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ArribaAbajoCapítulo XXV

Reinado de Felipe II


Cortes de Valladolid de 1558. -Cortes de Toledo de 1559.

Cortes de Valladolid de 1558.

Estaba Felipe II, Rey de España, guerreando con Enrique II de Francia, y le vencía en Gravelines, a tiempo que se celebraban las Cortes de Valladolid de 1558. Habíalas convocado la Princesa de Portugal, gobernadora del reino, y fueron las primeras de aquel reinado859.

Expidiose la convocatoria en dicha villa el 21 de Febrero, llamando a los procuradores para el 27 de Abril.

Pasaron inadvertidas estas Cortes como las precedentes, y así es que los más de los historiadores no se cuidan de transmitir su memoria a la posteridad. El silencio arguye la frialdad de la noticia, y aun de todas las relativas a la celebración de Cortes, que cada día iban perdiendo una parte de su importancia.

Sirvieron con 454 cuentos según costumbre, porque, además de ir de vencida el plazo regular de tres años, eran muchas y grandes las necesidades del Rey que pedía dinero apriesa, y apuraba al Consejo de Hacienda para que por todas las vías posibles lo buscase; y cuando se tomaba prestado y se acudía a los arbitrios más ruinosos, es claro que el objeto principal de la reunión de las Cortes no podía ser otro que pedir al reino el servicio ordinario y extraordinario a que estaba obligado860.

Suplicaron los procuradores, en primer lugar, que el Rey viniese a residir en estos reinos, ya porque importaba a la seguridad y reposo de su persona, y ya porque así convenía al bien general. Recelaban que siguiese el ejemplo del Emperador, cuyas largas ausencias no podían olvidar los Castellanos.

Querían que antes de fenecer aquellas Cortes fuese jurado el Príncipe D. Carlos, que procurase casarle, y que le pusiese casa al uso y modo de Castilla, «que es la propia y muy antigua y menos costosa.» Tenían por injuria el uso y modo de Borgoña; pero no se dolían menos de «las grandes costas y excesivos gastos que bastaban para conquistar y ganar un reino.»

Agradeció la Princesa en nombre del Rey, su hermano, la voluntad de los procuradores, a quienes halagó con buenas esperanzas.

Renovaron la petición para que el Rey acrecentase los salarios de los del Consejo, y la ampliaron a los de Indias y Órdenes, y a los presidentes y oidores de las Audiencias de Valladolid y Granada, «por ser los que tienen tan pequeños (decían) y de tiempos tan antiguos, quando las cosas valían poco y por la carestía de estos tiempos; porque no tienen con qué poderse sustentar, y viven gastados y adeudados, y no tienen con qué poder tener la costa y autoridad que merecen sus personas y sus oficios, siendo tan preeminentes.»

Fijaban el salario conveniente a los Consejeros, Contadores mayores, Alcaldes de la Casa y Corte y Chancillería en 400.000 mrs., o por lo menos 1.000 ducados, y el de los Oidores en 800 ducados al año, «porque con esto servirán con más contento y menos necesidad, y se excusarán de entender en otros negocios y comisiones, y holgará cada uno de permanecer y estar en su oficio, sin sospirar por otro ni negociarlo.» La respuesta fue evasiva, y no se proveyó nada.

Las peticiones acerca de la administración de la justicia son verdaderas repeticiones de las que hicieron los procuradores en casi todas las Cortes celebradas en el reinado de Carlos V. La dilación de los pleitos, las apelaciones a los concejos, la décima de las ejecuciones, las extorsiones de los escribanos y alguaciles, los derechos excesivos, la participación de los jueces en las penas pecuniarias etc., son cosas sabidas y tratadas muchas veces por los procuradores.

Hay de nuevo el torpe abuso de los corregidores y jueces de residencia que durante el tiempo de sus oficios, con necesidad o sin ella, tomaban dinero prestado a las personas que litigaban ante ellos, «que es manera de sobornarlos y tener los gratos, para que hagan sus negocios y los ajenos»; y no era menos escandaloso que en los pleitos de hidalguía se dejasen engañar los fiscales con avisos falsos, o corromper con dinero por personas de mala voluntad que por satisfacer sus pasiones se hacían delatores secretos (encubriéndolos el fiscal), y vengaban sus enojos y enemistades a salva mano, pues ni juraban la delación, ni se obligaban a pagar las costas del proceso. Solamente tres peticiones de las indicadas fueron atendidas, mandando la Princesa que en las Audiencias de Valladolid y Granada bastasen dos oidores para ver y determinar los pleitos de 100.000 mrs. abajo en lugar de 80.000; que las apelaciones a los concejos en los pleitos menores de 6.000 mrs. se elevasen hasta la cantidad de 10.000, y que los tenientes de merinos mayores no volviesen a tener el mismo oficio en la misma merindad antes de ser pasados tres años, porque nadie se atrevía a denunciar las vejaciones que cometían, «sabiendo que luego han de tornar a tomar la vara.»

Las reformas que solicitaron en lo tocante a la legislación civil se refieren a los matrimonios clandestinos, a la declaración de las dudas que suscitaba la inteligencia de las leyes 26 y 29 de Toro, y a la represión y castigo de los fraudes que se cometían a título de alzamiento de bienes.

En cuanto a lo primero nada hay de nuevo. Lo segundo se fundaba en la distinta interpretación que a dichas leyes daban los jueces y expositores, y lo tercero porque lo proveído en las Cortes de Valladolid de 1555 no remedió el mal de que los procuradores se quejaron, pues la pragmática de Toledo de 1502 no era aplicable a los cambiadores, mercaderes y tratantes que se decían quebrados y no alzados, para robar y hartar las haciendas ajenas. La impunidad aumentaba el atrevimiento de los deudores de mala fe, al extremo que los procuradores hubieron de pedir contra ellos «una pena corporal, o de vergüenza, o de galeras, o que se les ponga la argolla» por públicos ladrones.

De estas tres peticiones, únicamente la relativa a concordar las dos leyes de Toro mereció ser estimada como asunto digno de platicarse en el Consejo.

Recordaron los procuradoras de pasada la conveniencia de mandar al licenciado Arrieta que con toda brevedad acabase la recopilación de las leyes y pragmáticas en que estaba entendiendo.

La obstinación de los jueces eclesiásticos en conocer de las causas de legos, el abuso de las censuras contra los seculares que defendían la jurisdicción temporal, su resistencia a cumplir las cartas de ruego del Consejo, y el modo de proceder de los frailes, fuesen generales, provinciales o vicarios, en sus visitas a los monasterios de monjas, prestaron argumento a varias peticiones ya respondidas, como dijo la Princesa.

La prorogación del encabezamiento por veinte años para evitar la subida a que daban lugar las pujas de los arrendadores; la reducción a dinero del pan que debía pagar el reino; el desigual repartimiento del subsidio en favor de las dignidades y canónigos de las iglesias catedrales a costa de los beneficios y capellanías del obispado; la exención de los hospitales y monasterios de monjas observantes a causa de su pobreza; el abuso que de sus privilegios hacían los monederos y los oficiales de las casas de moneda; el acopio y reventa de la sal por los recaudadores de las salinas; la carga, siempre mal distribuida, del aposento de corte, y la ruina de la contratación de las Indias por el embargo del oro y plata que venía en las flotas y galeones para los particulares, son antiguas peticiones de los procuradores en materia de tributos.

