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ArribaAbajoAntonio Bachiller y Morales


ArribaAbajoUn insolvente en La Habana, o el hombre-macao

La pobreza considerada como temible calamidad, y mayor que todas las plagas de Egipto, pierde mucho de su fealdad y hasta se convierte en un oficio que da pan y dinero en nuestro excepcional país. Decía un célebre escritor moderno que España es el país de los viceversas: a vivir en la fértil Cuba, hubiera escrito que tal de sus provincias es el lugar, flor y nata de las excepciones. No en balde hay quien le desea la quimera de una literatura excepcional.

La clase de insolventes se divide en varias especies que tienen su tipo especial cada una. Según la especie, son caracteres diferentes los que les distinguen: por lo regular, el insolvente es semejante a nuestro macao, no tiene casa, sino que se cuela en las conchas que ve vacías: digo esto porque en mi no corta práctica forense, he notado que son los seres que sufren menos frío que existen en el mundo. Quien vive al abrigo de su anciana madre; quien en la casa de su mujer: ¡oh!, esto es rarísimo en el mundo y comunísimo en La Habana. Cuando pregunta el juez que inquiere la solvencia del pleiteante y asegura éste francamente que nada tiene, ni oficio, y que vive en la morada de su esposa, que los muebles son de ésta, etc., que nada posee... me han dado ganas de poner en seguida, nada posee, ni vergüenza. Si se exceptúa el insolvente casado que vive en casa de su mujer, los demás viven todos al abrigo de algún benéfico ser que hace literalmente el papel de cobertor: abríganse pues que es una bendición.

Si pues el hombre-macao tiene por carácter general el de no tener casa propia, en cuanto a la forma de los órganos son diversísimos. El testaferrea del usurero usa cartera, chupa o paletó de lienzo, sombrero de jipijapa o de paño blanco: es como los cangrejos de Jesús María y el Manglar, de poco cuerpo y mucha boca. Si le quieren conocer ocurran a la Lonja: allí está como en un centro, pues la ejecución judicial que no se pone en su cabeza, él la dirige, eligiendo alguno de su familia, que a veces el macao se reproduce como el pólipo en una larga generación de primos y parientes de las propias trazas.

Tenía yo amistad con un honrado vizcaíno a quien se enredó en un pleito: en tres floreos se quedó sin blanca y su corta fortuna en otros tiempos, cuando Dios quería, pasó a manos que sé yo de quien: yo oí sus cuitas y quise consolar sus lamentos, proponiéndole que hiciese un informativo de insolvencia. Mi honrado cliente se resistía a que su nombre apareciera en los periódicos, proclamando su pobreza según nuestras disposiciones locales. En vano me esforcé por lograrlo, ¿y qué hacer? El agente de mi procurador travieso en el discurrir y holgazán en el ejecutar, como todos ellos, se movió a lástima y antes de que me ocurriera cosa alguna, dijo:

-¿Por qué no hace el señor don Homobono, así se llamaba el tal, una cesión fingida en don Mauregato Uñilargo, que es insolvente que se ocupa de esas cosas?

-La haría en el mismo diablo, siempre que quede yo seguro.

-Pues yo traeré a don Mauregato mañana a las once.

Concertada así la cita y resuelto don Homobono a entregar su bolsa al mismo Satanás, esperamos la llegada del siguiente día. Luego que apareció éste, vi al agente a quien llaman Anudar sus compañeros, entrar con las partes contratantes.

La faz de Uñilargo no fue cosa que me llamara la atención, quizá por la costumbre de verle en los Portales y la Lonja. Después de las salutaciones y de haber tomado asiento, se trabó el siguiente diálogo:

-Me ha dicho Anudar que es usted de oficio cobrador y que cuando usted cobra, no cobra la justicia y sí cuando cobro yo; si usted es cobrador de confianza yo le doy a usted la tercera del cobro.

Uñilargo no pudo resistir el dialecto en que se expresaba mi cliente enredado en negocio de que jamás entendió, y metiendo mano a la faltriquera, sacó una cartera enorme.

-Ven ustedes esta cartera, pues, vean ustedes, aquí hay seis pagarés, todos en estos términos: «Debó y pagaré a (aquí para, renglón en blanco) seiscientos pesos (no son todos iguales) que he recibido en dinero efectivo por hacerme merced y buena obra, etc.». -Pues en seguida cada pagaré renuncia esperas, quita y hasta la sepultura en sagrado que antes se condenaba con esa pena a los usureros, y ahora se va cambiando la tortilla... aquí soltó una grandísima carcajada y encendió un inmenso tabaco.

-¿Y qué me importan sus pagarés?

-Le importan, y a mí también... mire usted: antes de que viniera Tacón yo era tallador de monte... cayó en desuso este oficio y he de buscar uno análogo: heme usted de testaferrea. Yo negocio este dinero ajeno y si no se paga al plazo aquí en el blanco pongo mi nombre, soy insolvente y llama el deudor a Cachano... (otra carcajada interrumpió la expresión)... Cachano no viene y si el dinero y la propina y cuanto gano lo pongo en cabeza de mi mujer, mire usted si estando yo tan cujeado y tan experimentado, deberá usted ponerse en mis manos.

Mi cliente cogió miedo a las carcajadas de Uñilargo y tenía razón: esa carcajada que decía yo me burlo de las leyes, de los hombres y vivo, y no voy a ganar el pan con el sudor de mi frente: esa carcajada que decía, yo me valgo de una arma terrible, como el cirujano en la mesa de un anfiteatro, del bisturí y la cuchilla para dividir al infeliz deudor y alimentarme con su sangre y meter mis dedos en su corazón y sus entrañas. ¡Oh!, esa carcajada era terrible, infernal. Yo no pude dejar de sufrir esa impresión que sólo puede concebirse cuando se oye y no puse más atención al diálogo. Mi cliente quedó por mucho tiempo hablando de las conveniencias de ser insolvente en La Habana.

El hombre-macao puede ser insolvente y pagar casa de cuarenta o más pesos mensuales: hasta puede tener quitrín. A ocasiones no vive al abrigo de nadie, pero vive en un cuarto interior de doña Caridad Camaleona, que sin saber de dónde le vino, paga buena casa y criados y admírense los lectores por espíritu de pura galantería: quien usa más de todo lo que se ve y advierte, es el mancebo que habita en el cuarto por cuatro o cinco pesos al mes. Sucede que los acreedores del insolvente le embargan equivocadamente el quitrín: entonces doña Caridad prueba en tercería que es suyo y protesta los jornales del calesero y daños y perjuicios, y se forma un incidente para tratar de esto en que se hace parte velis nolis el deudor principal; y se forma otro expediente para que se componga el carruaje que sufre deterioro en el depósito; otro incidente para poner uno de los clavos de las herraduras de la bestia, etcétera; mientras tanto el acreedor se cansa y queda demostrado que un hombre-macao, es invulnerable, incombustible.35

Cuando se ha adquirido este convencimiento recuerda uno involuntariamente aquellas palabras del rey sabio en la partida segunda. «E son dos maneras de enemigos, los unos de la tierra è los otros de fuera: e los de la tierra son aquellos que moran o viven cotidianamente en ella, e estos son más dañosos que los de fuera.»

