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ArribaAbajo10. Junio 1893

Repugnancia invencible a ocuparnos en los asuntos españoles.-Causas de esta repugnancia.-Reservas necesarias del historiador cuando es actor en los hechos referidos.-La coalición republicana.-Características de los grupos.-Imposibilidad en ella de acción y pensamiento común.-Democracia práctica.-Evoluciones y fases de las ideas.-Necesidad de una inteligencia con los monárquicos en las repúblicas conservadoras y con los republicanos en las monarquías democráticas.-Confirmación de tal tesis por las sendas índoles de ambas clases de gobierno y por los ejemplos diversos de la historia contemporánea.-Salidaridad universal.-Lo que fue la República en 1873.-Necesidad de una política que pueda impedir el readvenimiento de tal catástrofe.-Conclusión.


Pocas, muy pocas veces hablo en estas crónicas internacionales de los asuntos relativos a mi patria, recelando crean los lectores parcial e interesada una historia, en cuyos capitales hechos tanta parte ha tenido el historiador que los relata. Por años enteros elido la nación española de mis anales; y si alguna vez derogo tales reglas y llego a mentarla, suelo hacerlo en virtud y por obra de la relación y concordancia entre los hechos particulares hispanos y los capitalísimos hechos europeos. Mas atravesamos ahora una tan crítica situación, y representa por algún tiempo en esta crisis papel tan frecuente quien estas líneas escribe, que no puede sustraerse a la obligación de historiarla, e historiándola, no puede por menos que señalarse a sí mismo la parte correlativa con sus ideas y con sus obras. Llegó el partido liberal en fines de noventa y dos al Gobierno, sin que le llamara directamente la corona cual otras veces; llegó por una crisis parlamentaria, independiente y aparte del influjo ejercido por los demás poderes públicos. Y al llegar de nuevo, desvaneciendo toda veleidad hacia las reacciones y fortificando los derechos individuales con el gobierno de la nación por sí, a cuyo logro contribuyéramos nosotros en primera línea, creyeron muchos aquella la oportuna sazón para el ingreso de mis correligionarios en el gobierno, como legítimos representantes de la legalidad democrática y seguros vigías así de su conservación como de su desarrollo. No creí oportuna yo la hora del ingreso, y con agradecimiento decliné sincerísimas ofertas y quedeme dentro de la misma posición que antes ocupaba y ejerciendo en la democracia un ministerio idéntico al que antes ejercía. Pero si los compromisos míos y la historia no me permiten dejar el carácter y el nombre de republicano, permítenme un patriotismo fervoroso y un lazo con la historia de los últimos veinte años muy estrecho contribuir a la clausura y término del período constituyente, cuya reanudación traeríanos males sin cuento; y contrastar las tendencias revolucionarias, amortiguadas pero no extintas, de nuestro pueblo, con el culto a la estabilidad, áncora de nuestros grandes bienes, áncora del gobierno parlamentario, de la democracia progresiva, de la libertad omnímoda. No todos los viejos republicanos piensan como yo, no todos. Las experiencias últimas nada les han enseñado; y el dolor, que tantas revelaciones guarda para el común de las gentes, no les ha dicho cosa ninguna, y por ende no ha enderezado en ellos ninguno de sus añejísimos entuertos. Porque han formado entre sí una coalición accidental con los tres grupos militantes en la democracia radicalísima, como pudieran haberla formado con los teócratas o con los conservadores, creen sus contradictorias ideas un sistema encadenado y sus disueltas fracciones un organismo viviente. Pero, ¿qué sistema puede resultar en la multiplicación de cantidades incongruentes y heterogéneas? ¿Ni qué proceder metódico cabe allí, donde tres procedimientos en guerra tiran cada cual por su lado, y se anulan mutuamente dentro de una contradicción y combate, internos hoy, en los cuales únicamente puede contenerse y encerrarse la guerra civil futura?

