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ArribaAbajoCapítulo XVII

Reinado de D. Enrique II, El Bastardo


Ordenamiento de peticiones otorgado en las Cortes de Burgos de 1366. -Ordenamiento otorgado a petición de los caballeros y hombres buenos de la ciudad de Toledo en las mismas. -Ordenamiento de las Cortes de Toro de 1369. -Ordenamiento hecho en el Ayuntamiento o Cortes de Medina del Campo de 1370. -Ordenamiento para la administración de justicia dado en las Cortes de Toro de 1371. -Ordenamiento en respuesta a las peticiones generales hecho en las mismas. -Ordenamiento de Cancillería hecho, según se cree, en las mismas. -Ordenamiento dado a petición de los prelados en las mismas. -Ordenamiento otorgado respondiendo a las peticiones particulares de la ciudad de Sevilla en las mismas. -Ordenamiento hecho en las Cortes de Burgos de 1373. -Ordenamiento de Cancillería que se presume otorgado en las Cortes de Burgos de 1374. -Ordenamiento hecho en las Cortes de Burgos de 1377.

Corría el año 1366. El conde D. Enrique, seguido de fuertes compañías de aventureros reclutados en Francia, a las que se agregó buen número de sus parciales, entró en Castilla por Alfaro, y llegado a Calahorra, levantando el velo de su ambición, tomó el título de Rey. En Burgos fue coronado con las ceremonias de costumbre, y allí mismo le hicieron pleito homenaje muchos caballeros e hijosdalgo, el concejo y buen número de procuradores de las ciudades y villas del reino.

Casi todos los pueblos se rindieron a su obediencia. Dio villas, lugares y castillos por juro de heredad a los ricos hombres y caballeros en premio de sus servicios, y concedió grandes mercedes a los de menor estado. Elogian los autores la liberalidad de un Rey que empobreció la Corona, y fuera más justo compadecerle, porque la codicia de los nobles y el deseo de ganar voluntades le obligaron a ser dadivoso.

Antes de espirar el año llamó a Cortes que celebró en la antigua capital de Castilla, y alcanzaron al siguiente de 1367. Cuenta la Crónica como «fueron y llegados todos los más honrados e mayor es del regno»; y aunque hay críticos a quienes el testimonio de Pérez de Ayala, por su odio al Rey D. Pedro, parece en muchas ocasiones sospechoso, en la presente no se aparta un punto de la verdad.

Cortes de Burgos de 1366 y 1367.

Además del cuaderno en que se citan los nombres del hijo y hermanos de Enrique II, de los arzobispos, obispos, maestres, ricos hombres, caballeros, escuderos e hijosdalgo que acudieron al llamamiento con los procuradores de las ciudades, villas y lugares del reino, consta de un privilegio dado por el nuevo Rey a la iglesia catedral de Segovia, «en las Cortes de la muy noble ciudad de Burgos, cabeza de Castiella «el día 26 de Enero de 1367, que el concurso fue escogido y numeroso495.

El mero hecho de reunirse estas Cortes por convocatoria de Enrique II, bastaba a legitimar su proclamación en Calahorra y su coronación en Burgos, absolviéndole de la usurpación y dispensándole la bastardía. Fue Enrique II elevado al trono por el voto del clero, la nobleza y el pueblo, y no llamado a ocuparlo por derecho de sucesión con arreglo al Libro de las Siete Partidas. La verdadera legitimidad, depuesto el Rey D. Pedro a quien hicieron aborrecible los rigores de su justicia, estaba representada en su hija primogénita Doña Beatriz, jurada heredera de los reinos de Castilla y León en las Cortes de Bubierca de 1363. Prevaleció la fuerza sobre el derecho, sin ser extraño, porque las contiendas entre pretendientes a una Corona no se libran por los juristas ante los tribunales, sino por la gente de guerra en los campos de batalla.

A pesar de todo cuidó Enrique II de que fuese recibido y jurado heredero del reino su hijo el Infante D. Juan según la antigua costumbre. Las necesidades de la guerra le obligaron a pedir a las Cortes nuevos tributos, «e otorgáronle la decena de todo lo que se vendiese un dinero al maravedí, e rindió aquel año diez e nueve cuentos, e este fue el primer año que esta decena se otorgó»496. Era una modificación de la alcabala, doblado el gravamen de la veintena concedida al Rey Alfonso XI en las Cortes de Burgos y León de 1342.

Dos son los ordenamientos hechos en las de Burgos de 1366, el uno de peticiones generales, y el otro a ruego de los caballeros y hombres buenos de la ciudad de Toledo, ambos breves. Estaba el Rey de priesa (dijo) «por tener que facer e librar otras cosas algunas que son nuestro servicio, e pro e onra de nuestros regnos.»

En efecto, asomaba el nublado por las cumbres del Pirineo. La entrevista del fugitivo Rey D. Pedro con el Príncipe de Gales en Bayona; su concierto para entrar en Castilla, como entraron por el puerto de Roncesvalles con «la flor de la caballería de la cristiandad»; el alzamiento de la ciudad de Zamora; la fe dudosa del Rey de Navarra, todo, en fin, debía inspirar cuidado a Enrique II, y persuadirle a que no era aquella sazón oportuna de legislar despacio, sino de salir a campaña con diligencia.

Encabeza el primer cuaderno la confirmación ordinaria de los fueros, privilegios, libertades, franquezas, cartas de merced, buenos usos y costumbres de los prelados y clérigos, hijosdalgo, caballeros y escuderos, órdenes y ciudadanos, y promete Enrique II guardarlos y cumplirlos y hacerlos guardar y cumplir bajo la religión de un solemne juramento, salvo «los previllejos que dio aquel malo tirano que se llamaba Rey.»

Tan franco y generoso se muestra Enrique II al otorgar esta petición, y tan espontáneo al corroborar su promesa con el juramento, que no parece un Rey sentado en el trono de sus mayores y seguro de su derecho, sino un usurpador de la corona temerosa de perderla, y que por conservarla se humilla.

La excepción de los privilegios concedidos por el Rey D. Pedro tiene la excusa de ser la ley de los vencidos, y la oferta de repartir sus despojos entre los vencedores es la presa con que pretende hartar la codicia de los nobles, que tanto contribuyó al encarnizamiento de la guerra civil. Las palabras «malo tirano que llamaron Rey», con frecuencia repetidas en estas Cortes y otras posteriores, revelan el odio y la saña que no se aplacaron en el pecho de Enrique II ni aún después de consumar el fratricidio.

Con mejor acuerdo y más templanza de ánimo confirmó los ordenamientos de Alfonso XI en las Cortes de Alcalá de 1348, las Partidas de Alfonso el Sabio y «las leyes que fueron fechas en el tiempo de los Reyes onde nos venimos», dando asiento a la legislación establecida. Hizo con estudio caso omiso del Fuero Viejo de Castilla por no honrar la memoria del Rey D. Pedro, a quien no cita una sola vez por su nombre en los cuadernos de Cortes, ni tampoco recuerda las celebradas en el reinado anterior, si bien no forma escrúpulo de copiar a la letra algunos de sus ordenamientos.

Suplicaron los brazos del reino a Enrique II que perdonase a los muchos prelados, ricos hombres, caballeros, escuderos, hijosdalgo y hombres buenos de las ciudades, villas y lugares que habían sido contra él ofendiéndole de palabra, de hecho o con su consejo, y disculpan a los autores de los maleficios, robos y muertes con el miedo que tenían al tirano.

La clemencia del Rey se limitó a los que abandonaron la causa de su enemigo en la adversidad y volvieron el rostro al sol naciente. Hicieron la petición los tornadizos, y se cerraron las puertas de la misericordia para los fieles servidores de la causa vencida, a quienes se mostró levantada en alto la espada de la justicia o de la venganza.

Declaró traidores e incursos en la pena de muerte y perdimiento de bienes a los hombres y mujeres, cristianos, moros o judíos, clérigos, religiosos o legos de cualquier estado o condición que llevasen cartas del Rey D. Pedro, o las recibiesen u ocultasen, o fuesen en dicho, en hecho o en consejo defensores de su causa, y a propuesta de las Cortes juzgando lo dio por sentencia: caso nuevo y fórmula inusitada, según la cual los reos de traición debían ser ejecutados sin ser oídos y sin figura de juicio. Don Pedro el Cruel está absuelto. Los rigores de su justicia hallan indulgencia ante una proscripción general autorizada por una ley escrita con sangre.

Mandó Enrique II restituir a sus verdaderos dueños los bienes tomados por el Rey D. Pedro y dados por él a sus parciales, y si los hubiesen vendido a terceras personas, ordenó que los compradores o sus herederos los entregasen, pagando los desposeídos el precio, y además el valor de las mejoras incorporadas en el predio. Los compradores hicieron suyos los frutos y rentas percibidas, pues gozaron de los bienes con buen título. Exceptuó de la regla los bienes de los leales a su bandera que le habían seguido al destierro, cuyos servicios premió con la restitución lisa y llana, «sin pagar ninguna cosa por ellos.»

Quejáronse los brazos del reino de «los muchos robos, e males, e dannos, e muertes de omes por mengua de justicia», porque los merinos y adelantados mayores ponían «merinos que non eran abonados, e vendían la justicia que habían de facer por dineros», y suplicaron al Rey que mandase hacer hermandades para perseguir a los malhechores, prenderlos y entregarlos a los jueces de quienes debían recibir el mererecido castigo. El Rey dictó algunas providencias encaminadas a corregir los abusos denunciados; pero como advertido y cauteloso, se guardó bien de consentir la formación de hermandades peligrosas al ejercicio de la autoridad real en tiempos normales, cuanto más a la posesión tranquila de un trono vacilante.

