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ArribaAbajo2. Febrero 1891

El zenit de la democracia francesa.-Los descensos del partido irlandés.-Complicación de sus intereses con el proceder de los fenianos proscritos en América.-Fuerza de Parnell.-Convenios con O'Brien.-Alemania.-Exaltación de Bismarck.-Sus Memorias.-Sus coloquios.-Desavenencias cada día mayores con el Emperador y con el Imperio.-Inútiles propósitos de romper y dividir a Francia.-Unidad de las naciones latinas.-La reacción religiosa en Rusia.-Estado interior de la Iglesia protestante germánica.-Persistencia de la unión evangélica y de la extrema derecha hegeliana.-Agitaciones en Bélgica.-Conclusión.


Continúa subiendo al zenit Francia, después de haber tantas veces declinado, y aun corrido, hacia el ocaso. La última suscripción al empréstito, cubierta veinticinco veces, revela una copia de ahorros en lo relativo a la economía nacional y una confianza tan profunda en lo relativo a las instituciones políticas, que no hay Nación alguna en Europa tan sólidamente asentada sobre bases inconmovibles. Así la opinión cada día se pronuncia con más resuelta y firme decisión por la forma republicana. Si duda cupiese a este respecto, desvaneceríanla con su inapelable veredicto las últimas elecciones senatoriales. En estos comicios de segundo grado, compuestos por compromisarios provinientes de una verdadera selección, donde concentraciones muy reflexivas de la conciencia pública permiten acuerdos muy maduros de la voluntad general, ha flotado la fórmula salvadora, promulgada y mantenida por mí cuatro consecutivos lustros: la República gubernamental. Comicio tan escogido alcanza poder extraordinario; y el paso de doce nombres desde las filas monárquicas al partido republicano significa la estabilidad ya para la República francesa, cuyas raíces concluyen por mezclarse y confundirse con las bases y con los fundamentos del mismo patrio territorio. Entre los elegidos, hállase a la cabeza mi respetable amigo Freycinet, presidente del Consejo. Los electores le han significado con su designación el aprecio en que tienen sus altas dotes de gobierno y el recuerdo que guardan de su competencia en la organización militar. Presidente del Consejo y ministro de la Guerra, sus numerosísimos votos le traen aparejada una doble sanción al desempeño de sus sendos difíciles ministerios29. Entre los elegidos hállase mi viejo correligionario Ranc30. Y le llamo así por nuestra común categoría de republicanos, pues nada más discorde que nuestros mutuos criterios personales en las aplicaciones a los términos varios del problema político francés. Mientras yo me precio de republicano conservador intransigente, mi amigo discurre por las vaguedades múltiples del radicalismo, y como tal palabra preste muy poco de sí, conténtase con meter a los republicanos conservadores y radicales en el mismo saco para que tiren juntos del gobierno, sin ver cómo, tirando en sentidos opuestos, cual aquellos muy célebres caballos de las fábulas antiguas, destruye cada cual de los grupos las acciones correspondientes al otro, y no pueden tomar ninguna dirección. Siendo tan avanzado como véis, la suerte ha querido impelerlo a la Cámara conservadora por excelencia. Ya que nunca perdió en las constantes disputas amistosas nuestras el radicalismo vago suyo, aprenda en el comercio diario con los republicanos machuchos del alto Cuerpo Colegislador que la República no puede pensar seriamente, ni en meterse para nada con la Iglesia católica, ni en soñar por mucho tiempo con la reforma constitucional. Así lo dice hoy el hombre de temple mayor entre los electos, mi fraternal amigo Julio Ferry31. Y puesto que mentamos con tanta satisfacción este acertadísimo nombramiento, no despreciemos con omisión inexplicable las indecibles cóleras por él despertadas, así en los reaccionarios como en los radicales franceses, porque los unos jamás le perdonan que haya contribuido tanto a fundar la República, y los otros que haya puesto tanto empeño en dar a la República un carácter gubernamental. Y digo adrede gubernamental, para distinguirlo y separarlo del carácter conservador. Ferry, por su fuerza de voluntad, ha dado muchas fuerzas políticas al gobierno republicano; pero, por sus ideas religiosas, no podrá contarse nunca entre los conservadores de la República. Un dogmatismo hugonote y nativo en su espíritu, aumentado por su educación, le desaviene un tanto de la Francia tradicional y lo compromete con los viejos procedimientos, tan dañosos a la República de Gambetta, quien adolecía del dogmatismo positivista en estos nuestros días de pestilencias intelectuales reinantes sobre los más conspicuos y los más elevados talentos. Y la educación hugonote, no tan sólo daña en sus ideas a Ferry, lo daña en su carácter. La mitad, por lo menos, de los muchos enemigos que le combaten a una con desusada furia, provienen de cierta malhumorada tesura, incompatible con las flexibilidades propias de toda política y con las exigencias naturales a toda democracia. Pero, como hasta la sepultura genio y figura, no pidamos a hombre de tanto mérito un cambio en su complexión interior; pidámosle un cambio en sus convicciones religiosas. Con reflexionar sobre la paz, a los espíritus traída por las últimas declaraciones republicanas de obispos y arzobispos, bastaríale, para comprender cómo el Catolicismo impera, con qué fuerte soberanía espiritual, sobre la mayor parte de los ciudadanos en la Nación católica por excelencia. Transfundidos a las costumbres principios tan humanos como la libertad religiosa y la libertad científica y la libertad civil, no hay temor alguno de que la Iglesia pueda entrar en irrupción abierta por tan vedadas esferas y quitarle a la gobernación general su puro carácter de laica. Y no pudiendo hacer esto ella de ningún modo ya con nosotros, no podemos nosotros ingerirnos en su gobierno interior, y menos despojarla de una primacía ungida por siglos de siglos, contra los cuales inútilmente nos revolvemos, e indispensable a esta democracia histórica nuestra, que no conoce ningún otro ideal.

