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Contraviolencia del dandy en Julio Herrera y Reissig

Abril Trigo





En los albores del nuevo siglo y en la encrucijada ideológico-institucional que culminaría la obra de modernización del país1, Julio Herrera y Reissig, poeta, acomete su más ambicioso proyecto intelectual, al tiempo que joya de la petulante inclinación criolla a la autoflagelación. Se trataba de una «enciclopédica» psico-sociología del país y sus habitantes inspirada en el positivismo evolucionista2, que nunca dio a la imprenta y que, al juzgar por sus manuscritos, nunca acabó, y que habría titulado Los nuevos charrúas o Parentesco del hombre con el suelo (o Tratado de la imbecilidad del país según el sistema de H. Spencer)3 De esta «obra crítica» se desprendió un ensayo circunstancial publicado en 1903: Epílogo wagneriano a «La política de fusión», significativamente subtitulado: «Con surtidos de psicología sobre el imperio de Zapicón»4. Las múltiples referencias que aparecen en este texto edito respecto a su proyecto en elaboración, nos permiten situar a este último en el preciso contexto ideológico nacional y personal del poeta. Lamentablemente, no hemos hallado todos los capítulos mencionados en el Epílogo5, y si bien no nos anima un espíritu comparativo, debemos desde ya señalar tres notas fundamentales: 1) que el Epílogo es derivado y consecuencia de estos escritos inéditos, indudablemente de mucho mayor amplitud y alcance; 2) que los materiales inéditos presentan el estado larvario de un primer borrador, aún no sometido a afinamiento conceptual y pulimiento estilístico; y 3) que el mismo Herrera era consciente de que se imponía una matización del tono retórico si se trataba de publicar estos materiales. En efecto, el Epílogo es -por momentos- una versión atenuada (y también recapacitada) de algunas de las tesis sustentadas en los originales inéditos.

En el presente trabajo, pues, recurriremos ocasionalmente al ya mencionado Epílogo wagneriano y nos ocuparemos de los fragmentos (capítulos) inéditos: «Psicología de los uruguayos», subtitulado «Caracteres emocionales. Rangos y niveles. Intelectualidad. Cultura. Idiosincrasia social. Temperamento. Hábitos. Civilización. Estética»; y «Paralelo entre el hombre primitivo emocional y los uruguayos. Semejanza de caracteres»6.

1902-1903. El país ha acelerado en escaso cuarto de siglo la puesta al día con las directrices ideológico-filosóficas provenientes de Europa, concomitantemente con la adaptación de sus estructuras económico-productivas a la maquinaria del imperialismo y a la transformación correlativa de las fuerzas sociales y sus interrelaciones. La doble modernización iniciada en los 70 está a punto de ser culminada para dar paso a una nueva etapa. La adaptación de las estructuras productivas a los requerimientos del mercado mundial realizada bajo el militarismo, se completa y refina con los constantes aportes inmigratorios; la superación de la intransigencia doctrinal romántico-espiritualista operada por el positivismo -coyunturalmente asociado a los militares7-, abre las puertas a un espíritu liberal, tolerante y pragmático, al tiempo que lleva adelante una auténtica revolución en el plano educacional8. Al despertar el siglo, el liberalismo constituye «una verdadera conciencia nacional», a decir de Ardao9, y el país en un proceso paralelo al del resto de América, emerge renovado de este periodo de sacudimientos que implica una auténtica «crisis de crecimiento de la nacionalidad»10.

En puridad, este «crecimiento de la nacionalidad», intuido (y potenciado) por José Pedro Varela11, obliga a la intelectualidad de la época a un auténtico esfuerzo ideológico recreativo. Es entonces que se configuran los ideomitemas fundacionales de la nacionalidad uruguaya, independientemente de su preexistencia histórica12, y el positivismo juega, directa o indirectamente, mediante su labor institucional práctica o a través de la más violenta y apasionada polémica filosófica que registre nuestra historia, un rol de primer orden. «Pero como escuela militante y forma teórica o doctrinaria de nuestra cultura, el positivismo estaba ya agotado al pisar el novecientos»13. Y aquí comienza la paradoja. En el momento mismo en que el positivismo en tanto movimiento está en bancarrota, y que se prepara su superación por el neoespiritualismo de Rodó y Vaz Ferreira; en el instante mismo en que uno de los otrora adalides del racionalismo espiritualista se apresta a tomar la jefatura del Estado y organizar el primer «welfare state» americano, ese visceralmente liberal y soberbiamente civilista y civilizado Uruguay batllista; en ese preciso momento, quien será uno de los más radicales poetas modernistas vuelve la mirada hacia el positivismo en busca de iluminación. Bien señala Ardao que:

