España. ¿No renegamos acaso de ella siete veces al día los españoles estrictos?

Repito que ahora está poniendo ante mi vista, vivo y actuante, a San Martín su eminente biógrafo, Mitre, y ¡cómo me acuerdo de nuestros héroes castizos ante ese castizo héroe que después de haber hecho aquí la guerra contra los franceses invasores fue a su patria a libertarla y hacerla campo libre a la actividad de los hijos de los pueblos todos, incluso ¡el español! Y el héroe se me aparece en toda su apacible complejidad, sin salientes violentos, sin relieves pronunciados, pero con todo su sano equilibrio y con todo el calor de humanidad con que ha sabido presentárnoslo el ilustre historiador.




ArribaAbajoA propósito de Josué Carducci

Ya lo sabéis, ha muerto Josué Carducci, el más grande poeta italiano que quedaba vivo y el más grande acaso del mundo entero en el tránsito del siglo XIX al XX. Somos, por lo menos, muchos en creerlo.

El duelo que Italia ha ofrecido a la memoria de su poeta ha sido digno de Italia y digno de Carducci. Pocas veces, ni en lugar ni en tiempo alguno, se habrá visto una manifestación más concorde y más grandiosa.

Para juzgar la obra poética y la obra crítica de Carducci, será menester que pase algún tiempo y que se haya asentado el polvo que levantó con su soplo airado, serenándose el cielo. Para Italia era el poeta civil por excelencia, el poeta de la patria, el poeta de la unidad italiana. Será menester que lo juzguen extranjeros y que su obra acabe de hacerse universal.

Al entusiasmo patriótico de los italianos que han llegado a ponerlo en su panteón al lado del Dante, se ha unido la pasión sectaria y hasta la manía anticristiana, manía que se alimenta del más lamentable desconocimiento de lo que en su espíritu y esencia el cristianismo es. En estos días ha llegado a decirse en Italia que el himno a Satanás, de Carducci, es el exponente de su obra toda poética, y que quien rechaza aquél tiene que rechazar éste. No se me ocurre rechazar el himno a Satanás, que sólo pudo escandalizar a los simples z que no quisieron penetrar en su fondo -un fondo nada anticristiano-, pero sí conviene recordar que el mismo Carducci dijo de ese su himno, escrito a sus veinticinco años, que jamás salió de sus manos «guitarrada» («chitarronata») más vulgar, salvo cinco o seis estrofas.

Todo poeta, todo escritor, atrae la atención de sus contemporáneos, no por lo mejor suyo, no por sus producciones más íntimas y más personales, sino por aquellas otras que a razón de circunstancias del momento producen más escándalo o más entusiasmo pasajero. A raíz de la muerte de Leopardi, de lo que más se hablaba era de su canto a Italia, y hoy estamos de acuerdo todos en que no es ése su canto más leopardino. Lo mismo sucede con Carducci.

¡Qué modelo de carrera la de este ardiente y noble poeta! Hay que seguirle desde que en 1856, siendo profesor de retórica en el Liceo de San Miniato al Tedesco, publicó, a sus veintiún años, la primera edición de sus rimas, con el honrado propósito de pagar sus deudas, hasta que frisando en los setenta y dos acaba de dormirse en la sombra que no acaba, en su querida Bolonia, en cuyo camposanto deseó descansar de la vida.

Cuando publicó aquel su primer libro de rimas, hubo crítico que lo acusó de «falta absoluta de toda posible facultad poética». Y de hecho el libro no gustó. Carducci tuvo que fraguarse su gloria golpe a golpe, contra la indiferencia primero, contra la hostilidad después. Su espíritu rebelde y desdeñoso no se plegaba a acomodamientos fáciles y su poesía alta, serena y fuerte, no era de las que entran fácilmente en un público que rehúye manjares jugosos.

Carducci, desdeñoso y fuerte como el Dante, despreciaba la blandenguería romántica que dominaba el ambiente espiritual cuando su alma empezó a respirar. No podía resistir el manzonismo, aunque siempre respetó la noble figura de Manzoni. Y como el cristianismo se le aparecía en torno bajo la investidura católica manzoniana, se revolvió contra el cristianismo también. De aquí su paganismo.

Siendo estudiante saltó una vez de la cama para salir a la puerta a gritar: «¡Viva Giove!», «¡abasso il succesore!», en respuesta a un amigo que le cantaba lo de


«Dormi, fanciul, non piangere,
Dormi, fanciul celeste...».



Y toda su vida permaneció fiel a esto que podría llamarse su paganismo, rechazando a los curas, pidiendo morir bajo los cantos del padre Homero. ¿Quién no conoce su famosa poesía «En una iglesia gótica», donde se lee aquello de que los templos cristianos excluyen al sol y que el cristianismo faja de tedio el alma? ¿Quién no conoce su canto a las fuentes de Clitumno, en que pide que el sauce llorón «il piangente salcio», sea sustituido por la negra encina, «l'ilice nera», símbolos el uno del cristianismo y el otro del paganismo?

Habría, sin embargo, mucho que hablar de este paganismo y de ese cristianismo. Por ahora he de limitarme a indicar que cuanto en el cristianismo repelía a Carducci -y lo mismo pasa con Nietzsche- era, sobre todo, el elemento de origen pagano que se ha introducido en él. Carducci amaba a Francisco de Asís, y Carducci, en su hermosa poesía a la iglesia de Polenta, ha engarzado en ritmo suavísimo la salutación del Ave María. ¿Contradicción, diréis? ¡No, contradicción no! En las alturas serenas y luminosas de la poesía no hay contradicciones posibles. Allí todos los grandes espíritus se abrazan.

He citado a Nietzsche al hablar de Carducci; mas esto no se interprete en el sentido de que los junto. Aprecio al poeta italiano mucho más que al desesperado pensador germánico. En el fondo las razones, o mejor dicho, los sentimientos por que uno y otro se revolvieron contra el cristianismo, son muy diversos. Y contra el cristianismo de hoy, oficial y ritual, se revolvió antes que ellos, con otros muchos, aquel excelso espíritu danés que se llamó Kierkegaard, alma profundamente cristiana. Éste dijo aquella terrible frase: la cristiandad juega al cristianismo.

Mas dejando ahora esta cuestión espinosa y volviendo a Carducci, hay que hacer notar el carácter de su lírica.

Carducci, el poeta civil, no es el egoísta que se encierra en su torre de marfil a cantar sentimientos personalísimos ni a molestarnos con cosucas que sólo a él le importan. Este gran poeta moderno, el más grande, el más poeta y el más moderno de los poetas modernos, es el menos modernista, en el sentido que ordinariamente se da a este mote tan poco envidiable. Carducci, que odiaba, sobre todo y ante todo, la vulgaridad, es un poeta popular en el sentido alto y duradero de esta palabra. No que sus poesías anden en boca de lo que suele llamarse por antonomasia pueblo, no; sino que con ellas ha contribuido a fraguar un pueblo. Cantó sentimientos de su patria. Su alma vibraba con el alma de lo mejor de su pueblo.

A raíz de nuestro desastre, aquí en España, me decía el gran poeta portugués Guerra Junqueiro: «Ustedes no tienen un poeta, porque han recibido un golpe y no se ha oído la queja melodiosa; el reponerse, la cura, es cuestión de tiempo, pero el quejido, el grito de dolor, esto es del momento». Y diciéndole yo: «Acaso tengamos poetas, pero no son patriotas», me replicó: «No, no es posible; si un hombre no siente lo que tiene en derredor, lo concreto, lo tangible, la patria, podrá ser un gran filósofo, un gran pensador, un gran sociólogo; pero un poeta, no». Y él, el mismo Guerra Junqueiro, acaso nunca ha llegado a mayor intensidad poética que en su poema «Patria», grito de indignación y de sinceridad que le arrancó la vergüenza de Portugal.

Ya sé que andan por ahí jóvenes rimadores, más o menos melenudos, que sonríen compasivamente cuando de patria se habla y que no se les cae de la boca la palabreja «emoción» y la torre de marfil. Hacia estos tísicos del alma sintió siempre un soberano desdén Carducci, y basta leer sus invectivas a un heiniano de Italia.

Sí, a Carducci se le ha acusado de desdeñoso hacia la juventud. ¿Acusarlo? Eso no es una acusación. Tenía motivos sobrados, al ver cómo desertando del «maiora canamus!» se ponen a cantar, no ya las cosas menores, sino las mínimas, y se nos vienen con la milésima sonata a los pies de Laura o con elegías a Pierrot o a Colombine, o con insípidos y pálidos recuerdos versallescos o con unos faunos, sátiros y centauros anémicos, traducidos del francés bulevardero, o con cualquier otra gansada por el estilo. Ese hombre que esculpía sus pensamientos en estrofas severas, las mejores de ellas sin rima, ¿cómo iba a deleitarse en esos juegos malabares, de versos vacíos de sentido, en que sólo se busca un fugitivo halago al oído carnal?

De buena gana os diría algo respecto a la técnica carducciana y a sus discutidos metros; pero tengo en prensa un tomo de poesías -os lo anuncio ya; creo que me ha de ser permitido esto-, y como entre ellas hay más de una compuesta en la misma horma, por ahora me callo. Y en ese mismo tomo, en el que a mis poesías originales hago seguir cinco o seis traducidas, van dos de Carducci.

¿Cómo este poeta, el más grande, repito, según muchos creemos, de la segunda mitad del pasado siglo, ha influido tan poco en España y en la América de lengua española? Siendo como es italiano, mucho más afín que no el francés al castellano, y siendo su prosodia nuestra prosodia, parecería lo natural que los grandes poetas italianos hubiesen influido en los nuestros más que los franceses. Además, la poesía italiana es, por lo común, más poesía; quiero decir, más poética que no la francesa. A ésta le sobran ciencia, habilidad, artificio y espíritu lógico y formal. Son demasiado buenos geómetras y demasiado buenos críticos para ser buenos poetas.

¿Cómo es, podría uno preguntarse, que para una vez que veamos citado, comentado o imitado entre nosotros a Carducci, vemos diez, quince o veinte veces citados, comentados o imitados Musset o Verlaine? Yo lo atribuyo, sobre todo, a la debilidad de nuestros estómagos mentales, y permitidme lo rudo de la frase. Entre nosotros adquieren más favor los que nos obligan menos a fijarnos y los que menos nos dicen; los que nos mecen unos vagarosos ensueños sin consistencia y a las veces sin forma.

Carducci es un poeta discursivo, ilativo. En sus cantos hay un argumento lírico, en sus cantos hay una idea dominante, clara y precisa, que va desarrollándose procesionalmente y con soberana pompa. Por esto pudo prescindir de la rima: porque la asociación poética de las imágenes y pensamientos es interna y es robusta.

Fijaos, en efecto, en que hay poetas que necesitan de la rima para no perderse en la más absoluta incoherencia, en el cinematografismo más descosido, en una cháchara deshilvanada. Conozco poesías en castellano -y de las que citan como ejemplo los adeptos de cierta escuela- en que si se quitan las lañas de la rima se desparrama todo aquello.

Carducci, como verdadero gran poeta, es un poeta traducible. No le ocurre lo que a nuestro Zorrilla. Poned a Zorrilla en inglés, alemán o francés, despojándole del halago del sonsonete, y decidme cuánta poesía queda en aquel aluvión de lugares comunes literarios y en aquel desfile de imágenes imprecisas o revenidas de puro viejas. En cambio Campoamor, por ejemplo, sean cuales fueren sus faltas en otro respecto, es traducible. Y Carducci lo es enteramente, como es traducible el Dante, como lo es Homero, como lo es Shakespeare, como lo es Goethe. Lo que cantan es de suyo poético; sus cantos están formados con materia poética. Y es poética la forma interna de ellos.

Lo cual no quiere decir, ¡claro está!, que no sea bellísima y armoniosa la versificación carducciana. No tiene, sin duda, esas cadencias arrastradas y muelles que se canturrean, más que se recitan, lánguidamente, a la hora de tomar ajenjo. Su música es una música robusta. Ni violines versallescos ni caramillos pánicos.

Y no vaya a creerse por esto que Carducci no tiene delicadezas. Las tiene, y de las más delicadas, como lo son siempre las de los fuertes. No hay, en efecto, ternuras más tiernas ni blanduras más dulcemente blandas que las de los vigorosos y recios. Las flores más fragantes son las del desierto o las que crecen bravías entre las rendijas de las rocas. El toque más delicado es el de un gigante. Si Oto o Efialte os cogieran y os levantaran en sus manos, no sentiríais el toque: tan sin esfuerzo lo harían. Los niños se sienten mejor, más a sus anchas, en los brazos de los hombres robustos que no tienen que hacerse violencia alguna ni tienen que apretarlos para mantenerlos seguros.