Las principales quejas que dieron se referían a la venta de algunas villas y lugares, vasallos y jurisdicciones, cortijos, términos y dehesas concejiles, cotos, pastos y alijares, ya pertenecientes al patrimonio real, ya de la propiedad de las ciudades, villas y lugares del reino, porque de todo se hacía almoneda en aquellos tiempos de tantas necesidades y trabajos.

También se vendían alguacilazgos, merindades y otros oficios de justicia, alferecías, regimientos, juradurías, hidalguías, tenencias, y en fin, todo lo que podía producir dinero, habiendo quien lo comprase.

De lo que más se agraviaron los procuradores fue de la imposición de dos ducados por cada, saca de lana que saliese del reino para Flandes, y tres si para Italia. Reclamaron con calor la supresión de este tributo nuevo, «tan en perjuicio de los súbditos y naturales y del estado de los caballeros hijosdalgo y otras personas exentas y contra sus libertades», y alzando la voz dijeron al Rey que no era costumbre imponer nuevos derechos sobre lanas y otras mercaderías, «teniéndolos prohibidos por leyes y pragmáticas que de justicia y honestidad deben guardar los Reyes, y menos estando los reinos asaz cargados con alcabalas, almojarifazgos y otros derechos por mar y por tierra con servicio y montazgo, puertos secos, aduanas, pasajes, pontazgos y moneda forera, servicios particulares y gente de guerra, y cuando es menester con sus personas. «Y esto debería bastar en cualquier tiempo próspero y abundoso (añadieron), y más en este, donde hay tantas necesidades y pobrezas.»

Es acaso la petición más notable del cuaderno, así por las noticias que contiene acerca de los tributos, como por el vigor con que expresan sus quejas los procuradores. La Princesa excusó la imposición de los nuevos gravámenes con las grandes necesidades que se habían ofrecido; mas, en fin, prometió tomar consejo en lo tocante al derecho de las lanas, y no enajenar los oficios de justicia.

La carestía de los mantenimientos estimuló a los procuradores a insistir en la rigorosa observancia de las leyes que prohibían revender el pan, sacar granos y ganados del reino, matar terneras y ejercer la regatonería, a cuyo trato continuaban aficionados los veinticuatros, regidores y jurados de las ciudades y villas.

Algo más pidieron los procuradores, a saber, que no se matasen corderos, ni se arrendasen las dehesas a pasto y labor, «por la falta de yerba, que es la causa de la carestía»; pero hubieron de contentarse con la prohibición impuesta a los regidores y jurados de tratar en bastimentos, so pena de perder los oficios.

Tuvo buena suerte la petición relativa a los pósitos, pues mandó la Princesa que ni en el pan, ni en el dinero que constituían su caudal, se pudiese hacer ejecución por deuda alguna del concejo.

Recordaron los procuradores lo respondido en las Cortes de Valladolid de 1555 acerca de la conservación de los montes, cuyo capítulo estaba sin proveer, aunque urgía el remedio, y trataron de la caza y pesca no sin cierta novedad.

Para poner orden en el cazar y pescar (materia de gobierno enlazada con la policía de los abastos) se dieron dos pragmáticas, ambas en Madrid, a 11 de Marzo de 1552. Hubo con este motivo diferencia de pareceres y votos entre las ciudades. Unas estaban por la libertad, recelosas de las penas, achaques y molestias que solían hacer las justicias por sus particulares intereses: otras deseaban esta libertad para las personas que cazaban por vía de pasatiempo, y no para las que vivían de la caza, y otras, en fin, defendían la pragmática.

Los procuradores no sabían cómo cumplir con sus ciudades, y en esta perplejidad tomaron la resolución de pedir que se guardase lo proveído en las que lo quisieren y se hallaren bien con ello», y en las que sintieren lo contrario rigiesen sus ordenanzas confirmadas por el Consejo; pero no se hizo novedad.

La razón de la discordia no se ocultó a los procuradores, pues dijeron que según la diversidad de las provincias de estos reinos y de las disposiciones dellas, pocas cosas se pueden proveer generalmente, que aunque sean provechosas para algunas, no sean dañosas y tengan inconvenientes para otras»; razón que milita con más fuerza que la ordinaria en una ley de caza, sobre todo al fijar el tiempo de la veda.

Entendieron los procuradores que una de las industrias más descuidadas, con ser de general utilidad, era el herraje de las bestias, «que no tiene otra moderación ni otra tasa sino la voluntad de los herradores», y pidieron se pusiese coto al abuso de gastar mala labor y muy falsa, y se moderase el precio que llevaban los albéitares por la cura de los animales enfermos, siendo las cosas que han menester comunes y poco su trabajo.

Si parece nimia la petición, no es culpa de los procuradores que solicitan la reforma de la pragmática y arancel de los herradores, dada y pregonada en la villa de Ocaña a 27 de Febrero de 1531.

También suplicaron que se permitiese labrar toda suerte de paños de veinteno abajo, «sin embargo de cualquier cosa que esté prohibida y mandada al contrario, porque así conviene al bien de la cosa pública.» Aludían los procuradores a las ordenanzas para el obraje de los paños dadas en Sevilla el 1.º de Junio de 1511, que contienen ciento veinte y ocho leyes capaces de ahogar la industria más robusta y floreciente. La Princesa mandó que se viesen para resolver la petición con pleno conocimiento de causa.

Un juez de comisión de sacas de cosas vedadas estableció casas de aduana entre Galicia y los reinos de León y Castilla, «con otras novedades nunca vistas ni oídas», como si no perteneciesen los tres a la misma Corona real. Los procuradores se alarmaron, porque de Galicia venían todos los pescados, muchos ganados y otros bastimentos y mercaderías, y pidieron que lo hecho por D. Pedro Coello contra la libertad del tráfico interior se revocase; a lo cual respondió la Princesa que se informasen los del Consejo y lo proveyesen de manera que no se hiciese novedad ni agravio.

A la petición para que se pudiesen sacar paños y sedas tejidas a fin de que hubiese comercio y entrasen dineros de otras partes en estos reinos, dio la Princesa satisfacción cumplida con la pragmática de Valladolid de 23 de Julio de 1558.

Las que tenían por objeto la igualdad de las medidas del pan y el vino, labrar moneda de vellón y declarar el valor de los sueldos, maravedises de oro y de la moneda vieja y de la buena moneda de los áureos y marcas de oro, son conocidas.

También lo son las relativas a la igualdad de las espadas y estoques, para que no hubiese ventaja en las armas, sino en los corazones y destroza, y al uso libre de las ofensivas y defensivas en todos los lugares, fronteras de África y de otros enemigos y diez leguas más adentro, lo cual no fue otorgado, sin duda por recelo de los moriscos, siempre sospechosos de secretas inteligencias con el Turco y de acechar la ocasión de rebelarse.

El reparo de los caminos y puentes, que estaban intransitables a causa de las grandes aguas, muy en perjuicio de los pasajeros y del comercio en general por los rodeos y gastos que hacían las carretas, pasando sus dueños muchos trabajos, y la corrección del antiguo y arraigado abuso que cometían los protomédicos en dar licencia para curar a personas inhábiles, ya por ruegos y negociaciones, ya por dinero, son peticiones que vienen de lejos, y fueron más atendidas en estas Cortes que en las pasadas.