La cuestión de Irlanda priva entre todas las cuestiones europeas32; y, sin embargo, no anda un paso adelante más en estos días últimos. Cuestión muy compleja de suyo hállase relacionada estrechamente con problemas religiosos, políticos, agrarios, industriales, de intrincada confusión. Las tempestuosas pasiones que despiertan aquellas seculares desgracias, son allí causa primera y permanente de una guerra civil perdurable. Y tamaña guerra civil perdurable lanza por necesidad allende las aguas del Atlántico una emigración muy numerosa. Esta emigración influye de un modo harto anormal, así en el Imperio de la Gran Bretaña como en la gran República del Nuevo Mundo. Educados tales irlandeses, por proscritos, en el combate revolucionario, no hay para qué decir cómo andarán de nociones jurídicas. Fervientes católicos tampoco hay para qué decir cuál convivirán, dada su fe antigua, con los descendientes de aquellos anglicanos que los oprimieron y los vejaron en tal número de siglos. Soldados los unos de Cromwell en su ascendencia, y soldados los otros del Papa, mal se avendrán bajo un solo techo, siquier parezca tan amplio y luminoso como el coronado por la bandera, donde reluce con tal brillo el conjunto magnífico de las estrellas americanas. Pero divididos yankees e irlandeses por tantas causas, al extremo de que algunos publicistas entre aquellos anuncian como un peligro para la confederación esta numerosísima familia céltica, únense por opuestos motivos en sentimiento de común odio contra la común madre Inglaterra, tenida por los unos como abuelastra y por los otros como madrastra insoportable. La tenacidad histórica del celta puede tanto más cuanto menos raya en violencia. Ninguna tenacidad tan próvida como la serena y dulce. Fatigaréis al violento; no fatigaréis al moderado. Tras un esfuerzo extremadísimo puede sobrevenir el triunfo; pero seguramente, con triunfo o sin él, sobreviene también el cansancio. La voluntad, ejercitada sin sobreexcitaciones, medida con grados, puesta en movimiento por impulsores mesuradísimos, adquiere una constancia superior a todos los arrebatos. Esta constancia serenísima guarda, durante toda su vida, la raza céltica dentro del Imperio inglés, como lo demuestra el que no haya querido asimilarse a los ángeles, ni siquiera en trescientos años de una dominación absorbente y poderosa. Pero los más exaltados, los más batalladores, los más fuertes de Irlanda; todos aquellos que se conforman y resignan muy difícilmente con la dominación británica, promotores de las resistencias violentísimas, agentes de las protestas revolucionarias, alma y fuerza de los desórdenes habituales, emigran al Nuevo Mundo, llevándose la patria impresa en el corazón desgarrado; y no pudiendo prestarle ya la sangre que golpea en éste, le ofrecen los ahorros allegados en los trabajos continuos de la emigración ultramarina con el sudor de sus frentes. Y fluye de América un Pactolo33 hacia Irlanda. Y este Pactolo tiene un administrador, que lo encauce primero, y que luego irrigue con él todas las secciones varias de la complejísima causa irlandesa. Y he aquí la superior fuerza de Parnell, su administración de los dineros tributados a Irlanda por la emigración de los antiguos fenianos. Y hase visto más patente aún tamaño poder en las consideraciones grandísimas guardadas en estos momentos al rey sin corona por el embajador de la América irlandesa, o de la Irlanda americana, por O'Brien34. Los cronistas y relatores de periódicos hanle perseguido, como suelen perseguir moscas a mieles, no dejándolo vivir con sus importunas inquisiciones; pero él hase amurallado en inexpugnable silencio, no rendido por ningún formidable asedio. Y si puede traslucirse algo de lo pactado entre dos mudas esfinges, Parnell se retirará por algún tiempo; en cuanto encuentre y designe un sustituto temporero sacado de los montones anónimos, por la más o menos desinteresada selección suya. A quien jamás podrá tolerar es al atrevido que ha osado, en su vanidad, subírsele a las barbas, creyéndose con aptitudes y derechos, el vanidoso, para sustituirlo. Eximio escritor, M. Carthy, universalmente apreciado por su Historia Contemporánea de Inglaterra, muy pintoresca, y por sus artículos en el diario gladstoniano, muy elocuentes, carece de palabra, carencia dañosísima en pueblos parlamentarios, y hasta carece de acción, carencia todavía peor en los activos y tenaces encuentros de la oprimida gente celta con la opresora gente sajona. Así, lo recabado, en primer lugar, por el imperioso Parnell, ha sido la destitución de quien lo destituyó y reemplazó a él sin miramientos en su inocencia. Y luego Dios dirá.

Pero en tanto que Dios no dice por ahora nada, el taimado y sagacísimo Parnell dice mucho. Ya tiene sometidos los nervios que habíansele desarreglado en desarreglo suicida. Y como tiene sometidos los propios nervios, no profiere una queja contra los demás, ni desliza insinuación malévola ninguna contra rebeldes que han de volver a las plantas del Rey rendidos por la necesidad. Así ocúpase todo entero en demostrar su culto a la patria. Y para servir a la patria vuélvese hacia Gladstone35, preguntándole con requerimientos de un verdadero apremio qué hará por los irlandeses y cómo regulará su autonomía, en el caso de convencer a los comicios y aquistar el Gobierno, pues ahora salimos, tras los últimos disentimientos, con que ni en materia de policía, ni en materia de justicia, ni en materia de representación, el grande orador, jefe de los liberales británicos, había soltado ni dicho muchas cosas allende lo prometido por los torys en persona. Diestro, habilísimo, consumado estratego es el tal Parnell. Por si acaso, tirando a desautorizarle y perderle hasta en Irlanda, no ha querido el elocuentísimo viejo tanto vengar la moral ofendida por los devaneos de su émulo, como ingerir dentro del radicalismo toda la diputación irlandesa, convirtiendo ambos factores diversos en todo consubstancial dominado por la unidad superior de un alto pensamiento servido por una poderosa palabra; Parnell ha tirado por completo de la manta y dicho cómo sus huestes quedan, siendo un ejército en acción y armado, con personalidad propia y distinta, muy dispuesto a irse con quienes más les prometa, y les procure, y les granjee para su Irlanda, siquier sean torys, y hasta retrógrados. Precisa confesar por culto al arte, que la partida está perfectamente jugada y muy bien asestado el golpe.

