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Conversaciones con Francisco de Ayala

Rosario Hiriart




ArribaAbajo Introducción

Francisco Ayala ha cumplido setenta y cinco años. La celebración del cumpleaños de un escritor de su calidad es oportunidad que invita siempre a sus críticos y estudiosos a reconsiderar su personalidad como artista, a revisar el significado y alcance de su obra. Las Conversaciones que a continuación presento a sus lectores cumplen ese cometido. En nuestros diálogos está el artista, el hombre público y el «Paco Ayala» que sabe derramar alrededor suyo esa cálida simpatía humana capaz de disipar enseguida la intimidación que su extraordinaria inteligencia pudiera producir.

Conocí a don Francisco en el aula universitaria. Iniciaba mis primeros cursos posgraduados y casi al azar me tocó en suerte aquel profesor de ojos juguetones y sagaces que según mis compañeros de clase era «muy inteligente y muy irónico...». De New York University pasó Ayala a Chicago; años después llegó para mí el momento de elegir tema de tesis doctoral; escribí a don Francisco; le conté de mis lecturas, de mis tanteos entre sus páginas y de mi propósito de aplicarme al estudio de las alusiones literarias dentro de su narrativa (el tema me lo había sugerido un ensayo del propio Ayala sobre la novelística cervantina). Así se inicio mi ya larga amistad con los Ayala, mi aprendizaje, mis descubrimientos y enriquecedoras conversaciones con este hombre-escritor ya inconmoviblemente instalado en la historia de la literatura.

Después de publicados mis dos libros sobre su obra de imaginación, comencé unos apuntes biográficos sobre Francisco Ayala. Nuestras conversaciones no tenían por objeto en aquel entonces la preparación de este libro; por lo contrario, el libro surge hoy, como selección de notas, apuntes, grabaciones en cinta magnetofónica, observaciones ocasionales durante acaso algún paseo... un extenso material, en fin, que me propuse reunir para un proyecto que quizá verá alguna vez la luz: una biografía de don Francisco. En el invierno de 1972 pasé varias semanas con Paco y Nina Ayala; agradables caminatas por el Retiro, fotos de aquellas casas que ocupara con su familia antes de la guerra, el paseo del Prado, Marqués de Cubas... Varios son los veranos en que me he ido con Jorge, mi marido, a rastrear «pistas granadinas» que nos diera Ayala: la Iglesia de los Santos Mártires Justo y Pastor, «donde me bautizaron»; el Albaicín con el carmen de la Cruz Blanca (las monjas que nos dejaron entrar para tomar fotografías en el hoy claustro conventual, antigua casa donde estuvo el niño Paquito reponiéndose de una enfermedad del riñón); el Colegio de Niñas Nobles frente a la Catedral, «recuerdo muy bien su hermosa fachada estilo renacimiento»; el Instituto... Luego, Buenos Aires -allá nos fuimos; al otro lado del mundo vivió Ayala los años comprendidos entre 1939 y 1950-. Amistosas charlas con Eduardo y Vicente Ayala, sus hermanos, hombres de personalidad simpática y dinámica. Visita a Eduardo Mallea, el diario La Nación, Sur... «los años de vida argentina».

Conversaciones espontáneas, informales, grabaciones sobre esto y aquello; respuestas reconstruidas a base de notas escritas apresuradamente en el reverso de la servilleta de un café madrileño o neoyorquino o de un trozo de papel que encontramos sobre la mesa luego de haber saboreado la cena preparada por Nina (uno de sus magníficos arroces, o su especialidad: la tortilla de patatas). Privilegio de poder acercarnos no sólo a la obra sino al hombre que la produce; privilegio que, como decíamos la noche de su homenaje en Nueva York, nos plantea siempre la responsabilidad de evitar, al tratar de entender al hombre real, el presentar a sus lectores ciertas simplificaciones deformadoras.

Numerosas son ya las páginas que llevo escritas sobre la producción ayaliana; su obra presenta ricas vetas que invitan siempre a sus críticos a nuevas aventuras, Francisco Ayala es un escritor al que no podemos aplicarle los rótulos convencionales de la crítica literaria. Cuando un novelista cumple setenta y cinco años, el crítico acostumbra a repasar sus escritos con la aprensión de descubrir algún deterioro ideológico, si no estilístico. Este fenómeno de decadencia que se observa ciertamente en muchos autores, no ocurre en la obra de Ayala, cuya producción, al pasar los años, muestra hasta hoy una creciente seguridad creativa. Hasta hoy, señalo; y, puesto que estamos en presencia de la obra de un autor vivo y en plena actividad, es muy posible que -salvo los azares que amenazan toda vida humana- nuevos giros técnico-literarios o modificaciones del pensamiento queden aún por verse en su obra. En todo caso me parece interesante y creo debe subrayarse el hecho de que sus más recientes desarrollos estaban ya secretamente preludiados en aquellas primeras novelas de la década de los años veinte. Esa íntima, subterránea continuidad, que se advierte en toda la obra ayaliana por cuanto se refiere a su técnica de aproximación a la realidad está sustentada sobre una continuidad muy firme en la actitud del hombre frente al mundo; una actitud que se ha insistido quizá con razón en calificar de humanista, y que yo prefiero matizar calificándola de humanismo liberal.

En este libro nos habla Francisco Ayala, el hombre que saliera de España en 1939 para no regresar hasta los años sesenta. Se reúnen aquí muchos de sus recuerdos, evocaciones, trozos de vida, inquietudes, opiniones literarias y políticas; el vivir de un escritor a quien hoy consideramos un clásico en la literatura de lengua española.

Nueva York.

Rosario Hiriart.






ArribaAbajoConversaciones


ArribaAbajoEvocaciones del pasado

-Ayala ¿piensa usted que las experiencias de su niñez se hayan reflejado más tarde en sus actividades de escritor?

-Con seguridad que, de un modo consciente o inconsciente, se habrán reflejado en mis escritos muchas experiencias de infancia. Es ésa una fase de la vida en que la sensibilidad fresca registra de un modo muy intenso las impresiones recibidas. Aversiones o atracciones configuran desde muy pronto actitudes que después quizá no pueda uno mismo explicarse en términos racionales. Tendría que sumirme en un estado de evocación libre, un poco a la manera de las técnicas sicoanalíticas, para dejar que emergieran acaso tales o cuales anécdotas medio olvidadas, capaces de haber despertado ecos tardíos en mis invenciones literarias.

-¿Podría usted contarnos alguna anécdota de su vida infantil que nos diga algo de sus gustos o disgustos? ¿Recuerda algún episodio en particular?

-Sí, voy a contarle una pequeña anécdota de mi infancia en relación con la escuela: mi vida de niño en la escuela fue realmente penosa, desagradable, como para todos o casi todos los chicos en España por aquel tiempo. Era la escuela bastante inhóspita por diferentes razones, así que serían muchos los relatos que yo le podría hacer, pequeños episodios que me dejaron cicatrices, temor, aversión, incluso odio a veces. Me voy a referir particularmente a uno: estuve poco tiempo en un colegio con un maestro bastante bruto. En una cierta oportunidad, habiendo sido castigado a quedarme allí por no saber no sé qué lección, me dejaron solo después de clases al oscurecer, en una habitación bastante sórdida, y para mí eso fue un verdadero horror. Pues bien, mandaron recado para que mis padres fuesen a buscarme, y cuando ya salía yo con ellos -ellos marchando juntos y yo delante a buena distancia para que no oyera la conversación, lo cual no me impidió oírla-, iban comentando muy afligidos que el maestro les había dicho que yo era un niño tonto, un niño de una inteligencia muy deficiente; y yo, que iba oyendo todo eso, sentía consternación y sobre todo indignación contra el maestro, no por lo que decía de mí, que me importaba muy poco, sino porque estaba dando materia de preocupación y de angustia a mis padres, y yo no quería decirles que estaba oyendo, no quería intervenir en su conversación, me habían mandado que anduviese delante, a varios pasos, para que no los oyera, pero yo pensaba: «No soy tonto, sé muy bien que no soy tonto; el tonto es él, el maestro; ya sé que no me gustan las matemáticas, ya sé que no tengo facilidad para sacar cuentas y para aprenderme esas cosas», pues en efecto nunca la he tenido, pero no por eso me consideraba tonto. ¿Qué edad tendría yo? Quizá siete u ocho años. Me fui a la casa lleno de indignación contra aquel estúpido del maestro que le daba que sentir a mis padres por causa de que yo no tenía facilidad para las matemáticas.

-¿De qué motivos cree usted que provenía su aversión a este colegio o a los colegios durante su infancia? -Yo creo que toda mi aversión hacia los colegios provenía de la falta de libertad, de la coacción. Me he sentido siempre incapaz de sufrir una coacción; por ejemplo, mi servicio militar, si se va a decir la verdad, fue muy suave; porque yo dormía en mi casa y no tenía que ir al cuartel todos los días; en fin era efectivamente muy soportable, y tampoco duró mucho, menos de un año; pero con todo y eso lo recuerdo con verdadero desagrado. La coacción, la presión, el estar sometido forzosamente a algo que no me significaba nada, era para mí tan intolerable que aún dándome perfectamente cuenta de que no era nada horrible lo que estaba pasando, sino mucho más tolerable que en la inmensa mayoría de los casos, resultó una temporada bastante penosa y amarga para mí. Y así en adelante siempre que me he visto en diferentes etapas de mi vida obligado a algo que no me era connatural y que me sometía a una reglamentación externa absurda, he hecho lo posible por sustraerme a ello. En época ya muy avanzada de mi vida, pongo por caso, estuve en las Naciones Unidas trabajando como traductor con un contrato inicial por seis meses; yo trabajo muy rápido, haré las cosas mejor o peor pero rápidas las hago, de modo que la tarea asignada, que era por lo demás una tarea insensata, la cumplía en dos horas o dos horas y media; pero había que estarse allí seis horas; tampoco podía entretenerme en algo que fuera mío, que fuera para mí, qué sé yo, leer, porque había otra persona en la misma oficina que charlaba incesantemente; por otra parte el trabajo era absurdo porque había que hacer traducciones de cosas que ya estaban desechadas, y aquello no tenía finalidad ninguna, todo ese trabajo para nada, archivarlo y luego, supongo, cuando ya estuvieran los archivos repletos de papeles, lo tirarían a la basura, qué más daba. La sensación de estar haciendo un trabajo inútil y cumpliendo unas regulaciones innecesarias me resultó de tal modo intolerable que creo que no duré más de dos meses, dejé mi contrato y perdí derechos adquiridos y me fui, renunciando a ventajas materiales apetecibles... Muchísimo tiempo antes, siendo adolescente, un muchacho, y debido a las necesidades económicas de mi casa, tuve que colocarme en una oficina en Madrid; yo pedía tarea, preguntaba: ¿qué tengo que hacer?, ¿qué tengo que hacer...?, y el jefe me decía constantemente que no estuviera parado, que hiciera algo, pero no me daba una tarea; yo no sabía qué hacer, y estaba tan desesperado de fingir que trabajaba, ordenaba papeles, revolvía papeles, que por último cuando me pagaron la quincena me despedí. Todo esto dice algo de mi manera de ser, de mi carácter.

-No obstante, la impresión que usted produce es que se adapta muy bien a las situaciones y a las personas...

-Sí, en algunos aspectos soy bastante acomodaticio y me adapto a las personas, a las situaciones, a los países; pero en otros aspectos no puedo, no está en mí; y esto no lo digo como una nota positiva, nada de eso, más bien como una nota negativa. Mi modo de ser me hace sufrir por cosas que regularmente la gente las lleva o soporta con bastante buen ánimo; a mí me torturan cosas que otra gente aguanta como meras molestias, y no estoy contento de que sea así. Hay en mí una curiosa combinación de paciencia infinita e impaciencias ridículas; tengo a veces impulsos casi indomables que quizá se deben a una vehemencia excesiva de mi condición.

-Una pregunta de orden muy personal: ¿se considera usted hombre religioso? Sin duda asistió en su infancia a colegios religiosos, y en su casa recibiría una educación católica...

-Sí, en efecto, asistí a colegios religiosos, y fui educado en la religión católica. Mis padres eran muy creyentes; mi padre, en un sentido más tradicional y convencional; mi madre (que había crecido bajo la influencia de mi abuelo, «librepensador», como entonces se decía, y persona de altos principios morales) tenía un catolicismo abierto, liberal, casi bordeando el protestantismo, tal cual hoy prevalece tras el Concilio Vaticano, pero que en su tiempo era una rareza: las prácticas de la iglesia correspondían en ella a un sentimiento auténtico, más que a la rutina de las devociones. En cuanto a mí, la fe religiosa sucumbió muy pronto, en la infancia misma; por lo que se refiere a los dogmas de la Iglesia. Pero si a veces he reaccionado con cierta violencia contra su institución es, precisamente, porque la inquietud religiosa nunca me ha abandonado; el sentimiento del misterio último me ha acompañado siempre, y por eso no he podido ser indiferente en ningún momento.

-En cuanto a sus experiencias de lector, ¿qué libros le hicieron mayor impresión en sus años de adolescencia?

-Muy temprano cayeron en mis manos libros de alta calidad; para empezar, el Quijote mismo. En mi casa estaba la edición facsimilar publicada en el centenario, y tendría yo unos ocho o diez años cuando por vez primera me tragué la obra, sin entender bien, por supuesto, la mayor parte de lo que leía, ni siquiera el vocabulario. Ciertas palabras que estaban excluidas del lenguaje de las gentes burguesas, acudieron entonces a mi boca, para escándalo de la familia, procedentes directamente de las páginas marfilinas de aquella edición, y no, como al comienzo pensaron mis padres, del contacto con criados o gente soez de la calle. Pero ¿cómo podía saber yo lo que significaba, por ejemplo, hideputa? Luchando contra las prohibiciones paternas, y escondiendo a veces la novela bajo el cojín donde reposaba mi texto de matemáticas o geografía, leí en años sucesivos numerosos libros extraídos a hurtadillas de los estantes, obras clásicas, pero también traducciones de Walter Scott, de Julio Verne, de Alejandro Dumas (El conde de Montecristo me apasionaba, por ejemplo), de Eugenio Sue incluso, relatos de viajes, de aventuras, qué sé yo.

-Además de Cervantes, ¿podría indicar qué otros autores españoles leyó por entonces?

-Leí el Lazarillo, leí el Buscón, piezas de teatro como La verdad sospechosa, las leyendas de Zorrilla, los romances históricos del Duque de Rivas, El diablo mundo de Espronceda... También algo de Galdós, creo que los primeros Episodios Nacionales; algo de Alarcón y de Valera, que gozaban de la aprobación y admiración de mis progenitores.

-Usted ha mostrado siempre mucho interés por el cine. A él dedicó uno de sus primeros libros, siendo, muy joven, y después ha escrito de vez en cuando acerca de películas. ¿Qué relación encuentra entre la técnica cinematográfica y la literaria? En su caso particular, ¿cree que el cine ha influido sobre su narrativa?

-Sin duda que el cine ha influido mucho en términos generales sobre mi generación y las siguientes, pero creo que se exagera la influencia que sus técnicas pueden haber ejercido sobre la literatura. Más razonable sería hablar, al contrario, de la influencia de las técnicas literarias sobre las del cine, aunque, claro está, el punto de tangencia se limita a lo que ambas artes tienen de narración, pues por lo demás son cosas muy diferentes ver, inclusive ver oyendo, y leer o escuchar una lectura. En cierta ocasión, hace ya bastantes años, me divertí en copiar unos pasajes de la gran novela de Tolstoi Paz en la guerra que podrían haber pasado por muestras de la influencia de la técnica cinematográfica sobre la literatura, si no fuera porque esa novela se escribió antes de inventarse el cine... Acerca de ese problema, le llamo a usted la atención sobre el libro de C. B. Morris, This loving darkness. The Cinema and Spanish Writers (1920-1936), publicado recientemente por la Oxford University Press, donde se estudia muy bien, por cuanto a mí se refiere, la relación entre el cine y mis narraciones de la época vanguardista.

-¿Qué clase de películas prefiere usted?

-No tengo preferencias genéricas. Me gusta toda clase de películas, siempre que estén bien hechas. Y por supuesto no desdeño las que, sin ser obras de arte, quizá sin pretenderlo (o mejor cuando no lo pretenden), proporcionan mero entretenimiento.

-¿Y en cuanto a la música? Yo sé que gusta mucho de oír música. ¿Tiene preferencia por algún compositor en particular?

-A eso digo lo mismo que respecto del cine. Escucho buena música, a veces durante horas; pero no me niego, en ocasiones la música popular, canciones, tangos, boleros, rumbas. Quien haya leído mis novelas sabe bien que ese tipo de música no me es desconocido. Usted misma, ¿acaso no ha registrado en su libro sobre las alusiones literarias en mi obra narrativa una multitud de menciones o referencias a piezas musicales de este tipo?

-Sí, algún bolero, algún vals, pero sobre todo tangos. ¿Será esto por haber vivido tanto tiempo en Buenos Aires?

-No sólo por eso. El tango se difundió, conquistó el mundo, siendo yo niño, y desde la infancia resuenan en mi memoria los compases de «El choclo», que todavía por entonces no tenía letra, sólo música.

-En cuanto a la música «seria», ¿qué es lo que más le gusta oír? ¿Qué compositores?

-En realidad, todo, desde lo más antiguo conocido hasta lo más reciente. Pero, puesto que me pregunta por compositores preferidos, mencionaré los barrocos, Vivaldi, Bach, Telemann, y entre los románticos, a Chopin, cuya pureza me conmueve a fondo.

-Tengo entendido que la pintura ha ocupado un lugar muy importante en su vida familiar; que poseían ustedes buenos cuadros en su casa; que usted mismo estudió pintura siendo muchacho... Sé que el cuadro cuya fotografía ilustra el relato «Nuestro jardín» en El jardín de las delicias es obra de su madre. En casa de su hija, que es profesora de Historia del Arte, he visto algunos cuadros antiguos y modernos. Incluso a su nieta le gusta pintar... ¿Piensa usted que la pintura ha influido particularmente en su actividad de escritor? ¿Siente preferencia por algún o algunos pintores en particular?

