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ArribaAbajoRamón Meza


ArribaAbajoEl Pescador

Refiere oscura tradición que al pie del cerro de la Cabaña, cuando no existían aún los imponentes muros de la ciudadela, sino la selva en todo su esplendor agreste, escondíase, entre las yagrumas, cocoteros y mangles que bajaban hasta besar la orilla del agua, un modesto pueblecillo de fundación tan antigua como la primitiva Habana. Era un pueblecillo de indios y sus habitantes buscaban el sustento cazando a flechazos multitud de aves que alegraban con su plumaje y sus cantos la vecina selva y principalmente se lo proporcionaban en abundancia con la pesca, oficio sin duda lucrativo, pues que lo adoptaron también algunos aventureros que mezclados con los indios aprendieron de ellos el uso de sus anzuelos de espinas de pescado, el manejo de las canoas y demás artes rudimentarias de pesca y, por último, hubieron de heredarlos completamente en la ocupación y en la aldea. A mediados del pasado siglo aumentáronse las cabañas de embarrado y yaguas y algunas llegaron a trepar el cerro; pero cuando se construyó la fortaleza replegáronse los propietarios de las chozas, los pescadores, hacia la orilla; y aun emigraron, formando a poco trecho el vecino pueblo de Regla. Poco después una casa pintada de blanco destinada a almacén de la Real Hacienda y que destruyó un incendio en 1785, dio nombre a la antigua aldehuela indígena. Y grupos de herreros, calafates y carpinteros levantaron también allí sus viviendas.

Hoy Casablanca con su caserío escalonado en desorden por la verde colina, al pie del muro ennegrecido de la fortaleza, con sus herrerías y fundiciones, con el esbelto campanario de su nueva iglesia, es un pueblecillo que luce original y pintoresco desde la opuesta orilla de la bahía. En su extremo norte muestra hoy más que nunca su fisonomía de pueblo pescador: la calle de la Marina se levanta sobre una estacada en la misma orilla del agua; y sus muelles y sus puentes movibles, para establecer la comunicación de una casa a otra, recuerdan las prehistóricas estaciones lacustres. En las laderas del cerro, de las cuales los años y las lluvias han desprendido y amontonado como cimientos de una gran ruina pedazos de roca viva, se apoyan las viviendas de madera, cuyos portales se ven repletos de nasas, chinchorros, bous, butrones, mallas y demás utensilios de forma tan rara como su nombre. Las balandras y goletas de esbelta arboladura, casco pintado de alegres colores y de elegante contorno, atadas a los muelles y trozos arrancados de la roca, las andanas de sumergidos viveros que se ocultan y reaparecen como informes pedazos de corcho, las anclas, remos, velámenes, y más que todo el olor ácido, acre, de las evaporaciones salinas que excitan al paladar con reminiscencias de frescas y ricas ostras, convencen de que en aquel rincón del puerto se esconde un pueblecillo exclusivamente marítimo.

Por las mañanas, cuando aún duerme la ciudad, poco antes de que las claridades del alba comiencen a amortiguar el brillo de las luces de gas que alumbran las desiertas y silenciosas calles, en un extremo del muelle hay siempre movimiento inusitado. Escenas y actores tienen un sello peculiar que no se observa en ningún otro punto de la ciudad. Hombres que hablan el dialecto revesado de Mallorca y de Cantabria, vestidos de pantalón de burdo género remangado hasta la rodilla de la pierna musculosa, descalzos, de camisa de gruesa lana de fondo rojo o azul y rayas negras, cubiertos, bien de gorras de piel o de barretinas y boinas, se destacan vivamente en la sombra, ora trajinando sobre los tablones del muelle, ora de pie sobre el agua, iluminados por las bujías encerradas en toscos farolillos de vidrio a cuya luz también se divisan, pilas de cestas de todos tamaños, romanas, redeñas de mango largo para coger por arrobas los peces que nadan penosamente con el vientre herido en los atestados viveros. En unos nadan los pargos de diez y doce libras de peso, de ojos de vivo carmín o pajizos, teñidos por su lomo de color rosa que va diluyéndose en graduación delicada hasta las aletas de su vientre blanco ligeramente listado de oro; las chernas, de color de ladrillo oscuro veteadas de negro; la cabrilla, punteada de rojo y con las aletas de negro borde; la biajaiba, de brillante color rosáceo rayada de amarillo; la exquisita mojarra en cuyas escamas se irisa la luz; los salmonetes, tan rojos que parecen tallados en coral; la rabirrubia, de cola y aletas doradas; las sardinas, que parecen cubiertas de una capa de estaño; los escolares, de color violáceo, ojo transparente y blanco vientre; bonasíes, abadejos, rascacios y tanto pez de variadísima forma y de riqueza inagotable de colores puros, brillantes y cuyas escamas despiden, como los vidrios, los más suaves tornasoles.

Pero a la hora en que se sacan de los viveros, para repartirlos en los mercados, la oscuridad apenas permite distinguirlos; sólo se oye entonces repiqueteo incesante de mucho pez que bate el mar en los viveros, que colea dentro de las canastas, chernas que saltan sobre las romanas donde se pesan y estertores de roncos que agonizan al sacarlos del agua. Después las canastas rebosantes de peces se vacían en los carros y crece el estrépito de aletas y colas que pegan a un lado y otro con rapidez y fuerza. La mayor demanda de peces en ciertos días como los de San José, San Juan, San Francisco, Nochebuena y viernes de la cuaresma y Semana Santa en que también arriban enormes tortugas de más de un metro de diámetro que vueltas y atadas sobre el muelle resuellan penosamente, denuncian los regalos y abstinencias a que se entrega la ciudad. En esos días las necesidades del despacho prolonga algo la tarea, pero rara vez el sol alumbra esta escena, pues apenas los primeros rayos de la luz comienzan a disipar las nieblas que empañan el puerto, son remolcados los viveros al lado opuesto.

