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Crónica y ficción en «La guerra silenciosa»

Juan González Soto





Javier Marías, en el discurso pronunciado en Caracas con motivo de la recepción del premio Rómulo Gallegos, decía que una novela no sólo cuenta, sino que nos permite asistir o a unos acontecimientos o a un pensamiento, y al asistir comprendemos1. Es una afirmación hermosamente certera como teoría de la novela, rotundamente aclaradora para explicar la pervivencia de un género que nace y vive de ficciones.

Quizá no pareciera oportuno hablar de ficciones como primer acercamiento al ciclo novelesco de Manuel Scorza, La guerra silenciosa. Es bien sabido que la novela que inicia el ciclo, Redoble por Rancas, se abre con una «Noticia» en la que el poeta-novelista habla de crónica exasperantemente real. Sin embargo, la sola lectura del primero de los párrafos basta para que el lector se sienta transportado a ese ámbito en que lo temporal y lo atemporal se confunden, lo sucedido y lo ficticio caminan de la mano, lo real y lo inventado conviven:

Por la misma esquina de la plaza de Yanahuanca por donde, andando los tiempos, emergería la Guardia de Asalto para fundar el segundo cementerio de Chinche, un húmedo setiembre, el atardecer exhaló un traje negro


(Redoble por Rancas, cap. 1, p. 15)2                


La ficción, por más que Manuel Scorza quiera dar noticia de que no es tal, ha dado comienzo. Y el lector, interesado por la constante e inusitada sucesión de acontecimientos, zarandeado en una inacabable torsión en que viven juntos lo creíble y lo increíble, lo posible y lo imposible, tomará más cabal conocimiento de los hechos que si de una real crónica se tratara. Javier Marías, en el discurso al que más arriba se ha aludido, también decía:

Al cabo del tiempo tiene más realidad don Quijote que ninguno de sus contemporáneos históricos de la España del siglo XVII; Sherlock Holmes ha sucedido en mayor medida que la reina Victoria [...]; la Francia de principios de siglo más verdadera y perdurable, más «visitable», es sin duda la que aparece en En busca del tiempo perdido; e imagino que para ustedes [venezolanos] la imagen más auténtica de su país estará mezclada con las páginas inventadas de don Rómulo Gallegos3.


Ante los ojos del lector de La guerra silenciosa desfilan los conflictos campesinos que tuvieron lugar en los Andes centrales de Perú en los años sesenta. Se dirá que se trata de una exposición parcial de los hechos, también partidista, o, cuando menos, apasionada, si no beligerante. Habrá incluso quien se detenga a considerar el dilema entre la verdad de los hechos narrados y la verosimilitud del relato en su conjunto. Pero la verdad es siempre insuficiente, quizá porque nunca puede imponerse en su total plenitud, en su contingencia más absoluta y más cabal. Por otro lado, debe reconocerse que la verosimilitud no garantiza la verdad, que no es capaz de asegurarla, de mantenerla a su lado; la más íntima naturaleza de lo verosímil es el fingimiento, la ocultación, la complicidad entre las partes que se interesan por el conocimiento de la verdad.

Manuel Scorza promete en la «Noticia» con que se abre la primera novela del ciclo la escritura de una crónica, la escritura de un relato de dimensiones históricas; esto es, la escritura de los hechos verdaderos según el orden en que se sucedieron los acontecimientos y la precisa concatenación con que se tramaron, o con que fueron urdidos por la voluntad o por el destino de los hombres y por las contingencias del azar y los sucesos. Pero el lector sabe muy bien que tiene ante sí una novela, cinco sucesivas novelas que han sido urdidas por la imaginación de un escritor. Y avanza en la lectura dejando atrás aquella afirmación del narrador en que aseguraba con absoluta rotundidad que es más un testigo de cuanto vivió que un novelista que ahora se detiene a rememorar los hechos y que olvida, iluso o voluntarioso, que memoria e imaginación habitan en el mismo vecindario.

La calidad del testigo que dice ser más que narrador es una falacia. Porque si un testigo cuenta lo que vio no se atenúa la condición fabuladora de su relato. Probablemente suceda lo contrario: el testigo es incapaz de contar de manera fría y escueta cuanto vio y cuanto oyó; no puede dejar de expresar, también, cuanto sintió, cuanto intuyó, cuanto deseó, cuanto imaginó. El empeño que habita en la ficción por reconstruir hechos históricos y sus aledaños no tiene por finalidad, así lo asegura José-Carlos Mainer, el establecer una yerta taxonomía, sino la vivificación de lo implícito, el desvelamiento de lo confuso, el enriquecimiento consciente de nuestra lectura4.

Manuel Scorza no pretende engañar a nadie -tampoco se engaña a sí mismo- cuando promete al lector del ciclo que será mero cronista de lo narrado y que se atribuye tal papel porque fue testigo de los hechos que narra. Se trata de un artificio que el lector debe considerar como si de una convención de poética realista se tratara. Prueba de que el artificio surtió su efecto es el hecho de que la publicación de la primera novela propició el acercamiento a sus páginas de algún estudioso de las ciencias sociales. Así, Wilfredo Kapsoli afirmó:

Varios años atrás, cuando ya terminábamos la tesis sobre «Los movimientos campesinos en Cerro de Pasco», apareció Redoble por Rancas, primera balada de Manuel Scorza. Desde entonces pensamos hacer un cotejo entre la novela y la historia, entre la ficción y la realidad. Scorza -recuerdo- me presentaba a sus amigos como el historiador de los movimientos campesinos y decía que por distintas vías habíamos llegado al mismo objetivo: anunciar al mundo la lucha permanente y tenaz de los indígenas del Perú5.