Pidieron las Cortes y otorgó el Rey que nombraría un Consejo compuesto de dos hombres buenos por Castilla, dos por León, dos por Galicia, dos por Toledo, dos por las Extremaduras y otros dos por Andalucía, es decir, doce en representación de todo el reino, a quienes señaló el salario de ocho mil mrs. cada año, sin perjuicio de hacerles merced. No consta la parte que este Consejo había de tener en la justicia o en el gobierno, pero sí que fue vana la promesa.

Confirmó Enrique II los ordenamientos sobre no poner alcaldes de fuera sino a pedimento de los concejos, y aun así dar los oficios a los naturales de Castilla para los castellanos, a los de León para los leoneses, etc., excluyendo a las personas poderosas y a los privados del Rey, «por quanto estos atales facían cohechos, e sobervias, e non derecho ninguno.»

Los estragos de la peste y de la guerra habían empobrecido los pueblos al extremo que no podían llevar la carga de los tributos. Perdida la esperanza de aliviar su peso, las Cortes suplicaron al Rey que los igualase, porque está (dijeron) toda la tierra muy desegualada de los pecheros», a lo cual respondió que daría igualadores para que «la tierra se eguale en la manera que deba.» a la petición sobre que los clérigos pagasen los pechos que les cupiesen por las heredades de los legos que habían comprado o comprasen en adelante, dio por respuesta la confirmación de lo establecido y observado en el tiempo de Alfonso XI, refiriéndose, al parecer, a los ordenamientos hechos en las Cortes de Medina del Campo de 1318, Madrid de 1319, Burgos de 1345 y otras.

También confirmó el relativo a la igualación de los pesos y las medidas dado por el Rey su padre en las de Alcalá de 1348, y renovó la prohibición de sacar del reino pan, ganados y caballos.

Estaban los Judíos en posesión del favor de los Reyes con descontento de los cristianos, envidiosos de su buena acogida en la corte y de su prosperidad. Los brazos del reino suplicaron a Enrique II que ni en su Casa, ni en la de la Reina, su mujer, ni en la de los Infantes, sus hijos, fuesen oficiales, ni físicos, ni desempeñasen otro cargo alguno. El Rey respondió con despego que, «nunca a los otros Reyes que fueron en Castilla fue demandada tal petición»; pero al fin prometió no darles entrada en su gran Consejo, ni conferirles tal poder que redundase en daño de la tierra.

Asimismo le suplicaron las Cortes que tomase para sí y confiase a cristianos las fortalezas que tenían los Moros y los Judíos, y mandase derribar las cercas de las juderías formando barrio apartado en algunas ciudades, villas y lugares como en Toledo, a lo cual contestó el Rey que lo haría, si de ello no viniese algún deservicio, y en otro caso «non es razón de lo facer, ca se destruirían los Judíos», prevaleciendo la política de tolerancia seguida por los dos Reyes anteriores.

A la petición concerniente a las deudas de los cristianos, para que el Rey les hiciese la merced de reducir a la mitad los créditos de los Judíos, suponiendo que el logro importaba tanto como el principal, y alargase hasta tres años el plazo del pago, respondió Enrique II otorgando la rebaja de la tercera parte de las deudas y una moratoria de dos años.

La mala fe de los cristianos deudores a los Judíos hallaba justa compensación en la mala fe de los Judíos deudores a los cristianos. Había entro éstos mercaderes de joyas, paños y otras cosas que aquéllos les compraban al fiado para revender y no pagaban, burlando a sus acreedores con la ocultación de los bienes muebles en la seguridad de no ser presos, porque lo vedaban sus privilegios. Enrique Il se desembarazó de la petición relativa a la prisión por deudas de Moros y Judíos, como de otras no menos desagradables, remitiéndose a lo usado y acostumbrado en tiempo del Rey D. Alfonso, su padre.

Finalmente, otorgó que los Moros y Judíos pagasen los pechos debidos por las heredades que habían comprado o en adelante comprasen a los cristianos, aprovechándose del beneficio que les concedió Alfonso XI, a saber, que pudiesen adquirir para sí y sus herederos bienes raíces en todas las ciudades, villas y lugares de realengo hasta la cuantía de treinta mil maravedís cada uno, teniendo casa propia acá del Duero, y veinte mil en las demás comarcas497.

El ordenamiento dado a petición de los caballeros, y hombres buenos de la ciudad de Toledo en estas mismas Cortes de Burgos de 1366, aunque particular, contiene algunas noticias dignas de memoria.

Aprovechando los toledanos la ocasión de un Rey nuevo, pidieron la confirmación de sus privilegios, cartas de merced y donaciones de Reyes anteriores, y suplicaron que les fuesen otorgadas las libertades y franquezas de los hijosdalgo de Castilla, entre ellas la exención del pago de rentas y derechos, gracia que les otorgó Enrique II, «porque están mejor guisados para nuestro servicio.» También les otorgó la merced de recibirlos en su guarda y encomienda como allegados a la Casa del Rey y a la de su hijo y heredero el Infante D. Juan; y que « por quanto Toledo non ha pendón nin senna, siempre aguardasen al nuestro cuerpo, e non a otro alguno», saliendo en hueste a su apellido.

Que una ciudad tan antigua, noble y principal como era Toledo, no tuviese pendón ni seña, se explica considerando que allí no había concejo, sino ayuntamiento de vecinos para entender en los negocios propios del gobierno municipal. Databa esta irregularidad del tiempo de la reconquista, porque siendo muchos los Moros que se hicieron vasallos de Alfonso VI y pocos los cristianos domiciliados en Toledo, fácilmente se juntaban con el alcalde, el alguacil mayor y los fieles que representaban el estado de los caballeros y el de los ciudadanos, y deliberando en cabildo abierto, gobernaban por sí mismos la ciudad. Sin concejo no había milicia concejil, ni bandera militar; y por eso los toledanos seguían al Rey en la hueste, formando un cuerpo de guardia cerca de su persona, para defenderlo a costa de su sangre en los trances más rigorosos de las batallas.

Pidieron también a Enrique II que les diese algunos lugares de la comarca para aumento, «del su propio», que era muy pequeño; que les hiciese mercedes en emienda o compensación de las tomas, robos, daños y perjuicios que habían recibido en sus heredades de los franceses o compañías blancas, gente esforzada en las armas, pero al fin extraña y codiciosa como mercenaria y aventurera; que mandase restituir a sus dueños los bienes tomados por el tirano; que perdonase alguna parte de las rentas debidas al Rey y cobradas, aplicando su monta a labrar los muros de la ciudad, cuyo estado de ruina exigía urgentes reparos, y que tuviese a bien concederles licencia para hacer ordenamiento «en razón de los omes e otrosí de las bestias que pasasen por la puente sobre el río Guadarrama, que pagasen cosa cierta, segund pagaban en las otras puentes que se fecieron e facen en las comarcas de enderredor». El Rey otorgó algunas de estas peticiones, y otras negó con palabras blandas, o satisfizo con dudosas promesas. La licencia para establecer el pontazgo que los toledanos pedían era necesaria según el Ordenamiento de Alcalá; y es curioso de saber que Enrique II, al concederla, limitó la imposición del derecho en la cantidad y en el tiempo, añadiendo: «et esto que lo paguen fasta que la dicha puente sea fecha, et desque fuer fecha o acabada, que lo non paguen dende adelante nenguno que por ella pasaren»498.

Dos peticiones y respuestas merecen ser notadas por el desenfado de los toledanos y la paciente disimulación del Rey. Pidiéronle que un caballero o escudero sirviese una de las alcaldías de los hijosdalgo en la corte, y asimismo que otro caballero o escudero de Toledo hubiese la portería de aquel reino. No contentos con esto, suplicaron además que de allí en adelante agregase a la corte un alcalde natural de Toledo, de los omes bonos dende, por quanto Toledo es la más noble cibdat que ha en todos los nuestros regnos, e fue e es cabeza de imperio.» El Rey dio la vaga respuesta que lo vería y guardaría su honra a los de Toledo como en tiempo de sus progenitores.

La otra petición tenía por objeto obtener la declaración que los ganados de los de Toledo fuesen libres y quitos de todo derecho, «por quanto pasó así fasta aquí; et aunque non pasase así, que fuese la nuestra mercet que se guardase así de aquí adelante, por facer mercet a Toledo»; a lo cual respondió Enrique II, «que fasta que nos salgamos deste mester en que estamos, que non vos podemos responder a ello.»

Con exceso de cautela aplazó Enrique II la respuesta a otras dos peticiones justas y razonables que al punto debieron ser otorgadas según el criterio del derecho civil. Habíase introducido el abuso de reclamar algunas comunidades religiosas las mandas contenidas en los testamentos en favor de personas inciertas, y los toledanos suplicaron que se cumpliesen en los lugares designados por los bienhechores. El Rey se excusó de responder diciendo que «esto es agora cosa nueva», y lo mandaría averiguar.

En el torbellino de la guerra civil quedaron muchas mujeres reducidas a la mayor pobreza por la culpa de sus maridos. Pensando con rectitud los toledanos, suplicaron que si alguno cometiese yerro grave por el cual mereciese perder sus bienes, los de su mujer no fuesen tomados por esta razón, y además se la reconociese el derecho de reclamar y recobrar de los de su marido lo que éste tuviese obligación de darle por arras, dote u otro título cualquiera, y lo mismo se entendiese con las personas a quienes asistiese acción legítima contra la hacienda confiscada. El Rey declinó la respuesta procedente en rigor de justicia.