Sin duda que la faena de estos pescadores es ruda; pero las ligeras goletas y balandros que salen a hacer la pesca en grande escala y con todos los recursos del arte por el golfo y los cayos y costas de la Florida, facilítanla en gran manera y la hacen más lucrativa. Otra cosa es el trabajo penoso, agobiador de esos pobres pescadores cuyos botes, que ellos saben clasificar en cachuchas, cayucos y canoas, se ven quilla arriba y en grupos en los arrecifes de la Punta o en los de la caleta de San Lázaro. Cada propietario de estas frágiles armazones de tablas mal sujetas es con frecuencia un héroe que lucha oscura y resignadamente por la vida. A media noche es cuando abandona el humilde hogar donde duermen su esposa y sus hijos y asentando el pie en la frágil barquilla se confía a merced de la mar inquieta y sombría. Apartados, a fuerza de remos a muchas millas de la costa, tienen que mantenerse siempre bogando en el punto que eligen para arrojar el cebo al agua; pues la corriente del golfo los arrastra. Sin duda que no es nuestro mar de olas tan embravecidas como los de la Mancha y Vizcaya, pero no carece de peligros. La intrepidez, el arrojo y la abnegación son en todas partes cualidades que ejercitan en alto grado el pescador. ¡De qué paciencia no tiene que hallarse dotado! Ora es el cordel que se le rompe, ya los avíos que se le inutilizan; ora la lluvia le azota el rostro o el frío le entumece el cuerpo; bien es la barca que se le llena de agua; o el cebo que se lo hurtan y tragan ladinos peces, que sin valor alguno en el mercado al tirar del curricán alambrado que levanta ámpulas en la mano más encallecida hizo penetrar en el pecho desalentado del pobre pescador un rayo de esperanza y alegría: creyó tal vez tener ya asegurado su pan y el de sus hijos para el día siguiente. ¡Hay que soltar el pez y volver a comenzar nuevamente! Todavía es poco: en ocasiones regresa a su hogar, en brazos de algún compañero que por casualidad le recoge, herido o muerto, víctima del extraño combate a que le obliga, a cada paso, un temible y codiciado bruto de las aguas, la aguja de paladar. Su pesca supone buena ganancia por su carne abundante y solicitada; pero es de las más arriesgadas y penosas. El animal de grande corpulencia, pues es común que alcance dos y tres metros de largo y doscientas y trescientas libras de peso, no bien siente la herida del anzuelo emprende, azorado, rápido nadar a gran profundidad y en todas direcciones llevando la barquilla del pescador en carrera vertiginosa sobre las olas. El hombre ha de emplear toda su práctica y destreza en aquella lucha en que le toca la más débil parte por hallarse fuera de su elemento. Un descuido o la poca maña expone a zozobrar la barquilla: hay que arriar cordel y no recogerlo sino en breves y precisos instantes; la aguja no comienza a dar muestras de debilidad sino al cabo de largas horas, a veces pasan de seis y ocho que es cuando se consigue fatigarle. Y así que el pescador ha logrado atraerla cerca del bote el peligro crece: el animal se resiste saltando sobre las olas y esgrimiendo contra el bote la terrible sierra que arma su boca, dotada además de dientes agudos y afilados. Antes de colocar su presa en la barca, el pescador procura matarle hiriéndole con un arpón y entonces se entabla, a menudo en medio de las sombras de la noche, una lucha tenaz, a brazo partido, en que no es raro que el hombre sea lanzado al agua con el pecho atravesado por la terrible aguja del pez.

La Habana Elegante, 28 de junio de 1891.




ArribaAbajoEl carbonero

Muchas veces, por descuido, quedaban abiertas las hojas del cancel de cedro colocado en el vestíbulo del colegio. La calle, cubierta de polvo calizo y la repellada pared de la casa de enfrente, formaban un fondo blanco reverberante, deslumbrador. A lo lejos oíase aquel característico cencerro que sonaba monótono, implacable...

Y a poco, por el cuadrado hueco de la puerta, que figuraba enorme pantalla de transparente porcelana, cruzaba como una gran sombra chinesca, negra, lenta, con movimiento de patas y pescuezos medidos al sonoro golpe del cencerro, el carbonero y su recua. La silueta del hombre, la de los caballos, la del cencerro, la de las colas que servían de atadero al freno de las bestias, los mechones de crines, las orejas gachas, los cuellos inclinados hacia el suelo, los montones de sacos, todo dibujaba con rigidez su línea sobre la blancura del fondo.

Aquel cencerro y aquella recua han desaparecido; mas unas figuras tan extrañas, tan distintas de los demás, dotadas de tan peculiares rasgos debieron de impresionar vivamente nuestra retina. Habrán sufrido, tal vez, modificaciones accidentales; pero en lo esencial, subsisten. Y dondequiera que van las descubrimos: y dondequiera que están las reconocemos: todas ellas se ligan en nuestra fantasía como desordenada sucesión de espectros negros.

¿A cuál de nosotros, siendo niños, no impuso algo aquel hombre cubierto con una caperuza hecha de un saco plegado que le asemejaba a desmedido coleóptero, bañado de pies a cabeza de polvo negro, que se detenía a la puerta de nuestra casa, tomaba del caballo o del carro un gran saco y a cuestas con él atravesaba el zaguán, el patio, la cocina y deteniéndose en la carbonera, aquel cajón grande, oscuro, con una puertecilla baja como de trampa, vaciaba allí su carga que al caer producía ruido áspero y levantaba nubes de negro humo? Temíamos a aquel hombre y a la vez nos interesaba. Cuando estábamos desaseados oíamos que se nos comparaba con él; y cuando no se podían sufrir nuestras impertinencias nos amenazaban con avisarle para que nos llevase. De suerte que desde nuestra más tierna infancia nos hallamos ligados por una viva impresión, por un recuerdo, a la eternamente contristada figura del carbonero. Resalta entre otros del mundo que nos rodea como relieve negro sobre blanquísimo mármol, como esas originales caricaturas de sombra que son manchones arrojados sobre el papel y que por los contornos adivinamos, sin equivocación posible, lo que quieren representar.

Alguna vez, en la verde alfombra que cubre nuestros campos, aparece un gran espacio negro, cubierto de cisco, esterilizado como el terreno que los rieles circundan en los paraderos. Sobre aquellos espacios levántanse cubiertos de tierra y que humean como pequeños volcanes en actividad. Dentro de ellos el fuego devora ferozmente rajas de leña, en no pocas ocasiones troncos de madera preciosa; el ébano, la caoba, el granadillo... se profanan con depararles tan vil destino. Días después los montecillos cesan de humear, se les quita la tierra que los cubre y quedan convertidos en negra y alta pila que se desbarata, que se tritura a mandarriazos. Entre las ruinas hacía su provisión, al frente de su recua, el antiguo carbonero; y atravesando muchas leguas de campo, anunciándose siempre con su infatigable, con su destemplado cencerro, entrábase por las puertas de La Habana repartiendo acá y acullá su mercancía. Hoy es ésta transportada por la goleta costera que arrima su casco a los tablones del muelle y abastece el grupo de carretones, impregnados de cisco que en vez de la recua de otros tiempos, recorren las calles de la ciudad.