Con ánimo de no sacar mucho a plaza las personas, sólo atendibles cuando aparecen como personificaciones de las ideas, debo decir que Zorrilla, Salmerón y Pi representan tres repúblicas, tan irreconciliables cada cual con las otras dos, como puedan serlo todas ellas con la monarquía. Viejo monárquico, Zorrilla, presidente de la Cámara, que proclamó el principio hereditario cuando estaba en tierra, y lo puso por corona de una democracia liberal recién manumitida por la revolución de Setiembre, no profesa la república como dogma, sino como instrumento superior a la monarquía para producir cierta dictadura, contraria en todo régimen constitucional moderno, venida con el firme propósito de hacer la felicidad entera de la democracia contra su voluntad y mal de su grado, bajo un boulangerismo civil, o mejor, bajo un balmacedismo, inadaptable a la complexión y a la historia de nuestra libre patria. Orador Salmerón, publicista Pi y Margall, saben a maravilla cómo tal régimen absurdo no podría subsistir sino suprimiendo prensa y tribuna; por lo cual se oponen a él con la misma fuerza que me opongo yo, y en resumidas cuentas, con la misma franqueza. Muy vago y confuso el sistema de Salmerón, hay que calificarlo por adivinaciones más que por estudio; pues cuanto con mayor empeño lo explica y más lo define, tanto menos lo esclarece, por causa de una oscuridad, en cuyas tinieblas os exponéis a topar con todo, menos con la razón y con la ciencia. Se me alcanzará poco a mí en materia de achaques políticos; si Salmerón no establece un semisocialismo y un semifederalismo, dentro de cuyas laberínticas sinuosidades jamás encontraréis el hilo conductor que os oriente y mucho menos una salida de verdadera solución que os satisfaga. Pero lo que debe ahora mismo decirse, y sin temor a equivocarse, ¡oh!, es que la escuela salmeroniana opone al partido zorrillista la prensa y el parlamento libres, con los cuales no pueden compadecerse y compaginarse las dictaduras en sus varias manifestaciones o especies. Más claro, más concreto, más lógico, más de suyo sabio y en materia de política competente Pi y Margall. En él cesan las sendas vaguedades a sus dos émulos congénitas. Con él nos encontramos dentro de pleno socialismo intransigente y en plena democracia federal pactista. Pi y Margall quiere hacer a imagen y semejanza de su sistema desde las apropiaciones del suelo hasta la organización del Estado. Quiere que sea, la tierra como el aire, propiedad común de todos, y no respeta la nación, tal como se ha hecho en el espacio por el tiempo; quiere suspenderla, pretensión, de suyo tan vana, como si quisiera suspender la vida; y luego renovarla por un pacto, aunque hubiera en esta labor de la renovación y en los ajustes del contrato, aunque hubiera de perderse y acabarse para siempre. Las mismas contradicciones que los zorrillistas y los salmeronianos entre sí tienen, súmanse luego para contradecir y contrastar la república de Pi. Yo pregunto a todos los conocedores de la política, y espero confiado su respuesta: ¿creen posible un gobierno, de unidad necesitado siempre, con tres factores tan contradictorios y en pugna?

Quienes apenas pueden hacer oposición a los que tienen de suyo en frente y en contra, porque les falta tiempo para combatir a sus afines, ¿podrían fundar un gobierno en paz? Y no me digan tener de común la república, porque los federales aseguran sus preferencias por cualquier monarquía sobre la república unitaria; y los unitarios su tristísima seguridad de que la república federal trae aparejado el carlismo. Y si en lo referente a principios están desacordes, estanlo más aún en lo referente a método. Mientras Zorrilla, educado en las conjuras españolas y en sus pronunciamientos, quiere a toda prisa la revolución; Azcárate, instruido en la política inglesa por sus lecturas predilectas, no la quiere jamás; y Salmerón la proclama condicional en teoría, sin encontrar nunca la condición propicia de su, comienzo; mientras Pi y Margall la proclama incondicional siempre, pero en esta incondicionalidad se reserva dentro de su inercia olímpica el derecho de no principiarla nunca. Si, por desear la revolución, es ya uno revolucionario, desde mañana por la mañana, todos los pobres, que deseamos ser ricos, y no obstante tal deseo, no hacemos nada para serlo, debíamos llamarnos millonarios. Acabemos: no están los conocidos con el nombre de republicanos por antonomasia concordes en cosa ninguna; y ante su discordia permítanme los lectores dirigirles algunas observaciones sobre mi política, observaciones que no deben echar en saco roto. Figuraos que me hallo presente ahora en la Cámara, de donde me alejan propósitos anunciados hace seis años y puestos por mí en obra desde entonces. De haberme allí hallado, hubiese dirigido, poco más o menos, a mis afines antiguos estas observaciones, que creo provechosas al conocimiento y explicación de nuestra política.