No censura, sino alabanza, merece Enrique II por haberse negado a la reducción de las deudas de los cristianos a los Judíos, ya reducidas en el cuaderno de las peticiones generales, y al eludir la respuesta a la especial de los toledanos, «en fecho de las salinas», pues las querían libres como las tuvieron hasta Alfonso XI. Mal podía condescender al ruego de los caballeros y hombres buenos de la ciudad de Toledo un Rey que acababa de confirmar en las Cortes de Burgos el Ordenamiento de Alcalá, en el cual se registra una ley atribuyendo a la Corona «todas las aguas e pozos salados que son para facer sal»499.

Las Cortes de Burgos de 1366 y 1367 reflejan el estado de Castilla en aquel tiempo. Ardía la guerra civil con furor, dividido el reino en dos parcialidades, defendiendo cada una con las armas el Rey de su devoción.

Enrique II, aclamado en Calahorra, coronado en Burgos y celebrando Cortes en dicha ciudad, parecía tener segura la victoria, y sin embargo, todavía halagó la fortuna al Rey D. Pedro en la batalla de Majera, y de nuevo le sentó en el trono. En el ardor de una lucha tan encarnizada menudeaban los robos, las muertes y las traiciones, porque la incertidumbre del resultado avivaba la tentación de pasar de uno a otro campo, según que la balanza se inclinaba a uno u otro de los príncipes rivales que peleaban por la corona y por la vida. En aquellos tiempos borrascosos la misma Justicia tomó el color de la venganza.

Enrique II, en las Cortes de Burgos de 1366 y 1367, se muestra complaciente y disimulado, indulgente con los traidores, con los fieles a su causa, liberal, y con los leales a D. Pedro no menos cruel que su hermano. Cuando niega una petición se disculpa, y cuando vacila, responde con una promesa que jamás llega a cumplir. Ni el Rey ni las Cortes siguen una línea recta, sino que caminan con paso incierto por senderos tortuosos. La política del Rey no se afirma, mientras él mismo no se afirma en el trono, y aún después suele pecar de vacilante y artificiosa.

El puñal fratricida cortó los días del Rey D. Pedro en el castillo de Montiel en Marzo de 1369, con cuya muerte enriquecieron unos y empobrecieron otros: tal es la usanza de la guerra, y más de la civil. Todas las cosas en un momento se trocaron en favor del vencedor500. Enrique II, apoderado de la mayor parte de Castilla, llamó a Cortes que celebró en Toro en los últimos meses del mismo año.

Cortes de Toro de 1369.

La Crónica da pocas noticias así de las personas que acudieron al llamamiento, como de los negocios que allí se trataron. Del cuaderno dado al concejo de León consta que fueron presentes la Reina Doña Juana, el Infante D. Juan primero heredero, los Condes D. Tello y D. Sancho, hermanos del Rey, el Arzobispo de Toledo y los Obispos de Oviedo, Palencia y Salamanca con otros prelados que no se nombran, ricos hombres, infanzones, caballeros y escuderos hijosdalgo que tampoco se designan, y procuradores de algunas ciudades, villas y lugares del reino. Todo induce a creer que no merecen muy alto lugar entre las generales y concurridas.

Motivaron la convocatoria la necesidad de poner orden en la administración de justicia, y coto al precio de las viandas y otras cosas de uso frecuente en la vida, sin excluir el trabajo de los labradores y menestrales, para aliviar los padecimientos del pueblo, cuya pobreza llegaba al extremo de la miseria con la general carestía.

En cuanto a lo primero, hizo Enrique II nuevos ordenamientos y restableció los antiguos acerca de los robos, fuerzas y muertes en la corte o en el término de las ciudades y villas o en despoblado; aumentó el rigor de las penas y facilitó los medios de exigir la responsabilidad a los jueces y alcaldes negligentes; mandó a los alcaldes de corte que cumpliesen justicia bien y verdaderamente, y les prohibió recibir dones, bajo las penas señaladas por Alfonso XI en las Cortes de Alcalá de Henares501; reformó las ordenanzas de los alguaciles, notarios y escribanos, y dictó acertadas providencias para extirpar inveterados abusos que inventó la codicia, mejoró el servicio de la Cancillería, y añadió cautelas a fin de que los albalás y cartas contrarias al derecho fuesen obedecidas y no cumplidas, estimuló el celo de los merinos y adelantados mayores en lo perteneciente a sus oficios, y conminó con todo el rigor de la justicia a los alguaciles y merinos, si por desobediencia a los alcaldes de las ciudades, villas y lugares del reino dejasen de ser presos y castigados los delincuentes.

En materia civil declaró e interpretó la ley que hizo Alfonso XI en las Cortes de Alcalá y versa sobre la contestación de los pleitos502, callando, que copiaba a la letra un ordenamiento del Rey D. Pedro en las de Valladolid de 1351, para que todo lo bueno de aquel triste reinado se borrase de la memoria de los hombres.

La segunda parte del cuaderno contiene la tasa del pan, del vino, de los paños, de las labores del campo y los obrajes de los carpinteros, herreros, freneros, acicaladores y otros menestrales. Enrique II se guarda muy bien de confesar que sigue las huellas de su antecesor, porque en efecto, todo es una copia servil de los cuatro ordenamientos de menestrales y posturas hechos en las Cortes de Valladolid sobredichas. No los cita Enrique II, porque si los citase, no podría excusarse de confirmarlos, lo cual implicaría el reconocimiento expreso de una legitimidad vencida, y la tácita confesión de haber usurpado la corona. Dejar sepultado en el olvido el reinado de D. Pedro era imponer perpetuo silencio a las peligrosas disputas sobre el mejor derecho a la sucesión.

Entre el ordenamiento de Toro y los de Valladolid media la diferencia que en aquél son los precios más altos que en éstos, y a veces doblados. La razón es muy sencilla.

Llegado el día de licenciar las compañías extranjeras que había tomado a sueldo, faltaba el dinero necesario para hacer tan grandes pagas. Enrique II, por no enojar a los pueblos con nuevos o mayores tributos, acordó labrar moneda de baja ley con el nombre de reales y cruzados, dándoles el valor de tres maravedís y un maravedí. Además arrendó las casas de la moneda, «e montó grandes quantías.»

Alterar la moneda bajando su ley debía trastornar el orden y concierto de la vida humana; y encomendar su labor por una cantidad alzada a particulares, mezclándose en el negocio mercaderes genoveses, era darles carta blanca para hacer moneda falsa. Adoptó Enrique II el más dañoso y ruin de todos los arbitrios fiscales, pues si de presente le aprovechó y pagó a Mosén Beltrán y a los aventureros que tuvo a su servicio, más tarde vinieron los tiempos calamitosos, «ca llegaron las cosas a muy grandes precios, en guisa que valía una dobla trescientos maravedís, e un caballo sesenta mil maravedís, e así las otras cosas»503.

A la general carestía sucedieron los clamores del pueblo pidiendo el remedio, y de aquí la tasa que agravaba el mal con una escasez verdadera. Es de agradecer a Enrique II la intención de que la tasa fuese temporal, y no más que por un año; pero como en tan corto plazo no se había de consumir la moneda adulterada, quedando la causa en pié, forzosamente habían de subsistir los efectos.

Previendo Enrique II las dudas y pleitos sobre cumplimiento de obligaciones contraídas antes de labrar la nueva moneda, mandó que los deudores pagasen en ella, «e non en otra moneda menuda, aunque se oviesen obligado de pagar en otra moneda, salvo aquello que fue dado en guarda o en fialdat, que lo torne el que lo rescebió en aquella moneda que lo rescebió o en su valía.» Así respetan los Reyes monederos falsos la fe de los contratos.

Ordenó también con mejor acuerdo que las viandas circulasen libremente por todo el reino, sin que los concejos ni otras personas les pusiesen embargo; ordenamiento tomado del cuaderno de peticiones generales hecho en las Cortes de Valladolid de 1351.

En estas de Toro de 1369 acordaron los procuradores de las ciudades y villas allí presentes hacer al Rey algunas de escasa importancia, y sólo por guardar la forma. Eran pocos y complacientes. Temerosos de parecer importunos se limitaron a recordarle la promesa de tomar para su Consejo doce hombres buenos de las ciudades, villas y lugares de sus reinos, pendiente desde las Cortes de Burgos de 1366, y le suplicaron que pusiese emienda en los abusos y cohechos de los merinos; que no enviase jueces de salario a los pueblos que los tenían de fuero, salvo si todos o la mayor parte de sus moradores se lo pidiesen, y aun entonces que fuesen naturales de la tierra; que a título de monederos no se excusasen de pechos concejales, ni de velas, ni de rondas muchos vecinos; que los pesos y las medidas fuesen uniformes; que moderase el rigor de la tasa del pan y del vino en beneficio de los lugares de acarreo, y que prorrogase el plazo concedido a los cristianos en las Cortes de Burgos para pagar las deudas contraídas con los Judíos; a cuyas peticiones, por haberlas ya otorgado, o por versar sobre materias definidas en las leyes, dio Enrique II respuestas generalmente satisfactorias.

Partió el Rey de Toro, y fue a cercar Ciudad-Rodrigo que estaba en poder del Rey D. Fernando de Portugal. Desde allí anunció en una carta escrita en 9 de Marzo de 1370 al concejo de Murcia, su deseo de hacer Ayuntamiento y Cortes en Medina del Campo. En 6 de Abril escribió otra desde dicha villa al mismo concejo. El cuaderno de peticiones y respuestas dado en Medina del Campo lleva la fecha del 13 de Abril, de suerte que en un mes, sobre poco más o menos, se libraron todos los negocios.

Ayuntamiento de Medina del Campo de 1370.