En efecto, mandó la Princesa al Consejo dar las provisiones necesarias a fin de reparar los caminos y puentes, y asimismo proponer lo conveniente acerca de prohibir o no prohibir el ejercicio de la medicina y cirugía a quien no fuere examinado y graduado por alguna de las Universidades de Salamanca, Valladolid o Alcalá (que eran las principales), o por el Colegio de Bolonia, probando, además de sus estudios, la práctica durante dos años cumplidos con dos médicos o cirujanos antiguos, doctos y de mucha experiencia.

La confianza que los procuradores tenían en las cartas de examen y títulos académicos era fundada. A la de Alcalá, una de las más insignes de ambos reinos, concurrían por este tiempo «a oír las sciencias que en ella se leían», los hijos de los señores y caballeros y otras personas de calidad. La aplicación de los estudiantes se resentía, sin embargo, de la demasiada libertad que gozaban, perdido el temor de la justicia. Cometían muchos delitos que los desasosegaban y apartaban del estudio, y quedaban sus culpas sin castigo, porque el rector atendía más a complacerlos por fines particulares de la Universidad, así de cátedras como de negocios, que a conservar la necesaria disciplina. Por estas razones pidieron los procuradores un juez de letras y autoridad, extraño al claustro, a quien se cometiese la jurisdicción académica; reforma acerca de la cual había ya platicado el Consejo.

Dieron algunas personas en traer de Berbería y otras partes esclavos judíos. Alarmáronse los procuradores, porque habían comenzado a dogmatizar y enseñar la ley de Moisés a otros tornadizos o conversos, y a propagar su mala doctrina por el reino al punto de intervenir el Santo Oficio, que hubo de prender y castigar a varias personas. Para atajar el mal, pidieron que no entrasen más esclavos judíos, y los que hubiese de presente se tornasen cristianos o fuesen echados a galeras.

La Princesa respondió con más moderación y templanza que se guardasen las pragmáticas de Granada de 1492 y 1499, aunque los judíos fuesen esclavos; «y si algunos los tuviesen (dijo) que dentro de dos meses dispongan dellos, de manera que se tornen cristianos, o se vayan, o los envien de estos reinos.»

Los capítulos generales dados en las Cortes de Valladolid de 1558 fueron remitidos al Rey a Flandes, y aun no se habían proveído en Setiembre de 1560. No era extraño, pues había otros muchos pendientes de respuesta y determinación desde las de Valladolid de 1523, no obstante que versaban «sobre cosas muy necesarias y provechosas concernientes al bien público y a la buena gobernación de estos reinos.» Tan poca era la autoridad de las Cortes a mediados del siglo XVI.

Hablando un historiador moderno de las de Valladolid de 1558, nota que las contestaciones del Rey eran casi todas ambiguas como su carácter, y que en estas primeras de Felipe II apenas se hizo a los procuradores una concesión categórica, ni se les dio una respuesta explícitamente favorable861.

Para que en la ambigüedad, o mejor dicho, en la sequedad de las respuestas a las peticiones hechas en las Cortes de Valladolid de 1558 se reflejase el carácter de Felipe II, faltaba la presencia del Rey, que se hallaba en Flandes. Por otra parte, las fórmulas concisas y el poco fruto que sacaron los procuradores, son circunstancias comunes a estas Cortes y a las de Madrid de 1551 y Valladolid de 1555 celebradas en tiempo del Emperador.

No es exacto que apenas se hubiese hecho a los procuradores una concesión, ni se les hubiese dado una respuesta explícitamente favorable. La mayor facilidad en el despacho de los pleitos menores de 10.000 y 100.000 mrs.; la determinación de no vender oficios de justicia; el privilegio concedido a los pósitos de no responder de las deudas de los concejos; la prohibición de tratar en bastimentos los regidores y jurados de las ciudades y villas del reino; la expulsión de los esclavos judíos; la reparación de los puentes y caminos; la supresión de las aduanas entre Galicia y León y Castilla, y la suspensión de la pragmática de Madrid de 1552 que prohibía sacar panos para Portugal, son verdaderas e importantes concesiones que se hicieron a los procuradores.

La valentía que honra mucho a los diputados castellanos, según el historiador citado, solamente resplandece en dos ocasiones, esto es, cuando piden al Rey que se vaya a la mano en la venta de villas, lugares, vasallos y jurisdicciones de su patrimonio, cortijos, términos y dehesas concejiles, y que alce el nuevo tributo sobre las lanas, del cual se dieron por agraviados. En las demás peticiones usaron de un lenguaje comedido, y a veces humilde.

No pretendemos levantar ni abatir las Cortes de Valladolid de 1558, sino poner la verdad en su punto, conformándonos a las leyes de la historia. Por eso mismo importa advertir que si en las Cortes de Madrid de 1551 y Valladolid de 1555 y 1558 se hicieron pocos ordenamientos y se dieron pocas respuestas favorables, debe atribuirse a que la Princesa Doña Juana temió excederse de sus poderes limitados. Era caso arduo adivinar el pensamiento de Felipe II en tantas y tan diversas materias de gobierno.

Cortes de Toledo 1559.

Desembarcó el Rey en Laredo el 29 de Agosto de 1559, e hizo su entrada en Valladolid, asiento de la corte, de España, el 8 de Setiembre862. En 9 de Octubre convocó las Cortes para el 12 de Noviembre en Toledo, con el objeto de prestar el juramento debido al Príncipe D. Carlos. En 20 de Enero de 1560 despachó nueva cédula, mandando a las ciudades y villas ampliar los poderes de sus procuradores, a fin de que al mismo tiempo jurasen al Príncipe y celebrasen Cortes generales863. Fueron las primeras que Felipe II autorizó con su presencia y las segundas de su reinado.

Recibido y jurado el Príncipe por heredero de los reinos de León y Castilla en 22 de Febrero de 1560, continuaron las Cortes, y duraron más tiempo que el ordinario, según consta del cuaderno de peticiones864.

Hay historiador que supone sin fundamento que unas son las Cortes de la jura y otras distintas las que trataron de los negocios públicos, lo cual admitido, sería forzoso admitir la celebración simultánea en una misma ciudad de dobles Cortes generales, cosa nunca vista865. La cédula de 20 de Enero arriba citada excluye toda duda.

No la hay en que las Cortes concedieron algún servicio en esta ocasión. Cabrera cuenta que el Rey hizo su proposición, en la cual dijo que las necesidades eran grandes, las deudas muchas, los intereses crecidos y pocos los medios de que disponía para formar armada capaz de proveer a la defensa de tantos estados esparcidos por el Océano y Mediterráneo, por cuyas razones esperaba de sus buenos vasallos que le concederían cualquier imposición para pagar el dinero conque le sirviesen. Los procuradores (añade Cabrera) le dieron las gracias, y prometieron servirle como pudiesen866.

Lo único que hemos podido rastrear es que, a pesar de que estaban corriendo el servicio ordinario y extraordinario concedidos en las Cortes de Valladolid de 1558, las de Toledo de 1560 otorgaron a Felipe II otro extraordinario de 150 cuentos, abandonada la idea de imponer un nuevo tributo867.

