Contra los héroes
Carlos Franz
No ha cambiado en
un siglo y medio. Está en el número 24 de la calle
Cheney Row, en el tercer piso de
una de esas casitas victorianas estrechas y empinadas escaleras, en
el barrio de Chelsea, a
pasos del Támesis. En este sentido frío,
insonorizado, lóbrego como su dueño, Thomas Carlyle discurrió
algunas de las diatribas más apasionadas y elegantes que se
hayan escrito contra el régimen de poderes compensados y
líderes limitados que conocemos como democracia.
Allí, en 1843, asediado por la pobreza, la impotencia y el
malhumor, este victoriano eminente concluyó que «la democracia es la desesperación de no
encontrar héroes que nos dirijan»
. Y para
compensar imaginariamente esa desesperación se dio a una
búsqueda de ellos cuyo resultado es un himno a las virtudes
providenciales de los líderes, de los hombres fuertes sin
los cuales la humanidad sería una masa salvaje condenada a
la abyección y la anarquía. Desde Mahoma a
Cromwell, desde Napoleón
al Doctor Francia.
En su ensayo sobre
el Doctor Francia, Carlyle no sólo considera providencial
-es decir, inevitable- a ese prototipo paraguayo del dictador
latinoamericano, sino plenamente justificado por el fracaso de
gobiernos «suaves». Por ejemplo, el de Ambrosio
O'Higgins. El irlandés
Gobernador de Chile, constructor de caminos de posta que los
chilenos abandonan a la ruina cuando O'Higgins los abandona a ellos
para asumir como Virrey del Perú. Carlyle compadece a O'Higgins: «¡Qué bestias son los chilenos [...]
Qué difícil es gobernar a un pueblo compuesto de
hombres, y de chilenos!»
. En las jerarquías de
Carlyle los chilenos ocupamos un
puesto incluso inferior a los seres humanos vulgares, por quienes,
como se sabe, no sentía gran estima. ¡Y eso para
Chile, que en su época pasaba por ser la república
modelo en Latinoamérica!
No es una coincidencia que el fúnebre panegirista de los héroes providenciales, de los líderes fuertes que fue Carlyle, haya sido también el escéptico de las libertades civiles y de la responsabilidad individual, el descreído de la democracia («el caos provisto de urnas electorales»). Y esta consecuencia entre el escepticismo democrático y la sed de líderes no es, por supuesto, sólo una manía prefascista europea, sino que es universal y humana. Para invertir la idea de Carlyle: la desesperación de la democracia conduce a pedir héroes qué nos dirijan. Dondequiera que los hombres desconfíen de la democracia, es decir, de sí mismos, apelan a artes providenciales y salvíficas un líder. Latinoamérica no sólo no es la excepción, sino que entre las cosas que ha aportado al mundo (la papa, el chocolate y la palabra «mañana») está la aclimatación feraz y el desarrollo febril (en esto no somos subdesarrollados) de esa idea. Acá, el concepto de líder providencial será ese «caudillo» que nos trajeron los españoles y que hemos devuelto al mundo convertido en mito, en literatura; es decir, en héroe.
Un buen día
el paciente Aureliano Buendía pierde la paciencia y amanece
convertido en caudillo. Lo llama el pueblo para que acabe con sus
«cien años de soledad», lo llaman las feroces
injusticias de su país. Se alza en armas y promueve 32
guerras civiles y justicieras. Y al fin y al cabo su amigo, el
general Moncada, tiene que decirle: «Lo
que me preocupa es que de tanto odiar a los militares, de tanto
combatirlos, de tanto pensar en ellos, has terminado por ser igual
a ellos... A este paso... serás el dictador más
sanguinolento y despótico de nuestra
historia»
.
En realidad,
quizá no necesitaríamos leer novelas si
supiéramos -y quisiéramos- leer nuestra historia.
Martí ya lo había advertido en su famoso ensayo de
1891 «Nuestra América». (Pero nuestros
apasionados siempre han preferido leerle la arenga en lugar de
advertencia). «El hombre natural es bueno
y acata y premia la inteligencia, mientras esta no se vale de su
sumisión para dañarle, o le ofende prescindiendo de
él, que es cosa que no perdona el hombre natural, dispuesto
a recobrar por la fuerza el respeto de quien le hiere la
susceptibilidad o le perjudica el interés. Por esta
conformidad con los elementos naturales desdeñados han
subido los tiranos de América al poder, y han caído
en cuanto les hicieron traición...»
. (El
énfasis es mío; la desgracia, de nuestra historia. Si
no, pensemos en Fidel, aunque no haya caído).
