Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Crisis de los predicadores y de los sermones y otros escritos: Epistolario (1747-1777)

José Francisco de Isla




Advertencia

La idea de estas cartas no es arbitraria o fingida. Pasó al pie de la letra lo que digo en el párrafo tercero de esta mi primera carta. Un amigo mío me pidió que le diese escritas estas observaciones. Yo se lo ofrecí, y ahora lo cumplo, aprovechando el tiempo que logro de presente, y que naturalmente no lograré tan desembarazado en adelante.

Hágome cargo de que el asunto pide años, estudios y experiencia, y que ninguna de estas tres cosas tengo en el grado en que el asunto las pide. Pero si el que me pidió esto, piensa que las tengo, o se contenta con las que me asisten, ¿por qué no he de darle yo ese gusto? Fuera de que, o mis observaciones son justificadas, o dejan de serlo: si lo son, nada pierden de su eficacia por mi escasa edad o insuficiencia, antes bien eso mismo las añadirá vigor y fuerza. Pues no puede menos de ser error enorme el que observa <hasta> un mozo iliterato e inexperto. Si no lo fueren, yo solo soy el que pierdo; y siendo esto así, yo me perdono a mí mismo esta pérdida, con segura confianza de que también me la perdonará Dios, a quien están patentes todos mis pensamientos e intenciones.

Bien creeré que muchos no dirán poco acerca de este escrito, si por algún lado se les descubre el autor. Pero estos podrán poner al Papel el nombre del autor que mejor les pareciere, y con sola esta diligencia quedarán enteramente satisfechos y alabarán hasta los cielos esta obrilla. Estos son hombres de buena fe, que no buscan la tienda por los géneros, sino los géneros por la tienda. Yo desde luego confieso francamente, que ni sus alabanzas me pondrán a riesgo de que me envanezca, ni sus desprecios en parage que me exaspere.

Finalmente prevengo, que así como no tengo la vanidad de instruir, así tampoco escribo con intento de chocar. Si acaso hubiere alguno a quien no armare lo que digo, y quisiere impugnarlo, hágalo en buena hora, y con el seguro de que quedará por él el campo de batalla. Porque si me hicieran la guerra con apodos y chocarrerías, aténgome a lo que dice juiciosamente el eruditísimo Feijoo, que en ese género de armas jamás se ha ejercitado. Si me impugnaran con razones, tampoco pienso responderlas; porque eso sería un proceder en infinito, y practicar lo que dice aquella vulgar coplilla de arrojómelas y arrojéselas. Así como estoy cierto de que no me convencerán las razones de quien me impugnase, así estoy seguro de que mis respuestas harían poca fuerza a mi impugnador; con que si las cosas se han de quedar como estaban, después de perder mucho tiempo, y acaso no poca paciencia, quédense así antes de perder ni la paciencia ni el tiempo.






ArribaAbajoCarta Primera

De un Jesuita mozo a un Profesor amigo suyo


Muy Señor mío y Amigo.

1. Pocas Facultades hay que sean forasteras en el no vulgar ingenio de Vm: a muchas da domicilio, y a las más extrañas las trata con familiaridad. Pero entre todas, le merece con justicia especial inclinación la sagrada tarea del Púlpito. Mirala como empleo que, según el curso regular, ha de ser muy frecuente en su destino, habiendo enderezado la proa de sus estudios hacia el piadoso rumbo del estado eclesiástico. Lo que tiene de especulativo esta difícil Facultad, no lo ignora Vm; pero su práctica no se la ha concedido la experiencia, porque se la han negado los años, que no son muchos. Sabe Vm que en todas las ciencias hay mucha distancia de entender las reglas a practicarlas; pero en la ciencia de predicar bien, siendo raros los que entienden los preceptos, son rarísimos (especialmente en nuestra España) los que los ejecutan.

2. Este asunto le dio repetidas veces a nuestras conversaciones y discursos. En ellos me oyó Vm algunas reflexiones ya propias ya aprendidas en los libros. Y todas enderezadas a lastimarme de la ignorancia que había o que se afectaba en el punto de predicar bien. Hay tantos modos de predicar, como hay de Predicadores; cada cual predica a su modo, y es muy raro el que tiene modo bueno. Dijo bien un Moderno celebrado, que no hay arte más fácil, pues vemos que apenas se encuentra religioso sacerdote o teólogo manteísta que no predique sus sermones. No la hay mas difícil, pues siendo tantos los que predican, son tan pocos los que saben predicar.

3. La frecuente repetición de estas máximas o sentimientos motivó en Vm un acto de excesiva humildad, y en mí <otro> de no inferior confusión. Pidióme Vm que le diese escritas algunas reglas generales de las que yo había observado o aprendido, concernientes a ejercitar con acierto este Arte dificultoso. Verdaderamente ha sido necesaria toda la satisfacción que una larga experiencia me ha hecho tener de la realidad de Vm, para no creer que en semejante petición me hacía una indigna lisonja o una pesada burla. Tengo muy presente la no menos discreta que piadosa sentencia del espiritualísimo Padre Diego de Paz: es orgullo pueril y propio de genios aniñados, hacer de los maestros los que apenas se hallan en parage de aprender como discípulos. Puerile est ut magistrum sapias, cum vix discipuli gradum obtineas. En esta suposición, conociéndome yo como me conozco, no extrañe Vm que me faltase poco para dudar, si, con su demanda quería exponerme a ser objeto de esta sentencia.

4. Pero la sinceridad de Vm no da lugar a esta presunción. Creo firmemente que Vm habla de veras, aunque me conoce, y que no pretende que yo le enseñe como maestro, sino que le comunique mis reflexiones como amigo. Harélo con gusto, y esforzaréme a no dejar quejosa su amigable confianza.

5. Desde luego preveo que mi opinión en este punto ha de parecer a muchos o demasiadamente rígida o nimiamente escrupulosa; pero como no pretendo hacer escuela, sino manifestar mi dictamen, dejo a cada uno libre la censura, y merezco que también me dejen libre la declaración de mi sentir. Sin embargo no desconfío que algunos la subscriban, y más cuando no sale al campo sin las armas de la razón, ni sin el respaldo de un Padrino.

6. Años ha que el Ilustrísimo y Reverendísimo Señor D. Cristóbal Soteri, Abad de Santa Cruz, pidió a un Jesuita docto, amigo suyo, lo mismo que Vm me manda a mí. Suplicóle que le dispusiese un breve tratado para su uso, donde enseñase el modo de predicar un sermón con prudencia, y de disponer el papel con método, y de manejar la Sagrada Escritura con inteligencia y solidez. Todo lo ejecutó felizmente el Jesuita y en un conciso escrito, que intituló Rudimento del predicador cristiano, trató estos tres puntos con idioma latino con tanto acierto, que reimpresa su obra en varias partes, mereció la aprobación de toda la corte Romana y el aprecio de los hombres más eminentes de su siglo. Este Padrino ha de defender mis dictámenes, o por mejor decir, los dictámenes de este Jesuita son los que tengo que copiar. Casi no haré más que decir en castellano lo que él escribió en latín. Seguiréle en el método como en las sentencias; y aunque yo añada algunas reflexiones, no necesitarán de rayas o letra cursiva para distinguirse, así como los borrones en el papel no necesitan de título para conocerse.




ArribaAbajoDiscurso Primero

El Predicador prudente



ArribaAbajo- I -

El Predicador prudente


1. Las cosas regularmente se explican mejor por lo negativo que por lo positivo. Un objeto hermoso no sólo brilla más, sino que se conoce mejor en contraposición de otro objeto feo. Y para aprender una facultad, muchas veces enseñan mejor los errores de los ignorantes, que los doctos preceptos de los entendidos. Por eso el otro celebrado músico ateniense, para enseñar a cantar bien a sus discípulos, llevaba a su escuela los que cantaban peor en toda la república. Esta misma máxima pretendo yo seguir. Para retratar a un prudente predicador, quiero describir primero a un predicador imprudente; pintaré a éste mientras que miro al otro, a imitación de aquellos pintores, que para hacer el retrato de un ángel, empiezan describiendo un monstruo.

2. Pero debo prevenir, que aunque pretendo hacer un retrato del predicador imprudente, no es mi ánimo señalar a esta copia algún determinado original. A todos pinto y a ninguno copio. Y así como es difícil que se encuentren en un sujeto solo todas las imperfecciones que señalo, así es muy fácil que se hallen muchas en algunos; pero ni a estos ni a aquellos determino. Puede suceder que tal o cual tropieze en muchas señas o facciones que le representen; y si esto fuere así, atribúyalo al acaso y no a la intención o al estudio.




ArribaAbajo- II -

3. El primer punto y como capital de la prudencia que debe acompañar a todo orador evangélico, si hemos de creer a los varones cuya santidad y elocuencia los hicieron maestros de esta grande facultad, es el cristiano fin de sus sermones. No se ha de despreciar el agrado, pero se ha de atender principalmente al provecho; y de tal manera se ha de captar la benevolencia del auditorio, que ésta sólo sirva como de medio para lograr la utilidad. Desengáñense los predicadores, que nada deleita más dulcemente a los oyentes, por desarreglados que sean, que aquellas piadosas afecciones, que insensiblemente se van insinuando en sus almas, y con que suave, pero poderosamente se sienten retraer de aquellos vicios, que ellos mismos aborrecían, pero que miserablemente los arrastraban.

4. A todos parece bien el semblante de la virtud, y ninguno hay que en el fondo no mire con odio al pecado. Pero puede más la pasión que el conocimiento; y (ninguno hay: tachado) raro se encontrará que no se alegre de que le pongan en paraje en que venza el conocimiento a la pasión. Esto hacen los predicadores que atienden al aprovechamiento de sus oyentes; introdúcenles el desengaño con las dulzuras del gusto, o por mejor decir, buscan el camino del gusto por la senda del desengaño.

5. Por el contrario, un predicador imprudente finge, no sé por qué motivo, que hará fruto en las almas, como deleite a los oídos; figurándose no sé qué correlación entre la afectada elegancia de las voces y la piadosa moción de los afectos. Como vea muchos coches a la puerta de la iglesia, y lleno el Auditorio de aquel género de gente huida y holgazana, que del mismo modo concurre por la mañana al sermón, que por la tarde a la comedia, le parece que es el mayor predicador del mundo. Si un hombre docto, pero astuto y lisongero, y si un amigo suyo tan fácil como ignorante, le da la enhorabuena, diciéndole que ha dejado asombrado al auditorio, da por bien empleada su fatiga, y piensa que ha conseguido mucho con su sermón, aunque no consiga más.

(6. Falta)

7. Un predicador de este jaez, apenas dirá cláusula sin alguna descripción. Aquí hay un cuadrúpedo viviente, ligero parto del viento, que hilvana polvo y espuma argentada de nieve. Allí se ve un enlutado ciprés, que para simbolizar el dolor, con su misma figura forma en el aire un Ay! piramidal. En otra parte se descubre una esmeralda vegetable, que se deja ultrajar de los brutos, y tal vez pasa a ser infeliz substancia de las fieras. De estas y otras buscadas pinturillas llenan sus comparaciones, pareciendo estos adornos en los panegíricos lo mismo que parecería un hábito largo o una garnacha sembrada de listones colorados.

8. Pero dicen que también los más elocuentes Padres de la Iglesia usaron estas descripciones. Así es: usáronlas tal vez, cuando ellas naturalmente se venían, pero no las buscaban con estudio. Usáronlas por lo común, no cuando predicaban los sermones, sino cuando los escribían; o si alguna vez las practicaron cuando predicaban, eran no más como sainete de alguna función extraordinaria, de algún especial regocijo, no como el plato principal de toda su exhortación. Fuera de que los Padres de la Iglesia eran Prelados y Santos, cuya autoridad daba fuerza a sus palabras; cuya virtud les hacía pasar por oráculos, siendo cada expresión una sentencia y cada cláusula un argumento ineluctable.

