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ArribaAbajoJosé María Cárdenas y Rodríguez


ArribaAbajoLos niños

E dijeron los sabios, que tales son los mozos para aprender las cosas, mientras son pequeños, como la cera blanda cuando la ponen en el sello figurado, porque deja en él su señal...

...Mas si jélas quisiessen mostrar cuando fuessen mayores, e comenzassen ya a entrar en mancebia, non lo podrían fazer tan de ligero.


Leyes de Partida                


Sucede que un hombre que posee un capital y que ha vivido siempre en posada o con alguna familia, despierta una mañana con el pensamiento de invertir su dinero en una casa y transformarse en propietario. Mientras tal idea no le vino a las mientes, paseábase tranquilo por esas calles de Dios, viendo en ellas lo que más hay que ver; esto es, casas y más casas, en las que tanto paraba su atención como en las estrellas que lucen en el cielo. Pero quiso su buena o mala ventura que pensase en fabricar, y he aquí que uno que ahora viese a nuestro hombre, dijera que se le había escapado el juicio.

En efecto, se le encuentra a menudo de pie e inmóvil como una estatua, delante de una casa, contemplándola con el mayor cuidado. Ora se le ve frente a la fachada de alguna iglesia, describiendo con el bastón círculos y triángulos en el aire; ora agarrado a las rejas de un jardín registrando todo su interior y las fábricas adyacentes; ya en una visita levantarse de buenas a primeras, y cuando todos creen que va a despedirse, no hace sino pegarse de espaldas contra una de las paredes del salón, y desde allí marchar con pasos mesurados hasta dar con la opuesta, contándolos con gravedad, y luego volverse a sentar sumergido en una meditación digna de mejor asunto. O bien entra de sopetón, como suele decirse, en el palacio de un grande o de un ricacho, y a pesar de la oposición y gritos del portero que sin duda lo toma por lo que parece, penetra hasta donde le da su gana, cuenta escalones, mide aposentos, toma dimensiones de ventanas y puertas, calcula el costo de todo el edificio, y deja estupefacto al dueño de él, asustada a la señora, y gritando a los niños que tales gestos y maneras ven en aquel hombre que tan inopinadamente allí se les aparece. Gran cosa es asentar casa, digan lo que quieran; bien que yo nada he oído en contrario.

Lo que dirá tal vez algún lector impaciente es que desearía saber lo que hay de común entre asentar casa y los niños. A la verdad, nada: sólo que los niños generalmente nacen en las casas; pero no es ahí donde vamos a parar.

Mi amigo don Benigno Buenalma, hacía cosa de cinco años que estaba casado, y aunque en los primeros días de su matrimonio se complacía con la idea de tener un hijo, viendo que pasaban esos días, y luego meses, y luego años, y que su consorte maldita ni se daba por entendida, fue dejando de pensar en ello, y conformándose -pues otra cosa no podía- con su suerte, que era tal como la deseaban unos sobrinos que Dios y su hermano le habían dado. Pero cuando menos se pensaba el bueno de don Benigno, y cuando ya lo hubiera creído absolutamente imposible, salimos con que doña Aniceta Tardía se halla encinta; y no como quiera, sino de cuatro meses, pues la pobre señora nada quiso confiar a su marido cuando los primeros síntomas, temerosa de que resultando un error de su deseo, la embromasen luego don Benigno y las amigas que lo supiesen.

Era de ver el júbilo de aquel excelente sujeto: ¡qué subir y bajar escaleras, sin tener qué buscar arriba ni qué hacer abajo!, ¡qué salir a la calle y volverse a casa antes de andar veinte pasos!, ¡qué mimos, qué agasajos a doña Aniceta!, ¡qué cuidado con su salud! ¡Ni de novia fue tan celebrada, tan acariciada, tan complacida! Pasados estos momentos, don Benigno se puso a reflexionar sobre su futura condición de padre de familia. La educación que debía de dar al hijo que aún no estaba en el mundo, le ocupaba despierto, y era con lo que dormido soñaba. Propúsose por lo tanto observar cuantos padres y tutores educaban hijos suyos o extraños; ya los niños eran una gran cosa a su vista: parábase a oír sus gracias y contemplábalos con la mayor atención para estudiarlos.

Aquí quería yo llegar. Soy amigo de comparaciones, defecto que no puedo remediar, y como viera a don Benigno Buenalma estudiando muchachos, observando los modos de educarlos que cada padre tiene, aprobando este método, desaprobando aquél, apuntando lo que se le antoja bueno, para ponerlo en práctica en llegando el caso que espera de un momento a otro, viniéronseme a la idea los apuros, los pasos, las distracciones y examen de casas de aquel que nunca la ha tenido; pero que trata de tenerla. No faltará quien diga que la comparación no es exacta, y a este tal le responderé: primero, que no estuvo en mí al ver las carreras, oír las observaciones y presenciar el afán de mi amigo don Benigno sobre cómo había de educar a su hijo, viendo como otros educaban a los suyos, recordar las carreras, observaciones y afán del que quiere fabricar casa examinando las ajenas; segundo, que si la comparación no le pareció tan exacta, basta que a mí me lo pareciera, y hecha ya, no había de perderla, y tercero, que he visto, a Dios gracias, comparar peces con hombres, piedras con ríos, mariposas con palacios, y hasta las estrellas del firmamento con el polvillo del suelo; y todo esto con grandísima aprobación de quien lo leyó u oyó, y mayor gloria de quien lo escribió; y yo no tengo privilegio exclusivo para hacer buenas comparaciones, ni otros para no hacerlas; sino que todos tenemos la facultad de escribir nuestras buenas o malas ocurrencias, si hallamos quien nos las imprima; lo cual, bendita sea la virgen, nunca falta.

Hecha ya mi comparación, que tal como ella sea es muy de mi gusto, y defendida como hija de mis entrañas, entraremos en materia. Era pues, un día de invierno, y aún me estaba yo muy arrebujado en la cama, cuando penetró en mi cuarto mi buen amigo don Benigno. Quería que le acompañase a hacer visitas en casas donde hubiese por lo menos y por lo pronto dos o tres chicos. Quería observar, decía el pobre hombre, quería tomar de aquí y allí lo bueno, o lo que le pareciese tal: en fin, su plan de educación había de estar ya formado para cuando su niño naciera, pues de ningún modo había de perder tiempo. -Según eso -le dije-, ¿vamos a ver niños solamente? -Sí, don Jeremías -me contestó-; pero vamos a verlos al lado de sus padres y madres, pues las acciones y dichos de los niños en presencia de éstos, me descubrirán el modo con que los educan y las máximas que les inculcan-. No pude menos de acceder a la solicitud de mi amigo: las visitas iban a ser curiosas.

Dos puertas más abajo de mi casa está la de una sobrina de un tercer sobrino mío. Tiene una niña como una perla y que apenas ha cumplido un lustro. Parecióme que por ella debíamos empezar, y en efecto ya estamos en su presencia. Después de los cumplidos de ordenanza, la pregunté por Tulita: no fue menester más. «-¡Jesús!, ¡buena, y tan linda! ¡Ah, lo que ha crecido desde que usted no la ve! (Advierto al lector que tres días antes había estado yo con mi sobrina.) ¡Y tan sabidilla que da gusto oírla! La he de llamar.» Hízolo, y acudió la niña; mas al ver una persona extraña en casa, detúvose a la puerta de la sala, y de ahí no pasó. -Ven aquí, niña, que estos caballeros desean oírte. -¡No quiero! -¿Por qué, mi vida? -¡Porque no! -Ven, ven y verás lo que traen estos señores. -¡No quiero! -Vamos, niña -dije yo-, ¿por qué no has de hacer lo que te dice mamá? -¡Porque no! Y se mantenía el ángel de Dios contra la puerta, riendo como una idiota y pellizcando su ropita nueva. La mamá, que a la fuerza quería que oyésemos una de las gracias de la niña, aunque no fuese de las más particulares, levantóse de su asiento diciéndole: -¡Ya verás, bribonzuela, si vienes o no!-. La muchacha, tan pronto como notó la acción de la madre, se puso a dar tales gritos, que parecía que a fuego lento la quemaban; mas cuando la vio ya cerca, levantóse el vestido y echó a correr escalera abajo de tan buena gana, que nadie pudiera decir que pertenecía al bello sexo. Ya que estuvo fuera del alcance de su madre, la gritaba: -¡Me alegro, me alegro, que te incomodaste y no pudiste pillarme!

¿Cómo quedaría la sobrina?, dirá alguna de mis lectoras que no haya tenido hijos. Como si nada le hubiera sucedido: tan acostumbrada estaba a los chascos que la hacía sufrir la graciosa y sabidilla Tulita. -No está para el paso hoy -dijo con resignación-. ¡Ca!, si los niños son así: están solos y da gusto oírlos; pero llámelos usted, y es como si el diablo los inspirara; sin embargo, si otra vez vuelven ustedes se han de divertir, porque en verdad que esa niña tiene bellísimas ocurrencias. -No es mala, dije para mi capote, la que ha tenido. Poco después salimos. -¿Qué tal, don Benigno? -Mal principio, don Jeremías.

Pasamos a casa de don Pantaleón Reyerta, a quien encontramos en sociedad con su cara consorte y con su madre, anciana y respetable señora. Presentéles a mi amigo Buenalma, e iba ya a preguntarles por el niño, cuando éste se nos apareció sucio como un carbonero, y tan roto como si de un presidio acabara de escaparse. -Válgame el gran poder de la Virgen Santísima -exclamó la abuela viendo aquella facha-: ¿cómo te atreves, picarón, a venir de ese modo delante de estos señores? Vaya, retírate y no vuelvas hasta que te hayas bañado y vestido. -Déjelo usted, madre -dijo don Pantaleón-; bien saben estos caballeros que los niños no son hombres... -Señora -saltó la madre-, ¿cuándo cesará usted de regañarme a Telesforito? No parece sino que es usted quien le ha parido, y no yo. -Ya ves, hija -contestó la buena señora-, qué dirán... -¿Qué han de decir, sino que el pobrecito habrá estado por ahí jugando con otros de su edad?

Ya se deja considerar cómo presenciaríamos esta escena los que de la calle entrábamos. El niño que al oír las primeras palabras de la abuela se había afligido, cobró ánimo al ver la defensa de su papá y mamá. Ésta le llamó, sentólo en su regazo, y entabló con él el siguiente dialoguillo para que admirásemos sin duda alguna las prontas respuestas del chico. -Dime, Telesforito, ¿qué es abuelita? -¡Fea! -¿No más? -¡Vieja! -¿No más? -¡Regañona! -¡Bien, bien!, y papá, ¿qué es? -¿Papá?, ¡gordo! -¿Qué más? -¡Comilón! -Todavía. -¡Calvo!- ¡Perfectísimamente, ocurrencias más chistosas no he oído a otro niño a su edad! (No cumplía, pero tocaba en los nueve años.) A su vez don Pantaleón, y como para vengarse de su amable consorte, llamó al discreto chico que con tanto primor educaban. -Telesforito, hijo, ¿qué es mamá? -Calla, tonto -dijo ésta a su marido, y al niño-: no le respondas, mi vida. -Yo sí... yo sí le respondo; tú eres... tú eres... ¿se lo digo, papá? Aquello, aquello que tú le sueles decir cuando la riñes. -¡Muchacho! -gritó la madre poniéndosele el rostro encendido-, ¡muchacho, calla! Te pegaré...- Y el niño: -Yo sí lo digo...- y lo dijo efectivamente...

-¿Qué tal, don Benigno? -Peor, don Jeremías: es cosa terrible ver el modo que tienen ciertas gentes de educar los hijos.

A corta distancia de don Pantaleón, vive don Marcelo Meloso, que tiene en casa una esposa y una tropa de chicuelos para su distracción y pasatiempo. Fuimos a verlo, y siendo nuestro objeto principal examinar niños, le pregunté por los suyos. -Por ahí andarán en la calle los angelitos -dijo su esposa doña Celestina-: ve por ellos, Marcelo.

Mientras éste buscaba los chicos, nos entretuvo doña Celestina con la relación de sus juegos, gracias y agudezas: nos hizo un grande elogio de Bartolito, que era el segundo; pintónos su carácter serio y reservado, que hacía un maravilloso contraste con el de Andresillo, vivo por demás y pronto en todas sus cosas; celebrónos la penetración y asombrosa memoria de Emilito, que sólo había necesitado tres semanas para aprender una fábula de Samaniego, y eso que acababa de cumplir once años. Por lo que hace a Luisita, era un dije: tan linda, tan graciosa; ¡y si la oyeran ustedes hablar!, añadió; cosas dice que no parecen de una niña de su edad, y que me dejan con la boca abierta, sin atinar en qué consiste que hoy sepan tanto los niños, pues aunque no soy tan vieja todavía, en mi tiempo me acuerdo que eran unas maulas. ¡Ya se ve! ¡Nuestros padres nos educaban de un modo!... ¡Aquella seriedad, aquel hablar nada más que lo preciso! Hoy se da más libertad a los niños, y seguramente que nos va muy bien; ahí tienen, si no, a Emilio, que sabe más que un bachiller del tiempo de su abuelo.

Bachillera, y aun más de la cuenta, era la tal doña Celestina, o por lo menos debió parecérselo así a don Benigno, según lo que inferí de sus mal disimulados gestos y continuos movimientos de impaciencia. Temí que ella lo notase; pero afortunadamente entró don Marcelo con dos de los niños que a duras penas pudo entresacar de entre una infinidad que estaban alborotando la calle. Tan pronto como los vio entrar doña Celestina, levantóse de su asiento, y tomando a uno de ellos por la mano, volvió a su puesto sin cesar de hablar: -Ven, ven, Emilio, dinos tu fabulita, mi vida; vamos, no te asustes, que estos señores son amigos de papá-. Bajó el niño la cabeza, arrimóse cuanto pudo a su madre, y comenzó muy bajito:

«Cantando la cigarra...»

-Más alto, mi corazón -le dijo doña Celestina-; más alto, para que podamos oírte-. Levantó Emilito la voz, y empezó nuevamente; pero tan aprisa que no podía entendérsele:


«Cantando la cigarra
pasó el verano entero...»


Y vuelta a interrumpirse y vuelta a animarlo la madre. -Jesús, Emilito; dirá este caballero (era conmigo) que no sabes tu fábula-. Y otra vez la graciosa criaturita:


«La cigarra...
pasó el verano... entero... entero...»


Pero ahí quedábase cortado. Yo creí que el niño pasaría lo que nos quedaba del invierno sin salir del verano entero; mas no fue esto lo peor, sino que de buenas a primeras echóse a llorar con una angustia y con sollozos tales, que pensé iba a ahogarse.

Mientras esto pasaba conmigo, no yacía Guatimozín en un lecho de rosas; quiero decir, no le iba mejor a don Benigno, a quien don Marcelo había tomado por su cuenta con otro de los muchachos. -Andresito, mi alma, di al señor cómo hace el gato. -¡Miau! -¡Bien! ¡Qué lindo! ¿Y el perro? -¡Au! -Primorosamente! (Y se lo comía a besos.) ¿Y cómo hace el mulo del quitrín? Con tan descompasado grito rompió Andrés imitando el rebuzno del mulo, que Emilio cesó de llorar, la madre de animarlo y yo de aguardar la conclusión de la fábula: todos paramos la atención en él, que a fe que lo merecía. -No crean ustedes -saltó doña Celestina con orgullosa satisfacción- que alguno haya enseñado al chico esas gracias: nada de eso, él solo las ha aprendido... Hase puesto a imitar esos animalitos, y no sé si diga que muchas veces los aventaja. Es niño de mucha penetración, aunque lo diga yo que le he parido. -¿Y conoce ya el silabario, señora? -preguntó don Benigno. -¡Ca, ángel de Dios, qué ha de conocer todavía, si ahora va a entrar en los diez años! ¡Fuera tiranía enviar una criatura tan tierna a la escuela!-. En efecto, dije para mí, más vale que esté midiendo aceras, saltando zanjas y remedando animales.

-¿Qué tal, don Benigno? -preguntéle ya en la puerta de mi casa. -Malísimo, don Jeremías! -Pero, al fin, ¿habrá tomado algo para su plan de educación? -Tendré que formarlo sin ayuda de nadie. -Me alegro, y más me alegrara si se dejase usted de planes y proyectos. Inspire a su hijo sentimientos de virtud y honradez, y cuanto más temprano, mejor... No le haga usted burlarse de su abuela, aunque ésta le regañe; ni de su mamá, aunque ésta le haga decir que papá es calvo comilón; no le permita vivir en la calle y paseos, para que en compañía de otros tunantes no aprenda a perseguir a los locos ni mofarse de los viejos; no le exija que diga sus gracias a las visitas que vienen a ver a usted y no a él; ni que les recite fabulitas, no sea que pase el verano entero con los dos primeros versos; no le ponga a imitar al gato ni al podenco, ni a otro animal alguno por útil y hermoso que sea. Todas estas gracias, después de todo, señor don Benigno, son la delicia de los padres, y es justo y natural que así sea; pero, créame, para una persona extraña es un martirio obligarla a que las escuche y celebre. Sobre todo, no elogie usted al niño cuando él esté presente, porque, o dejará a usted mal, o se pondrá orgulloso y engreído, y no se sacará nada de él, aunque Dios le haya dado talento y penetración. -Todo es muy cierto, señor don Jeremías; siempre esperaba yo sacar algo con venir adonde usted. -Por lo menos, consejos le daré cuantos me pida, y tan buenos como Dios me dé a entender. -Harto es, que no todos los dan buenos y de balde.

(1839)




ArribaAbajoEl día menos pensado

No sino dormíos, y no tengáis ingenio ni habilidad para disponer de las cosas.


CERVANTES, Don Quijote                


Ha de llegar un día en la vida de cada criatura racional, en que su suerte, si ha sido mala, se convierta en buena; y si buena, se haga mejor. El marinero se encontrará mandando una escuadra; el pobre no sabrá cómo emplear sus riquezas; la joven soltera irá por esas calles dando el brazo a un marido; la casada, encerrada en su aposento, hará una o dos piruetas al verse viuda; y hasta el triste poetilla de circunstancias y de sobremesa concebirá y dará a luz un poema que le traiga más fama que a Homero y Taso los suyos. Este gran día lo descubre el hombre como con telescopio al través de otra multitud de días, ni más ni menos que se descubre una estrella entre otras innumerables que están más cercanas. Según que van pasando días, claro es que se va aproximando el gran día; así como según va recogiendo el muchacho la cuerda de su cometa, va ésta descendiendo hasta ponerse al alcance de sus manos.