La neurosis de Parnell se ha calmado; pero la que nunca se calma es la neurosis de Bismarck. Imaginaos que a Carlos V le hubieran ofrecido, para consolarlo de su Imperio, la humilde alcaldía de Quacos. Pues un duquecillo alemán de tres al cuarto hale ofrecido al férreo canciller la presidencia de su Consejo de Ministros. Aquella Germanía una se convertiría en mísero feudo bajo sus plantas; aquellos atilescos y exterminadores ejércitos en pinches de la cocina ducal; aquellos presupuestos, arreglados con tan colosales trabajos y esfuerzos, en cuentas de la lavandera o de la plaza. - ¿Qué bufón representa, oculto en los enigmas y misterios de lo infinito, estas caricaturas vivas? Yo he visto muchos leones en jaulas, muchas águilas sin plumas en el ala, muchos cóndores aprisionados en jardines de aclimatación; y hame dolido siempre su mirada de rabia. ¿Cómo Bismarck mirará hoy? No lo sabemos; pero, merced a indiscreciones periodísticas, ya sabemos cómo habla. Los hombres mayores cometen las mayores inepcias en cuanto sufren una contrariedad insuperable. Recógense a manos llenas las tonterías y las sandeces en los dos destierros de Napoleón, en el riente de la isla de Elba y en el siniestro de la isla de Santa Elena. Imaginaos lo que pasara por Bismarck en su desgracia. Ya dice y anuncia con toda solemnidad al mundo entero cómo se propone dictar sus Memorias, cual si, a su altura, tras el papel desempeñado en la escena de nuestro tiempo, entre las obras levantadas por su esfuerzo y por su genio, todos a una en este mundo moderno, tan bien informado por los innumerables medios de comunicación y de publicidad, no nos lo supiésemos a él de memoria. Y como nos lo sabemos, también sabemos que imputa errores no cometidos a su propia conciencia; y atribuye responsabilidades a su voluntad no contraídas ante la Historia. Por ejemplo: lo exentamos todos del irreparable crimen cometido por los excesos y borrachera de la victoria germánica el día nefasto en que se alzó con Alsacia y Lorena para eterna debilidad propia y elevado dolor de nuestra culta Europa. Para cuantos de cerca miraban y seguían la guerra franco-prusiana en sus angustiosos incidentes, no daba muestras de previsor estadista quien se quedaba en este tiempo de relaciones entre los pueblos más pacíficos y más mercantiles que las relaciones entre los pueblos de las edades antiguas, con una piedra tal de muy enorme y continuo escándalo como las brutales conquistas de Metz y Estrasburgo, cuyos cuerpos estarán por un caso de fuerza incontrastable con Alemania, pero cuyas almas, después de la revolución francesa, están y estarán siempre con Francia. De la misma suerte que sabemos cómo la sustitución del antiguo Imperio católico austriaco, personificado en los Hapsburgos, pasó por alucinaciones poético-históricas del Konpritz Federico en Versalles a los protestantes y boreales Brandeburgos, también sabemos que por imposiciones hasta violentas del partido militar al rey Guillermo36 y del rey Guillermo al canciller Bismarck, pasaron Alsacia y Lorena, tan profundamente francesas, del pueblo francés al Estado Alemán. Guillermo el rudo no veía en aquellas dos acaparadas ciudades otra cosa que dos despojos del triunfo; pero Bismarck el político no podía menos de ver que, al acapararlas, aquistándole así el odio eterno de Francia, su aliada indispensable, cedía en las combinaciones mecánicas del sistema solar europeo una fuerza de atracción incalculable a Rusia, y se quedaba por este predominio inevitable de los rusos a merced y arbitrio de dos potencias como Austria e Italia37, muy poco seguras ambas en su amistad con Alemania: la primera, por lo que tiene de eslava, y la segunda, por lo que tiene de latina. Pero el Canciller no se cansa de contrariar al Emperador, y sabe que no puede contrariarlo en cosa ninguna tanto como en extraer de la familia imperial todos los viejos timbres históricos, y con ellos alzarse, negando al padre de Guillermo II la fundación del Imperio y al abuelo el acaparamiento de Alsacia y de Lorena. Por esta necesidad incontrastable de venganza y desahogo explícase también sus tratos y sus coloquios continuos con todos los periodistas alemanes, que van molestando mucho al Emperador, y exponiéndole, por ende, a cualquier grave represalia, muy de temer en la pasión exaltadísima que siente allá en el trono por su poder incontestado y por sus ideas personales.