9. A esto se añade una reflexión, que se me hace muy creíble. Ésta es, que los Padres de la Iglesia no dejaron escrito todo lo que predicar<on> al Pueblo en sus sermones u homilías. Muchos sermones de S. Ambrosio apenas ocupan media llana. Y quién se ha de persuadir a que sólo predicó lo que escribió? Ni cómo cabe en tan concisas exhortaciones aquella triunfante eficacia, que rindió a toda la elocuencia de Agustino, ni aquel laborioso y continuado desvelo, que confiesa el mismo S. Ambrosio, le costaban sus sermones consumiendo en su composición el estudio de muchos días? Así que es muy verosímil, que los Santos Padres sólo escribieron aquella parte de sus sermones en que dejaron correr con algún estudio la elocuencia; pero el nervio doctrinal de las razones, y el invencible escuadrón de eficaces argumentos con que combatían el error y dilataban los límites al imperio de la virtud, lo fiaban por lo común a su natural estilo, sin el socorro de la pluma, ni las prolijidades del papel.

10. Son las figuras o adornos de la retórica en los sermones, lo que las especies en la comida: echadas con tiento, la sazonan; pero si se carga de ellas, la hacen desapacible. Cualquiera especie que sobresalga, se nota como descuido o defecto del cocinero. El padre de la elocuencia cristiana, S. Juan Crisóstomo, usó en sus Panegíricos las descripciones, las antítesis, las prosopopeyas, y todos los demás condimentos de la oratoria; pero con tal sazón y templanza, que se gustan, y apenas se conocen. S. Basilio el de Seleucia, su discípulo, quiso imitar a su maestro, mas propasóse algún tanto, como lo advierte Phocio, de manera que en algunas partes todo quiso ser miel y todo oro: totus melleus, totus aureus esse voluit. La demasiada dulzura empalaga, y la mucha brillantez confunde más que ilumina.




ArribaAbajo - III -

11. El predicador imprudente todo lo invierte y todo lo trueca: usa de todos los estilos, pero de todos usa mal. En los asuntos atroces es elegante, en los fúnebres, florido; en los serios, jocoso.

crimina vasis librat in antithetis, doctas possuisse figuras laudatur.

En la mesa del púlpito sólo sirve dulces, confituras y almíbar, pero no ofrece siquiera una onza de alimento sólido y substancial. Las heridas más mortales las (palpa: tachado) halaga, mas no las tienta ni las registra. Como aquellos necios cirujanos que, por una piedad cruel, dejan morir al enfermo porque no grite. Con semejantes sermones, quién se avergonzará de sus heridas? Quién conocerá que se muere, aunque esté ya a las puertas del infierno? Con todo eso estos son los sermones que se aplauden, estos se alaban, estos se proponen a la imitación como el non plus ultra de la discreción y de la elegancia. O confusión! O mala vergüenza! Cuántos hay que en veinte años de púlpito continuado apenas han convertido a diez almas? Y estos son oradores celebérrimos? O indignidad!

12. El manantial de tan perniciosos desórdenes es el mal entendido y peor practicado estudio de agradar a los oyentes. Vuelvo a decir que está mal entendido este deseo, porque a ninguno puede ser grato el engaño, a lo menos cuando se descubre. Son los predicadores unos fieles comerciantes en los géneros del cielo, cuyos compradores son los católicos oyentes. Vienen a comprar (paños: tachado) telas finas de preciosos desengaños; y no pueden gustar de que, en vez de telas, los vendan papel dorado. Bien puede suceder que muestren agradarse de tal género, robándoles el gusto la brillantez aparente; pero en descubriendo lo que es, ciertamente se llamarán a engaño, y clamarán por la restitución del tiempo que perdieron, y de la atención que los llevaron.

13. Algunos cubren este su ambicioso anhelo de agradar con el especioso pretexto de un buen fin. Dicen que quieren primero deleitar, para lograr después el mover; porque para rendir el fuerte de la voluntad, es necesario ganar el baluarte de la estimación. Que los primeros sermones son el cebo, que gusta y atrae, para que caiga más pesca con el anzuelo de los últimos. Y que en fin, para hacer fruto es preciso conseguir crédito. No lo niego. Pero es infeliz fama la que se logra con detrimento de las almas y con vilipendio del mismo Jesucristo. Desgracia será de la piedad y de la solidez, si por ella no se puede abrir camino a la estimación. Y es preciso que sea muy insensato el que se persuada, que unas palabras aéreas, insulsas y sin substancia, que sólo duran mientras se oyen, tengan más eficacia para conciliar crédito, que el peso de las sentencias y la gravedad de los desengaños cristianos.

14. Estoy tan lejos de persuadirme a esta necia opinión, que antes tengo por indudable la contraria. El tribunal del mundo hace justicia, y como no le pidan más que elogios y estimación de la virtud, nada escasea. Si todos practicaran lo que juzgan que debe practicarse, todos fueran arreglados. De aquí es que si se examinan las cosas como son, y no como parecen, todos estiman más a un Predicador que los desengaña, que a uno que los divierte. Bien puede ser que a éste le alaben, pero al otro le alaban y le veneran.

15. La verdad de esta proposición la convence a cada paso la experiencia. Apenas habrá ciudad o población populosa donde no se hallen algunos sujetos señalados en las prendas que llaman de púlpito, por esta línea del agrado. Cuando predican, concurren a oírlos los hombres, que se dicen de buen gusto; especialmente los jóvenes tertulios que han leído en Solís, Gracián y Saavedra, hacen empeño de acudir a estos discursos, sin más fin que aplaudirlos o censurarlos. En efecto, alaban sobremanera al predicador; dicen que en el mundo no se hallará hombre semejante; aquella elegancia, aquella agudeza, aquel chiste, aquel gracejo, aquel desembarazo no tiene igual. Aquí paran, y parecen que no pueden pasar de aquí.

16. Pero llegue al mismo pueblo un misionero celoso; abra el teatro de sus apostólicas fatigas, entable una misión fervorosa. Aquí se ve claramente que los hombres gustan en la realidad de lo que antes parecía que los desagradaba. Los templos más capaces son estrechos para la muchedumbre, y es necesario salirse a las plazas y a los campos para satisfacer al auditorio. No solamente los ociosos y los discretos concurren a los sermones, sino que hasta los más ocupados procuran desembarazarse para no perderlos. Despuéblanse los lugares circunvecinos, y abandonando los labradores sus tareas, corren a porfía para llegar con tiempo a la misión. No se habla, ni se discurre, ni se trata, sino del celo de los Padres misioneros, de su fervor, de su eficacia, de la cristiana libertad con que predican los más sólidos desengaños. Tiene una santa envidia a los dueños de la casa donde habitan, y hace una grande vanidad el que los merece su confianza.

17. Ahora quisiera yo que se me respondiera de buena fe a esta pregunta: qué predicador hubo jamás semejante al que acabamos de describir arriba, que hubiese logrado tanto concurso ni tan universal estimación, como el más desgraciado misionero? Qué digo predicador? Qué farsa, por celebrada que fuese, ha merecido nunca tanto auditorio como una misión, aun la más desamparada? Cada día se ofrece en Madrid esta experiencia. Haiga una misión en la iglesia más retirada de la Corte, y se verá en ella mayor concurso con incomparable exceso que en los dos Patios juntos de Comedias, sin embargo de estar estos como en el centro de la Villa. Pues en qué consiste esto? Ciertamente no en otra cosa sino en que el gusto de los fieles no está, por la bondad de Dios, tan estragado como se piensa o como se finge. Ninguna cosa los agrada más, que lo que más los desengaña, y si tal vez muestran gustar otra cosa, es porque no encuentran otra cosa más. Culpa gravísima, que sólo carga sobre aquellos necios oradores, que yerran el camino del agrado, y sólo aciertan el de la perdición.

18. No se encamina o dirige esta doctrina a persuadir que siempre se han de predicar misiones. Éste es un error o una mala consecuencia que infieren de ella ciertos predicadores imprudentes o atolondrados, a quienes un afectado celo, si ya no es un genio pueril y precipitado los inclina siempre a dar gritos. La medicina de las misiones es sin duda muy eficaz para curar las enfermedades habituales del alma; pero pierde su eficacia en la continuación o en la frecuencia. Para que sane la dolencia habitual es necesario que no sea habitual el remedio. La consecuencia pues que se debe sacar de todo lo dicho es, que un prudente orador en todos sus sermones ha de atender principalmente al fruto, y después al agrado del auditorio, persuadiendose con firmeza a que el medio más eficaz para agradarle, es la prudencia y la solidez en instruirle.




ArribaAbajo- IV -

19. Hasta aquí hemos tratado de la imprudencia del Predicador en general, examinando solamente su raíz y su origen más común. Tiempo es ya de que nos acerquemos a descubrir más de cerca y más en particular esta misma imprudencia, buscándola por todas las partes que componen un sermón, y donde ella campea en pleno día.

20. In fine ne corrumpas, dice el sagrado Proverbio; pero los más de los predicadores toman su corrupción desde el principio. No les parece que empiezan bien, si no empiezan con una osadía. Suben al púlpito como quien sube a un tablado, haciendo alarde del garbo y del despejo, como si salieran a recitar una relación en un sarao, y no a predicar la palabra de Dios en una iglesia. Pónense el bonete con aquel mismo ademán airoso con que se planta el sombrero un comediante. Vuelven los ojos con afectada gravedad o con un ceño soberbio a una y otra parte de los oyentes, más a manera de quien los desprecia, que a modo de quien los mira. Esto se llama hacerse cargo del auditorio, y yo lo llamo no hacerse cargo de la urbanidad ni de la atención; pues se atreven a ejecutar con todo un pueblo o con una comunidad respetuosa y venerable, lo que no osarían hacer con un particular, si le visitaran en su casa. Otros adelantan más la naturalidad o el desahogo. Escupen, aunque no tengan necesidad; tosen ruidosamente ahuecando la voz, para que crezca el estrépito; gargean (sic) con magestad desdeñosa y tremolando un pañuelo muy profano, se limpian con mucho sosiego, puntualmente como si vinieran allí sin más fin que a hacer ostentación de sus pestes e inmundicias.

21. Estas acciones con ser de suyo tan disonantes, son sin embargo los preludios más frecuentes, y pareciendo mal a todos referidas, habrá muchos que las aplaudan practicadas.

22. Quieren empezar a decir, y apenas han articulado el primer acento, cuando ya están las manos navegando fuera del púlpito; y arrojan todos los brazos a una y otra parte, más como quienes reman, que como quienes accionan. Ya se sabe que han de hablar tanto las manos como la lengua; semejantes a aquellos organistas poco diestros, que hacen más ruido con el golpe de las teclas, que con las voces de las flautas. Son las acciones criados de las palabras: para que éstas salgan con decoro, han de acompañarlas muchas veces, pero no siempre; porque ésta más sería esclavitud de las palabras, que sugeción de las acciones.

23. Convengo en que se han de hacer las pinturas con viveza, pero no tanta que se quieran hacer presentes los objetos con todas sus circunstancias; porque esto está expuesto a gravísimos inconvenientes. Oí en una ocasión a cierto predicador zeloso declamar contra los bailes; y ponderando los peligros de esta diversión, pintó a una dama con tanta menudencia, que causó en el auditorio no poca disonancia, dudando algunos si había sido más peligrosa la pintura, que el objeto que pintaba. El pueblo donde sucedió es muy numeroso; y sin embargo de haber pasado algunos años, está la memoria de este caso tan fresca, como el primer día. Verdad es que este descuido del orador en nada perjudica a su celo, sin duda fervoroso y muy acreditado.