-Es probable que mi afición a la pintura influya sobre mi imaginación literaria. Lo que haya de pictórico en mis escritos es cosa para que los críticos lo averigüen, y no ha faltado alguno que aventure observaciones al respecto. En cuanto a preferencias por tal o cual pintor... Mire, en pintura, como en música o en literatura, no cabe entrar como en un almacén y decir: «Esto me gusta más y esto menos.» El arte forma una unidad, y la apreciación tiene que ajustarse a valores objetivos. Cada obra se integra en el conjunto, y dentro de él adquiere la plenitud de su sentido. Por eso me parece una aberración declararse especialista en un sector de la literatura, o en determinado escritor, y cerrarse al resto. Quien tal hace, no sólo demuestra que no le gusta ni entiende la literatura, sino que no conoce de veras aquello en que se pretende especialista. Ahora bien, una vez establecido eso, queda un margen amplio para la subjetividad. Es muy posible reconocer la significación estética y apreciar el valor de una determinada obra de arte sin prestarle por ello una adhesión emocional que vitalmente nos ligue a ella, mientras que, por el contrario, puede surgir una corriente de particular simpatía hacia determinadas obras que uno reconoce relativamente inferiores. Supongo yo que el elemento «literario» en pintura puede ejercer una particular seducción en obras menores. No tengo inconveniente, por ejemplo, en reconocer el placer que me proporcionan las obras de Odilon Redon, o de Chagal, aun a sabiendas de que no pertenecen al número de los grandes pintores. A la inversa, hay sin duda grandes pintores cuya obra puede resultarle a uno antipática, cuadros magníficos que no desearía uno tenerlos en su casa.

-Con todo, usted que durante su juventud ha frecuentado tanto el Museo del Prado, ¿qué pintores visitaba más? ¿Puedo preguntárselo?

Velázquez, Goya, Rubens.

-¿El Bosco?

-Ya sabía que me lo iba a preguntar.

-¿Recuerda usted alguna anécdota o episodio particular de aquellas visitas suyas al Museo del Prado?

-No. Pasaba allí muchísimas horas, pero no recuerdo nada en particular que merezca destacarse anecdóticamente. Ninguna novia inglesa me salió allí por entonces.

-Ayala, ¿por qué fue usted a estudiar en Alemania?

-Fui a Alemania porque en aquel tiempo la ida a Alemania era viaje casi obligatorio entre nosotros para todo el que quisiera hacer una carrera intelectual, académica. Este viaje equivalía a lo que en el Renacimiento había sido el viaje a Italia. Cuando yo fui a Alemania ese país estaba ya en las postrimerías por lo que se refiere a su prevalencia intelectual. No hace demasiado tiempo, al traducirse al alemán mi ensayo España a la fecha, me pidió el editor que escribiera un prólogo especial, y así lo hice. En ese prólogo, que es muy breve, explico lo que significaba Alemania para las generaciones anteriores a la mía y todavía para mi propia generación. Creo que la gente de mi edad fue el último grupo embarcado en ese viaje cultural. Para mí la experiencia alemana resultó muy importante no sólo porque aprendí el idioma, claro está, sino sobre todo porque a una edad relativamente temprana me enfrentó con un ambiente muy diferente del mío nativo, con una realidad social que, por efecto de la derrota del país en la primera guerra mundial, había llegado a un grado de disolución muy avanzado tal como solamente aquí en los Estados Unidos y en el resto del mundo, en España misma, se ha alcanzado ahora, medio siglo más tarde. Por ejemplo, la revolución sexual que ahora tanto se pondera y pregona, estaba por completo cumplida en la Alemania de aquellas fechas. Imagínese usted lo que sería para un joven español de la década del veinte entrar de golpe en un ambiente tan distinto. Existía una crisis completa de los valores sociales, algo muy semejante a lo que hoy está ocurriendo en Estados Unidos. Allí se había adelantado el proceso de desorganización social por efecto de la derrota. Aparte del choque espiritual que significaba respirar de pronto una atmósfera tan diferente, todo allí, el paisaje, las ciudades, la manera de ser de la gente, todo, era enteramente nuevo para mí. Estuve en Alemania cosa de un año o año y medio; no fue mucho el tiempo, pero la experiencia sí fue muy intensa y fecunda en lo que se refiere a mi formación personal.

-La huella que este tiempo pasado en Alemania dejaría seguramente en usted ¿está recogida en alguno de sus relatos?

-Sí; hay una pequeña historia que escribí muchos años después, «San Silvestre», donde a la distancia se recogen las impresiones juveniles de entonces. Inmediatamente después de regresar de Alemania escribí «Erika ante el invierno», mi última producción de estética vanguardista, en la que también está reflejada de alguna manera la impresión que Alemania causó en mí, una Alemania triste, desolada. Luego, tras la segunda catástrofe mundial, cuando regresé a Europa en 1951 y volví a visitar Alemania, me encontré con un país reconstruido; un país que había alcanzado una asombrosa prosperidad en contraste con el recuerdo de la Alemania que yo había conocido, a pesar de que todavía se podían ver las ruinas ocasionadas por la guerra. En Colonia una parte de la ciudad estaba aún en escombros; y, sin embargo, el cambio general era muy evidente e impresionante.

-¿Podría usted hablarnos de algún período o etapa de su vida que haya sido decisivo en su labor como escritor?

-No, yo creo que mi obra de escritor es una emanación, casi una secreción de mi personalidad, de mi manera de ser; por lo tanto no hay nada que me haya puesto a escribir; he dado expresión a ideas, a sentimientos, y eso desde niño; cuando era un chico de muy pocos años ya escribía algunas cositas.

-Le hago esta pregunta porque sospecho que la mayoría de los escritores españoles que a consecuencia de la guerra civil han vivido en el exilio, contestarían a mi pregunta anterior diciendo: sí, la guerra civil me llevó a escribir; o sí, la guerra civil fue un período que decisivamente influyó en mí...

-Y quizá no sólo los exiliados. La guerra civil fue en efecto una experiencia muy fuerte, capaz de imponer «una marca imborrable en quienes la hemos vivido. Pero con toda su importancia, no es de calidad distinta esa experiencia a cualquier otra de las que conforman la vida humana. Ante un acontecimiento de tan dramática proyección como la guerra civil española, un acontecimiento situado en el campo de la Historia Universal, es fácil sentir la tentación de explicar el destino personal de uno mediante el magno acontecimiento, ligando a él la propia vida. Pero en último análisis ese acontecimiento trascendental no opera sobre las existencias individuales de manera distinta a tantos otros de importancia quizá menor y aun mínima. Quiero decir que su influencia varía según las personalidades, afectándolas diversamente según el carácter particular de cada uno, su actitud frente al mundo, la edad en que los hechos le sorprendieron y el modo en que se vio envuelto en ellos, en fin, la totalidad de sus circunstancias, que establecen una perspectiva peculiar, nunca idéntica a la del prójimo. Hay escritores para quienes, en cuanto tales, la guerra no existió; la padecieron como hombres, pero en cuanto escritores le volvieron la espalda; mientras que otros concentraron en ella obsesivamente su actividad literaria ulterior. Fácil sería dar ejemplos de una u otra reacciones extremas.

-A usted le sorprendió el estallido de la guerra civil en Sudamérica, ¿no es cierto?; regresó a España y cuando terminó la guerra es que decidió salir...

-En efecto, cuando estalló el conflicto español yo estaba dando conferencias en Buenos Aires. En realidad, las conferencias eran un pretexto para conocer Sudamérica; ir a Chile, que es la tierra natal de mi mujer, deseosa de visitar a su familia. Estábamos, pues, en Buenos Aires, ella, nuestra hija pequeñita y yo, cuando se produjo el movimiento subversivo. En aquellos momentos nadie hubiera pensado que el conflicto se prolongaría tanto, transformado en guerra civil; y desde luego, sin la intervención de las potencias del eje Roma-Berlín aquello se hubiera resuelto en días. Vista la evolución de los acontecimientos, regresé a España, como era mi deber de ciudadano y de funcionario público. La guerra forzaba a una opción, y me sentí obligado a mostrar cuál era el bando en que me situaba, pues no me parecía digno inhibirme... Terminada la guerra con el aplastamiento de la República, volvimos a América para establecernos en Argentina. De los países que yo conocía en este continente era ése el que me parecía ofrecer condiciones más favorables para un escritor español exiliado. Nos instalamos, pues, en Buenos Aires, y allí he vivido durante diez años.

-¿Con qué escritores o personalidades de la vida intelectual argentina tuvo usted mayor contactó durante el tiempo que vivió en Buenos Aires?

-Prácticamente, con todo el mundo literario estuve en relación. El ambiente era muy receptivo, muy acogedor, y tendría que llenar páginas y páginas si hubiera de consignar mis recuerdos y experiencias de esa etapa de mi vida (quizá todavía lo haga alguna vez). Pero usted me pregunta por las personas con quienes tuve mayor contacto, y voy a señalar algunas.

La primera vez que llegué a Buenos Aires, como conferenciante, no todavía como emigrado, fue a verme en el hotel Jorge Luis Borges, con cuya hermana, Norah, manteníamos en Madrid frecuente y afectuoso trato, como seguiríamos teniéndolo más tarde, en Argentina, pasada la guerra. Pues bien, desde aquella primera conversación con Borges surgió entre nosotros una amistad que hasta hoy ha continuado y que para mí es muy valiosa. Hace poco me recordaba Rodríguez Monegal que fue precisamente estando con Borges (quizá en uno de los cafés donde solíamos charlar, o acaso paseando por la calle) cuando él, Monegal digo, y yo nos encontramos por vez primera.

Otro de mis mejores amigos fue, y lo sigue siendo, Eduardo Mallea, quien tuvo la generosidad de ofrecerme colaboración en el suplemento dominical de La Nación, que él dirigía por entonces, cuando llegué a Buenos Aires de nuevo, y esa vez como exiliado político. Dado el carácter meticuloso de Eduardo, siempre rodeado de cautelas, esto significaba un acto arriesgado por parte suya, pues el periódico había sido muy beligerante a favor de Franco, había hecho campañas enconadas y malignas contra la maltrecha República española, y el insertar ahora en el suplemento literario colaboraciones mías que, con frecuencia, no eran ociosa literatura sino que iban fuertemente cargadas de pensamiento político (ahí están, reproducidas en mis libros) era exponerse, cuando menos, a un disgusto, a algún gesto de desaprobación. Yo supe apreciar lo que, por amistad y estimación, hizo Mallea, y he correspondido siempre a esos sentimientos suyos.

Por supuesto, enseguida me incorporé al grupo de la revista Sur, y frecuenté el ambiente de Victoria Ocampo. Francisco Romero fue para mí un amigo de conmovedora cordialidad. Pedro Henríquez Ureña es una figura que el recuerdo venera. Pero ¿cómo extenderme? No acabaría nunca. Acuden en tropel tantos nombres: Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, Luis M. Baudizzone, José Luis Romero... He de hacer una mención especial de Murena, mucho mas joven, a quien conocí después de residir en Argentina varios años, pero con quien, en adelante, he tenido una vinculación afectiva muy profunda. La noticia de su muerte me afectó muchísimo. Era una persona de calidad excepcional.

-Ya que ha mencionado la revista Sur, ¿no fundó también usted en Buenos Aires una revista?

-Si, en efecto. Esa fue una iniciativa que tuvimos con Mallea, Romero y otros amigos. En verdad, fui yo quien llevó a cabo la creación de la revista, aunque no quise, por más que me insistieron, aparecer como director, pues no siendo argentino hubiera tenido que afrontar los enojos que el resentimiento ocasiona, siempre en esas posiciones, ofreciéndome como fácil blanco de objeciones nacionalistas. Lo mismo ocurrió años después, cuando en Puerto Rico fundé La Torre. Tampoco quise aparecer como director, aunque de hecho lo era. Esas pequeñeces de la vanidad literaria y de las pretensiones frustradas por la propia impotencia, que en la vida intelectual son tan ridículas, resultan desde luego previsibles, y por lo demás inevitables. Es el inconveniente que hay que afrontar si quiere hacerse algo en ese terreno. De hecho, las dos revistas fundadas por mí tuvieron una calidad que las hace memorables.

-¿Qué orientación tuvo la revista Realidad, que así se titulaba la que usted fundó en Buenos Aires?

-Se titulaba Realidad, y ello da una indicación acerca de lo que se proponía ser: una aproximación directa a los hechos. Pero quisimos corregir la impresión que pudiera dar ese título de una excesiva atención a lo actual, corrigiéndolo con el subtítulo: Revista de ideas, para indicar que éstas no son en modo alguno ajenas a la «realidad». Yo había concebido la publicación como integrada por ensayos y estudios del más alto nivel intelectual posible, por autores de todos los países. La literatura había de figurar en sus páginas como objeto de atención crítica, pero no publicaríamos obras de creación. Confieso que con este criterio pensaba eliminar para Lorenzo Luzuriaga y para mí, que éramos quienes hacíamos cada número, el tipo de fastidios a que aludía antes. Para empezar, en prosa discursiva es más difícil armar una construcción de sandeces que dando suelta a la libre fantasía «creadora»; y contra las bobadas en poesía o relato ficticio no hay manera de convencer al autor. Por eso yo quería atenerme al criterio de cerrar la puerta a todo lo que no fueran escritos discursivos. Sin embargo, varios de los miembros del consejo de redacción tuvieron empeño en que se diese entrada a escritos de ficción; Mallea insistía una vez y otra en ello, hasta que por fin tuve que ceder, y salieron un par de relatos: uno de él y otro mío -bajo mi expresa protesta.

-¿Considera usted que su larga permanencia en Buenos Aires influyó sobre el camino seguido por su creación novelística?

-Seguramente que influyó. Todo lo que es circunstancia vital influye en la creación novelística de un modo o de otro. Para mí la permanencia en Buenos Aires fue muy fecunda y agradable, quizá porque se extiende a un trecho muy importante de mi trayectoria vital, pues llegué a instalarme allí cuando tenía treinta y dos o treinta y tres años. La primera vez que fui a Buenos Aires antes de que comenzara la guerra civil, estaba yo en mis treinta años. Después de la guerra permanecí en Argentina hasta 1950, de modo que como usted ve el tiempo que pasé en Buenos Aires es una parte muy importante de mi vida. El ambiente me resultó siempre grato, la ciudad me gusta y me atrae... Es cierto que me gustan y me atraen todos los sitios donde he vivido, pero Buenos Aires de un modo muy particular. Allí he entablado grandes amistades, relaciones muy permanentes.

-¿Estuvo usted en el Brasil durante el año 1945, no es cierto?

-Sí, todo el año 1945 lo pasamos en el Brasil.

-¿Dónde en el Brasil?

-En Río de Janeiro.

-¿No fue en Río donde escribió usted su Tratado de Sociología?

-Efectivamente así fue.

-Como escritor exiliado ¿cuáles fueron las mayores dificultades que usted encontró al volver al campo de la narrativa?

-Como escritor exiliado, ninguna; las internas de la creación, pero no dificultades ambientales. Para empezar yo nunca he escrito pensando en el efecto inmediato, en el sitio donde se va a publicar; he escrito pensando en el lector ideal.

-¿Por qué decidió usted salir con su familia de la Argentina?

-Porque llegó un momento en que la atmósfera vulgar y vocinglera del peronismo me daba náusea. Personalmente no tuve ningún inconveniente ni me afectó para nada, pero deseaba desintoxicarme y organicé una gira de conferencias cuya primera etapa sería Puerto Rico, donde me invitaron a dictar un curso de sociología en la Universidad. Enseñaban en ella algunos antiguos amigos míos, entre ellos José Medina Echavarría, y el ambiente que encontré allí me gustó. A mi vez, debí de caer bien entre aquella gente, pues el rector me propuso quedarme en la Universidad de un modo permanente. Hice, pues, los arreglos necesarios y allá nos instalamos a partir de 1950.

-¿Cuál fue su trabajo en relación con la Universidad de Puerto Rico durante esos años y qué labor de tipo intelectual efectuó usted en la isla?

-Cuando decidí, ya de acuerdo con el rector Benítez, quedarme en Puerto Rico, mi labor consistió en reorganizar los cursos básicos de Ciencias Sociales, dictando las conferencias que luego habrían de explicar en secciones pequeñas los profesores ayudantes, unos doce poco más o menos. El resultado de aquella primera serie de lecciones fue mi libro Introducción a las Ciencias Sociales, que publicó y sigue editando Aguilar. Luego me propuso Benítez que me hiciera cargo de la Editorial Universitaria para llevar a cabo un programa de publicaciones que él deseaba cumplir en cooperación con la Revista de Occidente. En efecto, se hicieron muchas ediciones excelentes, una empresa de gran alcance cultural, con textos clásicos en traducciones fidedignas y bien anotadas: El Fausto de Goethe, La Ilíada, Los Lusiadas, qué sé yo... Un catálogo muy respetable. Y se fundó la revista La Torre. Al mismo tiempo, pude escribir bastantes de mis propias obras, tanto de ensayo crítico como de imaginación. Fue una etapa de mucha actividad en mi vida, quizá para contradecir los supuestos efectos enervantes del trópico.

-¿Podría usted mencionar de estos años algunos otros escritores amigos, no sólo argentinos, con los cuales se mantuvo en contacto?

-Conocí y traté algo -no tanto como hubiera querido- a Alfonso Reyes; mucho, a Gabriela Mistral; bastante a Félix Lizaso, Francisco Ichazo, Jorge Mañach y Juan Marinello; a Miguel Ángel Asturias y a Pablo Neruda; en Brasil, a Cecilia Meireles, Manuel Bandeira, Gilberto Freyre, Drummond de Andrade... A muchos otros.