No merece el nombre de Cortes la junta o Ayuntamiento de Medina del Campo en 1370. Ni el clero ni la nobleza fueron presentes; todo pasó entre el Rey y los procuradores de las ciudades, villas y lugares del Reino504.

Las palabras del Rey tomadas de la primera carta, «queremos luego hacer Ayuntamiento y Cortes en Medina del Campo» y las del cuaderno, «los mensajeros o procuradores que nos enviastes aquí a Medina a este ayuntamiento que fecimos» encierran cierta ambigüedad que añaden peso y dan fuerza a nuestra opinión.

Escribe el P. Mariana que lo principal que resultó fue un gran socorro y servicio de dineros que los procuradores dieron al Rey para que acabase de allanar el reino, por ser ya consumido lo que montaron los intereses que se sacaron de las monedas de cruzados y reales.... gastados en pagar sueldos y premiar capitanes, y en satisfacer su demasiada codicia505. Confirma esta noticia Diego de Colmenares al referir que las Cortes de Medina del Campo sirvieron con gran suma a Enrique II, con que despachó gente a las fronteras de Aragón y Navarra, y a Galicia contra Portugal506. La Crónica guarda silencio.

La corta duración del Ayuntamiento se refleja en lo exiguo del cuaderno. No pasan de seis las peticiones de los procuradores, si bien merecen algunas ser conocidas por su novedad y trascendencia.

Perdida la esperanza de reprimir y castigar por los medios ordinarios los robos, fuerzas y daños que se cometían, sobre todo en los caminos, pidieron los procuradores licencia para formar hermandades en cada comarca y defenderse de los malhechores. El mismo Rey que negó esta petición en las Cortes de Burgos de 1366, la otorgó ahora, y mandó que cada comarca diese tantos hombres de a caballo y de a pié cuantos fuesen necesarios para guardar la tierra y velar por la seguridad de los caminos, añadiendo que anduviese con los de la hermandad un alcalde con poder de hacer justicia, la misma que haría el Rey, si estuviese presente. Era el embrión de la Santa Hermandad, de cuya milicia popular tan buen partido acertaron a sacar los Reyes Católicos.

Confirmó los ordenamientos que prohibían la salida del reino de las cosas vedadas con el propósito de oponer la abundancia a la carestía, y accedió al deseo manifestado por los procuradores de labrar moneda menuda, alzando el mandato de vender la plata y el cobre «a ciertos precios e so ciertas penas.»

También confirmó la promesa de no dar juez de fuera a las ciudades, villas y lugares, sino cuando se lo pidieren en la forma establecida, y por último, y esto es lo principal que hizo Enrique II en el Ayuntamiento de Medina del Campo, revocó a ruego de los procuradores el ordenamiento hecho en las Cortes de Toro de 1369 «en razón de los precios de las viandas e de las otras cosas», no sin mostrar repugnancia, porque (decía) «la fecimos con acuerdo de perlados, e de ricos homes, e de procuradores de las cibdades, e villas, e lugares de los nuestros regnos.» Pronto vino el desengaño, y acreditó la experiencia la vanidad de las tasas y posturas para corregir el desorden de los precios, principalmente si dimana de la corrupción de la moneda.

Cortes de Toro de 1371.

Al año siguiente 1371, Enrique II llamó de nuevo a Cortes, que celebró en Toro, generales y concurridas de la nobleza, clero y ciudadanos. Hizo en aquella ocasión cinco ordenamientos: uno para la administración de justicia, otro en respuesta a las peticiones generales de los brazos del reino, otro de Cancillería, el cuarto de prelados, y el último, respondiendo a las peticiones particulares de los procuradores por la ciudad de Sevilla.

En el primero no tuvieron parte las Cortes, si bien lo formó el Rey con el consejo de los prelados, ricos hombres, órdenes, caballeros hijosdalgo y procuradores allí reunidos, y con los oidores y alcaldes de la corte, pero no con su acuerdo, que era la fórmula acostumbrada en los cuadernos de peticiones.

El consejo denotaba que el Rey legislaba motu proprio, si bien consultaba con los tres estados en que la nación se dividía, y oído su parecer, publicaba con toda solemnidad la ley en las Cortes. El acuerdo suponía la intervención directa de los estados en el ejercicio de la potestad legislativa, pues legislaban de conformidad con el Rey, y esto era lo más frecuente.

La mejor prueba de que el ordenamiento para la administración de justicia dado por Enrique II es obra del Rey, no habiendo tenido parte en él las Cortes sino por vía de consejo, nos la suministra la presencia de los oidores y alcaldes de corte, cuyo voto consultivo podía sumarse con el de los obispos, nobles y ciudades, mas no siendo deliberativo, porque no llevaban la voz de clase alguna en las Cortes507.

Resuelta esta cuestión de prerrogativa según el criterio de la historia, debe la posteridad rendir tributo de merecidas alabanzas a Enrique II por el ordenamiento que organizó los tribunales de justicia y deslindó su competencia apartando lo civil de lo criminal.

Creó una Audiencia en su palacio, compuesta de siete oidores, obispos y letrados no alcaldes, para que más desembargadamente pudiesen usar de sus oficios. La Audiencia abría sus puertas a los querellosos tres días a la semana, los lunes, miércoles y viernes, y suplía la persona del Rey sentado pro tribunali. Conocía la Real Audiencia de los pleitos, y los libraba breve y sumariamente sin figura de juicio, como los alcaldes de las alzadas de la corte, ante quienes no se alegaban razones nuevas, sino que fallaban en vista de lo alegado y contestado por cada parte y de la sentencia508.

Así ordenada la justicia en lo civil, nombró ocho alcaldes que no podían ser oidores, dos de Castilla, dos de León, uno de Toledo, dos de las Extremaduras y uno de Andalucía, y ademas dos del rastro, los cuales debían ir los martes y los viernes de cada semana a las cárceles, y librar los pleitos criminales de los presos. Un alcalde de los hijosdalgo entendía en las querellas y contiendas de un hijodalgo con otro.

Los oidores y los alcaldes estaban incapacitados para ser abogados en los pleitos que se seguían en la corte.

Reformó Enrique II el servicio del alguacil mayor y lo concedió la facultad de poner por sí dos oficiales o alguaciles menores. Eran ministros auxiliares de la justicia que rondaban de día y de noche, a fin de evitar que se cometiese atentado alguno contra las personas y la propiedad en la corte y su rastro, o en el lugar en donde estuviesen el Rey o la Reina. Partían las peleas, prendían a los revoltosos y amparaban y defendían a los que llevaban pan, vino u otros bastimentos.

Dio nuevas ordenanzas a los notarios mayores de Castilla, León, Toledo y Andalucía, fijó en cuatro el número de los escribanos de la Real Cámara, prohibió a unos y otros arrendar sus oficios y puso tasa a los derechos que podían exigir por las cartas de merced, privilegios rodados, sentencias y escrituras que pasaban ante ellos.

Honró la Cancillería mandando que a donde quiera que llegase, la señalasen buenos barrios en que hubiese «buenas posadas et pertenescientes a los tales oficios» y que los albalaes de justicia y de perdón fuesen al canciller para sellarlos, sin cuyo requisito no tenían valor. Y porque acontecía que muchas veces por importunidad a o peticiones muy afincadas, otorgaba y libraba el Rey cartas o albalaes contra derecho, fuero u ordenamiento, mandó también que fuesen obedecidos y no cumplidos.

A los adelantados y merinos mayores mandó que no pusiesen otros en su lugar, sino que sirviesen los oficios por sí, salvo cuando saliesen en hueste o a la frontera; que escogiesen merinos entendidos y abonados y les exigiesen buenos fiadores; que tomasen alcaldes y escribanos de los naturales de las ciudades, villas y lugares del reino, los que el Rey les diese; que los merinos menores no pusiesen otros por sí, ni emplazasen a los hombres, ni los trajesen emplazados ni presos por la tierra, ni menos los prendasen, cohechasen o matasen sino mediante juicio de los alcaldes, salvo si alguno «fuere cotado o encartado, que el merino lo pueda matar por justicia segunt que debe, de derecho», confirmando los ordenamientos de Alfonso XI en las Cortes de Madrid de 1329 y 1339.

Encargó con severas palabras a los jueces y alcaldes de los pueblos que administrasen justicia; y para asegurarse Enrique II de cómo los adelantados, merinos, alcaldes y demás oficiales guardaban derecho a las partes y los caminos de robos y males, escogió hombres buenos de las ciudades, villas y lugares a quienes dio comisión de visitar el reino y observar si las provincias estaban bien regidas y gobernadas en justicia y derecho. Al cabo del año debían acercarse al Rey y darle cuenta «de lo que han fecho y fallado, por que nos sepamos el estado e el regimiento de los nuestros regnos.»

Constituidos los tribunales, y distribuidos por las provincias y ciudades los ministros de la justicia, les ordenó que guardasen y cumpliesen bien y lealmente «sin cobdicia mala alguna», las leyes hechas por Alfonso XI en las Cortes de Valladolid de 1325, Madrid de 1329 y 1339 y Alcalá de 1348; confirmó la declaración e interpretación dada a la del Ordenamiento de Alcalá, fijando el plazo para contestar a las demandas, según lo establecido en las Cortes de Toro de 1369, y antes en las de Valladolid de 1351; facilitó el acceso de los querellosos a la persona del Rey, para que más pronto lograsen el despacho de sus mensajerías y negocios; impuso graves penas a los caballeros y escuderos poderosos que cometiesen algún robo u homicidio, autorizando a los jueces y alcaldes para proceder contra los delincuentes, la «verdad sabida y la pesquisa fecha»; mandó que los merinos y adelantados pechasen el doblo de los robos y daños ocurridos en sus merindades y adelantamientos, «porque lo non guardaron, nin lo castigaron»; prohibió acoger a los malhechores en castillo o casa fuerte; hizo derribar los castellares viejos, las peñas bravas, las cuevas y los oteros poblados sin licencia del Rey, guaridas de la gente de mal vivir y desalmada, y recordó la ley dada por Alfonso XI en las Cortes de Madrid de 1339, condenando a muerte al que robase, hiriese o matase a persona alguna en la corte o su rastro, no siendo la herida o la muerte causadas en defensa propia.