24. Todo predicador se ha de hacer cargo de que no es lo mismo describir que remedar. La descripción puede tener lugar en el púlpito, pero no el remedo. Las descripciones de los objetos más ridículos pueden ser graves y decentes; pero el remedo de los objetos más graves necesariamente ha de ser ridículo, siendo remedo. No es la cátedra del Espíritu Santo para las truhanerías del Momo ni para las bufonadas de Agamemnón o graciosidades de Roscio, todos tres eminentes en el arte de remedar. Conozco a un predicador que refería el caso de cierto infeliz cadáver, a quien acometió el demonio en figura de un negro mastín para despedazarle. Guardaba el cadáver una vieja, que hacía sus esfuerzos para ahuyentar al mastín, y el predicador, para remedar a la vieja, rugaba la cara, avejentaba la voz, y en ademán de quien daba palos al perro, andando a una y otra parte del púlpito gritaba: sal aquí, tus tus, con grandes risadas y aplauso del auditorio. Qué sucedió? Que el tal predicador hasta el día de hoy es conocido en aquel pueblo por el nombre de tus tus, el de la vieja. Fruto sin duda correspondiente a su talento de remedar y premio muy proporcionado a su trabajosa fatiga.

25. No son menos reprensibles los gestos y visages que algunos practican en los sermones. Abren los brazos, encogen los hombros, rugan la frente, hunden la cabeza, encasquétanse hasta los ojos el bonete o le dejan como precipitarse hacia una oreja, formando unas figuradas más propias para mover la risa, que para excitar el terror o la veneración. Predicadores parecidos a aquellas sacerdotisas de Apolo, llamadas comúnmente pitonisas, a cuyo espíritu profético precedía siempre un furor diabólico, y no acertaba a dar el oráculo, si primero no se descomponía el órgano. No se convencen los ánimos con gestos, sino con razones; y los visages sólo sirven para espantar a los niños, pero tienen poca eficacia para mover las voluntades.

26. Los gritos continuados o la voz esforzada con demasía sólo es oportuna para quebrar la cabeza del auditorio, y cerrar el pecho al predicador. Algunos empiezan el sermón como si entonaran una antífona. Pero levantan tanto el punto, que después se ven precisados a seguir una monotonía continuada. Exaspérase la voz, destémplase la garganta, y tediosos los oyentes se entregan a la impaciencia o al sueño. Esto es lo que se saca con los gritos importunos. La voz en los sermones solamente se ha de esforzar la que basta para que se oiga con distinción lo que se dice. Tal vez será necesario levantar el grito para alguna exclamación vehemente o alguna reprensión acre; pero ha de ser con mucha prudencia y con poca continuación. Un grito a tiempo aprovecha, pero gritar a todo tiempo descalabra.

27. El doctísimo y religiosísimo P. Luis de Losada predicó, entre otros, un sermón de Cuarenta Horas en la iglesia del Colegio Real que tiene la Compañía en Salamanca. Era el discurso como de un autor en todas materias consumado, grande la ingeniosidad, suma la solidez, y ponderoso el nervio de las razones. Proponíalas con aquella naturalidad y pausa, que es propia de su genio vagaroso y sosegado. Oíale el auditorio con una atención que se parecía mucho a reverencia, mostrando en la suspensión de los ánimos lo convencido de los entendimientos. Así estaban dispuestos los oyentes, cuando de repente dio el predicador un grito, con tanta oportunidad, que gravándose altamente en los corazones de todos, varios sugetos, con quienes he hablado de este asunto, y se hallaron conmigo en la función, le tienen tan presente como si acabaran de escucharle.

28. Acordábase sin duda este celebérrimo jesuita de lo que él mismo había escrito con feliz y diestra pluma en la Vida del apostólico misionero, docto y venerable Padre Gerónimo Dutari. Cuando se hallaba Maestro en el Colegio de Salamanca, enseñaba, dice, a la juventud religiosa que ennoblecía aquellos Reales Estudios, a manejar el tono de la voz, sin elevarla ni abatirla fuera de tiempo; y sobre esto ponderaba con mucha sazón el despropósito de un predicador que, para citar a Arias Montano, daba un grito inoportuno, acompañado de una recia palmada.

De este despropósito se ríen muchos que, si se examinaran bien, sin salir de sí mismos hallarían abundante cosecha de despropósitos semejantes o mayores, de que debieran reírse o avergonzarse

29. No desdicen menos de la prudente gravedad del Púlpito ciertas modales en acciones y palabras, que aun el comercio civil abomina como indecorosas en las personas de juicio; ciertos desdenes afeminados, que se estudian en la Escuela de los dengues; ciertos ademanes desenvueltos que se aprenden en las tablas, un quita allá, un eso no, un ya se ve, y otras clausulillas a este tono, acompañadas de cierto retintín, con su poco de desenfado en las acciones y meneos, sobre dar a entender la mala cabeza del que predica, hacen despreciables sus mejores pensamientos para con las personas de madurez asentada. De semejantes predicadores sin temeridad se puede discurrir que con sus sermones sólo atienden a galantear al auditorio o a todo o al parte de él. En el púlpito se ha de respirar una circunspección magestuosa, y el menor tufo de orgullo o de presunción es intolerable.

30. El tono de la voz se ha de ajustar al carácter de las cosas que se refieren, o de las personas que se representan: debet rebus ac personis congruere. Esta máxima que, practicada con juicio y con prudencia, es el mayor lustre de un predicador, usada como la usan muchos, ocasiona extravagancia. Los más la entienden de manera que causa compasión.

31. Refieren, verbi gratia, la sagrada Historia de la acerba Pasión de Jesucristo. Llegan al afrentoso paso de la bofetada. Aquí mudan de repente la voz, y fingen como que lloran, componen el semblante como quien se lamenta, levantan al cielo las manos como quien se lastima, hacen meneos de quien se despedaza por el dolor y sentimiento, hablan a Jesús con tono doloroso y compasivo, vuelvense al auditorio con voz triste, lánguida o desmayada, y concluida la ponderación del paso con todos estos ademanes, prosiguen la narración con una voz sana y entera, y de repente se restituye el semblante a su natural estado y serenidad. Quién habrá que no conozca que todas aquellas demostraciones fueron afectadas y fingidas? Puede suceder que hagan llorar a una simple vejezuela; pero a todo hombre de juicio, en vez de llanto, le causarán risa y desprecio.

32. Para que el auditorio llore, no es necesario que afecte llorar el predicador. Propóngale con gravedad y con sentimiento de lo que dice, asuntos dignos de llanto, y verá como no lo reprime. Ni mucho menos conduce para sacar lágrimas, el pedirlas o el instar por ellas. Los afectos se mueven, pero no se mandan; y el arte para moverlos consiste en la substancia de lo que se dice, y en la sinceridad con que se propone.




ArribaAbajo - V -

33. Hasta aquí hemos discurrido por las acciones externas y meramente materiales, que constituyen un predicador menos prudente. Sacamos a la vergüenza los defectos de la persona, pero no hemos tocado en los errores del sermón. Descubrimos, por decirlo así, la rusticidad de los pinceles, sin correr la cortina a las monstruosidades de la pintura; y no basta que sea el pincel grosero, para que salga defectuoso el retrato; pues no debemos menos primores a los borrones del lápiz, que a las sutilezas del buril. Veamos pues los errores más comunes, de que suelen estar llenos los sermones, discurriendo por cada una de sus partes con la mayor brevedad.

34. La primera parte de que se compone un sermón, es el Exordio; y sin embargo de ser la menos difícil de todas, suele ser entre todas la que da más a conocer la imprudencia del predicador. Aquellos hombres supersticiosos, que heredaron de la Gentilidad la necia observación de los acasos para formar el pronóstico de los sucesos, suelen tener a mal agüero, si al salir de casa tropiezan en el umbral de la puerta. Lo cierto es que, si tropezando se quiebran la cabeza, es agüero bien infeliz; pero, si no les sucede más desgracia que el tropiezo, no habrá más infelicidad que la de dar crédito al pronóstico, concediendo fueros de profeta, aunque melancólico, al acaso. Con todo eso, ésta que por lo demás es observación supersticiosa, se puede decir que deja de serlo respecto de los sermones. Cuando un predicador tropieza en el umbral del sermón, esto es, cuando da de hocicos en el exordio; cuando lo mismo es comenzar a decir que empezar a desatinar, infeliz agüero, mal pronóstico: señal de que no dirá cosa de provecho en todo el discurso del sermón.

35. Por tropiezo y por enorme reputo yo el de aquellos predicadores que comienzan pidiendo silencio y atención al auditorio. Estos merecían que les respondiesen los oyentes lo que respondió Polícrates a un embajador de la república de Atenas. Puesto el embajador en presencia del rey, dio principio a su oración de esta manera: vengo aquí, o Polícrates, a que me oigas. -Pues a eso mismo, respondió Polícrates, estoy aquí. Adsum, o rex, ut audias me. Et Policrates: ad quid igitur et ego adsum? Ven que, apenas suben al púlpito, cuando luego se sigue en todo el auditorio un alto y poderoso silencio, semejante a aquel que se hizo en el cielo y de que se hace mención en el Apocalipsis: Et factum est silentium in medio coelo; que todo el concurso los está mirando con tan ansiosa atención, que parecen quieren los ojos usurpar el oficio de los oídos; reparan que todos reprimen aun las acciones más naturales y menos libres de escupir y de limpiarse, por no embarazar o por no interrumpir la percepción de sus palabras; y con todo eso comienzan pidiendo silencio y suplicando atención. Extravagancia risible y muy parecida a la tema del otro sordo que, para disimular su sordera, daba en la manía de que todos le hablaban alto; y yendo a visitar a un enfermo, que acababa de espirar, se acercó a la cama donde estaba el cadáver, y al punto se apartó, diciendo que no podía estar allí, porque aquel hombre le quebraba la cabeza con sus gritos.

36. Cuando comienza el sermón todos están atentos por lo común, y pedir que callen los que no hablan, es dar a entender muchísima necedad o grandísima sordera. En los sermones, particularmente de misión, donde suele haber mucho concurso y consiguientemente grande bullicio y murmurio, se hace silencio antes de comenzar a decir, pero no se comienza a decir mandando hacer silencio. Fuera de que las más de las veces, para que todos callen, basta ver en el púlpito al predicador; y si no callan por el gusto o por el interés de oírle, dificultosamente callarán por los respetos de obedecerle. Cuando va entrando más adelante el discurso, se suele ir perdiendo la atención por la facilidad con que se distrae, y por la dificultad con que se contiene. Entonces convendrá, no tanto pedirla, cuanto excitarla, o proponiendo algún asunto que singularmente la entretenga, o encargando al auditorio que no la dé lugar a que se distraiga. Pero comenzar a predicar pidiendo que se atienda, generalmente hablando lo tengo por impropiedad igualmente reformable que reprensible.

37. Auditores infensos vix unquam habet orator christianus, dice con discreción un Jesuita moderno. Un orador evangélico casi siempre tiene muy de su parte al auditorio, y casi nunca le tiene contra sí; pero si está impresionado, dificultosamente le aplacará con preámbulos ni exordios. No necesitan de estos las oraciones del género deliberativo, cuales son los panegíricos y los sermones morales. En estos, habiendo propuesto el tema, desde luego puede entrarse el predicador en la proposición del asunto. Pero es de advertir que por nombre de proposición no entiendo solamente aquellas precisas palabras que explican el punto a que ha de dirigirse la oración; entiendo sí todos aquellos preámbulos o prenotados que son necesarios para que el predicador entable su asunto, sacándole del evangelio, y para que el auditorio se haga cargo de él, entendiendo el fundamento o la congruencia con que se le propone. De otra manera, introducirse ex abrupto en la pura proposición del asunto, luego que se expone el tema, sería por lo común grandísimo despropósito.