Entre todos el hombre-macao es el más perjudicial, porque está libre de la acción de la ley.

Noviembre 1846.




ArribaAbajoHogaño y antaño


El que tiene orden en el amor ama lo que debe ser amado
y no ama lo que no debe.


SAN AGUSTÍN, De la Doctrina cristiana.                


La eterna lucha de lo que fue y de lo que es se modifica, se altera, se disfraza; pero es siempre la expresión de nuestra poca memoria y cedemos a los optimistas de antaño en los momentos de malestar de hogaño. Hemos presenciado un diálogo entre una joven que, si hubiera todavía romanticismo, la llamáramos romántica; pero hoy no sabemos cómo clasificarla. Leíanse en una reunión algunos de nuestros actuales periódicos y sus sermones, aunque cortos, sobre las indecencias que ofrecen nuestras calles, y lo poco edificantes de varias costumbres. Era un anciano el otro interlocutor.

-¿Habrá usted encontrado -dijo ella- a la Habana perdida hasta la inmoralidad? Ha reparado usted lo que pasa en las calles: ¡qué corrupción!

-Me parece, señora, que no es un cuadro en que haya mucho que recomendar; pero quisiera que usted se fijase en su pregunta, ¿de qué cosa que pasa en las calles me habla usted?

-¡Hágase usted el inocente! Dicen los periódicos que hay calles en donde es imposible que transiten señoras, por la desenvoltura de especiales mujeres.

-Es verdad, ¿y qué?

-Y no sólo en las palabras y acciones que ejecutan, sino hasta por la poca modestia y honestidad de los trajes.

-Es verdad, ¿y qué?

-Pues ¡me gusta su cachaza! Yo que creí que usted tronaría...

-No, señora, es síntoma el trueno de la existencia del rayo y yo nada tengo de eléctrico: soy un pedazo de tolerancia histórica aquí donde me ve, y creo que el mundo marcha a pesar de las tentativas que se hacen por los reaccionarios para detenerlo y aun retrogradar.

-Es decir, que usted es como mi marido; positivista evolucionista y hasta acepta la reversión en moral.

-No es exacto, ¿y qué?

-Pero hombre, por Dios, contésteme usted claramente y no me repita ese ¿y qué? como ora pro nobis de letanía.

-Pues le digo a usted que hemos adelantado a pesar de todos los pesares: que usted discurre como no lo hubiera hecho su abuela, que en lugar de discutir se habría ido a rezar para que la Providencia mejorase el mundo; que ahora hay periódicos que denuncian los abusos y predican la moralidad; y antes, nuestros abuelos esperaban a que el párroco o el capuchino misionero predicase contra las modas, para saberlas y adoptarlas, según Gallardo, que no es un santo padre pero sí un gran crítico. Antes, cada cual en su casa y tras menudas celosías se enteraba de los abusos oyendo las prohibiciones de los bandos o las pastorales de los prelados. En esta tierra hay mucho calor y la desnudez es una de sus malas consecuencias. Hubo aquí un capitán general que se llamó Navarro, hombre severo y sumamente aficionado a poner en orden todo lo que le parecía desarreglado, y publicó varios bandos; una de las cosas que le llamaron la atención fue la ligereza de los trajes, su escasez y parcial supresión en las mujeres, no diré nuestras abuelas por eufonía. He aquí lo que publicó, que vale muchos sueltos de periódicos: «La relajación que se observa con horror cristiano en las mujeres de pocas obligaciones nace de la falta de temor a Dios y a la justicia... y la libertad con que se dejan ver en el público...». El gobernador mandó encerrar en las Recogidas a cuantas anduvieran con trajes deshonestos por calles y plazas. Pero entonces (1777) la indecencia en el vestir fue más general, tocaba en deshonestidad. Solían andar sin camisas las mujeres del pueblo blancas, indias, y de color, libres y esclavas: que consistía según S. S. en que a ese abuso «cooperan el poco pudor de los amos y la ninguna vergüenza de ellas: mando que desde este día ninguna mujer blanca, india, parda o morena, salga a la calle sin guarda pie, enaguas, saya y camisa, vestida onestamente» (así está escrito sin h, bien que la ortografía de todo el impreso andaba también sin camisa y sin enaguas). Vea usted cómo salían a las calles por los ocho barrios que entonces tenía la ciudad a pesar de los bandos del intruso conde de Albemarle y de su sucesor legítimo el conde de Ricla, desde 23 de septiembre de 1763.

-Eso no puede ser, y ahora le agrego yo ¿y qué? como usted respondía a manera de letanía.

-¿Y qué digo?, que sus esfuerzos no fueron completos, y sus sucesores, hasta el insigne don Luis de las Casas, tuvieron que dictar órdenes y órdenes para morigerar las costumbres siempre mejorando en el país. Las costumbres religiosas, que así se llamaban las corruptelas del catolicismo en las profanas fiestas de las novenas y ferias, y las procesiones de disciplinantes, repetían aquí en terreno fértil por su calor y humedad, los excesos condenados en Europa. No había periódicos que azotaran sus vicios, porque la imprenta no se había aclimatado, entre otras cosas, y era lo menos recio, porque no había consumidores o lectores paganos: pero teníamos edictos episcopales que terciaban con los bandos contra jugadores y malhechores y vagos y perdidos que apremió nuestro benemérito don Luis de las Casas.

-Siempre citan a las Casas, pero es tradicional que participaba de las ideas franco-revolucionarias hasta ser republicano.

-Pues el señor Tres Palacios no era participante de las ideas de nadie: fue siempre original hasta en su oposición a cuanto proponía el ilustre jefe antes nombrado. El pueblo decía que «entre Casas y Palacios iba la Habana a quedarse en la calle»; pero esto no quita la verdad de que había deshonestidad y vicios en las ceremonias en que figuraban disciplinantes, en que con achaque de penitencias se consentían abusos, y todo demuestra que seguía en otra forma, lo que ya en sí era un progreso, el poco pudor y la ninguna vergüenza que denunció el poco sufrido señor Navarro García de Valladares.

-¿Y cree usted que la policía no sería mejor?

-Sobre esto tiene que ser mayor el progreso por más que no sea la mejor, ni siquiera igual a la de otros países más gobernables: figúrese usted que se sabía de la división de barrios por los nombres que les tenía puestos el vulgo, y el vulgo se componía de las dos terceras partes de las castas. Luego se nombró un vecino de diputado por año, que gratuita y anual fue su institución. Hízose esta reforma coetánea con la división de barrios de Madrid, después de un motín popular. Las patrullas y las rondas las manejaban los alcaldes y regidores, a quienes faltaba el tiempo para oponerse a las riñas y pendencias colectivas de los unos con los otros. El barrio de Campeche (Belén) peleaba con el de la Lejía (Santo Cristo); el del Cangrejo (el Ángel) se las había con los Doce Pares de Francia (el Monserrate) nada menos; la Pluma (San Agustín), las Llagas (San Francisco) y la Estrella (Santo Domingo) eran menos belicosos en cuadrilla, pero más pecadores en cuanto a profesiones, pues por allí se ejercitaba el comercio en que se empezó a usar el palo de Campeche con agua para aumentar el vino. En la vida social puede decirse que las formas expresan el progreso: si usted lee el primer cronista de Cuba, que fue un criado del gobernador y llamado Parra, verá que las sillas de las salas eran bancos de madera sin respaldar en los más de los casos; que la gente acomodada mandaba madera a España para que la devolviesen convertida en muebles, y es singular que casi siempre eran camas. Hay ahora inmoralidades entonces imposibles y tendrá que haber otras si se aumentan las esferas de la acción humana: ¿cómo era posible que hubiera fraudes y pecados administrativos y políticos si no había empleados en el número y forma que hoy; ni se conocía la política donde dijo un virrey que de los súbditos no era admisible más que la obediencia y el silencio: esto porque algún mexicano murmuró por fanatismo religioso contra Carlos III, cuando la expulsión de los jesuitas?