Tal es en sustancia el famoso ordenamiento para la administración de justicia publicado por Enrique II en las Cortes de Toro de 1371, y no sin razón calificado de insigne por el docto jurisconsulto Martínez Marina. Es el primer paso para la organización de los tribunales, determinando su respectiva competencia, y sustituyendo la monstruosa confusión de la edad media con un orden judicial en que predominan los letrados. El Rey aparece como fuente de la justicia y centro de toda jurisdicción civil y criminal según la letra y el espíritu de la ley del Fuero Viejo de Castilla, prevaleciendo la tendencia favorable a la unidad en el poder, simbolizada en la monarquía, sobre la desmembración de la soberanía a título de libertades populares o privilegios de la nobleza.

El cuaderno de las peticiones generales que hicieron a Enrique II los brazos del reino en las Cortes de Toro de 1371, refleja al vivo la calma renaciente de un pueblo que después de violentas discordias civiles aspira a gozar del reposo. La templanza del Rey contribuye a restablecer la paz pública refrenando el celo insensato de los vencedores en la última contienda que pretenden llevar la persecución al extremo de poner fuera de la ley a los vencidos.

Cuando le pidieron que por excusar peleas en los pueblos prohibiese a los fieles servidores del Rey D. Pedro entrar en los lugares en donde moraban sus contrarios y avecindarse en ellos, y si quebrantasen esta prohibición, que los alcaldes y oficiales de los dichos lugares los prendiesen y matasen por justicia, respondió Enrique II «que non demandaban razón nin derecho, y solamente otorgó que «si alguna demanda o querella ovier contra los tales», se lo enviasen a decir y mostrar para proceder con arreglo a las leyes.

Restablecido el orden en Castilla, las instituciones recobraron su natural asiento. Las Cortes volvieron a sus peticiones, y el Rey a dar sus respuestas, girando unas y otras en un círculo estrecho. Las reformas en la administración de la justicia preocupaban siempre a los brazos del reino, y sobre todo a los procuradores de los concejos, porque más necesidad tenían del amparo y protección de los jueces las personas del estado llano, por lo común, gente de condición humilde, que los nobles ricos y poderosos.

A la petición para que el Rey ordenase la de su casa y corte, de suerte que los reinos fuesen mantenidos y regidos según derecho, respondió Enrique II que ya había hecho ordenamiento sobre ello en las mismas Cortes, como lo verían en aquel cuaderno.

Quejáronse los brazos al Rey de las muchas mercedes de juzgados de ciudades y villas a caballeros y hombres poderosos «que sabían mejor usar de sus armas que non leer los libros de los fueros e de los derechos», por cuya razón ponían otros en su lugar que vendían la justicia con agravio de los pueblos, y suplicaron que quitase estos oficios a quienes los tenían, y de allí adelante los diese a hombres buenos, llanos, abonados y capaces de ejercerlos, por un año no más, al cabo del cual se les pidiese estrecha cuenta de cómo los habían servido; petición otorgada con alguna reserva.

Como restos de las turbulencias pasadas quedaron algunos abusos que cedían en menoscabo de la jurisdicción real. Los nobles no consentían que los alcaldes de la corte, en cuanto tribunal superior, conociesen de las alzadas contra las sentencias dictadas por los alcaldes de los lugares de su señorío, ni de las querellas por no guardar su derecho a cada una de las partes, ni de los pleitos de las viudas, huérfanos, pobres y demás personas miserables. En resolución, los señores pretendían ejercer la justicia como soberanos.

Por otra parte, solían los legos emplazar a legos ante los jueces eclesiásticos en cuestiones pertenecientes al orden temporal, y los notarios y escribanos al servicio de la Iglesia, autorizar escrituras públicas relativas a contratos seglares.

Denunciados estos abusos en las Cortes como una mengua y una contravención a las leyes del reino, prometió Enrique II corregirlos y defender la jurisdicción y señorío real con no menos celo y calor que sus antepasados.

En favor de los querellosos que solicitasen audiencia del Rey para obtener pronto despacho de los mensajes y negocios de sus concejos, confirmó lo establecido en el ordenamiento reformando la administración de la justicia, y a las ciudades, villas y lugares ofreció respetar sus alcaldes de fuero, y abstenerse de ponerlos extraños, salvo si todos los vecinos o su mayor parte se los pidiesen, y, aun entonces que serían hombres buenos ciudadanos o de villa competentes para el oficio, naturales del reino a que perteneciese el pueblo y solamente por un año; en lo cual no hizo Enrique II sino confirmar la libertad ya por él mismo reconocida en las Cortes de Burgos de 1366, Toro de 1369 y Medina del Campo de 1370.

Con habilidad esquivó la respuesta directa a la petición relativa a formar un Consejo de hombres buenos, naturales de las ciudades, villas y lugares del reino, entendidos y competentes, diciendo que ya tenía oidores y alcaldes en la corte que eran de su Consejo. La verdad es que los oidores y alcaldes desempeñaban cargos de justicia y no funciones de gobierno; y no deja de ser notable la arrogancia del estado llano que aspira a competir con el clero y la nobleza, pidiendo un Consejo de hombres buenos, ya que no tenían entrada en el alto y supremo Consejo de los monarcas sino personas de calidad en representación de los dos brazos privilegiados del reino.

La seguridad de las personas y el respeto a la propiedad no gozaban de tan sólidas y eficaces garantías que hiciesen innecesaria la petición al Rey para que no mandase prender, lisiar ni matar a nadie, ni despecharle, ni tomarle sus bienes sin ser llamado, oído y vencido en juicio según fuero y derecho. Enrique II lo otorgó así, confirmando lo ordenado por Alfonso XI en las Cortes de Valladolid de 1325.

Análoga a esta petición es la relativa a que el Rey se abstuviese de dar cartas apremiando a personas determinadas para que comprasen algunas cosas, aunque se vendiesen por los nuestros mrs., fallando quien las adquiriese por precio aguisado», añadiendo que las compras y ventas hechas por mandado del Rey D. Pedro fuesen valederas. Enrique II respondió que le placía «salvo las que se fecieron de los bienes que fueron tomados o vendidos de aquellos que andaban connusco en nuestro servicio fuera de los nuestros regnos» conforme a lo mandado en las Cortes de Burgos de 1366.

Suplicaron las de Toro al Rey que confiase la guarda de los castillos y fortalezas de las ciudades, villas y lugares a personas leales y seguras, y no consintiese levantar casas fuertes sin su licencia «con acuerdo de los regnos.» No se allanó a tanto Enrique II; pero en fin prometió que sería, con acuerdo de los del Consejo, e de algunos de la comarca donde se mandare facer la fortaleza.»

Daban los Reyes tierras y dinero a los ricos hombres y caballeros con la obligación de asoldar gente prevenida de armas y caballo y pronta a salir en hueste al primer apellido. Las Cortes denunciaron el abuso que muchos cometían tomando sueldo para mantener cierto número de hombres a punto de guerra y no cumplían el servicio como era debido, pues no llegaba su contingente al cuento cierto según el sueldo que el Rey les daba. Enrique II admitió la queja, y mostró su voluntad de ordenar la caballería de modo que se evitasen estos fraudes.

En razón de los tributos prometió refrenar la codicia de los arrendadores, y no tolerar que a título de monederos se excusasen de pagar pechos concejiles los vecinos más ricos y abonados: reprimid la licencia de los caballeros y escuderos que demandaban pasaje del pan, del vino y de las demás cosas al transitar por sus lugares, y prohibió a los recaudadores de lo mostrenco apoderarse del ganado que hallasen en el campo sin pastores al pasar de un lugar a otro o de una a otra cabaña, ordenando que lo tuviesen de manifiesto por espacio de sesenta días, y lo pregonasen públicamente en los mercados de costumbre para que su dueño pudiese recobrarlo.

Alzó el Rey todas las penas pecuniarias pertenecientes a la Real Cámara por hacer merced a ciertos moradores de las ciudades; villas y lugares, inclusas las en que habían caído los obligados a mantener caballo; pero no otorgó la petición que las Cortes le hicieron contra el ordenamiento de Alfonso XI en las de Alcalá de 1348, antes mandó que «qualquier que oviera quantía de treinta mil mrs. en mueble o en raíz, sacando la casa de su morada, mantuviese un caballo de valor de tres mil mrs.»

Algo nuevo ofrece la petición cien veces renovada, para que no se permitiese sacar del reino las viandas, los ganados, y en general las cosas vedadas. Dijeron las Cortes de Toro de 1371 que por falta de buena guarda en los puertos, «los regnos eran menguados de ganados, e de caballos, e de todas las otras viandas, e los otros regnos que solían ser menguados, eran agora abondados dello; et otrosí que por esta razón andaba mucha moneda mala e falsa, e que la buena moneda que era en estos regnos, o la mayor parte della que la avíen sacado por lo qual eran encarecidas las viandas o todas las otras cosas, etc.» Ni el Rey ni las Cortes comprendieron que no estaba la raíz del mal en la saca de las cosas vedadas ni de la moneda, sino en su alteración, habiéndola labrado de baja ley en 1369.