38. Por ejemplo, si un predicador, haciendo el panegírico de la heroica Madre Santa Teresa de Jesús (cuya ilustre memoria celebra hoy la Iglesia católica) propusiese por tema el evangelio que la aplica: Simile est regnum coelorum decem virginibus..., y empezara luego su sermón diciendo así según eso: ninguna virgen es más perfecto símbolo, ninguna es más parecida copia del Reino de los cielos que la virgen y Madre Santa Teresa, pues su corazón, encendido con el fogoso ardiente dardo del serafín, fue la más viva lámpara que ardió hasta aquí en obsequio del divino Esposo. Esto se ha de predicar, y para predicar bien esto, necesito de la gracia. Ave María'. Vuelvo a decir, que si un orador hiciera esta proposición tan repentina, cometería un enorme despropósito y sería justo acreedor a las carcajadas y el desprecio del auditorio. Todos se mirarían unos a otros y mutuamente se preguntarían con los ojos, qué significaba aquello de las lámparas, a qué venía lo del serafín, y qué alusión tenía quello del esposo.

39. Pero si este mismo predicador, después de proponer la letra del evangelio, explicase con juicio, que en la interpretación más común de los Santos Padres, por el nombre de lámparas ardiendo se entendían los corazones inflamados con el sacro fuego del amor divino, y declarando el prodigioso caso de aquel serafín ardiente, que con un dardo encendido pegó el fuego inextinguible de este divino amor en el corazón de la Santa Madre, fundase en esto el asunto, sacando la proposición que arriba dejamos escrita; este tal se introduciría sin violencia y desde luego en la proposición, ahorrando exordios ridículos y omitiendo preámbulos impertinentes.




ArribaAbajo - VI -

40. Tales son en mi sentir los que suelen hacer muchísimos necios predicadores, que no aciertan a dar principio a sus sermones sin pedir socorro a los delirios de la ciega gentilidad. Ya se sabe que el asunto se ha de fundar en una fábula, y que el principal apoyo de la prueba ha de ser un sueño vano o una torpe imaginación de un poeta delirante. Los Santos Padres, que revuelven estos predicadores, son los mitológicos; su Biblia es el Theatro de los Dioses, y para ellos Virgilio y Claudiano tienen lugar de Crisóstomo y Ambrosio.

41. Un predicador de estos no sabrá perorar de Santa Teresa, ni acertará a explicar la parábola de las diez vírgenes del evangelio, si primero no saca a plaza las vírgenes vestales, y hablando de las lámparas, ciertamente saldrá a lucirlo aquel fuego inextinguible que llamaban sacro los gentiles, y ardía perennemente ante el altar de Júpiter conservador. Pues qué, si se trata del dardo con que el serafín traspasó el corazón de la Santa Madre? Será preciso abrir el paso a este prodigio, haciéndose atrás el dardo de Agamemnón, la saeta de Alcides y el mismo ciego Cupido, convertido en flecha, cuando vio disparadas infructuosamente todas las de la aljaba.

42. Qué despropósitos tan ajenos de un orador evangélico! La disonancia de este género de erudición en las sagradas composiciones del púlpito, por sí misma se viene a los ojos, y basta representarla para conocerla. Quedarán bien confirmados los misterios de la fe con los sueños del gentilismo? En este error incurren por lo común los predicadores mozos, que han leído más en el Panteón de Pomey o en la Oficina de Ravisio, que en la Sagrada Escritura. Pero tienen la culpa los que les permiten subir al púlpito, sin registrar primero sus sermones. Y serán más reprensibles, si por una condescendencia delincuente, por no mortificar o no dar que sentir a los autores, se contentan con reverlos sin pasar a corregirlos. Semejantes revisores son parecidos a aquellos malos enfermeros que a un mismo tiempo lisonjean el gusto de los enfermos y de los sacristanes, dando a los unos ganancia, por no dar a los otros pesadumbre.

43. No reprendo absolutamente todas las alusiones a las fábulas del gentilismo. Tal vez pueden ser oportunas en los sermones como no se haga más que tocarlas de paso o sobre la marcha o por modo de comparación o símil, pero siempre pasando por ellas brevemente y tratándoles con desprecio. Lo que abomino como intolerable abuso es que se funde en ellas el discurso, que traigan para prueba de algún pensamiento, o de alguna manera formen o sean parte del sermón. Todo esto es muy ajeno de la cristiana oratoria, en cuyas composiciones sólo debe entrar como nervio principal la razón, la Sagrada Escritura, las sentencias de los Santos Padres y los ejemplos de las historias eclesiásticas.

44. Bien sé que los Padres de la Iglesia se valieron mucho de las erudiciones gentílicas para apoyar sus discursos y confirmar sus pensamientos. Pero esto era en aquellos primeros siglos, en que reinaba aún la idolatría, y se dirigían principalmente estos discursos para convencer a los gentiles. Entonces diestramente se les hacía la guerra con sus propias armas, y para convencerlos de la verdad de un Dios solo, era necesario hacerlos ver en sus mismos escritos la disonancia de muchos. Citábanse también autoridades sacadas de aquellos mismos libros, que ellos veneraban como oráculos, en cuyas cláusulas inspiraba alguna deidad oculta, para manifestarlos la existencia de un Dios encarnado, hijo legítimo de una Madre virgen. Mas en un auditorio católico, qué fuerza harán las coplas de la Sibila para persuadir la Encarnación del Verbo Divino humanado y la integridad incorrupta de una Madre doncella?

45. Y de paso noto (aunque no es éste su propio lugar), que no sólo se deben desterrar de las composiciones evangélicas estos apoyos gentílicos, sino también todo género de expresión que tenga algún tufo de paganismo. Bien sé, que el uso común ha hecho algunas expresiones tolerables; pero no debe prescribir el uso contra la razón y así semejantes expresiones sin alguna modificación en la cátedra de la fe son insufribles. Por tales reputo aquellas cláusulas que introducen a la diosa Fortuna, como un personaje que gobierna las acciones humanas; especialmente cuando lo que a ella se atribuye, no se puede entender sin grande impropiedad de la Providencia Divina. Por ejemplo. La Fortuna se complace en abatir a los Grandes, celosa de su grandeza; o como dijo Juvenal, La Fortuna juega con muchos males, y cuando tiene gana de fiesta, ensalza hasta la soberanía más elevada la condición más abatida


Quales ex humili magna ad fastigia rerum
extollit, quoties voluit Fortuna jocari.


(Sat. 3)                


Éstas y otras cláusulas semejantes en que entra la Fortuna como persona que hace, y envuelven alguna expresión indigna de la Divina Providencia, no deben tener lugar en los discursos católicos. Salvo que se las añada alguna modificación que las temple, y (digámoslo así) las cristianice. Como cuando cierto académico de París dijo en un panegírico hablando de Luis XIV: 'En medio de tantos triunfos y prosperidades, si la Fortuna (o por mejor decir) aquella superior sabiduría que sólo parece ciega a la ceguedad humana, le trató como a los demás hombres; parece que sólo pretendía humillar la gloria de la Nación, para elevar el mérito del Príncipe'.




ArribaAbajo - VII -

46. Otro vicio igualmente común y no menos abominable en las proposiciones de los asuntos es entrarse a ellas con un borbotón de clausulones, un inmenso aparato de palabras, y un eterno follaje de voces estruendosas. Después de todo este ruido se para en proponer por asunto una paradoja, una cosa que tenga visos de imposible, una proposición que a primera facha parezca temeraria. Esto se llama valentía del discurso, arrojo de fantasía, ingenio verdaderamente arrebatado; y todo ello es así en la realidad, pero en sentido muy diferente del que pretenden los que esto dicen o imaginan. Es cierto que los tales tienen un discurso no sólo valiente, sino temerario; no sólo arrojado, sino precipitado; no sólo arrebatado, sino furioso y desenvuelto. Proponen cosas al parecer dificílimas, encontradas y tal vez con muchas apariencias de sacrílegas; llegase después a la explicación y a la prueba, y una de dos: o no se cumplen las magníficas promesas que se hicieron, o se da tal explicación a las proposiciones arrojadas, que los que parecían intrincadísimos enigmas, quedan después en unas verdades de Perogrullo, ridículas, insulsas y pueriles.

47. No ha muchos años que en una de las más célebres Universidades de nuestra España se imprimió un sermón de cierto religioso portugués al glorioso Patriarca San José. Y el asunto, que a manera de título de comedia lo pone luego en la frente del papel, fue decir que San José había sido más hijo del Padre eterno que el mismo Verbo divino, más padre del Verbo divino que el mismo Padre eterno, y más esposo de su esposa María que el mismo Espíritu Santo. Ve aquí una fantasía portuguesa, que en un instante sabe revolver a toda la Santísima Trinidad. Este sermón se imprimió con todas las licencias necesarias, y no faltaron censores del gremio del claustro, que no sólo le aprobaron, sino que le aplaudieron. Supongo que cuando llega el portugués a desentrañar y probar el pensamiento, toda aquella hinchada nube, que amenazaba granizo de herejías, se resuelve en comunes frialdades. Pero quién quitará que con todo eso la proposición sea mal sonante y piarum aurium ofensiva? El que después se explique, sea con solidez (que nunca sucederá en semejantes proposiciones) sea con puerilidad, no la quita la primera disonancia, ni embaraza el daño que puede ocasionar en muchos de los oyentes.

48. Demos caso que algunos de ellos (como sucede con frecuencia) se salgan al acabar la salutación y después de haber oído la proposición del asunto. No aguardan a la explicación ni a las pruebas, y llevando solamente en la memoria la proposición, tiénenla por verdadera en el sentido natural y obvio que presentan los mismos términos. Entran en sus casas, y sobre mesa se ofrece hablar de San José. Aquellos teólogos de corbata que (sostenidos también de algunos imprudentes teólogos de capilla) hacen consistir la devoción con este santo Patriarca en decir cien herejías, defienden con grande satisfacción y desenfado que S. José es Padre, es Hijo y es Espíritu Santo, y si se apura mucho, quizá más propiamente que las Personas de la Santísima Trinidad. Contradígaseles semejante desatino; clamarán y gritarán que es el evangelio; que así lo oyeron en el púlpito a un predicador muy hábil; y que cuando él lo dijo, lo tendría bien estudiado y digerido. Éste es el fruto que comúnmente se saca de semejantes asuntos.

49. Responderáseme que las proposiciones más sanas están sujetas a siniestras inteligencias; y que sería mucha infelicidad de los predicadores, si el corto alcance o la pasión de uno u otro le hubiera de servir de regla. No lo niego; pero ésta es desgracia común e inseparable de todos los que hablan al pueblo. En una marcha que hacía con su ejército Filipo, rey de Macedonia, llegó a un sitio hermoso, apacible y despejado, <y enamorado de él quiso que hiciesen alto las tropas.> Pero los oficiales le representaron que no era posible, porque no había allí pasto para la caballería y las bestias del bagaje. O qué desdichada vida es la nuestra (exclamó Filipo) si nos hemos de atemperar al gusto y comodidad de las bestias! Qualis vita est nostra, si ad asinorum commodum nobis est vivendum! Mas le replicó luego un oficial: vivendum vel non militandum. Señor, así es forzoso vivir, o no se ha de militar. En cualquiera auditorio numeroso hay muchas bestias, que reciben grave daño con pastos demasiadamente sutiles y delicados; el predicador que en sus asuntos no se atemperase al gusto o a la complexión de estos oyentes, deje el púlpito, pues ciertamente no es a propósito para el empleo.