¿Y qué día será éste? Cual sea este día, lector discreto, o lectora de mis entrañas, tan bien o mejor que yo lo sabéis vosotros y vosotras. Es el día menos pensado: el día que a cada instante nombráis como el que ha de sacaros de vuestras miserias, y subiros a la cumbre de la prosperidad; el que ha de ser el último de vuestros afanes y apuros; el que deseáis con ansiedad, sin acordaros que cada hora que pase para llegar esta de vuestra imaginada ventura os conduce a otro gran día terrible, pero seguro y menos pensado aún, en el cual todas las dichas de este mundo, si las hay, fenecen, como todas las infelicidades.

Gran cosa dicen que es la esperanza, y tal podrá ser que se pierda de vista; pero a nadie sacó ella sola de su estrecha situación para hacerle mover en más ancho campo. Y por grande que sea la esperanza, ¿qué es, sino un consuelo que nos anticipamos nosotros mismos? Preciso es ser desdichado para soñar en la felicidad; y tan de veras lo somos, que ésta jamás pasa de un sueño corto y agradable, o de una dulce ilusión cuya realidad aguardamos siempre.

Por eso es que decimos «el día menos pensado», que es un día cualquiera, en el cual cansada la suerte de mostrarnos un rostro severo, nos sonreirá más benigna: a no ser que cansados nosotros de su adusto ceño, creamos asustarla amenazándola con ese día menos pensado en que vamos a ser dichosos mal que le pese a ella. Más de una vez nace esta idea en nuestro cerebro, a causa de la muy buena que de nosotros mismos tenemos formada, creyéndonos capaces de llenar huecos de gran consideración. Vislumbramos este día menos pensado, sin que nos pase un momento por la imaginación que quizás otro verdaderamente no pensado puede traer acontecimientos que basten a desesperar al mismísimo Job.

«El día menos pensado soy cardenal», dice el triste cura de alguna iglesia auxiliar donde no hay más que un matrimonio al año, diez bautizos y cuatro entierros. «¿Qué inconveniente habrá? ¿No llegó a ser papa un pastor de cerdos? Pues yo, que estudié en la Universidad, que traduzco el latín ahí como Dios me ayuda, probabilidad tengo de ir subiendo; cuanto y más que estoy ya en carrera.» Pero el día menos pensado se pegó fuego a la iglesia que era de tablas, y el pueblo no pudo oír misa. Se abre una suscripción para reedificarla: se deposita el dinero en una honradísima persona, y se escribe al obispo. Tarda la respuesta de su excelencia ilustrísima, y el día menos pensado muda de domicilio el bueno del depositario sin decir adónde va. En estos conflictos y dilaciones el presunto cardenal, el curita de almas, entrega la suya el día menos pensado, y lo entierran sin cantarle un réquiem, porque no hay en el pueblo quien lo sepa hacer, y además la iglesia se ha quemado.

Nada es que a un hombre que está sentado una semana entera le asalten cavilaciones tan halagüeñas, cuando otro en evidente peligro de perder la vida echa sus cuentas alegres con el día menos pensado. Entra un soldado en campaña, y al darse una batalla, en medio de aquella horrible confusión, de aquel estruendo de tiros, de tambores, de relinchos; envuelto en una nube de humo, y sin ver más que la muerte corriendo a su derredor bajo mil formas diversas, dice: «Arrebato una bandera, y me hacen sargento; mato a un coronel, y héteme capitán; disperso una compañía entera, y heme con tres galones; y de hazaña en hazaña, que según la facilidad con que yo las cuento no hay duda que haré muchas, el día menos pensado subo a general de briga...». Un pedacito de plomo, tamaño como una avellana, vino a atajar la sílaba da que le faltaba para ser general de brigada, y abrió paso al alma del nuevo Roldán.

«El día menos pensado se muere mi tío, dice el sobrino de un ricacho enfermizo y sexagenario: mejor es no trabajar.» Y en efecto, murió el tío el día menos pensado; pero dejó por su universal heredero a otro sobrinito que a la sazón estudiaba idiomas allá en Hamburgo o Bremen. Aquí estuvo manifiesto el dedo de Dios...

«¡Qué feliz voy a ser con mi Avelina!», exclamaba al retirarse por la noche de la casa de su amada, su tierno amigo. Pero el día menos pensado, al saltar del lecho, le desayunan con la indigesta noticia de que la niña se casó. Aquí estuvo manifiesta la constancia de una mujer.

Concluiremos este artículo con una historia que nos probará que aun el día menos pensado del hombre que aspira a poco, y que espera tímidamente sin confianza alguna de sí mismo la recompensa de sus afanes y aplicación, no es más que un punto que divisa en el horizonte, y que por más que se encamine hacia él, siempre lo ve a igual distancia. El caso sucedió en La Meca, según autores fidedignos; mas como no dejaron el nombre árabe del héroe, lo bautizo yo con un nombre cristiano, sólo por no tomarme el trabajo de buscarle otro en los romances moriscos.

Veintitrés años contaba Carlos cuando aconsejado por sus parientes entró de meritorio en la aduana, con grandísimas esperanzas de que el día menos pensado le calzaran un soberbio empleo, pues lo de sueldo veíalo tan cercano que casi se le figuraba estarlo tocando. Y a la verdad que si el mérito fuera siempre el único requisito para ascender en La Meca, no hay duda que Carlos ascendiera, y alto, en breve tiempo; pero el bueno del muchacho carecía de algunas gracias que son muy a propósito para el caso. Eso sí, pocas semanas le bastaron a captarse la voluntad de los jefes: su asiduidad al trabajo, su fácil comprensión, su carácter franco y amable, eran objeto de sus alabanzas; a la vez que asustaban a los inferiores que creían ver el día menos pensado pasar a nuestro héroe por sobre ellos y dejarlos santiguándose.

Sin embargo, no duró mucho la temerosa envidia en este estado de ebullición; presto se apaciguó al notar que todo el mérito de Carlos no le valía más que la gran fortuna de oír cómo a derecha e izquierda, a sus barbas y a sus espaldas, todos le colocaban en las nubes; protestando siempre quien hablaba que, después de él, Carlitos era el hombre más cabal y de más provecho que por las puertas de aquel edificio entraba; y que cuando menos debían darle una administración subalterna. Largo tiempo estuvo aguardando el muchacho, si no la administración, el sueldo; al cual, como tenía sus visos de poeta, solía personificar allá en sus momentos de meditación. Figurábaselo un viejecillo decrépito y débil, a quien tenían encerrado la gente de la aduana dentro de una de aquellas cajas de hierro que estaban en los aposentos; e imaginaba que el día menos pensado se abriría la caja por sí sola, saldría el viejecito vestido todo de pesos fuertes, descansaría un mes entero sobre la misma caja, y se dirigiría luego con pasos de tortuga hacia quien tantísimo deseaba estrecharlo entre sus brazos.

Mas como pasasen tres años y no se levantase ni por sí sola ni por otro alguno la ponderosa tapa, impacientóse Carlos el día menos pensado y quiso no volver a pisar aquellos umbrales donde sólo él no veía lo positivo. Ejecutáralo a no oponerse su familia, llamando estupenda e inaudita locura el proyecto, y haciendo ver al meritorio que el día menos pensado iba a ser feliz. Al fin el día menos pensado se declaró que la ciudad se hallaba invadida de la peste. ¡Linda ocasión se me presentaba de hacer una aterradora pintura de un pueblo apestado! Mas no daré este gusto a mis lectores, y sólo diré que pasado el conflicto, echáronse de menos cosa de veinte o treinta individuos de la aduana. A tan triste circunstancia debió Carlos ascender a escribiente, pues su aplicación y su mérito solos, no habrían bastado en La Meca a llevarlo adelante, si no viene a su ayuda una epidemia. Se le señaló, pues, una corta mesada. Anímase, cásase, que habiendo comenzado la suerte a favorecerlo, claro es que no iba a abandonar su obra, y que el día menos pensado le regalarían con la administración subalterna de cierto pueblo donde se trataba de formar una aduana, Dios mediante. Pero el día menos pensado parió su mujer gemelos: vino la suegra al parto, y se quedó a vivir con él; fue por consiguiente mayor la familia, y el sueldo... ¡in statu quo! ¡El día menos pensado hay otra epidemia!, decía desesperado el infeliz muchos años después... pero no la hubo, no hubo aumentos sino en los hijos, y el día menos pensado llegó a los setenta años de edad y ¡murió con su mezquina mesada! El día menos pensado, dijo la viuda, me vuelvo a casar. Pero no recordaba que era vieja y pobre; y el día menos pensado la enterraron.

Al ver pues la esperanza del día menos pensado tan pensado y tan traído a todo, y siempre tan lejos, preciso es repetir las palabras de Cervantes que sirven de epígrafe a este articulillo. ¡No sino dormíos, y no tengáis ingenio ni habilidad para disponer de las cosas! No sino aguardad el día menos pensado y contaros he un cuento.

(1839)




ArribaAbajo¡Mis hijos!

Las cosas que están encubiertas y solapadas tienen necesidad de ser tocadas con el toque de la razón, especialmente si se esconden debajo del manto de alguna virtud aparente.


ALEJO VENEGAS, Diferencia de libros                


No se asuste el lector, que no voy a hablar de los míos. ¡Líbreme Dios! Harto me dan que hacer los angelitos, para que trate ahora de fastidiar a quien se deben tantas consideraciones como a un discreto lector (damos por sentado que lo sea), relatándole las gracias y las chistosas ocurrencias de los chicos en las que no siempre encuentran los oyentes la oportunidad y agudeza que suponen los padres. Aunque digo mis hijos, quiero hablar de los ajenos; y si va a tomarse la cosa en rigor, ni de los míos ni de los ajenos; sino de los padres de los segundos; que del padre de los primeros que soy yo, no debo decir una palabra, pues voy a censurar; y como no parece bien que se alabe uno a sí mismo, tampoco es justo que tire contra sí, pues nadie le creería; fuera de que yo acá sospecho que siempre que un hombre hace como que confiesa sus faltas, es cuando con más veras se está prodigando un elogio tan estupendo y disimulado como no lo hiciera el más refinado adulador.

Volviendo a los padres, recuerdo que dijo lord Bacon (y si no lo dijo lo dejó escrito, que tanto o más vale) que quien tiene mujer e hijos ha dado rehenes a la fortuna, porque aquélla y éstos le impiden acometer grandes acciones, sea en beneficio o en daño de sus semejantes.

Verdad es, y a no serlo no me obligaría yo por cierto a contradecir a filósofo tan célebre, y lord por añadidura; pero entiendo que se trata de acciones de marca mayor, como descubrir nuevos mundos, peregrinar a remotas regiones, y otras cosas que ahora no tengo tiempo ni humor de enumerar. Pero si no salimos del círculo doméstico, hallaremos que la proposición baconiana (y de paso doy gracias a Dios por habérseme presentado ocasión de usar tan sonoro adjetivo sin pasar por pedante), la proposición baconiana, digo, muda enteramente de especie. Si el hombre con familia está como amarrado para dar vuelo al genio y emprender acciones que acaben haciéndolo famoso por grande, o famoso por tonto, también es verdad que la familia le trae muchas ventajas. Si no se atreve a aquellas colosales acciones al contemplar a la esposa y a los hijos, temeroso del éxito, y de la suerte que espera a aquéllos si él sucumbe, diremos con el noble lord canciller, que en efecto ha dado rehenes a la fortuna. Mas para el hombre que quiere prosperar tranquilamente bajo el techo doméstico, y figurar de cierto modo en la sociedad de que hace parte, la esposa y los hijos se convierten en rehenes que la fortuna le ha dado a él.

Esto se prueba con facilidad; pero si fuera yo a hacerlo ahora, vendría a ser mi artículo satírico, artículo de moral o de economía doméstica, materias secas, áridas y poco divertidas, bien que utilísimas.

Que los padres desean la felicidad de sus hijos, cosa es sabida; y que la mayor parte de ellos procuran aumentar sus bienes de fortuna para dejar a su fallecimiento riquezas, o por lo menos comodidades a los que les deben el ser, es un hecho que por lo común y patente no merece ni ser tocado. Es natural que los padres amen a sus hijos, y consecuencia de este amor, es que se afanen por la dicha de ellos y trabajen para poder bajar al sepulcro con la satisfacción de que nada les faltará en este mundo... sacrificios que desdichadamente no siempre saben agradecer aquellos por quienes se hacen.

Mas, porque hay padres que de buena fe y con el natural amor que sienten por sus hijos, todo lo hacen por ellos, y llenos de vida y vigor aún, prevén la muerte, y guardan para que gocen después que él descanse bajo la losa sepulcral, ¿hemos de contemplar con paciencia y sin decir palabra otros que quieren ocultar o dorar sus inclinaciones, o cualesquiera vicios de su carácter con el achaque del amor a los hijos?

Ahí tenéis a Pandolfo. Siempre le oísteis hablar en contra del prurito de querer figurar, y aun llegó a escribir en malos versos tres sátiras contra tres personajes que nunca lo supieron. Para él no había cosa como la llaneza. Le vi cierta ocasión próximo a morir de un insulto, sólo porque pasó cerca de él un gran señor con un gran uniforme y algunas brillantes condecoraciones en el pecho. «-¿Cómo es posible -dijo Pandolfo exasperado- que ese hombre prefiera llevar un uniforme tan cargado de insignias, a una seria casaca negra o azul, que no llama la atención de alma viviente, y que al cabo ni pesaría tanto, ni provocaría a nadie a pensar cómo la lleva y por qué la lleva? ¡Malhadado empeño de no querer vestir como todos!» Aquella noche se le aplicaron a Pandolfo sanguijuelas, se le dio un baño de pies, y escapó a milagro. El gran señor no por eso dejó de usar su uniforme cuantas veces le dio la gana, y si a Pandolfo se le subía la sangre a la cabeza siempre que lo columbraba, y repetía ser mejor una casaca negra, otros encontraban el uniforme arrogante y vistosísimo, y de este modo se guardaba el equilibrio social.

Siempre que alguno ascendía a elevado puesto, por su mérito o por mérito ajeno, costábale al buen Pandolfo dos días de enfermedad, porque toda su bilis se trastornaba al considerar que hubiese personas en el mundo que despreciaran los tranquilos goces de su casa y sus fáciles ocupaciones, por entrar en el laberinto de negocios públicos, y en tan dificultoso y delicado manejo. «-¡Cuánto más valiera que fuesen todos como yo! -exclamaba sin reflexionar que entonces no nos podríamos entender...-. ¡Cuánto más preferible es esta vida pacífica que llevo, esta sencillez de mis costumbres, esta llaneza de mi trato! ¿Cómo es posible que el hombre se busque más trabajo que aquellos a que nace condenado?, ¿ni por qué ha de pretender ser más de lo que es? ¡Maldita propensión de figurar! A lo bueno que no la tengo yo, ¡ni jamás me aquejará ese mal!»

Pues ya veis a ese mismo Pandolfo. A pesar de tan buenos propósitos, cierto año lo sorprendió la municipalidad de su pueblo de buen humor, y me lo convirtió en un síndico hecho y derecho. Tomóle tanto gusto, que expirado el año, ya no se avenía a dejar de ser algo, y tanto hizo por ir subiendo, que no ha parado hasta marqués. Siempre que obtenía algún empleo o alguna distinción, exclamaba: «-¡Mis hijos! ¡No por mí la he solicitado, bien lo sabe Dios, sino por ellos!». Como si sus hijos hubiesen de crecer más o ponerse más guapos, porque él fuese esto o aquello. Hízose al fin un uniforme igual al del señorón que le causó aquel insulto que por poco no lo mata, y al estrenárselo dijo como resignado: «-¡Mis hijos! ¡Sólo por ellos me pusiera yo este uniforme!». Como si ganaran los hijos el reino de los cielos porque papá vistiera un uniforme nuevo. «-Es preciso hacer algo por mis hijos», repite, y todo lo hace por él; pero le vienen los hijos muy al caso para disculparse con ellos de su gusto por la ostentación y de la manía de figurar que se apoderó del infeliz.

Don Abraham cojea de otro pie. Su placer es guardar, amontonar; y siempre que sepulta un duro en sus arcas, dice compungido: -¡Mis hijos!-. De modo que no pudiera adivinarse si habla verdaderamente de sus hijos o de los duros. Aquéllos carecen de todo, y en su casa no hay privación que no se sufra, ni hay comodidad de que se goce. -No quiero dejar pobres a mis hijos-, y entretanto ellos nada tienen, ni se presentan en la sociedad, porque no pueden hacerlo como desean, y como debían esperarlo de las facultades de su padre. Si éste enferma, no llama médico, por no robar a aquéllos lo que le pagara por las visitas, y al boticario por las recetas.

Si es todo su afán por los hijos como dice, y desea su felicidad, ¿por qué quiere que esta felicidad no la gocen hasta después que él muera? Al cabo, el avaro cuando amontona y dice: -lo hago por mis hijos-, sin pensarlo dice la verdad, porque luego vendrán ellos a derrochar lo que tantos sudores le costó; pero es claro que no se acuerda de tales hijos, y que al nombrarlos con tanta frecuencia, sólo trata de disfrazar su feo vicio, revistiéndolo con el ropaje de una virtud, cual lo es la de procurar la dicha de aquellos que nos deben la existencia: pues si pudiera Abraham llevarse a la sepultura sus monedas, sin duda lo haría.

Anselmo no puede vivir si no tiene un pleito por lo menos. Le deben doscientos pesos: demanda, y del acto de conciliación consigue salir más furioso y sin haberse avenido con el deudor. Preséntase por papel sellado, y siendo el juicio por naturaleza ejecutivo, sólo por que dure hace de modo que, exasperado el contrario, le dé (al juicio se entiende) tantas vueltas, que lo convierte en ordinario. Se forman incidentes, e incidentes de incidentes, y se escriben noventa y nueve mil fojas (cosa por otra parte no tan difícil como parece). ¿Y por qué todo esto? Porque Anselmo no quiere que sus hijos pierdan los doscientos pesos... Verdad es que cada vez que se pagan las costas, desembolsa veinte veces esa suma; pero también exclama con resolución: «-Mis hijos no han de perder su dinero: vengan tasaciones cuantas quieran; pero no me acusarán mis hijos de que por descuido mío no heredaron doscientos pesos más-». Al fin, Anselmo morirá en un hospital, y sus queridos hijos vivirán en la inopia.

Entrad en cualquiera tertulia, y seguro encontraréis algún hombre que a cada paso saque sus hijos a la palestra. Los comprendidos en la primera de las bienaventuranzas, creen de veras que lo hace por el acendrado amor que les tiene; pero los más advertidos no dejan de notar que hay busilis en este empeño de querer achacar todo al amor paterno. ¡Extraño parece! Pero hasta la incapacidad de hablar sobre ciertas materias, quieren disimularla estos hombres con sus hijos. Trátase por ejemplo de la enfermedad del Preste Juan de Abisinia, y cuando todos aguardan que don Nonato diga lo que piensa, exclama él: «¡Yo de asuntos políticos! ¡No... no! ¿Y mis hijos? ¿Qué será de mis hijos, si emitiendo yo mi opinión llega a oídos del Preste Juan? ¡Nada! Dejemos al Preste y su enfermedad que son delicados asuntos éstos».