El mero título del ensayo de Wilfredo Kapsoli, «Redoble por Rancas: historia y ficción», que se inicia con las palabras que acaban de ser citadas, recoge en armonía, sin disyuntivas ni exclusiones, palabras pretendidamente en discordia: historia y ficción. Parece que Manuel Scorza ha conseguido establecer, desde la primera novela, desde el preciso arranque del ciclo, una ley poética de tal signo que hace posible que la novela sea a la historia lo que es la ficción a la realidad.

Pero La guerra silenciosa es -no debe olvidarse- un ciclo novelesco. Y como corpus narrativo construye y difunde ficciones. Y como narración es una habilidosa maquinaria mediante la cual el tiempo narrado en los aquí y ahora ante los ojos expectantes del lector se desplaza hacia un allá y un illo tempore en que se desenvuelven los personajes y se desarrollan las acciones que pretende representar. La guerra silenciosa, además, se inserta o vive en la convergencia de tres diferentes trayectorias poéticas de la novela en este siglo.

Por un lado, el ciclo novelesco puede ser considerado como una forma de la novela histórica6. Manuel Scorza da cuenta de hechos ocurridos, documentados, geográficamente localizados y con los nombres de quienes los protagonizaron o vivieron en la realidad. El narrador pretende también que los hechos narrados sean considerados por el lector como veraces. Sin embargo, en el caso del ciclo scorziano los hechos historiados no pertenecen al pasado: Los acontecimientos en torno a los cuales se urden las diversas novelas no sólo fueron presenciados por el narrador sino que tuvieron lugar en un tiempo muy cercano al de la publicación del ciclo, tan sólo una década. Así, el papel de cronista que se atribuye Manuel Scorza a sí mismo quizá no deba constreñirse a una dimensión meramente histórica, quizá deba ampliarse hacia un sentido periodístico: el relator da fe mediante su escritura de unos sucesos ocurridos en la actualidad. Así, en conversación con Manuel Osorio, el novelista habla de la exactitud y el rigor que pretendía como punto de arranque: En mi caso personal yo partía de circunstancias extremadamente precisas: lugares, personajes y hechos7.

Y en conversación con Tomás Gustavo Escajadillo habla de cuál fue su pretensión primera, en la cual quizá no se hallaba lejos la crónica periodística: Yo había intentado primero escribir el tema de las masacres no como novela8.

Definitivamente aclarador es cuanto le dice a Modesta Suárez:

yo necesitaba del punto de vista de la novela para contar un mundo cerrado. Con respecto a Rancas, no todos fueron documentos, sino testimonios orales que recogí, notas cuando hablé con los sobrevivientes de la masacre. Yo recorrí la zona durante varias semanas, recogiendo testimonios. Y sobre esos testimonios hice el libro. He tenido dos tipos de informaciones sobre este problema concreto. Primero, una parte de los hechos la viví y la vi; y la otra parte, que es la parte fundamental, no la vi, pero la registré mediante grabaciones. Recorrí durante muchos meses la zona de manera clandestina, cuando después de 1962 en Cerro de Pasco se siguió el estado de sitio en la práctica. Era muy difícil moverse, era muy peligroso. En esos momentos fui porque tenía ya la intención de escribir una crónica al respecto. E inicialmente pensaba hacer una crónica y la crónica luego se transformó en novela.

Intenté pintar, y pinté, la lucha de las comunidades contra los opresores. Es un testimonio pero llevado a la literatura9.


La segunda trayectoria poética de la novela del siglo XX en que se inserta La guerra silenciosa es la narrativa indigenista; esto es, el relato de los acontecimientos desde la perspectiva del mundo indígena oprimido. Esto obligaría al novelista a construir la ficción desde el ámbito de las creencias y de las imaginaciones del mundo andino. En este punto, conviene recalar en la trayectoria de la novelística indigenista. Según Ángel Rama, toda América Latina ha vivido intensamente lo que Gilberto Freyre ha denominado la hora del regionalismo («Manifesto regionalista». Interpretacão do Brasil, 1964); esto es, la afirmación [...] de los sabores peculiares que se habían elaborado en restringidas zonas de cada país, la investigación -a través de la literatura- de los tipos humanos que las soledades americanas habían forjado como originales personalidades10.

En el área andina, Bolivia, Ecuador y Perú, donde el tema del indio ha sido dominante en la narrativa de este siglo, puede decirse que el regionalismo prefiere ser denominado indigenismo. Hay autores, no obstante, que prefieren la designación literatura andina11. Parece necesario inclinarse por una etiqueta. Literatura indigenista es una denominación más amplia, más genérica, que literatura andina. Además, y esto es lo esencial, aquel adjetivo designa con más claros perfiles el objeto temático, mientras que éste tan sólo informa de una localización espacial.

Para Alberto Zum Felde, la razón de tal predominio temático, el tema del indio, está implícita en la antropología sociológica12.

Conviene, pues, no perder nunca de vista que la literatura llamada indigenista parte de planteamientos nacidos de la constatación de una realidad social. Así, para entender el indigenismo es preciso conocer la realidad económica y social del Perú y de los países con un alto porcentaje de población indígena (Bolivia y Ecuador)13.

En las primeras décadas de este siglo, América Latina, a la par que desplegaba el vanguardismo, asistía a la regionalización de un molde realista proveniente del siglo anterior. Pero el regionalismo no ha de ser entendido como mera fórmula literaria iniciada en los años veinte y treinta. No podía permanecer invariable dado que los contextos social y político sobre los que se asentaba han ido alterándose constantemente. Por otro lado, conviene no alejarse de las palabras de Óscar Collazos cuando dice que la trascendencia de la novelística hispanoamericana es un hecho de identificación, de expresión y de estrecha correspondencia con la realidad latinoamericana14.