Felicitaron los procuradores al Rey por su venida tan deseada y por su venturoso casamiento con Isabel de Valois, llamada de la Paz, a causa de haberse concertado como prenda de la que se ajustó entre España y Francia en Cateau-Cambresis el año 1559. Deseaban los procuradores que cesase la ocasión de tantas guerras con los príncipes cristianos, y de andar el Rey peregrinando, y poner su persona en necesidad de salir del reino con tan grandes trabajos y peligros como había pasado.

Rogáronle que tuviese por bien visitar las ciudades y villas para que los pueblos se alegrasen con su presencia y él pudiese conocerlos, y que moderase los gastos de su estado y mesa, que eran excesivos; a todo lo cual respondió Felipe II agradeciendo la buena voluntad de los procuradores y sembrando esperanzas que no dieron fruto.

Pidiéronle que mandase proveer con toda brevedad los capítulos suplicados en las Cortes anteriores de Valladolid de 1558 juntamente con los de estas de Toledo de 1559. Poco importaba responder a las peticiones, si el Rey no daba las pragmáticas consiguientes, o no despachaba el Consejo las provisiones necesarias para que lo respondido se llevase a ejecución.

También le suplicaron que no enajenase villas, lugares ni jurisdicciones, sino que por todas las vías posibles conservase entero el patrimonio real, y aun reintegrase y restituyese a la corona lo enajenado, devolviendo el precio a los compradores. Felipe II excusó las enajenaciones con las grandes y urgentes necesidades que se habían ofrecido, y prometió poner remedio en lo adelante; promesa más fácil de hacer que de cumplir.

Disgustaba la desmembración del patrimonio real a los procuradores, no sólo porque empobrecido el Rey lo sentía el reino obligado a pagar mayores tributos, sino porque los súbditos y vasallos que pasaban a la jurisdicción de los particulares recibían de sus señores grandes desafueros e injusticias.

Tiempo había que los procuradores solicitaban varias reformas en el Consejo. Ahora se quejaron de la tardanza en la determinación de los negocios, ya por ser muchos, ya porque los del Consejo estaban ocupados en diferentes comisiones del servicio. Unos asistían al de la Cámara o de las órdenes, otros a la Contaduría mayor, y otros eran asesores y consultores de la Santa Inquisición.

Por entender en estas ocupaciones extraordinarias percibían ayudas de costa que añadían a sus cortos salarios; mas los procuradores hallaban mejor acrecentárselos, que distraerlos de sus principales obligaciones, en perjuicio de los que, teniendo negocios en el Consejo, nunca los encontraban en sus posadas para hablarles e informarles de sus pleitos.

Análoga a esta petición dieron otra para que nadie tuviese más de un oficio en la corte, pues de tener varios una sola persona se seguía el mal despacho de todos; y como la cortedad de los salarios de algunos (decían) es causa de poner muchos en una cabeza, es justo que se les señalen competentes.

Pasando los procuradores de los oficios de la corte a los de justicia y gobernación de los pueblos, no disimularon la gran necesidad que había de proveerlos en personas de méritos, letras y experiencia, y de buena vida y costumbres, porque un hombre a quien se encomienda el gobierno de una provincia, y ha de ser el espejo en que tanta gente se mire, debe reunir partes y calidades que sirvan de ejemplo.

Todo lo halló bueno Felipe II, prometiendo tener cuidado de proveer lo conveniente a su servicio y a la expedición de los negocios.

Legó Carlos V a su sucesor una administración de justicia muy viciosa, con accidentes de corrompida. Repitieron los procuradores las antiguas quejas contra la dilación de los pleitos por culpa de los jueces y las cédulas de suspensión que cerraban la puerta a seguir cada uno su justicia, a lo cual respondió Felipe II que no se diesen en adelante.

Los jueces que el Consejo mandaba ir en comisión a costa de las partes, alargaban las diligencias por devengar mayores salarios, y los de cuentas que debían dar los concejos, pedían, con el mismo propósito, las que ya estaban vistas y pasadas.

Los pleitos menores de 10.000 mrs., en los cuales por excusar costas y gastos cabía la apelación de las justicias ordinarias a los ayuntamientos de las ciudades y villas según lo proveído en las Cortes de Valladolid de 1558, daban ocasión a dificultades que aumentaba la malicia de los escribanos en perjuicio de las partes, y principalmente de los labradores y forasteros, que muchas veces, «por no los seguir, desamparan los negocios.»

Los derechos excesivos de los Contadores mayores por falta de arancel que los limitase, a pesar de lo determinado en las Cortes precedentes; la exacción de los debidos a los relatores antes de la vista de los procesos; los superiores a la tasa que cobraban los escribanos por los autos y escrituras en que intervenían, y los abusos de los alguaciles que los jueces de las cabezas de partido enviaban a los lugares de su jurisdicción a prender por delitos o ejecuciones, nada de esto movió a Felipe Il a salir del camino trillador por su antecesor poco amigo de novedades.

Perseverando en su sistema respondió que se guardasen las leyes a las peticiones acerca de los mercaderes y otras personas que se alzaban en fraude de sus acreedores, y de los hijos menores de veinte y cinco años que se casaban contra la voluntad de sus padres.

Atendió más la relativa a la declaración de las leyes 26 y 29 de Toro, pues mandó al Consejo que le consultase la resolución conveniente; y respecto de lo suplicado acerca de los pleitos sobre bienes de mayorazgo, proveyó que el Consejo los viese y determinase en cuanto a la posesión, y ante las Audiencias se ventilase solamente el juicio de propiedad.

A la petición para que se abreviase la obra de recopilar las leyes del reino, respondió Felipe Il que, según era informado, el licenciado Arrieta la tenía en tales términos que pronto la acabaría. Debió morir sin duda poco después sin darle la última mano, porque del cuaderno de las Cortes de Madrid de 1563 consta que el Rey nombró al licenciado Atienza, del Consejo, para que reviese y acabase la recopilación en que entendía el licenciado Arrieta868.

Si mal andaba la administración de la justicia en lo civil, todavía era peor en lo criminal. La tardanza en despachar las causas tenía las cárceles llenas de presos; y como las cárceles de aquel tiempo más servían de tortura que de custodia, inocentes y culpados pasaban grandes miserias y trabajos. La razón de distinguirlos pleitos en mayores y menores no fue admitida en los procesos por delitos graves y leves, de lo cual se seguía que muchos procesados, con el ansia de recobrar su libertad, consentían las sentencias de los jueces inferiores, aunque fuesen injustas y apelables.

Prohibía la ley a los criados y allegados de las justicias hacer denuncias, y sin embargo, para tener color de hacerlas, pedían a sus amos que los nombrasen alguaciles de campo y espada, con cuyo título denunciaban falsamente y cohechaban a las personas denunciadas por sacar algo de ellas con el favor de sus patronos.

Continuaban los oficiales y mozos de los escribanos recibiendo las informaciones sumarias de los delitos, y sucedía que unos eran inhábiles y otros se dejaban sobornar, «y muchas veces se prueban delitos que no se cometieron (decían los procuradores) y otros que se cometieron se disimulan.»

Subía el mal de punto con «la gran soltura y desorden en testigos falsos, porque es cosa tan usada que se tiene entendido en las provincias y pueblos donde hay abundancia dellos, como se sabe que la hay de mercaderías y otras cosas, y así se platica en ello como si fuese cosa lícita... y se sabe y dice públicamente que en aquellas partes por dineros se hallarán quantos testigos quisieren»; triste ejemplo de las costumbres de nuestros antepasados, que ni aun se cuidaban de pagar el último tributo que el vicio rinde a la virtud en la hipocresía.