Pero obsérvese que estos hijos tan cacareados van creciendo y quizá desarrollando algunos talentos, que bien dirigidos podrían ser luego útiles a la sociedad, y hacer las delicias y el más noble orgullo de los padres, y éstos ni lo notan siquiera: y aquel natural ingenio se pierde como abandonada flor sin riego ni cultivo, o se embota completamente. Llegan pues los hijos a la edad en que el hombre quiere medrar ocupándose en bien de sus semejantes, y no pueden hacerlo porque sus cariñosos padres no pensaron en darles alguna carrera que al mismo tiempo que les proporcionase los medios de conseguir este adelanto, les diese tal cual importancia en el mundo.

A veces estoy tentado a creer que esta especie de hombres son los que menos aman a sus hijos, con ser los que constantemente los tienen en boca; pues es cosa sabida que aquella virtud de que más alarde se hace, es la que menos se posee, y quizás es la que falta del todo. Por eso no hay mayor cobarde que el fanfarrón, ni peor religioso que el hipócrita. Pero ámenlos o no, lo cierto es que los hijos de padres tan prevenidos y cuidadosos, no son en general los que mejor lo pasan; y es preciso que sea así, puesto que todo se les quiere reservar para su futura felicidad, sin calcular que ésta en todo tiempo es apetecible, y que no hay ninguna segura, sino la que de presente se goza.

(1844)




ArribaAbajo¡Educado fuera!

Se discute a veces en nuestras tertulias sobre las ventajas e inconvenientes de enviar a educar a extraños países los hijos que en éste quiso darnos la bondad divina o nuestra fatalidad. Como en toda discusión acaece, aquí se exasperan los ánimos y se dividen las opiniones. Quien no mira sino las ventajas, y quien se asusta de los inconvenientes sin pensar en las primeras. Aquél habla de universidades, y éste cita naufragios; uno encarece cuanto sabe un muchacho que llega de Hamburgo o de Gotinga, y otro contesta que todo se reduce a hablar el alemán y a comer mostaza; aquél celebra a uno que aprendió por allá tres idiomas y la aritmética mercantil, y éste salta con que olvidó su lengua y perdió el amor a sus padres.

No meteremos nosotros nuestra hoz en esta mies, y dejaremos que diga y aun escriba cada cual lo que mejor le parezca, pues para ello tiene su lengua, y ha comprado su papel y su tinta. Pero el hecho solo de que tal materia se ventile, nos hace de vez en cuando dudar si ofrece ya nuestro país todos los elementos que para dar una completa educación se requieren. Ello es que ni en Francia, ni en Inglaterra, ni en Alemania, y aun pudiéramos añadir, ni en los Estados Unidos, les ocurre a los padres que gozan de algo más que lo preciso para su cómoda subsistencia, enviar fuera a los hijos a que adquieran aquellos conocimientos con que desean verlos adornados. Dirásenos que la moda y la vanidad influyen mucho en esta determinación de los de acá; pero una y otra pudiera satisfacerse haciendo viajar a los jóvenes después que en nuestros colegios hubiesen aprendido cuanto necesitaban, o cuanto se quiso que aprendieran; y esta temporal ausencia de su patria, que sería ya con todas las ventajas que brinda una sólida instrucción, y en una edad en que no puede borrarse el amor a la familia, no traería seguramente las consecuencias que temen algunos.

Pero asunto es éste peliagudo y ajeno de un artículo volantón, por lo cual he resuelto, si Dios me ayuda, y tengo prensas a mi disposición, escribir sobre la materia unos cuantos tomos in folio, de los que no dejará de sacar grande provecho y curiosos datos quien pueda comprarlos y se sienta con ánimo de leerlos.

Por lo pronto, no puedo menos de confesar que al ver a mi pariente Esteban, al oírlo hablar, al considerar su conducta, casi que me dan tentaciones de ponerme bajo la bandera de los que declaman contra la educación en el extranjero. ¡Es mucho mi pariente Esteban! Merece ser el original de un articulejo de costumbres, privilegio nada envidiable por cierto, y del cual quizás no gozara, a no haberlo embarcado su señor padre, tenídolo cosa de cinco años en qué sé yo qué universidad alemana, y hécholo viajar después como tres meses por las primeras capitales de la vieja Europa.

Esteban era lo que llamamos un buen muchacho. Laborioso, aplicado, e incapaz de causar el menor motivo de queja ni en casa, ni fuera de casa: todos le querían, y nadie tuvo nunca que murmurar en él algunos de esos arranques de voluntariedad que los padres no consiguen corregir en los hijos a pesar de todos sus esfuerzos. Había cumplido trece años. Sabía de memoria la gramática de Vidal y los elementos de Geografía del mismo autor; por lo cual sostuvo don Genaro, su padre, varias veces, que Esteban era en la primera facultad un Antonio Nebrija, y en la segunda poco menos que Malte-Brun, y aun dice que llegó a probárselo a su esposa doña Mamerta.

Sea de esto lo que se quiera, ello es que don Genaro ya no supo qué pudiera aprender el chico en estos mundos, y determinó enviarlo a mundos extraños. A los dos meses de esta determinación, navegaba Esteban con viento en popa, o no en popa, para uno de los puertos del mar del Norte o germánico.

Esto fue por los fines del año de gracia de 1838, y mis buenos consuelos prodigué entonces a doña Mamerta, que no podía ver sin arrancársela el alma, que así arrebataran de sus brazos y sustrajeran de sus caricias a su querido Esteban, el único varón de sus hijos, la joya de la familia, y su esperanza y orgullo.

-Vendrá como dice su padre -exclamaba la desconsolada señora, hecho un Séneca u otro sabio de esta calaña, que al muchacho no le falta natural talento, y tiene buena dosis de penetración; pero, ¡ay Dios!, esto no quita que deje yo de verle durante cuatro o cinco años...

Y en efecto, sucedió lo mismo que decía doña Mamerta, que mientras estuvo en Europa Esteban, no le vio ni por asomos como suele decirse; lo cual no crea el lector que menciono como una rara particularidad de esta historia, sino para hacer ver que también prorrumpe en cosas muy lógicas y muy exactas una persona poseída de dolor.

Muy a principios del año pasado, recibí cierto día por la mañana una esquela de doña Mamerta en que me noticiaba haber llegado el hijo de sus entrañas, hablando idiomas desconocidos, lleno de barbas, y con cinco años más de edad; cosas todas que eran para sorprender a cualquiera y volver loca a una tierna madre.

Al anochecer pasé a verla, y ya encontré en la casa varias visitas que, como yo, iban a dar a la familia la enhorabuena por la feliz llegada de Esteban. Aunque no he variado gran cosa en cinco años, éste no me conoció, o hizo como que no me conocía, y fue necesario que don Genaro le dijese mi nombre y apellido.

-Halo! -exclamó el recién llegado-, ¿es que usted es Jeremías? ¡Usted no se ha muerto, pues! ¡Oh! En este país también se llega a viejo, cuando uno no muere joven...

No necesité más para juzgar que el Esteban, de muchacho serio y un sí es no tímido y corto, se había convertido en un fatuo, con sus ribetes de atrevidillo y descarado; y luego no he tenido motivo para arrepentirme de aquel precipitado juicio.

Sus padres no conocieron lo impertinente de sus palabras, ni yo había de hacerlo conocer.

-Eh bien! -dijo Esteban luego que nos volvimos a sentar-, como yo decía, el gobernamiento de aquellos países es... es... ¿Cómo dice usted en castellano, Jeremías, cuando una cosa es así... así...?

-Digo que es así -y me quedé callado.

-Se halla un poco torpe para expresarse -saltó doña Mamerta-: ¡ya se ve!, cinco años sin hablar su lengua...

-¡Oh!, en Alemania todo el mundo no habla que alemán... Y luego, yo fui en Londres, y yo dije a un amigo cuántos carruajes pasaban en un día por el Londres-Bridge; y él a no creer... Y bien, señor, mi joven amigo ha estado en el puente desde las cuatro de la mañana hasta las seis de la tarde, y... ¿cuántos carruajes cree usted que él contó?

-¿Llegarían a mil? -preguntó su padre.

-¡A novecientos noventa y nueve mil! --contestó el hijo con inaudita imperturbabilidad.

Yo no supe qué admirar más en aquella mentira: si el inmenso número de carruajes o la paciencia del joven amigo en contarlos.

Doña Mamerta lo escuchaba con la boca abierta y no le quitaba los ojos; don Genaro no cabía en sí; las hermanas no podían disimular la satisfacción que les causaba el tener un hermano acabadito de llegar de Europa y que tales y tantas cosas sabía y había visto... Entre las visitas, unas sonreían con disimulo, y otras eran tan cándidas como los miembros de la familia.

-¡Voy a pasar muchos trabajos aquí! -exclamó después de un rato de silencio Esteban-. No hay muchachas de ojos azules... ni blondas... ni... ¡oh, que esto es terrible! Aquí no hay muchachas bonitas... ¡en Europa... en Europa...!

Poco cortés me pareció tan inesperada salida, hablándose delante de mujeres, y muy tonta cuando en la misma sala había algunas señoritas como unos ángeles. Con todo, se le citaron otras; pero no se logró que confesase Esteban que eran hermosas.

-Son falsas bellezas -dijo-, aquí no hay gusto, en Europa, ésas son bellezas campañardes, campesinas, como dicen ustedes. Aquí no hay un tipo delicado... ¡Facciones toscas que todo eso! Una complexión morena... ¡oh, que esto es terrible! Lo mismo que las frutas... En este país no se dan buenas frutas... oh, en Europa... Las blackberries, que llaman los ingleses... moras en español... Aquí no hay nada comparable...

-¡Hombre! -salté yo-: aquí tenemos muy buenas frutas... la piña por ejemplo... Si tus viajes te han hecho olvidarla...

-¡Oh, que la piña! ¡Yo soy por las blackberries! Usted se puede comer un plato de ellas, y dos también, y usted no puede acabar una sola piña... ¡oh, la gran diferencia...!

-Por lo que es eso, tienes razón... Y yo creía que ese mismo motivo...

-¡Eh, no señor, no señor!

Al cabo fuéronse retirando las visitas, y yo también salí de la casa compadeciendo en mi interior y de todo corazón al pobre don Genaro, que después de haber hecho el sacrificio de separarse de su hijo, y haber gastado muy buenos pesos en su educación en remotos países, veía entrársele por la puerta un fatuo hecho y derecho, que con seguridad había olvidado lo poco que aquí aprendiera, y que en cambio no había adquirido otros conocimientos que chapurrear el alemán y francés.

Ni don Genaro ni doña Mamerta podían conocer en aquellos primeros instantes todo esto. Entregados al contento de abrazar al hijo que lloraban ausente, de escuchar la voz que por tanto tiempo no resonaba en sus oídos, no era natural que notasen aquel aire de suficiencia propia, que les chocase el modo raro de hablar y tan poco sustancial, ni que echasen de ver tanto descaro y charlatanería en un muchacho que era tan comedido y reservado. Yo predije para mi capote que dentro de dos o tres meses estaría destruido el encanto: que mi pariente Esteban se presentaría a los ojos de sus padres tal como era, y que entonces sería grande el desconsuelo de sus padres.

Y así sucedió. Al poco tiempo de la llegada de Esteban vino a verme don Genaro. Su hijo no sabía cosa alguna, y era lo peor que no quería tomarse el trabajo de aprenderla. No atinaba a qué dedicarlo, ni el muchacho parecía dispuesto a dedicarse a cosa alguna. De todo esto se admiraba mucho don Genaro, porque según las cartas de los profesores de estranjis y del mismo Esteban, éste así llegara a su patria había de dejar pasmados a cuantos lo viesen y tratasen, y sería en extremo útil a su familia y a toda la sociedad. Ahora resultaba que ni a su familia ni a la sociedad servía de otra cosa que de pena y desconsuelo a la primera y de inocente diversión a la segunda. Además, la infeliz doña Mamerta creía notar cierto despego e indiferencia en su querido Esteban, lo cual la tenía con el corazón partido, y más cuando antes de su viaje a Europa era el muchacho un hijo cariñoso y atento.

Al salir, me anunció don Genaro que me enviaría a Esteban, para que le diese yo algunos consejos y lo estimulara a ocuparse en alguna cosa.

Al otro día recibí la visita de mi pariente. Estábamos ya en el rigor del verano, y no por eso había abandonado los pantalones de paño. Hícele observar que estaba expuesto a una sofocación que en este clima podría traer malos resultados; pero me contestó que en Europa nadie se sofoca, y que él no sentía calor alguno. Al mismo tiempo se limpiaba el sudor que corría copiosamente por su rostro.

Iba yo a entrar en materia, cuando tomando el asiento junto a una ventana que daba libre entrada a la brisa, y extendiendo los pies, me preguntó de buenas a primeras:

-¿Es que todavía tiene mi hermana mayor pleito con su marido sobre la dote?

-¡Sí! -le contesté.

-¡Oh, esto será concluido ahora mismo! ¡Yo daré un corte...! ¡Sí! Como a París... ¡En guardia!, que le digo a mi cuñado, y con una pequeña estocada se cobra la dote de la herencia del difunto.

-¡Vas a matar a tu cuñado, hombre de Dios!

-Se debe defender a la hermana.

Hablaba apretando los dientes, casi sin abrir la boca, y afectando un acento gutural de dos mil diablos, lo cual me llegó a fastidiar en tal grado, que estuve tentado de dar punto a la conversación, aunque no le dijera palabra de lo que tanto me había suplicado su padre. Pero él me evitó este trabajo, porque después de repetirme que aquí no había buenas frutas, ni muchachas bonitas, ni calor suficiente para dejar la ropa de paño, y de anunciarme que iba a desafiar a su cuñado, salió como un rayo, sin darme tiempo de decirle nada.

A los dos días supe que había estado a la muerte, a consecuencia de haberse excedido en el uso de nuestras piñas y zapotes, con todo de encontrar esas frutas tan inferiores a las blackberries. Al mes, cayó redondo en una de esas calles, por no querer sustituir los pantalones de dril a los de paño, y a milagro escapó de las consecuencias de un ataque cerebral. A los dos meses entró despavorido en su casa, huyendo, según decía, de uno que le amenazó con el bastón, por alguna impertinencia seguramente; lo cual, sabido por el cuñado, se tranquilizó sobre el desafío, y dejó hablar a Esteban. A los cuatro meses se presentó a sus padres pidiéndoles licencia para casarse, y protestando que de no dársela, él se la tomaría. Casése pues, y resultó ser la mujer una de las trigueñas más oscuras que ha producido esta Antilla; y eso que el bueno del muchacho no estaba bien sino con las blondas, blancas y de ojos azules; pero al cabo, es una excelente niña, que va consiguiendo hacer entrar por la buena senda al marido. Ya hoy no usa este pantalón de paño, sino en invierno; celebra las piñas; no la da de valiente; encuentra algunas muchachas bonitas; abre la boca para hablar, y va mostrándose más cariñoso y amante para con sus padres.

Yo creo que perderá sus otros resabios; y que al fin y a la postre puede llegar a ser un hombre de algún provecho; pero para esto solo, no se necesitaba haber ido a Alemania.

(1845)




ArribaAbajoFisiología del administrador de un ingenio


«E io anche sono pittore



Introducción

No sé quién fue el primer escritor de una fisiología que no versare sobre los fenómenos de la vida, o las funciones del cuerpo humano en su estado de salud; pero sé que por habernos regalado Mr. de Balzac con su nunca bien ponderada Fisiología del matrimonio, llovieron fisiologías con abundancia tal, que fue una calamidad. Diéronnos separadas fisiologías de los caracteres y estados más supuestos entre sí: las fisiologías del soltero, del casado y del viudo; las fisiologías del paisano y del militar; las fisiologías del médico y del sepulturero; las fisiologías del acreedor y del deudor; las fisiologías del escribano y del hombre de bien. Fue verdaderamente una epidemia fisiológica la que afligió la república literaria; pero pasó como la langosta, y todas ésas y todas las demás fisiologías, comenzando por la del amigo Balzac, cayeron en el profundo abismo donde caen las obras malas, y las obras tontas aunque estén bien escritas.

Y a pesar de tan triste ejemplo, viendo yo sobre mi bufete tan elevado montón de fisiologías, recordé que examinando el Correggio un cuadro de Rafael, exclamó entusiasmado: E io anche sono pittore, y agarró la paleta y el pincel, y fue pintor; por lo cual yo exclamé: E io anche sono fisiologista, y tomé la pluma y me di a pensar de quién había de ser mi fisiología. En esto vi que bajaba las escaleras uno que había sido administrador de un ingenio, y dije para mi capote: ¡he ahí mi hombre!

Además, tarde o temprano había yo de dedicar alguna cosa a este personaje, y alégrome que sea una fisiología, porque a la verdad es sujeto de humos, y es cosa segura que había de molestarse viéndose bosquejado en un vulgar artículo de costumbres, como cualquiera tipo de menos valor. El señor administrador de un ingenio quiere que se le distinga en todo, y no ha de ser seguramente un pobre periodista quien pretenda equipararlo con los demás hijos de Adán. Que lo hagan otros.

CAPÍTULO I

El origen de los administradores de ingenios no es de los que se pierden en la oscuridad de los tiempos. Descubierta la América y pasados algunos años, sembraron caña en sus islas para elaborar azúcar, y a estos terrenos así cubiertos de caña, con las casas, máquinas, hornos y demás necesario para dicha elaboración, se llamaron y se llaman ingenios.

Aquí es bueno advertir a los que pisen nuestras playas, y pase por digresión, que cuando oigan decir: Fulano tiene ingenio, no siempre han de creer se trate de ingenio intelectual, pues es más seguro que sea ingenio terrino lo del Fulano. Regla general: abundan más los que tienen el segundo que los que tienen el primero, con todo de no ser muy extraordinario el número de aquéllos.

Volvamos al origen de los administradores, que no es sino el siguiente: no queriendo el amo del ingenio retirarse a vivir al campo a cuidar de su finca, pone a otro en su lugar para administrarla y adelantarla. Suele administrarla a las mil maravillas; pero tocante a adelantarla, es otro cantar.

Es inútil decir que el amo asigna al administrador un sueldo y que el administrador se asigna otro igual, con cuya feliz combinación, son dos los sueldos del señor administrador. El segundo es el más seguro.