Leed la bellísima composición de Carducci a la boda de su hija, aquella en que habla del «vulgo vil de Italia», y ved si el amor paterno puede hablar un lenguaje más robustamente tierno. Y como ésta, otras composiciones.

La labor de Carducci no es muy copiosa. No ha sido poeta tan fecundo como Víctor Hugo, pongo por caso de fecundidad. Y sus composiciones son todas relativamente cortas. Nada de poemas en varios cantos o de novelas en verso, nada de dramas. La verdadera inspiración lírica es de vuelo alto y firme, sí, pero corto.

Y además, y esto no debe olvidarse, Carducci no se constituyó en un profesional de la poesía, no fue un literato de esos que se creen obligados a escribir versos con cierta regularidad de tiempo. Su ocupación principal y primaria fue su cátedra de literatura italiana en la Universidad de Bolonia, después sus trabajos de crítica e investigación de textos antiguos. Y sólo cuando se sentía henchido de concepción poética era cuando hacía versos.

De aquí su posición respecto a la poesía, a la literatura y al arte en general, tan distinta de la posición ordinaria en aquellos que, por haber hecho rimas que han obtenido algún aplauso, se creen con derecho a menospreciar otras actividades. De una carta que Carducci dirigió en 1887 al director del Resto del Carlino traduzco este sustancioso párrafo:

«Dije que está bien que Italia no tenga, al menos por ahora, una producción literaria conforme la pretenden muchos. Me explicaré. Creo firmemente ser dañosa para el vigor moren de un pueblo la demasiada literatura; creo que la demasiada literatura perdió a Grecia y enerva hoy a Francia; creo que Italia, teniendo, como tiene, que cobrar fuerzas, necesita de muy otras cosas que de excitantes o deprimentes neuróticos, y la literatura moderna no puede dar otra cosa. La imposibilidad de que saliese en Italia una novela que se pueda leer era para mí una prueba y un consuelo, prueba de que a este pueblo le queda aún una fibra de los antiguos riñones, y era una esperanza para el porvenir. Ahora siento que aquella querida imposibilidad va disminuyendo de día en día. Me disgusta. Nuestros padres pusieron barra a la caponera de la arcada; ¿por qué queremos mantener abierto en demasiados periódicos un mercado de vulgarización de los últimos excrementos del romanticismo en prosa y en verso?».



El que escribía estas palabras tan sensatas era el primer literato de Italia, o mejor dicho, el primer humanista.

Esta noble, nobilísima palabra, esta palabra de abolengo que parece trasportarnos al siglo XVI, entre los esplendores del Renacimiento, esta palabra de humanista es la que mejor cuadra a Carducci.

Muerto este robusto luchador prometeico, le sucede en su cátedra, y somos muchos los que creemos que en su primacía en la poesía italiana, Pascoli, cuyos cantos, sin el vigor herculino de los cantos carduccianos, tienen, en cambio, más morbidez y más serenidad tranquila. Pascoli se inclina a las veces más a Leopardi que a Carducci. Pero mientras este dulcísimo y sereno Pascoli, que parece ser uno de los que han encontrado la fuente homérica, es casi desconocido entre nosotros, a todas horas nos están restregando los oídos con el nombre de guerra de Gaetano Rapagneta, conocido por Gabriele d'Annunzio. Este insoportable comediante, vano y hueco, es el que para nuestro vulgo literario -y es el peor de los vulgos- cubre con su nombre el nombre de Pascoli, del cual dijo una vez Carducci que era capaz de escribir cantos que podría firmar Ariosto.

Es una cosa vista la de que no son los poetas, ni en general los escritores mejores, más jugosos y más hondos, los que antes consiguen salvar las fronteras de su patria. Una cosa son los escritores universales y otra los internacionales, ni se traduce primero lo mejor, sino lo más fácil de comprensión. Pero de esto de lo universal y lo internacional en literatura os hablaré otro día, y espero entonces engarzar a mis propias reflexiones y observaciones, observaciones y reflexiones de Carducci.




ArribaAbajoSobre el ajedrez

Nunca olvidaré -me contaba una vez un cura de aldea, socarrón y malicioso-, nunca olvidaré mi primera visita a un pueblo «civilizado». Habíame criado yo en mi aldea nativa, con un tío cura que me enseñó el latín, y que cierto día me advirtió me preparase para ir con él a la villa próxima. Era a Guernica. Llegamos a ella y me llevó al Casino, donde él tenía que avistarse con un amigo. Me dejó por mi cuenta. Empecé a recorrerlo, encogido y medroso, y hubo de llamarme la atención un grupo de cuatro personas, agrupadas en silencio en torno a una mesita y sin levantar sus cabezas de ella. Su mutismo y su recogimiento atrajeron mi atención. Me acerqué al grupo y oí romperse el silencio para que uno de los cuatro caballeros exclamara: «¡Si hace usted eso, le como el caballo!», y otro le replicó: «en ese caso, le comeré yo la torre». Estas palabras me trastornaron. ¡Un señor que dice va a comerse un caballo y otro que le replica que comerá una torre! Me aparté de allí, no sin cierto temor no fuese que de mansa se les convirtiese en furiosa y me tirasen por el balcón a la calle, pero pudo más mi curiosidad y volví a acercarme al grupo. «¡Este peón será reina!» -exclamó triunfalmente uno de aquellos señores, y yo miré a todas partes-. Me aquietó un poco el que los demás asistentes al Casino no parecían dar importancia al caso. Me acerqué más, y aun pude ver que tenían un tablero de madera con cuadrados blancos y negros, y unas piececitas, algunas en forma de castillos y otras con cabezas de caballos, que movían de tiempo en tiempo de un sitio a otro. No quise ver más, sino que me fui a mi tío, y asiéndolo por la sotana, le dije: «¡tío, vámonos de aquí, vamos a casa!», y todavía al salir del Casino de Guernica volvía mi mirada a él temiendo no saliese con un cuchillo, frenético ya, el comedor de caballos, o el de torres. -Tal fue mi primera impresión de lo que es una sociedad civilizada -acabó diciéndome el socarrón y malicioso cura de aldea.

Y entonces me tocó el turno de contarle a mi vez cómo yo, en mis mocedades, había caído bajo la seducción de la mansa e inofensiva locura del ajedrecismo y cómo, durante mis años de carrera, en Madrid, hubo domingo en que invertí lo menos diez horas en jugar al ajedrez. Este juego, en efecto, llegó a constituir para mí un vicio, un verdadero vicio. Pero como soy, gracias a Dios, hombre de recia voluntad, conseguí dominarlo. Y hoy no lo juego sino de higos a brevas, o sea de año a San Juan, y las pocas, poquísimas veces en que lo juego, no paso de un par de partidas, a lo sumo tres. Se me pasan meses sin tomar un alfil a la mano. Y es que tengo siempre presente aquel aforismo de que el ajedrez, para juego, es demasiado, y para estudio demasiado poco. Y eso que llegué a jugarlo bastante bien.

¡Recuerdos y reflexiones son estos que se me ocurren al leer la carta que don José Pérez Mendoza, presidente del Club Argentino de Ajedrez, dirige a don Enrique de Vedia, consocio suyo y rector del Colegio nacional central, carta que aparece en el número correspondiente al primer trimestre de este año de la Revista del Club Argentino de Ajedrez.

El señor Pérez Mendoza se dirige al señor Vedia con objeto de que se introduzca el ajedrez en los colegios. La carta honra a quien la ha escrito, pues que demuestra cuán en serio toma su ajedrez, y siempre es digno de todo respeto y de todo elogio el que toma algo en serio, y más en los días que corremos. Y el que se toma muy en serio un juego, un deporte, es una enseñanza, una advertencia y un reproche para tantos como hay que toman en juego las cosas más serias.

No se le oculta al señor presidente del Club Argentino de Ajedrez lo arduo de llevar a la práctica su propósito, lo difícil que es encontrar «quien tenga valor suficiente para desafiar la crítica de los que sonríen burlonamente cuando no tienen nada de fundamento que oponer a un propósito», y recuerda a este efecto la conmiseración con que en una época no lejana se les motejaba con aquello de «es miembro de la Protectora de Animales». Pero como dice muy bien el señor Pérez Mendoza, «el tiempo ha transcurrido y todos hacen justicia a los propósitos de Sarmiento, reverendo Thompson y otros».

Esta actitud del presidente del Club Argentino de Ajedrez me es altamente simpática.

Siempre aplaudo a los que, sea por lo que fuere, afrontan la crítica de los que sonríen burlonamente. Un ejemplo así es siempre fecundo en país donde la propensión a la burla, al choteo, hace estragos. Eso no es, en el fondo, sino quijotería, y sabido es que me he constituido en el aplaudidor profesional de todo quijote.

«Las ideas hacen camino», dice muy bien el señor Pérez Mendoza. Y para demostrarlo se limita a citar el caso de la señorita Elina Paso, que se matriculó para médica en el colegio que el señor Vedia rige. «Hubo resistencia tenaz para impedirlo por los retrasados en ideas, pero más fuerte fue el empeño, y la buena doctrina triunfó, siendo ¡al fin! admitida». Es evidente: las ideas hacen camino.

«Y usted, que es educacionista y por ende ajedrecista de raza...» -sigue diciendo al rector del Colegio nacional central el presidente del Club Argentino de Ajedrez. Pero aquí tenemos que detenernos. Ese «por ende» me ha herido la mente como una flecha silenciosa en la oscuridad. Eso de que un educacionista tenga que ser ajedrecista, la verdad, no acabo de comprenderlo. Yo que, como he dicho, fui ajedrecista y hasta maniático del ajedrez en mi juventud, no veo las relaciones entre el juego de ajedrez y la pedagogía. Pensaré en ello, sin embargo. Aunque por ahora temo tratar a mis alumnos y discípulos como peones, alfiles, caballos y torres de ajedrez.

Sigue la carta, y en ella pide su autor que se desarrolle en la juventud argentina la afición al ajedrez, «que ennoblece» porque es caballeresco en sus propósitos; que es culto porque da motivo a desarrollar la sociabilidad; que es el más intelectual y educador porque para practicarlo es necesario poner en ejercicio funciones múltiples de observación, orden, previsión y tantas otras que desarrollan la intelectualidad, y sobre todo, más arriba que todo, que es un medio, si no de extirpar, de oponerse «a la ola que avanza» y que por desgracia «es difícil, bien que no imposible de contener y que tantos perjuicios trae aparejados en su programación: me refiero a las varias formas de juego con apuestas».

Vamos por partes.

Y empecemos por la última: la de los juegos de apuestas. En esto, como en aquello otro de afrontar las sonrisas burlonas, estoy enteramente al lado del presidente del Club Argentino de Ajedrez. Todo lo que en bien de la cultura se haga para combatir los juegos de envido y azar, incluyendo en ellos la lotería y las carreras de caballos, sería poco. Y no es lo peor de tales juegos el que arruinen a unos y enriquezcan a otros sin trabajo, enseñándoles a fiar de la fortuna; lo peor de la afición a los juegos de azar y envido es que revela una gran pobreza imaginativa. Suelen caer en ese vicio aquellas personas que sin una base de educación intelectual se encuentran con dinero. No saben qué hacer, la lectura les fastidia, el arte está para ellos cerrado, y el único modo que tienen de no aburrirse es jugar. Puede asegurarse que donde el juego hace estragos la cultura es superficial y más de apariencia que de fondo. Las emociones del juego llenan un vacío espiritual que no se llena con emociones de arte, de ciencia o de una actividad útil y culta. Cuando se reúnen personas de cultura, de ingenio, de ilustración, y sobre todo de espíritu, conversan, cambian ideas e impresiones, no cartas de baraja. Los tontos, dice Schopenhauer, no teniendo ideas que cambiar, inventaron unos cartoncitos con figuras, y los cambian.

Pero de este mal del juego, que es para mí lo peor de él, ¿está acaso enteramente exento el ajedrez?

«Ennoblece porque es caballeresco», dice el señor Pérez Mendoza. Sí, no lo dudo, pero he presenciado disputas muy agrias ocasionadas por el ajedrez. Y se comprende. Como los dos jugadores juegan con los mismos elementos, dispuestos del mismo modo, no cabe atribuir al acaso la derrota. El que pierde, pierde porque se descuidó más que el otro, no porque juega menos que él. Y así sucede que en ningún juego se interesa más el amor propio que en el ajedrez. Al que pierde un día al tresillo le queda el recurso de decir que le dio mal el naipe. No así al que pierde al ajedrez. Y de aquí todo eso de jugar a cara de perro, sin volver las jugadas, aquello de pieza tocada, pieza jugada. Es muy caballeresco este juego, sí, pero llega a engendrar verdaderas antipatías, así como engendra simpatías. El amor propio queda muy al descubierto en él, y lo más educativo que tiene es el enseñarnos a dominarlo. Pero esto se consigue lo mismo en una conversación en que juega el ingenio.