El regionalismo, considerado como un proceso cultural en permanente construcción, una vez liberado de toda determinación estética que lo constriñera, permanece en obras plenas de vitalidad ya muy avanzado el siglo15. Así lo demuestran novelas como El chulla Romero y Flores (Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1958) del ecuatoriano Jorge Icaza, Mulata de tal (Buenos Aires: Losada, 1963) del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, Oficio de tinieblas (México: Joaquín Mortiz, 1962) de la mexicana Rosario Castellanos. Y, ceñidos a la narrativa peruana, obras como Los ríos profundos (Buenos Aires: Losada, 1958) y Todas las sangres (Buenos Aires: Losada, 1964) de José María Arguedas, la colección de cuentos Ñahuin (Lima: Populibros Peruanos, 1963) de Eleodoro Vargas Vicuña, y, en fin, el ciclo novelesco La guerra silenciosa (1970-1979). Ninguna de estas obras -según afirma Ángel Rama- busca cancelar la expresividad regional ni sustituir la estructura alcanzada por el sistema literario hispanoamericano16; antes al contrario, revitalizan ambos planteamientos y se insertan dentro de toda nueva estética17.

En cuanto a lo temático, el elemento esencial del cual nace la narrativa indigenista -las preocupaciones de índole social, económica y política- irá incorporándose una visión existencial en la que también está ineludiblemente involucrado el indio. Puede decirse que, en definitiva, la narrativa indigenista dejará de tratar al indio desde su mera relación con quienes no lo son, con sus opresores.

Manuel González Prada (1844-1918) indicó abiertamente las pautas para la solución del problema indígena: la cuestión quedaba ceñida a elementos económicos y sociales. Pero fue José Carlos Mariátegui (1894-1930) quien recogió el más radical mensaje de Manuel González Prada: O cambia la conciencia de los opresores o se les escarmienta por la fuerza18. Puede decirse -según sostiene Eugenio Chang-Rodríguez- que bajo la influencia de Manuel González Prada -su fe en el indigenismo, sus propuestas de crítica social- se inicia la etapa del indigenismo narrativo en Perú19.

José Torres Lara publicaba en 1885 -bajo el seudónimo de José T. Itolararres- la novela La trinidad del indio o Costumbres del interior (Lima: Imprenta Bolognesi) estructurada como una colección de cuentos. Muy pocos años después, en 1888, Mercedes Cabello de Carbonera publicaba Blanca Sol (Lima: Carlos Prince, Impresor y Librero Editor). Y Clorinda Matto de Turner entregaba a las prensas, en 1889, Aves sin nido20.

Pero el camino apuntado por Manuel González Prada llegaría a adoptar un marcado carácter ideológico con la aportación del pensamiento de José Carlos Mariátegui. Así, asegura Sebastián Salazar Bondy:

La brecha abierta por el gonzálezpradismo se ensanchó más tarde con la generación de los veintes, que buscó para el indigenismo, puramente emocional hasta entonces, una interpretación de carácter ideológico. Este nuevo rostro de la corriente fue eminentemente político-social. Encabezó la nueva actitud José Carlos Mariátegui [...] La irrupción de los años veintes fue, de algún modo, revolucionaria. Removía el fondo estratificado de la historia escrita y rescataba para los ojos del país una realidad concreta escamoteada [...] De pronto, el indigenismo arrojó a las gentes a las calles, ocupó las páginas de la prensa, se volvió, mal que bien, cuadro, libro, conferencia y hasta melodía. En una palabra, rigió como factor dinamizante de una emergencia social [...] Más adelante, Ciro Alegría escribiría la novela correspondiente a este espíritu21.


La literatura indigenista presenta como piedra angular la vehemente protesta social contra una situación deplorable: la del poblador natural del continente americano. Se trata de una suma de estrategias, dispositivos y configuraciones que busca poner de relieve la explotación de los campesinos indígenas, y pretende el alegato social y la denuncia. Atrás queda la figura del indio considerado desde una perspectiva de mentalidad romántica, como mero objeto temático, la naturaleza con su atracción «virginal», inocente, no trabada por la propiedad o por la máquina; [...] el pasado, el origen, la infancia, la nobleza espiritual no contaminada por la impureza de la ambición, el dinero o los bajos sentimientos; [y es que] la injusticia visible de la desigualdad actual, el desconocimiento de la personalidad humana, el yo aún no ha tenido ocasión siquiera de nacer22.

El indigenismo literario se constituye en una ineludible preocupación, la injusta realidad social del indio. Pero también como la manifestación de un deseo: Cambiar esa situación. En palabras de Antonio Urrello, no sólo es la defensa del indio, sino la utilización de esa defensa como vehículo23. Se trata, en definitiva, de concebir al indio como problema que compromete el desarrollo de la cultura americana. Así, el indio se constituirá en parte esencial del tema. Y será asumido con una tradición y con un espíritu propios. No será considerado, pues, desde un punto de vista meramente literario, sino desde una perspectiva en la que el novelista se implica en una profunda e ineludible reivindicación: la injusta realidad social, económica y política en la que está inmersa toda una colectividad, todo un pueblo. José Carlos Mariátegui lo había dicho de un modo contundente: La literatura indigenista [...] tiene sus raíces vivas en el presente. Extrae su inspiración de la protesta de millones de hombres24.