CAPÍTULO II

El señor administrador de un ingenio no está obligado a ser alto o bajo, gordo o flaco, blanco o trigueño. Todas las estaturas, todas las complexiones, todos los colores, tienen franca la puerta para abrazar esta carrera, que lo es como cualquiera otra. Pero ha de saber leer, escribir y las cuatro reglas de la aritmética; aunque ya los he visto yo que ninguna de estas cosas sabían, y no por eso han dejado de salir hombres hechos y derechos de la finca que administraban.

Tampoco las varias profesiones que ejerce el hombre se oponen a que sea administrador de un ingenio. Así es que vemos abogados, médicos, comerciantes, etc., a la cabeza de estas fincas, en calidad de administradores; pero no lo hacen sin renunciar antes a su primera ocupación; y cuando dejan la una por la otra, ya ellos se saben el porqué. Al militar tampoco está vedado examinar este campo, con tal que sea militar retirado, y el motivo es claro.

Ni el de noble nacimiento desdeña ser administrador de un ingenio, ni la plebeya alcurnia es obstáculo para conseguirlo. Sin embargo, un profundo observador de nuestras costumbres, que piensa dar a la prensa cosas muy buenas, ha notado que los miembros de familias donde hay un título de Castilla, no suelen administrar sino el ingenio de algún cercano pariente; pero está claro que no por eso dejan de ser administradores.

CAPÍTULO III

Las facultades de un señor administrador son omnímodas. Da y quita empleos, admite dimisiones, llena vacantes, releva de un destino y agracia con otro, toma residencias, confiere honores, juzga, sentencia y administra justicia; sube y baja salarios que paga otro, envía embajadas secretas, se entiende directamente con el refaccionista, lo que es muy bueno para los dos; dispone siembras y arranques, rompe la molienda, y la interrumpe o concluye cuando le parece; y en fin, hace todo aquello que hiciera en su lugar el amo, y mucho más.

También puede ocupar en servicio propio a los operarios artesanos de la finca: por ejemplo, el carpintero que a toda prisa tiene que echar una yanta a la carreta, o una puerta al almacén, lo abandona todo porque el señor administrador necesita una mesa para jugar al tresillo, o un cajón para enviar un regalo de cien panecillos de azúcar a una señora del pueblo. Si es casado el señor administrador, y su mujer cultiva flores, recibe orden el tejero cuando más empeñado está por concluir unos cuantos millares de ladrillos, de dejarlo todo de la mano y proceder a la fabricación de una docena de macetas. Y así con todos los demás.

Puede también comprar aquellos animales que en su concepto hagan falta en el predio y aunque no la hagan; pues como puede comprarlos, dando libranza contra el amo para su pago, está en sus facultades volverlos a vender; presentando luego la cuenta al año, si éste llega a saber la venta.

CAPÍTULO IV

Cuando va el amo a su finca, es en ella el segundo, cuando no el tercer papel del drama. Verdad es que si sale de la casa-vivienda y se topa con el mayoral u otro operario, éste se quita el sombrero y le da los buenos días o las buenas tardes, según la hora del encuentro. Pero si da orden de hacer alguna cosa, será lo mismo que si la diera desde su aposento al Preste Juan de la Abisinia. Mientras el señor administrador no mande, excusado es que lo haga el amo. Al fin éste recurre al señor administrador; pero ha de ser a solas, porque nada se le puede advertir en presencia de otro, y él ofrece al amo que se hará lo que desea. Pero no se hace, y esto por una razón muy sencilla: al señor administrador no le agrada que vea el mayoral que se le ha advertido algo, pues todo ha de salir de su caletre. Y, ¡pobre mayoral!, si el señor administrador considera conveniente cumplir las órdenes del amo: porque se le despide bonitamente, se toma otro y entonces se pone en planta el proyecto, que atribuye el nuevo mayoral a los conocimientos del señor administrador.

CAPÍTULO V

Sin contar con las ventajas reales, positivas y materiales que nacen, por decirlo así, del empleo, tiene otras el señor administrador no despreciables.

Buena cosa es tener ingenio; pero cuesta afanes y dinero: bien que ya hoy apenas cuesta lo segundo, pues tanto se va aguzando el otro ingenio, que casi se ha encontrado el secreto de sembrar muchísima caña y elaborar azúcar sin gastar media docena de pesos. Pero al cabo, el poseer ingenio da cierta importancia al individuo, aunque esto va también teniendo sus modificaciones. ¿Y no es cosa muy bella gozar de esta importancia sin el trabajo de conquistarla a fuerza de gastos y disgustos? Ya se ve que sí... ¿Y quién sino el administrador la goza?

Cualquiera, pues, que le oye hablar, juraría, a no ser hijo o sobrino del amo del fundo, que éste es suyo. No recuerda la historia un solo ejemplo de que haya dicho un administrador: «-El ingenio tal, que dirijo, hará este año tantas cajas de azúcar». Nada: el administrador, usando de una figura de retórica común también entre los marinos, que dicen: «andamos diez millas por hora», para significar que el barco las anda, se explica así: «-Yo hago este año tres mil cajas de azúcar», queriendo dar a entender que el predio las ha de producir; pero quien le oye asegurar que él obtendrá esa zafra, da por sentado que el ingenio le pertenece, aun cuando rebaje de las tres mil cajas, las mil y quinientas, o las dos mil. Otras veces dice: «-Mi azúcar se venderá este año a un medio más que la de Fulano», o bien «yo vendo este año a tanto». El verdadero dueño de la azúcar vende, es cierto, a real menos; pero quien oyó con qué impavidez y seriedad dijo el administrador «mi azúcar», sin duda alguna se traga que la azúcar es suya y que él la vende.

Si el amo mete fuerza, como decimos acá, al ingenio, el administrador hablando luego sobre el particular dice: «he metido tantos brazos en la finca», y el cristiano o el pagano que tal oye lo cree de buena fe, y forma de él un elevado concepto.

Otra de las inapreciables ventajas del señor administrador de un ingenio, es que encuentra quien le preste dinero, con muchísima más facilidad que el amo mismo del fundo. Por eso es que muy frecuentemente lo busca el amo con la firma del señor administrador.

CAPÍTULO VI

A la vuelta de algunos años, el señor administrador de un ingenio se retira a la ciudad y da dinero a premio; y de nadie exige más seguridades que del dueño del fundo que administró.

O bien en unas caballerías de tierra que al segundo año de su administración compró a corta distancia del ingenio, y que poco a poco fue desmontando con la dotación de éste, empieza las siembras de caña, las fábricas y demás para el fomento de otro ingenio, que podrá llamar suyo con más verdad que el primero.

O bien titula, y pasea por esas calles de Dios convertido en conde o marqués, siendo entonces una persona inofensiva, bien que a veces algo vana.

O bien se casa, si era soltero; y si la suerte le da hijos, los educa, para que a su debido tiempo derrochen aquel caudal que con el sudor de su frente logró juntar.

O bien si se conserva solterón, se le aparecen como bajados del cielo los sobrinos que antes no le buscaron, y hacen lo que debían los hijos.

O bien hace lo que le da la gana, sin que tenga yo que meterme en ello, toda vez que ya no es administrador, y que esta fisiología es de administrador.

CONCLUSIÓN

En ésta, como en todas las demás carreras, el hombre corre según tiene las piernas. Administradores conozco bajo cuyo gobierno pusiera yo, a tenerlos, tres ingenios, y bien sabe Dios si desearía poderlo hacer como lo digo. Lo malo es que no tengo ni tres ni uno; pero con decirlo, claro está que solemnemente confieso haber administradores a quienes debe pintarse con otra paleta que la que he usado. Hecha esta protesta entrego mi artículo al cajista, previa censura.




ArribaAbajoPésames

(Inédito)


Tiene el dolor grande su natural desahogo en lágrimas abundantes, en gemidos impetuosos, en clamores repetidos... Nada de esto es permitido a quien está recibiendo visitas: ha de estar con mucha compostura, sin más expresión de su dolor que la que hace un farsante en la aventura triste de una comedia...


FEIJOO, tomo 8.º, disc. 9, Verdadera y falsa urbanidad                


-«Señor Don Jeremías de Docaransa.

Los que suscriben, padre, hermanos, cuñados, tíos, primos carnales y segundos, tíos segundos y terceros, concuños, deudos y personas de amistad del difunto don Anselmo Fugisterra (q. e. p. d.), suplican a usted se sirva asistir a su entierro, dispuesto para las cinco de la tarde de este día; acompañando el cadáver de la casa mortuoria a la iglesia, y de ahí al cementerio general: a cuyo favor vivirán sempiterna, profunda y religiosamente reconocidos»-.

Seguía la fecha y la lista de los convidantes, que eran tantos, que más parecía la esquela el prospecto de una nueva publicación literaria con la nómina de los colaboradores que otra cosa.

No me queda la menor duda, dije luego que la hube leído, que ha muerto don Anselmo; supuesto que convidan a su entierro. Y con esto me vestí de prisa, pues era ya más que pasada la hora, y me dirigí al primer punto designado, la casa mortuoria; pero tuve la desgracia, otros dirían la dicha, de llegar cuando empezaban a volver del cementerio los acompañantes. Mezcléme entre ellos y entré en la sala.

Estaba ésta cubierta de negro, y en el testero había un sofá donde dos o tres parientes del difunto recibían el duelo. Los que entrábamos hacíamos una pequeña inclinación de cabeza a aquellos afligidos, o por lo menos a aquellos serios personajes y tomábamos asiento. Yo tomé el mío y desde él pude hacer mi primera observación, que fue notar el afán con que los dolientes veían entrar a los que concurrieron al entierro, sin duda para cerciorarse de si estuvo o no bastante concurrido.

Iba de esto a sacar extrañas deducciones; pero, ¡ay!, el que nunca ha tenido que llorar la pérdida de alguna prenda querida, de algún pedazo de su corazón, no puede comprender el triste consuelo que trae al ánimo la idea de que había personas que se interesaban por aquélla que nos acaba de arrebatar la muerte, y que dan el último testimonio de su afecto, acompañándola hasta verla ocupar el puesto de donde ya no volverá a levantarse, sino cuando resuene la voz del ángel del Señor llamándola para que comparezca al juicio final. ¡Ay, que sólo el que ha visto desaparecer de su lado al objeto de su más acendrado cariño y su más tierno amor, conoce esa especie de rápida tregua que da el pesar, cuando cree uno que los preciosos restos de quien tantas lágrimas le cuesta van más seguros y defendidos, mientras más sean los que asisten a conducirlos a su última morada!

Estas melancólicas reflexiones me asaltaron en el momento en que comencé yo a notar el cuidado con que observaban los del sofá a los que entraban en la sala, que parecía que los iban contando. Sin embargo, viendo luego que eran lejanos parientes del difunto, no pude menos de mezclar entre aquellas cavilaciones otras de muy distinta especie. Natural es, dije para mí, el deseo que un padre, un esposo, un hijo, tienen de que el inanimado cuerpo de aquel en quien fundaban todas sus esperanzas, que era el objeto de sus caricias o el de su veneración, vaya en medio de los que supieron apreciar sus virtudes en este mundo a ocupar el lugar donde todo se nivela y se confunde; y obra es sin duda de sublime misericordia, contribuir a que el desdichado que lamenta una pérdida irreparable vea cumplido este pobre deseo, que cuando más desgarra el dolor su corazón nace en él, como vemos de súbito aparecer en un voraz incendio una llama que sorprende por su extrañeza, aunque también consume. Pero esto no quita que muchas veces se deje vislumbrar un poco de vanidad en ese mismo deseo, tan tierno por otra parte, y cuyo primer asomo se debe al cariño que se profesaba a la criatura que nos arrebató la muerte; pues no son ya los buenos y constantes amigos del doliente, ni los que lo fueron del difunto, aquellos cuya asistencia se procura en el entierro, y los que sólo, poseídos de la natural tristeza que la pérdida de una persona amada inspira, darían al acto cierto solemne aspecto de melancolía y gravedad. No: éstos serían pocos, y los curiosos al ver pasar el fúnebre carro, pudieran observar que es reducido su acompañamiento. Preciso es evitar este mal, enviando esquelas de convite a personas indiferentes y extrañas a la familia; pero que deben quizás alguna consideración a uno u otro de los que las suscriben.

Muy poco después de estar en mi asiento con toda aquella circunspección necesaria, sentáronse a mi derecha dos individuos a quienes por primera vez veía yo en aquella casa.

-¿Cómo así? -dijo el uno al otro sotto voce, como pedía la urbanidad-, ¿usted en este entierro y en este duelo?

-¿Qué quiere usted? -convidaba don Fidencio-, y como trato de que me prorrogue aquel pagaré que tuvo usted la bondad de firmar conmigo...

-¡Ah!, ¿vence ahora?

-Muy pronto.

-Pues ha hecho usted muy bien. ¿Y qué tal va de zafra?

-Si continúan las lluvias, haré tres mil y quinientas cajas; pero si tengo la fortuna de que se interrumpan unos días, pasaré de las cuatro mil.

-¡Cáspita!, es una zafra enorme...

-Así valiera la azúcar; pero ya ve usted que está por los suelos.

-Pues, hombre, las noticias recibidas por el último paquete pintan ya más animadito el mercado.

-Crea usted que lo ignoraba, y que le agradezco el aviso; pues ahora mismo en saliendo de aquí, voy a dar orden a mi corredor de que no venda un solo grano, si no lo pagan bien.

-Lo apruebo.

-¡Si no puede uno disponer de un real! Yo, hace cuatro años que estoy por enviar a la corte siquiera por una cruz chica; pero hay ciertos malditos acreedores...

-¡Bah!, escrúpulos de monja...

Aquí bajaron tanto la voz, que no pude oír lo que decían. Miré a mi izquierda y ocupaban los dos asientos inmediatos dos jóvenes de rizada melena, imberbes y con unas caritas de pascuas. Desde luego supe que eran poetas. ¿Y cómo lo supe?: atienda el curioso lector a la plática que tenían.

-Chico, ¿has oído versos más infernales que los leídos por Encinoso en el cementerio?

-¿Conque fue Encinoso el lector? No le conocía... Dicen que ha conquistado el nombre de vate de las tumbas: apenas hay difunto que se escape de una elegía, o por lo menos de un soneto suyo, pronunciado junto a la huesa. Ha llegado ese hombre a convertirse en pájaro de mal agüero, y cuando le ven en alguna casa donde hay enfermo, la familia despide al médico, llama al sacerdote y avisa al muñidor que esté listo.

-¡Cosa más rara!

-Es un hecho. Y dime, ¿cómo saliste de la impresión de tus Adelfas?

-¿No conoces este país?, ¿hay aquí gusto?, ¿hay empeño en animar a los jóvenes estudiosos? Quinientos ejemplares se tiraron, como es uso y costumbres: pues ahí tienes cuatrocientos noventa y cinco a tu disposición.

-¿Qué me cuentas?, ¿de manera que te has perdido?

-Yo no... el impresor es quien me da lástima, pues ve que soy menor de edad y que...

-¡Infeliz!

-Y luego que salió un maldito crítico, y dijo ahí qué sé yo qué cosas, y por eso creo que no se ha vendido el tomo.

-Pues yo creía que siendo un libro bueno, se vendía aunque lo criticaran.

-Ya ves que no es así. No sólo no se despacha, sino que el pobre autor pierde la quietud, y hasta suele incomodarse tanto, que arroja al fuego su biblioteca, si la tiene y se le extingue una chispa que, pasando días se hubiera convertido en llama e iluminaría el lugar de su procedencia; esto es, la cabeza del poeta.

-Sin duda es mucho el daño que hacen los críticos. Ahí tienes tú que yo no me decido a publicar mis versos, y eso que tengo que comprar algunas cosillas y salir de un pícaro sastre...

No quise escuchar más a aquellos vates, por lo que, colocando la barba sobre el puño de mi bastón que con ambas manos sostenía, fijé la vista en la hilera de sillas que me quedaba enfrente. Los que las ocupaban hallábanse, más o menos entretenidos en sabrosa plática, siendo algunas de éstas tan alegres según lo demostraban los animados semblantes y las risas contenidas, que no pude menos de hacer nuevas reflexiones de que dispenso al lector, y sólo diré que se compadecen mal las tales pláticas extrañas, impropias y no pocas veces picantes, que se tienen en una sala de donde se acaban de sacar los restos de un semejante nuestro, con el recogimiento que en ella debiera notarse, y con las serias y religiosas meditaciones a que su aspecto lúgubre y triste incitarían sin duda, si en lugar de querer que sean muchos los que vengan al duelo, nos contentáramos con unos pocos y verdaderos amigos, que lamentasen con nosotros nuestra desgracia, y que mezclando con las nuestras sus lágrimas, nos aliviaran y consolaran...

Estando ya ocupadas la mayor parte de las sillas que había en la sala, y habiendo pasado más de diez minutos, uno de los dolientes hizo disimuladamente, a su parecer, cierta señal a un señor sacerdote, amigo sin duda de la familia, que a su lado estaba, y éste se puso en pie imitándolo todos por un movimiento espontáneo. Pronunció la oración que en tales casos se acostumbra, y bendijo a los asistentes; los cuales luego fueron llegándose al sofá, y uno por uno dando un apretón de manos y diciendo alguna frase hueca e insignificante a cada cual de los dolientes, y retirándose.

Quedéme el último, pues deseaba ver al desdichado padre de don Anselmo que se hallaba en un cuarto alto de la casa, adonde me condujo uno de los que habían recibido el duelo. Don Jorge estaba sentado sobre la barra del catre que allí se le había puesto para que descansase: ambos codos los apoyaba sobre los muslos y sostenía la cabeza entre las manos. Estaba inmóvil que parecía una estatua; pero bajando yo la vista al suelo, lo vi empapado con las lágrimas que derramaba aquel infeliz que tan duro golpe acababa de recibir. Allí estaban con él dos sujetos para mí desconocidos.

-Ánimo, señor don Jorge -decía el primero, arrojando al mismo tiempo una bocanada de humo de tabaco-; ánimo, y no dejarse abatir por la suerte: ¡qué dianche!, usted es primero que nadie; y el mundo, amigo mío, vale la pena de que se cuide un hombre.

-¡Ay, camarada! -decía el otro-, si se echaran a morir todos los padres que pierden un hijo, diga usted que... ¡Eh!, vamos, pelillos a la mar: hoy por ti y mañana por mí.

Me llegué a don Jorge y le puse una mano sobre el hombro; levantó la cabeza y viéndome se arrojó en mis brazos. Pudo llorar con libertad, y pudo al fin ver que se confundían con sus lágrimas otras lágrimas, y sentir que palpitaba otro corazón contra su corazón. Así estuvimos abrazados un buen espacio de tiempo, y ya algo más tranquilo don Jorge, y más desahogado su pecho a fuerza del mismo llanto que había hasta entonces contenido, separóse de mí diciendo:

-¡Cuántos martirios juntos, mi buen amigo!