«Es culto porque da motivo a desarrollar la sociabilidad», añade el señor Pérez Mendoza. Según lo que por sociabilidad se entienda. En mi época de ajedrecimanía solía yo jugar con un ancianito que no parecía vivir sino para el ajedrez. Todas las tardes me pasaba dos o tres horas jugando con él. Y jamás supe sino su nombre, que hoy ya no lo recuerdo. No sé de dónde, ni cómo era, ni qué ideas tenía, ni nada de su vida pasada. No nos unía más que la común afición al ajedrez. Y así se ve que dos hombres pueden reunirse todos los días dos, tres o más horas, en torno a un tablero, a comerse caballos y torres y convertir a peones en reinas y desconocerse profundamente el uno al otro, manteniéndose mutuamente extraños. Y en tal sentido no fue tan falsa como parece la visión que de la civilización tuvo mi amigo el cura de aldea socarrón y malicioso.

Mucho de la sociedad civilizada no es más que la sociabilidad que con el juego del ajedrez se engendra y desarrolla. Dos hombres pueden pensar y sentir del modo más opuesto, ser en el fondo incompatibles el uno con el otro, y juntarse a jugar al ajedrez. Un día falta uno de los jugadores, dura su ausencia unos días y al cabo de ellos vuelve a su hábito, pero vestido de luto y con aspecto de cierta tristeza. En esos días ha quedado viudo. Y puede muy bien ocurrir que su competidor lo ignore. No; no es esa sociedad la que debemos promover, sino otra más íntima, más espiritual, más comunicativa. Es comunión, comunión de ideas y sentimientos, no sociabilidad lo que nos hace falta. Un club ajedrecista es lo más opuesto a una iglesia cualquiera, a un centro de comunión espiritual. El ajedrez puede llegar a ser uno de los medios de juntarse las personas sin comprometer en esta junta sus almas.

Lo que hay que promover y fomentar es la conversación íntima y libre, el cambio de ideas. Hay que hacer de los casinos verdaderos hogares de ideas. Hogares y, a la vez, templos. Dicen que es de muy buen tono, de la más profunda urbanidad y cortesía el que en una «reunión de confianza» -son las reuniones en que menos confianza cabe- en una sociedad, en un casino, no se hable de lo más íntimo y vital: de religión. Para mí ese buen tono, esa urbanidad y esa cortesía no son sino signo de muerte. Sociedad en que privan máximas semejantes no es sino un hormiguero de egoístas, de aventureros, de superficiales, de escépticos y de aburridos. Y he aquí por qué odio esas sociedades y huyo de ellas. No quiero ser un hombre de sociedad, un hombre de mundo. El saber llevar el frac puede llegar a ser una inferioridad manifiesta.

Paréceme, pues, que para defender a los jóvenes estudiantes de la «ola que avanza», mejor aun que aficionarlos al ajedrez, y aun no siendo del todo malo este remedio, es aficionarlos a otras cosas, y ante todo al estudio; es, sobre todo, provocar en ellos las eternas y tradicionales inquietudes de espíritu, las que no dejan vacío que tenga que llenarse con apuestas al juego de azar.

Y por lo que hace a las funciones de observación, de orden, previsión, etc., con que el ajedrez desarrolla la intelectualidad, cedo la palabra al sutilísimo Edgar Allan Poe, que en la introducción a su cuento sobre Los asesinos de la calle de la Morgue, decía así:

«Es muy posible que la facultad de resolución se robustezca con el estudio de las matemáticas y especialmente de aquella su más elevada rama que no más sino a causa de sus operaciones retrógradas ha sido llamada, injustamente, análisis por excelencia. Pero calcular no es lo mismo que analizar. Un jugador de ajedrez, por ejemplo, cumple lo uno sin esfuerzo alguno para lo otro. De donde se sigue que el juego del ajedrez ha sido muy mal entendido en sus efectos sobre el carácter mental. No estoy escribiendo un tratado, sino simplemente un prefacio a un relato, prefacio con observaciones sobre el azar. Aprovecho, pues, la ocasión para afirmar que las potencias más elevadas del intelecto reflexivo se ejercitan más decidida y útilmente con el modesto juego de damas que con la complicada frivolidad del ajedrez. En este último, en que las piezas tienen diferentes y extraños movimientos, con varios y variables valores, se confunde lo que no es sino complejo con lo profundo, error nada raro. La atención entra aquí poderosamente en juego. Si marra por un instante, se comete un descuido, de que resulta pérdida o derrota. Como los movimientos posibles son, no sólo múltiples, sino complicados, las probabilidades de tales descuidos se multiplican, y en nueve casos por cada diez el que vence es el jugador más concentrado ("concentrative") y no el más inteligente ("acute"). En las damas, por el contrario, donde los movimientos son "únicos" y no sufren sino leves variaciones, disminuyen las probabilidades de inadvertencia, y quedando, relativamente, sin empleo la mera atención, las ventajas que obtenga una de las partes las obtiene por un superior ingenio ("acumen"). Para ser menos abstracto, supongamos un juego de damas en que las piezas se reducen a cuatro damas, y en que, por supuesto, no cabe esperar descuido. Es obvio que la victoria en este caso no puede decidirse a jugadores iguales, sino por algún movimiento rebuscado, efecto de fuerte trabajo intelectual. Privado de recursos ordinarios, el analista se mete en el espíritu de su contrario, se identifica con él, y no raras veces ve así, de una mirada, los únicos métodos -a las veces absurdamente sencillos- por los que puede inducirle a error o empujarle a un mal cálculo».



Esto, como todo lo de Poe, es más ingenioso que sólido, y en el fondo un tanto paradójico. Pero la paradoja es la más excelente forma de la verdad desconocida. El mismo Poe reconoce, por lo demás, que el ajedrez desarrolla la atención. Sólo que le faltaba añadir que desarrolla la atención... para el ajedrez. Es como las carreras de caballos, que desarrollan la cría de caballos... de carrera, y los juegos florales, que promueven el cultivo de la poesía... jocoso-floral.

Hay que reconocer, por otra parte, que el ajedrez es una escuela de psicología práctica. Viendo jugar a uno varios días me comprometo a dar un bosquejo de su psicología. Uno juega por jugar, otro por inventar jugadas, otro para ganar, uno se distrae, otro cuenta con las distracciones ajenas, éste charla para confundir a su adversario y engañarle, aquél parece atender a un lado del tablero cuando en realidad se fija en otro, etc., etc. Pero esto pasa con todo juego. Y aun hay más, y es que creo que el tresillo exige mucha mayor agudeza, dotes más finas de observador, de psicólogo, que no el ajedrez. Hay que adivinar lo que no se ve. Y hay quien, a las primeras jugadas, sabe ya las cartas que tiene el contrario, siempre que conozca a éste. En el tresillo cabe jugar una jugada mirando a los ojos del contrario; en el ajedrez hay que mirar al tablero. Como en el tresillo entra por algo el azar, entra también por más el elemento psíquico, espiritual. Saber servirse del azar es el supremo arte de la vida.

«¿Conque saber servirse del azar es el arte supremo de la vida? -me dirá aquí, interrumpiéndome, algún lector avisado-; pues entonces lo atrapé en contradicción. Porque si el arte supremo de vivir es aprovecharse del azar, ¿por qué condenar los juegos de azar y envite, los juegos de apuestas?». No te falta razón, lector avisado, que así me objetas, pero de eso ya hablaremos. Y hablaremos de la parcial justificación y más aparente que real, que de esos juegos puede darse... Porque, en efecto, los juegos de azar responden a algo más que a llenar un vacío de espíritu; la pasión por el azar tiene hondas y muy vivaces raíces. Y bien dirigida, entiéndelo bien, bien dirigida, puede dar frutos provechosos.

Y lo que salva al ajedrez de ser una cosa puramente mecánica es precisamente el elemento de azar que su complicación misma lleva consigo: el poder contar con los descuidos del adversario. Pero es indudable que hace falta más cálculo para idear el modo de dar mate con el rey, alfil y caballo, sin más, no habiéndolo aprendido antes, que no para empezar y desarrollar un juego. La simplicidad del caso abona lo que Poe dice.

El ajedrez tiene, sin duda, alguna de las ventajas, pero tiene casi todos los inconvenientes de las matemáticas. Y yo no encomendaría un asunto delicado a un puro matemático. Las matemáticas, dadas sin compensación ni contraveneno, son funestísimas para el espíritu. Son como el arsénico, que en debida proporción fortifica y en pasando de ella mata. Los matemáticos puros se acostumbran a discutir con el encerado o el papel y no con la cabeza. Obsesiónales una falsa idea de la exactitud. Es, sin duda, mucho más educadora cualquier ciencia de observación, de laboratorio, la biología sobre todo, porque en ella hay que aprender a doblegarse al hecho, que sólo en pequeña parte nos es conocido. Toda célula, por muy conocida que nos sea, cela un misterio: el triángulo, por el contrario, o la elipse, como no es sino un concepto, lo tenemos todo entero en el espíritu. El que los rumiantes tengan la pezuña partida, no se sabe bien por qué, además de ser tan exacto como (a + b)2 = a2 + 2 a b + b2 es mucho más educador. Y en cuestión de juegos, el tresillo, pongo por caso, es más biológico que el ajedrez, que tiene más de matemático. El azar es el misterio y la fuerza del hombre es saber dominar el azar, es saber servirse del misterio.

He conocido muchos jugadores de ajedrez y he jugado a su juego con muchos de ellos. Y debo declarar que la mayor pericia en el juego no coincidía necesariamente con la mayor inteligencia. Junto a hombres muy inteligentes y. grandes jugadores de ajedrez he conocido ajedrecistas distinguidísimos que eran hombres de una mentalidad menos que ordinaria, y he conocido, en cambio, hombres de ingenio torpísimo, de pésimas dotes de observación, de inteligencia confusa y tarda, que jugaban admirablemente bien al ajedrez. El ser un coloso en el ajedrez, como un Philidor, un Morphy, un Steinitz, un Tchigorin, un Golmayo, un Martínez, un Mackezie, un Lasker..., no prueba sino que se es un coloso en ajedrez. En lo demás puede ser coloso, hombre ordinario pigmeo.

Una cosa me ha llamado la atención en los manuales de ajedrez y en los libros de partidas famosas -muchas de ellas las he vuelto a jugar, libro y tablero en mano- y es que entre los nombres de los jugadores famosos, de los grandes maestros de ajedrez, figura un número de apellidos españoles -como Martínez, Golmayo, Ponce, Vázquez, etc.-, mayor que el que figura entre los nombres famosos en ciencias, arte y letras. ¿En qué consiste esto?

Algo se me ocurre a este respecto, pero el haber alargado ya lo bastante este escrito, me impide, afortunadamente, el decirlo aquí. Tal vez es mejor para callado.




ArribaAbajoArte y cosmopolitismo

Mi óptimo amigo y paisano Grandmontagne creyó bien, a lo que parece, publicar una de las cartas que en privado le he dirigido, carta en que con la franqueza que nuestra buena amistad otorga, declaraba yo ciertas opiniones que respecto al estado de la literatura argentina abrigo, y que no he hecho públicas por falta de los comprobantes todos que creo necesarios. Pero debo felicitarme de ese amistoso celo de mi Grandmontagne, porque la carta me ha valido otra interesantísima (inédita ésta) del señor Martiniano Leguizamón y el hacer con este insigne literato conocimiento, pudiendo así haber saboreado sus Recuerdos de la tierra, su Calandria y su Montaraz con que ha tenido la bondad de obsequiarme. Y, como lo que tales obras y la carta de Leguizamón me sugieren podría interesar a los habituales lectores de La Nación, allá van algunas reflexiones acerca del cosmopolitismo en el arte.

Díceme Leguizamón que se sintió molestado por el «chaguarazo» (¡linda palabreja!) que en la tal carta les asesté. Lo siento de todas veras, pero ocasión se me brinda que ni pintada de remediarlo.