-No siga usted ese rumbo: para detenerle no tengo más que citarle los ñáñigos hoy... ¿le parece a usted progreso?

-No precisamente progreso; pero lo es y grande que la prensa toda unánimemente los condene. Yo toleraría los cabildos de africanos, si africanos hubiera en edad de bailar, como existían en los últimos tiempos de la trata. Tenían sus tangos en las orillas de la ciudad un día a la semana. El gobierno les reconocía sus capataces y se formaban reglas que guardaba el escribano de cabildo; no se les permitía llevar fetizos, ni el baile de la culebra; ni nada que recordase la idolatría y por lo regular elegían un patrono de nuestro calendario cristiano. El día de Reyes, los esclavos del rey, que eran muchos en toda la América, iban a pedir a la representación de su amo el aguinaldo y luego entraban en el patio los demás cabildos. Como esto no era permitido, pues no debía serlo, a los negros criollos, cubríanse éstos el rostro y casi siempre con los congos asistían a la fiesta, hasta que se descubrió el ardid y siempre fueron prohibidos los ñáñigos.

-Me alegro saber eso: ¿conque confiesa usted que es una reversión, según sus amigos reversión moral?

-Yo cuento la historia pasada y si algún día me ocupase de la contemporánea llamaría a esa concesión, si ha existido, una indulgencia peligrosa; y si hay una sociedad mixta, como se cree, de malas tendencias bajo ese disfraz, no se repetirá, créalo usted.

-Lo que yo creo es que el mundo se corrompe más cada día, porque la religión se va extinguiendo, y las masas de los pueblos se sobreponen a los pocos inteligentes y virtuosos que debían dirigir la sociedad.

-Yo acepto lo de la inteligencia en todo lo que usted dice; y perdone usted que en esta materia contradiga a una dama en lo demás. Yo estoy muy lejos de ser positivista, y si usted quiere con esto llamarme ateo, estoy aún más lejos de serlo; pero creo que la opinión y la inteligencia deben gobernar al mundo: dé usted instrucción a las inteligencias y las mejorará: los hombres serán siempre seres morales, y por lo tanto libres; pero habrá menos infracciones de la ley moral conocida y respetada por la opinión: opinión que principia en el hogar en donde se acostumbre el niño a ver que su padre para ser bueno no necesita de un verdugo; ni para trabajar de un cómitre; ni para vivir civilmente de un vigilante de la policía.

-Todo eso está bien en teoría, pero el mundo se disuelve en la inmoralidad, no le quede a usted duda: lo he leído en muchos libros, de ellos algunos muy nuevos.

-Esos libros a que usted se refiere, hijos de intereses reaccionarios, tienen su respuesta todos, todos, todos; pero no podría yo hacer que su autoridad desapareciera a sus ojos: si la historia es en lo que tiene de filosofía, el espejo de la humanidad, yo me conformo con la historia y hasta encuentro graduaciones en las infracciones morales: ¿no le parece a usted que hay diferencia entre la legislación que permitía abrir el vientre de un siervo o esclavo para calentar los pies de un barón que se helaba, y lo que sucedía especialmente sobre esclavitud entre nosotros desde el honrado general Valdés hacia los últimos tiempos? Escabrosa es para tratarla con una señora esta materia, pero ahí están los libros: las discusiones de las asambleas; vea usted en nuestras Cortes de 1811 la supresión de derechos feudales, los que habían heredado los monjes de Poblet, conmutados en dinero, que hacen por su recuerdo erizar los cabellos. Vea usted cómo se olvidaban los más sublimes preceptos evangélicos, que sólo hará prácticos y generales la instrucción de los pueblos. Yo me retiro, pues no hemos de ponernos de acuerdo: ni pensé nunca que fuese usted enemiga del progreso: ¡ay de los que se pasen!




ArribaAbajoMatilde o los bandidos de la isla de Cuba

I

«Las almas de los justos están en la mano del Señor y no les tocará tormento de muerte.»


La Sabiduría                


En los tiempos en que gobernaba el señor marqués de la Torre, dos jóvenes recién casados salieron de la iglesia Mayor con la risa en los labios y el gozo en los corazones: el eco de las palabras solemnes del sacerdote resonaba en sus oídos, cuando sentados en una magnífica calesa ricamente paramentada con grandes medallones, tachuelas y botones de latón dorado, damasco carmesí y flecos de seda, tomaron la dirección de extramuros, pues iban al valle encantador de Güines, en donde tenía su padre una hacienda. Era el calesero que montaba una de las vigorosas mulas de la pareja, hermano de leche del joven, por haber sido su madre, y esclava de la finca, la nodriza o criandera del niño, que niño seguiría llamándose aun cuando fuese abuelo. El calesero chasqueaba su cuarta con puño de plata, y sus enormes espuelas, a las que daba más vigor el peso de las más enormes botas de calesero, caían sin piedad sobre la callada bestia a menudo, para aligerar el paso: terciaba el confianzudo negro en los diálogos de los esposos tranquilizándose recíprocamente sobre el ningún peligro del camino. A buena cuenta su machete de cinta defendería a los niños.

La severa actitud del ilustre jefe tenía a raya a los bandidos, llamados salteadores que antes interceptaban los caminos, y lo hicieron después que se fue: fueron impunes sus delitos, pues como decían los viejos, ya empezaba a corromperse nuestra sociedad naciente: si la impunidad daba bríos al criminal, con el señor marqués la cosa fue muy distinta.

No había resonado en aquellos días el funesto silbo de los bandoleros en los espesos bosques, bravíos matorrales y maniguas en que se encerraban los caminos de Cuba. Las cruces que aparecían de trecho en trecho, por la piedad de los fieles fijas en las esbeltas palmas, recogían de los vivos los sufragios por las ánimas en aquellos lugares que visitó la muerte, y hacía tiempo que no se oía el mal agorero ruido del raudo trabuco, ni turbaba a las aves en sus nidos y amorosos cánticos.

En ese bonancible tiempo iba la venturosa pareja de recién casados entretenida en deliciosos coloquios de futuros planes; y los rayos calurosos del sol de julio quebraban su vigor, cayendo verticales en las verdes hojas y espesa trama de los bejucos.

-Fernando, ¡ya somos nuestros! -decía Matilde, y sus lánguidos y rasgados ojos, lánguidos de felicidad, se fijaban en su esposo con aquella ternura que crea mundos de ilusión, que calienta nuestro pecho cuando amamos; aquella felicidad que embarga la voz y arrebata los sentidos: ¡oh, si siempre se amase así; ¡si el hombre no hubiera nacido para llorar!