Sin embargo, en el afán de contar que aqueja hoy a los periodistas europeos, pululan muchos por el retiro de Bismarck y su familia, con el fin de oír y anotar los tristes lamentos y suspiros arrancados al Canciller y a sus afines por lo desmedido e inesperado de su irreparable desgracia. El periodista últimamente presentado en la montaña donde Prometeo se plañe y queja de Júpiter, llámase Max Bewer. No le creeríais un historiador, según lo mucho que se parece a un poeta. Su pluma no refiere, canta lo visto y escuchado. Desde las primeras líneas hasta las últimas, el relato huele a voluntario y premeditado apologético. No sabiendo con quien comparar al gran estadista de Alemania, lo compara con el gran poeta, con Goethe mismo, cuando hay tanta paridad entre ambos como entre un casco prusiano y un laurel apolino. Lo más gracioso en tales encarecimientos resulta el cambio de sexos verificado por lo extremo de un entusiasmo, que califica en su desmedida hipérbole, por encarecer y por loar a dos hombres tan hombres, cual Goethe y Bismarck, de hermano y hermana. Hecho y dicho todo esto, cede la palabra con sumo arte a su ídolo. Pero el ídolo divaga, como diciendo con retintín en sus conscientes omisiones la imposibilidad completa de ocupar un espíritu como el suyo con cosas mayores que las humaredas del encendido tabaco y los dejos del sabroso lúpulo. Así, no pudiendo agarrarse a los mástiles de la nave, que se llama Estado, se agarra con amor a los árboles de su jardín, que bien pudiera llamarse con propiedad selva. Y encarece Bismarck los titánicos vegetales; el hueco de sus troncos parecido a cabañas; el verde gratísimo de su fronda; la música de su ramaje; la dulzura de sus frutos; el oxígeno comunicado por sus expiraciones a los aires; la transformación, por sus raíces, verificada sabiamente de la materia inorgánica en materia orgánica, coadyuvando al poema inmenso de los universales Metamorfóseos.

Desde tal idilio, impulsado por la palabra de su interlocutor, Bismarck ha entrado en plena tragedia. La política europea le ha servido para desquitarse del forzoso silencio que sobre la política interior le impone la necesidad tristísima de una pasiva inocencia. Sin embargo, bastábale haber leído promesas pacíficas en los discursos anuales del Emperador, para presagiar él, como ave de mal agüero, inevitables guerras. Aunque Alemania saliera victoriosa de la próxima, no podría cerrar el templo de Jano, inscribiéndola como la última posible y anunciando el desarme: los hados nos condenan a lo que no condenó, en su misericordia por las bestias, ni a los tigres, ni a los leones: nos condenan sabiamente a nutrirnos unos a otros, comiéndonos mutuamente como los peces. Habrá, pues, otra guerra, y otra, y otra. Pero no creáis que se deberá la victoria en estos combates, ni a la inteligencia, ni a la voluntad, ni a la dirección sabia, ni a la estrategia diestra, ni a la táctica superior, como en tiempo de Carlos V, Condé, Federico el Grande o Napoleón I; se deberá pura y simplemente a la química, es decir, a la mejor pólvora sin humo. ¡Quién sabe, ya entrado en este camino, si encontrada la substancia enemiga de la tuberculosis por un afortunado farmacéutico, podrá encontrarse algo así como el agua tofana, como el veneno célebre de los Borgias, que, llevado en tarros y diluido por aires, mate a las naciones enemigas de un soplo, como en la tarde misma del juicio Final, cuando suene allá en el reloj de la eternidad el día último de la Creación. Lo cierto es que, allá en Sedán, cuando las tropas francesas oponían su disciplina, y su formación, y su número, y su arranque al contrario, los fusiles agujas y las ametralladoras en forma de abanico, invisibles e incontrastables, segaban las gentes y hacíanlas caer segadas como haces sobre la tierra, como hace cualquiera de los agentes mortales invisibles a que llamamos en el habla vulgar asoladoras pestes.

He aquí todo cuanto hemos adelantado en esta civilización, de la que nos ufanamos con soberbia tan senil: que las fatalidades múltiples abrumadoras de las misérrima humanidad, que las ciegas aniquiladoras fuerzas, que los combates entre opuestos elementos, que todo lo contingente puesto como una cadena inaguantable sobre lo intelectual y lo moral, pese cada día sobre nuestros débiles hombres con más avasalladora pesadumbre. El Canciller se calló, después de haber trompeteado sus apocalipsis de universal exterminio, y tomó la palabra el buen Max Bewer, que nos demuestra en sus conceptos cuál demencia trastorna hoy las cabezas germánicas desvariadas a los vértigos de una verdaderamente dementadora victoria. ¿Pues no propone con suma gravedad la incorporación al mundo germánico de toda la Francia del Norte? ¿En esas estamos? ¿Con qué nuevo mongolado sueñan los alemanes? ¡Pues qué! ¿Basta romper en guerra, como cualquier Kan de Tartaria, por los cercanos pueblos, para que desaparezcan, suprimidos por el combate y la victoria? Napoleón el Grande no ganó el Occidente nuestro por haber ganado el combate de Castalla, ni tampoco el Oriente por haber ganado el combate de Moskowa. Suponiendo el triunfo indudable, la resistencia de toda región digna duraría tanto como duró la resistencia del Milanesado y del Véneto, tanto como durará la resistencia de Alsacia, de Lorena, de Polonia. La Flandes, animosa de suyo; la Bretaña, tan tenaz; la Vendée, francesa esencialmente, opondríanse con una resistencia secular, si preciso fuese, a esa dominación de una guerra vencedora, sin otro título para su victoria que la fuerza y la violencia. Para el confidente de Bismarck no debe quedar más región independiente y autónoma en el suelo francés que la región provenzal, con sus bosques de laureles, cantados por los trovadores; con su fuente de Vallclusa, donde suenan aún las lágrimas de Petrarca por Laura; con sus olivos helenos, cargados de cigarras; con sus abejas áticas, chupando mieles en lentiscos y romeros; con sus viejos monumentos, que la constituyen, armónicos y proporcionados, en una prolongación de Italia; con sus viejos odios a la Francia de allende, todavía sangrienta y conquistadora en las ruinas amontonadas por el suelo y en los recuerdos amontonados por la memoria de los cantores heroicos provenzales. Mas, ¿por quién habrá tomado Provenza el escritor germánico? ¿Habrala tomado por alguna Baviera o por algún Baden? Lo mismo en Liguria que en Provenza, lo mismo en Provenza que en Cataluña, lo mismo en Cataluña que en Valencia, regiones parecidas que se dirían animadas por un solo espíritu, nadie piensa en separarse de la madre tierra patria de las tres gloriosas Naciones, con cuyos nombres se relamen los labios y se regodean los espíritus, Italia, Francia, España. Esos apartamientos suicidas, esas separaciones hostiles, esos Estados varios dentro de una misma nación, quédanse para la feudal Alemania, donde un individualismo que no excluye la servidumbre política, un individualismo verdaderamente indisciplinado, tiene dividida la patria en porciones parecidas a las monteras de Sancho. En Francia, en Italia, en España, tras nuestras revoluciones democráticas, hay tres Estados únicos, los cuales corresponden a la unidad de nuestro suelo, a la unidad de nuestro espíritu, a la unidad de nuestro ser. Déjense los alemanes de politiqueos retrospectivos y arqueólogos. Así como nadie se acuerda ya del reino de Arlés, y menos de que perteneció a un Emperador alemán llamado Lotario en el Mediodía de Francia, nadie se acuerda ya tampoco del episodio terrible de los albisenses y de las guerras, y de las conquistas que lo ensangrentaron, Bismarck mismo ha refrenado los desenfrenos de su interlocutor, y dicho lo que dicen cuantos hombres cultos viven dentro de la civilización universal: precisa para el bien de todos que haya una Francia en Europa.