Raro será el que al pasear por los muelles o por el puerto no se haya fijado en aquellas negras moles situadas al pie de la pendiente y verde colina en que se alza el pueblecillo de Casa Blanca. Aquel punto oscuro absorbe la blanca luz del sol que todo lo baña. Las lanchas, sin arboladuras, son negras; las andamiadas de madera, negras; los muelles, negros; y contrasta por esto, notablemente, con todo lo esparcido en su redor. Aquellas oscuras moles son de hulla y alcanzan, por algunas partes, ocho y diez metros de altura. El espacio desolado que ocupan parece que ha sufrido la devastación de un incendio, o bien antiquísima ruina, donde todo germen de vegetación ha muerto y que ve de nuevo la luz desenterrada por la piqueta. Una tortuosa muralla de pedruscos aplomados puestos unos sobre otros, sin argamasa, contiene a manera de dique poderoso, la inundación de cisco y sirve, al mismo tiempo, de cómoda calzada que asciende en zig-zag por las negras colinillas. Por esas calzadas, tristes, macilentos, silenciosos, bajan y suben grupos de asiáticos repartiendo, escarbando la masa negra, en tanto que las vagonetas traídas y llevadas, en sus aéreos rieles, por las poleas de las cabrias de vapor, vuelcan sobre ellos con estrépito su carga envolviéndoles en espesas y oscuras nubes.

Día por día cargan y descargan allí amplios lanchones centenares de toneladas. Son estas barcas como negras moles, que flotaban y se mueven como el buque fantasma de la leyenda marina. Los remolcadores las traen y las llevan por el puerto, abandonándolas bajo las cabrias, al costado de los buques, o a la orilla del muelle. En el de San José, una especie de coche movido por vapor, con dos enormes cubos que ascienden y descienden automáticamente, recogen la hulla de lanchas y goletas, atraviesan en altos carriles el prolongado almacén y van a volcar los cubos sobre los carretones que aguardan impasibles aquella lluvia negra en mitad de la calle. Es bastante perfecta la maquinaria que en nuestro puerto se emplea para el acarreo de la hulla.

Sin embargo, hay una parte en que todo se hace a mano y es del lado de los hermosos vapores de la Compañía Transatlántica. Allí es de ver el doble cordón formado por medio centenar de asiáticos para transportar la hulla, en cestos y en grandes pedruscos, desde las lanchas a la insaciable boca de las carboneras del vapor. Aquello parece extraño baile de espectros en pleno día. A compás, unos rostros se vuelven a la lancha; otros rostros se vuelven al vapor. Un cesto se entrega y al punto se recibe otro cesto. Así hora tras hora, dos y tres días. Los pobres asiáticos, míseras armazones de huesos, nervios y piel, saturados de tizne, cubiertos por sombreros de las más variadas formas, entre las que se destaca la gorra de corte alemán que usa hoy el ejército, parecen enfermos de rara epilepsia. Se diría que viven, que respiran, que se alimentan con la hulla, o que han sido cincelados de algún gran pedrusco de aquella masa negra. Algunos hay que han pasado del color amarillo de marfil viejo, propio de la raza, al negro, al negro opaco. Hasta la abundante melena de pelo lacio que asoma bajo la gorra militar, ha perdido su lustre. El rojo de los labios húmedos y los ojos oblicuos, como par de microscópicos novilunios en oscurísimo cielo, es lo único librado del tizne general.

Y lo mismo que a la vista choca encontrar en la verde alfombra del campo, a la orilla, sobre la masa azul del agua, esas manchas oscuras, también extraña hallar en las calles de la ciudad puertas embadurnadas de negro y que tal parece que dan a la sombra. Créese ver la entrada de un abismo, de una mina, de una cueva. Se ve el marco; pero el fondo, sumido en la sombra, no se ve. Cuando la vista se acostumbra a la tiniebla se divisan una caja, un banquillo, una escalera, una polea y pilas de sacos de leña carbonizada que llegan hasta el techo. En lo más hondo, solitario, contristado, revelando en la mirada una como nostalgia incurable de blancura, de limpieza, de aseo, cavila o dormita el carbonero. El marco de la puerta, la negrura que lo rodea producen igual ilusión que esos antiquísimos cuadros, esas aguas fuertes con toques magistrales de Rembrandt que de las imágenes, dibujadas en ellos, apenas dejan ver la barca, la frente y la punta de la nariz: todo lo demás se esfuma, se disuelve en lo negro.

Sin embargo, no siempre está sombrío aquel recinto de paredes, de techo, de suelo, de telarañas, de muebles ahumados, repletos de hollín. Tal vez a la caída de la tarde el sol penetra por la puerta y traza una linea diagonal que se pierde entre el flotante cisco antes de llegar al suelo. Aquel escaso rayo de luz parece reavivar allí con su calor la vida. Ojos verdosos de sucios gatos brillan entre las grietas del muro de carbón. Un gallo, de indefinible color, salta al banco o la escalera y canta y aletea levantando densas nubes de polvillo negro. Es que los seres encerrados en la tenebrosa cueva saludan alegremente aquel destello de vida que les llega del mundo exterior y del cual, sin duda, que les separa infranqueable muralla de cisco. De noche la luz de petróleo auxiliada por poderoso reflejo y que arde dentro de prismático farolillo, o bien un mal candil de aceite de olivo que humea, apenas si logran romper, con sus claridades rojizas, la compacta masa de tinieblas.

Nadie osa traspasar el umbral del oscuro recinto; los que vienen a proveerse de carbón se detienen en la acera. Únicamente cruzan y penetran allí otros hombres tiznados que conducen carros ennegrecidos y que no hablan ni tratan con más gente que la del gremio carbonero. Lo mismo se auxilian mutuamente en el trabajo, que almuerzan alegres y reunidos en torno de una mesa de la fonda. Este aislamiento, esta soledad induce a pensar qué destino final cabrá a todos esos pobres seres cuyo tizne es causa de que el mundo evite su roce, rehúya su contacto. ¿Se disolverán al cabo como un borbotón de negro humo en la masa azul del aire? ¿Irán a sumirse, a desleírse en la masa de la hulla de donde parecen haber surgido por generación espontánea...? Puede ser. Sin embargo, no es raro que alguno se frote, se enjabone, se enarene, exhale de sus pulmones y bronquios cisco de carbón que gira en torbellinos como lanzado por enérgico soplete, deje sus sandalias y sacuda su ropa en el umbral del oscuro templo; y limpio, aseado, otro hombre ya, se eleve, se eleve... y por metempsicosis indubitable quede transformado en concejal.