Oscurecióse la atmósfera un si es no es al principio, y luego creció de punto la lobreguez hasta la oscuridad casi completa. Cosa era muy común en esos meses. Matilde se estremecía al ruido de los truenos. Fernando temblaba por Matilde, que nunca había estajo en el campo, y decía:

-¡Qué horror, qué horror... estos árboles, estas tinieblas!

Suspiraba la asustada beldad y callaba. En las cercanías del río de la Chorrera existe un pequeño valle cercado de montañas pedregosas, entonces cubierto de añosos árboles, de breñas y arrecifes incómodos al viajero: por medio de este valle cruza el rústico camino por donde habían de pasar nuestros viajeros. Cuando se entraba en él se creía uno separado de los demás vivientes.

Este lugar ha sido célebre hasta nuestros días, y en él tuvieron fin las hazañas del famoso bandido Moreno en los últimos años: los habaneros conocerán que hablamos de los Montes de Cristo.

-El cielo nos amenaza, dulce esposo -exclamó como inspirada Matilde.

-No; no, amada mía, el cielo amenaza a los malvados, y el camino está libre de ladrones.

II

Dejóse sentir tropel de viajeros con estrepitoso ruido por el lado de la llanura a la izquierda; Matilde se unió a su esposo como se arrima a la madre el corderillo perseguido de los perros. Pronto se vieron cercados de bandidos.

-Cuanto tengo es vuestro: no toquéis a esta mujer -dijo Fernando saltando del carruaje.

-De todo se tratará -dijo con sardónica sonrisa el trigueño guajiro capitán de la partida.

Penetróse Fernando en mala parte del sentido de estas palabras: ¿iba a presenciar su infamia sin poder defenderse? Fue maniatado y puesto fuera de combate. Uno de sus criados se había quedado atrás y saltó del caballo, creyendo estar así más expedito para huir, sin lograrlo. ¡Considérese la situación de la atribulada esposa!

Compuesta la partida de gente de varias castas y provincias que recogía el presidio de la Habana, contrastaban las huellas de pintarrajado traje andaluz y su abundancia de botoncillos, con las sucias maneras y frazada del sucio guachinango; contrastaba la atiplada voz de éste con la estentórea del capitán. Matilde se había desmayado en el carruaje.

Los codiciosos dedos de los salteadores registraron a pasajeros y carruaje: el fiel criado de Fernando yacía a sus pies, maltratado por su caída del caballo; y el calesero fue pacíficamente desarmado y atado a la rueda del carruaje y sostenía las riendas de las mulas en las manos con harto cuidado para no ser arrastrado.

Concluido el registro se acercó el andaluz al carruaje y tomó en brazos a la desmayada Matilde. Fernando hizo un esfuerzo por soltar sus ligaduras con impotente rabia. El acartonado y oscuro capitán reclamó la prisionera. El andaluz lo miró con desdén, diciendo maliciosamente: «pesa la niña como si fuera de plata, voto a...»

-San Dimas nos favorezca, el patrono de nuestro oficio como buen ladrón; lícito es robar -dijo el guachinango-, pero ¡votar! no; señor amo -dirigiéndose al jefe-, contened al compañero; preciso que lo castiguéis; ¡qué insubordinación con circunstancia agravante, disputar vuestro derecho con blasfemia!

-¡Vale mucha plata! El demonio me lleve si me la quita -y sus ojos brillaron, negros y encendidos con la luz del infierno.

-¿Que el demonio se lo lleve? ¡Virgen de Guadalupe! -exclamó el guachinango.

-Váyase a rezar con todo el infierno, asqueroso bicho -le dijo sentándole un atinado puntapié un guajiro rechoncho y patilludo que detrás de él estaba.

-¡Dios le perdone la ofensa contra el prójimo, pues yo le perdono, incapaz de matar una pulga!

III

Cuando todo lo narrado estaba pasando en el montecito o camino de los Montes de Cristo, un caballo enjaezado entró corriendo escotero en el vecino pueblo del Calvario. Ya hacía tiempo que esto no sucedía, si bien antes era frecuente. Las órdenes del marqués gobernador eran perentorias; el caballo conocido en el pueblo, porque era el que montaba don Fernando. Los vecinos dieron en el momento en el lugar de las sospechas.

Al llegar al punto a que se dirigieron se realizaba allí una sangrienta escena. Durante que nos hemos apartado del lugar de la tragedia subió de punto la enemiga de los bandidos. El cadáver ensangrentado del jefe yacía tendido a los pies del feo guachinango, que vibraba un puñal que manchó con su sangre, y lucían radiando de siniestro brillo sus pequeños y hondos ojos, como de un gato montés. Y ciertamente parecía una asquerosa hiena contemplando el sucio alimento de que se nutre: aquel místico continente del que no podía matar una pulga enseñaba unos larguísimos y descompuestos dientes, como los garfios de un cirujano... el que quería castigasen al andaluz se entretenía en hincar con su puñal el cuerpo mortecino de su antiguo amo, y su mano goteaba la sangre del salteador.

Alfonso, el favorecido por el asesinato del capitán, no prolongó mucho tiempo sus ilusorias esperanzas, como se ha visto. Entre las maldiciones del moribundo y la natural sorpresa de los demás fue que se apareció el guachinango vibrando el puñal, que había tenido en la vaina mientras atendía el resultado escondido entre la manigua, de donde salió al caer herido su capataz.

Fernando y Matilde, atados a los árboles en el suelo, esperaban tristes, o, halagados con esperanzas, el desenlace de la riña: ya las perdían en el momento en que se dirigía Alfonso a desatar una de las víctimas, cuando se presentaron los vecinos del Calvario.

-¡Gracias a Dios! -exclamaron ante los libertadores los viajeros-. El cielo no abandona a los buenos -agregó Fernando.

-¡Loado sea el Señor, que me saca de cautiverio! -dijo el guachinango, arrojando lejos el puñal y limpiándose las manos-. ¡Loado sea el Señor, que me saca del cautiverio!

Poca resistencia ofrecieron los sorprendidos salteadores, que fueron llevados a la Fuerza, como estaba prevenido. Incorporáronse los viajeros a sus salvadores y se volvieron a la ciudad, y al entrar en su morada repetía Fernando: «las almas de los justos están en la mano del Señor y no les tocará tormento de muerte».

IV

Así concluyó esta vez uno de los lances de los caminos de Cuba que no siempre fueron felices para los viajeros. Los curiosos deben adivinar el fin, pues gobernaba un jefe integérrimo: el rigor de las leyes cayó sobre los bandidos, y el día de su ejecución se enlutaron los sensibles corazones, aun de los mismos agraviados: las cabezas se colocaron en jaulas en los parajes públicos, que así lo exigía la necesidad del escarmiento; pero es fama que nadie sintió pena a la muerte del Cuasimodo de la partida, que se llevó al sepulcro el desprecio, de todos y las maldiciones de sus cómplices; que si se disimulan los vicios en condiciones dadas, jamás se compadecen los hipócritas.