Después de haber hablado mucho, ignoro si por lo avanzadísimo ya de mi edad, o si por lo alcanzado allende las esperanzas mías en política, siento a la tribuna y a la palabra tales invencibles repugnancias, que no pueden vencerlas, ni un deseo tan vehemente como mi deseo, ni una voluntad tan firme como mi voluntad, las cuales, en este momento, para moverme a orar, cual hicieran tantas otras veces, necesitarían colocarme bajo la fuerza imperiosa e incontrastable del mandato categórico de la conciencia, que me constriñese al cumplimiento estricto de deberes sagrados para con la democracia y con la patria. Pero yo no necesito hablar ahora en el Parlamento. Los ideales, cuando están en el período de sus radiantes difusiones, en su período de propaganda y apostolado, necesitan del pensamiento y del verbo, especie de soles, que cumplen su cometido con irradiar calor y luz; pero así que penetran por el desgaste y el enfriamiento que les traen el tiempo y el espacio, o los roces con ellos, en el período de su completa realización, han de reducirse a estrechos límites, han de acomodarse a cien impurezas irremisibles, han de ir apagándose poco a poco y extinguiendo sus antiguos esplendores, para que puedan dar de sí aire vital, no demasiado puro, pues el aire demasiado puro no lo podemos resistir nosotros, aire respirable; y vida, no eterna, porque todo en el tiempo cambia y muere, vida sujeta por necesidad a las imperfecciones connaturales con toda contingente realidad. La idea es, primero, cual un sol, teórica; después, cual un cometa sin órbita cognoscible y sin curso calculable, revolucionaria; y, por último, como un planeta, frío y oscuro, pero real y vívido, práctica. Así, cuando pasa la idea por el primero y segundo período, necesita del Verbo, del apostolado, de la predicación; y cuando llega de suyo al último, necesita del esfuerzo, de la constante acción, sólo de la constante acción, que ha de recortar los ideales, y encerrarlos dentro de condiciones y límites, en cuyas estrecheces aparecerán menos encendidos y luminosos, que cuando eran cometas o soles, pero mucho más vivideros y vívidos. El ideal aparece como los planetas; a medida que menos luminosos, también más habituales. En principio es el Verbo, como San Juan dice, pero al Verbo sucede la natural acción, jamás tan pura como el pensamiento y la palabra. Hombres de pensamiento, los renovadores sociales, hombres de palabra también, pues cada especie política tiene las facultades en correspondencia con sus destinos, como cada especie orgánica los órganos; habiendo llevado el ideal como una lengua de fuego sobre su cabeza; tenido el verbo de todas las ideas progresivas en sus labios; puesto su voz al servicio de todos los oprimidos y de todos los esclavos; al salir del cenáculo de los Apóstoles, donde el Espíritu Santo de la libertad los ha esclarecido y sustentado para la obra del progreso común; y encontrarse con que todos sus ensueños se han cumplido; con que no hay un solo siervo en esta tierra, llena de horrorosas ergástulas antes; con que se ha desvanecido la última sombra de la Inquisición extendida por las instituciones reaccionarias y se ha hundido en el abismo la barca del negrero y se ha cerrado la ignominiosa venta de seres humanos que ayer todavía se verificaba a nuestra vista en los babilónicos mercados de la esclavitud; no tienen más remedio que reconocer esta feliz emancipación; y reconociéndola, no tienen más remedio, en cumplimiento de sus obligaciones, que conservarla; y para conservarla, no tienen más remedio que cederla, videntes, idealistas, profetas, no tienen más remedio que cederla, por las misteriosas divisiones del trabajo, a los partidos hoy de acción y a los hombres hoy de gobierno.

¿Digo yo esto ahora, por casualidad, ahora que me hallo por vetos de mi conciencia íntima y de mi historia personal alejado por completo del gobierno? Lo dije, cuando yo tenía en mis manos, aunque sin merecerlo y por brevísimo tiempo, la suprema dirección del Estado. Entonces llamé a una situación puramente democrática, cual aquella que presidía yo usando las fracciones y escuelas monárquicas; y lo declaré así, declaré que las llamaba para repartir con ellas el gobierno, con la franqueza propia de mi particular índole, y en voz muy alta, y en tonos muy resonantes, a todos mis correligionarios y amigos. Nave recién hecha la república y velerísima, como antes decíamos de los barcos ligeros; con una caldera de vapor altamente impulsiva, necesitaba lastre; y no podía encontrarlo sino en los viejo elementos históricos, para que así nos respetaran el espacio, contrario a toda celeridad suma, y el tiempo, enemigo de toda súbita creación los cuales, tiempo y espacio, entidades más o menos subjetivas, no por esto dejan de tener una certeza evidentísima y castigar, como los antiguos dioses mitológicos, a quienes intentan, desatinados, o desconocerlos o burlarlos. Aquella tripulación republicana conocía mucho el álgebra, mucho el cálculo, mucho lo absoluto y abstracto; estaba industriadísima en todas las ramas del saber teórico, aparecía digna de cualquier escuela y universidad científica; pero carecía de lo esencialísimo al gobierno, de práctica y experiencia, sólo aquistables, admitiendo en su seno y compañía otros menos sabios navegantes, pero más conocedores de los bajíos que debían evitarse, de los derroteros que debían seguirse, de los puertos adonde se necesitaba estar al pairo y echar el ancla, para que la tempestad no pudiera sorprendernos con sus asaltos y sobrevenirnos el consiguiente naufragio. En la inexperiencia, propia de teorizantes y profetas, aquellos republicanos querían, unos descoyuntar la nación en porciones disyectas y enemigas, obra tan difícil como descoyuntar el planeta en sus terrenos diversos, y organizarla separando sus organismos en la