Lástima grande verla tan estrechamente ligada con Rusia. Esta interior amistad entre la República de Occidente y la Monarquía del Norte no empece al desarrollo de sus respectivas instituciones. Y como no empece a este desarrollo, hay que reconocer cuánto el absolutismo prospera en aquellos helados territorios, donde no brillan por ninguna parte, ni en sentido alguno, esperanzas de libertad o asomos de progreso. Y en lo que principalmente claudica el Imperio ruso es en materia de libertad religiosa. Pedro el Grande, la grande Catalina; participaban del pensamiento propio a la centuria suya, y pertenecían, por ende, a la ciencia enciclopédica, generadora de la revolución universal. Alejandro I, si bien se apartaba de tal filosofía en todo, aproximábase a una especie de theosofismo asiático. Muy déspota su heredero y hermano, el Czar por excelencia, Nicolás, anteponía y sobreponía el absolutismo a todo, y cual a todo a la Iglesia. En su bizantinismo natural, contaba el Sínodo entre los consejos áulicos de su corona-tiara. El segundo Alejandro aparece, cual en todo, conciliador en materia religiosa, y deja, contra la oficial ortodoxia, cierta libertad a tanta y tanta secta como pululan por doquier, nidos de supersticiones, en su vasto Imperio. Mas instala una desgracia terrible, la muerte violenta de Alejandro II, al tercero en el trono. Y este sumo imperante, advenido tras una dinastía tolerantísima con relación a su naturaleza propia, recoge las tradiciones eslavonas y personifica la idea ortodoxa. Para recoger la tradición eslava, remacha más y más los eslabones de su autoridad autocrática; y para personificar la idea ortodoxa, retrograda mucho en materia de tolerancia religiosa. Los primeros a quejarse fueron los protestantes, muy tolerados en otro tiempo. Mayoría en los territorios conocidos con el nombre de provincias bálticas, estaban acostumbrados a vivir como si vivieran bajo el propio patrio techo. Amén de la tolerancia tradicional en el Estado ruso, contaban ellos con la influencia de las princesas moscovitas, naturales u oriundas de la Germanía luterana. ¿Cuál no habrá sido pues, el asombro suyo cuando se han visto atribulados por una intolerancia sistemática? Si tratan mal a los protestantes, cristianos en suma, imaginaos cómo tratarán a los judíos, víctimas de todas las diferentes ortodoxias. Indígnase uno al saber cómo el Prefecto de Odessa procede con estos desgraciados. No le basta verlos vejados cruelmente por las costumbres universales; exacérbalas él con sus mandatos y con sus ejemplos. Así todos allí se creen a una con derecho de insultar y perseguir al pobre y triste grupo judío, ingerido de antiguo en aquella población total. Apedrean a la vejez los chiquillos, faltan a las mujeres los mozos. Cuando sucede a un israelita cualquier desgracia, en vez de socorrerlo, como Dios manda, le aprietan la soga del dolor al cuello hasta extrangularlo. Parece aquello un aduar de la Edad Media, por iras horribles religiosas atravesado y herido. Entre las plagas que pudieran caer sobre la humanidad con más atroz pesadumbre, acaso fuera el retroceso a los combates religiosos la primera. Un sentimiento como la fe, que, bien dirigido, nos asciende sobre los ángeles; mal dirigido, nos echa bajo las bestias. Un religioso extraviado llega en sus extravíos hasta inquisidor antropófago. Y un pueblo intolerante derrama los horrores de la guerra en el alma y convierte las ideas puras, que deben abrirnos el horizonte de lo espiritual infinito, en manadas de fieras, que se pelean y se devoran entre sí, tenaz y perpetuamente. Comprendo, pues, que sociedad tan culta, como la sociedad británica, se haya conmovido por una calamidad tan horrible como el movimiento antisemita, y se haya dirigido al Czar en demanda y requerimiento de libertad para los espíritus. El Czar habrá cerrado los oídos a esta voz de la conciencia humana, porque los despotismos tradicionales e históricos no se transforman, viven ejerciendo la tiranía más horrible, hasta que mueren a manos de la revolución más desenfrenada. Si lo negáis, acordaos de los nihilistas38.