Cuando el pariente más próximo en grado de consanguinidad del muerto u ofendido perdonaba al delincuente, luego salían otros de grado más remoto a mantener la acusación, «más por él interese que dello pueden haber, que porque se haga justicia», y se abrían de nuevo los procesos, y resucitaban las pasiones y escándalos, y se ponía en duda la validez del perdón que el Rey había otorgado.

Las mercedes de penas y confiscaciones antes de sentenciar las causas o después, pero sin que todavía las sentencias hubiesen pasado en autoridad de cosa juzgada, torcían el curso de la justicia en favor de las personas que las alcanzaban.

La visita de los tribunales para conocer a los jueces, premiar a los buenos y castigar a los malos, había caído en desuso, o los visitadores no eran personas tales cuales convenían al ejercicio de su rigoroso ministerio.

Una justicia tan mal administrada no era temida, porque la mayor severidad de las penas se estrella contra las esperanzas de la impunidad. Por eso los estudiantes de Alcalá, acogidos a su fuero eclesiástico y seguros de la protección del rector de la Universidad, tenían en continuo rumor y alboroto el vecindario.

Muchos hombres dejaban sus oficios por hacerse holgazanes. Unos, huyendo de trabajar, buscaban manera de vivir en ser procuradores y seguir pleitos ajenos, engañando a las partes, sacándoles el dinero y perdiendo los negocios. Otros entraban de lacayos en las casas de los grandes y caballeros, abandonando sus mujeres y sus hijos y las labores del campo, de suerte que escaseaban los peones para cavar y segar y demás menesteres de la labranza, y muchos se daban a la vida libre y viciosa, parando en rufianes.

Por disimular con los vagamundos pululaban los ladrones en España. Esta gente (dijeron los procuradores) trae cadenas y aderezos de oro y ropas de seda, y sus personas muy en orden, sin servir a nadie, y sin tener hacienda, oficio ni beneficio; y sacado en limpio, unos se sustentan de ser fulleros y traer muchas maneras de engaños, y otros de jugar mal con naipes y dados, y otros de hurtar: y hay entre ellos capitán de ladrones que trae sus cuadrillas repartidas en las ferias y por todo el reino, y lo que se hurta en unos pueblos se lleva a vender a otros, y muchos se sustentan de ser rufianes, que es la más perniciosa y mala gente que hay en el mundo.

Tan notoria era la necesidad de reformar la legislación civil y criminal y de corregir los excesos y abusos de la magistratura, que apenas se comprende cómo Felipe II, de quien escribe Cabrera que fue amado y temido por sus buenas leyes y su gran celo de justicia, otorgó solamente cuatro peticiones de las muchas que van indicadas, a saber: que en adelante no daría cédulas de suspensión de pleitos; que las Audiencias tuviesen cuidado de ver cada semana un pleito, por lo menos, de los sentenciados a galeras; que no haría merced de confiscaciones y penas de cámara, mientras la sentencia no fuese pasada en cosa juzgada, y que había mandado visitar las Audiencias conforme a lo suplicado. A las demás peticiones respondió que se guarden las leyes, está bien proveído, se platicará en el Consejo o no conviene hacer novedad.

Las diferencias entre la Inquisición y las justicias ordinarias sobre los pleitos y causas de los criados y familiares del Santo Oficio, y los encuentros de éstos con los capitanes que ejercían jurisdicción sobre la gente de guerra, suscitaban debates muy vivos.

Los capitanes pretendían que a ellos les tocaba prender y castigar a los soldados delincuentes, y los jueces se quejaban de que en vez de castigarlos los pasaban de un pueblo a otro. El caso era nuevo, y el Rey obró con discreción al nombrar personas que tratasen la materia, y le consultasen para resolver lo conveniente.

Suplicaron los procuradores a Felipe II que mandase moderar y limitar los intereses de las grandes sumas de mrs., que debían ser excesivos, al punto de consumir, si se pagasen por entero, todas las rentas Reales, así ordinarias como extraordinarias, y los servicios que concediesen las Cortes. Era, en suma, la bancarota; arbitrio (si tal nombre merece) a que acudid más tarde con necesidad inevitable, muy en perjuicio de su hacienda y de su fama, sin advertir los maldicientes que el mérito de la invención pertenece a los procuradores.

Las nuevas aduanas entre los puertos de Castilla y Portugal, los agravios de los aposentadores de la corte, y la licencia de la gente de las guardas que tomaba por fuerza los bastimentos a sus huéspedes y no los pagaba, y además les destruía las casas y haciendas, eran peticiones antiguas y justas, pero con todo eso mal despachadas.

La provisión de beneficios por el Papa en personas que no conocía y sin ser informado de sus letras y costumbres, y la facilidad con que se daban cartas de naturaleza a los extranjeros, disgustaban a los procuradores que clamaron por el remedio.

A lo primero respondió Felipe II que había escrito a Su Santidad, y que se haría toda instancia hasta conseguir lo suplicado; y en cuanto a lo segundo, respondió que, respecto de las mercedes de naturaleza anteriores al año 1525, se guardase lo proveído acerca de este capítulo en las Cortes de Toledo de igual fecha, y las posteriores se presentasen al Consejo, para que «vistas las causas por que se dieron, las personas y lo demás que se deba ver y considerar», consultase si procedía confirmarlas o revocarlas.

Por el descuido y negligencia de las justicias, que tenían obligación de visitar los términos de los pueblos y no la cumplían, usurpaban los particulares las tierras concejiles y de común aprovechamiento que disfrutaban los vecinos.

Cuando las mejores ordenanzas para la conservación de los montes, la guarda de los panes y las viñas y otras cosas necesarias o convenientes a la buena gobernación de los pueblos lastimaban los intereses legítimos o bastardos de algún vecino poderoso, se quejaba del agravio al Consejo, el cual mandaba suspender la ejecución hasta que las ordenanzas fuesen vistas y aprobadas. Duraba la suspensión mucho tiempo, y eran graves (tal vez irremediables) los perjuicios que se seguían de interrumpir la vida de la administración municipal.

Las renuncias de los oficios públicos, las vías indirectas que los veinticuatros, regidores y jurados inventaban para burlar las leyes que les prohibían llevar dineros y salarios de los señores, y el abuso de tratar en regatonería dan una idea poco halagüeña del concejo a mediados del siglo XVI.

Felipe II, cuyo sistema era reducir todo el gobierno a sí mismo, no consideró necesario hacer nuevas leyes, fiando la ejecución de las establecidas a los corregidores que tenían debajo de su mano a los concejos.

Tampoco hizo novedad en lo relativo a la conservación de la caza y pesca, ni accedió a la petición para que no se matasen corderos y cabritos, manteniendo la prohibición de matar terneras, de la cual dijeron los procuradores que había sido de gran provecho.

Estaba asimismo prohibido por las justicias y ordenanzas de los pueblos vender en los mesones cosas de comer, lo cual sirvió para aumentar la carestía en vez de disminuirla, porque llegando los caminantes tarde y cansados, o no salían de la posada a comprar los bastimentos y padecían necesidad, o si salían a buscarlos y los encontraban, se los vendían peores y más caros que hubiera podido venderlos el mesonero.