El indigenismo, bajo la influencia de la obra de José Carlos Mariátegui, pasa por una etapa de fuerte impronta realista, así la obra de Ciro Alegría y el José María Arguedas de los primeros cuentos y de Yawar Fiesta (Lima: Compañía de Impresiones y Publicidad, 1941). Y se abrirá el espacio para una culminación del indigenismo. El indio deja de ser pretexto para la protesta social y la denuncia, ya no sólo será tratado en su vicisitud ante las realidades social, económica y política. Puede decirse que lo humano queda invadido por una espiritualidad no lejana al existencialismo. Las armas ideológicas pierden gran parte de su poder ante una evidencia de orden superior: la precariedad del ser humano. José María Arguedas encarna esa transición y llegará a vivir la evidencia en todo su dramatismo. Al principio realista, su narrativa se tornó -según afirma Sebastián Salazar Bondy- mágica y espiritualista25. Los ríos profundos evidencian esta propuesta. El indio ya no sólo es centro de una protesta social, es viva forma humana, zarandeada y en denodado debate ante su dramática experiencia vital. Esta propuesta no está, en modo alguno, lejana al existencialismo. En efecto, Los ríos profundos intenta representar el mundo andino desde una perspectiva tan vívidamente interior, que, según afirma Antonio Cornejo Polar, esta novela posee una índole inequívocamente lírica26.

Muchos son los críticos que establecen en Aves sin nido (1889) de Clorinda Matto de Turner (1854-1909) el punto de arranque de la novela indigenista27. La obra de la escritora peruana se propone un único fin en una doble vertiente: la descripción de un mundo determinado y la denuncia de los males que en él se dan. La urgente necesidad de este segundo aspecto es, no cabe duda, el motor esencial que impulsa al primero. Este planteamiento de la novela indigenista combina en su inicio dos grandes corrientes literarias nacidas en Europa en el siglo XVIII y que habían florecido a lo largo de todo el XIX. Por un lado, el costumbrismo y, por otro, la novela de tesis. Esta segunda se desarrolla en el naturalismo, pero más tarde se independizará de éste. El paso decisivo hacia la novela de tesis dejando de lado la anécdota en la que el costumbrismo posee un importante peso específico tiene lugar entrado el siglo XX.

Fue el boliviano Alcides Arguedas (La Paz, 1879-1946) quien, en Raza de bronce (La Paz: González y Medina Editores, 1919)28, otorga a la anécdota un papel tan sólo subordinado a la trama. En efecto, según Julio Rodríguez-Luis, con Raza de bronce la novela indigenista da el paso decisivo del costumbrismo a la antropología29. Dos son las cualidades literarias fundamentales de esta obra. Para empezar, es la primera gran novela telúrica americana30. Siendo como es anterior a La vorágine (Bogotá: Cromos, 1924. Edición corregida: Bogotá, Minerva, 1926) -el gran poema épico de la enorme selva tropical-, también a Doña Bárbara (Barcelona: Araluce, 1929) -la novela de los vastos llanos venezolanos-, y a Don Segundo Sombra (San Antonio de Areco: Proa, 1926) -la novela de la pampa-, en Raza de bronce el paisaje domina y sustenta toda la narración. El hombre y sus vicisitudes se hallan en estrecha relación con el alma de la cordillera y expresan la profunda realidad telúrica. Pero, además, y he aquí la segunda cualidad de esta novela, Alcides Arguedas se enfrenta con su narración a la realidad social del indio; esto es, a su radical problema en el entorno humano en que vive. Según opina Alberto Zum Felde: Para el indio, la montaña [la cordillera y su energía telúrica] es sagrada, divina, pachamama; para el blanco es negocio31.

La excelente pintura del ambiente rural, y, sobre todo, el acertado equilibrio con que se conjugan escenario y denuncia hacen de Raza de bronce una de las piezas fundamentales de la narrativa latinoamericana, y además -en opinión de Cedomil Goic- la primera gran novela del indigenismo moderno32.

Será necesario recalar, aunque sólo sea brevemente, en El amauta Atusparia (1929)33. Su autor, Ernesto Reyna, lleva a cabo la novelación de un hecho histórico. No puede decirse que se trate de una novela indigenista. En ella hay un decidido empeño documental: Podría decirse que ofrece una crónica novelesca del levantamiento del jefe Atusparia y Ucchcu Pedro en la zona de Huaraz (Ancash) en 188534. Rescata un episodio local, protagonizado por indios, y, en consecuencia, borroso, entre las grandes gestas de la hegemonía blanca del siglo XIX latinoamericano. Ernesto Reyna recrea la revuelta campesina convirtiéndola en símbolo necesario encaminado hacia una urgente toma de conciencia: el problema humano y social es más profundo que todos los acontecimientos políticos35.

El motivo de esta escueta cala en la obra de Ernesto Reyna conviene al apartado en que se encuentra este trabajo. La guerra silenciosa pretende ser la crónica de unas revueltas campesinas distantes de la de Atusparia casi un siglo. El amauta Atusparia no suele ser considerada novela indigenista debido al afán documentalista que persigue, pero debe ser considerada como un precedente de la obra scorziana. Ésta es la opinión de Antonio Cornejo Polar: Las cinco novelas de Scorza se inscriben de lleno en una tradición narrativa que se define precisamente por referir [...] acontecimientos sociales, que podría denominarse «la novela de la rebelión campesina» y que tiene un antecedente valioso en El amauta Atusparia [...] y dos manifestaciones espléndidas en El mundo es ancho y ajeno (1941) y Todas las sangres (1964)36.