Hay algo de ingenuo fervor de catecúmeno en toda esta euforia cientificista, propia de una de las direcciones en que se diversificó el originario positivismo de escuela. Se adivina hasta qué punto resultaba de un breve e intenso período de fermentación ideológica, en el proceso de su formación personal14.


Conciencia de cambio ideológico que no es privativa de Herrera, sino marca compartida por toda su generación15. Herrera está (se siente) atrapado en un conflicto entre dos tiempos que son también dos mundos, entre un XIX que todavía pervive mezclado con las avanzadas de la modernidad. A apenas unos meses de la batalla de Masoller, en que se pone punto final a las guerras civiles que caracterizaran lo que se da en llamar «la república caudillesca»16, Herrera cifra su fe en un ciencismo ya superado a nivel doctrinal, con el fin de subrayar o de inventar su modernidad personal (su compromiso con el futuro) respecto a un medio que se le hace todavía caduco y despreciable. Está en un momento pivotal de su vida y su carrera, el momento en que se desprende de su homo politicus y adopta definitivamente el homo poeticus que le definirá. Al igual que Andrés Lamas 50 años antes, rompe con el partido colorado17 y se distancia de «inclinaciones locales, de banderías de plaza pública, de zipizapes famélicos, de vociferaciones de liturgia, de mascaradas sectarias, de cociembres virulentas, de todo lo que importe tradicionalismo, exhumación, necromanía, pretérito perfecto, rencores estratificados, impulsividad heredada, como diría el viejo Spencer, aluviones indígenas de atavismos, anormalidades patentizadas en derecho público, glorificadas por los cañones del Cerro» [Epílogo, 764]. Se distancia del medio para acceder a una lectura personal del mismo: «He tomado mucha altura; viajo en mi globo de iconoclasta pasivo por hemisferios más amplios» [766]. Por esto, porque lo que persigue es una autodefinición personal, si bien se refugia bajo el ala legitimante de la ciencia, Herrera, con absoluta conciencia de ello y como buen modernista, escribe como ideólogo18, escribe no más que una catilinaria contra el medio y sus adláteres, contra aquéllos que: «De un salivazo han desteñido mi caduca divisa roja, no dejando en ella sino un débil rosicler que se halla en buenas relaciones con el siglo XX y el dandysmo neurasténico» [766].

El sociólogo improvisado se enmascara en aprendiz de dandy19, bajo la directa influencia, por entonces, del inefable Roberto de las Carreras, y en pro de un deseado futuro de ácrata individualismo, estigmatiza el atavismo montevideano, la provinciocracia pequeño-burguesa. «Este espíritu conservador de los uruguayos explica el imperio de las banderías; el entusiasmo por todo lo que ha sido patrimonio bárbaro de sus abuelos y su ridícula aversión al extranjerismo y la novedad», dice en Paralelo20, y prosigue:

Un elegante que tenga en nuestro país la osadía de vestir con originalidad, luciendo un sombrero que no es del gusto de los uruguayos o una corbata que sólo se usa en París, está expuesto a que lo silben públicamente, y desfila ante la aristocracia de la calle Sarandí en medio de una avenida de risa, acribillado por una consternación curiosa de semblantes pálidos, de protestas gesticuladoras, de chascarrillos infantiles, de ceños [fruncidos], de babas epilépticas...