Lo comprendí; pero no le contesté nada, y tomando una de sus manos, le hice de nuevo sentar en el catre, colocándome a su lado.

Mientras estábamos así, los dos individuos a quienes probablemente se suplicó que acompañasen y consolasen a don Jorge, habían entablado una discusión sobre la excelencia del tabaco de la Vuelta Abajo, y la inferioridad del tabaco de partido. Concluida ésta, comenzaron en tono de chacota a echarse pullas uno a otro, y se dijeron varias impertinencias, que sin duda en algún café habrían divertido un rato a los que las hubieran escuchado; pero que allí, dicho sea en honor a la verdad, eran para escandalizar a cualquiera, y para añadir al dolor de aquel pobre padre la hiel de un furor que no debe estallar y que se tiene que contener en el pecho. Al fin, don Jorge, estrechándome fuertemente la mano y mirándome como quien suplica, me hizo entender que sacara yo del cuarto a aquellos hombres indiferentes a su pesar, y que no habiendo tal vez llorado nunca, imaginaban que sería aquel dolor del alma tan pasajero como un vago e insignificante dolor físico, y que se enjugarían aquellas lágrimas como las de un niño, sin más trabajo que distraerlo con algunas felices ocurrencias de la idea que momentáneamente lo aflige.

Hice pues presente a aquellos señores que necesitaba el doliente algún descanso, y con esto salimos del aposento. Al bajar a la sala, uno de los del sofá se acercó a mí diciéndome que deseaba la familia fuese yo uno de los que asistieran a la mesa en los nueve días del duelo.

Otra infernal costumbre, que afortunadamente va desapareciendo de entre nosotros y que ya sólo se observa en algunas de esas encumbradas y aristocráticas familias, en quienes parece que los pergaminos y los caudales y la vanidad, hacen que sean las últimas en desprenderse de añejos usos que de sus padres heredaron, y en los cuales imaginan que consisten la esplendidez y el prestigio, y no en hechos que propendan en algún modo, aunque parezca insignificante, al bienestar y alivio del resto de la sociedad, ¡que las observa para imitarlas!

Suelen ser los nueve días de estos duelos, de que todavía se ven ejemplos entre nosotros, nueve días de diversión y broma para todos los que a ellos concurren, y nueve siglos de prolongado martirio para quien, a pocos pasos, quizás con una sola pared de por medio, escucha aquellos brindis, aquellas festivas ocurrencias y destempladas risas en que una buena comida, la profusión de vinos y la compañía hacen prorrumpir al hombre, que naturalmente se deja impresionar por las cosas que de momento le rodean, y que así cree que es eterno el dolor como interminable el contento, cuando uno u otro lo dominan.

Vine pues, como se me había suplicado, al siguiente día, y me acompañó un sobrino que tengo, más alegre que una gaita y más enamorado que lo fue nunca su tío. Eran casi las tres de la tarde cuando llegamos, y se disponían ya los convidados a sentarse a la mesa, y a olvidar en aquella especie de festín las penas propias y las extrañas. Todos habían estado a ver a don Jorge, y no teniendo que cumplir sino con una exigencia de la sociedad, entrarían serios quizá y circunspectos; pero sin dar muestras de que el dolor que afligía al desventurado padre, lo calculaban ellos y lo sabían apreciar. Y tomarían asiento a su lado, y después de decirle una de esas frases que para semejantes casos se tienen aprendidas, le hablarían de negocios, y de ventas, y de entradas de buques, mientras él, haciéndose una sobrenatural violencia, tendría que afectar urbanidad, tendría que responder a preguntas impertinentes y fuera de tiempo, y tendría en fin que reconcentrar en su pecho el dolor que lo devoraba, y esforzarse para que no corriesen por sus mejillas las lágrimas que oscurecían y abrasaban sus pupilas...

Pero volvamos a la sala. Desde que vio mi sobrino que también eran del convite algunas femeninas criaturas, pues había señoras en la casa mortuoria, hizo firme propósito de no faltar en los nueve días del duelo, ni uno solo: luego se incorporó a la sección de damas y se halló en su elemento.

Estando ya cubierta la mesa, el que hacía allí de doliente sentóse a la cabecera, y nos invitó a tomar nuestros puestos. Mi sobrino, que para estos casos vale cualquier cosa, se brindó a colocar en orden a los convidados, e hizo modo que cada señora se hallase entre dos caballeros, con el laudable fin, según dijo, de que fuese asistida y obsequiada como el sexo merecía. Él solo, merced a su estrategia, quedó en medio de dos niñas como dos perlas orientales: representantes de dos opuestos tipos que tienen al otro sexo dividido en dos contrarias facciones, de cada una de las cuales se ven con frecuencia desertores que pasan a la otra. Blanca, rubia y de grandes ojos azules la primera; de tierna mirada y ademanes arrobadores; y morena la otra, con ojos y cabellos de azabache, boca pequeña y lindísima, alegre y picaresco mirar, y conjunto fascinador. Si mi sobrino no perdía la chaveta entre aquellos dos ángeles, quedaba probado que era como una roca para resistir a las tentaciones que traen en pos connubiales lazos. Yo desde luego auguré mal, y lo consideré entre Escila y Caribdis.

Aunque al principio se notó una como forzada seriedad en la mesa, fue poco a poco desapareciendo, y los hombres, incluso el de la cabecera, comenzaron a mostrarse comunicativos y risueños. Ya se hablaba alto, y hablaban varios a un tiempo: las botellas de Burdeos desaparecían como por encanto, y los platos exquisitos pasaban de mano en mano con exageradas recomendaciones. Las señoras fueron objeto de insulsas alabanzas, de impertinentes cumplidos, y de tal cual no muy decorosa chanza, en la que iba envuelto algún claro equívoco: mi sobrino, hombre prevenido y amigo de adelantarse en todo, pedía a la hermosa rubia la primera contradanza del primer baile que hubiese en cualquiera de las sociedades filarmónicas; y a la graciosa trigueña el primer vals. La animación era general cuando llegó la hora de dejar la mesa para cubrirla con los postres. Levantáronse todos y formaron grupos en la sala, en el zaguán y en la puerta de la calle; pero mi sobrino, temeroso de que se le agregara otro galán, quiso formar grupo ambulante, y constituyéndose bracero de sus lindas compañeras, las paseó por el patio, haciéndolas entender que el ejercicio era indispensable para la buena digestión.

Así que la mesa estuvo de nuevo cubierta con los postres, y con el jerez, el madera y el champaña, y que damas y caballeros volvían a ocupar sus asientos, me evadí yo y subí al aposento de mi pobre amigo don Jorge, a quien encontré solo y tan apesadumbrado como el día anterior. Sus ojos estaban encendidos, y bien se echaba de ver en su semblante que él, en aquella casa, era el único que lloraba; que él era el único a quien devoraba un acerbo pesar, y una aguda desesperación; que sólo él se acordaba ya de aquel que apenas habría unas veinticuatro horas que fuera conducido a su última mansión. ¡Y los que venían a consolarlo, a hablarle de su infortunio, a hacerle oír los consejos de la religión y a inspirarle una santa conformidad a las disposiciones del Altísimo, se divertían casi a su vista, e insultaban su dolor, y no se curaban de sus sollozos!

Tal es el mundo, dirá el hombre indiferente y frío: el pesar y el contento van siempre juntos... ¡No! ¡El mundo no es así, y el pesar y el contento se esquivan y huyen de encontrarse faz a faz, y se dan tiempo el uno al otro! ¡El hombre que ama a sus semejantes hace más favor al corazón humano, y si ve que hay en la tierra goces y penas, que hay desdicha y prosperidad, por lo común casi dándose las manos, no ve, no concibe que esté el placer donde está la tristeza, ni que se oigan los acentos de la alegría en el mismo lugar donde resuenan los ayes del dolor! Costumbres y prácticas que han perdido de su primitiva sencillez y que debieran desterrarse ya como inútiles, perniciosas y crueles, ocasionan a veces este amalgama extraordinario, y hacen que se note tan extraño contraste que no es natural, puesto que choca, y nos disgusta y nos afecta. En la casa del pobre, donde no se pueden satisfacer las exigencias de la vanidad, donde no entran de mala gana ni por ridícula obligación los que vienen a consolarlo en sus adversidades, no se observa seguramente que rían, y brinden y se solacen unos cuantos amigos, mientras él, bajo el mismo techo está entregado a una pena que le desgarra el corazón, empapa con su llanto la almohada donde descansa la abatida cabeza, y pide al cielo que le vuelva el hijo que acaba de arrebatarle... No somos nosotros, no, de los que afectan creer que no hay sensibilidad en el rico y en el grande sólo porque lo son; pero sí se nos figura que en la modesta mansión del pobre no varían tanto ciertas tiernas costumbres, que se conviertan al cabo en otras que, bien examinadas, no se encuentran en consonancia con lo que parece natural al corazón, y con lo que obra el hombre cuando obedece a sus propias inspiraciones y no tiene que sujetarse a usos convencionales de la sociedad.

Ya hacía un buen rato que me hallaba con don Jorge, cuando en el aposento donde se escuchaban el ruido de los cubiertos y las copas del convite, y el murmullo de los convidados, resonó una estrepitosa carcajada.

-¡Dios mío! -exclamó aquel triste padre-, ¿es posible que haya en el mundo quien pueda reírse?

Yo le tomé la mano y se la estreché fuertemente sin pronunciar una sola palabra, y a haberla pronunciado, ¿para qué repetirla aquí? El que haya llorado como don Jorge, sabe bien que en los más angustiosos momentos de la vida imaginamos que a todo el mundo tiene abatido nuestro pesar; y al que no ha llorado, es inútil querer hacer que comprenda por qué se engaña así el corazón.

Después de aquella intempestiva risotada, se oyeron otras y otras. Todo era alegría en la sala: y la animación que desde que comienza un banquete se nota en los convidados, había subido de punto: los postres y la diversidad de vinos habían debilitado más de una cabeza y llenado de vapores a todas: las chistosas ocurrencias se sucedían rápidamente y a veces se cruzaban; y quien por la calle pasase pudiera imaginar que se celebraba en aquella casa el nacimiento de un primogénito muchos años deseado, o las bodas de una hija querida; pero no que se lamentase la muerte de un hombre.

Entre aquellas voces y aquellas risas y aquel ruido, oí distintamente esta extrañísima frase: «¡qué falta hace una guitarra!». Quedé estupefacto. Conocí la voz de mi atolondrado sobrino a quien en mala hora hice venir conmigo: ¡una guitarra en un duelo, eterno Dios! Pero ¿era duelo aquello? El duelo estaba arriba, en el aposento de don Jorge, en su corazón... Para él solo era todavía reciente la pérdida de su hijo, para los demás era ya cosa muy lejana, era cosa olvidada. Fijé los ojos en su semblante para ver si había oído lo que yo, y si como yo había conocido al desnaturalizado que tan peregrino deseo manifestaba en semejante ocasión; pero nada pude descubrir. Don Jorge parecía enteramente entregado a sus cavilaciones, y poseído de un éxtasis como esos que sacan de este mundo falso y miserable las almas de algunas criaturas enaltecidas por religiosas ideas, para transportarlas a otro más verdadero y más bello.

Al otro día volví y se me confió reservadamente que la noche anterior, a una hora bastante avanzada, había don Jorge entrado en un carruaje y trasladádose a casa de uno de sus hermanos, adonde quería que fuese yo a verlo. ¿Cómo había el infeliz de soportar, sobre la pérdida de un hijo querido, ocho días más de duelo como el primero? Éstos concluyeron como habían comenzado, y mi sobrino no faltó a ninguno, porque a ninguno faltaron las dos bellas de que se ha hecho mención. Estuvo mientras duraron, fluctuante entre la rubia y la morena, pero al cabo, en el noveno y último día, se decidió por la segunda, con quien hoy, pasado ya un año de todas estas cosas que hemos relatado, vive como Dios manda, esto es, en legítimo matrimonio. El tiempo, que poco a poco ha ido trayendo la resignación al alma de don Jorge, y haciéndole más llevadera su pérdida, ha ido mucho a mucho quitando la paciencia a mi sobrino, y haciéndole sentir haber renunciado a su dulce soltería. Pero, ¡cuántas variaciones nos trae un duelo!...

(1847)




ArribaAbajo¡Un título!


Si no quieres que me cuente
por muerto, la lengua para.
¿Yo señor? ¿Yo caballero?
¿Yo ilustre yerno?
-¡Pues no!
¿Para qué el cielo te dio
tal cantidad de dinero?


LOPE DE VEGA                


Escondidos los pies en guapísimas chinelas bordadas de estambre; sujetos a la cintura sin necesidad de tirantes unos plegados y anchos pantalones, y envuelto en una ligera blusa, estábase el joven Crescencio echado en su mullida butaca. Descansaba la cabeza en una de sus manos, la cual apoyaba contra el brazo de la silla; en la otra mano tenía un libro cerrado, pero con un dedo metido entre las hojas, como si acabara de dejar la lectura. Esto, y el tener los ojos fijos en las vigas de la techumbre, hubieran hecho imaginar a cualquiera que en el aposento penetrara, que al muchacho le había sumergido en honda cavilación alguna peregrina idea, algún raro pensamiento con que había tropezado en la página marcada. La cosa, por otra parte, bien podía suponerse si se atiende a que era un tomo de poesías, acabadito de salir de las prensas, lo que entre manos tenía mi hombre. Sin embargo, Crescencio, aunque poco leído, conocía muy bien que suelen escribir nuestros poetas cosas que no las entendiera el mismo diablo si para ello sólo le permitiese Dios salir del infierno, y así es que no se calentaba el caletre en descifrar lo indescifrable, con perdón sea dicho de los que han dado a luz sus tomitos o sus tomazos, y aun de los que piensen darlos.

Con todo, no estaba en perfecto reposo la mente de don Crescencio: allí se resolvía, subía y bajaba algo... y algo de importancia. No hacía mucho tiempo que se había dado punto a la testamentaría de su padre: hallábase poseedor de una gran fortuna: era dueño de ingenio: iba pronto a dar su mano a una joven tan hermosa y amable como acaudalada; y viérase por donde quiera, presentábale la suerte un semblante tan risueño, que no había más que apetecer, como no fuera... ¡un título! Y he aquí en lo que pensaba el hombre...

-Con un título -decía a su capote, o para ser más exactos, decía a su blusa-: con un título, ¿adónde íbamos a parar?, ¿quién torcía los ojos delante de mí?, ¿qué demanda no ganaría?, ¿qué deuda habían de cobrarme? ¡Qué de consideraciones se me guardarían, y qué importante figura hiciera yo en esos salones! Hasta mi naturaleza y mi temperamento variarían precisamente; veríame libre de las enfermedades que atacan a la gente del vulgo, no padecería más que la gota, y en caso de morir, sería de apoplejía.

A esta altura llegaban sus pensamientos, cuando vino a interrumpirles el vuelo por un instante la aparición de don Cleto, tío por la materna línea de mi joven amigo. Por un instante dije, porque naturalmente hizo éste recaer la conversación sobre lo mismo que le tenía tan caviloso. Preguntóle el tío qué libro era aquél.

-Las Flores tétricas, o sea, Colección de raptos lúgubres.

-¡Cáspita el título del libro!, ¿y de qué trata?

-Son versos, querido tío, de uno de nuestros más aventajados jóvenes...

-¡Aventajado joven!... ahí es nada... Y estabas leyendo...

-No; abrí el tomo, y lo primero que se me presentó a la vista fue esta poesía: «Fragmentos de una impresión: al Excelentísimo Señor Conde de la Higuereta».

-¿Y bien?

-Asaltáronme grandes ideas... Ahí tiene usted que si yo fuera conde, sin duda que los poetas me dedicarían algunos fragmentos.

-Ya se ve: ellos siempre dedican... aunque tú les oigas decir...

-¡Toma! Y mi nombre pasaría a la posteridad...

-¡Claro está, encomendado a tan buenas plumas...

-¿Sabe usted que yo debía haber nacido marqués?

-¡Hombre!, ¿y por qué no titulas?

-Temo la murmuración: las gentes son tan propensas a criticarlo todo, que quizás encontrarían mal que yo aspirase a...

-¡Calla!, ¿qué vas a decir, ni qué viene a ser un título más para que se entretenga la gente en ello? ¿Crees tú que si trajese el viento, y arrojase en la playa un grano de arena, la playa lo echaría de ver?

-¡Si mi padre hubiese titulado! Porque al fin, como que suena mejor el título que se hereda. Da a la nobleza nueva un olorcillo a cosa rancia...

-¡Qué disparate, sobrino! Tanto vale bajado del padre o del abuelo como creado por uno mismo. Y al cabo, tú has de morir aunque titules, y tus hijos heredarán.

-Es verdad; pero me retrae todavía otra consideración. Me estoy devanando los sesos por ver si recuerdo haber prestado a la patria algún servicio, en recompensa del cual me anime a pedir el título que deseo, y lléveme el diablo si he hecho más que capturar un cimarrón.

-Vamos, ¡y te parece poco, ni qué necesidad hay de tales servicios! ¿Necesito yo los del mayorcito de mis niños para vestirle una de estas tardes de cosaco o de gendarme?

-Con todo, tío: creo que no estaría de más fundar uno su pretensión en algo que la hiciera aparecer como deuda que se cobra con justa causa.

-Pues ven acá, panarra, alma de cántaro, ven acá: si hubieses hecho por la patria esos señalados servicios que estás ahí diciendo, ¿tendrías que pedirle recompensa alguna? ¿No te la daría ella? ¿Qué gracia sería que te viniese un título de marqués o de conde, una cruz, un escudito, o cosa así, si hubieras ganado un castillo, o alimentado por algún tiempo a un batallón entero, como lo hizo García del Castañar en una comedia que vi representar en mi juventud? ¿Has encontrado tampoco la cuadratura del círculo? ¿Has visto, a no quedarte pizca de duda, paseándose un hombre sobre un camello o cualquiera otra caballería, por las faldas de esas montañas que se divisan en la Luna? Claro está que entonces, sobrino de mis ojos, sin pretenderlo tú, tendrías honores y premios por la gloria que a la patria habrías dado, y por los beneficios que te debiera. Pero si no has hecho ninguna de esas cosas y según veo tampoco estás en ánimo de hacerlas, ¿quién se ha de acordar de ti?, ¿quién sabe allá en la corte que tuvo mi querida hermana tan guapo muchachón?... Y he aquí precisamente, sobrino, la razón por qué tienes que pedir ese titulillo que deseas: el no merecerle; quiero decir, el no haber tenido ocasión de hacer cosa por donde sin pedirle, se te diera: que a haberte señalado de algún modo, títulos tuvieras ya y tratamientos.

-Estoy convencido por esa parte -dijo Crescencio-, y no creo que por lo que respecta a mi familia...