(1836)




ArribaAbajoLas temporadas

Ni tipo, ni costumbre, pero todo junto en recuerdos


Fueron las temporadas en Cuba necesidad de todos los tiempos. Las familias antiguas, como las modernas, han tenido que huir de la Habana en la estación de los insoportables calores. Así se disminuye la intensidad del combate de la vida con sus elementos destructores. Hay en Cuba pocas, muy pocas naturalezas refractarias a los principios disolventes que dominan, aquellos que alejan todas las enfermedades, desde la peste negra hasta los tifus; desde las viruelas a otras erupciones más o menos repugnantes. ¡Dios mío!, si no engañasen las apariencias, ¿quién sería osado a penetrar en esta tierra? Ved la mayor parte de sus costas: ofrece en lo físico desvergonzadas apariencias de hostilidad contra los hombres: sus áridas y acantiladas orillas, con abras y puertos, cuyos senderos tapizan arrecifes y diente de perro; sus zarzas y rizados tocinos; sus enredados y ensedosos mangles, en los que habitan enormes caimanes en la embocadura de los ríos. Pues esa aparente hostilidad es todo vida y dulzura para acoger mansa y cariñosamente toda dolencia o mal que nos traen de fuera: las enfermedades todas se hacen endémicas, como sucedía con el mal de Siam o fiebre amarilla desde 1762; como con el cólera morbo asiático desde 1833; y no es eso lo peor, sino que los pocos que se aclimatan suelen convertirse en zánganos (vulgo billeteros, buhoneros) o sanguijuelas (los malos empleados, peores abogados, etc.). Es providencial que por lo regular esos inconvenientes del clima, o radiquen en las ciudades y las costas, o sean menos terribles en los campos. Por lo que ahora vemos, es justificado uso constante desde antiguo el de las temporadas: es remedio aprobado para prolongar la vida. Si a los medios contribuye una buena organización, tanto mejor para el ser afortunado que la tenga.

Entre éstos conocí una señora de noventa años: incesante predicadora práctica de las ventajas de las temporadas; contando, eso sí, con la voluntad de Dios, sin cuya orden ni aun se mueven las hojas de los árboles; que a esa edad conservaba una felicísima memoria y una rica y virtuosa alma. Era una alma castellana vieja, como la de sus padres, que con los fueros de Castilla se trasladaron a esta parte del Nuevo Mundo, cuando la dinastía de Borbón empezaba a militarizar a España; a pesar de contar reyes tales y tan buenos como Fernando VI y Carlos III. La señora era viuda de un antiguo empleado de Factoría. Aunque entonces predominaban en el ramo jefes vizcaínos, era habanero y pariente cercano del asesor último, que también nació en la Habana.

Mientras vivió su marido, ya cesante, iban a veranear y aun algo más, pues invernaban en el ingenio. Cuando demolió éste, variaba en los lugares veraniegos, buscando dos, tres y aun más grados de diferente temperatura, templando los ardores poco higiénicos de la capital. La simpática anciana se llamaba doña Teófila Olimpia.

Viuda, no le gustaba alejarse mucho de la ciudad, porque ella cuidaba de sus negocios, que habían venido a menos con los años; prefería el Cerro, hasta que lo echaron a perder los carritos del Urbano; pero el ferrocarril de Marianao fue el colmo de su satisfacción, pues se le proporcionaba un medio de respirar «más campo verde» en habitaciones urbanas, y más embellecido, cuando daban ya sombra los laureles de la India de la bellísima calle del Panorama, vergüenza de las otras vías, que podían parecérsele y semejan desiertos arenales. Sin embargo de sus ideas progresistas, doña Teófila era la más escrupulosa crónica de los tiempos que pasaron. Recordaba en el portal de su casa aquellas temporadas a que había concurrido y las principales fiestas en que se había hallado.

Como es de suponerse, casi siempre hablaba de los Molinos del Rey y de las Puentes Grandes, su bello río, y todo como punto de reunión de las familias, principalmente de los empleados en la renta del monopolio del tabaco. ¡Qué días aquéllos! Los paseos por el río, los baños, los sucesos prósperos y adversos, serios o de jovial recordación. El entusiasmo de los recuerdos da cierto tinte religioso a la melancolía que los reviste. Como todas nuestras madres, se hacía lenguas relatando lo que recordaba de sus juveniles y aun infantiles años, singularmente de los saraos y las iluminaciones que se efectuaron con motivo del feliz ascenso al Almirantazgo del Smo. Sr. Príncipe de la Paz; sin olvidar a su gran cronista don Tomás Romay, como una de las glorias patrias. Pero entre todas, acaso por considerarla de la familia, ponía sobre las niñas de sus ojos y en los cuernos de la luna la espléndida celebración de la Factoría, en donde todo fue regio: baile, comida e iluminación. Hoy ocupa la grandeza de esos gastos tan mal empleados, una cosa más recomendable que el monopolio y la adulación: un hospital.

A cuantos oían los interesantes recuerdos de nuestra amiga, causaba intensa admiración su gran memoria. Comparaba los prendidos de las damas, sus trajes de todas las épocas con los que alcanzaba, con tal corrección y exactitud, que parecía que leía un periódico de modas de la época; pero en la citada no los había en todo el reino, no ya en la atrasada Cuba. Mas pronto volvía al tema de las temporadas; por entonces y luego que se abandonó por la moda las que bordaban las orillas del Almendares, en los puntos nombrados, fue el Cacagual, caserío esparcido a las márgenes de su río y en los alrededores del manantial de agua nitrosa: población de bañistas, jugadores y gente alegre que llenaba el lugar que ahora es un sitio rústico del marqués de la Real Proclamación: una estancia cubierta de maloja, por lo común.

La parte más curiosa era la descripción de los medios de comunicación. Las calesas, las romerías a caballo, en que solía figurar una varonil hija de los marqueses de San Felipe, que montaba un frizón de trote y cazaba en horas oportunas en los próximos bosques; la orquesta solía ser espléndida cuando facilitaba su banda de esclavos, perfectamente organizada, el citado señor marqués. La misma que tocó la marcha real al duque de Orleáns, cuando emigrado, fue huésped del Bejucal en el hermoso, hoy destruido, palacio de dicho señor, que lo fue en realidad de dicha ciudad. Las carretas enramadas fueron de los principales vehículos de esas correrías, que pelean en lo calmosas con este nombre: no corrían, se arrastraban, y doña Teófila tenía el buen gusto de confesar la preferencia del ferrocarril sobre sus antepasados. No faltó alguna vez un opositor: estaba delante un viejo, calesero que conservaba doña Olimpia, que solía, como todo criado viejo, echar su cuarto a espadas, y exclamó:

-¡Válgame Dios! Yo creo, mi ama, que a la niña (la niña tenía, ya se sabe, noventa años) le gustaría más mejor la victoria, que se para cuando su merced quiere: yo no puedo olvidar que la primera vez que vine con su merced se me cayó el sombrero, y el maquinista no quiso pararse por más que yo gritaba.

Todos saludaron al buen negro con una carcajada.