En realidad todo se debe al vulgar aburguesamiento de la sociedad, que no reconoce límites, que corroe y prostituye cuanto se le cruza por el camino, y el poeta está solo frente a este rastacuerismo fenicio. Dice en Psicología:

De la vieja aristocracia que llamaré patriciado [...] sólo algunas familias nobles conservan con orgullo sus blasones [...] El resto de la pasada nobleza ha desaparecido en el turbión oscuro de una mezcla burda, cediendo a intereses de matrimonio, abandonando el coturno y la tizona por el bolsillo del burgués, despojándose indignamente de sus credenciales principescas al hacer sitio en su seno a los chalanes, a los mercachifles del oro, a los recién salidos del chapatal plebeyo, a los ignominiosos [...] de la inmigración.


Sintomática (y tragicómicamente), Herrera responde, en su rechazo y vituperio xenófobo, a los más manidos mecanismos defensivos que generan los viejos sectores oligárquico-patricios (a los cuales pertenecía ontogenéticamente), que pierden buena parte de sus prerrogativas sociales y económicas ante el aluvión nuevorriquista21. Su diatriba, así, parece tener una amplitud menor a la que parecía proponer, y su apuesta modernista choca ante el escollo de la democracia liberal, dilema esencial del movimiento. En cuanto a la ciudad, esa «Tontovideo» de Roberto de las Carreras, su juicio será despiadado, al describir su «estructura de aldea». Y en extensa comparación con Buenos Aires, vuelve al coruscante problema de la estratificación social:

También se observa que en Buenos Aires existe una perfecta diferencia de clases; mientras que en Montevideo la sociedad sugiere una familia donde no existiesen patrones ni obreros, lacayos ni señores. Las dueñas de casa y las personas de alcurnia se dan perfectamente con los sirvientes, las planchadoras y clases jornaleras.


[Paralelo]                


Esta promiscuidad social que instaura al chisme como nexo transmisor, lleva a aberraciones como que «las sirvientas después que se casan suelen usar sombrero y visitar de igual a igual a las antiguas señoras»; escandaloso desarreglo que propicia la corrosión de los principios éticos, de manera que «sólo el dinero y el matrimonio dan títulos á condición. Por lo demás, el último jornalero puede aspirar á ser diputado». Pero no seamos injustos: su discurso -potenciado por la virulencia verbal de la pose dandysta- no va más allá del Ariel rodoniano22. Es el rechazo que provoca, en los núcleos patricios, el por vertiginoso también desacompasado ascenso de los sectores medios, proyectados por el liberalismo democrático burgués. En verdad, su catilinaria va directamente dirigida contra aquellos de y por los cuales se siente marginado, de aquéllos que -incluso en el desprecio y el desdén- considera pariguales: los intelectuales, los escribas del poder, esa «ciudad letrada» que llama Rama, y a la cual él no ha podido incorporarse. Y entonces su violencia se exacerba:

He llegado hasta creer que en esta tierra no existen los intelectuales sino de nombre, como la mayoría de nuestras cosas; que todo es superficial en los grafómanos que pasan por pensadores, los cuales, con oropeles de repostería pseudo-científica, grajeas de retórica banal y posturas románticas de teatro, se hacen pasar por eruditos exóticos, por hombres de idiosincracia, y selección quintaesente.


[Epílogo, 794]                


Su ataque a «la oligarquía universitaria, más vana que sabia, y más divagadora que fecunda», al decir de Varela, si bien no tan lúcido y sistemático como el de éste23, reconoce varios frentes. En primer lugar, es un ataque a la estructura y los mecanismos políticos vigentes; en segundo lugar, a una de las funciones básicas y determinantes del intelectual latinoamericano decimonónico, quien se ha reservado «para sí el campo de las ideas», de manera que:

Es el espíritu de la Universidad, predominante en una gran parte de las clases ilustradas de la sociedad, el que ha compartido con las influencias que reconocen su origen en la ignorancia de nuestras campañas, la dirección de los negocios públicos en el país24.