La Habana Elegante, Habana, 9 de junio de 1889.




ArribaAbajoLa verbena de san Juan

(Fragmentos)

Por la tarde, cuando los últimos y rojizos rayos de sol iluminan el fondo de las casas que caen del lado del mar y dan de lleno en el grueso vidrio del faro del Morro haciéndole destellar intensamente, como si a aquella hora le iluminara potente luz eléctrica, al sordo rumor de las olas arrojadas contra los ásperos arrecifes de la ensenada que se extiende entre el castillo de la Punta y el viejo torreón de San Lázaro, se mezclan los gritos, silbidos, carcajadas, exclamaciones y apóstrofes de una abigarrada muchedumbre esparcidas por toda la playa.

Es la verbena de San Juan, día en que aquella parte de la ciudad presenta animación extraordinaria. Los jornaleros, pescadores, desocupados y pilluelos que viven por las cercanías se han preparado de antemano como para una gran fiesta: uno hizo gran acopio de barriles desfondados; otro, de desvencijados muebles; otro, de inservibles piezas de ropa; otro, amontonó pedazos de madera, cajas, envases, cestos; los aprendices de carpintero hacinaron montones de viruta; los pilluelos ocultaron en algún escondrijo de las rocas cuanto combustible pudieron recoger: preparativos para el gran día, la víspera de San Juan, en que todos se encaminan, a rastro con sus provisiones, hacia la playa; y una vez allí, se reúnen en grupos, fraternizan, se entusiasman, se animan a trabajar en la obra común, que es levantar, a trechos, numerosas piras de rara forma, o bien de forma ninguna; lo que importa es que puedan quemarse luego y den mucha llamarada y mucho humo: en esto consiste lo más interesante y lo mejor de la diversión.

En los balcones, terrados y azoteas de las casas que dan a la playa, en los arrecifes, que en una época sirvieron de vasta cantera de durísima piedra para la edificación de murallas y fortalezas, como lo muestran las huellas del pico que los cortó hasta un metro de profundidad, y también en los muros de cantería de los caños que desaguan en el mar, se agrupan por centenares los espectadores. En la arena, a conveniente distancia unos de otros, trabajan afanosos grupos de hombres y de niños. Admira la actividad y la premura con que traen y colocan las cargas de combustibles; admira ver la disciplina con que obedecen al que por ser más robusto, más astuto, más gritón o más inteligente, se ha erigido en director de las operaciones; y admira también ver cómo se estimula a los rezagados o a los que desmayan, con una risotada, un apóstrofe, un alarde de fuerza, mas todo dicho y hecho del mejor modo, porque aquél es día de expansión y de júbilo y no de disputas ni de rencillas. Cada grupo se obstina en que su pira sea la mejor y esta mutua emulación aumenta el ardor de la faena. Por aquí forman unos una casa; por allí un castillo; allá un barco. Y la algazara crece cuando van llegando las improvisadas construcciones, después de algunos tambaleos que las ponen en peligro de rodar por el suelo, a su coronamiento. Es preciso, entonces, subir y colocar en la cúspide, en lo más alto, para que se vea bien desde lejos y a pesar del humo y de las llamas que luego deben devorarlo todo, un muñeco; pero no un muñeco hecho de cualquier manera, no, que es de rigor que tenga bomba, levita, guantes, barbas muy grandes y alguna vez banda y bastón de borlas.

Por la noche se da fuego a las hogueras y la extensa curva que forma la playa parece presa de vasto incendio, cuyas llamaradas iluminan las olas y lanzan a las fachadas de las casas vivos reflejos de variada intensidad. De lejos se ven las compactas columnas y masas de humo como grandes nubes clareadas por las llamas; y de cerca los espectadores, enrojecidos como diablillos con el resplandor del fuego. La alegría de todos llega al frenesí cuando parte de los parapetos de las hogueras se derrumban y brotan de su seno millares de chispas; cuando las lengüetas de fuego comienzan a lamer y a envolver la figura humana rellena de trapo, de papel, de estopa, que las corona; cuando alguno por temeridad o por alimentar la hoguera se acerca demasiado a ella y tiene que huir presuroso de las caricias del humo o del fuego: entonces la diversión de la playa está en su plenitud; los que tanto trabajaron gozan mucho viendo convertirse su obra en llamas, humo y cenizas; los pilluelos danzan, corren y saltan en torno de las fogatas; los espectadores silban, gritan, cantan, ríen y se entretienen en arrojar piedras a las hogueras; y las sombras de todos, ora prolongada por el igual suelo de la playa, ora desvanecida sobre la oscuridad de las olas, ora dibujada enormemente sobre las paredes de las casas, como siluetas de gigantes, traen a la imaginación alguna infernal escena de los antros que nos describe el Dante.

Mas no toda la diversión de la tradicional víspera está en la playa, que cuando las hogueras se extinguen, y la claridad que arrojan va menguando, y el humo se disipa, se destacan a lo lejos, sobre el fondo oscuro del cielo, como surgiendo fantásticamente, los baños, esas construcciones extrañas, levantadas sobre gruesas estacas, que recuerdan las estaciones lacustres de la Suiza, elevadas sobre el suelo para preservarlas de la humedad de las orillas pantanosas y también recuerdan las chozas del interior de África y de la India, altas para que se libren de la invasión de las víboras y de los ataques de las fieras. Pues los baños, con sus cimientos aéreos, están con todos sus horcones cubiertos de ramas de palmeras, álamos, laureles, e iluminados por farolillos de papel y de vidrios de colores.