-¿Cuándo decidió usted ya en Puerto Rico venir a los Estados Unidos y por qué a Nueva York?

-No fue un traslado resuelto, como cuando dejé Argentina. Primero fui invitado a enseñar un semestre en Princeton University como profesor visitante, y fue esa mi primera experiencia docente en este país. Poco más adelante, me invitaron de nuevo, y volví a Princeton. Estando allí, me ofrecieron un contrato en Rutgers, la Universidad del estado de Nueva Jersey; y al año siguiente José María Ferrater Mora, que era profesor de Filosofía en Bryn Mawr College, gestionó que me hiciera yo cargo del departamento de español en su Universidad, donde fui profesor por varios años, pasando después a New York University, a la Universidad de Chicago y, por fin, a la City University of New York.

-Como profesor en este país ¿qué cursos ha enseñado usted? ¿Siente preferencia por algún período o autor especiales?

-En este país, usted lo sabe, la gente se especializa en un determinado período, a veces en un autor, y nadie tiene empacho en declararse ignorante del resto; más aún, hay como un alarde orgulloso de esa ignorancia. A mí me parece que eso es una aberración. Con todos los defectos de nuestra enseñanza de la literatura, España y en los países hispánicos se procura adquirir una preparación amplia como base para ir luego a une especialización en determinado campo, de modo que cualquier profesor está en condiciones de preparar un curso para iniciar a sus estudiantes en cualquier área de la literatura. Yo no sé cómo estarán ahora las cosas en España, o en ningún otro país, pero no me parece probable que ocurra, como aquí ocurre a veces, que se doctora uno en literatura española sin haber leído el Quijote (porque su especialidad es, digamos Juan Goytisolo), y sin que le suene el nombre de San Juan de la Cruz. Parecerá esto exageración, pero usted Rosario, que conoce la realidad universitaria norteamericana, sabe que no lo es... Bueno, todo esto lo digo para contestar a su pregunta sobre qué cursos he enseñado yo. Aunque ello me haga incurrir en desprestigio y sospecha, debo confesar que he enseñado cursos sobre el Renacimiento, La Celestina, la novela picaresca, el teatro de los siglos de oro, Cervantes, Quevedo, Gracián, Galdós, la novela hispanoamericana de la segunda mitad del siglo actual, la española del 98... En cuanto a mis preferencias, es claro que van en dirección a aquello con lo que siento afinidad. Aunque he explicado cursos sobre poesía, prefiero dedicarme a enseñar la prosa narrativa.

-Para muchos españoles que se expatriaron a raíz de la guerra civil la profesión de la enseñanza fue un socorrido modus vivendi, un recurso de emergencia. ¿Cuándo inició usted su carrera como profesor, en América, o antes ya, en España?

-La verdad es que cuando yo empecé mis estudios universitarios en Madrid, emprendí simultáneamente la carrera de Filosofía y Letras y la de Derecho, cuyo primer año era común por entonces a ambas. Pensaba haber seguido adelante las dos carreras; pero era un momento de dificultades económicas tremendas para mi familia y mi padre me hizo una reflexión de tipo práctico que yo acepté y seguí. Me recordó que con la carrera de Filosofía y Letras no tendría más que dos salidas profesionales, la de catedrático o la de archivero, mientras que la carrera de Derecho me abría también la posibilidad de ser catedrático, y además la de funcionario en muchos cuerpos o actividades oficiales, aparte la profesión libre de abogado. Yo seguí, pues, la carrera de Derecho aplicando mi mayor atención a las asignaturas que tenían contenido filosófico e histórico, Derecho Romano, Filosofía del Derecho, Derecho Natural y Derecho Político, en que finalmente me especialicé. El Derecho Político tal como lo estudiábamos nosotros entonces, equivalía a lo que generalmente se denomina Ciencia Política. Recuerdo muy bien que justo al terminar la carrera tuve que hacer una decisión importante en mi vida. Uno de mis profesores, don Nicolás Pérez Serrano, me propuso entrar como abogado en la Tabacalera (el monopolio oficial de tabacos), en cuya oficina jurídica tenía él vara alta. Lo que me ofrecía era, sin duda, una perspectiva social y económica brillantísima, pues implicaba alcanzar posición eminente en pocos años. Cosa tentadora para un joven licenciado que, en aquellos momentos, no tenía donde caerse muerto. Sin embargo, y después de haberlo pensado bien, decliné el ofrecimiento, y me atuve a las pequeñísimas cantidades que por entonces empezaba a ganar en la Universidad, mientras me preparaba para ser profesor. Sabía yo muy bien que aceptar aquella posición hubiera exigido meterme de cabeza en el ejercicio de la profesión abogadil, renunciando -¿para qué engañarse?- al cultivo de las letras en que ya me había iniciado. Le diré a usted que, con todo, no fue esa la primera vez que renuncié a la prosperidad económica, pues cuando mi familia, en sus altibajos, o mejor, despeñadero económico, se trasladó de Granada a Madrid, mi padrino, un tío de mi padre, don Pedro Arroyo, hombre inmensamente rico que había perdido a su único hijo varón, nos propuso -aunque tenía dos hijas- que me incorporase a su familia para participar en la herencia. Mis padres me dejaron en libertad de decidir, haciéndome ver las ventajas que se me prometían, pero resolví irme con ellos a Madrid y correr su suerte, es decir, la mía propia. A estas alturas de la vida sigo creyendo que, en ambas ocasiones, mi decisión fue acertada. En fin, seguí la carrera de profesor universitario; fui primero profesor auxiliar en Madrid, y en 1924 hice oposiciones y gané una cátedra titular, cuando ya había adquirido también una plaza de oficial letrado en el Congreso de los Diputados. De este modo tuve holgura para cumplir, al mismo tiempo, mi vocación de escritor conforme las circunstancias cambiantes me lo fueron permitiendo. Luego, enseguida, la guerra civil hizo vanos en un momento mis esfuerzos ya logrados por situarme adecuadamente dentro de la sociedad española.

-Usted no se considera un escritor profesional; ahora nos dice que sobre todo se ha dedicado a la enseñanza; ¿debo entender que a usted le gusta enseñar?, ¿le atrae verdaderamente esa profesión?

-Sí; en ella he encontrado una especie de compromiso entre los intereses de quien se siente atraído por cuestiones intelectuales, y sobre todo cuestiones literarias, poéticas, y la necesidad de tener una conexión práctica, económicamente productiva, con la realidad del mundo, porque la actividad docente versa sobre objetos congeniales para un escritor. Recuerdo una frase que solía repetir Pedro Salinas, admirándose de que esta profesión -la suya de catedrático- fuera tan increíble; le pagan a uno -decía- por hablar de aquellas cosas que le gustan a uno y de las que hablaría en todo caso. La frase es una especie de boutade, no hay duda, pero tiene mucho de exacta; es verdad que a veces debe uno enseñar materias que no le son demasiada simpáticas y a estudiantes que sienten escaso interés por ellas o por nada semejante; y entonces se hace penoso el trabajo, porque queda al descubierto el hecho real, con frecuencia olvidado, de que uno está trabajando, es decir, haciendo un esfuerzo para ganarse el pan; pero esto de todas maneras, no es lo más frecuente, pues suele uno encontrar estudiantes interesados y materias afines al propio gusto, de modo que el funcionario docente actúa en una zona de experimentación y de intercambio de ideas tal vez muy productiva para el escritor. A mí como escritor me ha sido útil la relación pedagógica, la relación con mis estudiantes.

-Ha enseñado usted entonces en España, en Hispanoamérica y también en los Estados Unidos. ¿Cómo han sido en general sus relaciones con los estudiantes?

-En general han sido buenas. Es ya una larguísima experiencia y puedo decir que en general han sido bastante buenas, sin ninguna dificultad seria y con muy positivos contactos. En Madrid, durante aquellos años de la República anteriores a la guerra civil cuando había tanta tensión política, recuerdo un intento de chantaje por parte de un estudiante a quien yo di mala nota, y pretendió achacarlo a motivos ideológicos; pero resistí el chantaje, y no pasó nada; un incidente minúsculo, después del cual no recuerdo, sin embargo, nada semejante en todo el resto de mi prolongada carrera docente.

-Se ha conversado mucho en los últimos años de la posible sustitución del libro por otros medios audiovisuales, ¿qué opina usted sobre esto?

-Me parece que es una posibilidad muy real. El libro en sí mismo no es más que un recurso técnico, una técnica. Ya hubo una revolución enorme al pasarse del libro manuscrito al libro impreso, ¿por qué vamos a limitarnos hoy al libro impreso y no usar otros recursos que con tanta abundancia y riqueza nos ha puesto a la disposición el avance tecnológico? Inclusive yo diría que los recursos técnicos ofrecen estímulos para la creación, de modo que en principio no me opongo a la idea de que lo que se entiende por literatura sea transmitido por medio de otros recursos que no son exactamente literarios.

-En las demás artes, incluso la pintura, su participación es como receptor, mientras que, en cambio, dentro del campo literario, es usted un productor, un creador. ¿Cuáles son los libros que lee usted actualmente?

-Podría decirle de mis lecturas actuales lo mismo que le he dicho acerca de la música que oigo. Leo de todo. Procuro estar al tanto de las novedades del día, conocer y apreciar lo contemporáneo, pero vuelvo siempre a la lectura de los clásicos. Me gusta sobre todo releer obras que había conocido hace mucho tiempo, en otra etapa de mi vida y bajo otras condiciones, pues ello me depara sorpresas maravillosas. ¿Es que había leído antes en un estado de distracción? ¿O es que, como lector, colaboro demasiado con los autores y los moldeo a mi propia imaginación, que a su vez cambia con las circunstancias?... La principal diferencia entre el lector que fui y el que ahora soy está quizá en que el apetito de lecturas se hace con los años más selectivo. Cuando uno es joven tiene un apetito -y un estómago- de avestruz: todo lo ingiere, todo lo digiere, y todo lo aprovecha de una manera u otra. En la vejez, piensa uno si vale la pena leer lo que, desde el primer vistazo, ya sabe que no le va añadir cosa alguna. Por eso prefiero a ratos no hacer nada, cavilar, pasear, u oír música, antes que emplear mi tiempo en lecturas vanas. Muchas obras y ciertos autores -por ejemplo, Baroja- que en mi adolescencia me atraían con pasión, hoy me resultan insoportables.

-Será que sus gustos han variado...

-No, lo que ha variado es la función de la lectura en mi formación íntima, y con ello, mi actitud frente a la operación de leer.

-Ayala, usted viaja con mucha frecuencia. ¿Qué medios prefiere para hacer sus viajes?

-Casi siempre viajo en avión. Es el medio que, al acortar las distancias, abrevia la fatiga del viaje. El último viaje marítimo que hice fue en el año 1951; desde entonces no he vuelto a viajar en barco.

-En el año 1951 hizo usted su primera visita a Europa después de la guerra, y ya desde Estados Unidos...

-Sí, fuimos en barco hasta el norte de Francia. Después, ya siempre en avión. También he viajado mucho en automóvil y bastante menos, en tren.

-Viajando tanto, habiendo vivido en sitios tan diversos y visitado muy distintos países, ¿cómo se siente al vivir en Estados Unidos?

-Perfectamente bien. Para mucha gente, la situación social, de veras peligrosa, a que este país ha llegado, lo hace invivible, o por lo menos indeseable. Pero yo encuentro que los azares que aquí amenazan no son tan distintos a los que hacen incómodo el planeta hoy en todos los países; y no tenemos por el momento otro planeta donde refugiarnos, ¿verdad?

-Su hija es profesora en una universidad norteamericana, y su nieta ha nacido aquí... ¿Habla Juliet los dos idiomas?

-Sí, claro; aunque su léxico es más rico y su dicción más flexible en inglés que en español. Es natural que así sea. De todos modos, como ha pasado alguna que otra temporada con su madre en Puerto Rico, y todos los veranos desde que nació ha pasado algún tiempo en España, donde también tuvo por dos veces ocasión de asistir a la escuela, de hecho resulta ser bilingüe.

-Ayala, ¿qué opina sobre la vida literaria en este país, Estados Unidos?

-¿Existe una vida literaria en este país?

-Pues, ¡no sé!; por eso le pregunto...

-Creo que no. Existen grupitos, pero todo eso no tiene consistencia ni adquiere la entidad de una república literaria. Lo que se dice una vida literaria no existe realmente.

-Le hacía esta pregunta porque siempre ha llamado mi atención que el «Book review» del New York Times, que después de todo es el periódico más prestigioso de este país, publique unas críticas literarias tan dispares, y a veces tan vacías y hasta contradictorias...

-Efectivamente como usted dice; dispares, y algo más: disparatadas.

-¿Qué opina usted sobre el movimiento internacional en favor de los derechos de la mujer?

-Ese movimiento, según suele ser el caso con todos los movimientos multitudinarios en esta sociedad desorbitada en que vivimos, ha traído excesos, insensateces, proclamaciones y programas absurdos, y ha desarrollado posiciones inconciliables en su seno; pero en lo fundamental, ¿cómo no voy a estar de acuerdo con sus postulados? El sistema legal respondía a unos supuestos hace largo tiempo desaparecidos de la conciencia pública, y estaba en gran parte derogado por la práctica. Según los códigos, una mujer casada, o un menor de edad, no podrían por sí mismos tomar el autobús (esto es, celebrar un contrato de transporte) o comprar una coca-cola en la esquina (contrato de compraventa). Con la atomización social, la disolución de la familia, la caída de las restricciones sexuales, la participación de las mujeres en todas las profesiones y actividades, su incorporación a los ejércitos, etc., el movimiento de liberación femenina sólo pide lo obvio, aquello que, aun sin pedirlo, está trayendo por sí mismo el desarrollo social.

-Dentro del campo de la literatura de lengua española ¿qué géneros cree usted que han logrado mejor y mayor desarrollo y qué piensa usted en relación con el futuro inmediato?

-Hoy en día se destacan la narración y la poesía lírica; en cuanto a los próximos años ¿quién sabe?, es difícil decir nada.

-En cuanto a la narración, ¿podría usted mencionar a los novelistas españoles que considera sobresalientes?

-Es siempre cuestión espinosa la de echar a voleo unas cuantas valoraciones superficiales, y siempre se incurre al hacerlo en el riesgo de omisiones injustas y de apreciaciones casuales. ¿De qué vale repetir una vez más los nombres establecidos: -Cela, Delibes- o los títulos que acuden enseguida a las mientes: El Jarama, Tiempo de Silencio? ¿O bien mencionar autores que han publicado libros de calidad sobresaliente, como Torrente Ballester con su Saga/fuga o Caballero Bonald con su Ágata?

-¿Y en cuanto al famoso boom de la novela hispanoamericana?

-Creo que fue un fenómeno importante e interesante desde el ángulo de la sociología de la literatura, al atraer la atención universal hacia unos escritores que, por el hecho de escribir en español, hubieran sido ignorados a no surgir la particular coyuntura que produjo el boom. No es cuestión de analizar aquí el fenómeno; pero a primera vista puede relacionarse con el crecimiento económico del mundo occidental y la consiguiente curiosidad hacia lo marginal para lo que en circunstancias más apretadas no había holgura, estimulada además por la boga izquierdista que suscitó la revolución cubana de Castro en desafío contra los Estados Unidos. Aunque los escritores del boom han usado de la palanca de propaganda política con más discreción que los afiliados abiertamente al comunismo, no hay duda que alcanzaron una fama suplementaria para su nombre y obras mediante este recurso. Pero lo que importa es la calidad de esas obras, que en general es muy alta, aunque desigual de un caso para otro. Dentro del grupo englobado en esa propaganda hay escritores de primera categoría, otros menos buenos a mi entender, y algunos que en modo alguno estimo valiosos o significativos; pero, claro está, no he de mencionar nombres.

-¿Cómo ve usted el panorama de la literatura en Hispanoamérica hoy, si se lo compara con el de hace veinte o treinta años?

-Creo que estamos en un momento de gran productividad. Se están publicando obras excelentes. Ahora bien, la comparación con momentos anteriores requeriría ponerse a pensarlo despacio. Sí hay que afirmar (porque hay gente que, con la idea errónea de que a la literatura puede aplicársele el concepto de progreso, piensa que las obras más recientes son, por serlo, superiores a las del pasado), hay que afirmar, digo, que a partir del modernismo la producción literaria en los países americanos de lengua española ha sido, en conjunto, de una calidad muy subida. En los momentos actuales, la narración y la poesía (o la poesía y la narración) van a la cabeza.

-¿Y el teatro?

-El teatro no me parece que haya dado hasta ahora nada digno de particular ponderación.

-¿Y en la Península? He notado que en los últimos años se han llevado a la escena obras de autores pertenecientes a la época de preguerra, como las de García Lorca. O bien, las de Valle-Inclán, que apenas si se habían representado antes. ¿Cuál es en realidad la situación del género dramático en España?

-Yo no quisiera dar un juicio demasiado perentorio, pero me parece que, por causas no difíciles de discernir, el teatro es hoy en España más una aspiración que una realidad. Las obras dramáticas necesitan el contacto con el público vivo para producirse, y antes de ahora eso no había sido posible, dados los inconvenientes opuestos por el régimen absolutamente restrictivo a que el país estuvo sometido durante tan largos años. Las obras de García Lorca no dejaron de representarse en Hispanoamérica, pero sólo en años recientes volvieron al escenario en España misma. En cuanto al surgimiento de Valle-Inclán, es cosa digna de admiración, y en verdad auspiciosa, porque en vida bien hubiera querido él, pero el ambiente teatral, empresas y público, no permitió que sus obras fuesen puestas en escena. El desarrollo de la sociedad española parece haber creado, junto al público mediocre que siempre ha existido y siempre existirá, otro público con apetitos y sensibilidades más refinados. Por eso decía que es auspiciosa la presencia de su nombre en la cartelera teatral, y que el teatro es en España hoy una aspiración, acaso una realidad incipiente, por lo que a nuevos autores se refiere, tanto como a nuevos grupos o compañías.