vida como pudiera separarlos una tabla o un Museo de Historia Natural; en medio de una guerra tripartita, la cual, como toda guerra, solamente obedecía de suyo a la fuerza, y resultaba en su esencia siempre un despotismo frente a otro despotismo, proponían otros, sin parar mientes en que indisciplinaban el ejército, la increíble abrogación de un factor, al ejército y a su disciplina tan indispensable como la pena, base de las ordenanzas militares; cuando más se necesitaba del clero para conjurar moralmente la prepotencia de los carlistas, señoreados de pueblo y suelo en media Península, proponían otros la separación de la Iglesia y el Estado, quitándole al Gobierno toda intervención en el mundo eclesiástico y exponiéndose a que se hubieran sentado los curas cabecillas en todas las sedes vacantes: errores enormísimos provinientes de la edénica inexperiencia, que aqueja por necesidad a los partidos teorizantes o profetas, y que sólo podía remediarse con la suma de aquellos estadistas y partidos, más puestos al cabo de los secretos de la viva realidad y más autorizados para conformarse con ella y para someternos a su imperio. Aparte otras muchas, la principal causa del rompimiento entre las demás fracciones republicanas y la fracción que yo, sin méritos para ello, dirigía, estuvo en esto, en la propensión nuestra inevitable a entendernos, desde la gobernación del Estado, con los partidos monárquicos, por creerlos aquel sólido lastre, necesario de suyo a prestarnos la solidez de que nosotros carecíamos, y traernos aquella seguridad que absolutamente nos faltaba, inexpertos, a nosotros. Y luego, cuando por la intransigencia y la ignorancia de los partidos extremos y revolucionarios, marró esta inevitable transacción, vino la monarquía; y dentro ya nosotros de tal institución, como hay que colocarse dentro siempre de toda legalidad, aconsejamos a los monárquicos que procedieran con los republicanos como los republicanos jamás quisieran proceder con ellos, y admitiesen, ya que no sus personas, sus principios sustantivos, a fin de que se llegase a una transacción, ya que no entre todos los españoles, por quedarse fuera de ella, desgraciadamente, los carlistas, entre todos los liberales en sus diversas fracciones y matices, que no habrían de contender sobre lo fundamental; contienda siempre grave, pues nos condenaba por necesidad a un período constituyente gravísimo; y no teniendo que contender sobre lo fundamental ni que atravesar períodos constituyentes largos, podrían consagrarse a lo exigido por la salud y el bien de nuestro pueblo, a las prácticas en administración y hacienda, y descuidadas maltrechas entre las oscilaciones violentas de la revolución a la reacción y de la reacción a la revolución, en que hace ochenta y más años están metidos desde nuestro suelo hasta nuestro espíritu.

Nave la monarquía menos velera y movida que su contraria, como ésta pide lastre para no naufragar, ella pide impulso para moverse, y no puede no encontrarlo, sino en la democracia, innovadora y progresiva por su naturaleza y por su historia. De suerte que aconsejamos a los republicanos una transacción indispensable con las fracciones históricas, y los republicanos, en su victoria, no nos oyeron, por lo cual marraron; y más tarde a los monárquicos les aconsejamos una transacción análoga con los principios y los partidos democráticos, y como los monárquicos nos oyeran, los monárquicos se han salvado. Pero seamos francos y leales, hablemos con la conciencia desentrañada de su clausura natural y con el corazón en la mano. Los fundamentos y bases de toda transacción estaban en esto, en que los monárquicos hicieran dentro de la república todo lo posible por los principios conservadores, menos destruir la república misma; y los republicanos hicieron dentro de la monarquía todo lo posible por los principios progresivos, menos destruir la monarquía misma. ¿Y qué resultó de este pacto, no propuesto por nadie, no escrito en papel sellado ni por mano ninguna, no registrado en escribanías ni metido en protocolos? Pues resultó lo que decía con frase gráfica el ilustre presidente de nuestro Congreso en la sesión inaugural: que somos el pueblo más libre de la tierra. Y como yo escribí siempre por la libertad, como yo hablé por la libertad, como yo padecí por la libertad, como yo por la libertad me desvivo; ahora con esta libertad me ufano a tanta costa conseguida; y fiando en Dios que habré de vivir muchos años, no me cansaré nunca de poseerla y de gozarla, para lo cual sostendré desde cualquier parte donde yo me halle, a cuantos gobiernos la conserven, conservando con ella lo que más al hombre honra en este mundo y lo que más en la historia dignifica y engrandece a los pueblos.

Yo pregunto: ¿qué monarquía liberal de las recién fundadas vive sin el concurso de los republicanos, y qué república existente de las recién fundadas vive sin el concurso de los monárquicos? ¿Será por ventura la monarquía de Italia, será la monarquía de Austria, será la monarquía de Suecia, será la monarquía misma de Alemania? ¿Cuál de los republicanos españoles podrá parangonarse con Garibaldi? Ninguno de nosotros ha luchado como él por la república en el Plata y en el Tiber; ninguno como él sobre las ruinas de Roma y entre las selvas y ventisqueros de los Alpes. Sin embargo, cuando acababa de lanzar un trono en tierra con su sola presencia, nada le fuera tan fácil como establecer una república parthenópea, república ya con antecedentes y con historia; pero, en el minuto de la ocupación, cuando podía decidirse por un partido o por otro partido, se le aparecieron la república de sus ensueños y la patria de sus conciudadanos, y optó por la patria, merced a lo cual tiene una estatua en cada encrucijada de la Península y forma en el coro inmortal de los grandes fundadores de Italia.