50. Lo cierto es que cualquiera proposición, por moderada que sea, se puede entender mal; pero también es igualmente cierto, que hay proposiciones que nunca se pueden entender bien. Poca reflexión se necesita para conocer cuando la mala inteligencia es efecto de la malignidad o del poco alcance del auditorio, y cuando tiene la culpa la animosidad o poco juicio del predicador.




ArribaAbajo - VIII -

51. Hombres hay que ponen todo el conato en comenzar el sermón con mucho brío, grande aparato de palabras y lugares, con exquisita ostentación de magníficas promesas. Estos son predicadores de arranque, como mulas de alquiler; al salir de las posadas arrancan con tanta furia, que parecen disparadas; por entonces no hay modo de detenerlas, pero a poco trecho se apelmazan de manera que no hay forma de avivarlas. No hay señal más cierta de que un caminante andará poco, que el verle correr al principio de la jornada. El predicador que comienza corriendo, él se cansará y cansará a los demás. Quien al principio del sermón promete mucho, es cierto que después cumplirá poco.

52. Aun cuando en la realidad se lleven prevenidas cosas exquisitas, es cordura no entrar desde luego prometiéndolas u ostentándolas. El mercader diestro y experimentado no enseña desde el principio las piezas de mayor lustre y valor; comienza por los géneros más bastos, y poco a poco va sacando los más finos, logrando así que sensiblemente se vaya cebando y aun avivando la curiosidad. Comience el sermón por grados, y váyase subiendo el pensamiento, adelantando las razones y avivando los discursos: ita dum crescit oratio semper avide auditur: así se logra que al paso que crece el sermón, crece también el gusto del auditorio. Déjese para lo último lo que fuere más enérgico y hubiere de dar mayor golpe, así como los poetas reservan, si puede ser, hasta la última palabra de la copla toda la fuerza del concepto. Y aun los organistas primorosos, cuando quieren hacer ostentación de su destreza, no echan en el primer tono todos los registros.

53. El que da principio al sermón prometiendo cosas grandes, de contado incurre en uno de dos extremos a cual más torpe: o en el de la vanidad y propia satisfacción, si cumple lo que promete, o en el de la necedad, si no lo cumple. Si trae pensamientos exquisitos y los vende por tales, señal de que los conoce, y éste es orgullo; si son vulgares los discursos que a él se le figuraron exquisitos, señal de que tiene poco alcance, y ésta es necedad. El medio es ir diciendo poco a poco lo que trae prevenido, sin prometerlo; dejando al auditorio el cuidado y la libertad de calificarlo.

54. Con esta observación queda de paso reprendida una costumbre bien común a muchos predicadores. Cuando a ellos se les figura que van a decir una cosa buena, excitan la atención del auditorio con éstas y otras semejantes formulillas: oíd un pensamiento ingenioso, aquí un agudo reparo, vaya ahora este oportuno discurso. Semejantes predicadores más parecen panegiristas de sí mismos, que de los Santos a quienes predican; si dan a luz sus sermones, no necesitan más aprobación que los mismos panegíricos, pues ellos propios confiesan que están llenos de reparos agudos, de discursos ingeniosos y de pensamientos oportunos. Rara bondad de, o rara naturalidad de buenos hombres! Cómo reprenderán estos el necio vicio de la alabanza propia, o qué fuerza hará su reprensión, si quizá en el propio sermón, en que le recriminan, incurren tan torpemente en lo mismo que reprenden? Aun cuando los discursos merecieran los epítetos que los apropian, convendría dejar la aplicación a otros, si no quieren que se extienda también a ellos lo que dijo Marco Porcio de su mujer. Habíala dejado en casa de un amigo, y cuando se restituyó a Roma, le escribió el amigo diciéndole, 'ahí te restituyo a tu mujer, que ciertamente es hermosa': habes uxorem tuam, pulchram sane; pero le respondió con agudeza el romano: pulchram quidem hucusque, sed incoepit esse foeda, postquam coepit videri tibi pulchra. Fue hermosa mi mujer hasta aquí, pero comenzó a ser fea desde el punto que a ti te pareció hermosa. Los pensamientos más delicados comienzan a ser torpes, desde que empiezan a ser gratos al predicador que los dice.

Y qué será, si estos encomios o calificaciones se aplican de propósito a aquellos pensamientos que menos los merecen? No es fácil observar una perfecta igualdad en el discurso; hay trozos del sermón muy elevados, y después se siguen otros muy abatidos. Pues qué hacen algunos predicadores para disimular esta desigualdad? Juegan todo el artificio de la retórica o de la locuacidad, practican todo el garboso ademán de las acciones, previenen con poderosas palabras la expectación del auditorio; y esto para qué? Para hacer colar como cosa grande lo que ellos mismos conocen ser una grande fruslería. Y de hecho lo consiguen: porque los más de los oyentes, siendo incapaces de discernir por sí mismos la substancia de las cosas, no observan más regla para calificarlas, que el modo que notan en el predicador de proponerlas. Estos predicadores son puntualmente como aquellos <astutos> mercaderes, que ponderan mucho los géneros más valadíes, asegurando su despacho en la ignorancia o en la poca advertencia del incauto comprador. Generalmente hablando, ningún pensamiento debe hacerse más sospechoso a los oyentes, que aquel que más alaba el predicador.




ArribaAbajo - IX -

56. El celebrado Oráculo de Delfos afianzaba los aciertos en la obscuridad de las respuestas. Muchos oradores hay que pretenden pasar por oráculos, sin presentar más títulos que la obscuridad de sus proposiciones. Paréceles que el atajo breve para hacerse admirar es no dejarse entender. Y en parte no lo yerran; pues saepe quae non intelligimus, laudamus: ha llegado a tal extremo nuestra necedad, que frecuentemente en las cosas que oímos, el mismo no entenderlas nos sirve de mérito y de razón para alabarlas. Efecto que sólo debiéramos reservar para los sacrosantos misterios de la fe, cuya incomprensibilidad se hace tanto más acreedora a nuestras veneraciones, cuanto es menos accesible a nuestra inteligencia.

57. Aprovéchanse bien de esta flaqueza tan común muchos predicadores. Todo conato le ponen en buscar términos, o demasiadamente vagos o demasiadamente obscuros para proponer los asuntos de manera que se entiendan lo menos que se puedan. Sectarios declarados de Sófocles, cabeza de los calodoxos, cuya oratoria consistía en lo recóndito de las voces y en lo impenetrable de los conceptos. Estos predicadores huyen de la luz como las aves nocturnas, que aman la obscuridad de las tinieblas, porque a su sombra se encubren sus fealdades.

58. Ahí es decir, que uno de estos dirá por ejemplo, que ha de tratar de los daños que causa la embriaguez, manifestando cuán indigno es de un cristiano este vicio abominable. Nada menos que eso sería ceñirse demasiado. Dirá pues que ha de esgrimir las armas evangélicas contra el poderoso enemigo de la intemperancia. Nombre universal, que abraza a todos los vicios, y como a ninguno determina, puede estenderse el predicador por donde quisiere, sin que mientras tanto sepa el auditorio lo que particularmente combate, con que deja que el ánimo se distraiga, no teniendo cosa que determinadamente le detenga. Pues qué, si quiere tratar de los estragos que causa en el alma la culpa grave? No dirá que ha de representar la muerte lastimosa que ocasiona en el alma el pecado mortal. Dios nos libre! Puderet hominem sic loqui, ut posset percipi primo auditu. Se correría de hablar tan bajamente que todos le entendiesen a la primera palabra. Propondrá pues que ha de sacar a luz el infeliz triunfo de la segunda muerte. Decir que ha de predicar de los efectos de la caridad y de aquel inmenso amor con que el Verbo Divino se unió a la naturaleza humana: Jesús, que bajeza! Eso cualquiera lo diría! Trataré pues (dice el tal predicador) de las vitales llamas, de los vivíficos incendios del divino Sol, y de la fuente y origen de la unión hipostática; dos proposiciones de las cuales una solamente la entenderán los doctos, y otra no la entenderán ni los doctos ni los ignorantes. Semejante predicador, cómo ha de persuadir al auditorio lo que pretende, si el auditorio no sabe lo que quiere persuadir el predicador?

59. Pero responden los que predican de este modo que el mayor arte de la oratoria consiste en ocultar el arte, y que es primor proponer las cosas más comunes con términos no vulgares, siendo una especie de creación el sacarlas de la nada, y elevarlas a que parezcan algo. Discreta evasión! Débese dar muchas gracias a los inventores de ella, pues han descubierto un nuevo primor de la oratoria, que se escondió a toda la perspicacia de Tulio, a toda la penetración de Demóstenes, a la vista lince de Quintiliano, y al cuidadoso estudio de los que justamente han merecido ser reputados por príncipes de la oratoria cristiana. Todos estos juzgaron, que no bastaba proponer una vez sola el asunto con términos claros y perspicuos; repetíanle dos y tres veces con alguna variación de voces, y aun así desconfiaban justamente de la inteligencia del auditorio, dándose por satisfechos si al fin se hacían cargo de él. Yo quisiera que cada uno de estos juzgara de los demás por lo que le pasa a él mismo. Dígame de buena fe cuántas veces le sucede oír predicar a otros, sin poder dar razón del asunto que tomaron para sus discursos? Esto no es porque los demás prediquen sin asunto, que esto sucederá rara vez; sino porque lo proponen tan de paso y con tanta confusión, que no es fácil acertar con él.

60. Cansados los atenienses de mantener una porfiada guerra contra los lacedemonios, los despacharon una embajada para pedirlos la paz y capitular las condiciones. El embajador quiso hacer ostentación de su elocuencia, y propuso el motivo de su venida, por una parte con tanta prolijidad y por otra con tan confuso aparato de cláusulas y de voces, que el general lacedemonio solo le dio esta respuesta: dic Reipublicae tuae, nos Lacones demiratos fuisse te sive loquentem sive rethorem, si mavis. Di a tu república, que sin duda nos ha asombrado tu locuacidad o sea también tu retórica. A cuántos predicadores se les pudiera responder lo mismo? De tal manera confunden la proposición de su asunto, que parece no traen más asunto, que hacer ostentoso alarde de su elocuencia o de su locuacidad.

61. Por lo que mira a encubrir el artificio, bien sé que es una de las primeras reglas que enseñan los maestros de la oratoria; pero también sé que es necesario entenderla con su granito de sal. No hay cosa que menos persuada que persuadir con artificio, pero tampoco hay cosa que persuada más, que el tener artificio en persuadir. El arte se hizo para imitar a la naturaleza buena, y para corregir los defectos de la mala. Si alguno por su naturaleza tiene talento para persuadir, para persuadir no necesita más arte que su naturaleza; si otro no tiene este talento, el arte sólo le servirá para hacerle que le tenga, no como innato o natural sino como adquirido y estudiado. Ahora pues no pretende la oratoria, que este segundo persuada de manera que no se conozca que lleva estudiado lo que persuade, que esta sería una pretensión imposible; pretende pues que de tal manera se conozca lo que lleva estudiado, que no se conozca que lo dice con estudio y con afectación. En una palabra, afectar que se persuade con arte, eso se prohíbe; dar a entender que se lleva dispuesto con orden y con método lo que se pretende persuadir, eso se manda y se debe practicar.