-Para comodidad del crítico o del estudioso es costumbre situar a cada escritor dentro de un determinado grupo generacional. A partir de la generación del 98, y a veces, también, retrospectivamente, se supone que tales casilleros deben comprender y definir la posición de los escritores. Pero a usted resulta difícil asignarle a uno de esos grupos; es casi imposible ubicarlo generacionalmente. Dos de sus libros juveniles pertenecen a la vanguardia; pero después de la guerra, sus obras narrativas asumen la actitud grave de un período que suele caracterizarse con el más bien vago rótulo de existencialismo... ¿A qué generación literaria se considera usted mismo perteneciente?

-Tiene usted razón al decir que no encajo bien dentro de ningún grupo generacional. No olvidemos que esas divisiones, como todas las categorías de su tipo, son expedientes cómodos, y a veces muy útiles, para facilitar el conocimiento de la variada realidad; pero tampoco es legítimo forzar ésta para hacerla entrar, quieras que no, en los casilleros establecidos. En mi caso, la dificultad dimana de que yo era demasiado joven para pertenecer a la llamada generación del 27, a cuyas actividades y actitudes me incorporé como prosista. Pero tampoco puede asignárseme a la generación surgida tras de la guerra. Escapo, pues, de la red generacional, como de tantas otras.

-También parece usted escapar de la clasificación nacionalista, pues se ha planteado a veces la cuestión de si, en vista de su larga residencia en Hispanoamérica y de haber ejercido en este continente una parte principal de su actividad de publicista, debe tenérsele a usted por un escritor español o hispanoamericano.

-Cuestión absurda. Quien tenga un mediano conocimiento de mis posiciones frente al mundo de la cultura, de la política y de las nacionalidades se dará cuenta enseguida de por qué califico de absurda la cuestión. Mi concepción de la literatura la elimina de raíz. ¿Qué es ser español? Yo no lo sé, ni he encontrado todavía nadie que me lo explique satisfactoriamente.

-Usted ha afirmado alguna vez que la patria de la literatura es el idioma. Su posición frente al lenguaje es abierta, liberal...

-Como frente a todo, ¿no?

-Bien; quiero decir que no se aferra a las particularidades locales, y en esto su actitud contrasta con la de otros escritores que han estado también por muchos años en la emigración, escribiendo fuera de la Península, y que han hecho un visible esfuerzo por mantenerse estrechamente apegados a moldes lingüísticos peninsulares.

-Moldes lingüísticos que, a lo mejor, con los años se han roto y han desaparecido del uso en España misma. Algunos, incluso, han llevado ese esfuerzo hasta el extremo de «inventar» un casticismo idiomático. Y esto ya resulta estupendo; esto ya es creativo, pues lo que, cada escritor aporta es precisamente su propia invención idiomática, lo que constituye su estilo personal. Sobre una teoría falsa (o que a mí me lo parece), puede construirse una expresión personal auténtica.

-¿En cuál de los países de lengua española ha tenido mayor difusión su obra literaria? Usted ha vivido en varios...

-La difusión de una obra literaria depende, ante todo, del aparato distribuidor de las casas editoriales, de su habilidad comercializadora, y ésta es diversa según las empresas. Mis libros están publicados por casas distintas, y esto influye sin duda en su circulación. Pero hay también otros factores en juego. La presencia de un escritor en un determinado país puede contribuir a que sus libros se vendan, sobre todo si su firma es conocida de los lectores a través de los periódicos diarios, o de la radio y televisión. Los países hispánicos donde entiendo que mis obras son más ampliamente conocidas, por esa circunstancia y también, sin duda, por la densidad cultural de sus clases medias, han de serlo España y la Argentina.




ArribaAbajoLa vuelta del exilio

-Ya que hemos hablado de sus viajes de Buenos Aires a Puerto Rico y luego a los Estados Unidos, ¿cuándo regresó usted por primera vez a España después de la guerra civil y qué le decidió a regresar?

-Como podrá imaginarse, desde el comienzo mismo de mi exilio había seguido con bastante atención el desarrollo de la situación española, en la medida en que desde afuera ello era posible, convencido de que, por mucho que se lo proponga, ningún gobierno puede congelar el cuerpo social e impedir su evolución. Veinte años hubieron de pasar, sin embargo, antes de que pudiera resolverme a regresar sin temor a humillaciones. Pero el régimen se había visto forzado por las circunstancias a un comienzo de apertura, mediante la ineludible liberalización económica, y en la década de los sesenta me animé, por fin, a visitar España. Ya un poco antes había estado mi hija, nacida en Madrid, conociendo su país natal. Yo volví a él dispuesto a observar, a tomar el pulso a la realidad, y sin entablar otros contactos que los de orden estrictamente privado y familiar. Y eso me permitió evitar cierto tipo de errores a que otras personas han sucumbido en circunstancias análogas a las mías.

-¿Cuál fue su impresión ante la España de 1960?

-La impresión fue la de hallarme en un país bastante diferente de lo que había dejado.

-A su regreso ¿qué llamó más su atención?

-La actitud de la gente. Encontré que la gente estaba amargadísima, silenciosa, taciturna y con un espíritu muy retorcido.

-A propósito de sus impresiones al regresar pienso en el efecto producido por semejante experiencia, su re-encuentro con España, en un compañero de su generación que ha muerto, Max Aub, cuyo libro, La gallina ciega, suscitó un comentario escrito de usted.

-Max Aub había preservado la imagen de una España vista, vivida y soñada, de una España deseada durante el tiempo de la República y de la guerra, como una especie de ideal al que contrapondría la realidad con la que iba a encontrarse. Piense que esta realidad no era ya la de los años sesenta, como en mi caso, sino la de los setenta. La gallina ciega recoge su confrontación polémica, a partir de aquella España idealizada, con la que ahora tenía ante los ojos, y que había sido configurada por fuerzas históricas, por corrientes económicas, que nadie es capaz de dominar. El florecimiento de Europa tras de la segunda guerra mundial refluyó inevitablemente sobre España (y digo «inevitablemente», porque bien hubieran querido evitarlo los guardianes del régimen), y Max vino a encontrarse con un país mucho más adelantado en cuanto a desarrollo industrial que lo estaba en el tiempo de su juventud, pleno empleo y con un nivel de vida considerablemente elevado. Igual que el alcalde socialista de Mijas, con cuyo caso comparo el de Max Aub en mi comentario, veía y no podía creer que el programa de reforma social se hubiera cumplido sin ideología y sin intención, como un resultado casi mecánico del reflujo económico europeo. Un hecho sorprendente e increíble. Ambos reflejan su incómodo desconcierto, y su desilusión frente a las actitudes sicológicas de la juventud que, claro está, corresponden a sus propias vivencias, y no las previsiones ideológicas de quienes habían vivido una fase histórica bien distinta.

-Cuando usted regresa a España después de la guerra, ¿visita solamente Madrid o va también a otros lugares?

-Fuimos primero a Madrid, y después visité varias partes de España; bajamos a Andalucía y conocí Sevilla, que no la conocía de antes; estuve también en Granada. Fue un viaje en el que volví a entrar en contacto con algunos amigos antiguos y con otros nuevos, escritores con quienes había entablado comunicación por correspondencia; pero ello, como decía, en una forma totalmente discreta, es decir, sin asomarme para nada a la publicidad.

-Si no me equivoco, usted no había estado en Granada desde que era muy muchacho...

-En efecto, desde que salí de allí a los dieciséis años, nunca más había vuelto. Podrá imaginarse con qué expectativa me acerqué de nuevo a mi ciudad natal, al cabo de toda una vida. Viajábamos en automóvil desde Francia, y mi mujer, que nunca había estado en el sur de España, se sorprendía de que, llegados a mi ciudad natal, reconociera yo todos los lugares e identificara cada cosa. Lo cierto es que todo estaba igual que medio siglo antes. Sentimentalmente, esto era para mí un encanto: volver a hallarlo todo tal cual lo había dejado; pero racionalmente, ello significaba una inmovilidad terrible.

-¿No había habido cambios? ¿No había llegado a Granada todavía el desarrollo económico?...

-Entonces, todavía no. Pocos cambios noté en aquella primera visita. En la Alhambra, una finca hermosa que era propiedad de un extraño señor belga, y que se mantenía cerrada en vida suya, pasó a su muerte, por legado, a ser propiedad municipal, y había sido abierta al público como parque, desde el que se divisaba la ciudad y la vega, tan hermosa. (Ahora, esa vista está estropeada por feas urbanizaciones más allá del Genil; pues de entonces acá, sí, el progreso económico ha alcanzado a Granada.) En el centro de la ciudad, habían derribado el barrio de la prostitución, una especie de ghetto al que llamaban «la manigua» no sé por qué (tal vez, se me ocurre, le darían ese nombre en la época en que se viera invadido aquello por los soldados repatriados de Cuba); lo habían demolido, reconstruido e higienizado, y ya no era un lugar prohibido para el tránsito de las personas decentes.

-¿Con qué frecuencia visita usted ahora España?

-Mientras estuve enseñando iba todos los años durante el verano, y desde que me jubilé como profesor, divido mi tiempo entre Nueva York y Madrid. En la actualidad paso en España largas temporadas.

-¿Se queda siempre en su piso de Madrid?

-Cuando estoy en España, sí, la mayor parte del tiempo la paso en Madrid, pero desplazándome con bastante frecuencia a otras ciudades con ocasión casi siempre de conferencias u otros actos culturales.

-Hablamos de su regreso a España en la década del sesenta pero desearía ampliar mi pregunta. ¿Qué podría decirnos de su reencuentro con Europa después de la segunda guerra mundial y tantos años de vida americana?

-Mi gran descubrimiento fue Italia. Yo conocía bastante bien Francia y Alemania; había pasado una larga temporada en Checoslovaquia. Pero a Italia no había ido nunca, quizá a causa del fascismo, que me echaba atrás, quizá por falta de ocasión o estímulo suficiente. Así, el año 1951 fui con mi familia a Europa y, después de unas cuantas semanas en París, emprendimos el camino hacia el Sur y entramos en Italia. No podría ponderar lo que esa toma de contacto significó para mí. Habría que hablar y hablar sin término para dar una idea aproximada. Mi impresión, si quiero resumirla en una sola frase, es la de encontrarme allí con una España refinada. Quiero decir que me encuentro en Italia como en terreno propio, pero sin las peculiares irritaciones de lo español. (No es que falten en Italia, como en cualquier otra parte, motivos de irritación, pero éstos los siento como ajenos, y no me afectan demasiado.) En suma, Italia es un país donde me gustaría vivir. Cierto es que en todos los países donde he vivido supe hallarme a gusto, sacando partido a sus respectivas ventajas y pasando de largo por sus inconvenientes. Pero con Italia siento una particular congenialidad, que en modo alguno siento cuando estoy en los países alemanes, ni siquiera en Francia. Es curioso que mi simpatía hacia Francia está en contraste con la antipatía y hasta frenética hostilidad que ella suele suscitar en los españoles, y también en otros hispanos, contra lo que pudiera parecer al ver con cuanta frecuencia la buscan y se instalan en ella muchos. Se instalan, es cierto, pero en general no se compenetran, sino que viven allí a contrapelo. Basta, por ejemplo, considerar lo que escribe en París un Cortázar, hombre que domina perfectamente la lengua y la cultura francesa. En sus novelas, Francia es poco más que el escenario donde se mueven, como en el vacío, sus personajes. Me parece que el caso resulta revelador, y típico. No es que yo crea -usted conoce mis ideas al respecto-, que la creación literaria deba reflejar el ambiente, ni que el escritor esté obligado a responder -en su obra a la realidad social donde actúa. Pero en esas novelas se percibe el despego, casi la aversión contra el país. Bueno, pues a mí ese sentimiento de hostilidad hacia Francia tan común en los españoles me es por completo ajeno. Supongo que todo dependerá de la actitud de cada cual frente al mundo, y que si uno se encuentra incómodo en la tierra, reaccionará precisamente contra aquella porción de ella donde está instalado, sea el país en que nació, sea otro cualquiera.

-Usted reside desde hace muchos años en los Estados Unidos y no por eso pinta en sus relatos la vida norteamericana...

-Es cierto. Nunca me lo he propuesto; no es ése mi objetivo literario. Pero allí donde se puede atisbar en mis escritos algo relativo a este ambiente, aunque sea poco o parezca muy transformado, no me parece que transpire aversión o despego, sino más bien lo contrario.

-Pienso, por ejemplo, en su cuento titulado Violación en California. ¿Se cumple allí lo que usted señala?

-La localización de la anécdota no pretende caracterizar al país; y el tono cómico creo que implica simpatía, comprensión. Pero, en tal caso, es más bien una simpatía y comprensión humana, pues, como digo, la anécdota pudiera colocarse en diversos contextos sociales. De hecho, la historia recordada por la mujer del policía cuando éste le cuenta el caso recién ocurrido cumple la función de remitir el hecho básico a un diferente contexto social y cultural, aunque dentro siempre de este país, que es tan variado.

-El cuento titulado Un pez lo sitúa usted en Nueva York, ¿no es cierto?

-Sí, la acción se sitúa en Nueva York, pero entre inmigrantes, ambiente que es, por cierto muy norteamericano y neoyorquino. Resolví o pretendí resolver el problema del lenguaje dándole al relato y diálogos inflexiones argentinas, es decir, usando -puesto que escribo en español- un lenguaje peculiar del país hispano cuya constitución inmigratoria le hace más semejante a Estados Unidos.




ArribaAbajoEspaña recuperada

-Varias veces en interviews o coloquios académicos, ha salido a relucir el tema de la influencia que el haber vivido largos años fuera de España puede haber tenido sobre usted. Recuerdo, por ejemplo, en una entrevista que Fernández-Braso le hiciera para Pueblo, que él señalaba el hecho de haber perdido usted su acento granadino original para adquirir en cambio un suave deje hispanoamericano.

-Aquella pregunta de Fernández-Braso era discreta, pero tocaba una cuestión que como todas las relativas al idioma suele suscitar el disparate y el absurdo. Los usos idiomáticos diversos, y los varios acentos, despiertan en la gente muy curiosas reacciones emocionales. La pregunta de Fernández-Braso -repito- fue discreta, pero no hace mucho, en la ciudad de León, un joven periodista me la reiteró en un tono casi agresivo, inquiriendo: ¿Cómo es que usted, que es español, habla con acento argentino? Probablemente creía el muchacho que la actitud insolente del entrevistador corresponde a un nuevo estilo de periodismo que añade vivacidad, dramatismo a la conversación. A lo mejor pensaba él que yo en cuanto español estaría acaso obligado a hablar con acento leonés, o tal vez, si no, catalán, puesto que los catalanes también son súbditos del Estado español. Le extrañaba mi acento, un tanto mezclado y atípico (en verdad no existe un tal acento hispanoamericano, ni un acento argentino, como no existe un acento español). Éste es asunto mínimo, insignificante, pero no carece de un cierto interés personal y biográfico. Puede ser que yo tuviera acento granadino (de la capital, se entiende, pues cada pueblo de la provincia era identificable por su peculiar acento) cuando salí de Granada para ir a vivir a Madrid; pero entonces tenía yo quince o dieciséis años. Después he vivido bastante en Madrid, me he casado con una mujer chilena, he pasado mucho tiempo de mi larga vida en diversos países de Hispanoamérica, y es claro que el acento se modifica, según el oído de cada cual (hay quien no oye), y en parte también, no diría que no, por una tendencia voluntaria, que reconoce o rechaza normas, y que se pliega al sentimiento de simpatía o de antipatía respecto de los ambientes idiomáticos en que uno está sumergido. No creo yo que mi acento actual sea localizable de un modo muy preciso. La primera vez que oí mi voz desde fuera, grabada en una cinta magnetofónica, quedé muy sorprendido (es la misma sorpresa que suele experimentar cada quisque, pues desde dentro suena distinta la propia elocución); quedé, digo, sorprendido y turbado porque me pareció estar oyendo a un tío mío, José García-Duarte, a quien quise mucho en mi infancia, y que ya hace decenios ha muerto... Bueno; éste es el aspecto incidental de su pregunta acerca de la influencia que sobre mí pueda haber tenido mi prolongada residencia fuera de España y en este continente donde ahora nos encontramos. ¡Qué duda cabe! Todas las circunstancias vitales influyen sobre uno. La operación de vivir consiste en reaccionar frente a ellas y modificarlas, asumiéndolas e incorporándolas a la propia biografía. Ya sé que, en muchos casos, esa reacción puede ser y es negativa; pero, a mi entender, negarse a las circunstancias, rechazarlas, es tanto como falsificar la propia vida, condenándola a la enajenación; en fin, el extremo opuesto, pero igualmente fatal, a dejarse llevar en actitud inerte por el curso de las circunstancias en que le acontece a uno hallarse envuelto.

-Después de su regreso a España ¿cuándo fue la primera vez en que usted se puso en contacto, digámoslo así, de un modo oficial o público con la vida intelectual o cultural española?

-Creo que fue una conferencia pronunciada en los cursos de verano de la Universidad de Santander en 1968. Ese mismo año me había invitado a hablar una entidad cultural madrileña que estaba políticamente caracterizada, y aunque a la amabilidad de la invitación iban unidos ofrecimientos generosos, no quise aceptarla. En cambio fui a la Universidad de Santander en atención a las tradiciones de esa Universidad y al hecho de que quienes me ofrecían su tribuna lo hacían corriendo un riesgo, pues no podían saber cual sería mi manifestación pública, ni ésta me comprometía a mí en ningún sentido.

-En los veranos siempre ofrece usted conferencias en diferentes universidades españolas; ¿le gusta hacerlo?

-Sí, es frecuente que se me invite a dar, acá o allá, en universidades o en otras entidades, dentro de España y fuera de ella, alguna conferencia o cursillo, y siempre que puedo lo hago con gusto, pues ello me permite mantenerme en contacto directo con el público, particularmente con los jóvenes. Procuro en todo caso que la comunicación no sea, en tales ocasiones, unilateral, sino recíproca.