La preopinante continuó profiriendo en pormenor el alarde o revista de las temporadas, de lo cual resultaba que ella conocía, en cuanto a las de baños, por experiencia propia, la de Madruga, porque era íntima de la familia de los sucesores del factor irlandés O'Farril, que había dado a conocer sus aguas, que llevaron al químico Ramírez a que las analizara, y por aquellos tiempos era fama no discutida que hasta resucitaban a los muertos: allí pasó una temporada en buena salud y bien andanza espiritual. Nunca se atrevió a ir a los baños de San Diego, por su distancia y los peligros del viaje.

A pesar de la tendencia femenina a hablar de enfermedades y sus remedios, nuestra anciana fue siempre más dada a contemplar el lado alegre de las temporadas: era su remedio el veranear. Abría pronto nuevo capítulo o doblaba la hoja sobre otros particulares, entretejiendo anécdotas y sucesos.

El itinerario histórico de doña Teófila fue, en los últimos tiempos, del Cerro a las Puentes reformadas, en que figuraron el conde de Cañongo y sus parientes; el poeta marino Eulate; con sus regatas por el río y sus almirantes de las falúas, etc., etc. De las Puentes a la Seiba; de la Seiba a los Quemados; de los Quemados a Marianao. No hizo rumbo al opuesto lado, porque en Guanabacoa y Santa María del Rosario se reunía más gente pobre y menesterosa, y ella no iba nunca a afligirse con cuitar, ajenas que no podía remediar. Este juicio, cuya exactitud no discutimos, se lo dejamos entero a nuestra amiga. En cada uno de esos puntos había un motivo de recomendación: en Marianao y los Quemados, la extensión de las casas y su bellísimo Panorama; en todos, el campo; en las Puentes, lo pintoresco y quebrado casi suizo de la población, y su río; las vistas de los baños del mar y llanura que los precede; vistas más bellas al trasponer el sol que aun al salir; y no olvidaba ningún accidente. Lo cierto era que en todos esos parajes se disfruta de una temperatura que equivale a dos, tres y aun más grados de diferencia favorable de la que cuece a la humanidad a fuego lento en la Habana.

Doña Teófila siguió las fases humanas al descender de su fortuna, aunque nunca tuvo que ir a Guanabacoa: iba teniendo menos medios, según frisaba en más años, especialmente desde la cesantía de su esposo, y aún más, cuando quedó viuda, sin hijos y entrada en años; pero siempre conservó lo suficiente para vivir con holgura, y salir del caldero de Pedro Botero o la ciudad, buscando el aire libre y embalsamado del campo. La última vez que la vi fue en los Quemados: fuerte de cuerpo y alma: era la misma actividad, exagerada por los años si cabe. Su casa, la reunión más escogida: respetada por su carácter y circunstancias.

Esa vez recordó la sociedad del Cerro, que aún no había caído del trono de la moda, pero que se bamboleaba. La había fundado como presidente el Excmo. Sr. D. Ignacio Crespo; contribuían a su brillo los Diagos, Cárdenas y otros habituales temporadistas. Nuestra amiga censuraba amargamente los tonos aristocráticos que entonces se adoptaron. ¡Casaca en los bailes de temporada!, exclamaba. A ella le parecían más elegantes los trajes de dril blanco en el verano. Me hacía cargos personales porque fui el sucesor en la presidencia de Crespo y no lo enmendé.

Eran los fósforos de cerillo otro de los progresos que ella condenaba, para los fumadores. En esto le gustaba, como menos peligrosos, y aun más accidentado a aires de buen gusto artístico, la costumbre antigua de los braserillos de plata, que traían a las tertulias de confianza, que sólo en las de confianza se fumaba, criados, el negrito con o sin librea. ¡Cuántos fuegos se evitarían!

Como su fortuna había disminuido, ya no había podido dar el ejemplo de esa costumbre: no tenía más que un criado calesero, que era su cobrador y mandadero. Durante las temporadas, lo dejaba al cuidado de la casa en la Habana, y solía venir a diligencias y la esperaba en el paradero de Concha con el carruaje. El resto de su servidumbre era todo femenino: cocinera, lavandera, criada de mano: total, tres criadas de color.

Como para doña Teófila no había penas en las estrecheces de la vida cristiana y estoicamente paciente, parecíale su situación superior a lo que gozó en la Factoría y en el ingenio, ya demolido y repartido en sitios de labranza. Elogiaba la conveniencia de no tener más que mujeres a su orden inmediata.

-Estoy perfectamente -decía-; me obedecen como hijos.

Uno de los concurrentes le hizo la observación de que siempre convenía tener de puertas adentro en la casa quien impusiera temor y respeto a ladrones y malhechores. Esos recelos de peligros no la fatigaron jamás. En esa ocasión en que fue interpelada, se expresó en términos anecdóticos que no dejan de pintarla.

-Yo nada temo de los de fuera: lo peor en las familias son los amoríos de los esclavos; entonces los había. Lo mejor, si es posible, es que no haya de puertas adentro quien enamore a las criadas: se encelan, se embisten, se disgustan por lo menos, y adiós el servicio doméstico; yo nunca los sufría, y cuando los tenía, había a cada rato arrastre y ropa limpia. Ahora se eternizan: mi calesero tiene pocos años menos que yo, y es lo más pacífico y tranquilo; fuelo siempre; y ni él duerme aquí en casa. En cuanto a los peligros de ladrones en temporadas, alguna ratería, lo demás son sustos.

Un curial de mala fama, tal vez inmerecida, objetó que él sabía de lances que contradecían esa confianza, pues había ladrones por todas partes.

-Sin duda hasta en los que profesan la justicia -dijo entre irónica y sencilla la matrona-; pero es menos frecuente la violencia de lo que se presume, acerca de lo cual uno puede recordar lo que le ha pasado en su vida. Yo estoy persuadida de que lo más que le sucede a uno en los pacíficos campos que rodean los pueblos de temporada y en éstos, son sustos, a que el miedo da existencia. Oigan ustedes, hace pocos días que en una de sus noches vino a avisarme una criada que había gente en el patio; se lo persuadía el ruido que oyó, y yo también y las otras; oímos descolgarse por la soga del pozo, único punto accesible de la casa, algo como hombre o fantasma, pues sonó el carrillo sensiblemente. Pues, hijas mías, atrancad las puertas; yo abrí las ventanas de la calle y esperamos el día. ¡Pobres pollos y pobre ropa tendida! Eran los objetos transportables que tenía. Amanecerá Dios y medraremos. Llegó la ansiada mañana, y con todas las precauciones empezamos por abrir los postigos de las ventanas, y cobrando aliento con la paz que reinaba, y cuando los vecinos recorrían las calles, abrimos la puerta del patio. ¡Nada vimos! Se había rodado efectivamente la soga del cubo, y éste no aparecía. Vímoslo en el fondo del pozo: he ahí el golpe. ¿Pero quién lo arrojó? A poco descubrimos un gato ahogado cerca de él: súpose entonces que las criadas, así lo dijeron, habían puesto el cubo lleno de agua en el brocal, que por mala costumbre dejan en muchas casas sin tapas o cubierta: el gato quiso beber; se apoyó en el cubo, y lo empujó y cayeron juntos, con espantable estrépito. Vean ustedes, susto y nada más. Sí hubiera habido hombres, se abre la puerta por la noche, con algún revólver que suele herir a los defensores, que no a los ofensores, y como es costumbre decirse, el diablo las carga.