Direisme: Garibaldi era hombre de acción y conocía poco la política. Pues más hicieron todavía los hombres de pensamiento. Ninguno de nosotros escribió jamás sobre Filosofía de la Revolución y sobre República Federal esos libros magistrales de Ferrari, que aparecen como la fórmula brillante del saber político moderno; y sin embargo, este inmortal teorizante del derecho y este historiador del triunfo de las democracias aceptó de la monarquía italiana y del rey un cargo tan de gracia real como el cargo de senador vitalicio en aquella monarquía parlamentaria. ¿Pero a qué cansarnos? El más brillante jefe de la izquierda italiana, el más activo de los primeros ministros con que ha contado el rey Humberto, es Crispi, el discípulo de Mazzini, quien odiaba mucho a todos los reyes, pero ponía sobre su aborrecimiento de los reyes el amor a la Italia, en cuyo seno pudo morir tranquilo y tener hoy un sepulcro de verdadera inmortalidad. Y lo que ha pasado en Italia, también ha pasado en Alemania, donde se han reclutado lo mismo el partido liberal que el partido conservador gobernantes en aquellos revolucionarios de Franckfort y de Baden y de Stutgardt, que se habían pasado un transcurso de tiempo tan largo, como el mediante entre la reacción del cincuenta y la guerra del sesenta y seis, proponiendo bajo una república la unidad alemana y el sufragio universal, que luego debieron aceptar de la victoria militar y del Imperio cesarista. Y lo que pasara en Alemania, pasó en Austria-Hungría. También allí se conservaba como un mito sacro el recuerdo de todas las revoluciones contra la dinastía y como un pontífice de las reivindicaciones por venir al patriarca sublime Kossuth, que personifica la patria separada del Austria y de los Hapsburgos: con la soberanía nacional ejercida por un régimen y un gobierno republicano. Sin embargo, vino como un inesperado accidente, la batalla de Sadowa, y se dieron con un canto en el pecho aquellos partidarios y discípulos de Kossuth, el republicano, viendo la patria libre con la monarquía y los Hapsburgos, que penetraban en BudaPesth a ceñirse la corona de San Esteban entre las delirantes aclamaciones del pueblo. Mas ¿por qué citar las monarquías liberales recientes, cuando lo mismo han hecho las monarquías liberales antiguas? No hay ninguna, por la solidez de sus bases y por la expansión de sus principios, como la monarquía inglesa, producto feliz de la razón pura combinada con la experiencia secular. Diríase que sus fundamentos arraigan hasta en la raíz de aquel suelo y que su solio lo consideran tan necesario a su existencia los ingleses como el aire de su atmósfera. Y sin embargo, tuvo que recurrir a los republicanos. El joven, que había propuesto se levantaran en las calles de Londres a Mazzini estatuas; el economista que había soñado con juntas federadas de trabajadores muy parecidas a los cantones helvecios; el cuákero, cuya elocuencia recordaba los sermones calvinistas y puritanos de la primera república y que bendecía el Occidente, o sea, el Nuevo Mundo, pidiéndole un regreso de los peregrinos que llevasen a los horizontes de su madre patria, de su metrópoli augusta, las estrellas del pabellón americano; todos han pasado por el ministerio, sin desdoro suyo ni de nadie, y todas se han impuesto a la reina, más reina que hoy en el mundo, por mandatos incontrastables de la voluntad y de la conciencia nacional. Pero esto que pasa en las monarquías, ¿no pasa en las repúblicas también? Si las monarquías contemporáneas están servidas por republicanos, a su vez, ¿no están las repúblicas servidas por monárquicos? La única que hay de reciente fundación en Europa es la república francesa. Pues bien; la república francesa se debe principalmente a la Previsión de Thiers, a la lealtad de MacMahón, a la sabiduría económica del orleanista León Say, a la ciencia militar de un vicio partidario del imperio, que se llama Freycinet, a innumerables monárquicos, puesto que en aquella tierra de la democracia pura y del sufragio universal sólo habían tenido los republicanos durante el Imperio un grupo relativamente corto, y una ilustre, nobilísima, imponderable, pero escasa representación en la Cámara. Mas ¿a qué buscar extraños ejemplos? Lo mismo que ha pasado fuera, pasó entre nosotros. Yo, dentro del Congreso de 73, encontré un decidido apoyo, un concurso franco, un ministerialismo a toda prueba en el monárquico señor Ríos Rosas, en el monárquico señor Romero Robledo, en el monárquico Sr. Becerra, en el monárquico Sr. Salaverría, en el monárquico Sr. Esteban Collantes, en toda la fracción constitucional que desde fuera dirigía el monárquico Sr. Sagasta, en toda la fracción conservadora que desde fuera dirigía el monárquico señor Cánovas, de toda la fracción radical que desde fuera dirigía el monárquico Sr. Zorrilla, y lo que pasó conmigo pasó también y a su vez con el gobierno Salmeón, votado, mantenido por todas las fracciones monárquicas, sin que a nadie se le haya ocurrido darles en rostro con tal concurso, con tal ministerialismo, con tal proceder, porque se hallaba todo ello en la lógica de los hechos diarios, en la moral de los procedimientos políticos, en la necesidad inevitable de las cosas humanas, en la serie que junta y enlaza las ideas, extiende los minutos del tiempo y los puntos del espacio, agrupa los seres orgánicos en especies, los astros en constelaciones, las ciencias en sistemas; y reina con un implacable vigor sobre todos los aspectos de la vida y sobre todos los seres de la naturaleza, como también sobre la sociedad, y especialmente sobre la política: que desde la estrella Sirio hasta el átomo último obedecen a esta ley universal de la evolución y de la serie.