-¿Cuál fue la primera interview que le hacen a usted en España después de su regreso?

-No recuerdo con exactitud. Sólo puedo decirle que en todas he procurado mantener una actitud de independencia, sin hacer compromisos de ninguna clase ni dejarme decir aquello que sé desean que diga; hablar yo con mis propias palabras, ideas y criterios, aunque no satisfaga expectativas de unos u otros, basadas en imágenes estereotipadas. Es, por lo demás, una actitud que he mantenido desde siempre, pues apenas llegado a Argentina tras de la guerra, en 1940, me invitó una entidad cultural a dictar una conferencia, y pude darme cuenta de cómo defraudaba las esperanzas de mis oyentes que esperaban oír algo correspondiente a la imagen simplificada por la propaganda (en pro y en contra, pues en tal simplificación coinciden complacidos los bandos opuestos), la imagen -digo- de unas realidades construidas a medida del deseo.

-Ayala, sus libros de ficción no circularon en España después de la guerra. ¿Le conocieron entonces las nuevas generaciones de españoles como sociólogo y no como novelista?

-Voy a referirle una anécdota para contestar su pregunta: a mi paso por Heidelberg, el que era lector de español en aquella universidad y hoy es catedrático en una universidad española, Emilio Lledó, vino a saludarme. Esto fue por los años cincuenta y tantos. Lledó me dijo entonces cuánto le había interesado mi Sociología y me explicó que casi le había costado no aprobar su examen en España, porque el profesor de Sociología entonces en la Universidad de Madrid, el viejo don Severino Aznar, le preguntó durante el examen: «¿Pero dónde ha leído usted eso que me está diciendo?», y él respondió que en el libro de Francisco Ayala, con lo cual el hombre montó en cólera y quería suspenderlo. Pero lo curioso no es esto, sino que al día siguiente supe que Lledó se había quedado muy sorprendido al enterarse de que yo era español, pues habiendo leído mi libro en una edición de Buenos Aires creyó que se trataba de la obra de un sociólogo argentino. Hasta tal punto había sido eficaz el empeño del régimen franquista por suprimir el nombre, ya que la persona física se le había sustraído, de los intelectuales emigrados. Cuando terminó la guerra yo era ya escritor establecido, autor de varios libros de imaginación y de bastantes escritos de ciencia política. Incluso tacharon el nombre del traductor en los ejemplares de obras extranjeras que, como la Teoría de la Constitución, de Carl Schmitt, yo había vertido al castellano antes de 1936. Por supuesto, tales esfuerzos resultarían baldíos a la postre. Sólo consiguieron dañar a la normalidad de la vida intelectual española, creando la anomalía que en este terreno supone su desarrollo durante las dos primeras décadas del régimen y aun las secuelas que todavía se advierten.

-¿Cuál fue la primera de sus obras narrativas que se publicó en España después de su regreso?

-Después de la guerra, pero antes de mi regreso, porque la edición que hizo Revista de Occidente de Historia de macacos es del año 1955. Esa edición cayó por completo en el vacío. Quizá porque la editorial está especializada en temas filosóficos y mis novelitas no encajaban en las expectativas de sus lectores habituales, quizá porque el libro fue distribuido mal y de mala gana, el hecho es que nadie tomó noticia de él, ni apenas hubo quien lo comprara por entonces. También se publicó por aquellos años la edición española de mi Tratado de Sociología, que di a Aguilar tan pronto como la edición argentina estuvo agotada, y enseguida la Introducción a las Ciencias Sociales que mencioné antes, un libro nacido de mis cursos en la Universidad de Puerto Rico... En cuanto a mis otras obras narrativas, las primeras que se publicaron en España después de mi regreso fueron Muertes de perro y El fondo del vaso, que Alianza Editorial mantiene en su catálogo.

-¿Cómo fueron recibidos estos libros?

-Obtuvieron enseguida mucho éxito tanto de crítica como de venta, y abrieron el camino para mis demás obras, todas las cuales están ahora publicadas en España. Usted sabe que El jardín de las delicias, de 1971, fue seleccionado para el Premio de la Crítica, un premio al que no se concursa, y en el que no entran en juego intereses económicos.

-Ahora que usted pasa tanto tiempo en España ¿qué puede decirnos sobre el país si lo compara con la situación que encontró a su regreso en 1960?

-La transformación ha sido enorme, promovida sobre todo por el cambio de las generaciones. El mero transcurso del tiempo hace que unas sustituyan a las otras, y cada nueva generación trae consigo una visión de la realidad que le es peculiar, porque peculiar es su experiencia histórica. Las gentes que no han vivido la guerra y la posguerra apenas pueden concebir el horror que fue aquello; ni la información, por precisa y creída que sea, proporciona la evidencia inmediata de una situación tan espantosa. Hace muy poco me preguntaba un periodista joven: «Y usted, señor Ayala, ¿por qué se fue de España al terminar la guerra?» Le respondí: «Pues, hombre, porque deseaba seguir viviendo.» Me miró sin entender y al cabo de un momento, cuando cayó en la cuenta de lo que yo había querido decir, balbució: «Pero ¿es que a usted?... » «Hombre, por Dios, no sea inocente», le dije. Ya puede la gente leer y enterarse de lo ocurrido, que no por ello es capaz de concebirlo, de «realizarlo» en el sentido inglés del verbo... Eso, en cuanto se refiere a la visión del pasado. Pero es que ello está ligado a los demás cambios de actitud social experimentados por las nuevas generaciones, cambios que se dan en todos los países simultáneamente, y que en España, con el forzado estancamiento en que se la tuvo durante decenios, resultan muy sorprendentes por lo rápidos. Piense, por ejemplo, en lo que significa la llamada revolución sexual para este país.

-Mucha gente se pregunta por qué usted no ha sido llamado a entrar en la Real Academia de la Lengua. Incluso recuerdo que hace años se publicaron notas en los periódicos acerca de esa eventualidad. ¿Qué dice usted de esto?

-Le diré para empezar que en la Academia se entra a petición del interesado; esto, formalmente; y de hecho, como resultado casi siempre de gestiones más o menos discretas, a veces muy apremiantes y ansiosas, del candidato. Nunca he podido comprender por qué la gente se despepita por ser académico, o bien hace alarde de despreciar a la Academia, increpándola y combatiéndola, que es una manera también, aunque indirecta, de mostrarse obsesionado por ella, para tal vez terminar llamando a su puerta. En cuanto a mí, que me reconozco incapaz para la política activa, es claro que no había de entrar en el juego, no menos sórdido y sí más fútil, de la política literaria... Si en aquella ocasión en que los periódicos hablaron de tal posibilidad, y en que efectivamente recibí sugestiones y sondeos por parte de algunos amigos académicos, entre ellos Dámaso Alonso, se hubieran atrevido a ir adelante, no hubiera tenido yo objeción a cumplir las ceremonias del caso, porque en aquellas fechas mi ingreso en la Academia hubiera tenido un sentido: yo era un escritor exiliado a raíz de la guerra, inequívocamente adverso al régimen, y mi incorporación hubiera significado algo, no tanto para mí mismo como para la Academia. Pero no debieron de atreverse; y ahora ya sería demasiado tarde. Yo no podría aportar nada; y a mí ¿qué podría importarme? ¿Es que acaso había de firmar mis artículos con el título flamante?




ArribaAbajoLiteratura y política

-Cuando usted entró a participar en la vida literaria ¿qué género le atraía más?

-Siempre ha sido la narración el género que más me atrajo. La narración corta, o larga; aunque también he cultivado desde el comienzo el ensayo.

-¿En qué campo prefiere Francisco Ayala que lo sitúen?, ¿en el del ensayo o en el de la ficción, y por qué?

-Me parece a mí que las obras de tipo creativo tienen mayores perspectivas de perduración que las de tipo discursivo. Cuando el ensayo perdura es en razón de sus valores estilísticos, o como revelación de una personalidad, más que por los contenidos intelectuales objetivos de que es vehículo. En la obra de ficción poética creo que puede penetrarse con mayor facilidad hacia lo permanente de la condición humana, y revelarse mejor la personalidad de quien escribe.

-Usted se inicia en el campo de la novela a los dieciocho años, con la publicación de Tragicomedia de un hombre sin espíritu. ¿Cuándo comienza la labor del Ayala crítico y ensayista?

-Desde muy temprano he escrito comentarios acerca de obras ajenas. Incluso recuerdo una serie de artículos que, siendo muy joven, publiqué (si eso era publicarlos) en el periódico madrileño La Época, órgano del partido conservador, en los cuales comentaba sobre Unamuno -es claro, al margen de mis lecturas, quizá mis primeras lecturas de sus obras-, y sobre otras cosas literarias que ahora se me escapan. Ese diario no se ponía a la venta, sino que se repartía, supongo, entre los afiliados al partido, y por eso dudo de que mis artículos pudieran considerarse publicados. Me divierte pensar en esa relación mía con un grupo político tan ajeno a mis predilecciones e ideas, y precisamente en ese período de mi vida, en plena ebullición adolescente. Nunca más han caído bajo mis ojos los recortes de aquellas prosas, y ni siquiera creo haber puesto sobre la pista de tales artículos a Andrés Amorós cuando quiso preparar mi bibliografía. (También me parece estar seguro de que en las páginas de El Debate, periódico católico dirigido por quien entonces era cripto-jesuita, el que después fue prelado y cardenal, don Ángel Herrera Oria, ha de hallarse algún escrito firmado por mí). Pues bien, como iba diciendo, desde edad muy precoz comencé a ejercer lo que pudiera llamarse actividad crítica, y siempre consistió ésta en una meditación y comentario al margen de mis lecturas. Es otra faceta de mi interés por la literatura. En ella, la actitud del escritor se invierte, pero entran en juego las mismas aptitudes que uno emplea en la labor de creación imaginativa. Quiero decir que cuando he escrito ficciones originales el punto de partida ha sido siempre la intuición de unas ciertas posibilidades que prefiguran una obra en perspectiva; y durante el proceso de redactarla he puesto en juego mi juicio crítico acerca de los recursos idóneos para que dicha obra adquiera cuerpo y realidad efectiva. En cambio, frente a la obra ajena, sea contemporánea o clásica, y tras de percibir intuitivamente su sentido, he procurado partir de los recursos técnicos empleados por su autor, para confirmar o rectificar aquella intuición primera que como lector recibí, y darme cuenta de lo que él ha querido hacer y ha hecho en su proyecto. Bueno, quizá todo esto sea demasiado esquemático y no exista apenas diferencia en cuanto al método; quizá intuición y análisis estén combinados e inextricablemente ligados en ambos procesos, el creativo y el crítico.

-Ha mencionado sus escasas simpatías en el tiempo de su adolescencia hacia el partido conservador en cuyo periódico publicó algunos artículos. Se trata, supongo, del partido conservador de la monarquía constitucional, con anterioridad al golpe de Estado del general Primo de Rivera. ¿Ha habido una evolución o cambio en sus ideas políticas o sus simpatías políticas a lo largo de su vida?

-Es sorprendente, y me sorprende a mí mismo, la coherencia y consecuencia de mis actitudes políticas que refleja la colección de mis ensayos, desde mis años de estudiante hasta ahora. En un período histórico tan movido como el que me ha tocado vivir, durante el que muchos de mis compañeros y amigos darían cualquier cosa por poder borrar y suprimir las que escribieron en un momento u otro, yo he tenido en cambio la suerte de sentirme cómodo republicando sin vacilación alguna todo, absolutamente todo cuanto he escrito a lo largo de mi vida sobre cuestiones político-sociales. Claro está que hay una evolución en mis actitudes concretas, pero se debe al cambio de las circunstancias históricas, y no es sino la necesaria adaptación a esas circunstancias cambiantes de unos principios que se han mantenido inconmovibles, quizá por efecto de su íntima vinculación con mi personalidad, con mi carácter esencial, y también por virtud de la flexibilidad inherente a tales principios, que son los que sirven de base al liberalismo. Sin embargo, debo confesar que en aquel período de ebullición adolescente no dejó de rondar por mi cabeza un cierto utopismo, diríamos un radicalismo utópico, que expresaba la vehemencia del deseo juvenil de perfección y justicia. Pero esas tendencias no debieron de ser demasiado enérgicas, cuando apenas, quizá nada, se reflejan en mis escritos teóricos de orden político-social, y sólo creo que puede detectarse un eco de ellas en mi segunda novela, Historia de un amanecer; un eco débil, en todo caso, pues el afán de justicia absoluta está templado ahí, después de todo, y hasta contrapesado, por reflexiones dubitativas.

-¿Y cuál es la actual posición política de usted, Ayala?

-Fundamentalmente, la misma que ha sido siempre. Por interés y dedicación profesional, yo he escrito bastante sobre temas políticos desde la época en que me preparaba para ser catedrático de Derecho Político, y esos escritos míos se encuentran publicados. Cuando, al preparar ediciones recientes, he tenido que releerlos, me ha causado cierto asombro y alguna aprensión la cerrada firmeza de unas posiciones que no han sufrido alteración esencial a través de experiencias históricas tan profundas como las vividas por mí. No sé si esto es debido a rigidez por parte mía, o a la firmeza de esos principios. A ellos se ajustan mis posiciones políticas frente a cada coyuntura particular. También pueden desprenderse de mis obras de imaginación, y no han faltado estudiosos que lo hagan. Yo estimo que el poder público es un mal, derivado de la mítica caída del Hombre en el pecado original; pero un mal necesario, pues tan pronto como cesa el monopolio de la violencia organizada, la violencia, desorganizada, se desborda e inunda al cuerpo social. La ciencia política consistirá, pues, en encontrar la forma, la estructura institucional que, dadas las circunstancias particulares de una sociedad, permite mantener el orden público con el mínimum de violencia indispensable por parte del poder organizado. Ésta es la esencia del liberalismo. No se trata del liberalismo histórico, con su sistema de instituciones adecuadas a una sociedad que ya no es la nuestra, sino de un liberalismo esencial, ya que sociedades diferentes, con diferentes condiciones socio-económicas, requieren instituciones distintas encaminadas a conseguir un funcionamiento garantizado por la coerción mínima suficiente. Ésta debe ser la meta del Estado, según yo lo veo.

-¿Podría preguntarle si ha pertenecido usted alguna vez a algún partido político o tiene una filiación determinada?

-Creo que soy absolutamente inepto para la política práctica. Ni me gusta, ni me interesa, ni soy capaz de entrar en su juego. Quizá esta incapacidad mía provenga de mis tendencias intelectuales que imponen un cierto ángulo de visión. Quizá también de mi carácter e índole personal, pues me repugna el ejercicio del mando -me cuesta un trabajo inmenso dar una orden-, y tampoco tolero que me manden a mí.

-¿Tomó usted parte activa en la política durante los años anteriores al gobierno republicano y durante éste?

-¿Qué debe entenderse por tomar parte activa?: ¿opinar?, ¿expresar públicamente las propias opiniones?, ¿votar?

-No, quiero decir tanto como participar en el juego político a la manera de lo que hoy llaman algunos «un activista».

-Pues, según le decía, la actividad política en ese sentido me ha resultado siempre inadecuada a mi temperamento y aficiones. Soy demasiado retraído, demasiado soberbio tal vez, y para ciertas cosas demasiado perezoso. Además, mi vicio intelectual me impulsa a decir aquello que pienso aunque muchas veces sea inoportuno, impolítico, el decirlo. Cuando se instaló la República en España me inscribí en el partido de Azaña, con quien tenía yo una antigua amistad de escritores, y fui instado a «echar un discurso» en un círculo de barrio. Lo intenté, pero me sentí tan avergonzado de mí mismo, tan degradado, que apenas me salieron unas cuantas frases. Siendo Azaña ministro, y jefe del Gobierno y presidente de la República, a pesar de nuestra antigua amistad, que databa de una época en que ni él mismo podía soñar que le aguardaba tal destino, me mantuve aparte de la multitud de advenedizos que enseguida lo rodearon. Creo que es algo superior a mis fuerzas, porque, de buena fe, pensaba estar muy capacitado para colaborar en la empresa de renovación nacional que se intentaba. Mi inhibición no impedía, claro está, que opinara, sintiera adhesiones o repulsas, me indignara, me entusiasmara... En un sentido amplio, ¿quién no hace política? Vivir es hacer política, tanto en el plano nacional e internacional como en el personal, pues la vida humana es histórica, y el motor de la historia es la política. Pero yo nunca tuve la ambición de poner mi mano en las palancas del mando... Recuerdo la extrañeza que me causaba el afán de un compañero mío en el cuerpo de Letrados del Congreso, un muchacho muy joven, gallego, Pérez Carballo, que deseaba ardientemente entrar en el juego político, y consiguió en efecto ser nombrado gobernador civil de La Coruña a raíz de triunfar en las elecciones el Frente Popular. Al infeliz, el logro de esta ambición le costó la vida, pues a él y a su mujer, embarazada, los asesinaron los sublevados; pero este destino me conmovió de un modo muy particular porque yo había presenciado con estupefacción sus afanes, para mí incomprensibles, por lograr el cargo donde le aguardaba la muerte. Estupefacción, digo, por ser algo tan radicalmente ajeno a mi naturaleza que apenas si podía comprenderlo. Es una incapacidad mía de la que no alardeo, pues sé muy bien que constituye una seria limitación.

-Usted que ha vivido durante muchos años en los Estados Unidos, ¿qué opina sobre la política norteamericana?

-Es un país bien curioso, este país. Durante el tiempo que he vivido en él, la sociedad norteamericana ha experimentado transformaciones críticas, que se reflejan en el gobierno. Si forzoso fuera elegir, preferible me parece este estado de desorden, esta corrupción, el disparate flagrante en la vida pública, a los inconvenientes que nacerían de la centralización eventual de sus instituciones políticas y sociales. Reunido en una mano, tan enorme poder sería espantoso. Por lo menos, en esta sociedad abierta, la crítica es posible, y a través de ella la denuncia de los males conduce, siquiera, a paliativos y rectificaciones parciales. Quedan recursos, y el cuerpo social reacciona espontáneamente, sin que se haya llegado hasta ahora a situaciones de tensión extrema.