La Crónica, ilustra el punto que el cuaderno de las Cortes deja en completa oscuridad. «Era ya tan dañada la moneda (dice), que non valía nada; e por esta razón las viandas, e armas, e caballos, e joyas, e plata eran en tal quantía, que se non podían comprar, ca valía un caballo bueno ochenta mil maravedís de aquella moneda, e una mula quarenta mil maravedís»509.

Prosigue la Crónica y añade que Enrique II ordenó en estas Cortes de Toro de 1371, «que fasta que él oviese más tesoro para labrar otra moneda, que tornase el real que valía tres maravedís, a valer uno; o el cruzado que valía un maravedí, que valiese dos cornados; o con esto emendose el fecho por algund tiempo, fasta que después lo ordenó de otra guisa»510. Así, pues, redujo el valor corriente del real a su tercera parte, y otro tanto el de los cruzados, porque seis cornados hacían un maravedí.

La fuerza de la verdad inclinó el ánimo del Rey a corregir, hasta donde pudo, el desorden de la moneda, y fue este remedio más eficaz, que poner guardas fieles y celosos en los puertos, como lo prometió respondiendo a la petición relativa a la saca de las cosas vedadas.

Las muchas y cuantiosas mercedes de tierras, aldeas, lugares, villas, y aun ciudades, fortalezas y castillos, pechos y derechos que hizo Enrique II a naturales y extranjeros a quienes debía la corona, dieron motivo a tres peticiones en las cuales le recordaron los brazos del reino lo ordenado con tanta prudencia y sabiduría por Alfonso XI en las Cortes de Valladolid de 1325, y su solemne promesa de no enajenar cosa alguna perteneciente al señorío real.

Dolíanse todos de la excesiva liberalidad del Rey, y le suplicaron que no diese ciudades, villas, lugares ni castillos a nadie, y recobrase e incorporase de nuevo en la Corona los enajenados. El Rey se disculpó con la necesidad de premiar grandes servicios, y ofreció que en lo venidero se guardaría cuanto pudiese de hacer semejantes donaciones, añadiendo que, si algunas hiciese, sería consultando su servicio y el bien de sus reinos.

Si fue Enrique II liberal en vida, también lo fue en la hora de la muerte, pues mandó en su testamento guardar y cumplir las gracias y mercedes otorgadas a sus fieles servidores, y confirmadas en las Cortes de Toro con la cláusula que «las ayan por mayorazgo, e finquen en el fijo legítimo mayor de cada uno dellos; e sí moriesen sin fijo legítimo, que se tornen los sus logares del que así moriere a la Corona511

Estas son las famosas mercedes enriqueñas, tan celebradas entre los jurisconsultos como principio de los mayorazgos, aunque consta de escrituras auténticas que ya fueron conocidos en el reinado de Alfonso X, y este el origen de apellidar a Enrique II el de las Mercedes, porque, en efecto, dejó memoria de franco y dadivoso.

Las peticiones de las Cortes de Toro en odio a los Judíos dan curiosas noticias acerca de la gran soltura y poderío que a la sazón alcanzaba el pueblo hebreo en los reinos de Castilla. Gozaban de grande influjo en la corte y en las casas de los ricos hombres y caballeros por los oficios y favores que obtenían. Todos los cristianos los obedecían y temían, y todos los concejos les estaban sujetos y cautivos; «por la qual razón los dichos Judíos, así como gente mala e atrevida, enemigos de Dios o de la cristiandad, facían con grand atrevimiento muchos males o muchos cohechos, en tal manera que todos los regnos o la mayor parte dellos estaban destruidos e despechados por los Judíos.»

Dijeron también las Cortes que, abusando los Moros y Judíos del privilegio en virtud del cual no valía el testimonio del cristiano contra ellos, si no se confirmaba con el de alguna persona de su misma ley, se encubrían muchos hurtos, robos y maleficios, perdiendo los cristianos su derecho, porque no hallaban testigo moro o judío que declarase la verdad en los pleitos de unos con otros; y por último, suplicaron al Rey prorrogase el plazo otorgado en las Cortes de Burgos de 1366, para satisfacer las deudas que los Judíos demandaban mostrando sus contratos.

Enrique II concedió que los Moros y Judíos no tomasen nombres cristianos y usasen una señal en sus ropas para ser conocidos; que valiese el privilegio del testimonio en los pleitos civiles, pero no en los criminales, siendo los testigos cristianos hombres de buena fama, y que fuesen pagadas las deudas dentro de los quince días siguientes a la llegada de los procuradores a sus ciudades, villas y lugares, so pena de no gozar los deudores de quita alguna y pagarlas luego enteramente. En cuanto a los demás capítulos respondió con su habitual cautela que «pasen las cosas segund que pasaron en tiempo de los Reyes nuestros antecesores, e del Rey D. Alfonso, nuestro padre.»

Renovose en estas Cortos de Toro la cuestión del repartimiento de las behetrías, ya promovida en las de Valladolid de 1351. Entonces, como ahora, no se hizo novedad por la discordia de los caballeros, recelosos de que algunos grandes parientes o privados del Rey se alzasen con la mayor parte de los lugares en cuya posesión estaban en perjuicio de los naturales a quienes asistía mejor derecho. Enrique II oyó las razones de unos y otros, y conocida la voluntad de los caballeros, «non quiso en ello más fablar»512.

Pasando por alto el Ordenamiento de la Cancillería, que es un arancel de los derechos que debían pagarse por las cartas y privilegios reales al recogerlos después de registrados y sellados en aquella oficina, será bien dar alguna noticia del Ordenamiento de Prelados, el cuarto de los que hizo Enrique II en las Cortes de Toro en 1371.

Las costumbres no eran tan suaves, ni los hombres tan timoratos que no diesen a los prelados justos motivos de queja. Los arzobispos y obispos expusieron al Rey los agravios que recibían de los concejos y las personas poderosas, solicitaron su protección y reclamaron la fiel observancia de los privilegios, franquicias, libertades, sentencias, costumbres y donaciones a las iglesias y monasterios, abogando por la causa del clero secular y regular, así superior como inferior.

Decían los prelados que los legos no prestaban la debida obediencia a sus cartas y mandamientos; que no los temían, ni cumplían, ni dejaban cumplir en sus tierras y lugares de su señorío; que los señores y los concejos embargaban la jurisdicción de la Iglesia en lo espiritual y temporal, prohibiendo acudir a los emplazamientos de los jueces eclesiásticos, y obligando a los clérigos a someterse a los seculares; que los concejos usurpaban la jurisdicción civil propia de las iglesias y monasterios situados en sus alfoces, siendo así que solamente tenían la criminal; que se apropiaban los bienes, rentas y derechos de los cabildos, comunidades religiosas y personas eclesiásticas; que los hombres poderosos quebrantaban las iglesias y monasterios, entraban en los templos «muy sin reverencia ni temor de Dios», robaban sus ornamentos y cuanto hallaban, de suerte que «son en mayor asolación agora por mengua de justicia, que fueron en tiempo alguno del mundo»; que los señores y los concejos hacían pagar a los clérigos grandes quantías por pechos y pedidos; que los merinos les demandaban yantares, no teniendo jurisdicción sobre ellos; que los regidores, jueces y alcaldes de las ciudades, villas y lugares descargaban a los legos del servicio de posadas y lo cargaban a los clérigos, sin respeto a las libertades y franquezas de su estado; que no se cumplía la ley de Alfonso XI en las Cortes de Valladolid de 1325 contra los descomulgados pertinaces, a quienes por poco precio alzaban las penas pecuniarias a ruego de algunas personas, y finalmente, movidos los prelados a compasión al ver con cuanta desigualdad se repartía el peso de los tributos, suplicaron al Rey que diese igualadores, porque era «servicio de Dios e pobramiento de los lugares.»

Las respuestas de Enrique II fueron todas favorables.

El cuaderno de las peticiones particulares de la ciudad de Sevilla, aunque no interesa tanto como los que contienen leyes de general observancia, todavía merece ser citado, siquiera para ejemplo de mala administración de justicia, no obstante los ordenamientos hechos en las Cortes con la recta intención de mejorarla. Parece imposible que en una ciudad tan populosa y principal, y tan rica en libertades, de cuyo concejo formaban parte seis alcaldes ordinarios y cuatro mayores con jurisdicción civil y criminal bajo la superior del adelantado de Andalucía asistido de cierto número de jueces de las alzadas, se cometiesen y tolerasen abusos y desafueros que suponen la carencia absoluta de todo orden legal.

El alcalde del alcázar y el de las atarazanas prendían por deudas a los vecinos y moradores de Sevilla y su término, y los retenían en la prisión largo tiempo, sin cuidarse de llevarlos ante el juez. Los clérigos y ministros de la Iglesia también los prendían por deudas a clérigos o sus iglesias, y los tenían presos sin razón y sin derecho hasta que los obligaban a pagar empleando este medio de tortura. Los alcaldes mayores prendían a las mujeres por las deudas de sus maridos, y les tomaban sus bienes cuando aquéllos habían salido fiadores de otras personas por cosas pertenecientes al Rey.