Yo ignoro de qué sirven la filosofía en el mundo, si no sirve para demostrarnos las fatalidades invencibles del universo, y la interna lógica de los hechos, y la solidaridad y comunidad entre las naciones, y la fuerza del movimiento universal, y la existencia de innumerables elementos, a cuyo poder nos sustraeríamos tan difícilmente como al poder del aire y de la luz. Cuando un hecho, como el antes apuntado, coexiste con esa inmanencia en el tiempo y con esa extensión en el espacio, es porque se halla en el organismo interno de la sociedad y en las facultades varias del alma. Lo sucedido ahora sucederá en todos los tiempos hasta la consumación de los siglos; creedlo, creedlo. Como tras la caída de los carlovingíos el feudalismo surgió con grandes coincidencias de varios hechos en Europa entera; como el terror milenario se apoderó del Norte al Mediodía de todos los ánimos y determinó la teocracia con su omnímodo influjo; como las monarquías se sometieron todas a la Iglesia para que les ayudase contra el feudalismo, y tras un hecho tan eclesiástico, cual fueron las cruzadas, se aliaron a una con los municipios para comenzar su emancipación de la Iglesia misma; como coincidieran los reyes santos, Don Jaime, San Fernando, San Luis, en el siglo XIII, y los reyes crueles como los Pedros de Castilla, Portugal, Aragón, en el siglo XIV, y los descubridores como Magallanes, Colón, Gama en el siglo XV, y como Luis XI, y Fernando el Católico, y Carlos el Temerario, y Enrique VII parecen una persona misma en diversos tronos; y como coinciden las reacciones religiosas en la abrogación del edicto de Nantes y en la expulsión de los moriscos; y como la enciclopedia se sienta con Carlos III, José II, Luis XV, Federico y Pedro el Grande bajo los solios europeos a un mismo tiempo; la coincidencia del gobierno de las monarquías por los radicales y del gobierno de las repúblicas por los conservadores aparece con estos mismos caracteres y toma este universal imperio porque tiene algo de aquella necesidad fatal, cuyos decretos no han contrastado, desde el Cáucaso hasta Santa Elena, ni Prometeo, ni Napoleón, es decir las primeras fuerzas y las primeras inteligencias del mundo.

Creer que con el esfuerzo aislado de un individuo, ni siquiera con el mayor y más fuerte de un partido, por conjuraciones de mayor o menor entidad y por pactos de mayor o menor lógica; vais a contrastar corrientes impulsadas por hechos innumerables y decisivos desde remotos siglos, es como si creyerais que con el aliento de vuestra boca vais a modificar el aire, con los fluidos de vuestros nervios la electricidad, con los relampagueos de vuestros ojos el éter, con los átomos de vuestro cuerpo el medio ambiente, con el sistema de vuestro cerebro el sistema general de nuestro complicado universo, cuando nadie ha menester en esta pícara vida de tanta circunspección en sus procederes y de tanto espíritu conciliador en su ánimo como aquél que, nacido para innovar y para impeler, se encuentra con generaciones hechas a costumbres, tan pegadas al espíritu, como las carnes al hueso; con tiempos viciados por los miasmas desprendidos de innumerables cadáveres; con supersticiones creídas como un dogma y adoradas en verdadero culto; con espacio, no como aquellos del Nuevo Mundo abiertos a toda idea, rebeldes al progreso por endurecidos en una secular tradición y en una gloriosa historia. Cuando se tiene una sociedad como la cera de blanda, y un poder como el poder divino de omnímodo; cuando es uno César, autócrata, dictador, puede llevar al mujick ruso, como Pedro I, en un santiamén, la filosofía germánica; por un rescripto a lo Enrique VIII cambiar en anglicana la religión católica; coger los campesinos y las campesinas de Pomerania como Federico I y ayuntarlos en matrimonios oficiales a guisa de caballos en remonta para el progreso de la casta; expulsar en una noche los jesuitas, cual Carlos III los expulsara, y después de haberles secuestrado sus bienes, dejarlos en desvencijadas naves, a merced de los vientos y de las olas para ver si todos se ahogaban; eso pueden hacer los autócratas cuando les venga en mientes y les pase por la voluntad; pero un demócrata, que deberá consultar a todos, necesita valerse de todos, ir con todos, especialmente con el pueblo, de una grande ignorancia por su larga servidumbre, de un apego a sus propias cadenas que ayer aún las aclamaba y bendecía al déspota que las remachaba, de un instinto simio casi a la imitación y de una obediencia servil a las diversas clerecías; un demócrata, si se empeña en llegar a ser abstracto; en hacer la federal por haber traducido un libro de Proudhon78; en abolir la pena de muerte en medio de una guerra civil porque contra la pena de muerte ha tronado desde su cátedra de Metafísica79; en hacer una revolución porque se la pide a los maquinadores de pronunciamientos el cuerpo80; en prescindir del estado de los tiempos y del estado de los ánimos, francamente, lo creo condenado, o bien a un período extático de contemplación que confine con la nirvana, o bien, si el gobierno cayere sus manos, a producir unas procelas tales, una tempestad en el aire tan intensa, un terremoto en el suelo tan profundo, un descoyuntamiento de todo y una sublevación de todos tan atroces, que a los pocos días de su dominación tendríamos que optar entre un absolutismo impuesto por la necesidad o la disolución de nuestra patria.