Sin duda hablaban los procuradores como escarmentados, cuando suplicaron al Rey que se alzase semejante prohibición, y mandase a los regidores pusiesen especial cuidado en que los mesoneros tuviesen buen recaudo de carnes, provisiones y demás servicios para la mayor comodidad de los caminantes, cuya petición dio origen a la pragmática de Toledo de 20 de Octubre de 1560.

La negligencia de las justicias en impedir la tala y destrucción de los montes por los vecinos de su jurisdicción y de los lugares comarcanos; las quemas no castigadas por descuido de los corregidores, no obstante las penas en que incurrían los autores del fuego, y el ningún efecto de las providencias dictadas para promover la plantación de árboles en los baldíos realengos en reemplazo de los cortados o arrancados, dieron motivo a varias peticiones, de las cuales solamente una estimó Felipe II, mandando que a los capítulos que el Consejo daba a los corregidores, se añadiese que por tiempo de ocho años no entrase ganado alguno a pacer en los montes quemados, conforme a lo pedido por los procuradores, así en estas Cortes, como en las de Valladolid de 1555.

La estrechez de los pastos, atribuida al arrendamiento a labor de ciertas dehesas de grandes, prelados y caballeros; la entrada de ganados de Portugal a herbajar en Castilla, cuando los de Castilla no podían entrar en Portugal, y la falta de caballos de buena casta que se supone perdida, son las únicas peticiones que se hicieron en estas Cortes acerca de la ganadería. No accedió a la de prohibir el arrendamiento de dehesa alguna sino a pasto; pero sí mandó al Consejo que se informase y le propusiese lo conveniente acerca de la contienda entre los pastores castellanos y portugueses, y de los medios de restaurar la casta de los buenos caballos, que sino estaba perdida, iba en disminución.

Apenas se celebraron Cortes desde las de Valladolid de 1537, en que los procuradores no tratasen la cuestión del obraje de los paños; y es lo peor que cuanto más la manoseaban, tanto peor la resolvían. En vez, de pensar como las naciones extranjeras, que así como el hombre necesita del aire para vivir, la industria necesita de libertad para florecer, nuestros procuradores entendieron que las artes de la lana y de la seda perecían por la flojedad del sistema reglamentario. Cada señal de su decadencia era seguida de una petición excitando al Rey a redoblar las penas contra los fabricantes de paños falsos, es decir, labrados sin sujeción a las ordenanzas, lo cual era cerrar el camino a la variedad, matar la invención, imposibilitar la competencia, y en fin hacer aborrecible el trabajo, porque es intolerable la fatiga sin el atractivo de la ganancia.

En efecto, dieron los procuradores sentidas quejas de las justicias que permitían la venta de tejidos falsos de seda y lana. Reclamaron la observancia de la pragmática dada en Bruselas el año 1549, que prohibía emplear lana corta en paños «de suerte de deciochenos y dende arriba»; suplicaron con mejor discurso que mandase el Rey labrar paños bajos para el uso de la gente común, que así podría vestirse con menos gasto, y juzgaron necesario restablecer las letras y señales de los paños, porque de haberlas suprimido se habían seguido muchos fraudes, ya vendiendo los de unos maestros por de otros, ya los de clase inferior por superior.

Pidieron que se volviese a la pragmática que prohibía la compra de lanas para revender, y que a esta prohibición se añadiese la de «comprar las mezcladas y venderlas apartadas, y la de aprovechar lo más fino dellas y vender las otras suertes bajas a los mercaderes y fabricadores que las echaban en velartes y otros paños finos contra las ordenanzas.» Hallaron perjudicial que los tundidores y sastres tuviesen tienda de paños, porque encubrían sus defectos, y propusieron que fuesen obligados a optar por uno u otro oficio.

Daban los procuradores pasos inciertos y mal seguros que los acercaban al sistema económico que consiste en promover el desarrollo de la industria nacional, primero por medio de los reglamentos, después a favor de las prohibiciones. Esta idea se presenta con toda claridad en otra petición que completa las anteriores.

Es notorio (dijeron) que hay en estos reinos mucho hierro, acero, lana, seda y otros materiales que son menester para fabricar armas, paños, sedas, fustanes, tapicería, brocados y oro hilado, y por no haber personas de habilidad para hacer dichas mercaderías, los llevan a reinos extraños, en donde los labran, y labrados nos los venden a precios excesivos. Convendría, pues, que las artes útiles y necesarias se introdujesen en Castilla, repartiendo la fabricación por los pueblos, encomendándola a personas prácticas e inteligentes, y concediendo franquezas y privilegios por el tiempo que fuere justo. Así se mantendría mucha gente pobre que, por no tener en qué ocuparse, padece grandes trabajos. En acertando a labrar bien dichas mercaderías, debería prohibirse la entrada de las que vienen de fuera, porque con ellas se saca mucho dinero del reino, y los extraños se enriquecen con nuestros frutos y haciendas. He aquí un plan económico que encierra en pocas palabras los principios del sistema prohibitivo.

Plugo a Felipe II la idea, porque se complacía en llevar a todas partes su autoridad, y mandó al Consejo platicar sobre ello, así como sobre la fabricación de paños bajos: no vaciló un instante en determinar, conforme al deseo de los procuradores, que los tundidores y sastres no tuviesen tienda de paños, y a los demás capítulos respondió que se guardasen las leyes.

Es sabido que estaba prohibido sacar del reino pan, ganado, corambres y moneda; mas solía el Rey conceder licencias en contrario por dinero para el remedio de sus necesidades. Reclamaron los procuradores la observancia de las leyes, y respondió Felipe II que en adelante tendría cuidado de no dar más licencias de sacas.

De haberse alargado los pagos de las ferias resultó quebrar y faltar muchos mercaderes caudalosos, disminuir el concurso de gentes de negocios, y al cabo perderse la contratación. Los procuradores lo comprendieron así; mas Felipe II se guardó de prometer lo que tal vez no podía cumplir con desahogo. La decadencia de las famosas ferias de Medina del Campo fue debida en gran parte a estas suspensiones de pagos, en lo cual convienen los escritores políticos del siglo XVII. Hubo dilación en el reinado de Felipe II que duró año y medio. También contribuyeron a minorar la contratación el crecimiento de las alcabalas y el desarrollo del comercio de las Indias, que llamaba la población mercantil a los puertos.

No se labraba moneda de vellón, y había mucha falta de ella para los pobres y para las ventas al menudeo. Los procuradores suplicaron al Rey que la mandase labrar, que la cuarta parte fuese de blancas y que se echasen tres granos y medio de plata en cada marco en lugar de cinco y medio, para que la codicia de los mercaderes y cambiadores no tuviese ocasión de sacarla del reino. Felipe II respondió que había nombrado personas expertas a fin de resolver lo conveniente acerca de esto y de otras cosas tocantes a la moneda.

Agradeciéronle los procuradores como señalada merced la orden de no tomar el dinero que de las Indias viniese a los particulares.