Soy uno de tantos españoles que al coger una obra americana queremos nos traiga soplo de la vida, de la tierra y de la gente en que brotó, intensa y verdadera poesía, y no literatura envuelta en tiquis-miquis decadentistas y en exóticas flores de trapo. Hace años que leí el hermosísimo Martín Fierro, al que dediqué un estudio, y Carmelo Uriarte, mi paisano y entrañable amigo de la infancia, me proveyó de no pocas silvestres flores de la literatura gauchesca. Remitiome últimamente las populares novelas de Eduardo Gutiérrez, tan ricas en primera materia poética, sin desbastar apenas, y leyendo Juan Moreira, me decía: ¡qué cantera! Mi buen amigo, el autor del hermoso Nastasio, Soto y Calvo, me regaló, por su parte, sus obras, y diome a la vez a conocer las de otros escritores criollos, «Fray Mocho» entre ellos. (¡Qué buenos ratos debo a Un viaje al país de los matreros!)

Y de todo ello nació en mí el deseo de dedicar una obra a la actual literatura genuinamente argentina. Y ahora la carta de Leguizamón me induce a anticipar, a reserva de ulteriores rectificaciones, algo acerca de las dos principales tendencias que creo se disputan el campo ahí, algo acerca de la lucha entre el nacionalismo y el cosmopolitismo en literatura.

En una mi carta dirigida a Soto y Calvo, que este buen amigo ha puesto al frente de su «evocación de un poema argentino», El genio de la raza, expuse lo más condensado que me fue posible mi concepto acerca del cosmopolitismo en poesía, y como en contestación a ello, el crítico que de El genio de la raza se ocupó desde las columnas de El País, del 25 de junio último, repetía aquello de que la poesía no tiene límites ni fronteras, no sabe de razas, de religión, de lengua ni de patria, que como hija de la sensación, de la imaginación y del sentimiento, es universal, y que el patriotismo en parte es una ficción peligrosa que puede ocasionar incurable raquitismo en las literaturas jóvenes y sin tradiciones. ¡Peregrina psicología y profunda concepción del arte!

De lo que más sabe la poesía de todos los tiempos y de los países todos es de razas, de religiones, de lenguas y de patrias; como que éstas nutren, abrevan y visten a la imaginación y del sentimiento, ni hay cosas que encanije a la poesía más que un estéril y abstracto cosmopolitismo, lo más opuesto que cabe a la honda y positiva universalidad. Decíame en cierta ocasión el gran poeta portugués Guerra Junqueiro que en España no debemos de tener poetas, discurriendo así: «Han recibido ustedes un gran golpe; el curar y reponerse de él cosa es de tiempo, de régimen, de paciencia y de trabajo; pero la queja, el grito de dolor, es del momento, y puesto que aquí nadie se ha quejado con alguna fuerza, que yo sepa, es que no tienen ustedes poetas en España».

Y como yo le contestara, por vía de argumentación: «o que no son patriotas», replicome al punto: -«No, no es posible; ¡un pensador, un filósofo, un sociólogo, puede no ser patriota!; ¡pero un poeta, si no siente lo que en derredor tiene, lo concreto y vivo, con mayor fuerza que lo lejano y abstracto, será cualquier otra cosa, pero poeta, no!». Algo estrecho es, sin duda, este concepto, pero encierra una mayor alma de verdad que el opuesto concepto del crítico de El País.

Aunque lo he dicho y repetido, a repetirlo vuelvo: «es dentro y no fuera donde hemos de buscar al Hombre; en las entrañas de lo local y circunscrito, lo universal, y en las entrañas de lo temporal y pasajero, lo eterno». Fuera de cada particular recinto no hay sino el espacio geométrico, abstracción de frías teorías euclidianas o metaeuclidianas; fuera de nuestra hora de dolor o goce no hay sino el tiempo matemático; la infinitud y la eternidad hemos de ir a buscarlas en el seno de nuestro recinto y de nuestra hora, de nuestro país y de nuestra época. Eternismo y no modernismo es lo que quiero; no modernismo, que será anticuado y grotesco de aquí a diez años, cuando la moda pase.

Así como no conozco doctrina que más ahogue la individualidad que eso que, por antítesis tal vez, llaman individualismo, tampoco conozco credo que más desconozca la universalidad, la humanidad más bien, que el credo cosmopolita al uso. Trátase de llegar por él a un hombre común, hombre-tipo, pero es a un hombre esquemático, logrado por vía de remoción, que diría un escolástico, a un pobre bípedo implume que se vista por el mismo patrón en todas partes, a la última moda de París y de Nueva York, y con el inevitable tubo sobre la sesera. Es decir, el hombre para el traje y no el traje para el hombre, principio este último a que obedece el atavío del charro a quien desde un balcón miro con su gorrillo, sus ceñidos calzones, su cinto de media vaca y sus polainas para montar garboso, su jaca tras la vacada, o el gaucho de ahí con el traje que su vida le hizo.

Humanidad, sí, universalidad, pero la viva, la fecunda, la que se encuentra en las entrañas de cada hombre, encarnada en raza, religión, lengua y patria no fuera de ellas, no en el abstracto «contratante social» de los jacobinos. El genio mismo, ¿es otra cosa que lo universal revelándose en lo individual y en lo temporal lo eterno? Shakespeare, Dante, Cervantes, Ibsen, son humanos en fuerza de ser inglés, florentino, i castellano y noruego, respectivamente.

Dante ha cobrado la ciudadanía del mundo y de los siglos porque, en puro ser el más italiano de los trecentistas italianos y el más trecentista de los italianos trecentistas, llegó a la roca eterna del hombre de Italia en el siglo XIII, al hombre de todos los tiempos y países, al Hombre.

Juzgando Enrique D. Davray, en el Mercure de France -revista grata a los cosmopolizantes argentinos, creo- las obras de Rudyard Kipling, hacía constar que sus mejores relatos son aquellos cuya acción en las Indias pasa o que se refieren de algún modo a las Indias, donde vivió Kipling los años de su infancia, y de que ha conservado impresiones extremadamente vivas. Y añadía estas notables palabras: «Pero no cabe ser niño en dos países diferentes, lo que se comprende bien leyendo las otras novelas que a cualquier otro asunto se refieran. Adviértese en ellas en demasía el esfuerzo del autor y el aprovechamiento de notas que yendo de excursión ha tomado, y de observaciones cuidadosamente apuntadas en cuaderno de bolsillo». No cabe ser niño en dos países diferentes, ¡admirable comentario! No cabe ser niño en dos países, y hay que haberlo sido en alguno y seguir en él, en cierto modo, siéndolo para ser poeta, pues es el poeta quien más a flor de alma tiene su infancia. Payró, en el precioso prólogo que a Montaraz, de Leguizamón, ha puesto, nos recuerda muy a propósito que «el escritor nacional, con el alma de niño, que pedía Corot para ver la naturaleza, debe inspirarse en las cosas que le rodean, libre e ingenuamente». Libre e ingenua, infantilmente.

Cuando quise yo hacer una obra de arte y poesía, una obra en que vertí diez años de meditaciones y contemplaciones y amores, busquela en mi país nativo, en la tierra de mi niñez, en mis montañas vascas, y en aquella lucha entre carlistas y liberales, con cuyos ecos resuena mi infancia cuando me sube a flor de alma cantándome recuerdos. Mis estudios, mis lecturas, mis filosofías, sirviéronme para ver mejor aquel bombardeo de Bilbao, de que fui testigo y que mi memoria, como vivísima visión, me pone delante de la imaginativa.

Universalidad, sí, pero la rica universalidad de integración, la que brota del concurso y choque de las diferencias. Aquí abajo, en medio de la orquesta, apenas oímos más que las disonancias; pero allá arriba, en el cielo del arte, óyese la sinfonía armónica que producen las razas, las religiones, las lenguas y las patrias, dando sendas notas, vibrando en su cuerda propia cada una, con su específico timbre.

Dé el pueblo argentino, como los demás pueblos, su nota, la que él sólo puede dar, y como canta Soto y Calvo en El genio de la raza:


Un grano habrá de tal metal nativo
En el venero inmenso de las almas
Que añada gloria a nuestra nueva gloria.



Lo que así no sea acaba en literatura, en el mal sentido de esta palabra, en literatismo más bien, en arte libresco de profesionales y para profesionales tan sólo. El libro es bueno; pero lo es como el lente, cuando no estando empañado, nos hace ver mejor la naturaleza a través de él, sin que a él mismo le veamos.

¡Mezquina cosa la literatura de literatura, alquimia de biblioteca, específico de escuela con su esotérica receta acaso! De toda la inmensa labor alejandrina, labor genuinamente decadentista, en la gran literatura universal de los siglos, ¿qué queda? ¿No es acaso la mayor utilidad de la pintura de paisaje enseñarnos a embellecer con la mirada el paisaje real? Y en tal sentido, el decadentismo y el exotismo ahí, como en todas partes, han llevado a cumplimiento una tarea meritoria, justo es confesarlo, y es la de educar los ojos de no pocos poetas, para que los vuelvan al campo y a la vida que les rodea y los descubran. Pero, ¿quién va a pretender que prefiramos los estudios, por sabios que sean y por complicada prestidigitación que exijan del virtuoso sobre el teclado, a las sonatas en que vibra el aire de la tierra; ahí no el céfiro helénico, hiriendo la lira eolia, sino la brisa pampera cernida en el ombú, haciendo sonar la vieja guitarra de los payadores mentaos? Bueno es hacer ejercicios, pero para ejercitarse, nada más. Al pueblo se le da una higa de los esfuerzos profesionales por vencer la dificultad creada.

Nadie ha olvidado aquello, creo que del Tartarín en los Alpes, de que los souvenirs suizos, las baratijas con paisajes alpestres, son en París más baratas que en la Suiza misma, ¡Claro, como que está en París la fábrica!, ni nadie ignora que hay dibujantes japoneses que a París han ido a aprender a dibujar a la japonesa aparisiensada. Es natural; el esfuerzo del Cerebro del Mundo por universalizarse es vano, y más de afectación que de sustancia. No hay, con más apariencias de vasta, comprensión más estrecha que la del francés; hoy, como en tiempos de Voltaire, digan lo que quieran y crean lo que creyeren, siguen en el fondo de su alma teniendo a Shakespeare por un bárbaro. Léase a Zola, a Paguet, a Lemaître, léaseles con cuidado, léase sobre todo a Taine, el francés que más ha luchado acaso por ensanchar su comprensión, léase juzgando a Carlyle, a Walter Scott, a Dickens, a Wordsworth, y compárese lo que de ellos dice con su espontáneo entusiasmo por el gaulois Lafontaine, por Racine, por Condillac. Mas esto me llevaría a otro punto, cual es el de la influencia perniciosa, por lo casi exclusiva, de la literatura francesa en las literaturas americanas. El huguismo hizo estragos, el mercurialismo los hace ahora. Puestos a traducir, ¿por qué no verter la Inocencia de Tonay, verbigracia, mejor que ese insoportable Belkiss de Eugenio de Castro, libro que huele a polvillo de biblioteca amasado en aceite de lámpara, y a orientalismo de enésima mano?

Claro es que hay una poesía cosmopolita, sin aparente sabor de raza, ni de religión, ni de patria -sin sabor de lengua, no sé qué pueda haberla como no esté en esperanto-, como hay flores de cultivo de estufa, hermosas de verdad y aun fragantes. Líbreme Dios de excluirla. Pero esa poesía sólo vive a la sombra de la otra; dejada sola, moriría al cabo, porque es infecunda. Es injerto de viejo olivo en acebuche. Pero ¡ojo con llamar cosmopolita a lo específicamente francés más o menos despotencializado!

Parece como que en algunos americanos ha habido algo así como vergüenza de presentarse ante el mundo tales como son, temor de que les tomen por bichos raros, por una especie de avechucho peregrino, bueno para contemplado un momento, objeto de curiosidad, que es lo que los críticos parisienses suelen hacer cuando, en vena de exotismo, se dignan fijar su atención en un extranjero, en un bárbaro. Por otra parte, lo populoso de las ciudades y lo raro de la población campesina han hecho que no pocos literatos argentinos, criados en ciudad, padezcan de urbanismo. ¡Cuanto más que en sus quintaesenciados tipos y sus sutilezas decadentistas veo eterno fondo humano y poético en la genuina literatura criolla, popular!