62. Ninguno predica ni puede predicar bien, sin llevar digerido y decorado lo que ha de decir. Todos los oyentes están en la persuasión de que los sermones se trabajan con cuidado, y se toman de memoria; salvo alguna gente plebeya que acaso pensará que los predicadores hablan de repente, y que sólo van diciendo lo que de pronto se les ocurre. Fuera de estos, los demás saben muy bien que lo que se predica, primero se trabaja y después se decora. Todo esto es sin duda alguna artificio. Y pregunto: pierden los sermones su eficacia porque este artificio se descubra? Ya se ve que no. Solamente la perderán, cuando lo que se dispuso y estudió con artificio, se dice con ficción y sin naturalidad; porque la afectación sólo tiene eficacia para persuadir la ligereza o la debilidad de el que la profesa. Quedemos pues en que no es pecado contra el arte de orar bien, el que se conozca que la oración es artificiosa; sino el que se disponga de manera que los discursos no sean naturales, y se pronuncia de forma que el modo de decir sea violento y afectado.

63. Justamente motejan algunos la nimiedad de Plinio el Segundo en este particular. Dispuso sus Panegíricos con tanta sutileza, que enlazándose unas con otras las especies, cada Panegírico parece una sola proposición, y es necesaria una vista lince para distinguir y conocer los pasos o transiciones. Él mismo se alaba de esto, y desea que los lectores observen esta sutileza. Raro capricho de hombre! De qué me servirá que alguno me enseñe un magnífico palacio, llevándome por diferentes cuadras y salones, si no sé por donde se entra a ellos, y el que va delante de mí no me señala las divisiones y las puertas? Éste, para mí, más será laberinto que palacio. A qué fin se han de abrir ventanas en un edificio, si solamente las ve el maestro que las fabricó? Y en fin, para qué se hicieron las transiciones y las demás figuras retóricas, si a manera de cuevas soterráneas solamente las han de ver los ojos zahoríes? Los que ponen tanto estudio en ocultar el estudio, no observan que descubriendo ese mismo estudio, hacen patente a todos su principal artificio.




ArribaAbajo - X -

64. Hemos discurrido por los errores más comunes que se suelen cometer en las principales partes que componen el Exordio. Pero nos resta combatir el error más pernicioso, aunque menos extendido, porque aún no ha tenido tiempo para propagarse, siendo aún muy reciente la ocasión de cometerse.

65. Nuestro Santísimo Padre y Señor Benedicto XIII, Pontífice verdaderamente Máximo, expidió un Breve el día 24 de agosto del año pasado de 1728, dirigido a los Señores Arzobispos y Obispos de España, en que, con palabras llenas de espíritu apostólico, después de haber ponderado las corruptelas más frecuentes de los predicadores, que se estilan particularmente en estos Reinos, exorta y ruega con las mayores veras a los ilustrísimos Prelados que para atajar tan perniciosos desórdenes, rigurosamente manden a todos los predicadores que en todos sus sermones, sean panegíricos sean morales, expliquen en la salutación un punto de doctrina cristiana, con estilo claro, sencillo y llano, privando de predicar a los que así no lo hicieren, y castigando además de eso con otras penas eclesiásticas a los inobedientes. Los más de los Prelados de España, conformándose con tan piadoso como justo deseo de su Santidad, han publicado este Breve en sus diócesis, intimando su observancia con las palabras más serias y más apretadas, y privando ipso facto de predicar a los que no le obedeciesen. Ni han faltado algunos Señores Obispos que, para enseñar a los que dificultaban en la ejecución, comenzaron a practicarle por sí mismos, haciendo patente que era muy fácil lo que a otros les parecía punto menos que imposible.

66. Y fue así, que apenas se publicó el Breve, cuando se armó contra él la censura y el ceño de muchos predicadores. Especialmente clamaban o no sé si claman aún aquellos que tenían provisión de papeles o propios o ajenos, y que se les hace duro y aun quizá imposible el quitar clausulillas por acomodar puntos doctrinales, sin alterar o violentar el asunto; cosa muy superior a su escasa habilidad y corta suficiencia. Dicen que esta novedad o es impracticable o es importuna para los panegíricos, sirviendo sólo de emplastar, o como otros explican, de embadurnar las salutaciones. A qué propósito, dicen, predicar de San Roque y explicar v.gr. la doctrina de los juramentos; y a qué vendrá en un panegírico de la Asunción explicar el misterio de la Santísima Trinidad?

67. Con esta preocupación muchos atropellan por el Breve de su Santidad y por los Edictos de los Prelados sin obedecerlos, predicando como predicaban antes. Si los reconvienen con los edictos y con el Breve, responden que su Santidad no habla con ellos, sino con los obispos, y que a estos no los manda, sino que los ruega y los exhorta. Y por lo que toca a los Prelados, aunque estos mandan, no parece que es con tanta seriedad como manifiestan sus palabras, pues constándoles de la inobediencia de algunos, no se dan por entendidos, ni proceden a la ejecución de las penas que señalan. Otros hay que en la apariencia obedecen, pero en la realidad hacen burla: pues o se contentan con nombrar dos o tres veces la palabra doctrina en la salutación, y con eso les parece que han cumplido; o si explican algún punto doctrinal, es rigurosamente punto y punto imperceptible, pues apenas le divisan aun los de vista más lince, pasando por él tan deprisa, que los menos advertidos conocen la violencia que les cuesta, y el vanísimo fin porque lo hacen.




ArribaAbajo- XI -

68. Contra todos estos me declaro, deseando combatir uno y otro error a cual más escandaloso. Las razones con que he de impugnarlos no han de ser razones académicas más bien parladas que sólidas; serán principios teológicos, universalmente reconocidos por tales, y máximas cristianas, que sólo podrán negarlos los que a manera del otro loco, niegan a bulto todo lo que les perjudica. Y empezando por los primeros.

69. Es cierto en primer lugar, que así como el Papa puede dar nuevas leyes a toda la Iglesia universal, así también los Prelados inferiores pueden imponer leyes nuevas a sus Iglesias respectivas, cuya obediencia ejecute con más o menos obligación a todos los diocesanos. En segundo lugar es innegable, que la regla segura para conocer cuándo tienen fuerza de ley los decretos que dimanan de la Santa Sede o de los Señores obispos, es atender lo primero a la gravedad de la materia acerca de que tratan, lo segundo a la formalidad de las palabras con que se explican, y lo tercero a la calidad y ejecución de las penas que se intiman. De manera que tendrá fuerza de ley obligatoria todo decreto del Papa o de los Prelados que tenga por objeto cosas útiles y graves, que intime su ejecución o su prohibición con palabras serias y preceptivas, y que imponga o amenace con castigos correspondientes a los transgresores. Tal vez no se necesita que concurran todas estas tres condiciones para que los decretos logren el vigor de leyes; pero cuando concurren todas tres, es indisputable que logran este vigor.

70. Pero ahora quisiera yo preguntar a estos teologastros predicadores: qué asunto más grave ni más útil que el de mandar proponer los misterios de la fe y explicar los preceptos de la ley divina en la cátedra del Espíritu Santo? Qué palabras más serias ni más urgentes que las de mandar estrechamente, stricte praecipientes, y encargar con todo rigor, como se han explicado los más de los ilustrísimos Prelados? Qué castigo, qué pena más correspondiente, que la privación de púlpito y substracción de licencia para predicar, con otras censuras eclesiásticas en que incurren los inobedientes, sin más declaración que el mismo no obedecer? Luego en estos decretos concurren cuantas circunstancias desean los mejores o los únicos teólogos, para que se respeten como leyes, y leyes que gravemente precisen a su obediencia. Pues qué teología excusará de culpa mortal y gravísima a aquellos predicadores que tan afectadamente las olvidan o tan escandalosamente las desprecian?

71. Convengo en que el Papa no habla inmediatamente con ellos, sino con los Ilustrísimos Prelados; pero los Ilustrísimos Prelados que, conformándose con el justo deseo de su Santidad, han expedido apretadísimos edictos con quienes hablan? Y qué importa que el Papa ruegue a los Señores Obispos, si estos no ruegan, sino mandan apretadamente a sus súbditos y diocesanos? De manera que los Reverendísimos Prelados de la Iglesia obedecen tan ciega y tan eficazmente a una simple exhortación y sencillo ruego de la suprema Cabeza, y nosotros no hacemos caso de los más serios y más urgentes preceptos de estos mismos Prelados, de quienes somos tan súbditos como ellos lo son del Papa? A dónde está nuestra sumisión? A dónde se fue aquel respetuoso rendimiento a los prelados de la Iglesia, de que tanto se precia (y hasta ahora justamente) nuestra nación española?

72. Pero O! que consta a los mismos prelados de la inobediencia o de la remisa ejecución de su decreto, y con todo eso disimulan, y no pasan a la declaración de las penas intimadas. Esta es señal de que su precepto no es tan serio o tan fuerte, como a primera vista se representa. Lo primero, ya saben los doctos cuán pocas declaraciones son necesarias para incurrir en las penas que se imponen ipso facto que se cometen los delitos. Lo segundo, es de extrañar que hombres de algún entendimiento y de sano juicio echen mano de esta evasión. Dios prohíbe rigurosamente la culpa grave, y amenaza con penas eternas al que la cometiere; cométense muchísimas culpas, y Dios no las castiga, dando lugar al arrepentimiento y a la penitencia. Luego no es tan seria la prohibición como lo manifiestan las palabras, y seguramente se puede abandonar un alma a los desórdenes, pues cuando Dios disimula y los permite, señal es de que no es mucho el rigor con que los prohíbe. Bien dijo Tertuliano que la clemencia de Dios había conspirado contra su soberanía, pues confiada en aquella, se atrevía a ser insolente la malicia.

73. Los prelados eclesiásticos, que como sucesores de los apóstoles gobiernan la Iglesia de Dios con espíritu divino, en materia de desórdenes saben el rigor con que han de prohibirlos, y la templanza con que han de castigarlos. Bien sería, que en muchas ocasiones mediase poco espacio entre la admisión del delito y la ejecución del castigo, para que tuviese más eficacia la voz del escarmiento; pero hay cauces en que es precisa la indulgencia. Especialmente cuando es muy crecido el número de los delincuentes, se hace más necesario el disimulo, porque es el rigor muy arriesgado, y acaso se pondrá a peligro de quedar desairada la autoridad. Y qué sabemos, si la muchedumbre de los transgresores es la que embaraza a los prelados el proceder a la ejecución de las penas intimadas? Lo cierto es, que habría pocos que predicasen, si hubieran de suspenderse todos los predicadores que no han obedecido.

74. Pero demos que los señores obispos no se hubieran explicado tan apretadamente en sus edictos; demos que no resonara en ellos la voz rigurosa del precepto, y que sólo hubieran empleado los términos de exortación y de ruego. Por eso no han de ser obedecidos? Por eso han de ser desestimados sus paternales consejos? Sería buen criado el que solamente obedeciese a su amo cuando le mandaba con el garrote, y no habiendo esta circunstancia, despreciase enteramente sus órdenes, dándose por desentendido a sus más justos deseos? Podríase llamar religioso el que no pensase rendirse a sus prelados, sino cuando le intimaran sus mandatos con todo el rigor de la santa obediencia? Dícese que el que aspirase sólo a guardar los mandamientos de la ley de Dios, ciertamente no los guardará; y no es menos cierto, que no obedecerá los mandatos de sus superiores, el que solo se resolviese a respetar los preceptos, haciendo poco caso de las exortaciones. En punto de disciplina eclesiástica son los señores obispos nuestros superiores ordinarios, sin que haiga excepción o privilegio que en este punto nos exima de su jurisdicción. Y es posible que estos superiores nos han de hallar siempre rebeldes, mientras no vengan a prender nuestra obediencia, como armados alguaciles de sus órdenes, los preceptos, las censuras, las suspensiones?