Sin embargo, Manuel Scorza incorpora en su ciclo novelesco un elemento que propiciaba la lejanía de Ernesto Reyna del indigenismo. El amauta Atusparia carece de viveza ya que los hechos que narra pertenecen al pasado. El valor de la denuncia cobra, así, en Manuel Scorza, un inigualable signo: la fabulación, lo estrictamente literario, se dispone sobre un referente que no pertenece a la historia, sino a la coetaneidad del novelista.

Tomás Gustavo Escajadillo acuña, en su tesis doctoral, La narrativa indigenista: un planteamiento y ocho incisiones (1971)37, el término neoindigenismo para explicar el nuevo camino del indigenismo abierto por José María Arguedas en Los ríos profundos (Buenos Aires: Losada, 1958) y La agonía de Rasu-Ñiti (Lima: Talleres Gráficos Ícaro, 1962). Posteriormente, Antonio Cornejo Polar dedica un ensayo a emparentar el término acuñado por Escajadillo con la obra de Manuel Scorza: «Sobre el neoindigenismo y las novelas de Manuel Scorza»38.

Tomás Gustavo Escajadillo propone restringir a los siguientes elementos los decisivos para configurar lo que él denomina el indigenismo ortodoxo: el «sentimiento de reivindicación social» del indio, la ruptura con formas del pasado (especialmente el tratamiento romántico del «tema del indio», la idealización romántica del indígena), y la «suficiente proximidad» en relación con el mundo recreado (el Ande y su habitante)39.

Más adelante, expone los cuatro rasgos que, en su confluencia, definirían el término neoindigenismo:

a) La utilización, en forma plena, de las posibilidades artísticas que ofrece el «realismo mágico» o «lo real maravilloso» para la develación de zonas antes inéditas del universo mítico del hombre andino. [...]

b) La intensificación del lirismo en la narrativa, a tal punto, que una denominación como «novela poemática» pueda resultar aceptable para una obra «indigenista». [...]

c) La «ampliación» del tratamiento del «problema» o «tema» indígena, de manera que dicho «tema» ya no se restrinja [...] a ser la visión desde un punto de vista racial (el indio), laboral (el campesino; el obrero minero), o «zonal» (el habitante andino). [...]

d) La «transformación» (complejización) del arsenal de recursos técnicos de una narrativa de «temática indigenista»40.


Estos rasgos propuestos por Tomás Gustavo Escajadillo brillan vivamente en La guerra silenciosa. Pero, claro, una taxonomía puede dejar de lado algún elemento significativo, o incorpora alguno cuya presencia quizá sea dudosa. Hay un aspecto de La guerra silenciosa en el cual repara Antonio Cornejo Polar y que merece la pena ser comentado muy por menudo. Antonio Cornejo Polar escribe: El universo de creencias míticas que despliega el ciclo de Scorza no representa la expresión de contenidos míticos efectivamente vividos por el pueblo quechua del centro [andino], salvo en el caso de las referencias al mito de Inkarrí, sino de construcciones libres elaboradas por el narrador41.

En efecto, el conjunto de fabulaciones míticas desplegadas en La guerra silenciosa no pertenece al mundo quechua, excepción hecha del mito de Inkarrí, cuya pervivencia -tal y como afirma José María Arguedas- es, ya a mediados de siglo, muy escasa entre la población andina, por no decir inexistente42. Es innegable que Manuel Scorza no reescribe mitos recopilados por antropólogos o por él mismo. En definitiva, no demuestra estar interesado por representar la identidad cultural de los personajes involucrados en los acontecimientos. Así, quizá no sea exacto anotar que el novelista testimonia el universo mítico de los pobladores andinos; quizá fuera más oportuno decir que Manuel Scorza apunta hacia el universo cultural -no sólo literario, sino también cinematográfico- del lector. En efecto, los poderes mágicos con que están investidos los personajes de La guerra silenciosa -excepción hecha, según se ha demostrado, de los que deambulan por las páginas de Redoble por Rancas, que pueden ser asociados a la mitología cristiana e incaica o a la religiosidad campesina- nacen de la invención del novelista, y de la intervención de su propia y singular cultura, literaria y cinematográfica43. Puede hablarse, así, de mitos ficticios que no armonizan -o quizá incluso violentan- la propuesta general de la que el novelista afirma partir, la tantas veces nombrada crónica exasperantemente real. Antonio Cornejo Polar opina que salta a la vista la doble inserción de La guerra silenciosa en lo que toca a sus ancestros literarios: de una parte, el realismo mágico; de otra, la novela social44.

Quizá el problema no aluda a la confluencia de meras designaciones literarias, quizá el problema de fondo sea otro y no ataña estrictamente a lo literario sino a la desgarrada complejidad peruana. El novelista acude a técnicas y recursos de la más estricta modernidad, y los dispone y ejecuta con dominio y eficacia. Pero ese repertorio de estrategias literarias lo está refiriendo siempre a una colectividad humana que pertenece al ámbito de quienes han sido excluidos, de los más pobres de un país pobre. Así, modernidad (literaria) y arcaísmo (social) se ven forzados a ir de la mano en las páginas que escribe el novelista. Quizá la literatura se ha convertido en las manos del escritor en un instrumento de denuncia aún mayor. Y vive pleno de significado el anuncio que Manuel Scorza tan repetidamente hizo público: La literatura es el primer territorio libre de América Latina.