Y cuidado que al decir popular no digo populachera. A cuyo respecto es de leer lo que Payró dice en su ya citado prólogo a Montaraz: «Una obra nacional no exige para serlo estar escrita en nuestra jerga vulgar..., la descripción de lugares y escenas, la pintura de sentimientos y pasiones, no requieren elementos extraños al idioma -mientras no se trate de cosas no ya sólo peculiares, sino únicas- y, por el contrario, ostentan más brillo, plenitud y eficacia, si para su ejecución ha servido de instrumento perfeccionado y afinado por el uso de siglos». Así nos presenta Leguizamón en su Montaraz la vida de sus campos patrios, en castellano genuino, fluido, corriente, limpio, literario en el mejor sentido de la palabra. Sí, ya lo sé, con genuino y naturalísimo zumo de vid aireada y soleada al campo abierto, hácense, merced a delicadas decantaciones y a fermentaciones prolijas, vinos exquisitos y raros, mientras el vinazo peleón con que se regodean los borrachos de taberna o pulpería puede no ser más que alcohol de suelas, palo campeche y drogas indigestas. Ni olvido lo de Schiller en su hermosa Canción del ponche: «también el arte es don del cielo». Pero, ¿y la materia sobre que el arte opera? El arte intensifica lo vivo, pero no da vida a lo muerto, dígase lo que se quiera, ni lo resucita; puede hacer un Aquiles de Martín Fierro, pero no de un homunculus de retorta; depura y decanta el zumo de la vid, pero no hace champaña, ni jerez, ni oporto, en un laboratorio con simples nada más y por síntesis de química orgánica, mediante reactivos. Y en laboratorio, con simples, por síntesis químico-orgánica literaria, con reactivos cosmopolitas, quieren hacernos ilíadas. Más cerca está de ellas el Martín Fierro.

No sé si habrá ahí como aquí original que, repitiendo a D'Annunzio, hable del «divino César Borgia», refiriéndose a aquel famoso tirano del Renacimiento italiano, pero en tiranos -ya que hasta lo moralmente malo puede ser objeto de arte- dramatizables, la historia americana nos los ofrece que dan quince y raya a los Sforzas, Borjas y Médicis, y en héroes y patriotas rico tesoro. La guerra del Paraguay, ¿no fue homérica?

El asunto es, en realidad, inagotable; dejemos cortada tela, que para una sesión creo que ya basta.




ArribaAbajoSobre la carta de un maestro

Recibo una carta de mi amigo y compañero don Antonio González Garbín, profesor hoy de la Facultad de Letras de la Universidad Central de Madrid, y que durante muchos años lo ha sido de la de Granada.

Es el señor González Garbín un anciano venerable y benemérito, hoy casi ciego, que durante una larga vida ha estado educando silenciosa y pacientemente a generaciones de jóvenes en el amor y el gusto de las culturas clásicas, griega y romana.

Al leer esto es fácil que se encoja de hombros y deje diseñarse en sus labios una sonrisa alguno de esos que se figuran que el conocimiento directo y el trato con aquellos escritores que han amaestrado a tantas generaciones es hoy por lo menos superfluo. Pero como yo creo que aunque el conocimiento y el cultivo de la antigüedad clásica no contribuyan desde luego a aumentar las rentas de un país, contribuyen, y mucho, a apartar a lo más florido de sus intelectuales de los fáciles, pero funestos caminos de la superficialidad, me atengo a creer que González Garbín ha hecho no poco por formar caracteres.

Aquel hombre singular, de recio temple y espíritu comprensivo; aquel hombre que parecía arrancado al marco del Renacimiento italiano y que se llamó Ángel Ganivet, discípulo fue de González Garbín y muchas veces le oí hablar de éste con grandísima veneración y como del hombre que más había contribuido a formar su espíritu.

Y ahora viene lo de la carta a la que en la primera línea de este escrito me refiero. Y es que en ella, hablándome González Garbín de ciertas sentencias y originales observaciones -es su frase- de un escritor español contemporáneo cuyo nombre callo por razón que me reservo, aunque dejándola adivinar a los agudos, añade: «Ellas me hacen recordar a aquel discípulo amadísimo mío Ángel Ganivet, en el que perdió la patria española un gran pensador y un consejero de gran valía, de nobilísimo corazón. Los maestros pasamos por ignorados días de luto y de gran aflicción. ¡Yo en un corto período de tiempo he llorado a mi querido Ángel; a Rafael Torres Campos, que se había conquistado merecida nombradla como científico y pedagogo; y al culto elegante escritor Atienza, que enaltecía el nombre de España más allá de los mares!».

Pocas veces he encontrado en carta alguna un pasaje tan conmovedor en su severa sencillez clásica, y ha de permitirme el venerable maestro que lo saque al público.

Llevo unos veintitrés años dedicado al Magisterio -en esta Universidad diecisiete- y son ya bastantes los jóvenes que por mí han pasado y creo estar en tan buena disposición como el que más para comprender toda la íntima amargura, toda la intensidad de afectos que late bajo esta sencillísima frase: Los maestros pasamos por ignorados días de luto y de gran aflicción.

Yo, que sé cuánto quería Ganivet a su maestro Garbín y de cuánto se le confesaba deudor, comprendo todo lo profundo de la aflicción que debió de embargar el alma del maestro al saber la temprana y malograda muerte del discípulo que más y mejor había de reflejarla. Es un dolor comparable, creo, al del padre que ve morir a su hijo cuando éste empieza a formar familia y a continuar en ella la sangre y el nombre de aquél, antes de que a su vez tenga hijos.

Porque la existencia de nietos que perpetúan su nombre y su sangre ha de templar en cierto modo la pena por la muerte del hijo.

¿En el prestigio de tantos hombres, cuyos nombres la fama lleva y exalta, hasta qué punto entra la labor oscura de sus maestros?

A las veces salva los mares del olvido en la historia algún maestro venerable, que nada nos dejó escrito, pero cuyo nombre pronuncian con respeto los que fueron sus discípulos. Así, el nombre de Sócrates que Platón y Jenofonte, sobre todo, nos lo han transmitido rodeado de inmarchitable gloria y que con ella persiste a pesar de las fáciles rechiflas de Aristófanes. Porque el «titeo», como tiene origen tan miserable y mezquino, se hunde pronto.

No nos damos bien siempre cuenta de lo que es esa labor oscura y tenaz, de lo que es la obra de la palabra viva vertida un día y otro día en la intimidad del afecto que crea el trato, mirándose maestro y discípulos a los ojos, sintiéndose mutuamente la respiración cálida.

He escrito mucho en los años que llevo de vida -tal vez, demasiado-, pero puede ser que, si bien mi nombre se salve, si es que se salva, del olvido, merced a esos mis escritos, mi espíritu, o mejor dicho, aquella parte del espíritu común que se me confió en depósito, perdure vivo después de yo muerto, gracias a esa labor oscura y paciente, de pecho a pecho, gracias a mis discípulos por España y fuera de ella derramados.

La frase sencillamente afectuosa de la carta de Garbín me trajo a la memoria lo que con un discípulo me pasó:

Llegó acá, hace ya algunos años, cuando empezaba yo mi magisterio universitario, un muchachito de Arévalo, Mamerto Pérez Serrano -no quiero callar su nombre, ya que su alma descansa en el eterno descanso- que venía a estudiar i filosofía y letras. Era muy vivo y muy despierto el mozo, pero muy pobre. Pretendió una beca y no la consiguió. Tuvo que seguir su carrera con no pequeños apuros. Era en mi clase el más adelantado y el que más progresos hacía, y, sin embargo, no me cabía duda alguna de que apenas estudiaba fuera de ella. Todo lo tomaba al oído, y había que verle oír. Verle, digo, porque oía hasta con los ojos. Pasábase buena parte del tiempo libre jugando al dominó en el café.

Como yo en mi clase he procurado siempre no sólo enseñar aquella disciplina para cuya enseñanza me tiene aquí el Estado, sino además despertar con esa misma enseñanza el espíritu de mis discípulos y educarles el gusto y la aspiración a lo serio, hondo y clásico, me fijé en el jovencito de Arévalo y puse en su porvenir grandes esperanzas. Y, después que acabó la carrera, siguiéndolo con el pensamiento y el afecto, como sigue siempre todo maestro a todo discípulo aventajado, me preguntaba: ¿qué se habrá hecho de Mamerto?

El pobre Mamerto no tuvo suerte. Tuvo que ir al servicio militar y se fue con nuestro desgraciado ejército a Cuba, y después de aquella triste derrota volvió derrotado también, con el alma y el cuerpo enfermos.

Volvió a su pueblo natal, Arévalo, y volvió a morir. Y cuando yo supe su temprana muerte, pasé por uno de esos ignorados días de luto y de gran aflicción por que los maestros pasamos.

El lector habrá de perdonarme el que le ponga delante de estos recuerdos tan íntimos y tan personales; pero, ¿es posible acaso dar fuerza a las reflexiones que estoy ahora exponiendo, como no sea ungiéndolas con la unción de la intimidad?

Es nuestro egoísmo y nada más que nuestro egoísmo, es el egoísmo ingénito y connatural en todo hombre; pero agravado y exacerbado en el escritor; es el egoísmo, y sólo el egoísmo, el que nos hace agarrarnos más a esta labor de publicista que va unida a nuestro nombre, que no a esa otra labor silenciosa de maestros orales en que derramamos nuestro espíritu.

Y este nombre de maestros no implica en este caso nada de petulancia, sino que es, por el contrario, el más sencillo y el más humilde, pudiendo a la vez llegar a ser el más sublime. Maestro es el que enseña las primeras letras, y ni él las inventó ni para transmitir su enseñanza hace falta ni una inteligencia poderosa ni menos conocimientos extraordinarios. Pero puede enseñar a leer con tal espíritu y poniendo en ello tanta alma y tanto amor y tanta dedicación religiosa, que llegue a verdadera sublimidad de magisterio la enseñanza de las primeras letras.

No, el llamarse maestro no implica petulancia. Un maestro no es un sabio. Por maestro me tengo y en mi enseñanza he procurado siempre poner todo el ahínco y todo el amor de tal: pero en cuanto a lo de sabio, no una, sino mil veces he rechazado semejante calificativo, que, creyendo por lo demás muy honroso, sé que no puede aplicárseme sino por una ingenua benevolencia o por un miserable «titeo» de raíces emponzoñadas.

Ya sé yo lo extraño que hoy resulta escribir dejando que el corazón mueva la mano; ya sé que a muchos les parece, no ya impúdico, sino hasta antipático, el que en vez de andar escogiendo las palabras y puliendo los párrafos se deje abierta la corriente de los afectos; pero aun así y todo, no dejaré de decir que si creo haber merecido la vida no es por los conocimientos que haya podido transmitir a otros, sino por ánimos que haya logrado levantar. «Cuando hayan pasado algunos años después de haber dejado los bancos de mi clase -suelo decir-, los más de mis discípulos habrán olvidado casi todas las doctrinas que les transmití, pero de mí no se habrán olvidado».

Y hablando ya menos personalmente he de decir que sucede no una, sino muchas veces, que un escritor se apodera del ánimo de sus lectores y éstos creen que es por su ciencia, por la novedad o la profundidad de sus pensamientos y observaciones, y no es por eso, sino por cierto calor íntimo que circula por dentro de sus escritos. Y en cambio hay otros que quieren poner calor y sólo ponen vistosidad de llamarada.

Y volviendo a mí, he de añadir que estoy seguro de que cuando hayan desaparecido los ingenuos y los maliciosos que me motejan de sabio -aquéllos por benevolencia y por malevolencia y pequeñas pasioncillas rastreras éstos- habrá muchos que me harán la justicia de comprender y sentir que, si logré alguna vez algo, es por haber escrito con el corazón.

¿González Garbín es acaso un sabio? No digo que no lo sea en cierto respecto, pero su nombre no va unido a ningún descubrimiento importante en la rama de los estudios de humanidades clásicas a que viene dedicado. No se le cita como a un erudito de nota ni como autor de trabajos fundamentales. Todo lo que de él conozco, fuera de alguna cosa suelta, es un manual de literaturas, griega y latina, muy bien escrito, como todo lo que él escribe, pero que no pasa de ser un manual como otro cualquiera, un sencillo libro de texto, de enseñanza, sin pretensiones.

Pero conozco de él algo que vale más que todos los manuales habidos y por haber, por muy buenos que ellos sean, y son las palabras de Ángel Ganivet cuando hablaba de su maestro, de aquel a quien tenía por su maestro por excelencia.

No fue mucho, hay que confesarlo, el griego que de él aprendió, como no fue mucho el que aprendí yo de mi maestro, don Lázaro Bardón; pero nunca pronunciaba Ganivet el nombre Garbín sin la profunda reverencia envuelta en el más cálido cariño con que pronuncio yo el nombre de mi maestro Bardón. Porque éste era, no un catedrático de lengua griega, sino todo un hombre, y jamás su recuerdo se borrará de mi memoria.