Para doña Teófila nada hay enteramente malo, sino que todo tiene su lado bueno, aun la desgracia; pero es la defensora en tesis absoluta de la necesidad y conveniencia de las temporadas en el rico, en el hombre acomodado y aun en el pobre, que para todos sale el sol; la diferencia son los medios. Una temporada es un puntal de la vida. Con llegar al Cerro solamente, se consigue una temperatura de dos grados de ventaja, y conforme se aleja, mucho más, respecto de la ciudad. ¡Bien por las temporadas!




ArribaAbajoLas modas al principiar el siglo XIX


ArribaAbajoPreliminares de un baile oficial en La Habana en 1803. La estatua. Fiestas

I

La humanidad pasaba a fines del siglo XVIII por una de sus fases de transición social en la que desaparecían no sólo las más radicales creencias, sino que se reñían y confundían; se rechazaban y se restablecían en hervidora multitud desde las formas políticas hasta las pueriles modas de la fantasía exagerada y caprichosa. Respecto de las conmociones políticas, la revolución de 1776 en las colonias inglesas dio origen a la actual existencia de los gobiernos americanos; en cuanto a todas las manifestaciones sociales la de 1789 en Francia se hizo cargo de desnudar al mundo de todas sus vestimentas; y trastornar lo de abajo para arriba, lo de arriba para abajo: fue su bello ideal realizar una sociedad en contradicción con la que había antes: no sólo suprimió las testas coronadas, sino a las testas sin corona de todo distintivo, inclusas las pelucas y a los hombres los calzones. Sans-culots se proclamaron los franceses; las demás naciones no imitaron la moda; ni aun aceptaron el sanculotismo, sino modificándole aun en la expresión; y tradujeron, por lo menos los españoles, en descamisado la palabra.

Pero Francia era la reina del mundo de la fantasía y de la elegancia: cuando no había figurines, mandaban a Inglaterra una muñeca con los trajes de sus modistas y cuenta el abate Prevost, en su Pro y Contra, que en tiempo de guerra se permitía oficialmente el tránsito de la muñeca, libremente, desde el campo enemigo como obsequio a las damas.

La Habana, muy lejana del movimiento parisién, nunca fue por completo extraña a la influencia de las modas francesas: tenía sus enciclopedistas vergonzantes además, como toda España y como ésta había recogido de velas en su entusiasmo gálico ante las escenas sanguinarias de ese pueblo que todo lo exageraba. No es esto decir que ya por los años de 1800 en adelante no hubiera empezado a mirar con menos horror sus modas que el gran Napoleón, entonces grande, iba haciendo predominar.

¡Permisiones de la Providencia! Fue un dicho célebre del astuto corso, que nadie era grande ante su camarero (ayuda de cámara) y efectivamente un camarero o paje ha escrito ocho tomos en dos secciones sobre su vida en el hogar que nunca hubieran escrito sus grandes biógrafos: allí es ver al héroe en disputa con la francoamericana Josefina sobre modistas; allí enterarse de su plan de recepciones alejando de ellas las amigas plebeyas de la futura emperatriz; y la resistencia de ésta a esos sacrificios de la vanidad.

De cualquier modo la historia suntuaria tiene que reconocer en Napoleón a uno de los restauradores de los trajes de la Francia anteriores a la revolución, que no se llamaba desde entonces sino la tormenta última, como podía un antillano hablar de los ciclones, que hasta hace poco decíamos huracanes. La influencia francesa, ese trastorno en la moda, duró según razón desde 1795 a 1804.

II

Se aproximaba el 4 de noviembre de 1803, día en que se celebraba el del rey don Carlos IV en España y en sus Indias. Debía, al besamanos oficial, durante la mañana, agregarse un sarao por la noche, en donde eran de extremarse las galas de los felices moradores de la Habana. La creación de los regimientos fijos en las ciudades americanas habían militarizado a todos los vecinos nobles y pudientes, que viene a ser lo mismo. Los coroneles y la oficialidad y todos los cadetes eran vecinos o naturales. Los fijos de la Habana y Santiago de Cuba, así como los jefes de las milicias disciplinadas, acentuaban ese cuadro. Mandaba al fijo de la Habana el marqués de Casa-Calvo, las milicias el marqués del Real Socorro, el conde de Casa-Bayona, la caballería de las milicias don Martín Ugarte; y eran Zayas y O'Farrill, Morales y Sotolongo los demás apellidos que pueden los curiosos leer en la Guía del Ejército (de Madrid) para 1803. De inspector general figuraba el conde de Santa Cruz y Mopox, que tuvo altas comisiones del gobierno. Parecía una familia la población en que los hombres unidos por los vínculos de la sangre y amistad rodeaban al marqués de Someruelos, popular gobernante por su bella índole, y ofrecían sus respetos y homenaje en el besamanos que se esperaba; mientras las señoras y las jóvenes y sus adoradores se preparaban para más alegres ocupaciones. Los poetas de esa época, don Manuel de Zequeira y Arango y don Manuel María Pérez, naturales de la Habana y Cuba respectivamente, sirvieron en los regimientos fijos de sus ciudades natales. En cuanto a la fiesta de que nos ocupamos fue Zequeira gran parte, como que pudo repetir: et quorum pars magna fui. Era el cronista y en especial para que describiera el acto de descubrir la estatua del Sr. D. Carlos III que le erigía el pueblo tiernamente agradecido a su augusta predilección por la Habana, cuya restitución sobrepuso a toda idea de conquista y ventaja.36

La cuestión de trajes en la recepción y baile era de alguna importancia, porque sin comunicaciones directas con Francia, y sin periódicos de modas, la desnudez francesa, que había vuelto a Grecia y a Roma en busca de túnicas casi transparentes, había logrado ir influyendo en las serias y retraídas costumbres castellanas. Las jóvenes vestían de una manera que no aceptaban las matronas, ni las hijas de la familia de la aristocracia oficial; y como suele decirse, la reacción que había comenzado en Francia, no se anunciaba aquí ni en algunos años después. Reunidas las señoras más nobles en la morada de la condesa de Mopox, acordaron que se excluyesen del baile los trajes y tocados que vulgarmente se llamaban a la Cisalpina en la Habana: en éstos el escote era repugnante; y aun lo que entonces se tuvo por honesto y recatado, hoy sería reprobado por las actuales costumbres. Para que mis lectores recuerden lo que entonces pasaba, me parece conveniente copiar el retrato de una joven pelona a la cisalpina, después de modificado en estas tierras. Debo advertir que se publicaba un Almanaque Americano en Filadelfia y casi siempre traía las modas moderadas francesas, en cuya lengua se escribía, siendo una de las autoridades de las damas con la Guía de Forasteros de Madrid, que traía retratos de los reyes y reinas. El número 13 de la Miscelánea literaria algún tiempo después pintaba así a la petimetra: «Una moza relamida... los brazos desnudos hasta los hombros, el pecho descubierto, un túnico de muselina tan clara, que toda se traslucía... pelada de cabeza, con sólo un tupé de pelos por delante: que caían sobre la frente a manera de flecos».