Mayor interés y novedad ofrecer las peticiones relativas a la navegación. Quejáronse los procuradores de la facilidad con que se habían concedido cartas de naturaleza a muchos flamencos, ingleses y genoveses, habilitándolos de esta suerte para cargar en sus navíos, realmente extranjeros, frutos y mercaderías en los puertos del reino contra lo dispuesto en la pragmática de Granada de 1500, a cuya providencia se debió que en los de Guipúzcoa, Vizcaya y otros «hubiese gran número de naos de naturales muy bien aparejadas para hacer armadas, navegar, velar y pelear»; por lo cual suplicaron que las leyes y pragmáticas que hablaban en esta razón se guardasen y ejecutasen con todo vigor, y no se diesen cédulas ni provisiones dispensando de su cumplimiento.

También se quejaron de las molestias y vejaciones que los proveedores de las armadas del Rey residentes en los puertos y fronteras hacían a los señores y patrones de las naos de naturales del reino, pues «para enviar gentes, y mantenimientos, y artillería, y municiones y otros materiales y aparejos... los detienen mucho tiempo sin darles carga, y muchas veces embargan más navíos de los que son menester, y les impiden sus viajes y granjerías, y les descargan sus cargas, y después o no les pagan nada, o si les pagan es tan poco y tan tarde, que gastan y pierden de ganar más en la averiguación y cobranza dello, que montan las pagas que les hacen.»

No fueron quejas, sino gritos de dolor e indignación, las amargas razones de los procuradores al Rey, denunciándole los peligros que corría el comercio en el mar Mediterráneo, infestado de piratas turcos y moros que andaban en corso con multitud de galeras y galeotas, sin que las de España las persiguiesen ni inquietasen.

Era aquélla la mayor contratación del mundo, según decían los procuradores, pues por el Mediterráneo iba y venía, lo de Flandes y Francia con Italia, venecianos, sicilianos y napolitanos, y con toda la Grecia, y aun Constantinopla, y la Morea y toda Turquía, y todos ellos con España y España con todos. Todo esto ha cesado, porque andan tan señores del mar los turcos y los moros corsarios, que no pasa navío de Levante a Poniente y de Poniente a Levante que no caiga en sus manos, y son tan grandes las presas que han hecho, así de cristianos cautivos, como de haciendas y mercancías, que es sin comparación y número la riqueza que los dichos turcos y moros han habido, y la gran destrucción y asolación que han hecho en la costa de España.»

En efecto, las tierras cercanas al mar desde Perpiñán hasta Portugal, estaban incultas y abandonadas. Nadie quería habitar en la costa a menor distancia de cinco leguas del agua. Perdíanse los frutos y los pastos, «y es grandísima ignominia que una sola frontera como Argel haga tan gran daño y ofensa a toda España», pagando el Rey sueldo de galeras y armadas.

En conclusión, suplicaron los procuradores que la armada de galeras guardase y defendiese la costa desde Perpiñán hasta el estrecho de Gibraltar o el río de Sevilla, y se guarneciesen y fortificasen las plazas marítimas, y principalmente las ciudades de Gibraltar, Cádiz y Cartagena.

La política comercial de Felipe II era la propia de su siglo. Confirmó las leyes que prohibían sacar pan, ganado, corambres y moneda, así como la pragmática de los Reyes Católicos acerca de la navegación, y ofreció proveer lo conveniente, oído el Consejo de la Guerra, en cuanto a la defensa de las costas y a la protección del comercio contra los corsarios. Parece probable que esta petición haya despertado en Felipe II el deseo de acometer las empresas de los Gelves, Orán y el Peñón de la Gomera.

No se había debilitado la fe en la virtud de las leyes suntuarias, antes parece más viva que nunca, pues suplicaron los procuradores, no solamente que se pusiese breve remedio al desorden de los trajes, sino coto al número de lacayos y de hachas para alumbrarse. Vista por experiencia la ineficacia de las penas, imaginaron castigar a los sastres que hiciesen vestidos contra lo mandado. Con mejor discurso pidieron al Rey que al reformar los gastos de su estado y mesa, moderase los trajes excesivos de la corte, porque para reprimir el lujo «no hay otra ley inviolable sino el ejemplo que V. M. fuere servido de dar.»

La petición contra el dorado y plateado sobre metal o madera (excepto en cosas de las iglesias y aderezos de la gineta), tenía por objeto principal evitar el consumo del oro y la plata, «pues en dorar (decían los procuradores) se han gastado quantos escudos y monedas de oro hay en España.» No se dictó providencia alguna, y todo quedó como estaba.

La ejecución de la pragmática de las armas suscitó grandes dificultades. Cuando las justicias hacían suyas las que tomaban, eran muy celosas en recogerlas, y no reparaban en molestias y vejaciones con el afán de apropiárselas. Por contemplar a los alguaciles se cometían fraudes en el tocar la campana de la queda, y otras veces por pereza los que prestaban este servicio no la tocaban, o tan poco, que no se oía en la mayor parte del pueblo. De aquí se seguían pleitos, diferencias y escándalos con ocasión de tomar las armas de noche.

Arrepentidos los procuradores de haber suplicado que las justicias no llevasen las armas recogidas, al ver que disimulaban con los delincuentes desde que les faltó aquel provecho, rogaron que se les volviese; pero como escarmentados, añadieron que se tañese la campana durante una hora entera, empezando a la que se determinase, y no pudiesen tomar las armas hasta que fuese cumplida.

Las reglas acerca del uso de las armas que regían para los cristianos viejos, no se entendían con los moriscos, ni era tal la intención de los procuradores. Lejos de eso, avivaron la natural suspicacia de Felipe II, acusándolos de que tenían en sus casas arcabuces, ballestas, espadas y otras armas con las cuales robaban, mataban y cometían varios insultos.

Decían los moriscos que así ellos, como sus descendientes que se redujeron a la fe antes de la conversión general del reino de Granada, podían tener y usar aquellas armas por merced que les hicieron los Reyes Católicos; a lo cual replicaban los procuradores que para probar la descendencia se valían de testigos falsos.

Nada resolvió por entonces Felipe II acerca de lo suplicado; pero estas y otras peticiones dadas en diferentes Cortes contribuyeron a irritar a los moriscos al punto de encender la guerra de las Alpujarras. Por eso, para ser justos, debe repartirse la culpa de los rigores que se emplearon contra los moriscos hasta su general expulsión en 1609 entre el Rey y las Cortes.

A ruego de los procuradores prohibió Felipe II a los moriscos comprar esclavos negros, porque los convertían al mahometismo; pero no dictó providencia alguna para reprimir los abusos que las justicias cometían con ocasión de los esclavos fugitivos. «La huida (decían) es a costa y pena de los amos, porque aunque los prendan, no hacen más que tenerlos presos mucho tiempo, y cuando los amos vienen a tener aviso dello, acaesce haberle hecho de costa más que el esclavo vale de comida y carcelajes y prisión y otros autos.»

No se hizo la reducción de los hospitales de cada pueblo a uno o dos, como tantas veces se había suplicado; «de donde resulta que los pobres y enfermos andan perdidos, y no gozan de la hospitalidad que gozarían si esto se hiciese», a lo cual respondió el Rey que se haga como lo pedís.

Dijeron los procuradores que muchas personas se habían ofrecido a levantar edificios y hacer novedades de ingenios en cosas públicas; que con licencia del Consejo se habían emprendido las obras y gastado muy grandes cantidades sin fruto, pues acontecía, «errarse los tales edificios y quedarse por acabar, y los pueblos con sus gastos»; por lo cual suplicaron que no se concediesen estas licencias sin previa fianza de pagar la costa y los daños que causare el proyectista, «para que nadie se ofreciese a hacer sino aquello que tuviere muy entendido que no se puede errar.»