-¡No te figures tú, sobrino de mi alma -interrumpió el tío-, que tu familia sea cualquier cosa. Mira, tú eres de apellido Chamorro, y desciendes por línea recta del abuelo de tu padre, que también fue Chamorro. Este bisabuelo tuyo fue bisnieto de otro hombre que alcanzó tiempos muy atrasados, como puedes considerarlo, y es muy de notar, que mientras más vayas subiendo, más lejos irás encontrando los bisabuelos de tus bisabuelos; pues negar que tu padre desciende de algún hombre que vivió muchísimos siglos hace, fuera sandez inaudita. Por parte de tu madre, es aún más esclarecida tu nobleza, como que fue mi hermana. Para que viniese al mundo, necesario fue que después de formar Dios a Adán y a Eva les dijese: crescite, et multiplicamini, sin cuyo acontecimiento y sin cuyo permiso no alcanzo yo cómo hubiera vivido ella en este siglo. El apellido que te legó la difunta es Vázquez y de él, aunque mucho pudiera decirte, me contentaré con que sepas, que así como otros apellidos de cortos se han hecho largos, como Villavicencio, Sotomayor, que salieron de Villa y Soto, el de tu madre y mío por el contrario se ha ido acortando. Vázquez viene de Velázquez, como se prueba suprimiendo de éste las dos segundas letras: Velázquez viene de Vasconcelos, de lo que te cerciorarás quitando de este último apellido todas las letras que no hacen al caso, y añadiendo y combinando las necesarias para formar el otro; todavía Vasconcelos es una corrupción de Vasconstultuscelos. Ahora bien, los Vasconstultuscelos traen su origen de Vizcaya: todo el mundo sabe que el vascuence fue el idioma en que habló Dios a nuestros primeros padres; por lo tanto, los vizcaínos descienden directísimamente de Adán y Eva: tu madre y yo venimos de Vizcaya, conque, suelta las riendas a tu imaginación, y dime si es o no antigua tu alcurnia por la materna parte.

-¡Válgame la sangre que derramó el Redentor! -exclamó Crescencio levantándose con precipitación y frotándose de contento las manos-. ¡Vaya y si es antigua!

-Ya lo ves... Siguiendo la línea ascendental de padre, a abuelo, a bisabuelo, etc., hallamos en el arca de Noé a un hombre de quien a la fuerza desciende tu padre, y en el Paraíso terrenal a otro de quien desciende tu madre... ¿Puedes o no puedes titular?

-Sí... sí... Seré marqués... Pero me ocurre otra dificultad... ¿Sobre qué he de fundar ese marquesado?

¡Ah, cabeza de chorlito! ¿No hay praderas, lomas, montañas, ríos, arroyos, lagunas, rocas, costas y playas en la isla? Échate a cuestas cualquiera de estas cosas, añádele su adjetivo, y cátate con un título pintoresco y alegre: Loma-gorda, Río-estrecho, Monte-firme; antepón marqués, y verás qué bien suena.

-Marqués de Loma-gorda, marqués de Río-estrecho, marqués de Montefirme... En efecto, tío; es cosa que encanta... ¡Con qué facilidad se hace uno marqués!...

-Y si no te agradan esos nombres, idea otros: Cascada alta, Hoyo hondo, Hoja verde; o apodérate de cualquier lejana provincia: Capadocia, Monomotapa, Mozambique, son propias para titular, y no vendrán a ponerte pleito sus soberanos ni sus habitantes. A bien que si lo temes, árboles, flores y frutas ofrecen nuestros campos y jardines de qué echar mano: conde de la Palma, marqués del Tornasol, barón de la Guanábana... ¡Por Jesucristo!, tienes a tu disposición los tres reinos, animal, vegetal y mineral, y ¿no encuentras cosa que te cuadre? Están ahí los mapas llenos de provincias, y ¿ha de faltarte una para un marquesado? ¿De qué sirven entonces la zoología, la botánica, la mineralogía, la náutica y la geografía? Para algo se han hecho estas ciencias y trabajan en ellas los pobres.

-Me convence usted, querido tío, y estoy ya determinado a hacerme noble y ser marqués, y pues desciendo como usted acaba de probarme, de padres y abuelos que descendieron de otros padres y abuelos, remontándose así mi origen a época que se sale del cálculo humano, no creo que nadie sea osado a echarme en cara una corta ascendencia. Además, siendo mis apellidos tan buenos como usted dice, sírvanme ellos mismos para el título, y llámeseme «marqués de Casa Chamorro y Vázquez», que así lo han hecho otros beneméritos antes que yo, y no tendremos que tocar a las producciones de la naturaleza, ni invadir territorios de moros e idólatras.

-¡Abrázame, querido sobrino! ¡Abrázame, oh dignísimo hijo de mi difunta hermana! Esa peregrina idea vale más que todas las mías, porque todo el lustre del título viene a reflejar directamente en los apellidos de la familia.

Y diciendo esto el tío, que aún no se ha podido averiguar si tenía más de socarrón que de hombre de buena pasta, abrió sus brazos y recibió en ellos al presunto marqués, el cual casi estuvo a punto de desmayarse. Tal fue el inefable placer que recibió al oír decir que había tenido una idea, y que esta idea era una buena idea.

Esto le hizo creer que no le faltaba más sino cultivar sus naturales talentos y buenas disposiciones, para que el mundo viese que era hombre de provecho, aun cuando alcanzase el marquesado.

-Mientras pides y llega el título -díjole el tío-, cómprate alguna obrita sobre la ciencia del blasón, pues ha de hacernos falta para formar el escudo de armas que debemos plantar en el medio punto del zaguán, o sobre el dintel de tu cuarto escritorio.

-No haya miedo, tío.

-A falta de esos servicios que echabas de menos para titular, tienes cuatro apellidos de qué disponer, de manera que improvisaremos un escudo con sus cuatro cuarteles y además su escusón; y alcanzas así en un día y sin salir de tu aposento, lo que no lograron en los pasados siglos muchos hombres a pesar de todas sus hazañas; pero ésos no tenían más que una espada que no podrías tú levantar del suelo, y acá tenemos ingenios y cafetales. Conque, como iba diciendo -continuó don Cleto con una volubilidad de lengua muy impropia de su edad que rayaba en los cincuenta-, con cuatro apellidos, sale un escudo cuartelado, en esta forma: primero, campo de oro, y una cabeza de sable, que es de Chamorro: segundo, de sable, y tres velas de oro, que es de Vázquez: tercero de gules, y tres cajas de azúcar de oro; cuarto y último, de azur y seis sacos de café; de plata, tres, dos y uno: sobre el todo, el escusón de oro, y las piezas autos de un concurso, de gules, con la bordura de azur, cargada con quince o veinte cabezas afligidas de plata, que indican los acreedores que has de tener...

Atónito quedó Crescencio oyendo esta algarabía de la que no comprendió sino lo del concurso; pero de la que sacó en consecuencia que era gran cosa el hacerse noble una criatura. Al cabo de un momento preguntó al tío:

-Y a propósito de concurso, ¿será necesario presentarse a él antes o después de titular?

-Lo mismo da antes que después; pero lo más elegante es presentarse al día siguiente de recibir el título, para que vea la gente que no se hace porque le falte a uno dinero con que pagar sus deudas.

Con esto concluyó la conversación; volviéronse a abrazar tío y sobrino; salió el primero y quedó el segundo otra vez solo y pensativo... Agarró de nuevo el tomo de poesías, leyó una y la encontró mala, que es cuanto pudiera decirse para encarecer al autor y al libro.

Seis meses después, Crescencio recibió el cumplido de quien había de recibirlo, y las enhorabuenas de sus amigos. Asentóse su nombre en el libro donde debía de asentarse, con el título de «Señor marqués de Casa Chamorro y Vázquez». Hoy le goza en paz y gracia de Dios, con todas aquellas prerrogativas y preeminencias que son consiguientes, y ha tenido la fortuna de que su esposa le diese un hijo tan bonazo que difícilmente pudiera encontrarse sujeto más a propósito para heredero de un marquesado.

(1843)




ArribaAbajoUn médico de campo


... Yo receto
todo cuanto me da gana.
..........................
... Es ventaja
de un médico ser ligero
de manos, caiga el que caiga:
porque un hombre se acredita,
los parientes no se agravian,
el boticario se alegra,
y el muerto no habla palabra.


DON RAMÓN DE LA CRUZ                


-Don Jeremías.

-Amigo editor.

-¿No cree usted que saldría un bonito artículo de un médico de campo? Bonitos artículos salen de los médicos de todas partes; pero hay el inconveniente de que puedo enfermar mañana, y me pongan los médicos, por haber escrito los tales artículos, in articulo mortis, lo cual no es muy agradable. Todo lo más que puedo hacer, supuesto que quiere usted tener una idea del que recorre nuestros campos, es darle ciertas apuntaciones, escritas nada menos que por un individuo de la profesión, grande amigo mío, y que con declarar que se Rama don Desiderio Tumbavivos, no tengo más que decir para encarecerlo, y para que usted y todos vean si es o no es persona digna de fe. Puede usted disponer de estas apuntaciones como mejor le cuadre; aunque sea poniéndolas en letras de molde; y yo salvo mi responsabilidad, pues si algo hay en ellas que no agrade a un hijo de Esculapio, allá se entienda con otro hijo de Esculapio que las escribió de su puño y letra. Además, si me decido a entregar a usted el manuscrito en cuestión, es porque se deduce de él que un médico de campo es propio para figurar en un artículo de costumbres, no tanto porque él se empeña en ello, cuanto porque a la fuerza hacen que lo parezca las gentes a quienes ha ido a dedicar sus servicios. Y esto es todo lo que diría yo mismo si fuera a disculparme de tomarlo por sujeto de mis pobres observaciones. Así pues, haga usted de los papeles lo que le plazca.

«-Luego que recibí mi título de licenciado y pude parapetado con él salir con mi cara lucia a hacer lo que indica mi apellido Tumbavivos, creí que lloverían los enfermos sobre mí, o con más exactitud, que llovería yo sobre ellos. Pero pasaron días y días sin que un cristiano me llamase, por lo que imaginé dos cosas: o que el pueblo se había asustado con la noticia de haber un médico nuevo, y no enfermaba nadie, temeroso de caer en sus manos, o que mis cofrades más antiguos habían monopolizado todos los faltos de salud; fuese cualquiera de ambas cosas (y yo me inclinaba a adoptar las dos), lo cierto es que por mi casa aún no se habían tañido las campanas, y eso que no me faltaban conocimientos ni práctica de hospitales. Bien es verdad que a los que mueren en éstos no se les dobla.

»Ello, consideraba yo ser muy triste haber pasado parte de mi florida edad yendo diariamente a las aulas a divertirme con mis compañeros, a arrojarles migajones de pan, y a oír lecciones que las más de las veces no comprendía, todo por obtener después de tantos afanes una profesión, y que ésta me viniese a fallar. Conque viendo que la ciudad no era para mí, decidíme yo a ser del campo.

»Salí, pues, un día de mi casa, no a hacer aquella obra que en todos, menos en el médico, es obra de caridad: la de visitar los enfermos. Yo no los tenía, y cuando el médico no tiene enfermos, fuera mucho exigirle que los visitase. Iba a verme con un señor amo de ingenio, gordo y sano, que necesitaba un facultativo en su finca, y a quien se me había recomendado.

»Pocos días después ya estaba yo en el ingenio Concurso, de la propiedad de dos Próspero Débito, y ubicado en uno de los mejores y más ricos partidos de esta jurisdicción. Tuve mi sueldo, la comida y una criada a mi disposición, que era en una pieza lavandera, cocinera, costurera, y cuanto yo más quería. Dejóseme además en libertad de igualarme en las fincas cercanas, y acudir adonde me llamasen. Instalado en la habitación que se me destinó, lo primero que hice fue colocar contra la pared cuatro o seis listones de tabla a guisa de anaqueles, para plantar en ellos mi biblioteca, compuesta de las pocas, pero clásicas obras que a continuación se expresan. Patología de Roche y Sanson, La Religiosa, Formulario de recetas; tomos segundo y cuarto del Gil Blas de Santillana, Fisiología de Richerand, Poesías de Iglesias, y un Tratado de botánica aplicada a la medicina. Con ayuda de tan buenos libros, era poco menos que imposible verme perplejo, aun cuando se me presentara un caso de enfermedad más nuevo y extraño que los que se ven en el tomo de cartas inventadas y publicadas por Le Roy, o en los «atestados» donde vienen envueltos los pomos de zarzaparrilla, las cajas de píldoras de Morison o Brandreth, y otros medicamentos.

»Pasaré por alto cómo los primeros días de mi permanencia en la finca, teniendo poco que hacer, me di a coger mariposas, de lo que no me avergüenzo, cuando recuerdo que todo un emperador romano se entretenía en cazar moscas, y eso que no estaría tan desocupado como yo. Tampoco quiero hacer mérito de las terribles exigencias del mayoral, quien al anunciarme haber un nuevo enfermo me decía: «Fulano ha caído malo, póngalo usted bueno pronto, que me hace falta», como si estuviese en el médico curar en un tiempo dado, aunque algunos lo han querido hacer creer. O cuando me echaba fuera a los convalecientes, o cuando se tomaba la libertad de aplicar otros medicamentos que los prescritos por mí.

»Cuando vino don Próspero a visitar su finca, preguntó a este mal hombre que tal lo hacía el licenciado Tumbavivos. -Los tumba, señor -respondió él-: este año hemos tenido más muertos que el pasado-. Afortunadamente, mejor informado el amo, supo que de cinco descendientes de Cham, que habían sido enterrados, los tres debían su muerte a accidentes fortuitos; de modo que a todo tirar, sólo dos muertes pudieran achacárseme, lo que en más de cuatro meses, era bien poco para un facultativo que ha tenido tan buenos estudios como yo.

»Detendréme un poco tratando de mis correrías fuera del predio donde estaba asalariado, porque ellas son las que constituyen al verdadero médico de campo. Y debo aquí advertir que no es una regla general que todo facultativo que espolea caballo por esos caminos reales ha de ser médico de una finca. Bien sé que los hay propietarios; pero saliendo de casa, todos son iguales.

»El primer enfermo para quien fui llamado no parecía atacado sino de un fuerte catarro, por lo que me limité a ordenarle un sencillo cocimiento de flor de borrajas y prescribirle que se abrigase. Pero cuando al siguiente día pasé a hacerle mi segunda visita, salió a recibirme uno de la familia, y me participó que habiéndose llamado a otro facultativo, excusara volverme a molestar. -¿Pues no había yo de volver? -pregunté. -¡Ya!, pero como usted no recetó. -¿Y si no era necesario? -Siempre es preciso recetar cuando hay enfermo: tome usted-. Y poniéndome en la mano lo que juzgó deberme pagar, se despidió de mí.

»Dígame si no era muy natural que volviéndome yo medio mohíno a mi casa, hiciese estas reflexiones. -La medicina es la que ha de darme a mí lo que busco, y esta gente me indica el camino que debo seguir. Debieran agradecerme que no les hiciese gastar dinero, y que les evitase la incomodidad de correr cuatro leguas y reventar un caballo para ir a la botica en busca de una medicina que en mi concepto no era necesaria; y lejos de eso han atribuido a ignorancia la buena obra de no haber recetado. Pues recetaré siempre, y me daré un aire de importancia de todos los diablos: quieren ser deslumbrados, los deslumbraré; quieren no entender al médico, no me entenderán. Ya dijo Lope de Vega que cuando el vulgo paga justo es complacerlo: yo complaceré a este vulgo del campo, pues él es quien me paga, y si llega a hacerse natural en mí la pedantería a que recurro como medio para medrar, no me culpen, por Dios; sino culpen a estas gentes entre quienes me veo.

»Poco tuve que esperar para poner en planta mi resolución. Algunos días después fui llamado con gran urgencia para asistir a un pobre labrador cargado de años y de familia. Acudí, pues, con la precipitación que demandaba el caso, y al llegar a su habitación, pude ver como diez o doce individuos que me aguardaban con la mayor ansiedad. Todos eran hijos y nietos del enfermo, y en sus semblantes vi pintados el dolor y la consternación. Eché pie a tierra, y entrando en la casa, una mujer anciana, esposa del enfermo, me condujo al aposento de éste. Hecho el correspondiente examen y las preguntas necesarias, conocí no haber más que una violenta indigestión; pero me guardé muy bien de decirlo.

»Salí a la sala, y todos fijaron sus ojos en mí, como si quisieran adivinar lo que pensaba yo del enfermo y la enfermedad. Dirigiéndome a las mujeres, hablé así:

»-Encuentro al paciente bastante abatido: el pulso no está isócrono, la lengua se halla fuliginosa, la respiración algo luctuosa, hay su calorcillo mordicante en la piel, y hay tialismo, o sea salivación: todo lo cual me indica que ese hombre está enfermo, y que por eso me han llamado ustedes. Mas a pesar de los síntomas que se me han presentado, no me aventuro a formar el diagnóstico, y no puedo decir si ese señor padece de una peritonitis o de una gastroenteritis, pues son dos enfermedades éstas que se parecen como dos gotas de agua. Pero traten ustedes de contestar a mis preguntas, y saldremos de la duda.

»-¿Ha tenido calofríos el enfermo?

»-Sí, señor -respondió una de las muchachas que parecía más avisada.

»-¡Bien!, ¿y ha tenido dolor en el abdomen?

»-¿En dónde, señor?

»-En el vientre, niña.

»-Ah, sí, señor.

»-Bien: ¿y fue el dolor lancinante, vivo, pungitivo, ardiente, circunscrito, extenso, fijo, móvil o superficial?

»-Todo puede haber sido; pero el enfermo se quejaba, y eso denota que era fuerte.

»-Bien dicho. Pues, señor, es gastroenteritis, y si viene Hipócrates, que no vendrá, y les dice a ustedes que no es gastroenteritis, digan ustedes de mi parte a Hipócrates que es gastroenteritis, y que se vaya a paseo.

»-Bien, señor: ¿y cómo se cura ese gato enterito?

»-Ya veremos. ¿Qué método quieren ustedes que siga con el enfermo? El método debilitante o llámese antiflogístico, o el fortificante, o sea tónico, o el contra-estimulante, o el revulsivo? La terapéutica no rechaza ninguno, y cada cual tiene por partidarios sapientísimos autores.

»-Lo que nosotros queremos es que el enfermo se ponga bueno.

»-Y es cosa muy natural.