En tercer y último lugar, en el ciclo narrativo La guerra silenciosa habita una tercera trayectoria poética de la novela en este siglo. El ciclo novelesco aprovecha las aportaciones de la nueva narrativa latinoamericana surgida en la década de los sesenta, el conjunto de procedimientos que los narradores de aquel continente supieron hacer llegar a un cuantioso caudal de lectores europeos45. Manuel Scorza, de esta manera, se convierte en escritor genialmente capaz para la narración justo en el momento en que toda Europa está receptiva a las novelas que llegan desde el otro lado del Atlántico. Probablemente el fallido intento de composición del poema épico «Cantar de Túpac Amaru» (que no por casualidad escribe en el período de las invasiones de tierras en los Andes centrales) le impusiera la decisión de hacerse novelista. Probablemente Manuel Scorza siente la urgente necesidad de escribir un fresco narrativo sobre las revueltas campesinas de los Andes centrales. Y siendo un profundo conocedor y admirador de las obras de Ciro Alegría y de José María Arguedas no desestima las aportaciones del denominado realismo mágico y otras innovaciones técnicas. Tomás Gustavo Escajadillo ponderó, a los pocos días de la muerte del poeta y novelista, los nuevos modos -lenguaje desenfadado, humor, uso e intencional abuso de recursos metafóricos, «realismo mágico» (vinculado o no a la visión del mundo andino)- que Scorza ha traído a la narrativa de temática indigenista46.

Los lectores europeos, así, convocan junto a las páginas del peruano los nombres de Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez, Juan Rulfo... Y los recursos novelescos que aparecen en el ciclo -fragmentación cronológica, constante cambio de punto de vista, estilo indirecto libre- son los recursos de los escritores latinoamericanos que inundan las librerías europeas. Y los personajes y las situaciones de La guerra silenciosa ya no sólo deambulan demandando justicia por las calles de París, de Berlín o de Barcelona, sino que una gran suma de lectores se maravillan y rastrean atónitos la asombrosa galería de recursos literarios que despliega quien dice haber sido mero testigo presencial de los hechos que ahora narra y desarrolla, página a página, demostrando ser un gran fabulador.

Y aquí, en este punto, es donde se inserta la innegable demostración del genio de Manuel Scorza. Las novelas que integran el ciclo llegan a ser la narración del efecto devastador de la historia sobre los seres indefensos e insignificantes. Porque muy por encima del fastuoso fresco imaginativo que compone el novelista, hay en él un incontestable empeño por la protesta desde un país pobre, protesta que, según afirmó Fernando Morán: No es tanto contra las formas de vida conformadoras de la sociedad como contra las secuelas del infradesarrollo47.

Manuel Scorza es un escritor que eleva una protesta desde las páginas de sus novelas. Es un escritor que ha de ser denominado, sin ningún género de dudas, comprometido. Y lo está, según sus propias palabras, en un doble sentido.

Por un lado, se declara a sí mismo comprometido con la realidad social en que vive: Vivimos en realidades tan extremas que no queda otra posibilidad que reaccionar políticamente48.

Así se explica el explícito empeño -marcado, según se ha dicho, en el justo arranque de la primera novela del ciclo- por presentar el más fiel retrato de los hechos, de los acontecimientos: Se trataba de escribir un ciclo de novelas regidas por un contexto histórico, no solamente muy fuerte, sino rigurosísimo, y de proyectar solamente situaciones dadas49.

La naturaleza de este compromiso no debe ser confundida con un mero empeño realista; esto es, la decidida y explícita perspectiva de cronista con que el novelista abre el ciclo. La naturaleza del primero de sus compromisos se basa en la denuncia, en la denuncia de la injusticia en que viven las comunidades indias. Pero no sólo denuncia. Manuel Scorza retoma el tema del indio no únicamente para elevar una protesta. Responde al intento de crear un proyecto; el proyecto utópico de una nación que debe convencerse de caminar hacia la búsqueda de una solución real a sus problemas. La población indígena es mayoritaria en el Perú, y posee sus propios valores culturales; y, lamentable y trágicamente, siempre han sido ignorados por los sucesivos grupos de poder.

Pero hay otro compromiso que, quizá por evidente en todo escritor, suele dejarse de lado. Su naturaleza ha interesado a este trabajo y ha servido de base a todos y cada uno de los avances del mismo. Manuel Scorza nombraba sin ambages la naturaleza de este segundo compromiso en conversación con José Guerrero Martín en el lejano año de 1984: El compromiso que un escritor tiene que tener fundamentalmente es con la literatura50.

Que este segundo compromiso ha sido uno de los centros de la actividad del novelista queda probado mediante los diversos trabajos críticos que han puesto de relieve la atención que el creador ha puesto en la elaboración de su obra. También es justa prueba este mismo trabajo, que se ha detenido en cuantos pormenores sitúan a los personajes en la acción, cómo han sido construidos, cómo se interrelacionan con núcleos mayores de significación. Pero los cuidados y el esmero con que Manuel Scorza ha construido su ciclo novelesco serían bien poca cosa si no fueran encaminados a una significación que -no únicamente nacida de una concepción estética- no se abriera a un proyecto aún mayor, capaz de involucrar a cuantos seres humanos se acercan a las páginas que escribió el novelista. Las siguientes palabras de Gregorio Salvador viven plenas de sentido en el ciclo novelesco La guerra silenciosa:

Toda gran obra literaria es siempre, además, otra cosa, va más allá de lo que pretende ser y eso es lo que le da su dimensión de grandeza, lo que le otorga consistencia y perdurabilidad, lo que mantiene viva su lección. Y para ello no basta con la brillantez del estilo ni con la habilidad narrativa ni con el interés objetivo de la materia tratada, si la genialidad literaria que todo esto representa no la sentimos finalmente movida por un impulso moral. No hay estética sin ética, se ha dicho alguna vez jugando con los dos parónimos de estirpe helénica; digámoslo más por lo derecho: no hay literatura sin conciencia moral. Literatura comprometida, si queremos llamarla así, pero siempre que el compromiso del escritor sea consigo mismo, con su propio entendimiento, no con juicios que le vengan dados sino con su personal estimación del bien y del mal51.