La especialización generada por la división del trabajo (y su corolaria estatutación ideológica), lleva a los modernistas a abandonar (al menos parcialmente) la política25. El mismo Herrera flirteaba con la política -y desde su misma prosa exuberante y lapidaria- un par de años antes26. Y ahora también hace política, sólo que ya no de signo integrista, sino automarginatorio. Es una reactualización del principismo del XIX27, que significativamente expresará la restauración del neoespiritualismo (en filosofía) y el rechazo del naturalismo al abrazar viejos principios románticos (en estética)28. La paradoja estriba en que Herrera elabora su ruptura sustentándose (según piensa) en los logros científicos del más riguroso evolucionismo positivista. Contradictoriamente, reniega así de un pasado (parcialmente presente), rizando el rizo de un análisis (tema y metodología) inaugurado por Ángel Floro Costa y José Pedro Varela:

Recorriendo nuestra historia podemos apercibirnos y hasta adquirir el convencimiento de que los uruguayos, en el curso de varias generaciones han obrado por impulsividad. Todo movimiento social ó político, las innovaciones de distinto orden, las frecuentes luchas armadas que han ensangrentado al país llevando la desolación á los hogares, se explican por este impulso animal del hombre primitivo que no es otra cosa que el estallido rápido de las emociones [...] Furores relampagueantes, acaloramientos de bestia selvática, [sanguinarismos] inconvenientes, agitaciones epilépticas de rabia partidarista, todo esto no es más que acometividad salvaje, que un desborde reflejo de sentimientos inferiores [...].


dice en Paralelo, cobijado bajo el ala tutelar de Spencer29, pero respondiendo, en última instancia, a los mismos imponderables ideológicos que propician, desde diversos ángulos y variadas instancias, el replanteamiento de la problemática del Estado30. No se trata tan sólo del cuestionamiento de la viabilidad del mismo, sino de la concreta estructura que éste debe adoptar. La denuncia de las guerras civiles partidaristas entronca con un ambiental consenso que apunta a la consolidación de las formas democrático-liberales burguesas: «Se sabe que el partidarismo uruguayo, perfectamente conservador, no significa idea de gobierno, reforma constitucional, ni encumbramiento de méritos elevados, sino por el contrario, perpetuación delictiva de viejos errores», dice en Paralelo. Señala aquí a la profunda transformación que se opera en la concepción de los partidos políticos, y que el batllismo será el encargado de plasmar. Partidos de ideas, partidos de programa, partidos de masas31, en oposición -más aparente que real- a los viejos partidos aglutinados en torno a la presencia del caudillo, o a la creencia en un puñado de ideomitemas de vidriosa veracidad histórica32. Pero también está aludiendo a una -en el futuro, absorbente- polémica que opacaría, durante décadas, los auténticos problemas nacionales: la manida reforma constitucional33. Sigue luego su discusión psicológica:

El odio partidarista de los uruguayos no es otra cosa que una impulsividad salvaje que ha determinado gradualmente, a efectos de las circunstancias experimentales una especialización psíquica, o lo que es lo mismo, una estructura emocional digna de estudio. [...] En definitiva el partidarismo de los uruguayos no es nada más que un odio medieval -un odio ciego- una excitación salvaje, una impulsividad feroz heredada regularmente de sus antepasados, aquellos bárbaros que afilaron sus armas en los huesos.


[Paralelo]                


Por detrás de la psicología -evolucionista aparece el auténtico nudo gordiano: los resabios medievales (diríamos precapitalistas) implícitos en tales comportamientos. Son esos resabios precapitalistas los que están frenando el desarrollo nacional, la puesta al día de la nación en el concierto moderno. Y de todos los resabios, ninguno tan absoluto y paradigmático como la figura del caudillo:

Es indudable que esta impetuosidad araucaria34 que ubica a los uruguayos al bajo nivel de los fueguenses, se condensa por decir así en los caudillos, los cuales se han mostrado en todo tiempo deslenguados, [...] de la muerte, hermosos ejemplares de belicosidad salvaje.