¿Por ventura necesitamos nosotros emplear el cálculo de las probabilidades para saber qué sería en España una política de secta sobre puesta con artificio a las ideas, a las costumbres, a las tradiciones, a la complexión de nuestro pueblo? ¿Basta con la concepción por un sabio de una república teórica para que pueda en la realidad cumplirse y animarse de suyo en la vida? Los tránsitos de un estado político a otro estado político cuestan enfermedades mortales, pues las instituciones que mueren y las instituciones que nacen juntan a los achaques de la vejez y a los trances de la muerte todos los horrores del parto y todos los contingentes del costoso crecimiento y de la frágil deleznable infancia. Para saber esto, para en esto industriarnos, ¡ah!, no hemos necesidad alguna de acudir a libros de filosofía e historia; bástanos con volver la vista del espíritu a los recuerdos que llevamos en la memoria y la vista del rostro a las cicatrices que llevamos en el cuerpo. Evoquemos el período nunca con bastante insistencia evocado, evoquemos el setenta y tres. Hubo días de aquel verano en que creímos completamente disuelta nuestra España. La idea de la legalidad se había perdido en tales términos, que un empleado cualquiera de guerra asumía todos los poderes y lo notificaba a las Cortes; y los encargados de dar y cumplir las leyes desacatábanlas, sublevándose o tañendo a rebato contra la legalidad. No se trataba allí, como en otras ocasiones, de sustituir un ministerio al ministerio existente, ni una forma de gobierno a la forma admitida; tratábase de dividir en mil porciones nuestra patria, semejantes a las que siguieron a la caída del califato de Córdoba. De provincias llegaban las ideas más extrañas y los principios más descabellados. Unos decían que iban a resucitar la antigua coronilla de Aragón, como si las fórmulas del derecho moderno fueran conjuros de la Edad Media. Otros decían que iban a constituir una Galicia independiente, bajo el protectorado de Inglaterra. Jaén se apercibía a una guerra con Granada. Salamanca temblaba por la clausura de su gloriosa Universidad y el eclipse de su predominio científico en Castilla. Rivalidades mal apagadas por la unidad nacional en largos siglos, surgían como si hubiéramos retrocedido a los tiempos de zegríes y abencerrajes, de agramonteses y piamonteses, de Castros y Laras, de Capuletos y Montescos, de guerra universal. Villas insignificantes apenas inscritas en el mapa, citaban asambleas constituyentes. La sublevación vino contra el más federal de todos los ministerios posibles, y en el momento mismo en que la Asamblea trazaba de prisa un proyecto de Constitución, cuyos mayores defectos provenían de la falta de tiempo en la comisión y de la sobra de impaciencia en el gobierno. Y entonces vimos lo que quisiéramos haber olvidado; motines diarios, asonadas generales, indisciplinas militares, republicanos muy queridos del pueblo muertos a hierro en las calles, poblaciones pacíficas excitadas a la rebelión y presas de aquella fiebre, dictadura demagógica en Cádiz, rivalidades sangrientas de nombres y familias en Málaga, que causaban la fuga de la mitad casi de los habitantes y la guerra entre las fracciones de la otra mitad; desarme de la guarnición en Granada, después de cruentísimas batallas; bandas que salían de unas ciudades para pelear o morir en otras ciudades sin saber por qué ni para qué seguramente, como las bandas de Sevilla y Utrera; incendios y matanzas en Alcoy, anarquía en Valencia, partidas en Sierra Morena; el cantón de Murcia entregado a la demagogia y el de Castellón a los apostólicos; pueblos castellanos llamando desde sus barricadas a una guerra de las comunidades, como si Carlos de Gante hubiera desembarcado en las costas del Norte; horrible y misteriosa escena de riñas y puñaladas entre los emisarios de los cantoneros y los defensores del gobierno en Valladolid; la capital de Andalucía en armas, Cartagena en delirio, Alicante y Almería bombardeadas, la escuadra española pasando del pabellón rojo al pabellón extranjero, las costas despedazadas, los buques como si los piratas hubieran vuelto al Mediterráneo, la inseguridad en todas partes, nuestros parques disipándose en humo y nuestra escuadra hundiéndose en el mar, la ruina de nuestro suelo, el suicidio de nuestro partido, y al siniestro relampagueo de tanta demencia, en aquella caliginosa noche, la más triste de nuestra historia contemporánea, surgiendo como rapaces nocturnas aves de los escombros, las siniestras huestes carlistas, ganosas de mayores males, próximas a consumar nuestra esclavitud y nuestra deshonra, y a repartir entre el absolutismo y la teocracia los miembros despedazados de la infeliz España.