Claude Fell afirmó que, para Manuel Scorza, la literatura debe comportar una ética, dado que su intención es instaurar una imagen positiva y, sobre todo, humana del indio52.

Son muchos los seres humanos que viven atenazados por los devastadoras consecuencias de la desigualdad social y de la injusticia. De esos seres humanos trata La guerra silenciosa. Y presenta, además, una propuesta de pensamiento y de acción. Antonio Cornejo Polar supo expresarla con palabras certeras: La dolorosa negación de la capacidad movilizadora del mito y la convicción de que la revolución necesita el soporte de una racionalidad moderna y pragmática53.

En definitiva, dentro del habitual binomio en tensión, o talvez en discordia, entre modernidad y tradición, Manuel Scorza sabe encontrar la oposición entre los sentidos de la reivindicación y del mito. Y resuelve que el centro y los aledaños de este último suponen un lastre para quienes verdaderamente pretenden encaminarse hacia la reivindicación de los derechos sociales. Quizá este planteamiento sorprenda a los lectores europeos. Pero La guerra silenciosa no pretende divertir a quienes se acercan a sus páginas. Presenta el desarrollo de una reflexión acerca de la realidad social de un país muy concreto, de un país pobre muy concreto, Perú. Probablemente esa sola circunstancia ya señala una denuncia, ya que -tal y como afirma Fernando Morán- la subsistencia de sectores infradesarrollados y la permanencia de una estructura clasista, en algunos sectores, arcaica, son una constante denuncia frente al optimismo del consumo creciente54.

La guerra silenciosa declara que la persistencia de las explicaciones míticas y del mito mismo contribuyen a la pervivencia de las desigualdades y se convierten en un lastre que imposibilita el avance hacia el progreso. De modo que en la sociedad en que habita la injusticia social y la desigualdad entre las personas, la pervivencia del mito entre los oprimidos impide que éstos consigan arribar a un estadio de derecho.

Graciela Maturo reparaba en la importancia que en Latinoamérica debe concedérsele al pensamiento mágico y religioso. Postula también una explicación en el devenir histórico:

Somos histórica y culturalmente [...] un grupo de pueblos estructurados en torno a núcleos religiosos fuertemente arraigados. La España medieval, judeo-helénico-arábiga, cristiana en su capacidad de amalgamar lo distinto, se abre a América en los tiempos en que, precisamente, empieza a incrementarse la quiebra religiosa europea. Por otra parte, cada vez más nos vemos en la obligación de reconocer el peso y la tácita vigencia de las culturas autóctonas, fuertemente religiosas, y sólo en apariencia eliminadas por el conquistador. Todo ello redunda en una rica y compleja tradición cuyo fruto lo ofrecen las manifestaciones de la religiosidad popular, sincrética y viviente y, en otro nivel, las manifestaciones del arte.

La ruptura con ambos troncos, el hispánico y el indígena, que es inherente al proceso independentista, introduce, por cierto, una incorporación de elementos ideológicos liberales, positivistas y desmitificadores, que entran en pugna con esa tradición continental. Pero, justo es reconocerlo, esa cuña ideológica no modifica fundamentalmente las esencias culturales, y permanece como un ingrediente crítico que dinamiza el proceso latinoamericano y lo perfila cada vez más como enfrentado al racionalismo cientifista europeo55.


Quizá sea razonable aceptar este planteamiento, pero La guerra silenciosa habla de desigualdades sociales, denuncia el desprecio a los derechos, la irresolución de las causas justas, inculpa a quienes quebrantan la dignidad humana. Y acepta el riesgo de proponer un camino abierto hacia la superación de estos problemas.

Pero no puede olvidarse que La guerra silenciosa es una obra literaria. Y en ella Manuel Scorza también ha hecho sus apuestas estéticas.

Manuel Scorza ha optado por un realismo artístico que no sólo opera sobre los hechos constantemente visibles, presentes o constatables. Ha optado por un realismo que Héctor P. Agosti denominó dinámico y que es capaz de introducir entre las agujas de su sangre la capacidad de soñar, esa visión imaginada y entera de la realidad que intenta dominar en su materia rebelde y escurridiza56.

Y esa capacidad de soñar pretende una invención de lo concreto, de lo real. Porque lo concreto, lo real, no sólo puede ser reproducido, sino que también puede inventarse artísticamente como una explicación de lo posible. Es en verdad significativo que Claude Fell designara a las novelas de Manuel Scorza «máquinas de soñar»57. Recogía las palabras del propio novelista, quien, en la conversación, hacía hincapié en los dos niveles en que se estructuran sus novelas:

un nivel histórico y otro onírico. El nivel histórico muestra la realidad tal y como es. Este nivel registra la realidad a través de personajes que aparecen con su nombre verdadero. Bajo esta perspectiva, estos personajes son auténticos testigos; pero, además, son «máquinas de soñar» porque para mostrar de un modo más efectivo la realidad la sueñan. La visión racionalista que nos dan nuestros sentidos es incompleta. Para empezar, ¿sólo tenemos cinco sentidos? [...] La limitación más grave de la literatura política ha sido su realismo. En la novela, todo lo real no es racional58.