»Figúrese cualquier cristiano amigo de observar contrastes, qué parecería un hombre hablando, como dice Iriarte, en un estilo tan enfático, en la saleta de un miserable bohío formado de estacas y embarrado; donde todo demostraba la miseria y la desidia, y donde alternaban las personas con los perros, y los cerdos y las aves domésticas, y cómo sonarían mis técnicas frases en los oídos de una pobre gente, de todo punto ignorantes, y acostumbradas no más que a cavar la tierra y coger su poca o mucha cosecha de maíz o de patatas, o a dirigir una enorme carreta por entre cangilones y lodazales. Pero yo había visto que esta gente no creía en el saber del médico si cuando hablaba lo comprendía, y así es que hablé para que no me comprendiesen, haciendo al mismo tiempo la triste reflexión de si sería cierto que en la ajena ignorancia estriba y está la piedra fundamental de una ciencia tan sublime como la que profeso.

»Prescribí algunos remedios simples; pero recordando que si no recetaba perdía fama y dineros, pedí recado de escribir, que fue necesario corriese un muchacho a escape en el mejor caballo a buscarlo a la taberna, distante de allí un cuarto de legua. He aquí mi receta, y es la misma que usé en todas las ocasiones que consideré no haber necesidad de medicinas, persuadido de que no podía resultar en perjuicio del paciente, como ha de verlo quien lea estas apuntaciones:

Rpe. -Sacari albi... unciam.

Aquae distilatae... libras duas.

Misce et addes syrup rosat q. s. ad colorem.


Lic. TUMBAVIVOS                


»Póngola en castellano en obsequio de mis colegas que ignoran el latín, que no son pocos.

Receta. - Azúcar blanco... una onza.

Agua destilada... dos libras.

Mézclese y agréguese sirope rosado en cantidad suficiente para que tome color.


»-Ésta -dije- es una bebida coloradita y que surte siempre los mejores efectos: se darán al enfermo tres cucharadas cada dos horas; teniendo especial cuidado que se mueva y de hacerla tibiar antes.

»Mi enfermo se restableció, yo quedé acreditado, el boticario viendo que nueva y poco costosa medicina entraba en el reino de la farmacopea, se hizo lenguas de mí y confieso que no poco le debo. Todos quedaron contentos, y más que todos yo, que me propuse continuar por una vía tan fácil.

»De tal manera que habiéndome llamado después un pobre hombre para que viese a su mujer, que a los dos días había de estar buena y sana sin ayuda de médico ni medicinas por no tener más que un simple constipado, tuve con él el siguiente diálogo:

»-No encuentro en la enferma ningún signo patognomónico; pero observaré los otros. Antes de todo, dígame usted si tiene anorexia.

»-¿Cómo, señor?

»-Quiero decir, si tiene falta de apetito.

»-No, señor.

»-¿Y ha comido colas de pescado?

»-¡Qué pescado del diablo, si nunca lo catamos!

»-Pregúntolo porque habiendo comido colas de pescado, pudiera estar atacada de una colitis simple, pero quizás sea su enfermedad una fiebre gástrica, o para que usted me comprenda mejor una gastro duo denitis; y me lo hace creer la circunstancia de que vivimos en clima cálido; si viviésemos en país frío diría que era una gastro entero colitis, o séase fiebre mucosa: aunque debo advertir a usted que no todos los autores convenimos en que la gástrica y la gastro duo denitis, la mucosa y la gastro entero colitis, sean enfermedades idénticas. De todos modos, lo que a usted le importa es que sane su mujer.

»-Sí, señor.

»-Pues vamos a examinarla de nuevo.

»Hécholo así, volvíme al pobre marido que aún no sabía lo que por él pasaba; y que a pesar de ello estaba contentísimo por no haberme comprendido, y le dije:

»-No es más que una bronquitis, y ya nos ayudará la patología a echarla fuera. Yo he asistido este invierno a diez individuos atacados de esa flegmasía y he tenido la fortuna que sólo nueve se me han muerto. El método que sigo en estos casos es infalible.

»Dispuse un buen sudor de violetas para la noche, que era lo que había de curarla; pero dejé mi receta para que diesen a la enferma dos cucharadas de la bebida cada hora, durante el día.

»Una mujer envió por mí, porque habiéndose una niña suya magullado un dedo al cerrarse una puerta le sobrevino un tumor que llegó a tomar un aspecto algo feo.

»-No es nada, señora -la dije-; seis casos he tenido de niñas que se han machacado un dedo, y todos han terminado bien. La causa de este accidente parece provenir de que, teniendo una niña pues la mano en el marco de una puerta, se cierra ésta de golpe y la pilla el dedo. La estación contribuye a hacerlos frecuentes, pues los vientos nortes que reinan tienen las puertas en continuo movimiento si no están bien atrancadas.

»La lanceta libertó a la niña de aquella incomodidad; mas para completar la curación receté mi bebida, con la diferencia que pedí doble dosis, y dispuse la diesen toda una botella de una vez, seguro de que había de agradarla.

»Seis años pasé en el campo, al cabo de los cuales con el buen nombre que había adquirido, y más que todo con algún metálico, pude volver a establecerme en la ciudad, donde, como lo saben todos, soy uno de los más afamados facultativos. ¿Débolo a que he continuado el sistema que adopté en el campo?, ¿débolo a que me hallo en disposición de presentarme con cierto lujo, y sea un hecho que un talento mediocre, si puede ostentar, consigue más que el verdadero sabio a quien tienen arrinconado su pobreza y su timidez? Cuestiones son éstas que no trato por ahora de aclarar, ni quizás trataré de aclararlas nunca.»

-Don Jeremías.

-Amigo editor.

-No veo inconveniente alguno en que publiquemos estas apuntaciones que acabo de leer. Primero, porque es un médico quien habla; segundo, porque al fin y al cabo, la pintura que él hace de sí está muy lejos de convenir a todos los facultativos del campo, y mucho menos a los de la ciudad, siendo cierto que algunos conozco yo, muy dignos del público aprecio; que honran su profesión, se desvelan por aliviar a la humanidad doliente con aquella cristiana caridad que nadie tanto como un médico tiene ocasiones de practicar, y procuran desvanecer los errores del vulgo en vez de hacer que se arraiguen más; y tercero, porque los pocos que se parezcan al licenciado Tumbavivos bien merecen una leccioncilla inocente y festiva.

-Ya he dicho a usted que haga en ello lo que mejor le parezca, y quede usted con Dios.

(1845)




ArribaAbajoColocar al niño


Juan se luce. -¿En la escritura?
-No. -¿En ciencias? -Es un bolonio.
-¿Se luce en literatura?
-No señor. -¿En la pintura?
-Menos. -Pues hombre o demonio,
¿dónde se luce?...


VILLERGAS                


Cuando no tenía yo motivos para dar gracias a la divina misericordia por el don envidiable de la paternidad, o en términos más sencillos y por consiguiente más naturales, cuando no tenía hijos, admirábame el empeño de aquellos que los tenían en querer sacudirse de los infelices como de la polilla. Miraba yo que apenas un niño se entraba por las puertas del segundo lustro, cuando le enviaban a la escuela: que salía de la escuela sabiendo poco más de lo que ignoraba, y los padres se devanaban los sesos (si no carecían de ellos) ideando qué carrera habían de darle, o qué buena colocación le proporcionarían. Si el niño no era sino niña, entonces eran los apuros para buscarla un marido, y tales eran éstos por parte de la mamá, y veía yo que disimulaba tan poco sus deseos, y que tan a las claras descubría su impaciencia, que se me figuraba que la hija era para ella como libranza contra mal pagador, que se quiere endosar a otro: como acción en empresa arruinada, que procura el accionista enajenar: como huésped importuno, a quien se echan indirectas para que se vaya: como zapato apretado que desea uno quitarse: como moneda falsa, que no sabe un cristiano cómo deshacerse de ella... Así es que también veía yo que por ese mismo empeño de las mamás, y por manifestarlo con tanto ahínco, las muchachas se quedaban solteras las más de las veces, pues sucedía como con la libranza y la acción, que entraba la gente en malicia y decía: «trampa ha de haber aquí, cuando quieren soltarla».

.............................

Pero estas madres que ponen en juego los recursos de una estrategia particular para conseguir estado a la niña, merecen artículo aparte, el cual tengo ya en remojo, y ofrezco sorprender con él a mis discretísimos y entendidos lectores el día que menos lo piensen. Hoy no quiero hablar sino de muchachos varones, y si tuviese que sacar a la escena a alguna madre, será con relación a ellos y no a las hijas. Repito, pues, que no cabía en mi imaginación cómo los mismos que dieron el ser a estos muchachos, hiciesen tanto por separarlos luego de su lado: parecíame semejante conducta muy desnaturalizada, y tenía siempre en los labios aquella sin igual y celebérrima exclamación que con respecto a padres, pone Cadalso en boca de Tediato en las Noches lúgubres. Pero hoy lo concibo todo muy bien, y veo que hablaba con muchísimo juicio el veneciano Morosini, según consta de una manera auténtica en un drama escrito por el señor Martínez de la Rosa, cuando decía a su hermano que, para comprender ciertos particulares, es indispensable tener hijos.

Téngolos ya, y aseguro al lector que no cuente esta felicidad, pues el que se halle en las circunstancias mías lo sabrá tan bien como yo, que de chicos hacen un ruido de todos los diablos y tanto, que he calculado, y estoy persuadido de haberme aproximado mucho a la verdad, que sólo tres niños equivalen, con corta diferencia en contra de ellos, a una suegra regañona; por lo cual se ve uno en la necesidad de enviarlos a la escuela. Luego más grandecitos, si no se les da ocupación, suelen acostumbrarse a la vida holgazana, y ésta trae consigo la pérdida de todo linaje de pudor, trae los vicios, y trae cuanto puede quebrantar el corazón y entristecer el alma de un padre. Y por eso debe éste procurar que su hijo no pase los mejores años de su vida metido en casa y a las faldas de la madre, quien, ciega a veces por el amor que le profesa, no conoce alguna mala inclinación que en él despunta, o mal guiada por su mismo cariño trata de ocultarla al padre, y la deja crecer cuando es el tiempo de combatirla. Sin perderlo de vista, puede alejarse un tanto al hijo, para que acostumbrándose a no ver cumplidos todos sus caprichos, sepa sobrellevar las contrariedades de la vida, y para que, poniendo en ejercicio sus facultades físicas e intelectuales, se haga al trabajo y llegue a ser un hombre útil a la sociedad que lo alimenta en su seno.

Todo esto y cosas aún más graves acuden ahora a mi mente. Confieso que juzgando por mí, encuentro ya muy natural el deseo de colocar a los hijos, y lejos de atribuirlo a las malas causas que antes me imaginaba, hallo otras laudables y dignas de encarecimiento. Pero al mismo tiempo, preciso es reconocer que no siempre educamos a nuestros hijos como para que luego les sea fácil abrazar una carrera, o dedicarse a cosa que les traiga ventajas y de algún modo los haga figurar en la sociedad. Como no se trate de sacar de un muchacho un abogado o un médico, gana es pensar que se le hagan adquirir nociones siquiera de ciencia alguna: si no ha de ser agrimensor público, ¿para qué enseñarle matemáticas?; si no ha de cantar misa, ¿a qué llenarle la cabeza de latín? Y luego queremos colocarlo... y si cuando sale de la escuela nos dice el maestro que sabe leer y escribir, y que con una prontitud asombrosa vuelve en pasiva las oraciones en activa, y que le nombra a usted sin equivocarse las capitales de los reinos de Europa, y le dice qué lenguas se hablan en ellas, figurámonos que ha de servir para todo, y que con abrir la boca no más, vendrán a disputarnos el niño. Si queremos que la educación pase de los límites de primaria, le ponemos maestro de francés, maestro de polca, boleros y contradanzas, y maestro de florete: le abrimos cuenta en una sastrería y le compramos un quitrín: con todo lo cual tenemos por poco menos que imposible que no se le crea, no ya útil, sino indispensable a cualquiera persona que sirve al público, bien profesando ciencias literarias, bien ejerciendo la mercantil, o bien en otra ocupación o carrera.

Y, ¡ay, si al dar el padre los primeros pasos para colocar al niño encuentra que no es tan fácil como imaginó! ¡Ay, si le dicen a la mamá que el muchacho será cosa muy buena; pero que no es propio para lo que ella quería que fuese! ¡Cuántas cosas se echan en rostro al infeliz que no le admitió! ¡Cuántas inculpaciones se le hacen, y cuánto se le dice que va a perder la ocasión de tener en su casa al único joven capaz de dar un giro tal y tan nuevo a sus negocios, que a la vuelta de un año o año y medio, le haga entrar por las puertas las talegas sin cuento y los clientes en batallones! Allí entra aquello de la falta de patriotismo, y lo de si mi hijo fuera dinamarqués o polaco ya se le acogería: allí lo de no hay cuña, etc.: allí lo de yo quise hacer favor, cuando en realidad se viene a pedirlo, y allí tantas y tantas cosas, que ni son para dichas ni cupieran en este artículo. Y entre tantas, no se le ocurre al padre o a la madre que el muchacho no sabe nada, ni que, si sabe alguna cosa no es la que necesita aquel hombre, ni la que se echa de menos en su casa.

Pero yo no he nacido para echar sermones, sin embargo de mi natural seriedad; y pido rendidamente perdón a mis carísimos lectores por haberme dejado arrastrar de la tentación de tratar este asunto con gravedad: arrepiéntome de ello sinceramente, y protesto que en adelante he de ceñirme, no a decir lo que tiene de malo, sino lo que tiene de ridículo aquello sobre que escriba, aunque no sea sino porque juzgo acá en mis adentros que hoy se huye más de lo segundo que de lo primero.

Doña Eduviges de los Ríos se deja caer, como si dijéramos, un día en una de nuestras primeras casas de comercio: interrumpe al socio director y exige una conferencia privada. «-Vengo -dice- a molestar a usted porque deseo colocar a mi niño, y he preferido a usted por la amistad que tuvieron nuestros abuelos, y porque al cabo, aunque carga usted su premio muy regular, le presta dinero a mi marido y refacciona su finca.

-Señora -contesta el comerciante-, en el día tenemos más dependientes de los que necesita la casa, y...

-Sí; pero cuando se trata de un muchacho como mi niño -dice la madre-, paréceme que a ojos cerrados debe admitírsele... Aunque me esté mal el decirlo, puedo asegurar a usted que dentro de poco ha de darme las gracias.

-No podemos, señora -replica el comerciante-, aumentar el número de nuestros dependientes, y crea usted que...

-Sí; pero yo quiero colocar al niño -contesta la madre-, y no estoy en el caso de hacer a ninguna otra persona la fineza que he reservado para usted. Además, ¿qué inconveniente habría en que fuese dependiente honorario?

-Entre nosotros, señora -vuelve el comerciante-, no hay esas cosas: aquí todo es positivo y real, y cuando...

-Sí; pero el niño necesita colocación -salta la madre-, pues no es posible que veamos con indiferencia su padre y yo que sus habilidades no tengan un buen empleo. Por lo que respecta a sueldo...

-Señora -interrumpe el comerciante-, me es en extremo sensible decirla que absolutamente podemos complacer a usted... quizás...

-No esperaba yo por cierto -responde la madre- que despreciara usted la ventaja de colocar en su establecimiento a mi niño; pero ya se ve... ése es el modo de proteger a los nuestros... y luego nos quejamos... si mi niño no hubiera nacido aquí...

-Nosotros, señora -dice el comerciante medio amoscado-, no pedimos a nadie su fe de bautismo, sino buenas recomendaciones e instrucción mercantil. ¿Sabe aritmética su niño de usted?

-Verdaderamente, según he oído a su padre, no es en lo que más descuella; pero aquí pudiera ir poco a poco adiestrándose en ella...

-¿Habla siquiera el inglés?

-No; pero estoy persuadida de que oyéndolo hablar aquí, a los cuatro o seis meses ya sabría pedir las cosas de comer por lo menos...

-¿Y tiene buena letra?

-No tan arrogante que digamos; pero usted sabe que ninguna persona decente escribe bien...

-Señora, en el comercio todos somos muy decentes, y no por eso dejamos de tener una buena forma de letra. Y al cabo, el niño, ¿qué dotes tiene?

-El niño tiene ser muy obediente a papá y a mamá, muy cariñoso y calladito, y, o son dotes éstas muy recomendables, o no entiendo yo de dotes.

-Muy buenas cosas son, señora; pero ellas solas no hacen un buen dependiente en una casa de comercio... ¿qué sabe el niño?...

-¿Qué sabe? ¡Jesús, y lo que sabe! ¿Quién sacó el premio grande en los últimos exámenes de...? Él sabe leer y escribir, y otras cosas que yo no sé cómo se llaman... Baila el rigodón, toca la flauta, recorta un figurín y hace de él un autómata; construye una jaula de pájaros como un templo, pinta flores, sabe calar melones, y aun conoce los buenos sin calarlos; y finalmente, en casa él es quien injerta la rosa té en la rosa napoleona, y la de Alejandría en la de Jericó.»

Apenas concluye la madre la enumeración de las estupendas habilidades del hijo, se levanta el comerciante, la saluda reverentemente y le ofrece el brazo para acompañarla adonde dejó el carruaje.

No hace muchos días que quien hubiese visto a don Jácome Urrutia por esas calles, hubiéralo tomado por un loco. Iba de carrera, entraba en una casa, salía de ella, volvía a correr y entraba en otra. Yo imaginé que, o buscaba un sacerdote para auxiliar a un enfermo, o un escribano para hacer un testamento. Pues no, señor, supe que buscaba una colocación para Tiburcito su hijo. Habíanle dado la noticia de que pronto estaría vacante la plaza de secretario de no sé qué empresa de minas o de camino de hierro, y que se proveería por votación. Milagrosamente ningún socio estaba aún comprometido, y don Jácome, amigo de casi todos ellos, quiso verlos, hablarles e interesarlos a su favor; y como le diesen esperanzas, tuvo por segura la colocación de Tiburcito.

Pero la junta directiva de la empresa creyó de su deber averiguar si el Tiburcito sería Tiburcio, es decir, si sería hombre capaz de desempeñar el cargo, bien que su padre había asegurado que el muchacho era para todo. Resultó que podía serlo para muchas cosas, pero no para aquella secretaría, pues sin contar que no era su fuerte redactar actas, con ser materia tan fácil, su letra era fatal, y aunque tenía a su favor algún conocimiento sobre las plantas, daba la maldita casualidad de que no era en un jardín botánico donde se le necesitaba. Por lo demás, también bailaba el rigodón, y si no tocaba la flauta, tocaba el violín que requiere mejor oído. Conque, el día de la elección, mientras don Jácome persuadido que Tiburcio saldría secretario, destapaba botellas, partía quesos, rompía galletas y cortaba ruedecitas de salchichón en compañía de varios parientes y amigos a quienes trajo a su casa para celebrar como era justo tan fausto acontecimiento, allá entre los accionistas se nombraba a mayoría de votos a un pobre muchacho que ni bailaba, ni tocaba, ni entendía palabra de botánica; pero sabía gramática, escribía bien, era buen aritmético y tenía en fin los conocimientos y las cualidades que en aquel destino hacían falta y aunque era poeta, ofreció no componer un verso mientras le durase la secretaría. Afortunadamente para los convidados de don Jácome, cuando se supo la noticia, ya no quedaban por destapar sino dos o tres botellas de cerveza, y habían desaparecido las golosinas, por lo cual no se dieron por chasqueados. Don Jácome lo atribuyó todo a que Tiburcito no se había embarcado nunca, y nadie lo contradijo.