No eran casos raros ganar cartas reales para despojar a los vecinos y moradores de la ciudad de los bienes de que estaban en pacífica posesión, sin ser llamados, oídos y vencidos por fuero o por derecho; ni suscitar pleitos pidiendo los hijos o parientes de alguno las heredades que vendió, no habiéndolas adquirido por derecho de abolengo sino a título de compra, donación o permuta, como si procediese el retracto gentilicio o de sangre, cuando hay traslación de dominio en virtud de un contrato celebrado con personas de distinto linaje; ni emplazar para que compareciesen en Toledo a dar cuenta de las rentas, pechos y derechos reales los recaudadores que ya las habían rendido y estaban absueltos de toda responsabilidad mediante sus quitamientos en forma; ni abrir nuevo juicio contra las leyes después de cerrado el pleito con el fallo definitivo en el recurso de suplicación sin guardar el respeto debido a la santidad de la cosa juzgada513. Enrique II dio satisfacción cumplida a los mandaderos de Sevilla, y si no corrigió tan graves desórdenes en materia civil, por lo menos mostró su voluntad de corregirlos.

A la petición sobre contar o no contar los días feriados entre los nueve fijados para contestar a la demanda (motivo de grandes contiendas entre los alcaldes de Sevilla), respondió el Rey con «el nuestro ordenamiento general que nos agora ficimos aquí en estas Cortes de Toro»514; y a otra en que los mandaderos suplicaban que los hijos, de los vecinos y moradores de la ciudad que mantuviesen caballo y armas año y día, muertos sus padres, gozasen de la exención de monedas hasta cumplir la edad de diez y siete años, y las hijas hasta contraer matrimonio, y que además los que mantuviesen armas y caballo no fuesen presos por deudas, ni les embargasen ni tomasen sus caballos y armas, salvo por las rentas, pechos y derechos reales, dio el Rey respuesta propicia, otorgando ambos privilegios a los moradores de la ciudad «de los muros adentro, e non en otros lugares ningunos.»

Tales fueron las Cortes de Toro de 1371, prolijas y fecundas en ordenamientos. Son, sin duda, las más importantes de todas las que se celebraron en el reinado de Enrique II, a quien retratan con vivos colores; de suerte, que no le juzgará bien la posteridad, si no funda su criterio en el estudio de los cuadernos que suplen el silencio o esparcen alguna luz, que si no disipa, minora las tinieblas de la Crónica.

Las leyes dadas por Enrique II en estas Cortes de Toro revelan su ardiente deseo de restablecer la paz pública, su moderación en el ejercicio del poder real, la prudencia en el gobierno, el celo por la justicia, la inclinación a corregir los abusos, el disimulo con que procuraba fortalecer el trono sin descontentar a los grandes ni lastimar a los concejos, la perplejidad de su ánimo vacilante entre la blandura y el rigor al legislar sobre la condición de los Judíos, y, en fin, una política ambigua y tortuosa con la cual pretendía cicatrizar las profundas heridas abiertas en el cuerpo de la nación por una guerra civil tan larga, porfiada y sangrienta.

En cambio, no perdonará la historia a Enrique II haber encendido la llama de las discordias intestinas y haberla apagado comprando en ciento veinte mil doblas la sangre de su hermano, infamia seguida de un fratricidio; su deslealtad como vasallo; su ambición siendo bastardo, y por tanto, sin derecho a suceder en la Corona; sus secretas maquinaciones, que despertando la cólera del Rey D. Pedro, lo precipitaron en los extremos de la justicia y provocaron los furores de su venganza; el mal ejemplo de tomar a sueldo las compañías blancas, mezclando en las turbaciones de Castilla tropas extranjeras; el empobrecimiento del reino a causa de las sumas inmensas que empleó en pagar sus servicios; la falsificación de la moneda; la general carestía; la fe de los contratos violada y la honda perturbación del comercio; la liberalidad excesiva que dejó exhausto el tesoro y desprendió del señorío real ciudades, villas, lugares, rentas, tributos, tierras y vasallos; la usurpación del trono que hizo revivir el principio electivo, cuando ya, estaba reconocido y asentado el derecho hereditario, retrocediendo la monarquía hacia su nacimiento, ni la semilla de una nueva guerra de sucesión que estalló en el reinado de su hijo D. Juan I. Fallando el proceso de D. Enrique II de Castilla, según lo que arroja el estudio profundo de los ordenamientos dados en las Cortes de Toro, es dudoso si debemos confirmar o no el juicio de los historiadores, cuya benevolencia llega hasta los términos del elogio.

Ayuntamiento de Burgos de 1373.

Hubo un Ayuntamiento a modo de Cortes en Burgos el año 1373. Ayuntamiento dice, el cuaderno, y no sin razón, porque sólo concurrieron los procuradores de las ciudades, villas y lugares, y no todos los que solían ser llamados, ni acaso muchos, pues las palabras del Rey están envueltas en cierta oscuridad sospechosa515.

Como el brazo popular se vio dueño del campo, desató su lengua y prorumpió en quejas exponiendo los agravios que recibía del clero y la nobleza, y no descuidó la ocasión de pedir reformas en la administración de la justicia y el ensanche de sus libertades.

Suplicó contra el abuso de emplazar ante los alcaldes de la corte a los vecinos de las ciudades, villas y lugares, sin ser primeramente demandados ante los de su fuero, oídos y vencidos en juicio, según lo ordenado por Alfonso XI en las Cortes de Alcalá de 1348516, y contra el no menor de perseguir a los deudores y tomarles sus bienes sin ser citados y preguntados si tenían excepción de «paga, quita u otra razón derecha» que oponer; y aunque después mostrasen, carta de pago o quitamiento u otra razón derecha», los oficiales de la justicia no dejaban por eso de proseguir la ejecución, como si «la entrega fuese verdaderamente debida»; a lo cual respondió el Rey según cumplía.

Reclamaron que pusiese coto y enmienda al abuso no menos grave delibrar cartas «para que algunos diesen sus fijas e parientas que casasen con personas determinadas, y mandase castigar a ciertos hombres poderosos y a las justicias y oficiales de algunos lugares «que las facían casar por fuerza con sus omes e parientes, e esto que venía por dar el Rey los oficios o las justicias a omes grandes poderosos.» Por más que lo intentó Enrique II, no logró desvanecer el cargo. Negó que hubiese librado cartas de apremio en esta razón; pero añadió en seguida que no podía negar las de ruego en favor de sus criados; y en cuanto a la fuerza que hacían las justicias y los grandes, respondió: «que fasta aquí nunca tal cosa nos fue dicho ni querellado.» Don Enrique, el de las Mercedes, no podía resignarse a perder esta ocasión de hacerlas a sus buenos servidores a costa ajena.

A la petición para que respetase los privilegios de las ciudades, villas y lugares que siempre habían pertenecido a la Corona y no podían ser dados a infanzones, ricos hombres, caballeros, escuderos ni ricas dueñas, respondió disculpándose por lo pasado, y ofreciendo guardarlos en lo venidero.

Confirmó el ordenamiento dado en las Cortes de Toro de 1369, en el cual prometió no poner jueces de fuero en las ciudades, villas y lugares sino a petición de todos o la mayor parte de los vecinos; mas no sin la cautela, «que nos mandaremos saber la verdad, si les cumple juez de fuera o non, e faremos sobre ello lo que entendiéremos que cumple a nuestro servicio, e pro, e guarda de la villa o del logar donde esto acaesciere», que fue un modo artificioso de minorar la libertad de los concejos, constituyéndose el Rey en árbitro de las contiendas entre los vecinos, y un medio indirecto de restaurar las fuerzas de la monarquía debilitada.

A ruego de los procuradores prohibió Enrique II la acumulación de los oficios concejiles, porque había personas que eran a la vez regidores, jueces o alcaldes, y además recaudadores o arrendadores de las rentas de los concejos, con lo cual tiranizaban a los pueblos que no se atrevían a pedir justicia contra sus opresores, pues si dejaban el juzgado o la alcaldía, conservaban la regidoría para encubrir sus maldades y vengarse.

Quejáronse los procuradores de los ricos hombres, caballeros y escuderos que se apropiaban los términos de las ciudades, villas y lugares, y levantaban en sus comarcas casas fuertes en perjuicio de los vecinos; que exigían tributos desaforados en donde nunca se habían conocido; que por tener algunos vasallos en ciertos lugares, pretendían la justicia en ellos, «e cada que iban les comían quanto les fallaban e los robaban», y que en otros, so color de ejercer la jurisdicción civil y criminal, «lanzaban pedidos e yantares e otros desafueros muchos», embargaban las aldeas, no pagaban los pechos concejiles y asolaban la tierra y la despoblaban. Enrique II satisfizo a los procuradores con vagas respuestas, tales como mandaría guardar a cada uno su derecho, manteniendo indecisa la balanza entre el estado llano y la nobleza.

No se quejaron con menos amargura de los obispos, de los cabildos y los clérigos, porque daban sus lugares en encomienda a hombres poderosos, para que los defendiesen contra las usurpaciones de los concejos. Los encomenderos, prevalidos de su fuerza, agoviaban a los pueblos con tributos; por lo cual se acogieron a la protección del Rey que ordenó no hubiese otro encomendero sino él, es decir, la justicia.

Reclamaron contra las exenciones de pechos concejiles, porque eran muchos los que se excusaban de pagarlos, unos alegando privilegios, y otros su calidad de paniaguados de clérigos, y cuando se los exigían, los prelados descomulgaban a las justicias de los pueblos. Con este motivo se movió la cuestión de si los pechos concejiles se debían aplicar a la reparación de las cercas y puentes y compra de términos, o había de entenderse que se derramaban para servicio del Rey y procomún de las ciudades, villas y lugares. También se renovaron las peticiones contra los arrendadores de los pechos, servicios, monedas y alcabalas, siempre odiosos, porque siempre vejaban a los contribuyentes con mil suertes de cohechos y agravios. Enrique II consoló a todos, no con reformas que extirpasen el mal de raíz, sino con buenas esperanzas.