[Paralelo]                


El caudillo, aún presencia histórica en Aparicio Saravia, ideomitema sobre el cual se sustenta la construcción/invención de la nacionalidad por las generaciones anteriores, experimenta la más baja cotización posible en el mercado ideológico. Herrera escribe bajo el mismo ambiente espiritual que produce El caudillaje criminal en Sud América (Ensayo de psicología), de Florencio Sánchez, y que se cerrara con El león ciego, de Ernesto Herrera, hacia 1910. La intelligentzia -incluyendo a los nuevos acólitos de las novísimas doctrinas sociales, presumiblemente a la izquierda del espectro ideológico- se alinean del lado de la modernización liberal, aliándose -¿provisoriamente?- con los sectores urbanos conservadores35. Postura que encuadra en la maniquea fórmula sarmientina, todavía operante, pero que sigue los pasos de Varela en su ruptura con la «ciudad letrada», al decir que:

el uruguayo resuelve abstracciones y generalizaciones prestadas, de un modo casi automático, impresas en el cilindro europeo que da giros en su mente y el cual constituye, por llamarlo así, la partitura de civilización intelectual que lo distingue del hombre bárbaro36.


[Epílogo, 774]                


Porque bárbaro sigue siendo el uruguayo, independientemente de su clase, su posición, su cultura que, a lo sumo, no pasa de un barniz que recubre el fondo real que él, con el auxilio de la ciencia positiva, desenmascara. Asoma aquí la conciencia nacionalista del poeta, distorsionada bajo la cosmética cosmopolita, y que se corrobora en las tesis vertidas en su «Discurso en elogio de Alcides de María», de 190937. En cierto modo, es como si su razonamiento se empantanara asfixiado por la rigidez del determinismo evolucionista, siguiendo cuyas tesis, aplicadas latamente y en el marco de un racismo biologista que tuviera numerosas manifestaciones en Latinoamérica, produce la más biliosa definición del uruguayo que conozcamos:

Los uruguayos se distinguen por una blandura pastosa, por una hojaldra de repostería. Una eterna sonrisa angelical les ilumina el rostro; una amable exterioridad inclina monjilmente su cabeza. Es bonomía, falta de carácter, absoluta carencia de personalidad este dulce que los hijos del país tienen siempre á la mano. En el fondo, tras el derretimiento meloso de su fisonomía, late una solapada perversidad, un tenebroso instinto de hacer el mal sin que nadie lo advierta, una estrategia química, una barbarie higlodita, una envidia [...], un odio viperino, una gula reconcentrada de sobreponerse al prójimo y humillarlo con deleite. Los uruguayos son hipócritas de un modo inocente. No se dan cuenta de su hipocresía. Viven embelesados con ella. La adoran, la reverencian, la miman, la acatan sin un átomo de malicia. Como ciertos tísicos iluminados, su propio mal les pinta maravillosos alcázares de optimismo, arquitecturas inverosímiles de grandeza, países interplanetarios de soberanía. Cada uruguayo es un Simbad, con una pipa de opio entre los dientes. Su megalomanía es engendrada por sus defectos [...] Ignoran que son turbulentos, interesados, charlatanes, embusteros, falsos, apáticos, sin virilidad, ambiciosos, versátiles, acomodaticios, intrigantes, empecinados, perezosos, de una extremada pedantería, díscolos, malandrines, banales, imitadores, descontentadizos, vanidosos, retrógrados, de una baja sensualidad, crueles en la guerra, egoístas, inconsistentes, desagradecidos, explotadores, maldicientes, chismosos, impresionables, tímidos, faltos de carácter, sucios, sin sentido estético y superficiales38.


[Psicología]                


El rudimentario sentimiento de la propiedad privada del uruguayo es expresión de su inferioridad psíquica, y de ahí que no valore el confort ni la vida refinada39; más: el subdesarrollo de la economía nacional se debe precisamente a esa misma inferioridad psíquica, que determina la imprevisión, la ausencia de idea de futuro. La pervivencia de las estructuras precapitalistas alimentan permanentemente los bajos componentes psicológicos del uruguayo, determinando su apego irracional a la política y su desprecio al trabajo y al esfuerzo individual40. La gravedad de la dolencia estriba en que sus causas son intrínsecas a la combinación de factores medio-raciales, y de ahí el lapidario e inapelable fatalismo del juicio herreriano41.