Allí hay pública diversión, baile gratis, gran espacio, libertad completa; no hay más que estrechar el talle de una compañera y entrar con ella en la danza general de aquel grupo de bailadores entre los cuales se ven ejemplares curiosos de diversas razas, trajes que son desechos o reminiscencias de pasadas modas, semblantes de extrañas facciones; y al dudoso reflejo de las hogueras que a lo lejos se extinguen en la playa, a la débil claridad de los farolillos de papel y de vidrio coloreado semeja tan abigarrado conjunto babilónica confusión de centenares de tribus. En lo más alto una orquesta, activa, agita los movimientos de aquella muchedumbre que parece acometida de fiebre de diversión: el cornetín, instrumento predominante, parece herir el aire con sus agudísimas notas, el timbal marca a compás las convenientes caídas del cuerpo de los bailadores, un rallo de cocina, arañado, rasgado por una lima o una agujilla de acero aguijonea, sobreexcita, electriza los nervios de los danzantes y les da aliento en sus giros, brincos, saltos, como si estuvieran atacados por tenaz epilepsia o picados de tarántula.

Por la ancha calzada empedrada de granito ruedan en dos prolongadas filas multitud de coches, algunos particulares, los más de alquiler; las casas de un lado y otro están por lo general abiertas, iluminadas profusamente en su interior, adornados sus muebles con tapices y tejidos hechos a mano, flores sobre las mesas, cestillos bajo las lámparas, cintajos por todas partes; y ante las ventanas y puertas se colocan los estrados; las aceras se llenan de gente que van y vienen, entre los cuales se señalan grupos de revoltosos mozalbetes que no pudiendo contener su alegría dentro de los límites del respeto, la emprenden con los transeúntes o con las muchachas asomadas a las ventanas. En no pocas casas se baila, bien al son del piano, o ya tan sólo con acordeón, filarmónica y rallo; y entonces el pedazo de acera frente a las ventanas y las puertas abiertas de par en par y al nivel de la calle queda obstruido por grupos de curiosos, como si aquella diversión puramente doméstica contagiase a la muchedumbre esparcida por la calle. La comezón de divertirse aguija al que penetra aquella noche en la barriada. Los que pasan se divierten mirando a los que están dentro de las casas; y los que están dentro de casas se divierten con los que pasan: cada cual es a la vez espectáculo y espectador.

Los vendedores, que ora lo son asiáticos apostados tranquilamente en las esquinas, sentados con toda la impasibilidad y desidia característica de la raza ante una mesita portátil cubierta de frutas y dulces iluminadas por un bombillo de papel de estraza, que ora lo son robustos negros que cargan sobre la cabeza enorme y profundo tablero de dos tapas pregonando su mercancía con gritos y cantos semisalvajes, que ora lo son gruesas negras de marcha pausada y que venden en vasijas de hojalata frituras y asados, que ora lo son muchachos que llevan en una vara pajarillos de cera, muñecos de trapo, flores de papel, o ya vendedores de sorbetes que arrastran carros de dos ruedas alumbrados por enorme lámpara de petróleo cuya gran llama agitada por el aire de la carrera va despidiendo negro humo e iluminando la calle, todos, todos hacen su agosto aquella noche entre los concurrentes a los bailes de las casas y de los baños.

Y por la madrugada, cuando el sol deja ver sus primeras y vagarosas claridades por el lado opuesto al que se hundió la víspera por la tarde, los pianos, orquestas y acordeones cesan de tocar, las mujeres arrebujadas en sus mantas, con el rostro pálido, soñolientas, recibiendo con desagrado aquel aire fresco de la mañana, más fresco aún por la proximidad del mar, y los hombres con el sombrero calado hasta las cejas, con el cuello de la levita alzado, todos dirigen silenciosos y medio cariacontecidos a sus casas, a dar descanso al cuerpo agitado por el baile de toda aquella noche que ya pasó. No se oyen ya tampoco las estridentes notas del cornetín, ni el rumor del timbal, ni el áspero rasgear del rallo: los farolillos de los baños están apagados, medio quemados algunos, el ramaje de las palmas, laureles y álamos marchitos; las banderolas ajadas; el bullicio, la alegría, las fantasmagóricas ilusiones de la noche, han desaparecido. Y al iluminarse la playa con la claridad del sol se ven las casas, castillos y barcos de combustibles reducidos a informes montones de carbón y cenizas humeantes aún y que como manchas negras y grises resaltan en la playa tan solitaria ahora y tan acompañada la víspera de aquel día, que era la tradicional víspera de San Juan.

La Habana Elegante, Habana, 4 de julio de 1886.




ArribaAbajoEl lechero

A caballo, con las piernas embutidas en el par de profundos serones camineros repletos de botijones de hojalata, envuelto en negro y velludo capote de lana de grandes esclavinas, tal recorre el lechero, desde las tres de la madrugada, las estrechas calles de nuestra población, solitarias ya y tan silenciosas a esa hora, que el martilleo de las flojas herraduras de los jamelgos que van y vienen con lento paso, resuenan fuerte y de extraño modo: y distintamente se oye cómo va extinguiéndose su ruido poco a poco a mucha distancia.

La luz de los faroles que iluminan la angosta y recta calle en toda su extensión, da a veces de lleno sobre el raro grupo que forman el caballo, con su vientre abultado por los serones, y el hombre que va montado en lo alto como en un trono, con el sombrero de grueso tejido y anchas alas vueltas hacia abajo, los cuellos del grueso capote vueltos arriba, dormido con profundo sueño y dando tan recias cabezadas que admira cómo en cada una de ellas no pierde el equilibrio o se rompe el cráneo contra las botijas o las piedras, y entonces la silueta de todo aquel conjunto extraño se dibuja un momento en el suelo con rigurosa exactitud, luego se desfigura, se prolonga, escala un tanto desvanecida las paredes de las casas, gira como movida por colosal resorte y se pierde por fin en los lugares sombríos de la calle donde no alcanza sino con debilidad suma la amarillenta luz de los faroles.

La nocturna falange, bien organizada y mejor repartida, que forman los lecheros, invade durante la madrugada la población; pero desde muchas horas antes ha comenzado su faena. Puede decirse que dura casi toda la noche y mucha parte del día siguiente. A eso de las ocho o las nueve de la noche, en los potreros y corrales cercanos a la ciudad, están ya arrodillados al pie de las vacas numerosos campesinos extrayendo de las henchidas ubres el alimento sano y nutritivo por excelencia: trabajo útil, agradable, pacífico, a juzgar por lo que dicen los poetas bucólicos, para los cuales ha sido rico venero de inspiración. Y es la verdad que encierra no poca poesía. El campo inmenso, hermoso, lleno de esos mil ruidos de los alegres y ocultos insectos, de esos mil gratísimos olores que exhalan las yerbas refrescadas por el rocío iluminado a veces por la espléndida y serena luz de la luna que dibuja sobre el suelo el esbelto tronco de las palmeras y las hojas de los árboles; o bien, otras veces, sombrío oscuro como un abismo en que todo toma con la tiniebla formas espectrales, y sólo en la alta bóveda centellean con sus mil tornasolados matices los innúmeros astros.