Así, de los escarmentados salen los avisados. Y aquellos que fuéramos heridos por sucesos tales, no haremos nada, ni directa ni indirectamente, para traerlos otra vez al seno de la patria. Determinados por el propósito consciente de evitarlos, hemos puesto en práctica la evolución, y opuesto este método moderno y científico al antiguo revolucionario; ya fuera condicional, o ya incondicional esta revolución. Y para con el ejemplo acreditar este método, hemos tratado de conseguir en cuatro lustros y hemos a la postre conseguido la restauración, una por una, de todas las democráticas libertades individuales y el gobierno de la nación por sí misma en el sufragio universal, complemento y corona de la igualdad política. Mas para conseguir esto, como quiera que formáramos un pequeño grupo los conocidos por posibilistas, hemos llamado en todas las Cámaras de los cuatro lustros corrientes al partido liberal y lo hemos encontrado dispuesto a practicar nuestro programa en todo cuanto a la monarquía no se opusiese; oposición que nosotros, en los grandes sentimientos de honor, no podíamos proponerle, ni aceptar él con traición e indignidad manifiestas. Y como quiera que, por la derecha, nos encontramos con una suspicacia de los conservadores, tan fundada en la historia personal nuestra, como que intentábamos todo aquello para traer la república; y por la izquierda, nos encontrábamos con un empuje continuo a fundarla venido de la coalición republicana, pusímonos un límite al trabajo nuestro con grande anticipación, y lo declaramos concluido así que se proclamara como ley en la Gaceta el sufragio universal. Desde tal hora, viéndonos con una democracia viva, siquier estuviese rematada por una monarquía tradicional, hemos puesto punto a nuestra obra retirándonos del Congreso que forma parte de los poderes públicos, para no aspirar por ningún camino a la gobernación del Estado, vedada por leyes del honor a republicanos cual yo; pero no hemos renunciado a influir en la sociedad española con nuestra palabra y nuestra pluma a favor del progreso pacífico y del continuo mejoramiento social. Para nosotros, ha concluido el período constituyente; para nosotros, la política del pueblo español hoy responde a las necesidades doble de movimiento y estabilidad que tienen las sociedades contemporáneas; para nosotros, el país debe concentrar todo su pensamiento y reconcentrar toda su actividad en las cuestiones de Administración y Hacienda; para nosotros, después de haber fundado la libertad, la paz, hay que prosperarlas, estableciendo un presupuesto congruente con la paz y con la libertad; para nosotros, escarmentados en la ruina de nuestra Europa, la cual no puede tirar más de sus armamentos universales y de sus ejércitos enormes, como lo prueba el conflicto entre la corona y el Reichstag en Alemania, y lo corrobora el que, armados todos los pueblos hasta los dientes, ninguno se atreve a declarar la guerra, no hay gloria comparable a la grande conseguible por el comienzo e iniciación de un presupuesto nivelado, verdadero comienzo de la solución del problema social, cuyo continuo despejo de incógnitas, interminables como la vida humana, sólo debe fiarse a la libertad proveniente de nuestra naturaleza fecunda siempre, y no a fórmulas cabalísticas de un socialismo trasnochado que puede agravar todos los males del pueblo, no aliviando en realidad ninguno. Por esta fórmula salvadora, por esta fórmula del presupuesto nivelado, nuestro partido se halla en coincidencia con el partido liberal; y nuestros amigos prestan el homenaje debido por gentes expertas a la Constitución y a la estabilidad, lo mismo que a esas impersonalidades augustas llamadas leyes, dignas de obediencia en todas partes, dignas de culto allí donde contienen las fórmulas del derecho y de la libertad. Pecaríamos de fantaseadores, si nos ocultáramos a nosotros mismos y ocultáramos a los demás, cómo nunca podrá plantear ningún partido el presupuesto nivelado sin tropezar con intereses provenientes de antiguos privilegios, que han de resolverse contra nosotros, y modernos. Así necesitamos por escudo contra esta rebelión moral, un poder fuerte; y no hay cosa que debilite a los poderes públicos y mantenga las agitaciones insanas, como un período constituyente, capaz de revolver Málaga con Malagón, y de juntar el cielo con la tierra. Y, como nada bueno hacerse allí donde reina el deshonor consiguiente al olvido de los compromisos, todos mis correligionarios estarán dentro de la legalidad y apoyando al partido liberal, mas cada uno de ellos con las reservas por su conciencia personal impuestas, y en aquel sitio que crea congruente con su tradición y con su historia. Ni una palabra más.