75. Los predicadores que así discurren, poca fuerza, poca eficacia tendrán para persuadir a las almas la observancia de los consejos evangélicos. Si predicaren que se ha de abandonar todas las cosas del mundo para seguir a Jesucristo; que no sólo se ha de perdonar, sino que se ha de hacer todo el bien posible al enemigo; que se ha de hacer frente a los trabajos, que se ha de salir al encuentro a las injurias, que se ha de aspirar a una angelical pureza, dejando por Dios aun los lícitos deleites: y todo esto porque así lo aconseja el Evangelio, porque así nos lo exorta Jesucristo, con razón podrán reproducirles los oyentes, que todo eso los hace poca fuerza, porque Jesucristo lo exorta, el Evangelio lo aconseja; pero ni el Evangelio ni Jesucristo lo mandan; y que, según el ejemplo que los dan los mismos predicadores, importa poco no practicar los consejos, y se hace bastante en rendir la obediencia a los preceptos. Observen despacio este pernicioso resbaladero de sus escandalosas máximas.

76. Pero no quiero omitir el mal ejemplo que con ellas se da a los seglares incautos, y la ocasión que se les sugiere de concebir una justa desconfianza o poca estimación de los hombres doctos. Saben los seglares que hay un Breve del Papa, que severamente encarga la explicación de la doctrina cristiana; saben que los señores obispos han promulgado sus edictos, insistiendo en la obediencia del Breve; saben que el Papa es cabeza suprema, que los ilustrísimos prelados son superiores inmediatos de sus iglesias, saben (porque así lo han oído muchas veces a los predicadores) que al Papa y a los obispos se les ha de obedecer ciegamente, ven que estos mismos predicadores no los obedecen; y preguntándoles el motivo, responden con la distinción que hay entre consejo y precepto. La consecuencia que sacan es decir: Padre, yo no entiendo esas teologías; lo que sé es que el Papa y los prelados quieren que se predique de esta manera; ustedes no lo hacen, y con todo eso dicen que no pecan; ésta es señal de que es verdad lo que comúnmente se dice, que no hay conciencia más ancha que la de los teólogos, y que no fue bobo el que, a uno que le pedía remedio para no pecar, le respondió que estudiase teología. Así discurren los seglares legos, y no sé si discurren mal; lo que sé es que hacen muy mal los que con sus laxas opiniones los dan motivo para que discurran así.




ArribaAbajo - XII -

77. Aunque son muchos los que con fútiles pretextos y vanas cavilaciones pretenden disminuir la obligación de obedecer al referido decreto; son muchos más los que se hacen cargo de que es preciso obedecer. Pero entre estos se encuentran algunos que obedecen como el otro criado de la fábula: mandóle su amo que dispusiese un potaje de lenteja para sus amigos convidados; él lo hizo echando a cocer en una grande olla una sola lenteja; riñele después el amo, y él respondió que había obedecido con la mayor exacción, pues le mandaron prevenir lenteja y no lentejas. Esto más es hacer burla de lo que se manda, que obedecer a lo que se ordena. Y con todo eso, en el punto que tratamos, cuántos son los que han obedecido de esta manera? O por temor de los prelados eclesiásticos, o por miedo de sus superiores regulares, han conocido que era necesario explicar Doctrina en la salutación. Y qué hicieron o qué hacen para componer su repugnancia con la voz de la obediencia? Tienen gran cuidado de tomar dos o tres veces en la boca la palabra 'doctrina', la voz 'mandamiento', el término 'artículo' u otra cosa equivalente, y con sola esta diligencia quedan muy sosegados y satisfechos, pareciéndoles que ya han cumplido. A esto sólo tiran, como ellos mismos confiesan: a cumplir y nada más. Como profieran dos o tres proposiciones doctrinales, pareceles que eso basta; piensan que así cumplen. Pero yo voy a hacerlos ver que están muy lejos de cumplir así.

78. No obedece a los preceptos el que no se conforma con el fin porque se imponen. Ésta es una proposición universal que, especialmente en materia de preceptos positivos, admite todo teólogo católico. Así no cumple con el precepto de oír misa el que sólo la oye materialmente, sino el que la oye con atención; y al contrario, cumple el que ni la ve, ni la oye, pero está devotamente delante del altar, donde se dice, porque ése es el fin del precepto. Así tampoco se conforma con el precepto eclesiástico de la confesión anua el que se confiesa mal, porque cuando la Iglesia nos manda que nos confesemos, no nos manda precisamente que parlemos en secreto al oído del confesor, sino que confesemos todos nuestros pecados con propósito de no repetirlos, con dolor de haberlos cometido.

79. Ahora pues, cuál es el fin de su Santidad y el de los ilustrísimos prelados en mandar que se explique un punto de doctrina cristiana en la salutación de todos los sermones? Bien claramente le manifiestan las palabras del Breve. Arrancar de raíz el perniciosísimo desorden de muchos predicadores, que en lugar de predicar a Jesucristo crucificado, se predican a sí mismos: Non enim Christum crucifixum praedicare, sed se ipsos commendare contendunt. En vez de animar a sus oyentes a la imitación de las virtudes que practicaron los santos a quienes elogian, alentándolos a eso con razones sólidas, nerviosas y naturales, emplean todo el discurso en clausulillas cortadas en sentenzuelas ridículas, y en asuntos enteramente ajenos de la piedad y de la salvación; y todo para una vanísima ostentación de su ingenio: siquidem laevisimis passim argumentis, a quaerenda salute prorsus alienis, et concisis, aculeatis, ineptisque sententiis ad ingenii ostensionem compositis frustra distinentur. Este desorden, esta corruptela es la que el Papa y los prelados desean arrancar de raíz, y a este fin dirigen sus edictos. Hanc nos corruptelam (...) evertere et abolere cupientes. Pues pregunto ahora: y se conformarán con tan santo fin los predicadores que se contentan con decir en la salutación tal cual palabra que tenga alusión a artículos y mandamientos, una o dos proposiciones que parezcan doctrinales, esta o aquella cláusula que signifique algo de explicación de misterio? Cumplirán, digo, los que predicaren de esta manera especialmente volviendo después a coger el hilo de sus clausulillas, de sus sentenzuelas, de sus pueriles reparos, de sus vanísimos devaneos? Y estos tales se lisongearán vanamente de que obedecen al Papa y a los prelados? Confiésenlo ellos mismos, si quieren, y dígannos con lisura, si quedan interiormente satisfechos. Pero mientras tanto, ya que todos sus sermones no son más que unas coplas en prosa, si tal vez no son en verso, apliquen a su obediencia, que es tan de carretilla, esta copla, con que se celebró la obediencia de unos cohetes:


A una leve insinuación
del aire, parten volando;
pero en medio de eso, son
de tan recia condición
que obedecen reventando.



Así obedecen estos predicadores, reventando y a más no poder; pero como su obediencia es de cohete, toda ella para en humo y en desvanecimiento.

80. Esto es mucho apretar, replican algunos. No apuran tanto ni el Breve ni los edictos: estos sólo mandan que en la salutación se explique doctrina; conque, como se explique doctrina en la salutación, sea de la manera que fuese, los edictos y el Breve quedarán obedecidos. Porque en los preceptos, las palabras no valen más de lo que suenan, y en caso de duda, la posesión simple está a favor de la libertad.

81. Si las palabras de los preceptos eclesiásticos fueran como las de sus sermones, sería cierto que no valdrían más de lo que sonaban, porque comúnmente sus palabras sólo son sonido y nada más; voces et praeterea nihil. Esta regla sólo tiene lugar en los preceptos por la parte que son odiosos. Mas ya veo que a las conciencias libres por todas partes son odiosos los preceptos. Con todo eso se ha de mirar la lengua del superior como lengua de campana, que sólo vale lo que suena; muchas veces se significa más de lo que se dice, y entonces no se cumple con hacer lo que se dice, sino con ejecutar lo que se significa.

82. Pero sea así: entiéndase tan materialmente esta regla que entendida tan materialmente produce tantos abusos. No signifiquen las palabras de los señores obispos más de lo que suenan. Pero qué suenan las palabras? Suenan que se explique doctrina cristiana en los sermones, para que los oyentes se instruyan, y los predicadores prediquen como deben, a manera de oradores de Jesucristo y no como académicos de Atenas. Cumpliráse aun con el sonido material de estas palabras, explicando o indicando un punto indivisible de doctrina, repitiendo una o dos veces alguna voz que aluda a cosa de catecismo? Los que esto hacen, consulten la respuesta con sus conciencias, y dígannos después qué nos responden.

83. Reverendísimos predicadores, por la sangre de Jesús no nos lisonjeemos vanamente. Confesemos de buena fe que vamos mal, que vamos engañados, si se puede llamar engaño aquel que conocidamente abrazamos. No hagamos a nuestro antojo Consultor de los casos de conciencia que se nos ofrecen a nosotros mismos; conozcamos que nuestro gusto es un teólogo por una parte muy abierto, y por otra muy ingenioso para buscar opiniones que favorezcan a su relajación. Aun cuando el Papa no diera gritos, aun cuando los prelados callaran, no sé si nuestra propia conciencia estaría en silencio. Ella sabe muy bien que no es predicar el Evangelio predicar bagatelas o ingeniosidades. Sabe que el ir al púlpito a hacer ostentación de buen ingenio, es ir a dar un testimonio público de mala cabeza. Este secreto lo saben también todos los seglares de juicio, y no lo ignoran muchos que no lo tienen. Si no nos mueve la ley de Dios, el rendimiento al vicario de Jesucristo, la obediencia a nuestros superiores, ni el testimonio de nuestra propia conciencia, muevanos nuestra estimación y nuestro crédito, el cual o se pierde enteramente o se gana por un lado que sería gran felicidad el no tenerle.




ArribaAbajo- XIII -

84. Aún no he acabado de combatir o impugnar todos los errores, ya físicos, ya morales, que suelen ser frecuentes en los exordios y salutaciones. Todavía me resta uno (y no sé si se ofrecerán algunos más), que es tanto más pernicioso, cuanto es más universalmente conocido, y con todo eso casi de todos ciegamente practicado. Éste es el acomodarse los predicadores a todas las circunstancias que los previenen los que los encargan los sermones. Cosa extraña! Raro predicador se encontrará, que no conozca que es un grandísimo despropósito, y no pocas veces crecidísimo disparate, el condescender o acomodarse a muchas de estas circunstancias. Sin embargo, rarísimo se encontrará que no condescienda. Esto en qué consiste? Dirélo francamente y desde luego. Consiste en que los predicadores predican al grano, aunque no del Evangelio; quiero decir, ponen la mira en el doblón o en el regalo; esfuérzanse a dar gusto al Mayordomo de este año, para ganar la voluntad al que ha de ser<lo> el que viene.

85. Ello es así, que en esta bajeza incurren por lo común los predicadores de cofradía: hombres asalariados, de quienes se puede decir lo que dijo con gracia S. Ambrosio de las vírgenes vestales, que no acertaban a ser vírgenes de balde! Estos predicadores siembran propiamente y con todo rigor el grano del evangelio, porque siembran para coger; pero si reservaran la cosecha para hacer frutos de vida eterna, sería sin duda muy loable su trabajo. Quéjanse que la extravagancia o la vulgaridad de los pueblos han introducido mil circunstancias ridículas para los sermones. Yo digo que la introducción de estas circunstancias no tuvo principio en la vulgaridad de los pueblos, sino en la necedad de los predicadores. Ciertamente, si no hubiera habido predicadores que las practicaran, ellas jamás se hubieran entablado; y si hubiera un predicador celoso, que declamara contra ellas, a buen seguro que quedarían desvanecidas. Pero qué sucede? Comenzó uno a practicarlas, y dicen los demás que no han de ser menos; como si no fueran mucho menos cuando se conforman con ellas más.