Las vacas descansan echadas y amparando con su propio cuerpo a sus crías, hombres soñolientos, envueltos en negras capas atraviesan el campo cantando a media voz, abren los corrales, cuyas puertas de madera chirrían al girar sobre sus goznes enmohecidos por la intemperie, se acercan a cada vaca, que con ejemplar mansedumbre se levanta, permanecen agachados un instante a su pie, y luego van llenando, con el blanco y tibio líquido que extraen, grandes botijas de hojalata, las cuales son sumergidas en un estanque de agua y colocadas en los serones de algunos caballos atados unos tras otros por la cola. Hecho todo esto monta el lechero en el primer caballo, abandona la campiña y emprende la marcha por el camino real.

Los viajeros que recorren, después de las once de la noche, las principales calzadas que conducen a La Habana, encuentran a menudo esas hileras de caballos que transitan pausadamente, en tanto que sus conductores cabecean de sueño sobre las altas monturas, o bien cantan alegremente. Y si vienen reunidos, sobre todo en una de esas noches en que la débil luna asoma en parte su disco sobre la línea del horizonte y derrama su luz por las dilatadas llanuras prolongadas sobre el calcáreo pavimento de la calzada la sombra de la menor yerba o piedrecilla y la silueta de los hombres, de los serones y de las patas de los caballos, sin duda que a la imaginación de los que contemplan este espectáculo acude el recuerdo de esas tribus de beduinos que recorren en grupos los llanos desiertos de la Arabia.

En Jesús del Monte, desde Toyo hasta el puente de Agua Dulce, y en el Cerro, cerca de la esquina de Tejas, hay unas viviendas de pobre apariencia, que con sus techos de guano y sus paredes de madera acepilladas o de blanqueada mampostería tienen a la vez algo de bohíos y algo de casas: transición entre los edificios de la ciudad que empieza y las casitas del campo que acaban. En esas humildes casas cuyas puertas se abren de par en par durante la noche se ven, merced a los rojizos reflejos de malas lámparas que humean en lo interior, hombres altos, robustos, de hombros redondeados por el trabajo, que entran y salen, y se ponen de pie y se agachan sin cesar en los portales. Ante esas casas van deteniéndose y estacionándose silenciosamente los lecheros que transitan por las calzadas: allí depositan su carga; se mide, se pesa; y de los enormes botijones de que vienen cargados los caballos va pasando a botijas más pequeñas, más manuables. Es un vaivén de cacharros que pasan de los serones a los portales, de los portales a los serones; una confusión de hombres encapotados que trabajan sin hablar: sólo se oye ese sonoro ruido que sale de los botijones de hojalata al chocar vacíos unos con otros o al dar su ancho fondo sobre el duro pavimento acompañado de repiqueteo de espuelas. Al cabo del rato los que hasta los portales vinieron se montan nuevamente a caballo y se retiran otra vez al campo. Otros caballos que han recibido la carga repartida en los sombríos portales emprenden marcha hacia la ciudad. Éstos son los que se ven, y más que se ven, se oyen transitar de madrugada por las solitarias calles.

A las cinco de la mañana, cuando los primeros albores del día comienzan a hacer palidecer la luz de los faroles, se oyen ahogados gritos, puñadas, coces, murmuraciones de impaciencia ante las cerradas puertas y ventanas de las casas: son los lecheros que llaman. Las puertas y ventanas se entreabren, cabezas desgreñadas, rostros soñolientos, pálidos, abotagados ojos de mirada torpe en los cuales causa escozor la luz del día, asoman por ellas; un brazo desnudo pasa a través de la rendija para coger por el cuello la botija tapada con paja de maíz.

-Buenos días. Viene usted muy temprano.

No en todas las casas halla el lechero las puertas cerradas: algunas están abiertas por completo. Y entonces en el comedor, vestíbulo o antesala, que esos tres destinos tienen las tales piezas que en nuestras casas siguen al zaguán, encuentra un señor anciano de cabellera blanca, bien peinado, vestido con aseo, que sentado en un ancho butacón de cuero con las piernas estiradas en una silla, despliega los periódicos, húmedos aún, y que acaban de echar por el quicio de la puerta. Este señor es el jefe de la casa: un señor del tiempo antiguo, que todavía conserva la costumbre de acostarse al toque de ánimas y levantarse al canto de un par de gallos que se pasan la mañana picoteando las hormigas que cruzan por entre las uniones de las losas del patio. El lechero entra envuelto en un gran capote, resonando con sus firmes pasos las estrellitas de las espuelas, da los buenos días, llama la criada ocupada en encender lumbre con papel grasiento y petróleo, vacía el contenido de las botijas en un par de grandes jarros de hojalata y vuelve a salir; pero no siempre tranquilamente, que alguna vez suele advertirle el madrugador anciano:

-Buenos días. Viene usted muy tarde.

-Si es casi de noche.

-Pues hace dos horas que estoy despierto.

Y el pobre lechero, que es en orden cronológico quien primero tiene que lidiar con la humanidad, por razón de su oficio, se retira cavilando el modo de componérselas para acertar. Por allá muy temprano, por aquí muy tarde.

De siete a ocho de la mañana queda terminada ya la venta de la mercancía. Y pura, o adulterada con agua de yuca, de coco o de laguna, hierve en pailas en cada cocina o alimenta ya el estómago débil de cada hijo de vecino. Empieza otra faena. En las esquinas, plazas o bodegas se ven lecheros que sacan botijas vacías de los serones de sus caballos, que les quitan los tapones de paja de maíz, que las sumergen en tinas de agua. Hecho esto comienza un detenido y minucioso fregatorio general; cada botija es llenada de agua y ceniza de leña de panadería, agitada, vuelta, revuelta, restregada por fuera y por dentro, esmerilada en su exterior como si fuera de plata, enjuagada con agua de diversos tintes, una tras otra por turno riguroso, sin parar, sin equivocación posible, porque haya muchas de igual tamaño e idéntica forma, el lechero sabe distinguirlas como un organista el teclado de su instrumento. La acera se encharca, se llena de paja, de agua de ceniza; y enfiladas como tropas en día de revista se ven recostadas en la pared, escurriéndose y destellando con el sol, docenas de botijas de todos gruesos y estaturas.