Leyendo hace poco el excelente libro que sobre Walt Whitman ha publicado León Bazalgette, me detenía a reflexionar sobre lo que nos dicen acerca del efecto de presencia que el noble maestro de Camden producía sobre todos los que se le acercaban, de aquella especie de magnética influencia que irradiaba de su persona. He conocido hombres así, aunque tal vez no he tenido la dicha de conocerlos en el grado de Walt Whitman, y uno de esos hombres era Bardón. No eran las cosas que decía las que nos impresionaban, sino su modo de decirlas: el gesto, el tono de su voz, la autoridad, en fin, con que las pronunciaba. Las cosas más vulgares se transformaban en nobilísimas en sus labios.

Esta acción personal de don Lázaro la experimentó también Rizal, el tagalo, como he podido observar leyendo sus notas de estudiante en Madrid, y encontrando alguna reminiscencia de cosas de Bardón en sus escritos.

Creo saber el secreto de aquella su autoridad, y es el secreto mismo de la autoridad íntima de Walt Whitman. Estriba en que estos hombres, aunque no faltos de un cierto dulce y humano humorismo, son serios, fundamentalmente serios, profundamente serios. Lo toman todo en serio, hasta la broma misma, y si saben jugar es seriamente. Son todo lo contrario de los necios señoritos más o menos estetas enamorados de superficialidades y aficionados al «titeo».

Y por almas así, que irradian noble seriedad, ¡cuántos ignorados días de luto y de gran aflicción no han de pasar!

Si el párrafo de la carta del maestro de Ganivet, que me ha inspirado este escrito, me ha llegado tan adentro, es porque en medio de tanto mequetrefe que busca unir su nombre a garambainas literatescas, y cuando barrunta no poder lograrlo, se venga de su suerte «titeándose» de todo lo que no siente, levanta el ánimo el encontrarse con espíritus nobles, cuyo ahínco fue hacer sentir a los demás la augusta seriedad de la vida.




ArribaAbajoHistoria y novela

Con relativa frecuencia recibo de la Argentina, así como de otras naciones americanas, libros de historia, y junto a ellos son pocas, muy pocas, poquísimas, las novelas que recibo. Y además, aquéllos, los libros históricos, suelen ser, por lo general, muy superiores a los novelescos.

Esto podría darme ocasión para desarrollar una idea que desde hace algún tiempo se va arraigando cada vez más en mi espíritu y es idea referente a la forma de imaginación más propia hasta hoy de los ingenios americanos, según en la literatura se revela.

Me parece que a este respecto domina la misma preocupación que respecto a la imaginación de los andaluces. Y es que llamamos imaginación, más bien que a la facultad de «crear» imágenes, de hallar imágenes nuevas, a la facilidad de traer prontamente a expresión y de cambiar de diversos modos las imágenes hechas, sacadas del común y tradicional acervo. De la selva ya ingente de la poesía hispanoamericana, son muy pocas las imágenes realmente nuevas que se pueden sacar. Sus novedades suelen ser meras novedades de técnica, de artificio. La imitación, más o menos disfrazada, reina allí en soberano.

En tesis general, prefiero los trabajos de los americanos cuando versan sobre materia dada, sobre fondo objetivo, que cuando se ejercen buscando ese fondo, y creo que hay más amplitud para la investigación científica que para la imaginación poética, juicio que ha de parecer, estoy seguro de ello, paradójico. De la literatura americana -en lengua española, se entiende- prefiero las obras de historia, de política, de jurisprudencia, hasta la ciencia, a la obra de pura y vaga amena literatura.

Éste es un punto que he de tratar algún día con extensión y con ejemplos, mostrando cómo cuando algún poeta americano se ha metido a historiador, ha ganado.

Hay dos libros argentinos, famosos ya, y típicos: el uno es una historia anovelada y el otro una novela histórica. Claro está que me refiero al Facundo, de Sarmiento, y la Amalia, de Mármol. En el primero halló ancho campo el genio de Sarmiento, ejerciendo su imaginación, con más o menos realidad, sobre los hechos históricos comprobables, y en la Amalia es indudable que lo más flojo es lo puramente novelesco y lo de más valor el cuadro histórico.

Imaginar lo que sucedió realmente exige mayor contracción de espíritu que inventar sucesos fantásticos, y en rigor las novelas que de un modo o de otro tienen un fondo histórico o autobiográfico. Esto cuando la novela no es más que un mero pretexto para disertaciones filosóficas, sociológicas o morales.

Hay novelas, en efecto, en que la novela misma, el cuento, lo que se llama el argumento, es lo de menos, y lo de más son sus disertaciones. Y hay, en cambio, lo que se ha llamado la novela novelesca, la novela por la novela misma, el cuento por el cuento, como los de Las mil y una noches. Éstas son las populares, pero, por lo general, no entran en el dominio de la elevada literatura.

Se ha podido observar que la novela y la historia tienden a aproximarse la una a la otra, es decir, que a medida que la, novela se hace más documentada, más histórica, va haciéndose la historia más imaginada, más reconstructiva, más novelesca. Y así se llega a que una historia tenga tanto o más atractivo que una novela.

La Historia del pueblo inglés, de Green; la Historia de la revolución francesa, de Carlyle; la de la decadencia y caída de Roma, de Gibbon; la de Inglaterra, de Macaulay -para no atenerme sino a la literatura inglesa, que estimo la literatura modelo-, son libros tan amenos como las novelas históricas de Walter Scott y tan imaginativos como ellas. Y lo mismo puede decirse de Michelet, Taine, Boissier, etc., comparados con Zola, Daudet o los Goncourt. He encontrado, no diré más instrucción tan sólo, sino más deleite y amenidad en los trabajos históricos de Gaston Boissier que en cualquier novela francesa, sobre todo si se trata de esas noveluchas a la moda del bulevard, con su salsa de voluptuosidades artificiosas. Y en la literatura portuguesa, ¿hay acaso novela de Eça de Queiroz que nos despierte interés más profundo que la maravillosa Historia de Portugal, de Oliveira Martins?

Claro está que a este efecto contribuye mucho la idea de que estamos leyendo algo que pasó real y verdaderamente, que aquellos sujetos cuyos dichos se nos narran existieron de carne y hueso y dijeron e hicieron lo que de ellos se nos cuenta.

Se ha dicho que el gusto por la historia es un gusto tardío y que no se desarrolla sino con la madurez del espíritu. Los jóvenes prefieren la novela, las personas maduras se deleitan más con la historia. Yo de mí sé decir que en mis mocedades gustaba muy poco de leer historias -cierto es que las más de cuantas en mis manos cayeron eran detestables-, pero hoy cada vez me cuesta más leer novelas, que me hastían pronto, y encuentro más gusto en las historias. Estoy leyendo ahora el Port-Royal, de Sainte-Beuve, y os aseguro que no sería capaz de leer una cualquiera de las novelas de Zola que no haya leído.

La novela es un género moderno, se ha dicho, y la historia un género antiguo, clásico. En realidad, la novela es un género pasajero y la historia permanente. La novela, en efecto, apenas tuvo sino indecisos ensayos en la antigüedad; la epopeya le sustituía. Junto a los nombres de Heródoto, Tucídides, Jenofonte, Tito Livio, Tácito, no pueden ponerse los nombres de novelistas que les igualen.

No trato de hacer un ensayo sobre el origen y las vicisitudes de la novela, ¡Dios me libre de ello!, sino de indicar que acaso el papel más hondo que a la novela ha cabido en el proceso literario ha sido el de impulsar el género histórico hacia una forma más imaginativa.

Dejo a salvo, claro está, aquellas novelas en que el cuento es soporte de pensamientos más hondos, como sucede en el Quijote. ¿Quién que lea esta obra inmortal con admiración y fervor crecientes puede soportar el Persiles y Sigismunda, del mismo Cervantes, ejemplar típico de la novela novelesca?

El gusto de la novela novelesca me parece denunciar en un individuo o en un pueblo cierto cansancio espiritual o cierta endeblez de espíritu. No puede esperarse gran cosa de los que se deleitan leyendo a A. Dumas, padre, o a Pérez Escrich, si bien haya diferencia grande de uno a otro, que no lo sé, pues apenas los conozco. Aborrezco las novelas de folletín, y una de mis jactancias es no haber leído el Rocambole.

Claro está que tampoco puedo resistir esos libros de historia, que no son sino comentarios de hombres y de sucesos, en que todo puede ser muy exacto, muy bien comparado, pero donde no hay ni poesía ni filosofía. En mi vida he podido leer la Historia contemporánea de España, de Pirala, o la de Chile, de Barros Arana. Podrán ser buenas canteras, pero no son edificios.

Creo poco o nada en la historia como ciencia y no andaría lejos de Schopenhauer, que estimaba que quien ha leído a Herodoto no necesita leer más historia, si no creyese que hay algo más que la ciencia propiamente dicha y que acaso es la historia la más honda, más intensa y más dramática poesía.

Es indudable que un libro de historia puede no contener ni un solo dato falso, ni una referencia equivocada, y ser, sin embargo, una pura mentira en su conjunto y que, por el contrario, puede darnos un fiel reflejo de la verdad y estar plagado de inexactitudes. Lo cual no es defender éstas.

En esta especie de preferencia que los escritores americanos parecen mostrar por la historia respecto a la novela -aunque el público prefiera ésta a aquélla-, ha de entrar, además de una tendencia específica de su clase de imaginación, el deseo de tener historia que domina a los pueblos jóvenes. Aquí, donde el peso de la historia llega a abrumarnos, y donde los recuerdos son más que las esperanzas y más fuertes, descuidamos la memoria de no pocos de nuestros héroes y, en cambio, en esa Argentina, que como nación independiente no cuenta un siglo de existencia, se exaltan figuras hasta de segundo orden, se ponen de relieve los méritos de los más modestos luchadores por la patria y se escudriñan sus menores actos. Lo cual, sin duda, es laudabilísimo.

Así se nota sed de historia, sed de glorias históricas, anhelos de héroes, por lo menos en los que tienen una noble y fecunda noción de la patria. Se nos repite todos los días que son los pueblos del mañana, del porvenir, los pueblos sin peso de tradiciones; pero es el caso que en pocas partes se escudriña con más afán el pasado, el ayer, y se escarba más en los recuerdos. Más que un sano instinto, una clara visión de lo que es la vida de una nación, advierte a los directores espirituales de esos pueblos jóvenes -a los que son algo más que puros políticos- que necesitan extraer de una tradición nacional, más o menos larga y más o menos formada, un ideal colectivo. Una nación subsiste como tal nación cuando se forma un concepto de su papel en el mundo. Un hecho espiritual del orden de la cultura, como la doctrina de Drago, verbigracia, significa más para el afianzamiento de la Argentina que una buena cosecha de trigo, piensen lo que pensaren los materialistas, que no ven el progreso de una nación más que en sus adelantos materiales.

Carlyle decía que Inglaterra debe dejar perder antes el imperio de la India que a Shakespeare -bien que éste es imperdible y tal es el privilegio de las cosas del espíritu-, y yo, parafraseándolo, he dicho que el Quijote le ha valido a España más que la hoy perdida por ella isla de Cuba. Y ahora os digo: a la Argentina le ha valido más el «loco» Sarmiento que unas leguas cuadradas más en la Patagonia. Es más fácil conseguir con espíritu tierra que no tierra con espíritu.

Estos principios son los que incuba en el alma de los pueblos la historia enseñada con alma y con imaginación.

La influencia de las lecturas históricas en la formación de los caracteres es grandísima. ¿Quién que haya leído la historia de la Revolución Francesa no ha visto la enorme influencia en ella del recuerdo de la historia romana? Y en los movimientos revolucionarios actuales, ¡qué grande es la influencia de la historia de la Revolución Francesa!

También las novelas influyen, sin duda, pero por lo común, más que impulsando a la acción y a la vida pública, disuadiendo de ella. Así como en el joven que se lanza a la vida pública, que anhela hacer algo por su patria, que sueña en aumentarle la gloria, veréis a menudo un fanatizado por la historia, así en el joven misántropo, despreciador de los hombres, predicador de la vanidad de vanidades y de la inutilidad de todo esfuerzo encontraréis con frecuencia al devorador de novelas.

Me parece que, por regla general, las novelas nos llevan a la vaga e inactiva soñación, a la indeterminación de propósitos, a la misantropía, y las historias a la acción viril.