-¿Cuál cree usted que es la actitud socio-política de los españoles de hoy?

-Un poco la misma de todos los países, de indiferencia.

-¿Inclusive de los más viejos y de los más jóvenes?

-Tanto no podría precisar. En términos generales, lo que se observa es una pérdida de fe en las ideologías a las que, antes de la segunda guerra mundial, la gente prestaba una adhesión vital. La actitud de la gente de hoy suele ser más pragmática, escéptica, y los revestimientos ideológicos se han convertido ahora más que nunca en meros pretextos para una acción que puede ir desde la procura de intereses muy concretos hasta un desesperado activismo de raíz suicida. Todo ello, por supuesto, tiene raíces anteriores a la segunda guerra mundial, pero a partir de ella se ha generalizado. Veo muchos jóvenes a quienes sólo interesa participar, y lo más plenamente posible, en los valores de la sociedad de consumo; y otros, que quisieran destruirla sin molestarse en razonar o especular acerca de una alternativa; a lo sumo, expresando vaguedades inconsistentes. Lo curioso, y hasta cómico, es hallar cómo, en multitud de casos, se hallan mezcladas y fundidas ambas actitudes en un mismo sujeto.

-En cuanto a la relación entre política y literatura, y teniendo en cuenta el hecho de que bastantes escritores tienden a utilizar sus obras de ficción como vehículo de propaganda a favor de uno u otro bando, ¿cuál es su opinión acerca del tema de la literatura «comprometida»?

-Que, por lo general, no alcanza a ser buena literatura. A veces, cuando un escritor de calidad quiere hacerse el comprometido, lo único que compromete es la calidad de su propia obra. Se han publicado dos novelas de escritores muy eminentes, que pueden servir como ejemplo de ello. Me refiero en primer lugar a la titulada El libro de Manuel. Si Cortázar se hubiera propuesto desacreditar a los guerrilleros mediante los personajes que ahí pinta, no lo hubiera podido hacer con mayor eficacia, pues sus guerrilleros no son sino unos señoritos ociosos, chulos y majaderos aplicados a cumplir payasadas y brutalidades injustificables. Uno puede sospechar que tan lamentable resultado en escritor de tal altura se debe a un deliberado esfuerzo por satisfacer en el campo de la creación poética demandas, o autodemandas, pertenecientes a un campo muy distinto. La otra novela a que aludía es El recurso del método, de Carpentier. Aquí el fenómeno es aún más visible, porque se trata de un libro espléndido, dentro de cuyas páginas destacan e impresionan como zonas muertas -o, para decirlo en otros términos, suenan como notas falsas- los elementos en que cualquiera puede reconocer e identificar concesiones políticas incongruentes con la tónica general de la obra -de ésta en particular, y de la obra toda del gran novelista.




ArribaAbajoLa creación literaria

-¿Cuándo comenzó usted a escribir?

-Muy pronto en mi vida, ya durante la infancia misma. Creo que las primeras cosas que escribí fueron unos poemitas, siendo niño; acaso tendría unos ocho años. Escribí poemas, notas líricas, esquemas de novela policial... Puerilidades, por supuesto.

-¿Conserva usted alguno de esos papeles?

-No, no conservó nada; soy muy poco conservador; no guardo nada, rompo papeles; cosas que he escrito y no he publicado las rompo; no colecciono cartas, ni las que recibo, ni menos, copias de las que escribo. Ya sé que hago mal, pero el modo como he vivido me ha impedido acaso hacer esa clase de conservacionismo; aunque me imagino que no son sólo ésas las razones (las circunstancias azarosas y movidas de mi vida, quiero decir), sino algo que hay en mi carácter, en mi personalidad, que me lleva a deshacerme de todo lo que ya es pasado, e inclinarme más bien hacia el futuro.

-¿Podría decir algo sobre los motivos y el ambiente dentro del cual produjo su primera obra de ficción, Tragicomedia de un hombre sin espíritu?

-Es difícil ahora para mí recordar los estímulos inmediatos que me llevaron a escribir esa novela; creo que no podría, pero en cambio recuerdo bien el ambiente dentro del cual la escribí. Era yo un muchacho, estudiante, en aquel entonces, hermano mayor de muchos chicos; vivíamos en Madrid, en la calle Lope de Rueda, en un piso más bien pequeño. Recuerdo que yo escribía en el comedor; eran días de verano, de calor; mis hermanos alborotando alrededor, y yo escribiendo afanosamente esa novela. Creo que sí..., recuerdo bien, la escribí en un verano. Los influjos que hay en ella se pueden detectar muy fácilmente; cualquier lector puede notarlos. Ahora bien, son los influjos de las lecturas que yo tenía por entonces, tomados, claro está, conscientemente y por tanto dándoles una inflexión irónica para que aquello no resultara una mera imitación.

-Sus dos primeras novelas se han publicado de nuevo en un volumen bajo el título de la segunda, Historia de un amanecer. ¿Qué puede decirnos sobre este libro y la novela que da título al mismo?

-Quisieron los editores poner al alcance del público en general todas mis obras, que estaban ya agrupadas en el volumen de Obras Completas publicado por Aguilar en México hace unos años. Esta edición a que usted alude ofreció al público en un volumen las dos primeras novelas, solamente que puso en primer lugar el segundo libro, Historia de un amanecer, para darle al volumen ese título, título que resulta muy significativo como una referencia al hecho de que precisamente esas obras marcan el inicio de mi carrera literaria. Esta segunda novela me planteó ya un problema que se me ha seguido planteando siempre, y es que una vez concluido un proyecto intento una experiencia diferente, una distinta experiencia literaria. El estímulo que produjo en mí la acogida favorable por parte de la crítica en los periódicos, y en particular el cariñoso artículo que escribió Enrique Díez-Canedo, tan prestigioso en aquellos momentos como crítico literario, me indujeron a persistir en el cultivo del género en que me había iniciado. «Un nuevo novelista», me decían. Pues, bueno: entonces decidí escribir otra novela. Con Historia de un amanecer traté de explorar un terreno distinto; pero, otras veces lo he dicho, no quedé demasiado satisfecho con los resultados; en verdad no quedé satisfecho en ninguno de los dos casos, no me pareció que con ninguna de las dos novelas había logrado una obra satisfactoria para mí mismo.

-En su labor de escritor ¿ha seguido usted un método uniforme de trabajo o éste ha cambiado a través del tiempo y de los libros?

-No he tenido método uniforme de trabajo ni ha cambiado a través del tiempo, sino que cada obra se me presenta como un proyecto independiente a partir de una situación original, y el modo como acometo la realización del proyecto varía según me parece que ello lo exige. Yo no suelo, como otros escritores, establecer un plan general, detallado, de la obra que voy a escribir. Tengo en la imaginación sus líneas esenciales, pero los detalles se van concretando conforme progresa el trabajo de redacción; y este trabajo de redacción mismo se cumple mediante una acumulación muy lenta. A veces una frase es todo lo que he escrito en un día; otras no, otras veces puedo escribir páginas, pero aun entonces cada frase la escribo, la vuelvo a escribir, la repito, y solamente cuando me parece que está en el límite de lo que yo puedo conseguir en cuanto a expresión, la doy por definitiva.

-Mientras dura el proceso de creación de una obra ¿cuáles son para usted, como autor, los momentos más difíciles o, por contraste, los que le traen mayor satisfacción?

-La satisfacción consiste en ir encontrando la fórmula atinada para expresar la intuición original. Hay una especie de señal interna que va diciendo: no, no, todavía eso no es; hasta que de pronto, suena la señal de que sí, está bien, así tiene que ser, ya se acabó. Si no se consigue llegar a ese punto es probable que todo quede frustrado; que el proyecto no se cumpla, que se abandone, y esto sí puede considerarse desagradable; pero, ¡bueno! no tan penoso tampoco; para mí no es ninguna tragedia. Alguna vez he trabajado quizá durante meses un proyecto, y luego lo he abandonado porque he visto que no marchaba.

-¿Hace usted muchas correcciones en sus trabajos?

-Sí, infinitas. Como le decía, las correcciones para mí consisten en ir cambiando cada fórmula, cada frase, hasta que la encuentro completamente satisfactoria en relación con lo que me propongo expresar en ella. No escribo yo de un tirón como suelen hacer muchos, para luego introducir correcciones y nuevas correcciones; no, yo progreso lentamente hasta ir armando la obra de piezas independientes que trato de articular. El proceso en mí no consiste en esa redacción rápida y fluida, que parece ser frecuente en tantos otros casos, en otros escritores, para luego someterla a la crítica, revisión y mejoramiento; yo no procedo así con mis cosas de ficción.

-¿Suele usted consultar con amigos o colegas acerca de las obras que tiene en preparación, o prefiere no comunicar con nadie sus proyectos?

-No comunico mis proyectos con nadie, quizá por mí manera de ser (pues soy reservado en todas las materias importantes de mi vida); pero sin duda también por mi manera de producir literariamente. Si yo fuese de aquellos escritores que trazan un plan detallado y sólo cuando ya está completo le dan su forma definitiva y lo redactan, es posible que conversara acerca de él con personas de mi intimidad cuyo juicio me importa mucho; pero tal como yo trabajo, mediante tanteos repetidos sobre el papel, mis proyectos resultarían informes, y si quisiera expresarlos en palabras, mis palabras resultarían balbucientes. Podría compararse la creación literaria con los sueños. La intuición estética es como un sueño. A veces sueña uno algo que le parece muy hermoso, y quiere contarlo, y se da cuenta de que no consigue transmitir el encanto, el brillo, la belleza de lo soñado; no tiene palabras para expresarlo. Si encuentra las palabras, y consigue darle expresión ... bueno, pues entonces ya está ahí la obra escrita. Yo no fijo las palabras de mis obras en la memoria antes de pasarlas a la escritura; la forma expresiva se me concreta sobre el papel. Y si no consigo hacerlo, quiere decir que he sido incapaz de contar mi sueño, y renuncio. Ponerme, pues, a hablar de un proyecto literario equivaldría en mi caso al intento de hablar sobre un sueño, que acaso va a parecer insípido y desprovisto de significación para el oyente, porque sólo sobre el papel le doy su forma definitiva.

-Con los ensayos, ¿sigue usted el mismo proceso creativo?

-No, no; es muy diferente. Los ensayos, los artículos, los tratados son el resultado de una operación racional. Su contenido está perfectamente claro en mi mente antes de ponerme a escribir. Sé muy bien lo que quiero decir, salen con facilidad y fluidez, e inclusive puedo dictarlos. La gracia literaria que puedan tener, la elegancia que acaso preste a sus giros, es ya un resultado de las virtudes artesanales, en este caso ancilares, del escritor ejercitado en su oficio.

-¿Cuál de sus obras narrativas le ha llevado más tiempo escribirla?

-No tengo idea, porque no llevo una cronología de mi trabajo. A veces las intuiciones están en mi conciencia durante mucho tiempo, y a veces procedo enseguida a su elaboración. El procedimiento que sigo para escribir hace muy difícil, quizá imposible, contestar a esa pregunta; yo no sabría decirle.

-Ayala, ¿ha publicado usted todo lo que ha escrito?, ¿posee manuscritos que nunca han visto «la luz»?

-Ya le digo, no guardo papeles. Cuando llego a la conclusión de que un proyecto no marcha, destruyo los manuscritos. Este caso se ha repetido muchas veces: emprender un proyecto, ver que no avanzaba en la forma satisfactoria, y destruir lo hecho.

-¿Ha destruido algún manuscrito una vez terminado?

-No, eso no, porque si lo he terminado es porque he creído que el proyecto estaba cumplido y la obra lograda, dentro de los límites de mi capacidad.

-Usted se ha ocupado en hacer traducciones; Andrés Amorós las cita en su Bibliografía. ¿Qué podría decirnos de este aspecto de su labor como escritor?

-Según usted bien sabe, durante un período de mi vida he hecho traducciones para ganarme la vida con ese trabajo. Ya antes de la guerra civil había traducido varios libros, en España, libros de ciencia política, e incluso una novela, con el fin de suplementar mis escasos ingresos. Traduje entonces sobre todo del alemán, a raíz de haber pasado una temporada estudiando en Berlín, donde aprendí la lengua del país. Luego, emigrado en Argentina, fueron muchos los libros que traduje: algunos no sólo con trabajo sino también con placer, como los Cuadernos de Rilke, una traducción que fue muy celebrada por el público intelectual, y muy mal pagada por el editor, que supo prevalerse de mi inexperiencia en esas transacciones y explotar mi trabajo de manera bastante inicua. Hice otras muchas traducciones, sin interés por mi parte, excepto el de procurarme unos cuantos pesos que necesitaba para vivir. Y esto sí que es trabajo penoso, trabajo-trabajo. Para un escritor la tarea de traducir puede ser muy beneficiosa, pues establece una distancia respecto del propio idioma al confrontarlo con otro distinto, y darle conciencia de una cantidad de problemas de expresión en los que de otro modo quizá no se fijaría. Pero, si hecha por gusto o como un ejercicio literario la traducción es placentera, como ocupación de panem lucrando es la más ingrata del mundo. El lector la enfrenta con recelo, y tiene razón, pues son innumerables las chapucerías en que el traductor suele incurrir, por cansancio, por prisa, por aburrimiento, por ignorancia, por desidia. Pero, además, y debido a esa desconfianza del lector, éste le echa la culpa, no sólo de sus descuidos o errores, sino de los imputables al autor mismo. Si el lector descubre un lapso o un disparate, no piensa nunca que el escritor original puede haber incurrido en falta, sino que da por sentado la responsabilidad del traductor. Y yo me atrevería a decir, por otra parte, que es más difícil traducir que redactar originalmente; esto, bien entendido, en cuanto a la tarea estrictamente literaria. Claro está que el escritor original necesita contar con la imaginación creadora; pero, si la posee, al redactar su obra goza de una libertad que al traductor le es negada. Observe, por ejemplo, el partido que muchos escritores, yo mismo entre ellos, sacan a la ambigüedad del idioma. Una palabra, una frase, puede apuntar al mismo tiempo en varias direcciones; puede decir una cosa y sugerir otra, u otras, diferentes, y acaso contradictorias. Cuando el que traduce se encuentra en presencia de tales palabras o frases (y ello ocurrirá siempre y de continuo frente a textos de calidad poética), difícilmente podrá hallar en el idioma al que traduce correspondencias exactas que le permitan reproducir el juego original. Tendrá que optar, empobreciendo; o que desvirtuar y falsear, desviándose de la fidelidad debida al texto. Por todo ello digo que, en cuanto ejercicio literario, la traducción es de una gran fecundidad para quien la practica, y fuente de verdadero placer estético; pero como profesión y trabajo, apenas se podrá encontrar otro más penoso y más abocado a frustraciones.

-Además de los Cuadernos de Rilke ¿recuerda alguna otra traducción que haya hecho con gusto?

-Sí; las dos novelas de Thomas Mann que traduje; La romana de Moravia, Memorias de un sargento de milicias de Almeida, y varias cosas más.




ArribaAbajo Los estilos diversos

-Se ha comentado mucho acerca de los cambios de estilo a lo largo de su carrera literaria. ¿Qué podría usted decirnos sobre ello?, ¿en qué momentos cree que esos cambios se han producido?, ¿qué libros considera usted como puntos de partida de determinados estilos?

-Esa es una cuestión que prefiero dejarla a los críticos y no opinar sobre ella. Difícilmente podría decir yo nada que tenga sentido. Pero en cambio, sí podría hablarle de lo que el estilo tiene de voluntario, de buscado, de rebuscado a veces: mi tarea previa frente a cada obra que me propongo escribir consiste en gran parte en hallar el tono y por tanto el estilo correspondiente a lo que quisiera expresar; de modo que libros escritos consecutivamente, casi simultáneamente, como, por ejemplo, Los usurpadores y La cabeza del cordero, ostentan estilos bastante distintos; y es por eso: porque he buscado para cada uno el tono que corresponda al material y a lo que me propongo expresar en esa obra.

-Ya que hablamos del estilo dentro de su obra, ¿piensa usted que la vanguardia, en cuyo movimiento usted participó durante la década de los años veinte -las tendencias superrealistas, por ejemplo-, han dejado en «su estilo» una influencia permanente?

-Desde luego. Cualquier experiencia por la que uno haya pasado deja su huella en lo porvenir. La vanguardia constituyó una experiencia muy seria; no fue en modo alguno un movimiento superficial como pretenden los que la tratan de descalificar como «una moda pasajera». En cuanto a mí, le diré que asumí la actitud correspondiente, su estética, sus recursos técnicos, como el modo más adecuado para dar expresión a la época que estábamos viviendo, por más que, luego, se hayan tomado con exageración ciertas frases de mi proemio a La cabeza del cordero, interpretándolas en el sentido de que yo condenara lo hecho en aquel entonces, o renegara de ello. No hay tal. La fase vanguardista había sido para mí cosa muy positiva, y está sin duda incorporada a cuanto después he escrito. Creo decir verdad si afirmo que gracias a ella me he sentido en libertad frente a la creación literaria, libre incluso de la propia estética vanguardista, y en franquía para buscar por mí mismo en cada caso y ante cada proyecto los medios de expresión que mejor le convenían. Si me he sentido libre de preceptos y modelos, ha sido en gran medida gracias a la vanguardia. Pues, como digo, la vanguardia me liberó, incluso de ella misma...

-Ayala, sus novelas de la época vanguardista han vuelto a publicarse en un volumen: Cazador en el alba y otras imaginaciones. ¿Querría hablarnos sobre cómo ese movimiento influyó en usted y qué obras o autores lo encaminaron hacia la estética de la vanguardia? Porque cuando publicó estos escritos, ya antes habían aparecido otras obras suyas siguiendo camino bien distinto...