Dos emperadores muy jóvenes, Guillermo y Alejandro, dirigen dos Imperios muy enormes: Alemania y Rusia39. Pero hay una diferencia grandísima entre ambos. Mientras el Emperador de Rusia muestra constancia casi tenaz en sus ideas y en sus propósitos, el Emperador de Alemania muestra en unas y otros volubilidad casi mariposeante. Yerra en la cuestión religiosa el tercer Alejandro, pero con sistema en sus móviles y con objeto en sus acuerdo: quizá acierte Guillermo en las mismas cuestiones dentro de su Imperio; pero ni al acertar promete seguridad ninguna de continuación y pertinacia en su acierto. A cada paso de su vida le salta un arrepentimiento de Canosa entre los pies. Ahora, en estos días, ha tenido que devolver a los obispos y a los arzobispos católicos ochenta millones de reales retenidos con grande arbitrariedad y violencia de las congruas episcopales en aquellos lustros de los combates del Imperio con la Iglesia católica, durante los que dije yo siempre al Emperador y al canciller de hierro cómo habrían de bajar la cabeza ante un poder tan impalpable, y etéreo, y espiritual, como el poder de los Papas. ¡Cuánto no gritaron los alemanes en las postrimerías de los siglos medios porque se alzaba con tanto dinero de las indulgencias el arzobispo de Colonia! Cuatrocientos años van transcurridos ya de la revolución iniciada por Lutero40; todas las consecuencias políticas y hasta religiosas de la revolución luterana se tocan en estos gobiernos completamente laicos y en estos contemporáneos Estados establecidos sobre las prácticas del examen libre y sobre los derechos de la humana conciencia; pero la virtud religiosa del catolicismo y la fuerza social del clero aún aparecen a nuestros ojos tan enormes, que todo un Emperador de Alemania debe sin remedio entregar al arzobispo de Colonia cuantiosas arras, las cuales signifiquen y representen promesas de pacificación espiritual en las almas indispensable a la paz material de los pueblos. Tras el arzobispo de Colonia, que percibirá sus diez y seis millones arriba dichos, viene un señor obispo de Treves que debe percibir diez millones y medio. ¡Singulares fenómenos de un Imperio tan por todo extremo confuso como el Imperio alemán! Hay arzobispos extranjeros a quienes alcanza esta devolución. El arzobispo de Praga en Bohemia recibe unos ocho mil duros por causa y razón de las ovejas que cuenta bajo el dominio político de Prusia. Grandes ventajas para el clero católico indudablemente; pero debemos decir que las ha granjeado el consumadísimo estadista llamado Windthorst, pequeño por su estatura, grande por su destreza, verdadero Papa laico del Catolicismo alemán41. Este parlamentario de primer orden, a quien jamás pagarán las gentes de su religión lo que por ellas hace, resalta entre todos los políticos europeos por dos calidades superiores de primer orden: por su habilidad y por su paciencia. Conseguida la paz entre una Iglesia tan por todo extremo pontificia como la Iglesia romana y un Imperio tan por todo extremo luterano como el Imperio germánico; restituidos a sus altas sedes los obispos considerados por Guillermo I como tizones de guerra civil en sus Estados; devueltas y reintegradas a sus legítimos dueños las cantidades retenidas como un botín y despojo de guerra; el Papa laico pretende ahora el permiso de reingreso para los jesuitas expulsados en los ardores de tan gigante campaña. A esto se resisten los luteranos germánicos de la derecha con todas sus fuerzas, como acontece también con escándalo de muchos en la democrática Suiza, cuya constitución, dictada en sus bases capitalísimas tras la victoria de los cantones protestantes sobre los cantones católicos, proscribe y expulsa implacablemente a los jesuitas como en tiempos de los reyes filósofos, pero absolutos y hasta despóticos. Mas quisiera yo trasladar cualquier creyente católico al seno de una familia protestante, bien alemana, bien inglesa, para que pudiesen ver cuánto esfuerzo necesita el jefe de los católicos alemanes para sostener la vuelta de los jesuitas a su Alemania. Los jesuitas, dicen todos los protestantes a una, representan una lamentable retrogradación, que, sembrando las guerras religiosas, ha sembrado la calamidad mayor indudablemente de las sociedades modernas. Ellos atizaron las hogueras de la Inquisición. Ellos se metieron como los demonios en la carne flaca del pobre Portugal. Ellos impulsaron a la matanza de San Bartolomé. Ellos consiguieron la revocación del Edicto de Nantes, que perturbó la paz religiosa en el centro de la Europa moderna y tantas nubes extendió sobre la recién emancipada conciencia. Si la reacción británica se recrudeció en términos que, para combatirla, resolvieron los ingleses la horrible decapitación de dos reyes, como Carlos y María Estuardo, el definitivo destronamiento de toda su familia en la última inapelable revolución, débese también a la orden de los jesuitas. Sus negras sotanas dirigían los ejércitos de Felipe II, cuando intentaban aplastar la libertad religiosa y la república democrática en la emancipada Holanda. Su conspiración maquiavélica y continua encendió la guerra de los Treinta Años, que tan funesta fue al mundo germánico en particular y al mundo europeo en general. Quitáronle al Pontificado aquel carácter universal, por cuya virtud recibía la grande alma del catolicismo los afluyentes de todas las ideas, y diéronle aquella estrechez y egoísmo, por cuyo maleficio se trocaba el jefe de la cristiandad entera en jefe de una secta. Do quier revolvió su sombra, extendió la muerte, como diz que hacen ciertos árboles de las primeras selvas en América. Alemania, en odio a ellos, se apartó más y más de la Iglesia católica; y en odio a ellos constituyó Inglaterra su oficial anglicanismo. El Concilio de Trento, llamado, para unir a las dos ideas enemigas, Asamblea ecuménica, en cuya controversia debió hallarse la síntesis luminosa entre la vieja Iglesia y el nuevo cristianismo, llegó por culpa de los jesuitas a degenerar en triste Congreso de cortesanos, que ungió con el óleo santo el más grave de todos los errores y la más abominable de todas las instituciones: el absolutismo eclesiástico. Sólo hubo allí una cosa grande, una personalidad deslumbradora: el fundador de la orden. Su valor, su constancia, su tenacidad, su previsión, su conocimiento de la naturaleza humana para combatirla, su esfuerzo, el genio verdaderamente organizador que mostrara en aquella crisis, merecen, como todas las grandezas, admiración sin límites a la humanidad y a la Historia. Pero he ahí la suerte de las grandes personalidades reaccionarias. Dios aglomera sobre su frente las extraordinarias cualidades, para que se vea mejor su irremediable impotencia. Nacen estos hombres de las retrogradaciones con fuerzas materiales y morales incontrastables, y, sin embargo, llegan a estrellarse contra el etéreo seno de una idea viva y a dejarse arrastrar como cuerpos inertes por los torrentes del progreso universal. Así hablan los protestantes de los jesuitas, y estas consideraciones oponen a la propuesta de su regreso presentada casi a diario por el jefe de la escuela católica en Alemania. Pero este jefe advierte unas señales de próximas catástrofes tan evidentes, que anuncian, en porvenir no lejano, el llamamiento de Germanía y su Imperio al jesuitismo, sin miedo ni recelo de reacción42.