Tan extraña petición parece referirse al ingenio de Juanelo o artificio de su invención para elevar el agua del río Tajo hasta el alcázar de Toledo, y llevarla de allí a toda la ciudad. Describe Ambrosio de Morales el ingenio y pondera sus maravillas; pero es lo cierto que no correspondió a las esperanzas y deseos del arquitecto lombardo, y mucho menos a los esfuerzos y sacrificios de la sedienta población.

Juanelo, hábil constructor de relojes, hizo compañía a Carlos V en su retiro de Yuste. Muerto el Emperador en 21 de Setiembre de 1558, empezó a tratar de la construcción de su ingenio, el cual (si vale nuestra conjetura) ya estaba abandonado por inútil o costoso en 1560869.

Por último pidieron los procuradores para sí mismos las receptorías del servicio y salario por cada día que habían ocupado en venir a las Cortes y residir en Toledo durante su celebración.

Era indisputable el derecho de los procuradores a las receptorías del servicio en todas las ciudades, villas y lugares comprendidos en las provincias por las cuales tenían voz y voto en Cortes. Sin embargo los Contadores mayores solían proveerlas en otras personas acaso más diligentes en la cobranza. Los procuradores de las ciudades de Toledo, Salamanca, Zamora y Murcia no las tenían por entero. La petición dada en estas Cortes no podía ser más humilde, pues se limitaba a suplicar que las receptorías se proveyesen en los procuradores a quienes tocasen después de los días de sus poseedores.

Había ciudades que acostumbraban dar salario competente a sus procuradores, otras lo daban muy pequeño y otras ninguno. Los procuradores a las Cortes de Toledo de 1559, considerando que habían sido más largas de lo ordinario, solicitaron del Rey que les hiciese la merced de mandar a las ciudades que tenían por costumbre no dar salarios de procuración o darlos cortos, los señalasen iguales a los que solían percibir los regidores de sus ayuntamientos cuando salían a entender en negocios de su ciudad; pero por justas que parezcan, ambas peticiones hallaron poco favor en el Monarca.

La convocación de estas Cortes en el año siguiente a las de Valladolid de 1558, poco después de la llegada de Felipe II a España, podría parecer el principio de una política de benevolencia con las antiguas libertades de Castilla, si solamente se hubiese tratado de acercarse el nuevo Rey a su pueblo y de la jura del Príncipe D. Carlos; mas si se considera que Felipe II pidió a los procuradores un servicio extraordinario sobre otro ya concedido y apenas empezado a cobrar, y que fueron desatendidas las peticiones acerca de sus salarios y receptorías, debe formarse distinto juicio.

No hubo tardanza en responder a los capítulos generales, pues el cuaderno de las peticiones y respuestas lleva la data en Toledo a 19 de Setiembre de 1560; pero ya se nota la tendencia a prolongar las Cortes, la cual se arraigó y prevaleció en todo el reinado de Felipe II. Cansados los procuradores y aburridos de hacer gastos cada vez mayores por la carestía de los tiempos, acudían al Rey en demanda de salarios o ayuda de costa, y se sometían más fácilmente a su voluntad.

Lejos de culpar a Felipe II del estado en que encontró la monarquía al tomar las riendas del gobierno, obliga la justicia a reconocer que si disimuló faltas y abusos envejecidos, corrigió otros, y aun tuvo el mérito de resistir ciertas peticiones poco razonables de los procuradores.

Abstenerse de dar cédulas de suspensión de pleitos pendientes del fallo de los tribunales; no reducir los intereses excesivos que devengaban los créditos contra el estado; no aumentar el rigor de las penas establecidas en las ordenanzas para el obraje de los paños, ni las prohibiciones con que luchaba el comercio de las lanas, ni la severidad de las leyes suntuarias, y sobre todo prometer que no tomaría el dinero que venía de las Indias con destino a particulares, fueron providencias de buen gobierno dignas de aplauso.

No renunció, como se lo pedían los procuradores, a su pretendido derecho de dilatar los pagamentos en ferias, y a esta causa, más que a otra alguna, debe atribuirse que hubiese cesado casi por completo la contratación en las famosas de Medina del Campo el año 1596.

Con motivo de la provisión de beneficios eclesiásticos y de los privilegios concedidos a la marina mercante, revocó Felipe II muchas cartas de naturaleza, y se propuso ser más parco que el Emperador en esta clase de mercedes.

Quien leyere atentamente los cuadernos de las Cortes celebradas en los reinados de Carlos V y Felipe II, no podrá menos de advertir el contraste de dos políticas, nacional la una y la otra extranjera. Carlos V, Emperador de Alemania, estimaba los reinos de Castilla y Aragón como estados de su Imperio: Felipe II, aunque formaban parte de su monarquía los de Flandes, y en Italia poseía el reino de Nápoles con las islas de Sicilia y Cerdeña y el ducado de Milán, fue siempre castellano de corazón y verdadero Rey de España.








ArribaConclusión

La Real Academia de la Historia, fiel a su instituto de ilustrar la de España, pone término a la ímproba tarea de publicar las Cortes de los antiguos reinos de León y Castilla con las de Toledo de 1559. Las siguientes de Madrid de 1563 son las primeras de la nueva serie que con el título de Actas de las Cortes de Castilla, salió a luz por acuerdo del Congreso de los Diputados entre los años 1861 y 1866.

Ambas colecciones se completan, bien que en algo sean diferentes. El interés de la que publica la Academia de la Historia se encuentra en el estudio de los cuadernos de peticiones dadas por el clero y la nobleza, y sobre todo por los procuradores, y en las respuestas de los Reyes, que cuando son favorables, constituyen verdaderos ordenamientos hechos en Cortes. Los cuadernos de las anteriores al siglo XVI nada dejan entrever de la vida, del calor y movimiento de aquellas asambleas ya tranquilas, ya tumultuosas. Son frías relaciones de lo determinado y resuelto después de largos debates o de una corta de liberación, y tan escasos de noticias, que rara vez consta la cuantía del servicio otorgado en nombre de las ciudades, villas y lugares del reino.

Para suplir esta falta ha sido necesario apelar a las crónicas y a las historias generales y particulares de mayor autoridad entre los doctos; y aunque no siempre llenan el vacío de los cuadernos, casi nunca se consultan sin fruto.

Pareció a la Academia que este método abría un campo más extenso a la crítica y facilitaba la determinación de las fechas dudosas, la explicación de sucesos extraños y la inteligencia de ciertos ordenamientos que leídos sin notar su enlace con otros o con los tiempos en que se hicieron, serían mal interpretados o pasarían inadvertidos; y que además debía aprovechar la ocasión de dar noticia de varias Cortes cuyos cuadernos no existen, o si existen, yacen en el más oscuro rincón de algún descuidado archivo, en donde no ha penetrado hasta hoy la mirada investigadora de los eruditos.

Los autos y procesos de Cortes que contienen las Actas, pueden satisfacer la justa curiosidad del lector sin necesidad de ilustraciones, ya por la multitud de pormenores que encierran, y ya porque se refieren a un período más claro de nuestra historia. De todos modos no es la Academia de la Historia la llamada por ahora a esclarecer y comentar los capítulos dados al Rey por los procuradores en unas Cortes que no forman parte de su colección.