86. Son increíbles las vulgaridades que en este punto ha introducido el demonio y la bobería de los pueblos, infelizmente ayudada por la interesada condescendencia de los predicadores. Encuéntranse pocos lugares donde no haiga un sermón que sea como la piedra de toque, donde se examinan los talentos, el terror de los predicadores. Y como suele decir el populacho, el azota frailes. Y en qué consiste la dificultad de este sermón? En que es muy circunstanciado, como dicen. Pero de qué circunstancias? Algunas son verdaderamente risibles. En una población bien numerosa, no muy distante del lugar donde esto se escribe, hay un sermón que llaman el principal, y pienso que es el de Ánimas. Para predicarle se buscan por lo común sujetos también circunstanciados, esto es, que tengan muchos perendengues extrínsecos, de maestros, Doctores, Provinciales, y sobre todo, que no vivan en el lugar; porque esto lo tienen punto menos que por impedimento dirimente, haciendo así una tácita confesión de que en el lugar no puede haber cosa buena. Hay en el lugar catorce calles, y a no sé qué simple predicador se le antojó hacer memoria de todas las catorce calles en la salutación. Armó tanto a los vecinos esta bobería, que imprimieron solamente la salutación; y ésta la ponen en manos de aquel a quien se encarga el sermón de Ánimas, para que le sirva de ejemplar que debe seguir, y de modelo con que se ha de conformar. Dios nos libre que al pobre predicador se le olvide alguna calle o no pueda acomodarla! Los parecerá a los vecinos que son pocas las catorce para echarlo del lugar. Y aunque en lo demás diga dos mil necedades, como acomode las catorce calles a la salutación, dio en el chiste, y es el hombre mayor que tiene el mundo.

87. Lo que más me admira: en otro noble pueblo, por todas sus circunstancias más grave y más cultivado, y en presencia de una Comunidad eclesiástica sin duda alguna respetable, se ha introducido una vulgaridad no menos risible. En el sábado ante Dominicam Passionis, en que la Santa Iglesia comienza a usar el devotísimo himno de Vexilla Regis prodeunt, etc., se celebra una procesión solemne y sin duda alguna gravísima. Va todo el cabildo con capas de coro negras, arrastrando las colas, y se lleva en la procesión un estandarte asimismo negro, que va también arrastrando, y por un lado lleva grabada una cruz encendida. Predicase después el sermón que se llama del Vexilla o de las Banderas, y sin embargo de que todo el asunto y aun todas las ceremonias de la celebridad aluden al sagrado Estandarte de la Cruz, se le previene al predicador que el nombre de la Cruz no le ha de tomar en boca. Y en significación de esto, colocándose el estandarte negro en un púlpito, que está enfrente de aquél donde se predica, se tiene gran cuidado en ponerle de manera, que el lado donde está grabada la cruz enteramente se le encubra al predicador. Buscar razón a esta vulgaridad lo tengo por tan ocioso como el pararme a impugnarla. Su disonancia es tan manifiesta, como lo sería si en un sermón del corpus se encargara que no se había de tomar en boca la palabra Sacramento. Con grande facilidad y muy oportunamente se pudiera predicar de la Sagrada Eucaristía sin el socorro de esta voz; pero excluirla de propósito, es un despropósito de bulto. Vuelvo a decir que no me detengo en impugnar estas y otras semejantes necedades; porque no es mi intento dar contra los que quieren que los predicadores se acomoden a circunstancias ridículas, sino manifestar lo mucho que me disuena que los predicadores se acomoden a ellas.

88. Ya dejo descubierto el verdadero origen de tan perniciosa condescendencia, pero no me cansaré de inculcarlo. No hay otro que la codiciosa ambición de los que predican. Saben que los que echan estos sermones (gente por lo común que entiende poco de ellos), se pagan mucho de que se toquen bien las circunstancias, y ellos las tocan y las retocan para galantearlos, siendo el sermón de un año como título o acto positivo para que se les conceda el de otro. Si algunos no ponen la vista en el interés, pónenla en la vana gloria; hacen grande vanidad de que se les encargue un mismo sermón dos años continuados, pareciéndolos que con solo esto merecen ya el título de predicadores del Papa. O con este vanísimo fin o con aquel ruin interés atropellan por su propio dictamen, y acomódanse al capricho o al antojo ajeno en lo mismo que abominan. Los sucede al pie de la letra lo que a muchos filósofos gentiles, de quienes sentidamente se duele S. Agustín. Conocían que no había más que un Dios, y que era delirio y locura la multitud de dioses que los otros paganos adoraban. Con todo eso ellos se hacían violencia a su entendimiento, y por un vil interés, o por no oponerse al gusto de aquellos mismos a quienes tenían por fatuos, practicaban lo que reprobaban, adoraban lo que despreciaban, profesaban lo que detestaban: colebant quod reprehendebant, agebant quod arguebant, quod culpabant adorabant. Vean muchos predicadores si los sucede lo mismo.

89. Y qué diré de aquellos que hacen grande empeño en hallar en la Sagrada Escritura el nombre, el estado y todas las circunstancias del Mayordomo y de la Mayordoma? Qué puerilidades, qué locuras, qué desatinos no dicen para lograr ese empeño. Viví cerca de una villa, donde se predicó un sermón en cierta fiesta, cuya Mayordoma se llamaba N. Revenga. Dijo el predicador en la salutación que Dios había de coronar la piedad de la Mayordoma, y que a este fin ya le estaba llamando claramente por su nombre en la Sagrada Escritura. Porque allá (dijo) en los Cantares grita y da voces al alma santa para que venga a coronarse. Veni de Libano, veni; coronaberis. Y qué alma santa es ésta? Nótese bien, que ya lo dice el Esposo: Veni, veni; venga, venga. Dos veces dice que venga, que es lo mismo que Revenga. Verdaderamente que no sé cómo hay púlpitos para semejantes predicadores. Dicen que esto es lo que vale en las aldeas. Pero valdrá esto en el tribunal de Dios? Valdrá en su severísimo juicio? No es esto un jugar, un hacer burla de la Sagrada Escritura? No es esto atropellar por los sagrados Cánones, por los Decretos pontificios, por las rigurosísimas Censuras, que están fulminadas contra los que abusan del sagrado texto, trahiéndole o torciéndole a sentidos ajenos, pueriles y ridículos? Y estos predicadores se escandalizarán de que los herejes apoyen sus errores con la Sagrada Escritura, cuando ellos propios apoyan contra ella misma sus más pueriles y muchas veces sacrílegos devaneos?

90. Casi serían disculpables, si en este género de pensamientos hubiera alguna ingeniosidad; pero es tan al contrario, que los más rudos son los que dan más fácilmente en ellos. Y si no, pregunto: quiénes son los que comúnmente se tienen por hombres rudos? Son aquellos que en fuerza de no entender bien las cosas, piensan de ellas muy diferentemente de lo que son, formando conceptos exóticos, extraños y muy ajenos. Pues esto puntualmente sucede a los que entienden los textos de la manera que queda dicha. No se hacen cargo de lo que leen en la Sagrada Escritura, no penetran los diversos, pero genuinos y naturales sentidos, que pueden darse en sus palabras, y desvarían en un despropósito o en un esparaván. Un hombre verdaderamente ingenioso casi seda imposible que diese en semejantes pensamientos; porque como su razón despejada va caminando siempre por el camino derecho, no acierta a extraviarse por sendas tan torcidas o por tales despeñaderos. Por eso no hay pensamientos más ingeniosos que los más naturales, y aquellos que después de leídos, a cada uno le parece que daría en ellos. Éste es el carácter de los pensamientos del ingeniosísimo Vieira. Léese un sermón suyo, y a un mismo tiempo se admira la delicadeza del concepto y la naturalidad de la prueba. Parécele al que lo lee, que podrá hacer otra composición semejante; y apenas se pone a la imitación, cuando tropieza en la dificultad y encuentra con su misma confusión.

91. Importará mucho que entiendan todos los hombres, particularmente los iliteratos, que no hay predicadores más necios ni más rudos, que los que encuentran los nombres de los Mayordomos en la Sagrada Escritura. Y tengan ésta por regla indefectible para calificar de insuficiente a cualquiera predicador. También convendrá que estén enterados de la gran facilidad con que se pueden hallar textos que al parecer vengan muy acomodados a todas estas circunstancias. Porque si en la Sagrada Escritura se atiende a la etimología de los nombres, a la diversidad de las versiones, a la diferente significación de los vocablos, apenas se hallará texto, que no pueda traerse a cualquier cosa. Pues que si se para la consideración en los nombres propios y en sus significados? Si se miran o en la pronunciación hebrea o en la traslación latina? Si se usa de paráfrasis, si se quieren zarandear los textos que se explican con locuciones metafóricas o figuradas? Fácilmente pueden los predicadores tender la rienda al discurso, aplicando el texto a lo que se les antoje, sin que sea fácil impugnarlos. Así que este género de aplicaciones tan lejos están de ser ingeniosas, que por lo común suelen tener de rudas todo lo que tienen de arbitrarias.




Arriba - XIV -

92. No sé si se me esconde alguna otra observación de las que he hecho sobre los yerros ya físicos ya morales, que, en mi juicio, se suelen cometer en las salutaciones o exordios de los sermones. Por ahora no se me ocurre, y si en adelante se ofreciere, la propondré en los Discursos y Cartas siguientes. Pareceme que en ésta he comprehendido todos los que suelen ser más frecuentes y comunes. Bien sé que en muchos de ellos, apenas hago más que descubrirlos, sin impugnarlos; o si los impugno, es con una u otra razón muy volandera. El motivo es porque son tales, que en mi juicio quedan impugnados solamente con que queden descubiertos: sucediendo con ellos lo que practicó el otro orador romano, que para convencer a los Senadores de que Cayo Assello (hombre de semblante extraordinariamente feroz) había sido autor de un homicidio, no hizo más diligencia que introducirle en el Senado, y señalando a la cara con el dedo, decir a los Padres conscriptos: en ora; iudicium ferte. Mirad este rostro y después dad sentencia. Lo mismo acaece en mi dictamen con muchos de los defectos observados: basta verlos para condenarlos.

93. Aun los que combato más de propósito, es cierto que los impugno bien de prisa. Es la razón, el deseo de acomodarme a lo que pide una carta, la cual, a distinción de los libros, se dice que se nota, y no se dice que se escribe; porque los asuntos que se tocan en ella, más han de parecerse a las notas que a los tratados. Añádese, que desde el principio previne, que éstas no eran más que observaciones; y, como saben los críticos, serían mucho más, si fueran más estendidas. Por eso el otro satírico, de quien hace memoria Justo Lipsio, a un amigo suyo que le enviaba un volumen muy crecido diciendo: mitto tibi observatiunculas meas, le respondió con equívoco ladino: restituo tibi observatiunculas tuas, non enim habui in tota domo ubi eas adservarem.

94. Finalmente, Señor mío, a esta carta irán siguiendo otras varias sobre el mismo asunto y en el mismo método. No me parece que puedo emplear mejor los ratos que me dejan libres los ejercicios santos de este mi amado retiro; y esta especie de correspondencia no la juzgo por agena de la abstracción que debo profesar especialmente en este año. Puede suceder que de nada sirvan a Vm. mis observaciones, pero a mí es cierto que me servirán de mucho; porque confesando con harta confusión mía, que en lo poco que he predicado hasta ahora, he pecado mucho contra ellas; protesto firmemente enmendarme cuanto pudiere en adelante. Quiéralo Dios Nro. Señor, que guarde a Vm. como puede. Valladolid a de de 1729.

Siervo y Capellán de Vm.

Ihs

J. F. de I.

S. D. D. A. Z.







Indice