Pero es el caso que la religión protestante no puede no extenderse a su vez de una extrema derecha, tan retrógrada como el criticado jesuitismo católico. Ningún jesuita en España, o en Italia, o en Francia, o en Portugal se hubiera atrevido a emprender contra los judíos la campaña emprendida por el pastor evangélico Hæker en Alemania. Ya sea por imposibilidad completa, ya sea por prudencia propia, el jesuitismo de nuestra Iglesia no llega jamás a los extremos donde han llegado aquellas sectas reaccionarias luteranas, a quienes podríamos llamar con toda propiedad, magüer protestantes, jesuíticas y aun ultramontanas. Y no creáis reo de tal reacción solamente al Pastor antisemita, hoy tan universalmente célebre por sus predicaciones desatentadas. A cada paso topáis con escritores y oradores en el mundo alemán, a cuyo lado habrán de pareceros liberales y racionalistas desde Nocedal y Orti hasta el P. Salvany en persona43. Parece imposible; mas un hombre que había nacido con todas las cualidades necesarias para cautivar a los pueblos; tribuno más que teólogo, y tribuno de club y de plebe; rudo campesino del Oeste de Holstein, hijo de un carpintero y trabajador de un molino; fuerte en su carácter, enérgico en su voluntad, humorista en su lenguaje; poeta muchas veces, sin perder nunca la serenidad del buen sentido; indisciplinado por conciencia, inquieto en su vida y múltiple en sus profesiones; sacerdote, jurisconsulto, médico, boticario; dotado de ingenio pedagógico; copioso de antítesis bruscas; propio para el arte y la literatura popular, se puso al frente de la reacción religiosa y llamó Anti-Cristo a la razón, como se lo habían llamado a los Nerones los antiguos cristianos; y llamó rebelde y destronadora de Dios a la conciencia libre; y dijo que no tenía derecho a levantarse contra la antigua religión luterana un púlpito por esa religión levantado; y sostuvo que sobre los huesos de Lutero iba a consumarse el adulterio de la Iglesia protestante con el espíritu de nuestro siglo; y rechazó toda explicación natural dada a la Biblia, diciendo que solamente era digna de fe la palabra de Dios en sus literales sentidos; y tuvo toda constitución por atentatoria a la lógica, y todo poder intermediario entre el gobernante y el gobernado por perturbador de la sociedad, y toda República popular por la más cara y la más odiosa de las instituciones, y todo pueblo deliberante y legislador por el más arbitrario de los tiranos, trazando como límite de las humanas perfecciones la religión germánica y la monarquía absoluta. Después de esto, ya nada hay que extrañar en nuestras reacciones católicas, en la vuelta al siglo decimotercio, en las apoteosis del Papa-Rey, en los deliquios por la teocracia, en la brutal franqueza con que la reacción entre nosotros convidaba a la conciencia a dormirse en la barca donde había permanecido incólume e inmóvil por espacio de diez y nueve siglos. La religión de la Reforma, de la conciencia, de la libertad, de la interpretación individual en las lecturas evangélicas, había caído en el abismo de servidumbre en que antes cayeran los neo-católicos. Hengstenberg sostuvo la reacción religiosa y política con menos entusiasmo, pero con más ciencia y con más habilidad que el impetuoso Harms44. La Biblia es por él adorada con el sentido materialista de los antiguos judíos carnales y con la intolerancia sangrienta de los modernos inquisidores reaccionarios. Su vocación fue el periodismo, y el periodismo insolente, desvergonzado, libelesco, rico en brutales agresiones, en diatribas, en calumnias, que espía a todos los librepensadores, que los sorprende en los secretos de su familia y en las intimidades de su conciencia, que los arrastra a la picota, contando con la complicidad y la satisfacción de las autoridades políticas, y que ya en la picota horrible agarrotados, expirantes, sin voz, sin defensa, los maldice, los abofetea y los escupe. Figuraos un Veuillot45, sin su ingenio y sin su estilo, y tendréis una imagen fidelísima del escritor evangélico. Babea sobre la literatura clásica, inspirada en el paganismo; confunde la democracia con la demagogia; llama frívola, y ligera, y calaveresca a la Francia moderna; niega toda autoridad a la razón y toda virtud al derecho; declara la ciencia contemporánea más asoladora que el cólera morbo; califica a la teología sentimental de rehabilitación de la carne; todo bajo la bandera del más puro luteranismo, y con el propósito firme de restaurar la antigua religión. Y no le basta con la reacción religiosa; sostiene también la reacción política más insensata. Los mandamientos de Dios cometieron imperdonable olvido cuando mandaron honrar padre y madre, sin añadir igual respeto al rey y a la reina; porque para este piadosísimo cristiano, el rey y la reina son nuestros padres, nos han dado su sangre, nos han mantenido a sus pechos, nos conducen por la vida, y hasta nos aseguran la paz eterna en el seno de la muerte. Parécele incompatible tiranía orar por las Cámaras, según los preceptos de la Constitución y los rescriptos del rey, sobre todo por la Cámara popular, nacida del libre examen y de la revolución política; consagrada a regatear tributos al monarca y a encender pasiones en el pueblo; llena de reformadores, que son, al fin y a la postre, con toda su apariencia de sensatos, dementes demagogos. El clero luterano debía orar tan solo por la Cámara de los señores, por esos campesinos que traen la santidad del terruño, por esos caballeros feudales que mantienen la servidumbre de la gleba, por esos reaccionarios que adoran de rodillas la Santa Alianza, por esos luteranos que pegarían fuego en todas las Universidades a todos los simulacros de la diosa razón, y a todos los filósofos, sus falsos y corrompidos sacerdotes. La separación de la Iglesia y del Estado es el error de los errores. Los reyes necesitan de la Iglesia como del cielo donde el cetro se forja; la Iglesia necesita de los reyes, como de los ministros que le abren con sus varas y con sus sables el camino para la dominación material del mundo. Todos estos insensatos podían libremente entregarse a sus insensateces; renegar de la conciencia libre, sin comprender que renegaban de Dios; suprimir la libre voluntad, sin comprender que suprimían al hombre. Su rabia, su locura, sus negaciones de la luz, sus combates al progreso, su bárbara conjuración para oprimir y envilecer a nuestro tiempo, demostraba con qué razón, con qué derecho, con qué verdad había sostenido el siglo XVIII el salvador principio de la incompatibilidad absoluta entre las Iglesias tolerantes y las modernas libertades. He aquí la reacción espantosa contra la cual empiezan a moverse los espíritus liberales en Alemania46.