-En efecto, la estética de vanguardia fue para mí una revelación algo tardía, no en cuanto a mi edad, pero sí en mi labor de publicista, pues -como usted señala- ya había dado a las prensas dos novelas cuando vine a descubrir los movimientos de vanguardia. Esas primeras obras mías estaban concebidas y redactadas en el aislamiento. Hacía poco que había llegado a Madrid con mi familia, siendo un chico de dieciséis años sin contacto alguno con los ambientes literarios; y cuando la aparición de mis primeros libros me introdujo en el mundo de las letras -creo que acerca de esto he hablado en algún sitio-, me di cuenta de que la vanguardia constituía el modo de expresión adecuado a la época en que estábamos viviendo. La Tragicomedia de un hombre sin espíritu había sido un tanteo a base de lecturas solitarias: clásicos, románticos, realistas, algo del 98. En Historia de un amanecer intenté hallar una fórmula propia, personal; pero lo personal tiene que darse en conexión con lo colectivo, responder al espíritu de la época, y el espíritu de la época creí hallarlo, un poco más tarde, al conocer los experimentos vanguardistas. Leí poesía y prosa dentro de las nuevas tendencias, y Gómez de la Serna fue sin duda un ejemplo influyente. Entré en relación personal y amistosa con los escritores nuevos, y -en fin- me puse a trabajar por mi cuenta dentro de esa dirección, aunque, según me parece, sin un modelo particular e inmediato. Ahí están reunidos en ese pequeño volumen que usted ha recordado, y en el de mis Obras Narrativas Completas, mis escritos de entonces. Ahora, el espíritu de la vanguardia está siendo revivido en el mundo por efecto de una coincidencia, no total y completa, pero sí en muchos aspectos, de la tónica actual con la de los años que siguieron a la primera guerra mundial. Con ello, ha vuelto el interés hacia la poco antes menospreciada vanguardia, con estudios como los que en España se han publicado sobre el surrealismo, o la reciente antología de John Crispin y Ramón Buckley donde están clasificadas y expuestas las tendencias de aquel momento... Para mí, según puedo verlo hoy retrospectivamente, la experiencia vanguardista supuso una ruptura con lo anterior y un cambio de orientación artística muy fecundo por sus efectos liberadores; pero, al mismo tiempo (y es cosa que algunos críticos han subrayado), debajo de aquellos mis escritos juguetones hay un acento personal que los engarza con los previos y con los subsiguientes.

-¿Ha vuelto usted a releer sus prosas vanguardistas? Con la perspectiva que da el tiempo transcurrido, ¿cómo las juzga?, ¿qué impresión le hacen?

-Las he releído para preparar ediciones recientes, y las he percibido como si fuesen obra ajena: el tiempo las ha separado de mí.

-¿Y cómo las encontró?

-Pues le diré que no me parecieron mal. Creo que tienen valor más allá de la transitoria eficacia con que pudieron operar en aquel ambiente. El hecho de que hayan vuelto a editarse parecería indicarlo.

-¿Qué piensa usted sobre esta reciente vuelta o regreso al espíritu de la literatura de vanguardia?

-Hoy se está volviendo, se ha vuelto, a adoptar, bajo otros nombres de escuela, el espíritu de la vanguardia. Con otros nombres, pero no con mayores logros. En las artes plásticas hace unos años se organizó una exposición retrospectiva de obras de vanguardia que yo tuve ocasión de visitar en el Art Institute de Chicago, y que también se hizo en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, cuya intención -tácita, pero muy evidente- era mostrar que esas tendencias actuales, estas novedades, en realidad estaban repitiendo, con menos audacias y no mayores logros estéticos, lo que hicieron los artistas de aquel período. Volver la vista a ese pasado no tan remoto, poco más de medio siglo atrás, evitará a muchos el abrir la boca pasmados ante ciertos gestos y ciertas obras actuales que, en algunos casos, pueden no ser sino puras pamplinas. Lo que importa es destacar la calidad, en lugar de rendir súbito acatamiento a una «modernidad» bastante dudosa. La vanguardia -insisto- fue una experiencia histórica de importancia suma, que marca una etapa indispensable en el desarrollo de la literatura y de las artes; pero -aparte de esos efectos históricos- ha dejado obras que, en sí mismas, ostentan un valor permanente. Yo no sé si algo de lo que yo escribí con aquella tónica tendrá alguna virtud de perduración; pero sí puedo asegurar que la experiencia vanguardista por la que entonces pasé ha ejercido un efecto apreciable sobre mi posterior actividad literaria.

-¿Estará relacionado con eso el cambio en la moda, los trajes uni-sex? He visto últimamente publicado un artículo suyo donde trata este tema.

-Sí, seguramente. Yo me había ocupado de manera amplia y sistemática del fenómeno de la moda en mi Tratado de Sociología, donde lo caracterizo como rasgo correspondiente a una determinada fase histórica que, ahora en estos momentos, podemos considerar periclitada. Y hace poco he escrito, en efecto, acerca del aspecto carnavalesco de la sociedad actual, en que parece suspendida la vigencia de pautas vestimentarias, y se ha convertido en regla la ausencia de reglas. En materia de moda, se ha puesto de moda la antimoda, como en literatura el antipoema, la antinovela, y en general la contracultura.

-Al mismo tiempo, se observa una nostalgia del pasado, manifiesta, no sólo en el traje, sino en el cine, en la televisión, en la decoración de interiores...

-La nostalgia de los tiempos idos es un rasgo permanente que pertenece a la estructura de la vida humana, tanto individual como colectiva. A ella corresponde el mito de la edad de oro, del paraíso; y ella ha servido de inspiración renovadora en ciertos períodos: la fascinación con la antigua Roma durante la Revolución francesa sería un ejemplo. En nuestros días, esa nostalgia a que usted se refiere, y que en parte puede conectarse con las recurrencias en el campo de la moda, según yo lo señalaba en mi Sociología, ha acortado mucho el radio de sus oleadas. La gente está evocando períodos muy próximos: el de hace treinta años, el de hace veinte... Los evoca con un sentimentalismo irónico. Esta aceleración parecería ser efecto de la velocidad creciente en el cambio histórico; y también, ¿por qué no?, de un acortamiento de las perspectivas, de una especie de miopía histórica.

-Usted decía antes que la experiencia vanguardista fue positiva para su desarrollo como escritor. ¿Piensa que la fascinación vanguardista con el arte y la magia de las palabras es uno de los aspectos que ha marcado una huella en su obra ulterior? Lo digo porque en ésta se advierte una creciente preocupación por el lenguaje. Así, por ejemplo, es notable la gran diferencia que existe, aun dentro de un mismo libro, El jardín de las delicias, en el manejo del idioma para marcar el contraste del tono entre la primera y la segunda parte.

-Siempre me ha parecido, y así lo he recalcado en mis escritos teóricos, que el quid del arte literario está en el uso de las palabras, en el manejo del idioma. En eso se distingue una obra de intención artística de una cuyo propósito es producir un efecto práctico. Ésta puede acomodarse a las exigencias circunstanciales en busca del resultado inmediato de la comunicación; y así, un artículo periodístico o un ensayo destinado a operar sobre la vida pública, no sólo están justificados si se pliegan, buscando un compromiso, a exigencias de censura, sino que deben hacerlo, de acuerdo con su propósito. En cambio, me parece absurdo que, para ver publicada una novela, o un poema, acepte nadie su mutilación y, menos aún, esté dispuesto a alterar su texto. Aquí ya no es sustituible una palabra por otra, un giro por otro, e incluso una coma tiene su importancia. La vanguardia, con sus pretensiones de asepsia, efectuó una purificación al proponerse eliminar de la obra de arte, siquiera en la medida que ello sea posible, aquellos elementos ajenos a la intención estética. Esa tendencia de la vanguardia coincidía perfectamente con mi sentido y concepción de lo que corresponde a la creación poética. No diría yo, pues, que mi preocupación por la forma provenga de mi experiencia vanguardista, sino que ésta confirmó acaso la tendencia que había en mí desde los comienzos mismos de mi actividad de escritor.

-¿Cuál es para usted la diferencia fundamental entre sus novelas de los años cuarenta, Los usurpadores y La cabeza del cordero, y sus obras de hoy?

-Me parece que la diferencia principal está en el tono. Esos dos libros que usted menciona, tan diferentes como son entre sí, coinciden no obstante en su tensión dramática, en su patetismo, en su tono de seriedad, de gravedad, que he superado -puedo emplear la palabra superado en este caso-, sin perder por ello, creo yo, intensidad ni tensión interna. Formalmente lo patético queda, no eliminado, sino sumergido bajo la broma, el sarcasmo, en un juego que no anula, repito, la tensión patética, pero que la lleva a otro nivel, desde cuyas profundidades puede operar quizá con un efecto retardado más devastador aún. A este propósito hemos de recordar nuestra conversación sobre El As de Bastos. Malévolamente se quiso destacar en ese relato lo que tiene de burlesco y de desenfadado, ignorando que por debajo corre una vena elegiaca, que hay ahí una elegía sobre el paso de los años y la transitoriedad de la vida humana. Otro relato que podría citarse como un extremo de comicidad y de desenfado es Una boda sonada, debajo de cuya risa están sin embargo, las lágrimas: la trivialidad y vulgaridad de la vida en provincias, la pérdida de las ilusiones, simbolizado todo ello en el contraste entre las picardías en el escenario de variedades, y el negocio de pompas fúnebres, que se juntan y se mezclan formando una unidad irrompible; en la cita de versos de Dante, con la grosería tremenda de la situación a la que se aplica.

-Tanto en Los usurpadores como en La cabeza del cordero, usted añadió a la segunda edición sendas nuevas narraciones que no figuraban en la primera. «El inquisidor» tiene el mismo tono que el resto del libro; pero «La vida por la opinión» parece por su tono hallarse más cerca de su obra posterior, Historia de macacos, que de La cabeza del cordero. ¿Cuál es entonces la razón de esa incorporación tardía?

-Es cierto que el tono de Historia de macacos -un tono nuevo por entonces en mis escritos creativos: el de la ironía desengañada, con una distancia burlona respecto de la realidad observada- se encuentra ya en «La vida por la opinión». No recuerdo con certidumbre si este relato fue escrito antes que Historia de macacos; creo que sí, que un poco antes; pero no mucho antes. Sin embargo, por su tema corresponde a La cabeza del cordero, y cierra el libro adecuadamente.

-Después publicó usted sus dos novelas relativamente extensas: Muerte de perro y El fondo del vaso; pero últimamente parece inclinarse más bien hacia las narraciones breves. ¿A qué se debe ello?

-No hay nada de premeditado. El tamaño de cada obra depende por completo en mi proceso creativo de la exigencia interna de desarrollo del correspondiente proyecto, que a su vez responde a una intuición imprecisa, cuya plasmación se produce ya sobre el papel. De antemano me resultaría imposible determinar la extensión que un futuro escrito va a alcanzar. Por otra parte, es cierto que en los momentos actuales no hay nada que me incline a concebir algo que exija el despliegue de una novela larga, o que lo permita.

-Como creador, ¿siente usted una preferencia particular por alguna de sus obras?

-No; la verdad es que no. Cada una de ellas da expresión, de la forma que mejor haya podido dársela yo, a un contenido que, en su momento, se presentaba como significativo ante mi imaginación; y una vez escrita, y publicada existe con entera autonomía respecto de mí.

-Con frecuencia se ha repetido hasta hacerse cosa admitida que, después de un largo silencio creativo, cuando ya en Buenos Aires vuelve usted al campo de la literatura de ficción, sus narraciones acusan un cambio fundamental de tono. Yo creo que sí, en efecto hay un cambio, pero ¿es tan fundamental? ¿Tiene el significado que suele atribuírsele?

-Creo que sobre esto se ha exagerado bastante, y que el culpable puedo haberlo sido yo mismo, pues en el prólogo que escribí para la primera edición de La cabeza del cordero hay un párrafo, luego citado copiosamente, donde hablo del cambio de clima espiritual desde la época de la vanguardia hasta aquel momento en que escribía, y del consiguiente cambio de actitud literaria en mí, subrayándolo quizá en exceso. Lo cierto es que el tiempo transcurrido sin que escribiera prosa de ficción no es tan largo como se ha dicho. El «Diálogo de los muertos», que figura como epílogo en Los usurpadores, había sido escrito, y publicado en Sur, ya en el año 1939, mientras que mi última narración vanguardista era de 1930. Es casi un decenio, y ¡qué decenio!; cierto; pero... En cuanto al cambio de tono, se le ha dado una significación mayor de la que tiene. Sin duda, depende del cambio de la atmósfera espiritual que ahora se respiraba, tan distinta de la que habíamos respirado en la década de los años veinte; pero no era el primer cambio en tono ni sería el último en el curso de mi producción literaria. Las modulaciones estilísticas reflejan desde luego el ambiente, pero responden sobre todo a las intenciones expresivas de cada obra en particular. Basta notar la diferencia grande que existe al respecto entre Los usurpadores y La cabeza del cordero, obras escritas en sucesión inmediata, y publicadas una tras otra, y usted misma señalaba antes que «La vida por la opinión», incluida en la segunda edición de este último libro, marca un cambio de tono -como es cierto- con relación a las narraciones que lo componen en su edición primera... Por debajo de los distintos tonos y modulaciones estilísticas (o estilos en el nivel de la escritura), hay -y ha sido observada, en coincidencia, por más de dos críticos- una persistente unidad de estilo, es decir, de acento personal, de actitud frente al mundo.




ArribaAbajoVerdad y poesía

-En su estudio sobre «La estructura narrativa» considera usted que en un sentido amplio todo poetizar es autobiográfico. ¿Querrá esto decir, aplicado a su obra, que en cada una de sus narraciones hay elementos autobiográficos o hechos sacados de su experiencia personal?

-La cuestión está en qué deba entenderse por autobiográfico, porque -alguna vez ya lo he dicho- todo lo que da materia a la creación literaria es resultado de la experiencia personal, pero a veces puede ser ello mera fantasía, o un temor, o un sueño; y si a eso se le llama experiencia personal igual que a una situación conflictiva en que pueda uno haberse visto envuelto, entonces sí, no hay duda, todo lo que hay en la obra es resultado de la experiencia personal; en este sentido toda obra literaria será autobiográfica. La obra misma y aun el proceso de creación de esa obra constituye ya una experiencia, de modo que según esto no habría nada que no pertenezca a la experiencia, aunque esa experiencia consista en evadirse de las cosas contingentes. Pero ¿no son también experiencia incluso las alucinaciones de un enfermo mental?

-¿Qué es, entonces, para usted lo que distingue a la obra literaria de lo que llamamos realidad?

-La obra literaria, es decir, la ficción poética aloja en su seno una realidad imaginaria mediante un dispositivo u organización verbal que, una vez montado, una vez que ha adquirido existencia como libro, como escrito, entra a su vez en el mundo de la realidad objetiva. (Es un juego de arte mágica, que Cervantes nos enseñó con suma sutileza como quien revela el truco, al hacer que la primera parte de su Quijote -objeto poético, que en cuanto tal se conecta con la segunda parte- sea aludido en ésta como objeto real, como un libro publicado, transformándolo así de nuevo, mediante poetización de segundo grado, en realidad ficticia.)

-¿Cuál sería, pues, la relación entre esa realidad ficticia y la que usted ha llamado objetiva?

-Ésta suministra los materiales de experiencia para levantar el castillo de naipes de la obra poética.

-Serían esos materiales como las piezas con que los niños erigen sus construcciones de juguete...

-Sí. El poeta, como el niño, selecciona y organiza aquellos materiales que tiene a su alcance para construir las estructuras lúdicas que su imaginación le sugiere. Desde luego necesita contar con las cartas de la baraja, o con las piezas de que consta el juego que los Reyes Magos le han traído.

-Usted ha indicado alguna vez que, en ocasiones, ese material de construcción ofrecido por la realidad puede venir ya constituido en formas perfectas...

-Como esos objetos naturales -caracolas, raíces- que el decorador de interiores, el artista, recoge y cuya belleza destaca mediante el adecuado marco ambiental; como esos objetos industriales que con la teoría futurista en la línea de Marcel Duchamps se «declaran» piezas de valor estético. Sin duda que, en ocasiones, la manipulación del artista puede quedar reducida a un mínimun. En uno de mis relatos, «Un cuento de Maupassant», y con referencia implícita a otro, «El colega desconocido», ambos preocupados con temas de creación literaria, se plantea el caso de una experiencia real que al artista se le presenta ya constituida en una forma de validez poética, quizá correspondiente a cierto modelo literario establecido. El problema es, sin embargo, bastante complejo. Pensemos que el poeta «construye» ya la experiencia real mediante una mirada selectiva, que compone idealmente, según lo hace también el pintor cuando «elige» el paisaje que quiere pintar, eliminando acaso de él tal cual elemento incongruente...

-¿Qué podría decirnos sobre el uso que puede hacer o no el autor de elementos extraídos de su experiencia personal e incorporados a la creación literaria para convertirlos en materia ficcionalizada?

-Hablaremos de la ingerencia de elementos extraídos de la experiencia personal dentro de la creación literaria. Ya me referí al relato llamado «Un cuento de Maupassant» donde se habla de que a veces la experiencia nos ofrece constituida la narración, tanto que, no hay más que tomarla y transferirla a palabras. Claro que es un poco exagerado decir esto, pero ello se cumple en fin de la misma manera que se puede incluir en un cuadro un objeto sacado de la realidad práctica. Mencioné también «El colega desconocido», que está basado principalmente, aunque hay ahí mucha elaboración también, sobre una anécdota realmente ocurrida; y las personas que participaron en ella lo saben perfectamente bien -yo no voy a mencionar nombres-. En cuanto a los relatos contenidos en la segunda parte de El jardín de las delicias, relativos a experiencias de la infancia, ciertamente que en mayor o menor medida proceden de recuerdos infantiles míos. Hay uno, por ejemplo, el titulado «Lección ejemplar», en que he procurado mantener una gran parte de los hechos reales recordados de un episodio infantil; he procurado muy deliberadamente salvar la experiencia real; pero con eso y todo contiene mucho de invención. De ese mismo modo hubiera podido utilizar cualquier otro episodio o anécdota, pues los recuerdos de la infancia están muy vivos en mí, como creo que lo estén en todo el mundo. Esos recuerdos tienen un carácter muy conmovedor para el propio sujeto, para el hombre que los ha vivido, y solamente adquieren análoga calidad conmovedora cuando se los transforma objetivándolos en una obra de arte literaria.