Todo en nuestra tierra es débil, flojo, femenino; desde la flora y la fauna, los minerales y la misma tierra, que no tienen «fortaleza, ni salud, ni personalidad, ni sustancia, ni nada que no sea hinchazón, apariencia y vanagloria, es decir ázoe puro». En efecto, el ázoe (nitrógeno) es el componente principal de la tierra uruguaya y, por ende, de todo lo producido en ella. Y sabidas sus nefastas características (en la física de Lavoisier significa «no vida»), se explica «que ha dado a los hombres, a las plantas, y a los animales su bonomía, su debilidad, su blandura, su hinchazón», y se entiende «el estilo abundoso, hinchado, hueco y plumífero de nuestros literatos, que en vez de fósforo tienen en el cerebro ázoe intelectual, gaseoso, incoloro, asfixiante» [Paralelo]. «Nuestro país es la patria de la debilidad» y de ahí que «conviene decir, para no calumniar el significado corriente de la palabra nacionalidad, que el pueblo uruguayo es en este concepto una tribu sedimentaria de la de menos categoría» [Paralelo]. De hecho, si la centralización del poder del estado es la piedra de toque de la existencia de la nacionalidad, ésta aún no se ha realizado. El país se encuentra escindido en dos centros de poder, equidistantes tanto en lo político cuanto en lo social, aunque no necesariamente impliquen disímiles propuestas ideológicas42. La vilipendiada labor de Latorre aguarda su culminación, a ser llevada a cabo por Batlle muy próximamente. La existencia misma de la nación, en tanto tal, es cuestionada. En el momento mismo que el país experimenta una «crisis de crecimiento de la nacionalidad», potenciada por la labor de la generación anterior, y cuando sus contemporáneos, desde diversas filas y encontrados enfoques, se aprestan a colaborar en el proyecto batllista, Herrera opta por la marginación. ¿Desplante intencional de enfant terrible? El ataque frontal que sufre el ideomitema del caudillo (confirmatorio del status quo; sustentador de la nacionalidad), conlleva -en conjunción con las corrientes internacionalistas del momento- un aflojamiento del sentimiento de la nacionalidad, una desvigorización del ideomitema. La labor de la generación del 900 será, justamente, elaborar los ideomitemas sustitutivos que permitan solventar un nuevo concepto de nación. Y Herrera es buen sismógrafo. Como dice Rama: «Para todos ellos el patriotismo, al menos como se cultivaba, resultaba un mito inconvincente: ni Herrera, ni Quiroga, ni De las Carreras, ni Sánchez creían ya en esas cosas»43.


1902-1903. Herrera experimenta un proceso personal de ruptura con el medio social, intelectual y político para el cual estaba previamente destinado. Esta ruptura es, ciertamente, pauta de esa «desolación filosófica finisecular»44 que señala la vital e ideológica desubicación (y ubicuidad) modernistas dentro del liberalismo conservador que es, en definitiva, la columna vertebral ideológica del movimiento. «Filosofía de la vida», como la llama Ardao45, y cuyo trasfondo filosófico debe rastrearse en el vitalismo y el animismo que son «la verdadera filosofía del modernismo», al decir de Real de Azúa, y donde adquieren especial dimensión los componentes pesimistas y escépticos46. Las filosofías voluntaristas del cambio de siglo, al reaccionar contra la sequedad doctrinaria del positivismo, desplazan a éste como escuela directriz del pensamiento occidental, pero sus conquistas ideológicas principales permanecerán enquistadas en las estructuras mentales de un siglo creciente y eminentemente pragmático47. En cierto modo, el positivismo evolucionista, en su agnosticismo metafísico, abonaba el terreno para este resurgimiento espiritualista que Julio Herrera y Obes, tío de nuestro poeta y espiritualista racionalista militante, presagiara en 187848:

El positivismo [...] concluirá por engendrar, según los temperamentos, o el misticismo exaltado de los metodistas o el escepticismo utilitario y positivista de los epicúreos. Los hombres de imaginación ardiente poblarán de sueños y de fantasmas absurdos ese abismo de sombras abierto a sus pies [...]49 .