Estimo que el más grave cargo que habrá de hacerse algún día a esa literatura, llamada con más o menos propiedad modernista o decadente, que ha soplado como un vendaval devastador sobre los espíritus en América, será su neutralidad frente a la patria, su poco o ningún calor patriótico, su ignorancia de la historia, su vaciedad lírico-novelesca. Afortunadamente, parece que eso está pasando o ha pasado ya. Y cuando se hayan hundido en merecido olvido todas esas paganerías de tercera mano, todas esas superficialidades versallescas, todo ese gorjeo de canario enjaulado, volverá a levantarse ahí la voz noble y severa de un Olegario Andrade, cantando a la patria recién nacida.

Y hasta por hoy, que el tema es vastísimo y me brotan nuevos aspectos bajo la pluma.




ArribaAbajoLiteratura y literatos

Alguien me escribe desde esa América de mis cuidados llamándose la atención sobre el hecho de que, habiéndome yo dedicado al cultivo de las letras y escribiendo mis periódicas correspondencias a La Nación desde España, rara, rarísima vez, o por mejor decir, nunca, me haya ocupado en ellas del movimiento literario contemporáneo español. Y hay en la carta de ese alguien tales y tan solapadas malicias, que he llegado a sospechar si le habrá dirigido la pluma desde aquí, y como por una especie de sugestión telepática, alguno de nuestros literatos más o menos jóvenes. (Y aquí debo advertir, entre paréntesis, que esto de la juventud es entre los literatos, por lo menos en España, una profesión. Dicen «nosotros, los jóvenes», como podrían decir: nosotros, los abogados o los sastres.)

Lo que parece darle más que pensar a mi malicioso corresponsal espontáneo es que habiendo citado yo más de una vez a escritores americanos, parezca poner un especial cuidado en no apoyar mis aseveraciones con la corroboración de escritores españoles de hoy en día y que no cite a éstos ni para rebatirlos. La cosa tiene, sin embargo, una explicación naturalísima, aunque no habrá de creérmela, estoy de ello seguro, el curioso denunciador. Y la explicación es que no leo a mis compañeros los escritores contemporáneos españoles. Y no los leo porque estoy escarmentado de que me digan lo que ya me sé.

Hace aquí estragos, mi insidioso monitor, una plaga terrible, cual es la del literatismo. Nuestros literatos no son, por lo común, nada más que literatos y en el peor sentido en que este término pueda usarse. Son gentes del oficio, despreocupadas de todo lo más hondamente humano y lo más universal y sólo atentas a cosas del oficio. Y el oficio de literato, como tal oficio, me parece una cosa muy poco digna de aprecio.

Se pasan la vida estos señores menospreciando la política y la ciencia y la industria y la religión, y creyéndose, o por lo menos fingiendo creer, que lo único importante en este mundo es la producción de la belleza. Es decir, de lo que ellos llaman belleza. Tienden a constituir casta.

¿No ha conocido acaso mi insidioso consejero a alguno de esos «orfebres» encerrado en su torre de marfil cincelando cualquier chuchería literaria? Pues si lo ha conocido habrá visto que no hay nada más ridículamente vanidoso que los tales orfebres.

Estos señoritos han dado a la palabra estilo una significación completamente arbitraria y en el fondo inhumana. Para ellos es estilo una cierta quisicosa puramente formal y técnica que se trabaja a fuerza de escoplo, legra, papel de lija y barniz. Y resulta que con todas sus recetas no llegan a tener estilo y que le tiene, y muy brioso y muy propio, aquel otro hombre, no literato tan sólo, que jamás se cuidó de que en un párrafo suyo hubiera o no asonancias ni estuvo fraguando su decir en el molde de las voluptuosidades acústicas. Y así -vuelvo a citar un americano y el más grande de ellos entre los que escribieron-, Sarmiento, que nunca se paró en tecniquerías, tiene estilo y no le tienen esos señoritos que se pasan la vida piropeándose los unos a los otros. Y Sarmiento le tuvo porque no se preocupó de tenerlo, ni fue un orfebre, sino un recio forjador que batió el hierro en caliente, sobre un yunque levantado en medio del campo, al aire abierto, y no en torre de marfil. Y, sobre todo, porque fue un hombre patriota, preocupado por problemas que importaban a su pueblo.

No está mal que un hombre-poeta, uno que canta íntimos y hondos sentimientos de su pueblo, cosas universales y eternas, exclame alguna vez; «Minora canamus!»: ¡Cantemos cosas más pequeñas! Pero aquí parece quiere convertirse en norma el «minima canamus!», o, dicho de otro modo, el ¡viva la bagatela!

«Odi profanum vulgus!», «¡odio al vulgo profano!», dijo una vez Horacio; y Carducci, siglos más tarde, añadió: «Odio l'usata poesia!», «aborresco la poesía corriente y ordinaria». Y yo aborrezco, más que al vulgo profano, a los conventículos y cotarrillos de literatos en que se discute, invariablemente, si este vate vale menos que el otro y si tal frase debió de decirse de esta o de la otra manera, y odio más aún que la poesía corriente y ordinaria la literatura profesional.

He citado a Carducci. ¡Ése era un hombre! Un hombre de Italia, un italiano, y en fuerza de ser italiano, un ciudadano del mundo todo. Su corazón latió con todas las grandes alegrías y las grandes penas de su pueblo, con todas las esperanzas de Italia. No fue un orfebre en torre de marfil ese robusto forjador de la italianidad eterna y universal.

Tiempo hubo en que el decir «civis romanus sum!», «¡soy ciudadano romano!», equivalía a proclamarse hombre libre y dueño consciente de sí mismo, y Carducci pudo siempre decir que era el ciudadano de Italia.

Y antes que él, en su nobilísima patria, alentó aquel otro hombre, todo fuego y luz, aquel gibelino de Florencia que se llamó el Dante, tampoco un orfebre en torre de marfil, tampoco un estilista, él, el maestro del estilo, tampoco un literato.

¿Y cree mi insidioso consejero que esos jóvenes literatos, a quienes no tomo en cuenta, se encienden el alma leyendo al Dante o a Carducci? No, no les deja tiempo para ello el enterarse de la última preciosidad orfebresca del último literato bulevardero despreciador del vulgo profano.

Aquí, en España, hizo fortuna no hace muchos años una frase brutal atribuida a Ventura de la Vega, el argentino españolizado, de quien se dice que a la hora de la muerte, reuniendo a sus hijos, les dijo que iba a descargarse de un peso que le había abrumado toda la vida, de un secreto hasta entonces inconfesado. Y añadió: «¡Hijos míos, me "carga" el Dante!». Sólo que en vez del verbo cargar -que aquí, en España, es tolerable en tal respecto- empleó otro mucho más enérgico, pero tan brutal que no puedo yo estamparlo aquí por ser uno de los que nunca se ven escritos, aunque brote de las bocas con lamentable frecuencia. Y esta tremenda frase de Ventura de la Vega tuvo eco e hizo fortuna, por responder a un deplorable estado de la conciencia nacional. Sí, a las gentes de letras en España, por lo común, les carga el Dante; el Dante y todos los que como él son altos y hondos les resultan unos «lateros».

Así son estos «scriptores minimi» que merecen todo el desdén con que el Dante y Carducci, dos grandes desdeñosos, perseguían a sus semejantes. ¿Quién no conoce las frases de soberano desdén del Dante hacia los que no toman parte en la contienda humana?, y ¿quién que sea culto no conoce lo que Carducci escribió contra aquellos poetas «tisicuzzi», esmirriados, que imitaban en sus bandolines los suspirillos germánicos de Heine, sin llegar a la grandeza de éste, como hace poco los cabelludos tabernarios acompañaban a la bandurria los suspirillos parisienses de Verlaine, sin lograr la triste sinceridad de éste?

¿Desdén?, sí, ¡desdén! Toda pasión bien dirigida es iracunda. Iracundos fueron Moisés y Pablo de Tarso, el apóstol de los gentiles, y desdeñosos el Dante y Carducci y el saboyano José de Maistre. ¿Y qué?

Desdén, sí, desdén y nada más me inspiran los más de esos pobres diablos que se proponen ser mínimos, ligeros, bagatelescos, estilistas u orfebres. No resisto que se haga profesión de la superficialidad y hasta de la ignorancia.

De la ignorancia, sí, porque conozco más de uno de esos mocitos que hacen gala y alarde de no leer, dicen que para mejor conservar la originalidad, ignorando que uno es tanto más original y propio cuanto mejor enterado está de lo que han dicho los demás. Y así les resulta que por no querer dejarse influir de muchos imitan a uno, y lo que es peor, no directamente, sino de tercera, cuarta o quinta mano. ¡Hay por ahí cada helenizante incapaz de entender cuatro palabras de griego!... Y cada neopagano que no tiene la menor noción clara de lo que el paganismo es. A alguno de esos les basta con lo que ha leído en Nietzsche.

Claro está que no todos son así, gracias a Dios. (Sí, gracias a Dios, aunque esto de Dios no se lleve ya mucho entre ésta gente; pero ya volverá a estar de moda, y aun empieza a estarlo de nuevo.) Y me parece que esa plaga va pasando, supongo que para dejar el campo a alguna otra.

No todos son así, no; y cuando se presenta en liza alguno que sea como Dios manda, soy el primero en darle la bienvenida así que le veo. ¡Lo malo es que son tan pocos, tan pocos!...

Ahora precisamente tenemos uno: Enrique Díez-Canedo, que acaba de publicar un tomo de poesías, La visita del sol, que son muy otra cosa que orfebrerías trabajadas en frío en torre de marfil. He ahí un poeta, ese Díez-Canedo, de pelo corto y de espíritu largo, como lo es, verbigracia, Eduardo Marquina, un joven cuyas Elegías son algo honrado, hondo, sincero y noble.

Díez-Canedo empieza por ser una buena persona. ¿Y eso qué tiene que ver?, exclamarán, de seguro, al leer esto, algunos estetas. Pues bien; sí, tiene que ver, y tiene que ver mucho. Si se penetra con ahínco y cuidado en la endeblez de ciertas obras literarias, en lo que las hace poco duraderas y artificiosas y falsas, se verá que es el reflejo de una deficiencia moral. La ira, el desdén, la soberbia misma puede inspirar en ciertos casos grandes obras; pero el egoísmo voluptuoso, la cobardía moral, la vanidad, la envidia -aunque haya quien, como Carlos Reyles, trate de poetizar esta última plaga- no pueden producir nada grande.

Digo, sí, que Díez-Canedo, pongo por caso, es un alma limpia, honrada y noble, y por eso su poesía, la de La visita del sol, es verdadera y duradera poesía. No huele ni a aceite ni a vino.

Ya ve mi insidioso corrector cómo en cuanto encuentro ocasión de alabar alabo, sintiendo en el alma no encontrarla más a menudo. Pero ¡qué le voy a hacer!

Se nos ha dicho y repetido mucho, traduciéndolo del francés, que los españoles y americanos propendemos a lo enfático y a lo improvisado o primesautier, y bajando la cabeza ante el espíritu de Boileau, que dígase lo que se quiera reina siempre en la literatura de nuestros vecinos, nos hemos puesto -es decir, se han puesto otros, que no yo- a querer evitar el énfasis natural y a raspar con legra el estilo.

Y por huir del énfasis y de lo abrupto y de lo primesautier, han dado en unas garambainas orfebrescas que no hay quien las resista. Es lo que tiene querer disciplinarse en una estética hecha para otros, que a ellos les está muy bien y a nosotros muy mal.

Y no se me venga con que también «ellos» abominan de Boileau, porque no es sino con la boca chiquita, como suele decirse. En el fondo de su corazón estiman y creen que Shakespeare es un bárbaro que ha dado la primera materia para que pueda un Racine u otro análogo hacer dramas perfectos. Los demás pueblos producen primera materia literaria, y ellos la refinan y la hacen artística.

El señor Zola sostuvo muy serio, con toda la petulancia de su ignorancia de literaturas extranjeras, esta peregrina teoría. Y yo me he encontrado con un amigo mío y paisano del señor Zola que se sorprendió de que prefiera yo Las mocedades del Cid, de Guillén de Castro, al Cid de Corneille, inspirado en aquella obra. Y ¿quién que conozca ese amenísimo y originalísimo libro «picaresco» que se llama Lavengro, de George Borrow, no recuerda lo que su maestro de francés, aquel cura normando emigrado de Londres, le dijo respecto a «monsieur» Dante y a Boileau?

Yo sé que dirán algunos que a fuer de buen español saco la oreja del misogalismo o francofobia; pero esto no es verdad. Pocos deberán más que yo a esa literatura francesa, verdaderamente educadora, y confieso que en ella he aprendido mucho; pero ni de sus juicios respecto a otros pueblos hago gran caso, porque son pocos capaces de penetrar espíritus distintos del suyo, ni he querido nunca someterme a su estética, que es la que tiene más echada a perder nuestra literatura. En España, por regla general, lo que es de imitación inglesa o italiana resulta más español, más propio y, por lo tanto, más hermoso que lo de imitación francesa. Ésta es la verdad.