-A propósito de esto, va a permitirme usted una pregunta de tipo personal concreto. Sus novelas y relatos tienen la virtud de producir intensamente la ilusión poética, por la que el lector ingenuo identifica a las figuras ficticias con el hombre real que ha escrito la obra. Cuando el narrador es el protagonista hablando en primera persona esa ilusión se hace aún más poderosa, y todavía puede quedar reforzada si el lector es capaz de reconocer en las circunstancias ficticias del narrador algún rasgo o detalle de las circunstancias reales del escritor. Esto ha ocurrido de un modo muy particular con «Fragancia de jazmines»: ¿podría decir algo acerca de la relación que esta novelita pueda tener con su vida personal?

-Ese relato se encuentra en la misma relación con mi vida personal que tantísimos otros acerca de los cuales no sé que se haya producido la vulgar confusión del lector -o no con tanta frecuencia-. Le diré que, aunque en algún sentido ello pueda resultar enojoso, me desenoja el pensar que se debe al éxito de la ilusión poética; y en definitiva me divierte. En verdad, las transformaciones a que en ese relato debieron someterse los materiales de experiencia, es decir, la manipulación del artista, fueron bastante mayores que en otras obras mías donde nadie ha pretendido ver un trasunto de la realidad vivida. En la segunda publicación de «Fragancia de jazmines» ya tuve cuidado de añadir al título entre paréntesis la indicación «Homenaje a Espronceda» para llamar la atención del lector acerca de lo que varios críticos han puesto de relieve: que la novelita es una réplica a El diablo mundo, y que el poema romántico constituye un elemento esencial de la experiencia (experiencia de lector) situada en la base de mi relato. Otro tanto me creí en el caso de hacer cuando publiqué el «Diálogo entre el amor y un viejo», al pedirle a Cela que añadiera como nota al texto un trozo de la carta con que se lo había remitido, señalando el «plagio» del poema de Rodrigo Cota como alternativa para el lector malicioso que quisiera ver ahí un trozo de autobiografía. Esas dos piececitas han sido incluidas con «El Rapto» en una edición crítica admirablemente preparada por Estelle Irizarry, donde se hace hincapié sobre la relación de cada una de ellas con una obra clásica de épocas distintas.

-De acuerdo con lo que usted dice, Ayala, la calidad artística de una obra es independiente de su relación con la experiencia práctica, de que incluya o no elementos, por así decirlo, «crudos» de la realidad.

-Evidentemente, nada tiene que ver. Se puede ficcionalizar una experiencia sin apenas modificarla, o construir la ficción a partir de experiencias heterogéneas muy diversas: desde noticias de periódico hasta fantasías o ensueños, y dar con ello una sensación de realidad muy vivida.

-Entonces ese efecto literario de intensa realidad explicaría el hecho bastante absurdo de que un relato como «La vida por la opinión» donde un personaje ficticio permanece escondido en su propia casa durante nueve años, no se incluyera en la edición de La cabeza del cordero de 1972, primera hecha en España de este libro que ya insertaba dicho relato en la anterior edición argentina, mientras que en la prensa española se había publicado la noticia de situaciones semejantes -hombres escondidos durante veinte y treinta años-, e inclusive se había puesto en escena una pieza teatral con el mismo asunto. Me refiero a Noviembre y un poco de yerba de Antonio Gala, que se estrenó en Madrid en 1967. ¿Por qué, siendo así, no pudo circular en España su narración?

-Sobre esto ya tuvimos una conversación usted y yo que se ha publicado en la nueva edición de La cabeza del cordero, ésta sí, completa ya con «La vida por la opinión». Alrededor de su pregunta especulábamos entonces acerca del hecho de que la literatura puede resultar más real, es decir, más eficaz en cuanto a su impacto sobre la imaginación del lector, que una noticia del periódico. Y hasta quedó ahí deslizada la opinión de que tal vez la indulgencia lograda en su día ante los censores por la obra de Gala fuera explicable por el hecho de que, pese a su tema, el tratamiento que ahí se le da es escapista, o para decirlo en términos más crudos, a que literariamente no es una obra bien lograda, no consigue la ilusión poética.

-Insistiendo de nuevo sobre la relación entre realidad y ficción: algunas de sus obras, Ayala, despiertan en el lector una intensa sensación de cosa real. Me refiero, por ejemplo, a los relatos que mencioné antes: «Fragancia de jazmines», «El rapto», «Diálogo entre el amor y un viejo». La sensación de realidad que esas piezas literarias producen es muy completa, a pesar de que usted mismo, el autor, ha insinuado de alguna manera en cada una de ellas que se trata de recreaciones clásicas, apuntando a sus fuentes respectivas.

-No sólo son recreaciones de obras clásicas, bien conocidas y declaradas por el autor, sino que contienen en sus textos una gran cantidad de otras alusiones literarias muy diversas. Es que el concepto de realismo tal como se ha entendido en el siglo pasado y algunos siguen entendiéndolo hoy correspondía a una particular visión del mundo que ya ha perdido por completo su vigencia. De acuerdo con ella, se pretendía poder captar la realidad mediante el método experimental (recuérdese el libro teórico de Zola, Le roman experimental), que es el método de las ciencias naturales. Naturalmente, había en ello una gran consistencia lógica, pues la realidad era para esa visión del mundo, básicamente, aquello que tales ciencias son capaces de percibir y estudiar. Como mucha gente sigue operando con un concepto ya inservible que sólo ocasiona confusiones, yo procuro eludir la palabra realidad y hablar, acaso, de experiencia. Hablar de «la Realidad» (y puede poner la palabra con mayúscula para mejor entendernos) es suponer que ésta presenta un perfil tan definido e inequívoco que permite a cada cual, ya contemplarla y reproducirla, ya volverle la espalda, o inclusive falsificarla. Todo eso me parece a mí puro dislate.

-Es curioso, en efecto, que entre aquellas obras de usted que más dan al lector la sensación de «realidad» figuren esas recién mencionadas, que son recreaciones de textos clásicos, y que usted ha concebido y desenvuelto con referencia a un paradigma. ¿Podría usted explicar un poco la razón de ese procedimiento creativo que busca su apoyo en una obra de arte previa?

-Usted, Rosario, ha estudiado con mucha dedicación y tino el problema de las alusiones literarias en el conjunto de mi obra de imaginación, y ha señalado oportunamente la función que, en cada caso, esas referencias cumplen. También el libro de Estelle Irizarry trae consideraciones que aclaran la cuestión. Le interesaría leer a este propósito un trabajo de historia del arte escrito por mi hija, donde estudia el mismo problema en un caso concreto de las artes plásticas. Ese trabajo, titulado «El rapto de las hijas de Leucipo (nota sobre una fuente de Rubens)», se publicó en el número de septiembre-diciembre 1977 de la revista Goya. Trata de la reelaboración de ciertas estructuras formales establecidas por Miguel Ángel, que Rubens adopta, haciéndolas pasar de la escultura a la pintura. En pocas palabras: destaca ahí ella el sentido y la potencialidad creadora de ese procedimiento, examinado, como digo, en el campo de las artes plásticas. En cuanto a la ilusión de realidad, de experiencia vivida, que esos trasuntos artísticos pueden acaso dar, todo depende del acierto expresivo. Pensemos que la obra de arte tiene una consistencia, una coherencia y una evidencia mucho mayor que la llamada realidad, y que -según la conocida paradoja de Oscar Wilde- es la naturaleza quien imita el arte, y no al revés. De hecho, la realidad se encuentra configurada por núcleos significativos, «modelos» que orientan la conducta de los hombres. Y entre esos modelos cargados de significado valorativo, las obras de arte, y en particular las del arte literario, tienen una importancia muy destacada. Es algo que, en varias ocasiones y contextos diversos, he intentado señalar yo. Los hombres procuran ajustarse a tales modelos e interpretan según ellos los hechos de la vida. Esos modelos, obras de arte y otros, organizan pues la realidad, inagotable e informe en sí misma.

-Así, pues, usted no acepta el manoseado concepto de realismo, a base del cual todavía siguen formulándose juicios críticos y hasta decretándose excomuniones.

-Es uno de esos conceptos que se vienen repitiendo y arrastrando de un libro a otro, de un artículo a otro, especie de dogmas aceptados sin ponerlos en tela de juicio. Imagínese, dentro de esa corriente, lo que significa ese trillado lugar común del realismo de la literatura española: expulsar de ésta todo lo que no se deja cubrir por tal concepto, y apretar y forzar a un Quevedo, a un Lope, a un Mateo Alemán, para hacerlos realistas quieras que no. ¿Era realista Garcilaso?, ¿lo era Jorge de Montemayor?, ¿o no pertenecen a la literatura española? ¿Y Bécquer?

-En varias ocasiones ha mencionado usted que la realidad supera muchas veces a la ficción; referente a esto recuerdo precisamente dos de sus narraciones: Historia de macacos y «Ciencia e Industria», ésta última de El jardín de las delicias. Cuando aparecieron estos relatos fueron calificados de shocking y de ser el producto de exageraciones de la fantasía. Tiempo más tarde el New York Times insertó unas noticias que en cuanto a lo «increíble» superan a sus relatos. ¿Leyó usted las noticias reales del Times?

-No sólo ésas; recuerde usted lo de «Violación en California». A poco de publicarse en Cuadernos Americanos me escribió Nilita Vientós desde Puerto Rico mandándome un recorte con la noticia de algo sucedido allí que era prácticamente lo mismo, sólo que fueron tres las violadoras en lugar de las dos de mi relato; y en broma me decía en su carta: «Mire que está usted sembrando malas ideas; quién sabe si han leído su cuento y de ahí les vino la ocurrencia.» La verdad es que el hecho se ha repetido después en varios sitios. La realidad y la ficción pueden coincidir y coinciden muchas veces. A este propósito se me ocurre pensar que estamos viviendo en un mundo tan desorbitado y tan absurdo que la realidad supera con frecuencia a la ficción cuando ésta produce una deformación irónica o sarcástica con intenciones satíricas que implican una exageración, y luego resulta que los hechos reales son más exagerados, más estilizados de lo que el escritor se ha atrevido a hacer en su obra. ¿Qué cosas puede uno imaginar y escribir que la realidad no supere hoy día?

-Ya que usted menciona lo absurdo y disparatado de nuestros días, recuerdo que hace poco leí un escrito suyo donde alude a una procesión de homosexuales por la Quinta Avenida neoyorquina, hecho que recoge usted del New York Times y que relaciona con un episodio de El Asno de Oro de Lucio Apuleyo...

-Sí, realmente todo esto de religiones extravagantes y absurdas que yo había antes usado en otros contextos, no en el de la homosexualidad (recuerde El fondo del vaso) tiene sus antecedentes en una época de descomposición social análoga, como lo fue la de la antigua Roma. Allí aparece en efecto una especie de iglesia de homosexuales como las que hoy día están proliferando en este país.




ArribaAbajoLa temática sexual

-Ayala, se ha dicho y repetido que en sus narraciones, sobre todo durante una cierta etapa de su producción, hay un tono desvergonzado...

-Es posible que, en el uso de cierta temática y de cierto tono, me haya adelantado yo a ofrecer perspectivas que hoy, años después, hasta podrían pasar por pacatas, puesto que tan de moda se ha puesto la crudeza. Cuando se publicó en Buenos Aires El As de Bastos, cierta revista publicó un feroz anónimo ataque contra mí, calificando de goliárdico, si mal no recuerdo, mi libro. En sí mismo el ataque era torpe, desenfocado, pues no hay en esas páginas mías nada de la alegría grosera y desenfadada que caracteriza a la poesía de los goliardos, sino que, al contrario, bajo la trama anecdótica, bastante libre a veces, corre una vena elegiaca que impregna al conjunto de cada narración. Esto poco les importaba a los autores de la diatriba, que eran políticos a quienes la literatura no interesa para nada, y que se agarraron a mis ficciones como pretexto para vengarse de un artículo que yo había publicado poco antes criticando -al parecer, en forma irrefutable- la gestión del presidente Frondizi... No piense usted por lo que digo que a mí me disguste la literatura goliárdica, ni siquiera que condene yo la pornografía; sólo que de mis narraciones está por completo ausente lo pornográfico, si por tal entendemos aquellas descripciones que poseen la virtud de despertar, como la cantárida, deseos sexuales. A ninguno de mis escritos de intención artística, por muy crudo que sea su asunto, puede aplicársele la calificación de pornográfico, pues lejos de excitar sexualmente me parece que su efecto ha de ser más bien depresivo sin que esto, de otra parte, pueda considerarse como un mérito o un demérito.

-¿Cuál es, en todo caso, la razón de que usted haya incluido en sus escritos de un modo bastante frecuente esos elementos crudos, relacionados con la sexualidad?

-Puede haber habido más de una razón para ello. En una carta literaria a Rodríguez Alcalá expuse hace años alguna de ellas, hablando del fenómeno, que entonces se insinuaba y ya hoy se halla establecido, de una sexualidad descarada afirmándose en la sociedad frente a la ilustre tradición cultural del amor. De alguna manera he querido dar expresión artística a esa realidad social de nuestros días. Pero, por otra parte, siendo en todo caso el impulso sexual uno de los principales motores de la conducta humana, ineludiblemente vinculada a la biología, ¿por qué no explorar las tensiones a las que él da lugar, los conflictos íntimos que ocasiona dentro del edificio de la cultura en que el hombre habita?

-Pienso precisamente, en alguna de las obritas comprendidas en El As de Bastos, la misma que da título al volumen, o «Una boda sonada»; y pienso en el Diálogo entre el amor y un viejo...

-Vea: en efecto todas esas piezas son, bajo una superficie a veces festiva -aunque, más bien, cómica- profundamente tristes, elegíacas. El «diálogo» que usted ha mencionado, siguiendo el modelo que sigue, es decir, el de Rodrigo Cota, responde a una inspiración ascética, con la melancolía, la desolación de la forzada renuncia. Y en cuanto al que sin duda es el más shocking de todos, «Exequias por Fifí», cuyo mal gusto me reprochó Antonio Tovar en un artículo, puede ser entendido a primera vista, o a primera lectura, como una sátira bastante cruel contra la homosexualidad; pero lo que hay ahí, en verdad, es una expresión patética de la angustia íntima brotada de una situación imposible. Por grande que sea la permisividad social, la aprobación y hasta si se quiere el aplauso que reciba hoy la que en un tiempo se consideró intolerable y punible nefanda anomalía, no creo que nunca deje de ser profundamente trágica la condición de un ser humano que se siente irreconciliable con su propio sexo; y esto es lo que clama en el fondo de mi diálogo.

-Hablaba usted de una superficie más bien cómica que festiva...

-Sí, lo festivo implica alegría quizá un poco superficial, pero la comicidad puede ser una manera indirecta, estilizada, de expresar lo doloroso. Y en ese diálogo de la pareja homosexual puede verse un buen ejemplo de lo que digo. La adaptación de las puras convenciones sociales -ceremonias tales como las que acompañan al alumbramiento y bautizo de una nueva criatura dentro de un matrimonio, o las expresiones de duelo por la muerte de un ser querido- a una realidad tan incongruente como la ahí representada produce un efecto indudablemente cómico; pero bajo esa comicidad late la angustia irremediable de quienes son protagonistas de la comedia.

-¿Y por qué ha preferido usted, en esa y en otras muchas ocasiones, presentar lo doloroso o problemático de la sexualidad en clave cómica?

-La especie humana no es ajena a la biología; es una especie animal. El hombre es también un animal, aunque viva en tensión hacia la esfera del espíritu -lo que llamamos cultura-. Generalmente espiritualiza los impulsos animales mediante la educación, y puede convertir por ejemplo la necesidad de alimentarse en un acto religioso, el ágape; en un banquete, en una ceremonia social. Todas las necesidades tratan de espiritualizarse en una forma u otra, y el que brote de pronto la necesidad física dominando las convenciones de la cultura como en ocasiones ocurre, produce un desnivel de efecto hilarante. El sexo es entre las necesidades naturales, quizá la de más posibilidades cómicas, porque está relegado a mayor clandestinidad; y así, cuando surge rompiendo la cubierta de las convenciones que lo recubren, y la urgencia biológica descarta las pretensiones decentes de amor o matrimonio, la situación puede resultar sumamente cómica. Ortega y Gasset cuenta en algún sitio (no recuerdo bien si lo escribió pero en todo caso yo se lo oí contar de viva voz) algo muy divertido sobre un torero quien, invitado por una aristócrata a tomar el té, escuchaba taciturno a la señora hablándole de la fascinación de la fiesta de toros, de cosas muy espirituales, y volviendo una y otra vez a sus temas elevados en vista de que él no decía una sola palabra; hasta que por fin, en una pausa, el hombre le lanzó esta perentoria intimación: esnúate.

-Ayala, la forma en que usted suele presentar el sexo en los «Diálogos de amor» produce en el lector una impresión más bien patética; y no sólo en estos relatos, pues recuerdo por ejemplo una escena de Muertes de perro entre la hija de don Luisito, recién muerto su padre, y el secretario Tadeo Requena, escena que deja una impresión desoladora...

-Es cierto; mi manera de presentar la sexualidad ofrece a veces una versión cómica y a veces la versión abismática; pues el sexo es uno de los caminos por donde el ser humano se hunde en la nada, llega al anonadamiento, con la conocida tristitia post coitum, la pequeña muerte.



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