Manuel Scorza ha demostrado que el relato en línea recta, el avance narrativo en porfiada simplicidad, no es la única salida posible para el enfoque del mundo y de la problemática del campesinado indígena. Manuel Scorza no es, naturalmente, el primero en llevar a cabo esta pequeña pero importante proeza. Juan Rulfo había mostrado con Pedro Páramo (México: FCE, 1955) una insospechada propuesta con que sobrepasar lo que venía siendo una especie de desidia de estilo. Hasta entonces parecía que únicamente el ímpetu del tema y su carga de denuncia eran suficientes en sí mismos y eran capaces de exonerar al novelista de otros riesgos estructurales o estilísticos.

El sistema fragmentario ha servido a Manuel Scorza para llevar al lector a un esfuerzo de composición novelesca, de reconstrucción del todo. El lector, así, se ve obligado a establecer las vinculaciones adecuadas, las debidas relaciones, las ilaciones coherentes entre las partes, que nunca han sido nombradas por el narrador más que de una manera implícita, de una forma levemente sugerida. La obra adquiere existencia autónoma y revela sus sentidos sólo tras una lectura atenta y minuciosa. La guerra silenciosa convoca a la libertad y a la creatividad del lector. Le ofrece la posibilidad de elegir, y de atinar o de equivocarse tras la elección; le ofrece la capacidad de componer, acertada o erróneamente, lo que estaba descompuesto en fragmentos. En este sentido, La guerra silenciosa se halla en la más extrema cercanía de la modernidad, porque -según afirma Emil Volek- modernidad

es el conocimiento cada vez más profundo y matizado del hombre, de la sociedad y del universo; es hacer posible lo que antes no lo era y, de este modo, acrecentar la libertad del hombre y su capacidad real de intervenir conscientemente (para bien o para mal) en el mundo59.


El humor es también un rasgo esencial en todo el ciclo novelesco. Este indispensable y humano amortiguador de la tensión y de la violencia se abre paso con mucha frecuencia a lo largo de la ficción. Y es algo más que un simple recurso. Va más allá de ser un mero suavizador de la tragedia que se cierne sobre los personajes. Quizá sea uno de los más activos resortes con capacidad para superar el pintoresquismo, los marcos geográfico e histórico en que discurren las novelas del ciclo, los ámbitos humanos por los que deambulan los personajes, que son capaces, mediante el humor, de reflexionar sobre las situaciones que viven y sobre el mundo que habitan, también de reflexionar sobre ellos mismos. La vida, compuesta de infinitos fragmentos singulares, logra gracias al humor hacerse universal. Y lectores lejanos, y aun ajenos, a la problemática novelesca se acercan -o incluso hacen suyos- esa realidad problemática y dolorosa, y lo hacen únicamente a través de la sonrisa. Se trata, en definitiva, de una arriesgada empresa para el novelista, puesto que desea expresamente superar el realismo superficial. No sólo pretende mostrar cuanto vio, oyó o supo, sino que también desea hacer partícipe al lector de un cosmos en conflicto y pleno de relieves en los que el humor, claro, también ocupa su lugar y ejerce su influencia.

Otro elemento que coadyuva al alejamiento del realismo superficial es el lenguaje. El novelista no se limita a reproducir el habla popular, sino que lleva a cabo una operación de recreación. El barroquismo scorziano, en el que habitan altas dosis de poesía, logra configurar una atmósfera envolvente en que discurren personajes y acciones. El lenguaje, pleno de metáforas y de recursos estilísticos, consigue alejar la designación de novela-crónica o novela-documento e inscribe su escritura en un universo literario imaginativo y elocuente, pero no por ello menos creíble o menos eficaz.

Y todo este despliegue de rasgos tan significativos lo ha llevado a cabo Manuel Scorza cifrándolos en su experiencia vital, como partícipe de las revueltas campesinas de principios de los años sesenta en los Andes centrales peruanos. Resuenan vivamente las siguientes palabras de Ernesto Sábato:

No hay otra manera de alcanzar la eternidad que ahondando en el instante, ni otra forma de llegar a la universalidad que a través de la propia circunstancia; el hoy y aquí. La tarea del escritor sería la de entrever los valores eternos que están implicados en el drama social y político de su tiempo y lugar60.


Manuel Scorza presenció y vivió las acciones de quienes reclamaban sus derechos. Después, urdió un vigoroso monumento literario cuyas partes se nutren de una encendida imaginación, se sostienen mediante el milagroso embrujo de las palabras y consienten nombrar las pesadillas y el sueño de un hombre preocupado por la injusticia en que viven otros hombres y mujeres. Ana María Matute, en su discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua Española, pronunció la esencia de un principio que sin duda alguna palpita en las páginas de La guerra silenciosa:

Siempre he creído, y sigo creyendo, que la imaginación y la fantasía son muy importantes, puesto que forman parte indisoluble de la realidad de nuestra vida. Cuando en literatura se habla de realismo, a veces se olvida que la fantasía forma parte de esa realidad, porque, como ya he dicho, nuestros sueños, nuestros deseos y nuestra memoria, son parte de la realidad. Por eso me resulta tan difícil desentrañar, separar imaginación y fantasía de las historias más realistas, porque el realismo no está exento de sueños ni de fabulaciones... porque los sueños, las fabulaciones e incluso las adivinaciones pertenecen a la propia esencia de la realidad. Yo escribo también para denunciar una realidad aparentemente invisible, para rescatarla del olvido y de la marginación a la que tan a menudo la sometemos en nuestra vida cotidiana61.






 
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