Y ahí, en América, digan lo que quieran los que a todo trance se empeñan en diferenciar esa literatura de la nuestra, sucede lo mismo. Es más; se podría hacer un estudio -y acaso lo emprenda algún día- demostrativo de que en las incipientes literaturas hispanoamericanas la tendencia españolizante encaja mejor con la índole de esos pueblos que no la otra. Muchos hay que pasan por imitadores de unos y lo son de otros.

Tema éste vastísimo y que volveré a tener ocasión de tratar.




ArribaProsa aceitada

Hace algunos años llegó a mi tierra vasca un fraile agustino, el en un tiempo famoso niño Mortara, que tanto dio que hablar cuando el papa Pío IX era todavía soberano temporal de los estados pontificios.

Tuvo, en efecto, grandísima resonancia en toda Europa el hecho aquel de que una sirviente católica de una familia judía, la familia Mortara, hubiese bautizado a un niño a hurtadillas de sus padres, y el que, fundándose en este bautismo clandestino, se arrancara al niño del poder de sus padres. Y el niño fue educado en la religión católica y luego se hizo fraile, y rodando mundo fue a parar a mi tierra vasca convertido en padre Mortara.

Era un genuino israelita y un israelita italiano, vivo y sagaz, ingenioso y emprendedor. Todavía me acuerdo cuando en el balneario de Cestona recogía dinero para un Seminario que su Orden -la de canónigos regulares de san Agustín- estaba levantando en Oñate. Cada donante sería dueño de una piedra o de más, o de media piedra del edificio, según el donativo, y esa propiedad le daba derecho a la intención de una misa a cada tanto tiempo.

Otra aptitud tenía el genuino israelita, y era su facilidad para aprender idiomas. Era un verdadero poliglota; hablaba una porción de lenguas y predicaba en algunas de ellas. Y en llegando a mi país se propuso hablar vascuence y llegó a conseguirlo, cosa muy hacedera, pues el vascuence, como otro idioma cualquiera, lo sabe el que lo sepa por haberlo aprendido, sea en la cuna, sea después en una cualquiera edad. (Esto, que no es más que una perogrullada, lo digo enderezándolo a algún paisano mío, que por no haber sido el vascuence la lengua que aprendí en la cuna, se figura que no he podido aprenderlo, como en efecto lo aprendí, siendo ya bastante mayor, del mismo modo que he podido aprender otros idiomas no más fáciles.)

En cuanto el P. Mortara sabía algo del idioma del país en que estuviese, lo suficiente para darse a entender en él, se lanzaba a predicar en el tal idioma, diciendo que era el medio de perfeccionarse.

Sí, dicen que para enseñarle a uno a nadar no hay como echarle a un río. Y eso hizo al poco de saber algo de vascuence, y es que se lanzó a predicar en él.

Yo le oí un sermón predicado en vascuence, en Guernica, y os digo que se sufría oyendo a aquel hombre intrépido. Porque sus esfuerzos, y esfuerzos enormes, no eran para buscar ideas y pensamientos -éstos eran los vulgares y corrientes en un sermón católico, y de los más triviales de ellos-, sino que eran para buscar la forma de expresarlos, para cazar las voces eusquéricas en que encerrarlos. Daba apuro el espectáculo de aquella lucha a brazo partido con un idioma que no se domina.

Pues bien; un apuro parecido me sobrecoge cada vez que leo a los jóvenes y más recientes prosistas españoles e hispanoamericanos. Su lucha no es por buscar pensamientos claros u hondos o brillantes o sugerentes, sino por buscar una lengua nueva, original y preciosa. No piensan en lo que escriben, sino que piensan en cómo han de escribirlo, y, claro está, la cosa les resulta artísticamente detestable.

Sí, artísticamente detestable. Porque no hay nada más deplorable, desde el punto de vista estético, que eso que llaman estilo los estilistas. Por regla general, da sueño.

Sueño, y un sueño profundísimo, me da la prosa de hamaca de cierto prosista nuestro, cuya preocupación es ayuntar por primera vez dos palabras que antes no se han visto juntas.

Cuando he tenido que aguantar algo de esta prosa aceitada, prosa de ebanistería, me vuelvo a leer a Platón o a Benvenuto Cellini en aquellos sus párrafos negligentemente sueltos, llenos de anacolutos o cabos sueltos, de repeticiones, de construcciones según, sentido y no según gramática; me vuelvo a leer esa prosa «hablada», hastiado de la prosa escrita.

Porque, en efecto, aquello parece dictado de palabra a un escribiente -y a un escribiente taquígrafo no pocas veces- o escrito al correr de la pluma sin volver atrás los ojos, olvidando una línea cuando se está en la siguiente, en libre charla. Y es lo único que da la sensación de la vida.

Cuando me dicen de un hombre que habla como un libro, contesto siempre que prefiero los libros que hablan como los hombres.

Y éste es uno de los encantos que para mí tiene Sarmiento: su prosa, su prosa hablada, y a las veces agitada.

Ya sé que a muchos de esos..., ¿les llamaré modernistas?, les parecerá una herejía literaria el que trate de presentar a Sarmiento como un prosista, y, sin embargo, así es. Le tengo por un gran prosista, inmensamente superior a todos los que andan tachando de los párrafos asonancias y repeticiones y buscando discordancias gramaticales, y no digo superior a los que vuelcan el diccionario en sus escritos y hacen un artículo para colocar una palabreja, porque éstos no son prosistas, ni buenos ni malos. Son otra cosa.

Lo que hay es que la buena prosa, quiero decir, la prosa natural y viva, la prosa hablada, hay que saberla leer, y la inmensa mayoría de los lectores no saben leer.

No han perdido el tonillo que cogieron en la escuela, ni son capaces de leer de modo que uno que no les vea que lo hacen ignore si es que leen o que dicen.

Diciéndome un día un amigo que ciertos versos -míos, por cierto- no le sonaban, hube de replicarle: si los has leído tú mismo, no lo extraño. Cierta música, si ha tardado en entrar en los gustos del público, es porque la cantaban o la tocaban en un principio cantores y tocadores educados a cantar y tocar otra música. Y así pasa con el verso y con a la prosa. Y aquí, en España por lo menos -y supongo sucederá ahí lo mismo-, priva un sistema de recitación verdaderamente deplorable.

Es un canturreo que da sueño. Y de ello tienen mucha culpa los actores.

Decíame en cierta ocasión un sujeto que no había entendido bien un artículo mío, y entonces le invité a que, leyéndoselo yo, cuando llegase al pasaje o pasajes oscuros me lo advirtiera, para procurar yo aclarárselos. Empecé a leer mi artículo, continué leyendo y lo terminé sin que el buen señor hubiese chistado, y como al concluir le dijera: «y bien, ¿qué es lo que usted no ha entendido?», me replicó: «No, no; esta vez lo he entendido todo muy bien». Y entonces yo: «¿sabe usted lo que es esto? Que usted, como tantos otros, no sabe leer».

Estoy completamente convencido de que si recogiesen con toda fidelidad taquigráfica los discursos y se publicaran luego, impidiendo que sus autores los corrigiesen, como acostumbran hacer, habrían de aparecer a muchos confusos y oscuros párrafos que al ser pronunciados fueron entendidos perfectamente por los oyentes. Y si se hiciese un estudio de sintaxis castellana «hablada», es decir, viva y natural, sobre la base de discursos así recogidos y de conversaciones tomadas a fonógrafo, se vería cuánto discrepa de la sintaxis preceptiva a que ajustan los estilistas su prosa aceitada.

La prosa de Platón no resiste la crítica de un maestro de escuela o de un prosista modernista. (Después de leído esto, me ha asaltado por un momento el prurito de cambiar la voz «prosista» por la de «prosador», para evitar así algo que se sigan dos palabras aconsonantadas; pero luego he desechado la tentación, ateniéndome a mi sistema de ir en lo posible hablando lo que escribo.)

En lo posible, digo, porque la lengua escrita o literaria -literario deriva de «littera», letra, equivaliendo, por lo tanto, literatura a escritura- se insinúa y mete en la lengua hablada o conversacional, querámoslo o no.

Coleridge, en aquella su Biographia literaria, de la que dice Arturo Symons que es el libro más grande de crítica que hay en inglés y uno de los más aburridos que haya en cualquier idioma, nos dice: «Dudo de si es siquiera posible conservar nuestro estilo enteramente limpio de la viciosa fraseología que se nos cuela de todas partes, desde el sermón al periódico, desde la arenga del legislador al brindis de un banquete. Rechinan nuestras cadenas mientras estamos quejándonos de ellas».

Y así tal vez rechine en esta mi prosa la cadena literaria, mientras me estoy quejando de ella.

Y al hablar de literario y de literatura con un cierto desdén, no vaya a creer el lector que desdeño la belleza, la hermosura y la poesía, no. Es que son cosas muy diversas, y hay excelentes, excelentísimos literatos, tanto en prosa como en verso, y hasta artistas que tienen muy poco o nada de poetas. Y, en cambio, en no pocas de las más rudas e incorrectas décimas del Martín Fierro -para poner un ejemplo de esa tierra- hay mucha más poesía, muchísima más que en tantas composiciones de eso que llaman rima rica, y llenas de garambainas artificiosas y de musiquilla de bandolín.

El literatismo, tal es la plaga de la actual literatura española e hispanoamericana, o si se quiere la literatura, es hoy entre nosotros el verdugo de la poesía. O por otro nombre, eso que con vocablo de origen italiano se llama el «virtuosismo».

El pianista «virtuoso» se presenta al público a ejecutar difíciles «estudios», y los pianistas, buenos y malos y medianos que hay en el público salen exclamando: ¡qué ejecución!, ¡qué dedos!, ¡qué artistazo! Y el resto del público se aburre soberanamente al oír prestidigitación en vez de música. Y yo digo: «a estudiar a casa; aquí no se debe venir a darnos estudios ni a mostrarnos la dificultad vencida, sino a recrearnos el ánimo o a excitárnoslo».

Y es lo más curioso que esos señores virtuosos de las letras se entretienen en crear dificultades nada más que para darse luego pisto por haberlas vencido. No son otra cosa las más de las reglas de nuestra preceptiva llamada poética, y las más de las reglas del arte de escribir.

En el fondo de todo esto que nos está pasando no hay sino una completa carencia de ideales, no ya éticos, sino estéticos y aun puramente literarios. Los más están haciendo literatura de literatura, novelas sacadas de otras novelas, dramas extraídos de dramas, lírica que no es sino eco de otras líricas. Y lo que hacen falta son bárbaros.

El ser bárbaro no implica el ser ignorante ni indocto, no. Un bárbaro puede ser doctísimo y hasta sapientísimo. El bárbaro es el que irrumpe en un campo desde otro campo, con otras preocupaciones -con otros prejuicios, ¿pues quién no los tiene?-, con otra visión y otro sentimiento de la vida que aquellos que privan en el campo por él irrumpido. Juan Jacobo Rousseau irrumpió en el campo del derecho y la jurisprudencia como un bárbaro, como un extraño a las ciencias jurídicas y las reanimó con nuevo soplo de vida.

La literatura ha caído entre nosotros casi por completo en manos de profesionales de ella, y las profesiones se hacen en manos de los profesionales terriblemente conservadoras. Lo cual, si bien tiene sus ventajas, tiene muchos más inconvenientes. Ellos imponen o tratan más bien de imponer una cierta quisicosa que llaman buen gusto y no es más que la consigna de los profesionales agremiados. Porque se agremian.

¡Vaya si se agremian! Aunque luego los veáis riñendo unos con otros y mordiéndose y arañándose como mujerzuelas que pelean por unos trapos. Hay dentro del gremio prácticas y doctrinas libres, y en éstas puede cada cual hacer y decir lo que se le antoje, pero hay principios sagrados e intangibles. Y al que los quebranta se le hace el vacío y se le declara indigno de pertenecer al gremio.

Hay que haber entrado en un cotarro literario para ver todo lo que en él rebosa de vanidad, de tontería y de vulgaridad disfrazada. Dios os libre, lectores, de chocar con un literato, con un genuino y estricto literato, con un profesional de las letras, con un ebanista de prosa barnizada. Será una de las mayores desgracias que pueda sobreveniros.

Me explico que Plutarco, en el prólogo a su vida de Pericles, nos diga que ningún joven bien nacido desearía ser Anacreonte, Filetas o Arquíloco, por mucho que se recreara con sus composiciones.