Entre nosotros, cuando el paciente hombre natural de la utópica Macondo pierde la paciencia y decide entrar en la historia, lo hace llamando a un líder; nuestros líderes se llaman caudillos; nuestros caudillos devienen en tiranos.
Pero, cabe preguntarse, ¿por qué nos ocurre esto tan a menudo, tan siempre? Especulo una razón (no peor que otras). La llaga del liderazgo, su riesgo y su maldición, está en que el contrato entre el pueblo y el héroe no es simplemente un contrato social, como lo quería Rousseau, sino que es sentimental, como lo quería Carlyle. Y Latinoamérica, en estos asuntos, ha sido claramente más sentimental que social, más comunidad que sociedad. Nuestra necesidad de líderes -aun los comunes y corrientes- se caracteriza por esa nostalgia providencial y salvacionista, ese deseo de «heroísmo» que exaltaba Carlyle y que se da más allá de la razón, en el terreno de la pasión. Nuestro sentimentalismo pervierte a nuestros líderes. Nuestro sentimentalismo es la droga del caudillo.
El líder casi invariablemente se volverá adicto, si no lo era de antes, a nuestra sobredosis de necesidad, que es como decir de amor. Habrá llegado al poder aprovechando las circunstancias o la fe de sus partidarios -retórica machista del caudillo: él no necesita ser amado, sino que acepta con reluctancia el amor que le dan. Pero una vez arriba ya no podrá prescindir de nuestro deseo; aunque se lo retiremos llegará al convencimiento de que él es el único que lo merece, el indispensable, el providencial. Y no querrá irse; hasta que lo eche el próximo de nuestros líderes. «Por esta conformidad con los elementos naturales desdeñados han subido los tiranos de América al poder...».
Pausa para reproches. Alguno de nuestros sentimentales ya dirá que a este ensayo le falta conducción, liderazgo. Dirá que habría que haber empezado por definir lo que entendemos por «líder». ¿No será que este novelista lo confunde con un dictador? Bendita sea esta brusca prudencia en el léxico -y ojalá nuestros «intelectuales de lámpara», como los llamaba Martí, la practicaran más a menudo en la aduana de sus ideas. Por mi parte, sólo un par de reflexiones, ya que desconfío de las definiciones. La palabra «líder» es de importación reciente a nuestro idioma; lo antiguo es creer que sólo por usarla traeremos también a nuestros hábitos la tolerancia de los leaders parlamentarios británicos. Y en segundo lugar, la idea de líder ha caído en descrédito cuando no en franca vergüenza en algunos de aquellos lugares donde se la vivió más a fondo. O si no diga usted Führer en Alemania, o Duce, en Italia, o Caudillo en España.
Todavía no es así en Latinoamérica. Incluso en nuestros más bien escasos períodos y países democráticos, el caudillo se esconde y pervive en esa nostalgia tan nuestra, tan peligrosa, tan perruna, por los líderes fuertes, los conductores. En esta sospechosa inquietud por el liderazgo perdido.
Hundidos cada tanto en el desorden, la amenaza de la barbarie, los latinoamericanos nos hundimos también en la trampa sentimental de pedir más liderazgo, más conducción, en lugar de ofrecer más ciudadanía, más participación. Fieles a nuestra tradición absolutista y teocrática (Carlos V y Atahualpa unidos jamás serán vencidos), en la confusión invocamos al líder; con lo que nos exceptuamos de nuestra responsabilidad individual, personal, diluyéndonos en la masa religiosa que espera algo de arriba: un milagro y el santo que lo haga. Y escogemos olvidar lo más grave: cada vez que llamamos al líder, sin saberlo tentamos al diablo, llamamos al lobo.
¿Para qué pedimos líderes, si en Latinoamérica esa palabra siempre significó caudillo? ¿Por qué no ofrecernos, por una vez, nosotros mismos como simples, opacos, honestos, administradores? Por una vez, dejémosle al hombre gris, pequeño, y «natural» como nosotros mismos, gobernarnos. Gobernado él por el miedo a nuestro instinto de insurrección que ya será bastante control del suyo. Y ayudémosle desconfiando de los líderes, de los héroes.
Con todo, no obstante ser latinoamericano y chileno (o sea menos que un ser humano, según Carlyle), no soy pesimista. Algunos de nuestros líderes sin liderazgo, nuestros presidentes de hoy en día, me parecen, a pesar de los pesarosos del liderazgo, un paso en la dirección correcta. De la Rúa, Cardozo, Fox, Lagos, son nombres que la historia apenas retendrá. Por suerte. No son héroes ni caudillos, no tendrán monumento ni picota. Y ese será su silencioso memorial: recortados entre una historia de exaltaciones y violencias, sus pálidas figuras de administradores resplandecerán. Por su propia, piadosa, medianía.