Las organizadoras del baile acogieron para el traje y tocado el retrato de María Luisa, la reina, en la guía de aquel año: tenía algo de la moda en llevar el cabello caído sobre la frente, como ahora se usa, en rizos: el de la parte posterior algo desordenado cayendo por el cuello y sobre las mejillas. El talle muy alto, bajo el brazo, casi increíble, muy estrecho, inconvenientemente estrecho; la manga muy corta pero manga al fin.

En cuanto a los hombres, los que no tenían uniforme y eran pocos de los invitados, aunque no se usaba el frac negro, la cosa no era peligrosa. El número 12 del Papel periódico de la Habana lo describía en sus exagerados petimetres, pancraciastas posiciones.


Calzón, corbata y botas en creciente.
Casaca, chaleco y pelos en menguante.



Había pocas cruces y condecoraciones; no era llegada la época de decir con un burlón:


En los tiempos de bárbaras naciones
de las cruces se colgaban los ladrones;
en los tiempos que corren de las luces
en los ladrones cuélganse las cruces.



Los petimetres se hacían notar por el uso de sus pantalones que sustituían a los calzones: anchos hasta tener una amplitud turca en los muslos, estrecho en el botín; chalecos ombligueros con un botón, casacas (no fracs) abiertas a la francesa; peinado a lo Tito a punta de tijera por detrás, con un tupé hábilmente rizado sobre la frente; sombrero doblado y


en cien varas de olán envuelto el cuello
y el cogote a manera dedonado.



III

Amaneció el 4 de noviembre de 1803 y el estampido de los cañones saludó al alba con estrépito y en señal de regocijo; y despertó a los leales habitantes de la Habana anunciándoles que se celebraban los días de S. M. La designación de ese día para inaugurar la estatua del augusto padre del rey, traía conmovida toda la población. También tenía así el pueblo, los menores y los medianos, un motivo de plausible entretenimiento. Las cortinas, los adornos de las casas no se limitaban al paseo o Nuevo Prado, a cuya entrada (donde hoy esta la India) debía colocarse la estatua de Carlos III (ahora en el de Tacón).

Además de los árboles del paseo estaban embellecidos los alrededores con arcos de palmas, flores y frutos, según usanza del país en sus regocijos. Había un pequeño pueblo rural, con dos mil vecinos, capitanía de partido a la vista de las murallas, era Guadalupe, que echó el resto, no sólo con sus arquerías de palmas, sino con las demás decoraciones, entre ellas las que rodeaban los retratos de Carlos y María Luisa en lucido transparente que fue obsequio del Capitán del partido de Guadatupe.

Desde temprano se notó el movimiento de las tropas que debían solemnizar la inauguración: el gobierno dispuso que concurrieran las seis compañías de granaderos que se escogieran de los veteranos y milicias disciplinados, al mando del coronel don Juan Francisco del Castillo, primogénito del marqués de San Felipe y Santiago, conde del Castillo y grande de España. Es de consiguiente que figuraran en ellos los de Pardos y Morenos como se distinguieron siempre en el servicio nacional, ostentando algunos de sus oficiales en sus pechos la Real Efigie con que se premiaban sus merecimientos.

Procediose después del besamanos al acto de la inauguración: más de mil carruajes, pocos coches y muchas volantas conducían a las señoras y concurrentes del orden civil. A las tropas formadas con la caballería (dragones) se agrego una compañía de Guardias Reales, tomada de los cadetes de la guarnición, niños de las principales familias o hijos de capitanes que tenían opción a cordones, que habían de hacer los honores.

El marqués de Someruelos se acercó a la estatua, cubierta con una gran bandera nacional y la descorrió al grito de ¡viva el rey! que repitieron las innumerables voces que le oyeron. El aplauso se dirigía al reinante; pero el obsequio recaía en el simpático Padre del Pueblo, con cuyo nombre se designaba al ilustre predecesor. Las salvas, los repiques y el oleaje de las gentes al dirigirse por el Paseo hacia la Punta, presentaban un cuadro indescriptible en que rebosaba la alegría de un pueblo entero. La compañía de cadetes, o los Guardias Reales de ocho en ocho centinelas rodearon la estatua, hasta muy avanzada la noche.

El clero secular con su nuevo obispo, don Juan José Díaz de Espada y Landa, y los regulares, concurrieron al besamanos y al acto de inaugurarse la estatua; así como la Real Marina, cuya oficialidad era el ornato de las reuniones familiares, siendo como era la Armada aspiración de nobles aficiones de los cubanos que en ella brillaban.

En cuanto al mérito de la obra de Cosme Velázquez, ahí pueden verla los lectores al entrar en el Paseo de Tacón.

Cuando la noche pretendió extender sus sombras se encontró contrariada por el inmenso número de luces que iluminaba el Paseo, las calles, las casas y el campo de los alrededores, con fogatas como en un día de San Juan. Claro es que conforme se aproximaba el concurso de curiosos a la mansión del Gobierno, era mayor el entusiasmo y la brillantez. Fueron muy vistosos los varios uniformes, pues cada regimiento lo tenía especial: el del fijo de la Habana, que usaban Zequeira, Chenard, Junco y otros vecinos popularmente reconocidos; aquél por sus versos y como bastonero, con el capitán ayudante mayor don Gabriel Bachiller y Mena, de todos los bailes oficiales; el otro por su procera estatura, a quien seguía en talla el capitán de granaderos de las milicias de infantería, don Francisco de Morales y González de Carvajal; el último por su elegancia en el vestir. Reunía el uniforme el color del pabellón: rojos los vivos, bocamangas y cuello, amarilla la solapa y blancos la casaca, calzón, etc. Era amarillo el uniforme de los dragones, con vivos y vueltas y solapas, calzón y chupa azules. Éstos y los demás uniformes lucían como correspondía a la solemnidad de las fiestas, dedicadas a los días del rey y a la inauguración de la estatua: pensamiento de don Tomás Romay, acuerdo de la Sociedad Patriótica años antes, y que cantó el conde Colombini en sus Grandezas de la Habana desde 1798.

Los bailes de esa época no se parecían a los actuales: ni el africano danzón, ni las obleas, ni el dormido fueron conocidos: principiábase por un minuet, que en el de noviembre de 1803 tuvo que ser de Corte. Seguíanle las gavotas y contradanzas ensayadas con muy complicadas figuras: formando las parejas los bastoneros de damas y caballeros. El vals y la galop terminaban los saraos. En los bailes de temporada y familiares, solían resucitar alguna alemanda y aun escabullirse un vergonzante buscapié; pero se bailaba con preciso aprendizaje: no era un caos de seres que se movían a compas, aun tan muelle y tenuemente que hoy parece que los mueven alambres contra la voluntad de los desdeñosos danzantes. El baile, y los bailes de palacio, eran objeto de ocupación quince días antes y quince después: los primeros para hablar de ellos y prepararlos; los segundos para su crónica hablada. Han pasado muchos años del suceso, y los recuerdos de las conversaciones de mis mayores fijos están en mi memoria, y aún mi alma se conmueve al ponerlos sobre el papel. Sirvan para fructuosos paralelos entre el hoy y el ayer de la vida social.