Bosquejada la crisis religiosa que atraviesa el Imperio alemán, réstanos únicamente ocuparnos en los capitales hechos del mes transcurrido y casi finado. Para mí, el primero entre todos es la grande agitación democrática de los belgas, anhelosos por el sufragio universal. Bajo un ministerio retrógrado, en todo el estado de reacción permitido por aquellas instituciones progresivas, los belgas piden la igualdad absoluta de derechos políticos, juzgada por muchos medrosos como un atentado a la fundamental y sacrosanta libertad47. Las intensidades múltiples del deseo y opinión popular se conocen por las resistencias ciegas del Gobierno y de la política imperantes. No comprendiendo cómo el instinto de la muchedumbre adivina que su aspiración se cumple y su plan se realiza dentro del orden más completo y bajo la más escrupulosa legalidad, temían una revolución, según las precauciones decididas y las tropas consignadas, únicamente porque había el partido avanzado resuelto cierta manifestación solemne y pública en favor del sufragio universal. Si Alemania o Francia hubiesen violado la neutralidad belga, no se arma en la Nación y en el Estado ruido tan fragoroso como el que hase armado con motivo de la inocente procesión cívica. Disposiciones muy severas del ministro de la Gobernación; proclamas y órdenes muy alarmantes de los burgomaestres y demás autoridades, a cuyo cargo corre la conservación del orden público en Bélgica; llamamiento de las milicias nacionales acaso para detener con sus bayonetas el cielo que se debía venir abajo; concentración de tropas cual en víspera de guerra; todo esto y mucho más ha pensado el ministerio belga para conjurar los alardes inofensivos de un pueblo que reclama una intervención en el Estado, admitida por Francia, Suiza y España en sus leyes fundamentales. No había cosa que temer, pues, de aspiración popular tan legítima, expresada por un partido, el cual debía mostrar tanto empeño, como el Gobierno mismo, en la completa conservación del orden por indispensable a sus designios. Así llegó el temible día; los asustados pudieron ver con sus ojos y tocar con sus propias manos la inania de los recelos suyos. Unos cuatro mil hombres recorrieron las calles en orden de formación casi militar, y se dispersaron delante del palacio de la ciudad sin escándalos ni atropellos. Habían prometido pasar ante las ventanas del Monarca y ante los vestíbulos del Congreso; mas no realizaron tal intento. Lo crudo y horrible del tiempo, así como lo nevado y frío del suelo, contribuyeron a la general tranquilidad. El problema de todos modos está inscrito ya en la viviente realidad, y no podrá resolverse sino por la victoria del sufragio universal. Todas las ideas bien sembradas germinan, brotan, florecen y maduran. Entre tales agitaciones ha sobrevenido a la dinastía una inmensa desgracia: la muerte del príncipe Balduino, heredero de la corona belga. Hijo del conde de Flandes, y sucesor designado al trono por no contar con hijos varones el Monarca, los belgas han llorado su temprana muerte, atribuida por algunos maliciosos a triste accidente, muy análogo al que acabó con persona tan afamada como Rodolfo de Hapsburgo. El Gobierno desmintió esta infundada especie; y el diario propalador de ella responderá de su embuste ante los tribunales de justicia. Pero seguramente la muerte del heredero de Bélgica reabre las heridas mortales que lleva en su corazón la dinastía del heredero de Austria. El Emperador éste y el Imperio suyo atraviesan ahora supremas circunstancias. La Dieta central acaba de ser disuelta por un decreto, cuyas disposiciones adelantan de algunos días la muerte natural de tamaño Congreso. Mal, muy mal, ¡ay!, lo deja todo el Parlamento muerto al Parlamento futuro. Los años tan sólo sirven para ir moviendo las discordias entre aquellos pueblos desafines que consumen su vida en perpetuos litigios de unos contra otros. Los irredentistas del territorio italiano, los tcheques del bohemio, los transilvanos y croatas del húngaro, los turcos del bosniaco, los ilirios y demás naturales del dálmata, los polacos del gracovio, los eslavones de todas partes, mueven un pleito a sus convecinos y convivientes por tal manera fragoroso, que no hay medio de oírlos y atenderlos, por el escándalo mismo que ellos promueven y levantan. En el confuso estado y situación de ahora, únicamente podemos pedir al cielo que no caiga sobre nosotros plaga tan horrible y desastrosa como la guerra. La censura infligida por el Parlamento italiano al Gobierno de Crispi, demuestra cómo Europa desea la paz y la libertad.