Después que se retiran de la ciudad los lecheros de a caballo, comienzan a recorrer sus calles los de a pie. Vestidos de género burdo y crudo, con el látigo de cuero cruzado sobre el pecho y la espalda, con la camisa recogida de un lado por el cabo de cuchillo, los bajos del pantalón más arremangados de un lado que de otro y llenos ambos de tierra roja, así se presenta al mediodía entre una verdadera tribu de vacas y terneros el lechero de a pie. Y en primer término va a la vaca-guía que lleva atada al cuello una campanilla de sonoro metal. Esos animales mansos de melancólica mirada y rumiar incesante, que parecen traer consigo a la ciudad recuerdos de la vida pacífica y semipatriarcal de aldea, obligan al transeúnte a cederle la acera por virtud de la ley del más fuerte, le empuercan las ropas cada vez que tienen a bien sacudirse las moscas con el rabo, le asustan cuando se les antoja rascarse con la punta del aserrado cuerno y van a detenerse ante la puerta de las casas de los vecinos que tienen el capricho de comprar o beber leche al pie de la vaca, como si fuera mejor o peor que la de botija y como si esta clase de lecheros no tuvieran también sus tretas.

En las horas de la siesta, en los placeres de empolvado césped que cercan la capital, pastan vacas y terneros, en tanto que hombres sin más lecho que el duro suelo, sin más defensa contra los ardorosos rayos del sol que el sombrero echado sobre el rostro, sin más almohada que sus brazos o un montoncillo de recién cortada yerba, duermen profundamente; también hay hombres que a esa hora duermen echados sobre serones de paja, bajo la sombra de los árboles situados a poca distancia de los caminos, en los rincones de las tiendas mixtas colocadas a trechos en las calzadas o dentro de los mismísimos pesebres de los portales donde acostumbran a rumiar el pienso las caballerías: esos hombres que duermen con tan ligero sueño son lecheros fatigados de la faena ruda de toda la noche. Se rinden dondequiera que puedan tenderse o recostar la cabeza.

La Habana Elegante, Habana, 5 de septiembre de 1886.




ArribaJosé el de las suertes

Con seguridad no se sabe de dónde es oriundo José: hay quien dice que es natural de Yucatán o de la Martinica; hay también quienes afirman que lo es de Haití o de las Filipinas. Respecto de su vida aseguran unos que se la pasa yendo y viniendo de Méjico, susurran otros que se está muy buenas temporadas entre los yankees, o bien en Venezuela, o ya recorriendo Matanzas, Cárdenas y otros pueblos del interior de la Isla. Lo que está averiguado, y podrán comprobar todos, es que José, desde hace muchos años, aparece en La Habana y desaparece de ella de cuando en cuando, sin que nadie sepa de dónde sale cuando se le ve, ni en dónde se mete cuando deja de vérsele. Siempre el mismo: robusto, fuerte, de buen humor, de ojos vivos e inteligentes, de barba poblada y bien cuidada, muy raro esto en un individuo de su raza, y que de negra y lustrosa que antes era se ha tornado, con los años, en una barba blanca y opaca que contrasta con su piel color de ébano e imprime a su semblante cierto sello de respetabilidad.

En persona parece que hay cinco o seis José, pero, realmente, no es más que uno en esencia. Y tal milagro se verifica porque José cambia de habilidades y de suertes a cada paso; y para cada habilidad y cada suerte tiene trajes y modo de hablar especial. El sistema es ingenioso; exige destreza suma y demuestra la agudeza y perspicacia con que ha sabido aprovechar el que lo emplea la veleidad, ese defecto inseparable de la mayor parte de los humanos. Si José permaneciera siempre en la Habana, vistiendo un mismo traje, hablando con acento igual y haciendo la misma suerte, pronto se cansaría y hasta se aburriría el público de verlo; por eso, para avivar la curiosidad y despertar el deseo ha elegido la estrategia de retirarse y reaparecer al cabo del tiempo: así consigue tener siempre un corro de espectadores que le siguen por dondequiera que pasa, que le cercan dondequiera que se detiene y que contemplan sus suertes poco menos que maravillados. En ocasiones deja ver entre sus negros y carnosos labios sus blanquísimos dientes al oír que los espectadores se dicen unos a otros con increíble aplomo:

-Este jugador de manos o este bailador de muñecos es mejor que el que estuvo aquí el año pasado.

Y José ríe de buena gana porque está convencido de que el jugador de manos o el bailador de muñecos del año pasado no es otro que él mismo.

Conociendo sus cambios y disfraces se comprende cómo logra multiplicar su personalidad. Cuando le da por bailar un par de grandes muñecos de madera vestidos de retazos, sujetos por la cabeza con un alambre, atados por sus manos con elásticos, sobre una alfombrilla que lleva enrollada bajo el brazo y que al efecto extiende sobre el suelo, entonces parece un yankee completo. Su gorra de seda verde oscuro un tanto ladeada y con plana visera de hule que destella la luz del sol; su camisa de franela azul plegada por un par de tirantes que se cruzan en mitad de la espalda y que sujetan muy por encima de la cintura el oscuro pantalón; sus grandes botas de cuero, de anchos tacones y abultada y saliente suela; su acento al hablar; aquel paso indeciso del que acaba de salir de un barco cuyos vaivenes acostumbran al cuerpo a guardar el equilibrio sobre un suelo tan movible bajo los pies; y hasta la música favorita, el Yankee doodle que toca con un hueco cañuto de bambú cerrado por un extremo con un parche de papel de China, le dan todo el aspecto de un norteamericano recién llegado.

Cuando recorre las calles a cuestas con un trípode portátil y un mono vestido con túnica roja y sombrero de plumas, el grupo de curiosos que le sigue va dudando si José es curro o es mejicano, porque aquella chaquetilla corta llena de bordados de seda, aquella faja morada, aquel pantalón estrecho, aquella gran chalina que oculta parte de la rizada camisa y sepulta sus puntas bajo el abierto chaleco; aquella gorra sin visera le dan cierta fisonomía que fluctúa entre los oriundos de un pueblo y otro. En cada esquina, en cada parque, en cada plazuela arma el trípode, coloca el mono sobre la redonda tablilla, le arroja aros, cuchillos, bolas, escopetas y el obediente animal con sus gestos, contorsiones y habilidad en pasarse los aros de los pies a la cabeza, jugar con los cuchillos y bolas y disparar la escopeta, es por algunos días la delicia de los muchachos, los cuales se privan de comprar frutas y dulces para poder llamar a José cuando pase y pedirle que haga bailar el mono.