Al confirmar el Rey, según la costumbre recibida, los fueros, franquezas y libertades de las ciudades, villas y lugares del reino, así como los privilegios de la nobleza, otorgó que los hijosdalgo, caballeros, escuderos, dueñas y doncellas no pechasen; pero rehusó conceder que no prestasen, porque (dijo) «el emprestado non es pecho, ca todo ome es tenudo de emprestar, e demás que ge lo han de pagar, e por esto non se quebrantan sus privilegios. Ya empezaba a fijarse la atención en el crédito para suplir la falta de dinero.

Fue notable novedad ocurrida en el Ayuntamiento de Burgos, haber el Rey abandonado la idea de sujetar a una tasa general las labores y poner precio a los jornales, sin tomar en cuenta el de las viandas en cada comarca. Enrique II, a petición de los procuradores, ordenó «que los concejos, o los omes que han de ver las faciendas de los concejos, cada uno en su lugar, con los alcalles del logar», señalasen los precios convenientes y razonables. No era renunciar a la tasa, pero sí templar su rigor haciéndola variable, y por tanto, más equitativa, como asunto propio del gobierno municipal.

Ratificó el Rey los diversos ordenamientos de Alfonso XI, y principalmente el dado en las Cortes de Burgos de 1345 sobre prescripción por tiempo de seis años de las cartas de deuda entre Moros o Judíos y cristianos, «a menos de ser llamada la parte e oída en su derecho».

Por último, hállase en este cuaderno la primera noticia que se contiene en los de nuestras antiguas Cortes acerca del voto de Santiago, y el de San Millán por lo que hace a Castilla y Extremadura.

Consistía el primero en una medida de pan o una cantara de vino por cada yunta de bueyes de labor, y en un dinero por cada casa el segundo. Pleiteaban el arzobispo, deán y cabildo de la Iglesia de Santiago con la ciudad de Ávila, la cual se negaba a pagar aquella primicia, alegando que el privilegio solamente era reconocido en algunos lugares del reino de León, y entre otras razones que los procuradores presentes en Burgos hacían valer ante el Rey, dijeron «que Dios non quería que ninguno diese limosna contra su voluntad». Enrique II respondió con buen acuerdo que el pleito estaba pendiente, y a los oidores de su Audiencia cumplía librarlo «según que fallaren por derecho.»

Ayuntamiento de Burgos de 1374.

Ni en la Crónica ni en las historias de aquel tiempo se halla rastro ni vestigio de otras Cortes celebradas en la misma ciudad de Burgos el año siguiente 1374. El nuevo ordenamiento de la Cancillería dado por Enrique II a seis días del mes de Abril de dicho año, no autoriza la menor sospecha de que tales Cortes se hayan reunido, o el Ayuntamiento de 1373 se hubiese prolongado. Lo más cierto es que Enrique II hizo uso de su potestad legislativa para completar la reforma de la Cancillería iniciada de su propia autoridad en las de Toro de 1371.

Por otra parte, el ordenamiento de 1374 ofrece poco interés, pues no importan mucho los pormenores del servicio de la Cancillería, ni el arancel de los notarios, escribanos, porteros, etc. Una sola circunstancia es digna de reparo, a saber: que el Rey hace mención en este cuaderno de «los dos nuestros contadores mayores»; primera noticia que los documentos de semejante naturaleza suministran acerca del origen del Tribunal de Cuentas del Reino.

Cortes de Soria de 1375.

Tampoco son ciertas, ni siquiera probables, las Cortes de Soria de 1375. Es verdad que Enrique II vino a esta ciudad a celebrar las bodas del Infante D. Juan, su hijo primogénito, con la Infanta Doña Leonor, hija del Rey D. Pedro de Aragón, con cuyo motivo hubo fiestas y alegrías que duraron todo el mes de Mayo. También es verdad que mandó a todos los grandes señores y caballeros de su reino que estuviesen a las bodas; y en efecto, allí se juntó la flor de la nobleza castellana y aragonesa; pero no consta la presencia de los procuradores, ni que en aquellos días de público regocijo se hubiesen reunido Cortes517. El silencio de historiadores tan graves y diligentes como Mariana, Colmenares, Ortiz de Zúñiga y otros que dan razón cumplida del suceso principal de que fue teatro la ciudad de Soria, persuade y convence de la inexactitud de esta noticia, apoyada en un solo testimonio518.

Cortes de Burgos de 1377.

Por la última vez celebró Enrique II Cortes generales en Burgos el año 1377, concurridas de clero, nobleza y ciudadanos, aunque poco nombradas. El cuaderno que se salvó de la injuria del tiempo, no permite dudar de su celebración. Fueron breves y no carecen de importancia, sobre todo por los ordenamientos relativos a la condición o estado civil de los Judíos, contra quienes se mostraron los brazos del reino prevenidos, y el Rey débil en la defensa del pueblo hebreo tan odioso a los cristianos.

Remitió la tercera parte de las deudas de estos a los Judíos, considerando que en los contratos aparecían prestadas mayores sumas que las recibidas, y señaló nuevos plazos para el pago de los dos tercios restantes. Sin embargo, exceptuó el Rey el caso de afirmar el acreedor que la deuda era toda realmente principal sin mezcla de usura, y se remitiese a la declaración jurada del deudor, y éste así lo confesase, pues entonces debía pagarlo todo sin quita alguna.

Confirmó Enrique II el ordenamiento de Alfonso XI, ya confirmado por él mismo en el Ayuntamiento de Burgos de 1373, sobre prescripción de las deudas a favor de los Judíos por tiempo de seis años.

Para evitar toda ocasión de burlar las leyes contra la usura, prohibió a los Moros y Judíos hacer carta alguna de obligación con cualquier cristiano, concejo o comunidad, reconociendo deuda de dinero, pan, vino o cera u otra cosa a título de préstamo, compra, venta, depósito o renta; de forma que si quisiesen celebrar un contrato de compra o venta, el comprador debía dar luego el precio, y el vendedor entregar el objeto vendido, siendo nulas y de ningún valor las escrituras en las cuales se contuviese la obligación de dar o pagar algo a plazo.

Ordenó que el pan prestado por algunos cristianos y Judíos a labradores que viéndose en necesidad a causa de la mala cosecha, se obligaron a devolver tres o cuatro cargas por una, lo pagasen en moneda al precio que valía cuando lo recibieron.

Otorgó la petición acerca de prohibir a los Judíos que fuesen almojarifes o mayordomos de los caballeros y escuderos, o tuviesen otro oficio alguno en su casa, porque con el poder de los señores a quienes servían, hacían muchos agravios y cohechos a los labradores y a toda clase de personas; mas no accedió a prohibirles que viviesen con ellos, como le pidieron las Cortes.

Cuando ocurría la muerte violenta de Judío o Judía en los términos de alguna ciudad, villa o lugar y no era conocido el matador, los adelantados, los merinos u otros oficiales de la justicia exigían a los vecinos seis mil mrs. por el homecillo u homicidio. Enrique II, a ruego de los brazos del reino, alzó esta pena en que incurrían los concejos; pero si los oficiales del lugar (dijo) fueren negligentes en cumplir el derecho «finque en la nuestra merced de levar de los dichos oficiales la dicha pena, si quisiéremos.»

La multitud de leyes dictadas con el buen deseo de reformar la administración de la justicia eran impotentes contra la fuerza de las costumbres ásperas y rudas de la edad media. Los merinos continuaban emplazando maliciosamente a los hombres por cohecharlos, y les tomaban cuanto tenían sin hacerles justicia; los alcaldes de las monedas y alcabalas arrendaban sus oficios contra derecho y en daño de los pueblos; los señores y los jueces puestos por ellos en los lugares de su señorío, negaban la apelación de sus sentencias ante los alcaldes de la corte por notorios que fuesen los agravios, y por último, era práctica recibida apremiar a ciertas personas y obligarlas a comprar los bienes de los deudores al Rey, cuando se vendían en pública subasta. Instado Enrique II para que corrigiese este abuso, respondió según el deseo de las Cortes, «si fallare quien los comprase razonablemente, que entonce non mandaremos comprar por fuerza; pero quando non fallare... non podremos excusar que les nos mandemos apreciar e dar compradores... de los más ricos e abonados do esto acaescier.» Tan claras eran las nociones de justicia y propiedad en el siglo XIV.

Suplicaron las Cortes al Rey que intercediese con el Papa a fin de proveer los beneficios eclesiásticos en naturales de estos reinos, y no en extranjeros, pues además de estar las iglesias mal servidas, los beneficiados sacaban mucho oro de Castilla, con lo cual se aumentaba la carestía de todos los géneros y frutos. El Rey otorgó sin dificultad la petición por hallarla buena y justa, a ejemplo de su padre Alfonso XI en las Cortes de Madrid de 1329.

También suplicaron la fiel y rigorosa observancia de los ordenamientos contra la saca de las cosas vedadas, según lo mandado por Alfonso XI y por el mismo Enrique II en las de Burgos de 1338, Madrid de 1339, Burgos de 1345 y Toro de 1369 y 1371.

No atendió con igual benevolencia las quejas que le dieron de los señores y caballeros enriquecidos con sus mercedes, cuya codicia no se hartaba con los pechos y derechos ordinarios que llevaban de sus lugares, sino que «les echaban muy grandes pedidos o pechos desaguisados.» Enrique II, siempre tímido cuando se ofrecía la ocasión de interponer su autoridad para reprimir los excesos de la nobleza que había seguido su bandera contra la del Rey D. Pedro, toleró lo que no podía remediar, porque en frente de una legitimidad vencida, no se atreve a mucho la usurpación victoriosa.