Esa será la labor del modernismo: poblar de sueños y fantasmas el abismo a sus pies. Hombres de imaginación ardiente, sentirán primero el vacío, la desolación ideológica de un mundo por hacerse, y se lanzarán a la aventura de inventar la realidad. Tal será la tarea de Herrera hasta su muerte. Pero para liberar su imaginación debe desligarla de las coordenadas tempo-espaciales que siente como una limitación, y de ahí su ruptura con un medio que le asfixia. Podríamos preguntarnos, claro está, si se siente asfixiado porque el medio es demasiado estrecho para él, o porque él no dispone de la grandeza necesaria para contribuir a su desarrollo. El exacerbado individualismo (cegado a todo proyecto auténticamente colectivo), la falta de horizontes históricos, la fragilidad ética de una «época aluvial»50, unido todo a su escasa preparación para un mundo crecientemente tecnificado y a su desclasamiento no exento de nostalgia y asombro, nos permite configurar el cuadro espiritual del rebelde. Es precisamente la multivocidad de los valores modernistas y la laxitud ideológica que promueven, lo que posibilita que Herrera rompa con el pasado (y el presente) en virtud de un difuso futuro, sustentándose en un discurso académicamente superado. Que ingrese en un próximo periodo vitalista y cuasi místico (recordemos «La Vida») recorriendo el camino de las ciencias positivas51. Engranan, así, dos paradojas, en un cruce textual donde el homo politicus se autoanula (al sentirse desplazado de su natural campo de acción) instalando con todos sus fueros al homo poeticus. El intelectual escriturario, es decir, el intelectual al servicio del poder -y poder él mismo, por monopolizar el ejercicio de la letra-, aunaba diversas funciones, entre las cuales las de homo politicus y, en sus horas de ocio, homo poeticus. Herrera -modernista y moderno- accede a la obligada especialización, y opta. Apoyándose en las doctrinas que alimentan el más radical naturalismo literario (la triple determinación de medio, raza y clima), propicia su búsqueda idealista; apelando a una doctrina ya académicamente superada, vitupera el atavismo ambiente en pro de un futuro esquivo; invocando el más estricto ciencismo, produce un discurso (ideológico) para acceder a las fronteras espiritualistas que marcan el momento; para romper con la mesocracia liberal burguesa, recurre al correlato cultural-doctrinario de ésta, el positivismo ciencista y realista; de la mano de corrientes ideológicas europeas, reniega crasamente de todo lo telúrico, pero sin dejar de condenar a la intelectualidad escrituraria por su dependencia mental de aquéllas; soñando en un cosmopolitismo (ideal) y desde un más amplio universalismo, despotrica contra el aluvión inmigratorio, al tiempo que en virtud de una nación (también ideal) destruye implacablemente todo aquello en que ésta se ha edificado. Fascinante sería confrontar el mesurado análisis nacional que desde el positivismo precursor hace José Pedro Varela, con el discurso nervioso y lapidariamente insultante de Herrera, cuando la escuela está en bancarrota. Coincidiendo en la detectación de muchos hechos, difieren radicalmente en cuanto a sus causas probables y sus posibles soluciones. La barbarie que para Varela -desde una postura filogenética- era producto de la ignorancia (que se resolvía mediante la educación)52, para Herrera -desde una postura ontogenética- es un caso bio-racial y, por ende, fatalmente irreversible. Esta desesperanza acicatea la violencia verbal que lo define. Igualmente fascinante sería cotejar su postura anárquico-iconoclasta con la minuciosa tarea constructora de los ideomitemas fundacionales de la nacionalidad por la generación anterior y que se continúa parcialmente en la suya. A la labor constructora de aquélla, de donde surgiera el Uruguay liberal a punto de consolidarse en el proyecto batllista, se opone la virulencia individualista y acrática como respuesta a su desplazamiento de los medios intelectuales escriturarios. A la violencia organizada del liberalismo finisecular, Herrera responde con la contraviolencia del dandy que no fue porque, como dice Vilariño, «le faltó la verdadera decisión, la terrible voluntad» de serlo53. A la contraviolencia de las masas rurales acorraladas por el progreso, y a punto de estallar en la última guerra civil, responde con la contraviolencia ácrata del poeta urbano que prefiere decretar su más absoluta soledad.





 
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