Lances de esta naturaleza suceden todos los días, y en vista de ellos, ¿por qué no hemos de hacer que nuestros hijos adquieran algunos conocimientos que nunca serían superfluos, sino que al contrario les pudieran luego ser muy útiles?, ¿y por qué, si no se los hacemos adquirir, extrañamos les sea tan difícil encontrar esas colocaciones a que aspiran, y en las cuales el hombre comienza a descubrir su carácter moral, y la sociedad prevé lo que puede deberle con el tiempo? Últimamente, si nada se enseña a los muchachos, si por no enseñarles nada, es materia tan ardua el colocarlos, no cansemos a nadie, por amor de Dios, no vayamos a comprometer al comerciante, ni al empresario, ni al abogado... sino hagamos a nuestros hijos oficiales de causa... y laus deo!...

(1845)




ArribaAbajoSuposiciones

Las doctrinas son generales; pero si alguno por la semejanza de los vicios entendiere en su persona lo que noto generalmente, o juzgare que se acusa en él lo que se alaba en los demás, no será mía la culpa.


SAAVEDRA, Empresas políticas                


-Señor don Jeremías, ya se lo tengo pronosticado a usted y ahora de nuevo se lo pronostico. Usted será uno de los poquísimos hombres a quienes no mate un médico.

-Eso, señor don Cándido, quiere decir que serán luengos mis días, y que cerrarán mis ojos las tiernas y delicadas manos de mis terceros netezuelos.

-Eso lo que quiere decir, señor don Jeremías, es que morirá usted de un trancazo, que entre todas las muertes es la menos envidiable, por ser muerte de perros. Bueno, es que le digo, que está usted en peligro, y me sale con los terceros netezuelos, que así los verá usted si continúa haciendo retratos, como he de ver yo la venida del Anticristo.

-¿Qué retratos son ésos, señor don Cándido?

-Esos retratos son los articulejos que bajo su nombre han salido en los periódicos, y los que, con ésos, quiere usted regalarnos ahora en cuerpo de libro, o sea en tomo si le parece a usted mejor. Siga mi consejo, y no eche a volar esa cometa, papacote o como se llama.

-No entiendo de qué cometa me habla usted.

-He querido aprovechar la ocasión de lucir una metáfora, y extraño que no lo advirtiese un escritor que siquiera debe haber leído la retórica de Sánchez; digo que no imprima usted ese libro de artículos, donde con achaque de corregir unos cuantos vicios retrata usted a media población. Usted corríjase, y déjese de andar sacando fisonomías de gentes que no se meten con usted, ni le ven ni le entienden, no sea que si tratan de verle resulte en daño de sus costillas.

-Pero ¿yo he sacado fisonomías? Mire usted que ahora lo sé...

-¡Toma! Conque lo juran los mismos retratados y viene usted con... Pues ¡cuando ellos hablan...! ¿No basta que diga un hombre «yo soy» para creerle? ¿Dejará de conocerse cada hijo de Adán más tal vez que quisiera?

-Bien; pero se me hace inconcebible eso que dice usted de haber yo pintado a media población: asegúrole bajo mi palabra de literato que por lo menos es tan buena como la de un sastre, que ningún vecino honrado debe figurarse que por él se escribiera ninguno de mis pobres artículos.

-¡Hola! Y si un artículo coge de medio a medio a un vecino honrado, ¿qué quiere usted que crea?

-Todo, menos que le quise retratar. Verdad es, amigo mío, que quien pinta vicios no inventa, sino copia; pero el pintor debe guardarse y se guarda de colocar delante de sí al vicioso para ir trasladando al papel sus facciones. El que tiene un defecto y en un festivo artículo lo ve ridiculizado y atribuido a un personaje imaginario, cree que él es la víctima, y no se para a considerar que hay otros y otros que también cojean del mismo pie, y a quienes quizás haya ocurrido la misma sospecha de ser los tratados. La razón es, amigo y señor don Cándido, que un vicio cualquiera tiene la rara propiedad de hacer que se parezcan todas aquellas personas a quienes afea; así como un vidrio amarillo o rojo hace que parezcan pálidos o encendidos todos los semblantes que se miran al través de él.

«La sociedad me presta sus cuadros, y yo se los devuelvo a la sociedad»; pero si de aquí tomo un rasgo, y otro de allá para completar mi pintura, no voy luego con ella y digo a la sociedad: «aquí tienes el retrato de uno de tus miembros», sino «aquí ves ridiculizado tal o cual vicio, tal o cual extravagancia de muchos individuos de los que te componen». En esto no hay personalidad, y sería una suposición arriesgada decir que el pobre escritor retrató a Juan o a Pedro, cuando su objeto fue sólo pintar la fatuidad, por ejemplo, o el egoísmo. Pero, si en la pintura de estos dos vicios creyeron reconocerse Juan o Pedro, échense a sí la culpa y no al escritor que para nada los tuvo presente: corríjanse y rían después como los demás, de una pintura que ya no hablará con ellos.

Tome usted los «Caracteres de La Bruyère» y apostemos, señor don Cándido, a que encuentra en ellos los retratos de algunos de sus apreciables amigos. ¿Dirán que los quiso hacer el bueno del francés? No, que él vivía allá en el siglo XVII, y sus amigos de usted viven todos en este bendito siglo XIX. Pero él pintaba a los hombres, y los hombres son iguales en todas épocas, y sus vicios son los mismos. Si yo hubiera regalado a esos que se quejan de mis pobres cuadros, con la traducción de uno de los inimitables del moralista transpirenaico, ¿levantarían la voz en contra suya, como la levantan en contra mía, según me dan a entender sus palabras de usted? Pues vea que siendo tan de diverso género y tan inferiores los míos a los de La Bruyère, una misma persona pudiera encontrarse retratada por los dos, si aconteciera que ambos acertáramos a bosquejar aquel vicio o defecto que en ella se nota.

Si a un avaro enteramente ignorante en literatura lo llevasen una noche por primera vez al teatro, y viese a Harpagon, ¿no podría entregarse a extrañas cavilaciones y creer que se había querido retratarlo? Difícil sería hacerle entender que Molière no le conoció, y que en la comedia sólo se trata de ridiculizar la avaricia, para que los hombres no caigan en ella como él ha caído. Pues con el mismo fundamento que este buen hombre se quejarían los que en la censura de algún defecto se imaginaran que se les está señalando con el dedo. Nada de eso: el vicio es el que se señala, y se hace abstracción del individuo. Pero tiene la sátira contra las costumbres viciosas cierta semejanza con la lluvia, y perdone usted la comparación, señor don Cándido. Cae la lluvia sobre todo el que no está debajo de techado, como la sátira sobre todo el que no anda derecho; y así como el que se moja no ha de creer que llovió sólo porque él se mojara, el que ve en la crítica aquello de que adolece, no debe tampoco creer que se hizo sólo por censurarlo a él.

-Todo eso está muy bueno, y será muy lógico y cuanto usted quiera; pero son palabritas, señor don Jeremías, palabritas y nada más con las que quiere usted hacernos digerir sus malhadados retratos. ¡Nada!, usted ha tomado por su cuenta a varios amigos, y los ha puesto como en un retablo de figuras de cera, sin temor de Dios ni de ellos, que es peor. Porque, y dejémonos de frases, si yo me planto delante de un espejo, aquella sombra que veo es la mía, y no me hará creer lo contrario ni mi amor propio que me susurra bajito que miente el espejo y que yo soy mejor mozo. Los que leyeron sus pinturas de usted se han visto en un espejo y se han reconocido.

-Entonces échense ellos la culpa de colocarse delante del espejo, y no a mí, señor don Cándido. Si uno toma de mis cuadros tal rasgo y dice: éste me viene bien; y toma otro y dice, éste es mío, y luego otro y otro, y repite: estoy hablando: ¿retrátolo yo o se retrata él?

Nada, amigo, «yo protesto contra esas quejas; protesto contra esa maliciosa interpretación y esas falsas aplicaciones de mis artículos», y declaro que a ningún bicho viviente quiero pintar en ellos. Si exponiendo a la risa las faltas y las extravagancias de nuestra pobre humanidad como Dios y mi caletre me ayudan, sucede que tropiezo y pego contra algún individuo, sepa que jugué a la gallina ciega, y que lo pillé sin intención; pero ese tal ya que conoce en sí el vicio que se critica, corríjase y calle, que bien pudiera ser que otros no lo hubieran notado y él mismo lo haga público con su enojo.

Además, señor don Cándido, usted sabe que en escritos satíricos, siempre la malicia o la mala fe encuentran alusión. En la pintura de cualquiera humana debilidad hecha con laudable fin, no falta nunca alguno que, al leerla, se sonría y pronuncie un nombre. Y los oyentes se admiran de no haber caído en la cuenta y de no haber conocido el original de un retrato que está hablando. ¿Tiene de esto la culpa el escritor?, ¿podrá evitar que otros hagan suposiciones atrevidas? Y no es lo peor, sino que la persona a quien se ha querido achacar aquella pintura lo sabe, la examina y la encuentra exactísima, aunque no se le parezca. No hay medio de convencerla de que ni aun se tenía noticia de su existencia: algún rasgo hay suyo, y es preciso que el maldito autor haya querido habérselas con ella, insultarla, hacer reír a su costa.

Luego, tiene también el escritor satírico otra desventaja, y es que nos ocupamos aquí mucho de nosotros mismos, lo cual no sé si diga que indica más suficiencia propia de la que fuera necesaria. Muchos aparentarán creer que se les ha querido pintar en un cuadro de costumbres, cuando lo que quieren es llamar la atención sobre sí, hacer ver que poseen aquella virtud que es opuesta al vicio censurado, y tratar que le concedan otros lo que ellos mismos interiormente se niegan. Con este objeto ponderan la injusticia y el desacato del autorzuelo que sin más acá ni más allá, y sin entrar en cuentas consigo mismo, se deslizó no a retratar, sino a calumniar a sujetos de tanta suposición, y cuyas buenas dotes reconocen y encarecen todos.

-Basta, don Jeremías; traza lleva usted, si no le van a la mano, de echar un discurso más largo que el de un orador norteamericano. Ha hablado usted como un libro y se ha lamentado como el profeta cuyo nombre lleva; pero al cabo, medio me ha convencido usted y confieso que aquellas niñas...

-¿Qué niñas de mis culpas, señor don Cándido?

-Ha de saber usted, señor don Jeremías (y no se lo digo para que saque de ello argumento para un artículo), que entrando yo, don Cándido, días pasados en casa de unas niñas a quienes visito hace luengos años...

-Pues no serán tan niñas...

-Solteras quise decir, y bien sabe Dios que no tienen a gran dicha el serlo; pero vamos a que entré y las hallé a todas exasperadas. Unas estaban pálidas, otras con la color encendida; a ésta la temblaban los labios, a aquélla las piernas; cuál arrojaba chispas por los ojos, y cuál echaba espumas por la boca. Todo esto noté, y conocí por ello que una misma pasión de ánimo puede causar tantos diferentes visajes y tan variadas contorsiones de nervios, cuantos son los semblantes humanos: observación de que tomé apunte para comunicarla a un sobrino mío que se ocupa en escribir un tratado sobre psicología. Pero esto no es del caso ahora. Pregunté la causa de aquella general irritación, y supe que la causaba la lectura de algunos de los artículos de usted.

-Señor don Cándido -exclamó una-, ese don Jeremías, o don diablo, ha retratado a toda nuestra familia: todos los personajes que pinta están más o menos ligados a nosotras por los vínculos de la sangre, excepto uno; y aun ése es un amigo antiguo de la casa a quien apreciamos mucho, y con quien una de nosotras estuvo a pique de contraer primeras nupcias.

-Pero -las pregunté yo-, ¿conócelas a ustedes don Jeremías? -Ni de vista siquiera -respondió una-; pero, ¿qué importa eso? Somos las víctimas de su satírica pluma, y acá tenemos nuestros motivos para creerlo. -Mire usted -continuó otra-, la Eloísa de los «Varios originales» es nuestra tía Pancracia, por la sencilla razón de que nuestra tía Pancracia es beata y tiene un genio como una pólvora: el poeta es nuestro primo Pepito, que diga don Jeremías lo que quiera, tiene chispa, y algo más que chispa: el «Administrador de Ingenios» es nuestro cuñado Celestino; y el «Médico de campo» nuestro querido hermano. -Y ha sacado -saltó otra- a nuestra adorada y difunta abuela, y a nosotras, y al amigo antiguo con quien nos íbamos a casar, digo, con quien se iba a casar una de mis hermanas... Jesús, que se dicen una cosas sin pensarlo...

-Y bien, señor don Cándido, ¿no son ésas gratuitas suposiciones en contra del pobre autor? ¿Y no ven esas amigas de usted que ellas mismas atraen la atención sobre los originales de su familia, y no mis artículos?

-¿Qué ha de esperarse, decían, del señor Docaranza o como se llame? ¿Qué mucho que nos saque en sus artículos quien se ha atrevido a retratar en ellos a su mismo padre?

-¿Eso dijeron?

-¡Toma, que si dijeron!, y que le había usted pintado con todos sus pelos y señales, que no había que dudar un momento.

¿Y de dónde sacaron esas almas benditas tan peregrina ocurrencia? ¿Acaso en algunos de mis mal pergeñados artículos he pretendido hacer la pintura del hombre a quien estima y aprecia la sociedad en cuyo seno se mueve? ¿He hablado de quien después de haberse desvelado en obsequio de sus semejantes y servido en cuanto pudo a su país, se retira sin aspirar a recompensa alguna y contento con la secreta y dulce satisfacción de haber obrado como cumple a un buen ciudadano? ¿He dicho nada de quien lejos de pretender distinciones y condecoraciones, supo, cuando las pudo lograr, rehusarlas modesto y agradecido? ¿He celebrado por dicha a quien derramó sus bienes para que se abriesen escuelas para la infancia y un asilo para la indigencia? ¿He encarecido a quien siempre tendió una mano bienhechora a la desgracia, o lloró cuando no le fue dado enjugar las lágrimas del desvalido? No, señor don Cándido; ni en ninguno de mis débiles ensayos he presentado el cuadro de las virtudes domésticas puestas en práctica por quien las abriga todas en su noble corazón: no he pintado al hombre para quien la felicidad de su esposa y de sus hijos sea motivo de constante desvelo y origen de no interrumpidos trabajos; y a quien esa esposa y esos hijos pagan con un acendrado amor, un tierno respeto y una dulce gratitud, que es con cuanto pueden pagarle, aunque saben que esa corta correspondencia, como dimanada del corazón, es acogida con interior regocijo y es el manantial de las delicias de aquel que es objeto de ellas.

Si un carácter semejante no ha sido por mí bosquejado, ¿cómo dicen esas muchachas que he hecho el retrato de que usted habla? Yo, amigo don Cándido, en mis cortas producciones no traté de pintar la virtud, porque la virtud no necesita pinturas ni artículos para ser acatada y reverenciada: ella por sí lo es, y es amable y trae la admiración y la simpatía de todos. En lo que he escrito, sí he llevado, y ojalá hubiesen correspondido mis fuerzas a mis buenos deseos, la benigna intención de corregir añejas costumbres y malos hábitos. Tengo para mí que con disertaciones de moral nada se consigue, con homilías tampoco, con ejemplos de santos varones necuacuan; y que el único medio de tal cual eficacia es presentar el lado ridículo del vicio que se quiere castigar; pues como el hombre a nada huye más que a parecer ridículo a los ojos de sus semejantes, si tiene ese defecto se corrige de él, o lo disimula que no es poco. ¡Ay, amigo!, ¡y cuántos vicios tiene usted en este mundo de Dios, que si no están más generalizados es porque son más ridículos que malos, y por lo tanto al hombre que los posee lo hacen más bien extravagante que perverso! ¿Qué quiere usted? A tal altura hemos llegado que prefiere uno ser tenido por malo a excitar la risa, y por eso trato yo de hallar lo risible de aquello de que quiero separar a mis lectores. Mas, si he satirizado, y no me pesa a fe, ciertos ridículos hábitos que he podido observar, sí he escarnecido tal cual moral defecto de que adolecemos, si he procurado hacer reír a costa de las extravagancias de los hombres, nunca, señor don Cándido, tuve presente al individuo, y nunca me vino a las mientes rasguear el perfil siquiera de señalada persona.

-Es verdad, señor don Jeremías; y júrole que de hoy en adelante en ninguno de los cuadros con que usted nos regale trataré de buscar retratos, sino la pintura del vicio que procure usted corregir.

-Gracias, y en prueba de cuánto agradezco esa buena disposición, quiero consultarle sobre el asunto de mi primer artículo. Pretendo hacer la pintura de un hombre que carece de ideas propias, que no mira sino con ojos ajenos, no oye sino con los oídos de otro: hombre que no juzga de cosa alguna si no sabe que ya hay juicio formado sobre ella, para calcar, digamos así, el suyo sobre aquél; y hombre que en medio de dos contrarios pareceres, no se decide por ninguno ni acierta a emitir otro que pueda conciliar ambos extremos. Ya se ve que para este hombre todo se vuelve compromisos en la sociedad, y si acusan en su presencia al amigo ausente de quien él tiene el mejor concepto, no le defiende como debiera; y deja de defenderle no porque sea de ánimo apocado y tímido, sino porque teme ir contra la urbanidad, contrariando al acusador. Este hombre...

-Usted, señor don Jeremías, se guardará muy bien de presentar semejante pintura al público. ¿Cómo es eso? ¿Quiere usted retratarme? ¿Quiere que me señalen con el dedo?

-¿Cómo, señor don Cándido? Yo ignoraba que los rasgos de un personaje que en mi imaginación acabo de concebir, correspondiesen a usted, y...

-Sí que me corresponden, y usted se abstendrá de...

-Protesto...

-No valen protestas.

-Acaba usted de decir que en adelante no buscará en mis artículos retratos de personas, sino la pintura del vicio, y...

-Pues ahí vera usted como son las cosas. En ése me place buscar al individuo y no el vicio.

-Eso consiste, señor don Cándido de mi ánima...

-Yo bien sé lo que consiste, señor don jeremías, y repito que usted no escribirá ese artículo.

-Entonces, ¡colgaremos la pluma...!