Otras temporadas ejerce de titiritero: y entonces, a cuestas con una pesada caja de regular volumen, va ofreciendo su entretenimiento de casa en casa. En no pocas se aceptan. Y entrar José, depositar su caja sobre un par de sillas, abrirla, ir sacando de ella cortinas, telones, varas de madera, platillos, tambores y racimos de muñecos es operación hecha en un dos por tres. La cortina, que tiene un pequeño hueco cuadrado en el centro, va a ocupar el hueco de una puerta; telones y varas, a su lugar también; y tras el parapeto se oculta José con todos los demás adminículos que contenía la caja. La familia de la casa y alguno que otro vecino de buen humor se colocan en punto conveniente para disfrutar del espectáculo: es un teatrillo doméstico improvisado. A poco se oyen tras de la cortina ruidos de tambores, de platillos, de flautines: alguna vez palabrillas dichas en tono agudo y extraño por medio de un pitillo que hace las veces de la pequeña laringe que debieran tener, si hablaran, todos los títeres. Se alza el telón. Van apareciendo por el cuadrado hueco de la cortina muñeco tras muñeco hasta una docena: bailan, cantan, disputan, se acarician, se enamoran y concluyen por arremeterse unos con otros a puñadas, palos, pescozadas, cabezazos, al cabo se arma un verdadero motín, por lo cual sale el celador y prende a unos y manda a los guardias que le acompañan que la emprendan a tiro limpio con todos los demás, desenlace vulgarísimo pero obligado en todas nuestras comedias titiriteras. Pensaría cualquiera que para majar todo este aparato y hacer tanta bulla hay tres o cuatro por lo menos tras de la cortina; pero si la alza se desengaña: tras ella sólo verá a José dando a intervalos sobre los tambores con una mano, tocando los platillos con un pie, estremeciendo un chinesco con la cabeza, pasándose un verdadero rosario de pitos, cañas y flautines por la boca, llenos los dedos de anillos de alambre que sostienen los muñecos. Allí, tras de aquella cortina, batalla José, suda, se agita, sopla, revuelve trastajos, baila los muñecos, toca polcas, valses, cancanes, sinfonías: despacha la tarea que pudieran meter ocho o diez.

Pero cuando le da por ejercer el arte de Bosco, Hermann y Macallister hay que verlo con su camisa de percal rojo sin cuello, de anchas mangas abiertas convenientemente, con su chaleco y pantalón negro lleno de bolsillitos invisibles, con la ancha correa de cuero terciada sobre el pecho y que sujeta una gran bolsa repleta de cubiletes, bolas, barajas y demás objetos necesarios para los juegos de prestidigitación. Su sombrero calañés y su acento macarrónico, que es el que más se estila en explicaciones de magia y escamoteos, le convertirían en un verdadero campesino del Tirol si el color negro de su piel no fuera parte a quitar la ilusión. Dedicado a explotar esta productiva habilidad, José queda convertido en otro hombre: ceremonioso, atento, de verbosidad notable; ha recorrido las primeras capitales de Europa y Francia, de América y los Estados Unidos, sí, señor; silba mucho las eses, ostenta condecoraciones y medallas en el chaleco; una de ellas, la de hojalata dorada, se la dio el emperador de Roma; otra, la que tiene por esmeralda, un pedazo de vidrio verde, se la dio el zar de Dinamarca; muy fino; muy erudito; habla muchos idiomas y el español con notable acento extranjero. Si se le preguntase si él era quien bailaba los muñecos, enseñaba al mono, o hacía representar los títeres, abriría tamaños ojos y tamaña boca, no, él no; ¡qué ocurrencia!, ésos serán otros negros callejeros, él no se ha dedicado a otra cosa que a hacer suertes, como ustedes lo pueden ver, señoras y señores, después que arme su mesita portátil, tome en sus manos la varita mágica, saque de la bolsa cubiletes y bolas, meta éstas bajo aquéllos, les dé un golpecito, les diga pasen, y efectivamente las bolas desaparezcan sin que se adivine por dónde. Luego, con aquella precipitada jerga de palabras raras y extravagantes, pide una moneda, se frota las manos, según dice con objeto de llenarlas de fluido magnético, manda a la moneda que pase de una mano a otra, o de la mano a la mesa, o que desaparezca dentro de un pañuelo, o que se introduzca en la nariz de un espectador, el cual por instinto se lleva la mano al rostro para cerciorarse, pero el hábil escamoteador le convence, sacándole no sólo una moneda sino todo un chorro de ellas en medio de la general hilaridad. Para lo último deja la suerte más peliaguda, que es, sin disputa, la de tragarse la espada, suerte que exige mucha, mucha limpieza y preparativo, a juzgar por lo serio y tieso que se pone, la actitud grave que toma cuando va metiéndose poco a poco la pulida y brillante hoja de acero por el gaznate, el silencio que recomienda a los espectadores; suerte, además, muy peligrosa, sobre todo para los muchachos que la presencian porque una hora después o al día siguiente procuran imitar a José metiéndose por la boca cuanto pedazo de palo encuentran y, si se ofrece, un bastón de estoque o un cuchillo de mesa.

José es también asiduo cultivador del arte musical: toca el acordeón, la filarmónica, conoce algo la flauta, la guitarra, el clavicordio, la zampoña y la gaita. A menudo sale con un órgano de Barbería que tiene en combinación una gran trompeta y sobre cuya caja bailan varias figurillas de palo las cuales presentan, en cuanto concluyen la danza, un par de panderetillas para que se arrojen en ellas algunas monedas.

No es José el charlatán gracejo que provoca siempre la risa con frases groseras: tiene la discreción y el tino necesario para colocarse al nivel de su auditorio y acomodarse a sus gustos; por eso lo mismo se encuentra ejecutando sus habilidades en el muelle, en las calles y tabernas, que en las salas de las casas más aristocráticas complaciendo siempre a todos. Lo cierto del caso es que hace muchos años que lleva esa vida independiente de bohemio ejerciendo su oficio, con el cual, a trueque de algunos reales, proporciona y seguirá proporcionando al público de La Habana no pocos ratos de entretenimiento.

La Habana Elegante, Habana, 11 de julio de 1886.